Catorce días
Durante la noche, una capa de niebla densa invadió como un ejército sobre la ciudad de Fort Bragg y se apostó en ella. No se dispersó con la salida del sol y su languidez impregnó todas las cosas y personas. Así, el viernes en la escuela Luce se sintió como arrastrada por una marea lenta. Los profesores estaban dispersos, esquivos y lentos en sus clases, y los alumnos, profundamente aletargados, esforzándose por mantenerse despiertos ante el zumbido prolongado y melancólico del día.
Cuando las clases terminaron, la monotonía había calado profundamente en Luce. No sabía qué hacía en esa escuela que no era la suya, en ese estado provisional que no hacía más que poner de manifiesto la falta de una vida real y sólida. Lo único que quería era irse a su litera y dormir y olvidarse no solo del tiempo y de aquella larga semana que había pasado ya en la Escuela de la Costa, sino también de la disputa con Daniel y de las muchísimas preguntas e inquietudes que esta había provocado en su mente.
La noche anterior le había resultado imposible conciliar el sueño. A altas horas de la mañana había vuelto a solas a su habitación y dio vueltas y vueltas en la cama sin lograr dormirse por completo. Que Daniel le gritara ya no la sorprendía, pero no por eso la dejaba indiferente. ¿Y esa orden insultante y machista de que se quedara en el complejo de la escuela? Se le ocurrió por un momento que tal vez Daniel le había hablado igual que siglos atrás, pero Luce estaba segura de que, como Jane Eyre o Elizabeth Bennet, ninguna de sus identidades anteriores se habría tomado bien esa prohibición. Desde luego, en los tiempos actuales no.
Mientras caminaba entre la niebla hacia su dormitorio después de las clases seguía sintiéndose enfadada y molesta. Tenía la vista nublada y prácticamente andaba dormida cuando posó la mano en el pomo de la puerta. Al entrar en la habitación a oscuras y vacía estuvo a punto de pasar por alto el sobre que alguien había pasado por debajo de la puerta.
Era un sobre de color crema, fino y cuadrado; cuando le dio la vuelta vio su nombre escrito en pequeñas letras mayúsculas. Lo abrió ansiosa, esperando encontrar en ella las disculpas de él y consciente de que ella también le debía una.
La carta en el interior estaba escrita a máquina en papel de color crema y se hallaba doblada en tres partes.
Querida Luce:
Hay una cosa que quiero decirte desde hace tiempo. Reúnete conmigo en la ciudad, cerca de Noyo Point, en torno a las seis de la tarde. El autobús nº 5 que circula junto a la autopista 1 tiene parada a cuatrocientos metros al sur de la Escuela de la Costa. Utiliza este billete de autobús. Te esperaré en North Cliff. Tengo muchas ganas de verte.
Te quiere,
Daniel
Luce sacudió el sobre y notó que dentro había un pequeño trozo de papel. Sacó un billete de autobús azul y blanco con el número cinco impreso delante y un esbozo del mapa de Fort Bragg dibujado detrás. Eso era todo. No había nada más.
Le pareció alucinante. Ni una mención a su disputa en la playa, ni ningún indicio de que Daniel supiera lo poco normal que era desvanecerse prácticamente en el aire por la noche y esperar que al día siguiente ella se desplazara sin más en cuanto él lo dijera.
Ni una disculpa.
Resultaba extraño. Daniel podía aparecerse en cualquier sitio y en cualquier hora y acostumbraba mostrarse ajeno por completo a las realidades logísticas que los seres humanos normales tenían que afrontar.
Esa carta le parecía fría y brusca. Una parte de ella, la más imprudente, se vio tentada a fingir que nunca la había recibido. Estaba harta de discutir, cansada de que Daniel no le confiara más detalles. Pero, en cambio, la parte enamorada de Luce se preguntaba si tal vez había sido demasiado dura con él. Porque la relación que tenían merecía la pena. Intentó recordar la mirada y el tono de voz de Daniel cuando le contaba la historia sobre la vida que ella llevaba durante la fiebre del oro en California. Cómo él la había visto por la ventana y se había vuelto a enamorar de ella, como en miles de ocasiones anteriores.
