Ocho días
—Espera un momento. —La voz de Callie retumbó al otro lado de la línea—. Deja que me pellizque para comprobar que no estoy…
—No, no estás soñando —contestó Luce desde el teléfono que le habían prestado. Pese a que la recepción era mala desde su posición en el lindero del bosque, el sarcasmo de Callie se percibía de forma nítida y clara—. Soy yo, de verdad. Siento ser tan mala amiga.
Era jueves, después de cenar, y Luce se encontraba apoyada contra un robusto tronco de secuoya. A su izquierda había una colina ondulada, más allá el acantilado y, tras este, el océano. Encima de las aguas el cielo todavía brillaba con luz de color ámbar. Se dijo que posiblemente todos sus amigos estaban en el pabellón haciendo s’mores [1], y contándose cuentos de demonios junto a la chimenea. Era una actividad de Dawn y Jasmine que formaba parte de las Noches Nefilim que Luce se suponía que ayudaba organizar, aunque en realidad lo único que había hecho había sido encargar una cuantas bolsas de nubes y algo de chocolate negro en la cantina.
Luego se había escapado al lindero oscuro del bosque a fin de evitar a toda la gente de la Escuela de la Costa y retomar un par de asuntos importantes.
Sus padres. Callie. Las Anunciadoras.
Había esperado hasta la noche para llamar a casa. Los jueves en chez Price era el día que su madre salía a jugar al mahjong a casa de los vecinos y su padre acudía al teatro municipal para asistir a una transmisión simultánea de la función de la ópera de Atlanta. Luce se veía capaz de hacer frente a sus voces grabadas en el contestador hacía más de diez años y dejar grabado en él que seguía insistiendo sin cesar al señor Cole que le permitiera salir del campus para Acción de Gracias y que los quería mucho.
Callie no le pondría las cosas tan fáciles.
—Creía que solo llamabas los miércoles —decía esta. Luce se había olvidado de la estricta normativa sobre llamadas telefónicas de Espada & Cruz—. Primero dejé de hacer planes los miércoles para esperar tus llamadas —prosiguió su amiga—. Pero al cabo de un tiempo dejé de hacerlo. Por cierto, ¿cómo has conseguido el móvil?
—¿Eso es todo? —preguntó Luce—. ¿Que cómo he conseguido un móvil? ¿No estás enfadada conmigo?
Callie suspiró.
—¿Sabes? Consideré la posibilidad de enfadarme. Llegué incluso a imaginar en mi mente toda la pelea. Pero las dos salíamos perdiendo. —Se interrumpió—. Y lo cierto es que te echo de menos, Luce. Así que me dije: «¿Para qué perder el tiempo enfadándome?».
—Gracias —musitó Luce a punto de llorar de alegría—. Dime, ¿qué has estado haciendo?
—Hum… Soy yo la que dirige la conversación. Será mi castigo por haberme dejado de lado. Y lo que quiero saber es: ¿qué ocurre con ese chico? ¿Creo que su nombre empezaba por C?
—Cam —gimió Luce. ¿Cam era el último chico del que había hablado con Callie?—. Resultó que no era… el tipo de persona que imaginaba. —Calló un instante—. Ahora me estoy viendo con otro y las cosas van bastante… —Recordó el rostro brillante de Daniel y lo rápido que se ensombreció durante su último encuentro, fuera en la ventana.
Luego pensó en Miles, en el cálido y formal Miles, tan agradable y poco dado a los dramas, el que la había invitado a su casa para el Día de Acción de Gracias; el que pedía pepinillos en las hamburguesas de la cantina aunque no le gustaban solo para poder sacarlos y dárselos a Luce; el chico que levantaba la cabeza cuando se reía, de modo que ella podía ver el brillo de sus ojos ocultos tras la gorra de los Dodgers.
—Las cosas van bien —dijo al fin—. Salimos juntos a menudo.
—Oh, vaya, ya veo, vas de un chico de reformatorio a otro. Es un sueño hecho realidad, ¿verdad? Pero esto suena más serio; te lo noto en la voz. ¿Vais a estar juntos por Acción de Gracias? ¿Piensas traértelo a casa para enfrentarlo a la cólera de Harry? ¡Ja, ja!
—Hum. Sí, tal vez —farfulló Luce sin saber si en realidad hablaba de Daniel o de Miles.
