4

Quince días

Ella no era tan rubia.

Luce se mojó las manos en el lavamanos y se las pasó por los rizos recién teñidos. Acababa de poner punto final a toda una larga jornada de clases, entre ellas una espinosa charla de dos horas sobre seguridad de Francesca destinada a subrayar el motivo por el que las Anunciadoras no se podían desafiar sin más (de hecho, parecía dirigirse directamente a Luce); dos controles consecutivos en clase de biología «normal»; y de matemáticas en el edificio principal y también lo que le habían parecido ocho horas seguidas de miradas horrorizadas de sus compañeros de clase, tanto nefilim como no nefilim.

Aunque en la intimidad de su habitación la noche anterior Shelby había reaccionado con amabilidad ante su nueva imagen, no era una persona efusiva en sus halagos como Arriane, ni su apoyo era incondicional como el de Penn. Al salir al mundo esa mañana, Luce se había dejado llevar por los nervios y la inseguridad. Miles fue el primero en verla, y la saludó con un pulgar en alto. Pero él era muy amable; aunque pensara que su aspecto era horrible, nunca se lo daría a entender.

Dawn y Jasmine, como no podía ser de otro modo, se apresuraron a dirigirse a ella después de la clase de humanidades, deseosas de tocarle el pelo y preguntarle en quién se había inspirado.

—Muy a lo Gwen Stefani —dijo Jasmine.

—No, es más tipo Madonna, ¿verdad? —respondió Dawn—. De cuando cantaba «Vogue».

Antes de que Luce pudiera decir algo, Dawn hizo un gesto con la mano señalando a Luce y a ella.

—Me imagino que ahora hemos dejado de ser clavaditas.

—¿Clavaditas? —Luce negó con la cabeza.

Jasmine la miró con extrañeza.

—Vamos, ¿no me dirás que no te habías dado cuenta? Vosotras dos… bueno… os parecíais mucho. De hecho, casi podríais haber pasado por hermanas.

Ahora, a solas frente al espejo del baño del edificio principal de la escuela, Luce contempló su reflejo y pensó en Dawn y en su mirada cándida. Ambas tenían un color de piel similar: eran pálidas, tenían los labios rojos y el pelo oscuro. Pero Dawn era más menuda e iba vestida con colores fuertes seis días a la semana. Era, además, mucho más alegre de lo que Luce nunca podría llegar a ser. Dejando aparte unos pocos aspectos superficiales, Luce y Dawn no podían ser más diferentes.

Entonces la puerta del baño se abrió enérgicamente y entró una chica morena vestida con vaqueros y un suéter amarillo. Luce la conocía de la clase de historia de Europa. Amy no sé qué más. La muchacha se apoyó en el lavamanos junto a Luce y empezó a toquetearse las cejas.

—¿Por qué te has hecho eso en el pelo? —preguntó mirando a Luce.

Luce pestañeó asombrada. Una cosa era hablar de ello con esa especie de amigos que tenía en la Escuela de la Costa, y otra muy distinta hacerlo con esa chica, con la que nunca había hablado.

Inmediatamente le vino a la cabeza la respuesta de Shelby, «empezar de nuevo», pero ¿a quién quería engañar? La noche anterior el frasco de tinte no había hecho más que lograr que exteriormente Luce fuera tan falsa como se sentía por dentro. Ahora mismo, Callie y sus padres apenas la reconocerían, y eso no era en absoluto lo que pretendía.

¿Y Daniel? ¿Qué le iba a parecer? Luce se sintió como una impostora y se dijo que incluso un desconocido podría darse cuenta de ello.

—No lo sé. —Pasó junto a la chica antes de cruzar la puerta—. No sé por qué lo hice.

Por mucho que se tiñera el pelo, no lograría acabar con los recuerdos oscuros de las últimas semanas. Si realmente quería empezar de nuevo, tenía que hacer algo. La cuestión era cómo. Por el momento había muy pocas cosas que pudiera controlar. Todo su mundo se hallaba en manos del señor Cole y de Daniel. Y ambos estaban muy lejos.

Le daba pavor lo rápido y lo mucho que había llegado a depender de Daniel, y resultaba aún más estremecedor no saber cuándo lo volvería a ver. Comparados con los días dichosos que había esperado pasar con él en California, esos eran los días en que más sola se había sentido nunca.