Esa fue la imagen que Luce tenía en mente cuando minutos más tarde salió de su habitación y se escabulló por el camino hacia la entrada principal de la Escuela de la Costa y la parada de autobús donde Daniel le había pedido que esperara. La imagen de sus ojos implorantes de color violeta le encogía el corazón mientras permanecía de pie bajo el cielo gris y húmedo. Vio coches deslucidos materializarse en la niebla, recorrer las curvas cerradas de la autopista sin guardarraíles y desaparecer de nuevo.
Al volver la vista hacia el formidable campus de la Escuela de la Costa que se encontraba a lo lejos, se acordó de lo que Jasmine había dicho en la fiesta: «Mientras permanezcamos en el campus bajo su escudo protector, podemos hacer prácticamente lo que queramos». Luce estaba saliendo de la protección de aquel escudo, pero ¿qué había de malo en eso? En realidad, ella no era una alumna, y, en cierto modo, volver a ver a Daniel bien merecía el riesgo de ser descubierta.
Pocos minutos después de las cinco y media, el autobús número 5 se detuvo en la parada.
El vehículo era viejo, gris y destartalado, igual que el conductor que abrió la puerta para que Luce subiera. Ocupó un asiento de la parte delantera. El autobús olía a rancio. Se tuvo que agarrar al asiento barato de piel artificial mientras el autobús se precipitaba veloz por las curvas a ochenta kilómetros por hora, como si a pocos metros de la carretera el acantilado no se desplomara en una vertical de kilómetro y medio sobre el océano gris.
Cuando llegaron a la ciudad, llovía, una llovizna persistente que no llegaba a aguacero. La mayoría de los establecimientos de la calle principal ya habían cerrado, y la ciudad tenía un aspecto empapado y desolado. No era precisamente el escenario que más le hubiera gustado para una feliz reconciliación.
Al bajar del autobús, Luce se sacó el gorro de lana de la mochila y se lo puso en la cabeza. Notó el frío de la lluvia en la nariz y en las yemas de los dedos. Vio entonces un poste metálico inclinado de color verde y siguió la dirección de la flecha, que señalaba hacia el cabo de Noyo Point.
El cabo era en realidad una extensa lengua de tierra sin el verdor exuberante de los jardines del campus de la Escuela de la Costa; más bien se trataba de una mezcla de zonas de hierba verde y trozos de arena gris y húmeda. Los árboles clareaban, las hojas arrancadas por el embate del viento oceánico. En la orilla, a unos noventa metros de la carretera, solo había un banco colocado en un lugar fangoso. Seguramente aquel era el sitio que Daniel había elegido para quedar. Sin embargo, desde su posición, Luce se dio cuenta de que todavía no había llegado. Miró el reloj. Ella había llegado con cinco minutos de retraso.
Daniel nunca llegaba tarde.
La lluvia parecía prenderse en las puntas de su pelo en lugar de empaparlo como de costumbre. Ni siquiera la madre naturaleza sabía qué hacer con esa Luce rubia oxigenada. No quería esperar a Daniel al aire libre. Había una hilera de tiendas en la calle principal. Luce se quedó allí de pie en un porche largo de madera que tenía un toldo de metal oxidado. En el rótulo de cerrado, en letras azules deslucidas, se leía PESCADOS FRED’S.
Fort Bragg no era un lugar tan pintoresco como Mendocino, la ciudad donde ella y Daniel se habían detenido y desde donde él la había llevado volando por la línea de la costa. Era un lugar más industrial, una población pesquera realmente anticuada, con embarcaderos de madera podrida dispuestos en una ensenada curva donde la tierra descendía hasta llegar a las aguas. Mientras Luce esperaba, atracó un barco cargado de pescadores. Observó a esos hombres enjutos y de rostro duro que, ataviados con sus impermeables empapados, subían la escalera de piedra de los muelles que quedaban más abajo.
Cuando tocaron tierra, echaron a andar en solitario o bien en grupos en silencio, pasaron ante el banco desocupado y los árboles tristemente inclinados, así como frente a los escaparates cerrados hasta llegar a un aparcamiento de grava situado en el extremo sur de Noyo Point. Una vez allí, subieron a unas camionetas viejas y destartaladas, pusieron en marcha los motores y se marcharon, de modo que aquel mar de rostros adustos fue decreciendo hasta que quedó un solo marinero que no parecía salido de ningún velero. De hecho, parecía haber surgido de repente de la niebla. Luce retrocedió sobresaltada contra la persiana metálica de la pescadería e intentó recuperar el aliento.