—Mis padres insisten en hacer la semana que viene una especie de gran reunión familiar en Detroit —dijo Callie— que estoy boicoteando. Me hubiera gustado hacerte una visita, pero me imagino que estarás encerrada en Villa Reformatorio. —Guardó silencio un instante, y Luce se la imaginó acurrucada en la cama de su habitación en Dover. Le pareció como si hubiera pasado toda una vida desde que ella iban juntas a la escuela. Habían cambiado tantas cosas—. Si vienes a casa, y además con tu chico del reformatorio, no habrá nada que me detenga.
—De acuerdo, Callie, pero…
Un grito agudo interrumpió a Luce.
—¿Quedamos de verdad? Imagínatelo: en una semana nos acurrucaremos en tu sofá y nos pondremos al día. Yo haré mis famosas palomitas de azúcar para que nos ayuden a soportar el aburrido pase de diapositivas de tu padre. Y ese caniche loco tuyo se pondrá como una fiera…
De hecho, Luce nunca había estado en la casa de ladrillo rojo de Callie en Filadelfia y Callie nunca había visitado la casa de Luce en Georgia. Lo único que habían visto eran fotografías. La visita de Callie era una perspectiva perfecta, justo lo que Luce necesitaba en ese momento. Pero también parecía completamente imposible.
—Ahora mismo consultaré los vuelos.
—Callie…
—Te envío un e-mail, ¿vale? —Callie colgó antes de que Luce pudiera responder siquiera.
Aquello no era bueno. Luce cerró el móvil. No debería molestarse por que Callie se hubiera autoinvitado a Acción de Gracias. En realidad, debería pensar que era maravilloso que su amiga todavía tuviera ganas de verla. Sin embargo, Luce no se sentía más que impotente, añorada de su casa y culpable por perpetuar aquel estúpido ciclo de mentiras.
¿Podría volver a ser una persona normal y feliz algún día? ¿Qué hacía falta en esta tierra, o fuera de ella, para que Luce se pudiera sentir tan satisfecha de su vida como Miles parecía estarlo de la suya? Su mente no dejaba de dar vueltas en torno a Daniel. Y tenía la respuesta: el único modo de poder sentirse despreocupada de nuevo sería no haber conocido nunca a Daniel, no haber conocido el amor verdadero.
Entonces algo se agitó entre las copas de los árboles y la asaltó un viento gélido. Aunque no se había concentrado en una Anunciadora en concreto, se dio cuenta de que, tal como Steven le había contado, su deseo de obtener respuestas había invocado a una.
No. No era una sola.
Se estremeció al levantar la cabeza y descubrir en el enramado cientos de sombras furtivas, tenebrosas y malolientes.
Se deslizaban juntas por las elevadas ramas de la secuoya que tenía sobre la cabeza. Era como si alguien en las nubes hubiera vertido un enorme frasco de tinta negra por el cielo y esta hubiera ido a caer encima de aquella bóveda arbolada, empapando una rama tras otra hasta convertir el bosque en una capa sólida de oscuridad. Al principio casi resultaba imposible distinguir dónde terminaba una sombra y empezaba la siguiente, qué sombra era auténtica y cuál era una Anunciadora.
Pero al poco empezaron a cambiar de forma y a definirse con más claridad; al principio con timidez, como si se movieran inocentemente bajo la luz débil del día, pero luego con mayor intensidad. Se soltaron de las ramas que habían ocupado y fueron extendiendo sus zarcillos de oscuridad cada vez más hacia abajo, aproximándose a la cabeza de Luce. ¿Le hacían señas para que se acercase o estaban amenazándola? Se armó de valor, pero no lograba recobrar el aliento. Había demasiadas. Quiso tomar una bocanada de aire, intentando no dejarse llevar por el pánico a sabiendas de que era demasiado tarde.
Echó a correr.
Tomó dirección sur, de regreso a la residencia. Pero aquel remolino negro y abisal se limitó a seguirla, susurrando en las ramas bajas de las secuoyas mientras se aproximaba. Luce notó los pinchazos gélidos de su tacto en los hombros. Gritó al sentirse manoseada, apartándolas con las manos desnudas.
Cambió de rumbo, tomó la dirección opuesta y se encaminó hacia el pabellón nefilim, al norte. Allí encontraría a Miles, a Shelby o incluso a Francesca. Pero las Anunciadoras no la dejaban marchar. De inmediato se deslizaron para adelantarla y se irguieron ante ella, absorbiendo la luz e impidiéndole el paso al pabellón. Su zumbido amortiguó el murmullo distante de la hoguera de los nefilim, haciendo que los amigos de Luce parecieran irremediablemente alejados.