Atravesó apesadumbrada el campus, mientras reflexionaba que, desde su llegada a la Escuela de la Costa, la única ocasión en que había sentido una especie de libertad había sido…

En la soledad de los bosques, con la sombra.

Tras la demostración del día anterior, Luce había pensado que Francesca y Steven les ofrecerían más de lo mismo y que tal vez los alumnos tendrían ocasión de experimentar con las sombras por su cuenta. Incluso se había llegado a figurar por un instante que podría hacer ante los nefilim lo que había hecho en el bosque.

Pero nada de eso ocurrió. De hecho, la clase fue como dar un paso atrás. Una sesión aburrida sobre procedimiento y seguridad con las Anunciadoras, así como por qué los alumnos jamás debían intentar hacer por su cuenta bajo ninguna circunstancia lo que habían visto el día anterior.

Se sentía tan frustrada que, en lugar de dirigirse a su habitación, se apresuró por detrás de la cantina, descendió por el camino que conducía al final del risco y tomó la escalera de madera del pabellón nefilim. El despacho de Francesca se encontraba en el anexo de la segunda planta y les había dicho a sus alumnos que no dudaran en pasarse cuando quisieran.

El edificio era otra cosa sin el calor de los estudiantes. El ambiente era lóbrego, parecía casi abandonado. Cualquier ruido que Luce hacía se proyectaba y reverberaba en las vigas de madera inclinadas. Vio una luz en el rellano del piso superior y olió el agradable aroma de café recién hecho. No sabía si contaría a Francesca lo que había logrado hacer en el bosque por miedo a que la mujer lo encontrara insignificante para alguien con sus habilidades, o porque se lo tomara como un desacato a las instrucciones que acababa de dar ese mismo día a sus alumnos.

En realidad Luce solo quería tantear a su profesora, ver si podía confiar en ella cuando, como en días como aquel, se sentía fuera de lugar.

Llegó a lo alto de la escalera y se encontró frente a un corredor largo y despejado. Abajo a la izquierda, al otro lado del pasamanos de madera, vio el aula oscura y vacía de la segunda planta. A la derecha había una hilera de puertas de madera con paneles de cristales de colores en la parte superior.

Mientras avanzaba en silencio por el piso de madera cayó en la cuenta de que no sabía cuál era el despacho de Francesca. Solo había una puerta entornada, la tercera. Su hermosa vidriera filtraba luz. A Luce le pareció oír una voz masculina. Se disponía a llamar con un golpe cuando el tono cortante de una voz de mujer la dejó paralizada.

—Fue un error incluso intentarlo. —Francesca hablaba prácticamente entre dientes.

—Aprovechamos una ocasión. No tuvimos suerte.

Steven.

—¿Que no tuvimos suerte? —repitió Francesca con sorna—. Sería mejor decir que fuimos unos imprudentes. Desde un punto de vista meramente estadístico, las posibilidades de que una Anunciadora trajera malas noticias eran demasiado grandes. Ya viste lo que provocó en los chicos. No estaban preparados.

Se hizo el silencio. Luce se acercó un poco más deslizándose por la alfombra persa del pasillo.

—Ella, sí.

—No voy a sacrificar los avances de toda una clase solo porque una, una…

—No seas tan corta de miras, Francesca. Los dos sabemos muy bien que tenemos un plan de estudios excelente. Nuestros alumnos destacan por encima de cualquier otro programa para nefilim del mundo. Y es mérito tuyo. Tienes todo el derecho a sentirte orgullosa. Pero ahora las cosas son distintas.

—Steven tiene razón, Francesca. —Era otra voz. Masculina. A Luce le pareció familiar. Pero ¿de quién podía tratarse?—. Es posible que incluso tengas que arrojar todo tu programa académico por la borda. La tregua entre nuestros bandos es el único calendario que cuenta.

Francesca suspiró.

—¿Crees realmente…?

La voz desconocida respondió:

—Tal como es Daniel, llegará a tiempo. Seguramente ya cuenta los minutos que faltan.

—Hay otra cosa —dijo Steven.