Era Cam.
Avanzaba en dirección oeste por el camino de grava, justo delante de ella, flanqueado por dos pescadores vestidos de oscuro que no parecían haber advertido su presencia. Llevaba unos vaqueros negros ajustados y una chaqueta de cuero negra. Su pelo oscuro brillaba con la lluvia y lo llevaba más corto que en la última ocasión que lo había visto. A un lado de la nuca se le adivinaba el tatuaje negro en forma de sol. Recortados contra el telón de fondo de aquel cielo descolorido, sus ojos seguían siendo tan intensamente verdes como siempre.
La última vez que lo había visto, Cam estaba de pie ante un espeluznante ejército oscuro de demonios, en una actitud insensible, cruel y, por decirlo llanamente, malévola. A Luce se le heló la sangre. Aunque tenía lista toda una retahíla de insultos y acusaciones contra él, pensó que era mejor esquivarlo sin más.
Demasiado tarde. Los ojos verdes de Cam se posaron en ella, y se quedó paralizada. No porque hubiera echado mano de aquel encanto fingido al que ella había estado a punto de sucumbir en Espada & Cruz, sino porque parecía realmente alarmado de verla. Cambió de pronto de dirección y en un instante, tras abrirse paso entre el escaso flujo de pescadores que avanzaban, se colocó junto a ella.
—¿Qué haces aquí?
Cam parecía más que alarmado, diríase que casi aterrado. Tenía los hombros alzados y no fijaba la vista más de un segundo en nada. No le comentó nada sobre su pelo, como si no hubiera reparado en él. Luce tuvo la certeza de que Cam no sabía que ella estaba en California. De hecho, su reubicación había venido motivada precisamente para mantenerla a salvo de tipos como él. Ella había dado al traste con todo eso.
—Yo solo… —Miró el camino de grava blanca situado detrás de Cam, que atravesaba la zona de hierba que bordeaba el acantilado— quería dar un paseo.
—No es cierto.
—Déjame en paz. —Luce intentó abrirse paso—. No tengo nada que decirte.
—Lo cual está bien, pues se supone que no deberíamos hablar. Y también se supone que no deberías estar fuera de la escuela.
De pronto, Luce se inquietó, pues intuyó que Cam sabía algo que ella desconocía.
—¿Y tú cómo sabes que voy a una escuela de por aquí?
Cam suspiró.
—Lo sé todo, ¿vale?
—Entonces estás aquí para luchar contra Daniel.
Cam empequeñeció sus ojos verdes.
—¿Por qué iba yo…? Un momento, ¿me estás diciendo que has venido aquí para verlo?
—Vamos, no te hagas el sorprendido. Somos pareja.
Parecía que Cam no había aceptado aún que ella hubiera preferido a Daniel en lugar de a él.
Cam se rascó la frente con actitud preocupada.
—¿Te ha hecho venir, Luce? —dijo atropelladamente.
Ella se sintió avergonzada y cedió ante la presión de su mirada.
—Recibí una carta.
—Déjame verla.
Luce se puso en guardia mientras examinaba la extraña expresión de Cam. Parecía tan nervioso como ella.
—Te han tendido una trampa. En las circunstancias actuales, Grigori jamás te haría llegar un mensaje.
—Yo ya no sé lo que haría por mí. —Luce se volvió deseando desaparecer muy lejos de allí y que Cam no la hubiera visto. Sintió la necesidad infantil de alardear ante Cam de que Daniel la había visitado la noche anterior, pero no era momento de jactarse. No había muchos motivos de vanagloria en los detalles de su disputa.
—Sé que él moriría si mueres, Luce. Si quieres seguir con vida, es mejor que me enseñes la carta.
—¿Me matarías por un trozo de papel?
—No, pero seguramente es lo que intenta quienquiera que te haya enviado esa nota.
—¿Qué?
Aunque la carta casi le ardía en el bolsillo, Luce se resistía a dejarle verla. Cam no podía saber de qué hablaba. Pero cuanto más la miraba él, más dudas empezaba a tener ella sobre la extraña nota: el billete de autobús, las instrucciones… el tono extrañamente técnico y rígido, nada que ver con el estilo de Daniel. Finalmente se la sacó del bolsillo con los dedos temblorosos.