Luce se obligó a detenerse e inspirar profundamente. Sabía mucho más de las Anunciadoras que antes, razón por la cual debería tenerles menos miedo. ¿Qué problema había? Tal vez sabía que estaba acercándose a algún recuerdo o información que podía cambiar el rumbo de su vida. Y su relación con Daniel. Lo cierto es que no solo le aterraban las Anunciadoras, sino que tenía pánico a lo que pudiera ver en ellas.
O lo que pudiera oír.
El día anterior por fin había surtido efecto el consejo de Steven de aplacar el ruido de las Anunciadoras, y Luce ya podía escuchar sus vidas anteriores. Era capaz de dejar de lado el ruido estático y centrarse en lo que deseaba saber. En lo que necesitaba saber. Seguramente, Steven había querido darle esa ayuda, y seguramente sabía que ella escucharía y aprendería algo de las Anunciadoras.
Luce se volvió y regresó a la soledad oscura de los árboles cuando el zumbido de las Anunciadoras se calmó y disminuyó.
La oscuridad de debajo de las ramas la envolvió en un abrazo frío y de olor putrefacto a causa de las hojas en descomposición. Bajo la luz crepuscular, las Anunciadoras se deslizaron hacia delante y se acomodaron a la luminosidad mortecina que la rodeaba, camuflándose de nuevo entre las sombras naturales. Algunas se movían rápidas y rígidas, como soldados; otras, en cambio, tenían una elegancia ágil. Luce se preguntó si su apariencia era indicativa de los mensajes que contenían.
Con todo, había muchas cosas de las Anunciadoras que las hacían impenetrables. Sintonizarlas no era intuitivo, no era como manipular el dial de una radio antigua. Lo que había oído el día anterior, esa voz entre la algarabía, le había llegado por accidente.
Tal vez el pasado le había parecido insondable en otros tiempos, pero ella ahora notaba que presionaba por aflorar contra esas superficies oscuras, esperando salir a la luz. Luce cerró los ojos, ahuecó las manos y las juntó. Allí, en la oscuridad, con el corazón latiéndole agitado, deseó que salieran. Invocó a esas cosas frías y oscuras y les pidió que le devolvieran su pasado a fin de iluminar su historia y la de Daniel. Las invocó para resolver el misterio de quién era él y por qué la había escogido a ella.
Aunque la verdad le rompiera el corazón.
En el bosque se oyó una risa femenina. Era una risa tan clara que parecía rodear a Luce y resonar en las ramas de los árboles. Intentó ver de dónde procedía, pero había tantas sombras reunidas que Luce no sabía cómo localizar la fuente. Y entonces se le heló la sangre.
La risa era suya.
En realidad, había sido suya cuando era niña. Antes de Daniel, antes de Espada & Cruz, antes de Trevor… Antes de una vida llena de secretos y mentiras y de tantas preguntas sin respuesta. Antes de que viera a un ángel. Era una risa inocente, demasiado despreocupada para pertenecerle ahora.
Una ráfaga de viento se agitó en las ramas que tenía sobre la cabeza y un buen número de hojas de secuoya se desprendieron y se precipitaron al suelo. Parecían gotas de lluvia mientras se unían con sus miles de antecesoras en el suelo blando del bosque. Entre ellas cayó también una hoja grande.
Gruesa pero ligera como una pluma, totalmente intacta, descendía lentamente, ajena a la fuerza de la gravedad. Era negra en vez de marrón. Y, en lugar de caer al suelo, fue a posarse en la palma extendida de Luce.
No era una hoja. Se trataba de una Anunciadora. Cuando Luce se inclinó para observarla con mayor atención, oyó de nuevo la risa. En algún lugar dentro de ella, otra Luce se reía.
Suavemente, Luce estiró los extremos de la Anunciadora, que era más flexible de lo que se esperaba, si bien al tacto era fría como el hielo y pegajosa. Cuando alcanzó un tamaño de poco menos de un metro, Luce la soltó y se alegró de ver que se mantenía a la altura de su vista. Hizo un gran esfuerzo para concentrarse: en atender y desentenderse de cuanto la rodeaba.
Al principio no notó nada, pero luego…
Otra risa creciente se oyó en el interior de la sombra. A continuación, el velo de oscuridad se rasgó y mostró una imagen en el interior.
En esta ocasión, Daniel fue el primero en aparecer.
Aunque fuera a través de una Anunciadora, verlo era una delicia. Llevaba el pelo un poco más largo que ahora. Estaba bronceado: tenía los hombros y la nariz de un intenso color marrón dorado. Llevaba un bañador azul marino ceñido que le quedaba muy bien, del tipo que había visto en las fotografías de familia de los años setenta.