Hubo un silencio seguido del ruido de un cajón al abrirse y de un grito ahogado. Luce habría dado cualquier cosa por estar al otro lado de la pared y ver lo que los demás veían.

—¿De dónde has sacado esto? —preguntó la otra voz masculina—. ¿Acaso te dedicas a hacer de intermediario?

—¡Por supuesto que no! —exclamó Francesca con tono ofendido—. Steven la encontró anoche en el bosque mientras hacía una ronda.

—Es auténtica, ¿verdad? —preguntó Steven.

Se oyó un resoplido.

—No puedo afirmarlo con certeza. Ha pasado demasiado tiempo —dijo el desconocido—. Hace mucho tiempo que no veía una flecha estelar. Daniel lo sabrá. Se la llevaré.

—¿Eso es todo? ¿Y qué propones que hagamos entretanto? —preguntó Francesca.

—Mira, no es asunto mío. —A Luce le resultaba tremendamente familiar esa voz—. Y, de hecho, no es mi estilo…

—Por favor —suplicó Francesca.

El despacho se quedó en silencio. El corazón de Luce latía con fuerza.

—Vale. Yo que vosotros lo prepararía todo por aquí. Estrechad el control sobre ellos y haced cuanto podáis para que estén preparados. Se supone que el fin del mundo no será un momento precisamente agradable.

El fin del mundo. Eso era lo que Arriane había dicho que ocurriría si Cam y su ejército vencían aquella noche en Espada & Cruz. Pero no vencieron. A menos que hubiera habido otro combate… Pero, en tal caso… ¿para qué tenían que estar preparados los nefilim?

El roce de las patas de una silla al arrastrarse en el suelo hicieron retroceder a Luce de un salto. Nadie debía descubrirla escuchando esa conversación, hablasen de lo que quiera que hablasen.

Y se alegró de la infinidad de recovecos misteriosos de la arquitectura de la Escuela de la Costa. Se escondió bajo el armazón decorativo de madera que había entre dos estanterías y se apretó contra el hueco de la pared.

Entonces se oyeron los pasos de alguien que salía del despacho y luego la puerta se cerró con fuerza. Luce contuvo el aliento y esperó a que la persona bajara la escalera.

Primero le vio los pies. Calzaba unas botas de piel marrón de media caña. A continuación, en cuanto tomó la curva por el pasamanos para bajar a la segunda planta del pabellón, vio unos vaqueros oscuros lavados a la piedra. Luego una camisa abotonada de rayas azules y blancas. Y, finalmente, su característica melena de rastas negras y doradas.

Roland Sparks estaba en la Escuela de la Costa.

Luce salió de su escondite. Podía sentirse intimidada ante Francesca y Steven, que eran personas sumamente atractivas, poderosas y maduras… además de ser sus profesores. Pero Roland había dejado de intimidarla, y si lo hacía en todo caso no era mucho. Por otra parte, él había estado más cerca de Daniel de lo que lo había estado ella en días.

Descendió por la escalera interior con el máximo sigilo posible, y luego salió a toda velocidad por la puerta del pabellón que daba a la terraza. Roland se dirigía tranquilamente hacia el océano en actitud despreocupada.

—¡Roland! —gritó ella bajando precipitadamente el último tramo de la escalera y echando a correr.

Él se encontraba de pie donde acababa el camino y el risco se abría en rocas empinadas y escarpadas.

Permaneció muy quieto mirando las aguas. A Luce le sorprendió sentir un cosquilleo en el estómago cuando él empezó a darse la vuelta muy lentamente.

—Vaya, vaya —dijo él sonriendo—. Lucinda Price ha descubierto el tinte.

—¡Oh! —Ella se tocó el pelo. ¡Qué estúpida debía de parecerle!

—No, no —dijo él aproximándose y ahuecándole el pelo con los dedos—. Te queda bien. Un cambio brusco para tiempos duros.

—¿Qué haces aquí?

—Matricularme. —Se encogió de hombros—. Acabo de recoger mi calendario de clases y de entrevistarme con los profesores. Este lugar es realmente encantador.

Llevaba una bolsa al hombro de la que sobresalía algo alargado, estrecho y plateado. Al seguir la vista de Luce, se cambió la bolsa de hombro y la cerró con un nudo.