Cam la agarró e hizo una mueca de disgusto al leerla. Masculló algo para sí y con los ojos recorrió el bosque situado al otro lado de la carretera. Luce también miró a su alrededor, pero no supo adivinar nada sospechoso entre los escasos pescadores que quedaban y que cargaban sus aparejos en la parte trasera de unas camionetas oxidadas.
—Vamos —dijo él al fin asiéndola por el codo—. Ya va siendo hora de acompañarte de vuelta a la escuela.
Ella se apartó con un movimiento brusco.
—No pienso ir a ningún sitio contigo. Te odio. Además, ¿qué haces aquí?
Él la agarró.
—Voy de caza.
Luce lo miró con recelo intentando que él no se diera cuenta de que la seguía intimidando. Cam parecía delgado, iba vestido como un punk y estaba desarmado.
—Ah, ¿sí? —Ella ladeó la cabeza—. ¿Y qué cazas?
Cam clavó la vista detrás de Luce, en dirección al bosque, sombrío al atardecer, e hizo una señal con la cabeza.
—A ella.
Luce se volvió para ver de quién o de qué hablaba, pero antes de que pudiera ver algo, él ya la había empujado con fuerza a un lado. Se oyó un extraño silbido en el aire, y un objeto plateado pasó rozándole la cara.
—¡Al suelo! —gritó Cam apretando los hombros de Luce hacia abajo. En el suelo del porche, sintió el peso de él encima mientras el polvo de la madera se le iba metiendo en la nariz.
—¡Sal de encima de mí! —chilló.
Mientras se debatía con indignación fue presa del terror. Quien fuera que estuviera ahí tenía que ser realmente maléfico. De lo contrario, nunca se habría visto expuesta a que fuera Cam precisamente quien tuviera que protegerla.
Al poco, Cam se lanzó a toda velocidad por el aparcamiento desierto en dirección a la muchacha. Era una chica muy atractiva, de la edad de Luce, que vestía una larga capa marrón. Sus rasgos eran delicados, llevaba la cabellera rubia, casi blanca, recogida en una coleta, y tenía una mirada extraña, ausente. Incluso de lejos, Luce se quedó paralizada de miedo.
Pero había algo más: la chica iba armada, con un arco de plata que estaba cargando precipitadamente.
Cam se encontraba ya muy cerca y sus pies crujían contra la grava del aparcamiento mientras corría hacia la chica, cuyo extraño arco de plata brillaba incluso en la niebla, como si no fuera de este mundo.
Luce apartó con dificultad la vista de la muchacha del arco, se puso de rodillas y escrutó el aparcamiento para ver si había alguien más mirando aterrado como ella. Pero el lugar se hallaba vacío y extrañamente silencioso.
Notó una sensación de opresión en los pulmones que apenas la dejaba respirar. La muchacha se movía como una autómata. Y Cam estaba desarmado. Ella tenía el arco tensado, y a Cam en su punto de mira.
Pero en décimas de segundo Cam se precipitó sobre ella y la derribó haciéndola caer de espaldas, le arrancó con fuerza el arco de las manos y le apretó el codo contra la cara hasta que ella dejó de forcejear. La muchacha gritó con una voz aguda e inocente y retrocedió en el suelo levantando la mano para pedir clemencia mientras Cam apuntaba con el arco hacia ella.
Cam le arrojó la flecha directamente al corazón.
Al otro lado del aparcamiento, Luce se mordió el puño para no gritar. Pese a que hubiera preferido encontrarse lejos de allí, se incorporó trabajosamente y se acercó corriendo. Pero extrañamente la chica no yacía desangrándose ni se debatía a gritos.
No estaba allí.
Ella y la flecha que Cam le había arrojado habían desaparecido.
Cam escudriñaba el aparcamiento, haciéndose con las flechas que ella había tirado, como si aquel fuera el cometido más acuciante de su vida. Luce se agachó en el sitio donde había caído la chica. Desconcertada y más aterrorizada de lo que había estado instantes antes, resiguió con el dedo la grava. No había indicio alguno de que hubiera caído allí una persona.
Cam regresó junto a Luce con tres flechas en una mano y el arco de plata en la otra. Instintivamente, Luce tendió la mano para tocar una. Nunca había visto nada igual y por algún extraño motivo se sentía fascinada. Se le puso la carne de gallina y la cabeza empezó a darle vueltas.