Detrás de Daniel se veía el lindero de un bosque tropical espeso y denso, exuberante y repleto de bayas y flores blancas que Luce no había visto antes. Se encontraba al borde de un acantilado pequeño pero no menos impresionante que daba a un estanque de agua espumosa. Sin embargo, Daniel no dejaba de mirar hacia arriba, al cielo.
La risa de nuevo. Y luego la voz de Luce, entrecortada por unas risitas.
—¡Rápido! ¡Tírate de una vez!
Luce se inclinó hacia delante para acercarse más a la ventana de la Anunciadora y vio a su antiguo yo flotando en el agua con un biquini amarillo anudado detrás del cuello. Su larga cabellera flotaba en torno a su cara en la superficie del agua, como un halo de intenso color negro. Daniel la miraba, pero no dejaba de dirigir la vista hacia lo alto. Tenía los músculos del pecho tensos. Luce se sintió mal al presentir por qué.
El cielo se estaba llenando de Anunciadoras que, como una bandada de cuervos negros, formaban una nube tan espesa que taparon el sol. La antigua Luce no se daba cuenta de nada en el agua, no veía nada. Pero cuando la Luce del bosque vio en la imagen de una Anunciadora todas aquellas Anunciadoras revoloteando y arremolinándose en el aire húmedo de aquel bosque tropical, se sintió súbitamente mareada.
—¡Me estás haciendo esperar mucho! —gritaba la Luce del pasado a Daniel—. Dentro de poco me voy a congelar.
Daniel apartó la vista del cielo y miró abajo con expresión consternada. Le temblaban los labios y tenía el rostro pálido como un fantasma.
—No te congelarás —le dijo.
¿Lo que Daniel se estaba secando eran lágrimas? Él cerró los ojos y se estremeció. Luego, tras arquear las manos por encima de la cabeza, se dio impulso desde la roca y se zambulló.
Salió a la superficie al cabo de un momento, y Luce nadó hacia él. Lo abrazó por el cuello con una expresión alegre y feliz. En el bosque, Luce miraba la escena con una mezcla de horror y complacencia. Deseó que su antiguo yo hubiera disfrutado al máximo de Daniel, que hubiera sentido la cercanía inocente y extasiada de estar con la persona amada.
Pero ella sabía, igual que Daniel, igual que el enjambre de Anunciadoras, lo que iba a ocurrir en cuanto Luce posara sus labios en los de él. Daniel tenía razón: no se congelaría. Moriría carbonizada en una horrible llamarada.
Y a Daniel no le quedaría más remedio que llorarla.
Pero no sería el único. Esa chica había tenido una vida, amigos, una familia que la quería y que quedaría destrozada si la perdían.
De pronto Luce sintió mucha rabia. Se sintió furiosa por la maldición a la que ella y Daniel estaban condenados. Ella era inocente, no tenía ningún poder: no entendía nada de lo que iba a ocurrir. Y seguía sin comprender por qué ocurría, por qué siempre tenía que morir tan rápidamente después de encontrar a Daniel.
Y por qué no había muerto aún en esta vida.
La Luce del agua seguía viva. Luce no iba a permitir, no podía permitir que muriera.
Asió con fuerza a la Anunciadora, apretando con los puños sus extremos. La retorció y la dobló deformando la imagen de los nadadores como si se tratara de un espejo en un parque de atracciones. Dentro de la pantalla, las sombras descendían. Los nadadores se estaban quedando sin tiempo.
Luce gritó enfadada y asestó un puñetazo a la Anunciadora: primero una vez, luego otra, arrojó una lluvia de golpes contra la escena que se desarrollaba ante ella. Golpeó una y otra vez, con la respiración entrecortada y gritando mientras intentaba parar lo que iba a ocurrir.
Entonces ocurrió: su puño derecho atravesó la imagen y el brazo se le hundió hasta el codo. Al instante, notó el cambio brusco de temperatura. El calor de una puesta de sol veraniega le recorría la palma de la mano. La gravedad cambió. Luce no podía decir si iba hacia arriba o hacia abajo. Notó que se le encogía el estómago y temió salir despedida.
Podía atravesar la imagen. Podía salvar a su antiguo yo. Extendió con prudencia hacia delante el brazo izquierdo, que también desapareció dentro de la Anunciadora: era como atravesar una gelatina brillante y pegajosa que se arrugaba y se extendía como si la dejara pasar.