—Roland —dijo ella con voz temblorosa—, ¿por qué te has ido de Espada & Cruz? ¿Qué haces aquí?

—Simplemente necesitaba un cambio de aires —replicó él de forma críptica.

Luce iba a preguntarle sobre los demás, sobre Arriane y Gabbe, incluso sobre Molly. Quería saber si alguien se había percatado o le había importado su partida. Pero al abrir la boca, le salió algo muy diferente.

—¿De qué hablabas con Francesca y Steven?

El rostro de Roland se endureció de pronto; parecía más mayor y menos despreocupado.

—¿Qué has oído?

—Era sobre Daniel. He oído que decías que él… No tienes que mentirme, Roland. ¿Cuánto falta para que regrese? Yo no me veo capaz…

—Vayamos a dar un paseo, Luce.

Si en Espada & Cruz a Luce le hubiera resultado incómodo que Roland Sparks posara un brazo en torno a sus hombros, en la Escuela de la Costa aquel gesto le pareció reconfortante. Nunca habían llegado a ser amigos, pero él formaba parte de su pasado, un vínculo al que no podía dejar de recurrir.

Anduvieron por el borde del acantilado, bordeando la zona ajardinada del desayuno y el lado oeste de la residencia; a continuación, pasaron por un jardín de rosas que Luce no había visto antes. Anochecía y a la derecha el agua parecía inundada de colores, reflejando las nubes de tonos rosados, anaranjados y violeta que se deslizaban lentamente ante el sol.

Roland la llevó hasta un banco con vistas al océano, prudentemente alejado de los edificios del campus. Al mirar hacia abajo, Luce vio una escalera tosca labrada en la roca que comenzaba justo debajo de donde ellos se encontraban sentados y que conducía hasta la playa.

—¿Qué cosas sabes que no me cuentas? —preguntó Luce cuando el silencio empezó a incomodarla.

—Que el agua solo está a diez grados —dijo Roland.

—No me refería al agua —replicó ella, mirándolo directamente a los ojos—. ¿Te ha enviado para vigilarme?

Roland se rascó la cabeza.

—Mira, Daniel está fuera atendiendo sus asuntos. —Hizo un gesto de revolotear hacia el cielo—. Entretanto… —A Luce le pareció que miraba hacia el bosque de detrás de la residencia— tú tienes otros asuntos que atender.

—Pero ¿qué dices? No tengo nada que hacer. Solo estoy aquí porque…

—Tonterías. —Él se echó a reír—. Todos tenemos nuestros secretos, Luce. El mío me ha traído a la Escuela de la Costa. El tuyo te ha llevado hacia esos bosques.

Luce se disponía a protestar, pero él, con esa mirada misteriosa suya, le hizo un gesto para que lo dejara.

—No pienso ponerte en un aprieto. De hecho, te estoy animando. —Apartó la mirada de ella para posarla en el mar—. Y a propósito del agua, está helada. ¿Te has bañado alguna vez? Sé que te gusta nadar.

Entonces Luce cayó en la cuenta de que, tras tres días en la Escuela de la Costa con el océano siempre omnipresente, el nido de las olas continuamente en los oídos, el aire salado impregnándolo todo, no había puesto un pie en la playa. Y ese colegio no era como Espada & Cruz, donde había una lista interminable de cosas prohibidas. No sabía por qué no se le había ocurrido.

Negó con la cabeza.

—Lo único que se puede hacer en una playa tan fría es encender una hoguera. —Roland la miró—. ¿Has hecho ya algún amigo?

Luce se encogió de hombros.

—Alguno.

—Tráelos esta noche en cuanto haya oscurecido. —Señaló una estrecha franja de arena situada al pie de la escalera de piedra—. Justo ahí.

Ella miró a Roland de soslayo.

—¿Qué pretendes exactamente?

Roland sonrió malicioso.

—No te preocupes. Será algo inocente. Pero ya sabes cómo funciona todo. Soy nuevo y me gustaría darme a conocer.

—Oye, tío, si vuelves a tropezar conmigo voy a tener que romperte el tobillo.

—Y tú, Shelby, si no acapararas toda la luz de la linterna, los demás podríamos ver dónde ponemos los pies.