Cam le apartó las flechas.
—Son mortales.
No lo parecían; si ni tan siquiera tenían punta. Tan solo eran unas varillas de plata acabadas en un extremo romo. Sin embargo, una de ellas había hecho desaparecer a la chica.
Luce parpadeó varias veces.
—¿Qué acaba de ocurrir, Cam? —El tono de su voz era duro—. ¿Quién era?
—Una Proscrita —respondió Cam sin mirarla, con los ojos clavados en el arco de plata que llevaba en la mano.
—¿Una qué?
—Son ángeles de la peor calaña. Estuvieron de parte de Satanás durante la revuelta, pero no llegaron a pisar el mundo subterráneo.
—¿Por qué no?
—Ya conoces a ese tipo de gente. Son como las chicas que quieren que las inviten a una fiesta a la que no tienen intención alguna de asistir. —Hizo una mueca de disgusto—. Cuando terminó la batalla intentaron echarse atrás y regresar rápidamente al Cielo, pero fue demasiado tarde. En las nubes solo tienes una oportunidad. —Miró a Luce—. Al menos, la mayoría de nosotros.
—De modo que si no están en el Cielo… —A ella le seguía resultando difícil hablar con naturalidad de esas cosas—, ¿están en el Infierno?
—Para nada. Aún recuerdo cuando volvieron con el rabo entre las piernas. —Cam lanzó una risotada siniestra—. En general, aceptamos a todo el mundo, pero incluso Satanás tiene sus límites. Los expulsó de forma permanente y, como castigo a su ofensa, los dejó ciegos.
—Pero esa chica no estaba ciega —musitó Luce, recordando cómo seguía con el arco a Cam. Si no le había dado era porque él se había movido más rápido. Con todo, Luce sabía que a esa chica le faltaba algo.
—Sí, sí lo estaba. Simplemente, emplean otros sentidos para percibir el mundo. Son capaces de ver de otro modo, lo cual tiene sus limitaciones y también sus ventajas.
Cam no dejaba de escrutar la hilera de árboles. A Luce se le heló la sangre al pensar que podía haber más Proscritos agazapados en el bosque armados con arcos de plata y flechas.
—Bueno, ¿qué le ha ocurrido? ¿Dónde está ahora?
Cam la miró fijamente.
—Está muerta, Luce. Finito. Adiós.
¿Muerta? Luce contempló aturdida el lugar en el suelo donde había ocurrido todo. Estaba tan vacío como el resto del aparcamiento.
—Pensaba que no podíais matar a los ángeles.
—Solo con una buena arma.
Cam mostró a Luce las flechas una última vez; después las envolvió en un trozo de tela que se había sacado del bolsillo y se las metió en la chaqueta de cuero.
—Estas cosas son difíciles de conseguir. Pero deja ya de temblar, no pienso matarte.
A continuación, se dio la vuelta y empezó a comprobar una por una las puertas de los coches que quedaban en el aparcamiento; observó una camioneta de color gris y amarillo que tenía la ventana del conductor bajada y sonrió. Deslizó el brazo en su interior y desbloqueó la puerta.
—Ya puedes estar contenta de no tener que regresar a la escuela a pie. Vamos, entra.
Cam abrió la puerta del copiloto y Luce se quedó boquiabierta. Miró por la ventana abierta y vio que él estaba puenteando el vehículo.
—¿Te crees que me voy a meter en un coche robado contigo después de ver cómo matas a alguien?
—De no haberla matado —replicó él mientras manipulaba debajo del volante—, ella habría acabado contigo, ¿vale? ¿Quién crees que envió esa nota? Te hicieron salir de la escuela para matarte. ¿Acaso eso no te hace entrar en razón?
Luce se apoyó en la capota de la camioneta indecisa. Recordó la conversación que había mantenido con Daniel, Arriane y Gabbe justo antes de abandonar Espada & Cruz. Los tres le habían advertido de que la señorita Sophia y otros de su secta podrían ir tras ella.
—Pero esa chica no parecía… ¿Los Proscritos forman parte de los Ancianos?
Para entonces Cam ya había logrado poner en marcha el motor. Se apeó rápidamente, rodeó el vehículo y metió a Luce en el asiento del copiloto con brusquedad.