—Es lo que quiere que haga —dijo en voz alta—. Lo puedo hacer. Puedo salvarla. Puedo salvar mi vida.
Se inclinó un poco hacia atrás y luego arrojó su cuerpo dentro de la Anunciadora.
Hacía sol, tanto que tuvo que cerrar los ojos; el calor era tan tropical que de inmediato sintió el sudor en la piel. Y la invadió una sensación muy desagradable con el centro de gravedad cayendo en picado, como si estuviera zambulléndose desde lo alto.
En un instante ella se dejaría caer…
Pero entonces algo la asió del tobillo izquierdo y luego del derecho. Algo tiraba a Luce hacia atrás con mucha fuerza.
—¡No! —gritó Luce, porque en ese instante vislumbró a lo lejos un estallido amarillo en el agua. Demasiado intenso para tratarse del biquini. ¿Acaso la Luce del pasado ya estaba siendo consumida por las llamas?
Luego todo se desvaneció.
Luce se encontró de pronto de vuelta en la zona fría y sombría de secuoyas que había detrás de la residencia de la Escuela de la Costa. Notaba la piel fría y pegajosa, había perdido por completo el sentido del equilibrio y se desplomó de bruces sobre la suciedad y las hojas de secuoya que había en el suelo del bosque. Se dio la vuelta y vio dos siluetas ante ella, aunque su visión daba tantas vueltas que ni siquiera podía distinguir quiénes eran.
—Pensé que estarías aquí.
Shelby. Luce sacudió la cabeza y parpadeó un par de veces. No solo estaba Shelby. También estaba Miles. Los dos parecían agotados. Luce estaba agotada. Miró el reloj sin sorprenderse por el tiempo que se había pasado contemplando a la Anunciadora. Eran más de la una de la madrugada. ¿Qué andaban haciendo Miles y Shelby a esas horas por ahí?
—Pe-pe-pero ¿qué pretendías hacer…? —balbuceó Miles señalando el lugar donde había estado la Anunciadora.
Luce miró por encima del hombro. La sombra había estallado en cientos de hojas negras aciculadas que iban cayendo al suelo, lo bastante quebradizas como para convertirse en ceniza al tocar el suelo.
—Creo que voy a vomitar —musitó volviéndose a un árbol cercano. Tuvo unas cuantas arcadas, pero no salió nada. Cerró los ojos sintiéndose culpable. Había sido demasiado débil y había llegado demasiado tarde para salvarse a sí misma.
Una mano fría se le acercó y le apartó los mechones rubios de la cara. Luce vio los desgastados pantalones negros de yoga de Shelby y las chanclas y se sintió invadida por una sensación de gratitud.
—Gracias —dijo. Al cabo de un buen rato, se pasó la mano por la boca y se incorporó algo tambaleante—. ¿Estáis enfadados conmigo?
—¿Enfadados? Estoy orgullosa de ti. Lo has hecho solita. ¿Para qué necesitas más a alguien como yo? —Shelby se encogió de hombros sin dejar de mirar a Luce.
—Shelby…
—No. Te diré para qué me necesitas —espetó Shelby—. Para mantenerte a salvo de desastres como en el que has estado a punto de meterte. Te guste o no, me atrevo a añadir: ¿qué pretendías hacer? ¿Sabes qué le ocurre a la gente que entra en las Anunciadoras?
Luce negó con la cabeza.
—¡Pues yo tampoco, pero seguro que no es nada bueno!
—Solo tienes que saber lo que te traes entre manos —intervino Miles de pronto a sus espaldas. Tenía el rostro extrañamente pálido. Sin duda, Luce lo había asustado mucho.
—Oh, de acuerdo. ¿Así que se supone que tú sí sabes lo que te traes entre manos? —le desafió Shelby.
—No —musitó él—. Pero un verano mis padres me apuntaron a un taller de un ángel mayor que sí sabía cómo hacerlo, ¿vale? —Se volvió hacia Luce—. Y lo que tú estabas haciendo no se acercaba siquiera. Me has asustado mucho, Luce.
—Lo siento. —Luce estaba sorprendida. Shelby y Miles se comportaban como si los hubiera traicionado por ir ahí sola—. Creía que estaríais detrás del pabellón, junto a la hoguera del campamento.