Luce intentaba contener la risa mientras atravesaba el campus sumido en la oscuridad detrás de Shelby y de un Miles cada vez más enojado. Eran casi las once de la noche, y la Escuela de la Costa estaba totalmente a oscuras y en un silencio solo interrumpido por el grito de las lechuzas. La luna anaranjada y en cuarto creciente se encontraba muy baja en el cielo y oculta por un velo de niebla. Entre los tres solo habían logrado hacerse con una linterna (la de Shelby), de modo que solamente uno (Shelby) podía ver bien el camino que llevaba hasta la orilla. Para los otros dos, los jardines, que a la luz del día parecían exuberantes y bien cuidados, ahora eran una trampa mortal con pinos erizo derribados, helechos de enormes raíces y los talones de los pies de Shelby.

Cuando Roland le pidió traer a algunos amigos esa noche, Luce se había sentido profundamente abatida. En la Escuela de la Costa no había guardias en los pasillos, ni aterradoras cámaras de seguridad grabando cada movimiento de los estudiantes, así que no la inquietaba ser descubierta. De hecho, escabullirse de la residencia había resultado relativamente sencillo. El gran desafío para ella consistía en llevar a alguien.

Dawn y Jasmine parecían ser las mejores candidatas para una fiesta en la playa, pero cuando Luce subió a su habitación de la quinta planta, el pasillo estaba a oscuras y ninguna contestó a su llamada. De regreso a su habitación, se encontró a Shelby enredada en una especie de postura de yoga tántrico que a Luce le dolía con solo mirarla. No quiso romper la gran concentración de su compañera de habitación para invitarla a una especie de fiesta desconocida, pero un golpe fuerte en la puerta obligó a Shelby a abandonar de mala gana la postura.

Miles quería saber si a Luce le apetecía tomar un helado.

Luce miró a Miles y a Shelby, y dijo sonriendo:

—Tengo una idea mejor.

Diez minutos más tarde, pertrechados con una sudadera con capucha, una gorra de los Dodges colocada al revés (Miles), calcetines de lana con dedos para poder llevar chanclas (Shelby) y la inquietud creciente ante la perspectiva de mezclar a Roland con la gente de la Escuela de la Costa (Luce), se dirigían dificultosamente hacia un extremo del acantilado.

—A ver, repito, ¿quién es ese tipo? —preguntó Miles tras señalar una hondonada en el camino pedregoso antes de que Luce saliera despedida.

—Es un chico de mi otra escuela.

Luce pensó en una descripción mejor mientras los tres iniciaban el descenso por la escalera de roca. Roland no era exactamente un amigo. Y, aunque los alumnos de la Escuela de la Costa parecían bastante abiertos, no sabía si debía decirles a qué bando de los ángeles caídos pertenecía Roland.

—Era amigo de Daniel —dijo al final—. Seguramente será una pequeña fiesta. No creo que conozca a nadie más que yo aquí.

Antes de ver nada percibieron el olor: el humo delator del nogal de una gran hoguera. A continuación, al final de la empinada escalera, tomaron la curva de la roca y, tras rebasarla, se detuvieron asombrados por el chisporroteo de una enorme llamarada naranja.

En la playa parecía haber reunidas unas cien personas.

El viento rugía como un animal salvaje, pero nada comparable con el alboroto de los asistentes a la fiesta. A un lado, el más próximo a donde se encontraba Luce, un grupo de hippies barbudos con camisetas raídas había improvisado un círculo de tambores. Su cadencia proporcionaba a un grupo de chicos el son al que bailar. Al otro lado de la fiesta estaba la hoguera propiamente dicha; Luce se puso de puntillas y vio que en torno al fuego había muchos compañeros suyos de la Escuela de la Costa desafiando el frío. Todos sostenían una vara en el fuego, intentando encontrar el mejor lugar donde asar sus perritos calientes y sus nubes dulces y colocar sus recipientes de hierro forjado. Resultaba imposible saber cómo todos ellos habían tenido noticia de la fiesta, pero era evidente que todo el mundo se lo estaba pasando muy bien.