—¡Vamos! ¡En marcha! ¡Esto es como obligar a un gato a moverse!
Cuando por fin logró tenerla sentada, le pasó el cinturón de seguridad.
—Por desgracia, Luce, tienes más de un enemigo. Y por eso te voy a devolver ahora mismo a un lugar seguro como lo es la escuela.
Aunque a ella no le parecía inteligente estar a solas en un coche con Cam, tampoco tenía la certeza de que permanecer ahí fuera sola resultara lo más prudente.
—Un momento —dijo mientras él giraba en dirección a la Escuela de la Costa—. Si los Proscritos no forman parte del Cielo ni del Infierno, ¿a qué bando pertenecen?
—Los Proscritos son una desagradable sombra gris. Por si no te has dado cuenta, hay cosas aún peores que yo.
Luce cruzó las manos en el regazo, deseosa de regresar a su habitación, donde se podía sentir a salvo, o por lo menos fingirlo. ¿Por qué creer a Cam? A fin de cuentas, había caído en sus mentiras muchas veces antes.
—No hay nada peor que tú. Lo que quisiste… lo que intentaste hacer en Espada & Cruz fue algo horrible. —Ella negó con la cabeza—. Solo intentas volver a engañarme.
—No es cierto. —Su voz reflejaba menos enojo del que ella esperaba. Cam parecía considerado, apenado incluso. Se encontraban ya en el largo y serpenteante camino de acceso a la Escuela de la Costa.
—Nunca quise hacerte daño, Luce.
—¿Y por eso llamaste a la batalla a todas esas sombras mientras yo estaba en el cementerio?
—El bien y el mal no están tan claramente definidos como te imaginas. —Miró por la ventana hacia los edificios de la Escuela de la Costa, que en aquel momento parecían oscuros y desiertos—. Tú eres sureña, ¿no? Bueno, al menos en esta vida. Como buena sureña entenderás la libertad que se toman los vencedores en el momento de reescribir la historia. Es una cuestión semántica, Luce. Lo que tú consideras el mal es, en mi opinión, un mero problema de connotación.
—Daniel no piensa así. —A Luce le hubiera gustado afirmar que ella no pensaba así, pero aún no sabía lo suficiente. Seguía pareciéndole que ella aceptaba como mero acto de fe muchas de las explicaciones de Daniel.
Cam aparcó la camioneta en una zona de césped que había detrás de la residencia, se apeó, rodeó el vehículo y fue a abrir la puerta del acompañante.
—Daniel y yo somos las dos caras de una misma moneda. —Le tendió la mano para ayudarla a bajar, pero ella le ignoró—. Sin duda para ti debe ser doloroso oír esto.
A ella le hubiera gustado decirle que eso era imposible, que no era cierto, que no había ninguna semejanza entre Cam y Daniel, por mucho que Cam se empeñara. Sin embargo, en la semana que llevaba en la Escuela de la Costa, Luce había visto y oído cosas que contradecían lo que había creído en otros tiempos. Pensó en Francesca y Steven. Procedían del mismo lugar: hubo un tiempo, antes de la guerra y de la Caída, en que solo existía un bando. Cam no era el único en afirmar que la separación entre ángeles y demonios no era tan nítida.
En su ventana la luz estaba encendida. Luce se imaginó a Shelby sentada en su alfombrilla de color naranja, con las piernas cruzadas en la posición del loto y meditando. ¿Cómo entrar allí y hacer como si no acabara de ver morir a un ángel? ¿Cómo fingir que cuanto había ocurrido esa semana no la había dejado hecha un mar de dudas?
—Los acontecimientos de esta tarde quedarán entre tú y yo, ¿de acuerdo? —dijo Cam—. Y, de ahora en adelante, haznos a todos un favor y no vuelvas a salir del campus. Aquí no te meterás en problemas.
Ella pasó a su lado, fuera de la luz de los focos de la camioneta robada, y se sumergió en la oscuridad que cubría los muros de la residencia.
Cam volvió a la furgoneta y dio gas al motor haciendo un ruido molesto. Antes de marcharse, bajó el cristal de la ventanilla y gritó a Luce:
—¡Ha sido un placer!
Ella se volvió.
—¿El qué?
Él sonrió y apretó el acelerador.
—Salvarte la vida.