—Pensábamos que irías —replicó Shelby—. Hemos estado un rato por ahí, pero entonces Jasmine ha empezado a gritar que Dawn había desaparecido, y los profesores se comportaban de un modo muy raro, sobre todo cuando han visto que tú tampoco estabas, así que la fiesta se ha acabado. Entonces le he dicho a Miles que tenía una vaga idea de lo que podrías andar haciendo y he salido a buscarte, y va y de repente se convierte en una especie de señor Lapa…
—Un momento —interrumpió Luce—. ¿Dawn ha desaparecido?
—Lo más probable es que no —sugirió Miles—. Ya sabes lo veleidosas que son Jasmine y ella.
—Pero esa era su fiesta —dijo Luce—. Nunca se perdería su propia fiesta.
—Eso es lo que Jasmine no dejaba de repetir —explicó Miles—. Anoche no fue a su habitación y esta mañana tampoco estaba en la cantina, así que al final Francesca y Steven nos han ordenado irnos a nuestras habitaciones, pero…
—Me apuesto veinte pavos a que está besuqueándose con algún bola de sebo no nefilim en los bosques de por aquí. —Shelby lanzó una mirada de picardía.
—No.
Luce tenía un mal presagio. Dawn estaba muy emocionada por la hoguera del campamento. Había encargado camisetas por internet porque no había habido modo de convencerla de que ningún nefilim se prestaría a llevarlas. No podía haber desaparecido, al menos no por voluntad propia.
—¿Cuánto tiempo lleva desaparecida?
Cuando los tres salieron del bosque, Luce se sentía todavía más alterada. No era solo por Dawn, también era por lo que había visto en la Anunciadora. Contemplar cómo la muerte se acercaba a un antiguo yo era una agonía, y era la primera vez que lo había atestiguado. Daniel, por otra parte, había tenido que presenciarlo cientos de veces. Ahora comprendía por qué había actuado con tanta frialdad la primera vez que se encontraron: para ahorrar a ambos el trauma de volver a pasar por la experiencia de una muerte horrible. La realidad de la situación de Daniel empezó a abrumarla y se sintió desesperada por verlo.
Al cruzar el jardín que llevaba a la residencia, Luce tuvo que protegerse los ojos de unas potentes luces que barrían el campus. Un helicóptero zumbaba a lo lejos, mientras su foco de localización recorría la costa, escudriñando la playa de un lado a otro. Una amplia línea de hombres con uniformes oscuros recorría el camino desde el pabellón nefilim hasta la cantina, escrutando lentamente el suelo.
Miles dijo:
—Es la formación habitual de las partidas de búsqueda. Forman una línea y no dejan ni un centímetro del suelo sin mirar.
—¡Oh, Dios mío! —murmuró Luce en voz baja.
—Ha desaparecido de verdad. —Shelby parpadeó—. No tengo un buen karma.
Luce echó a correr hacia el pabellón nefilim. Miles y Shelby la siguieron. El camino, tan bonito a la luz del día, lleno de flores, ahora aparecía cubierto de sombras. Ante ellos, la hoguera del campamento se había apagado y solo quedaban unas pocas ascuas, pero en el pabellón y en la terraza todas las luces estaban encendidas. El enorme edificio en forma de A refulgía, formidable en la noche oscura.
Luce vio las caras asustadas de muchos nefilim que estaban sentados en los bancos alrededor de la terraza. Jasmine lloraba con su gorra de lana hundida en la cabeza. Sostenía la mano rígida de Lilith para encontrar apoyo mientras dos policías con libretas le hacían una serie de preguntas. Luce se sintió muy próxima a la chica. Sabía lo horrible que podía ser ese trámite.
Los policías iban de un lado a otro de la terraza repartiendo fotocopias en blanco y negro de una fotografía reciente y ampliada de Dawn que alguien había encontrado en internet. Al mirar la imagen de baja resolución, Luce se sorprendió de lo mucho que Dawn se parecía a ella, por lo menos antes de teñirse el cabello, y se acordó de la charla que habían mantenido la mañana después de teñírselo, cuando Dawn había dicho que ya no eran clavaditas.
Luce ahogó un grito. La cabeza empezó a dolerle en cuanto cayó en la cuenta de muchas cosas en las que no había reparado hasta ese instante.
El momento horroroso en el bote de salvamento. La dura advertencia de Steven sobre mantenerlo en secreto. La paranoia de Daniel acerca de unos «peligros» que nunca le había explicado. El Proscrito que la había sacado del campus, la amenaza del bosque que Cam había liquidado. Su gran parecido con Dawn en aquella borrosa fotografía en blanco y negro.
Quien fuera que se había llevado a Dawn se había equivocado. En realidad, buscaba a Luce.