Y en el centro de todo, Roland, que se había cambiado la camisa abotonada y planchada y las caras botas de piel por una sudadera con capucha y unos vaqueros raídos, como los que llevaba todo el mundo. Estaba de pie sobre una roca, gesticulando exageradamente mientras explicaba una historia que Luce no lograba oír bien. Dawn y Jasmine se encontraban entre quienes lo escuchaban fascinados; el fuego iluminaba sus rostros realzando la belleza y vivacidad de ambas.

—¿Y esto es lo que tú entiendes por una pequeña fiesta? —preguntó Miles.

Luce clavó la vista en Roland y se preguntó qué estaría contando. Algo en su pose le recordó a Luce la habitación de Cam en la primera y única fiesta en la que había participado en Espada & Cruz. De pronto echó de menos a Arriane y, naturalmente, también a Penn, que al llegar a esa fiesta se había sentido nerviosa pero que al final fue la que mejor se lo había pasado. Y, claro está, echó de menos a Daniel, que entonces apenas le dirigía la palabra. ¡Qué distinto era todo ahora!

—Bueno, chicos, no sé vosotros —dijo Shelby, quitándose las chanclas y metiéndose en la arena con sus calcetines—, pero yo voy a buscar una bebida, un perrito caliente y quizá luego intente que me dé clases uno de los chicos del círculo de tambores.

—Yo igual —respondió Miles—, menos la parte del círculo de tambores, por si no ha quedado claro.

—Luce. —Roland la saludó desde la roca—. ¡Estás aquí!

Miles y Shelby se dirigieron hacia el puesto de perritos calientes, y Luce, tras rebasar una duna de arena fría y húmeda, se encaminó hacia Roland y los demás.

—Está claro que no bromeabas cuando has dicho que querías darte a conocer a todo el mundo. Roland, esto es grande.

Roland asintió con gracia.

—Grande, ¿eh? Pero ¿bueno o malo?

Parecía una pregunta tendenciosa. A Luce le hubiera gustado decir que ella eso no lo podía saber. Recordó la conversación airada que había oído en el despacho de su profesora y el tono crispado de esta. La línea entre lo bueno y lo malo parecía increíblemente difusa. Roland y Steven eran ángeles caídos que se habían pasado al otro bando. Demonios, ¿no? ¿Acaso ella podía saber qué significaba eso? Pero estaba también Cam y… ¿qué quería decir Roland con esa pregunta? Lo miró con los ojos entornados. Tal vez en realidad solo quería saber si Luce se lo estaba pasando bien.

Una multitud de invitados vestidos con colores muy vivos se arremolinaron en torno a ella, y sin embargo Luce sentía muy cerca las infinitas olas oscuras. La brisa del agua era fría, mientras que la hoguera le abrasaba la piel. En ese instante muchas cosas que parecían contrarias se revelaban ante ella de repente.

—¿Quién es toda esa gente, Roland?

—A ver… —Roland señaló a los hippies del círculo de tambores—. Gente del lugar. —Luego indicó a la derecha un grupo grande de chicos que intentaban impresionar a un grupo mucho más pequeño de chicas con unos pocos y ambiciosos pasos de baile bastante mal ejecutados—. Esos son marines con base en Fort Bragg. Tal como están disfrutando de la fiesta, espero que estén de permiso todo el fin de semana. —Jasmine y Dawn se acercaron en silencio, y Roland las rodeó con sus brazos—. Y a este par creo que ya las conoces.

—Luce, no nos habías dicho que eras muy buena amiga del director social celestial —dijo Jasmine.

—Oh, en serio. —Dawn se inclinó para susurrar a Luce en voz alta—: Solo mi diario sabe la de veces que he deseado asistir a una fiesta de Roland Sparks, y este nunca lo revelará.

—Pero tal vez yo sí —bromeó Roland.

—¿Es que en esta fiesta no hay guarnición para los perritos? —Shelby apareció detrás de Luce con Miles a su lado. Sostenía dos perritos calientes en una mano y tendió la que le quedaba libre a Roland—. Shelby Sterris. Y tú, ¿quién eres?

—Shelby Sterris —repitió Roland—. Soy Roland Sparks. ¿Has vivido alguna vez en el Este de Los Ángeles? ¿No nos hemos visto antes?

—No.

—Tiene memoria fotográfica —explicó Miles mientras pasaba a Luce un perrito caliente vegetariano; aunque no se trataba de su bocadillo favorito, aquel no dejaba de ser un detalle muy amable—. Soy Miles. Por cierto, una gran fiesta.

—Fabulosa —asintió Dawn moviéndose con Roland al ritmo de los tambores.

—¿Y qué hay de Steven y Francesca? —preguntó Luce a Shelby prácticamente a gritos—. ¿No nos oirán?

Una cosa era escabullirse sigilosamente de un control, y otra colocar una bomba sonora justo debajo del mismo.

Jasmine volvió la mirada hacia el campus.

—Seguro que nos oyen, pero en la Escuela de la Costa nos dejan bastante sueltos. Por lo menos, a los nefilim. Mientras permanezcamos en el campus bajo su escudo protector, podemos hacer prácticamente lo que queramos.

—¿Y esto incluye un concurso de limbo? —Roland sonrió con picardía y sacó de detrás de él una rama larga y gruesa—. Miles, ¿sostienes el otro extremo?

Al cabo de unos segundos levantaron la rama, el ritmo de la percusión cambió y fue como si todos los asistentes a la fiesta abandonaran cuanto estuvieran haciendo en ese momento para formar una larga y animada cola para el limbo.

—Luce —voceó Miles—, no tendrás intención de quedarte ahí parada, ¿verdad?

Ella escrutó a la gente y se sintió rígida y como clavada a la arena. Sin embargo, Dawn y Jasmine le dejaron un espacio para que se colara entre las dos. Shelby, metida de lleno en el juego, posiblemente competitiva por naturaleza, hacía estiramientos de espalda. Incluso los almidonados marines iban a participar.

—¡Vale! —Luce se rió y se metió en la fila.

En cuanto empezó el juego, la fila se movió con rapidez; durante tres rondas Luce consiguió doblarse con facilidad debajo de la rama. La cuarta vez logró pasar con algo más de dificultad, pues tuvo que inclinar tanto la barbilla hacia atrás que vio las estrellas, lo cual le mereció una ronda de aplausos. Al poco, ella también se encontró animando a otros participantes, aunque se sorprendió al ver que saltaba cuando Shelby logró pasar. Ocurría algo sorprendente al incorporar el cuerpo después de superar el limbo: toda la fiesta parecía nutrirse de ello. En cada ocasión, Luce experimentaba una curiosa subida de adrenalina.

Normalmente, pasárselo bien no le resultaba tan fácil. Durante mucho tiempo, las risas habían venido seguidas por la culpa, por la molesta sensación de que se suponía que ella no podía pasárselo bien ya fuera por un motivo u otro. Sin embargo, de algún modo, aquella noche se sintió más ligera. Sin darse cuenta siquiera, había logrado incluso ignorar la oscuridad.

Cuando Luce se apresuró para colocarse en la fila y hacer su quinto intento, la cola se había acortado de forma significativa. La mitad de los asistentes ya habían sido eliminados y todo el mundo se arremolinaba en torno a Miles y Roland, mirando a los que quedaban. Al final de la cola, Luce se sintió un poco mareada, así que, cuando notó que alguien la asía con fuerza por el brazo, estuvo a punto de perder el equilibrio.

Iba a gritar cuando unos dedos le taparon la boca.

—Chist.

Daniel la sacó fuera de la cola y la apartó de la fiesta. Su mano fuerte y cálida le recorrió el cuello y con los labios le acarició un lado de la mejilla. Por un instante, el roce de su piel en la de ella, el intenso brillo violeta de sus ojos y la necesidad, creciente durante días, de agarrarse a él y no soltarlo hicieron que Luce se sintiera divinamente aturdida.

—¿Qué haces aquí? —susurró. Le habría gustado decir: «¡Gracias a Dios que estás aquí!», o «¡Qué duro ha sido estar separados!», o simplemente la verdad: «Te quiero». Pero en su cabeza también resonaban frases como: «Me has abandonado», «Creía que esto no era seguro», o «¿Qué es eso de la tregua?».

—Tenía que verte —dijo él.

Mientras la llevaba tras una enorme piedra volcánica, Daniel dibujaba una sonrisa de complicidad en el rostro. Una sonrisa contagiosa que encontró el modo de asomarse también a los labios de Luce. Una sonrisa que no solo admitía que habían incumplido la regla de Daniel, sino que además estaban encantados de hacerlo.

—Al acercarme para ver la fiesta me he dado cuenta de que todo el mundo bailaba —dijo él—. Y me he sentido un poco celoso.

—¿Celoso? —preguntó Luce. Estaban a solas. Ella rodeó con sus brazos sus anchos hombros y miró intensamente sus ojos de color violeta—. ¿Por qué deberías sentirte celoso?

—Porque —respondió él acariciándole la espalda— tienes el carné de baile repleto por toda la eternidad.

Daniel le tomó la mano derecha, pasó la izquierda en torno a su hombro y dieron un par de pasos de baile sobre la arena. Todavía se oía la música de la fiesta, pero desde aquel lado de la roca parecía un concierto privado. Luce cerró los ojos y se apretó contra el pecho de él, hasta encontrar el sitio en el que su cabeza encajaba en el hombro de Daniel como una pieza de rompecabezas.

—No, esto así no va bien —dijo Daniel al cabo de un momento. Le señaló los pies. Ella se dio cuenta de que él iba descalzo—. Quítate los zapatos —le indicó—, y te enseñaré cómo bailan los ángeles.

Luce dejó a un lado sus zapatos planos negros y notó entre los dedos la arena blanda y fresca. Cuando Daniel se la acercó más, Luce notó que los dedos de los pies le quedaban sobre los de él y estuvo a punto de perder el equilibrio; sin embargo, él la agarró con fuerza. Luce bajó la mirada y vio que sus pies descansaban sobre los de Daniel. Y cuando levantó la mirada, tuvo la visión que anhelaba día y noche: Daniel desplegando por completo sus alas de color blanco plateado.

Sus alas ocupaban todo su plano de visión y se levantaban en todo su esplendor unos seis metros contra el cielo, centelleando en la noche… tenían que ser las más gloriosas de todo el Cielo. En los pies, Luce notó que Daniel acababa de elevarse un poco por encima del suelo. Las alas se agitaron muy suavemente, como si latieran, y así ambos quedaron suspendidos a varios centímetros del suelo.

—¿Estás lista? —preguntó él.

Ella no sabía para qué tenía que estar lista, pero no le importó.

Entonces se movieron por el aire hacia atrás, con la delicadeza de los patinadores de hielo. Daniel planeó sobre las aguas sosteniéndola en sus brazos. Luce dio un grito ahogado al notar el roce de una ola espumosa en los dedos de los pies. Daniel se rió y se alzaron un poco más en el aire. Hizo que ella se inclinara un poco hacia atrás. Dieron vueltas en círculo. Bailaban sobre el océano.

La luna parecía un foco que solo los iluminaba a ellos. Luce se reía de pura alegría, tanto que Daniel empezó a reír también. Ella nunca se había sentido más ligera.

—Gracias —susurró.

Él le respondió con un beso. Primero la besó con dulzura en la frente, luego en la nariz y finalmente llegó a sus labios.

Ella le respondió besándolo apasionadamente, diríase que con cierta desesperación, entregándose con todo su cuerpo. Así llegaba hasta él y podía deleitarse en aquel amor que compartían desde hacía tanto tiempo. Por un instante, el mundo se detuvo; luego Luce volvió en sí, sin aliento. Ni siquiera se había dado cuenta de que habían regresado a la playa.

Él tenía la mano posada en la parte posterior de la cabeza de Luce, que llevaba un gorro de nieve calado hasta las orejas en el que escondía su pelo teñido. Él se lo quitó, y Luce notó una ráfaga de brisa oceánica en la cabeza.

—¿Qué te has hecho en el pelo?

Aunque Daniel habló con suavidad, su tono sonó reprobatorio. Tal vez fuera porque la canción terminó con el baile y el beso, y ahora solo eran dos personas de pie en la playa.

Daniel tenía las alas arqueadas detrás de los hombros, visibles aún pero fuera de alcance.

—¿A quién le importa mi pelo? —Todo lo que ella quería era abrazarlo. ¿Y acaso no era eso todo cuanto le debía importar a él también?

Luce fue a coger de nuevo el gorro. Sintió su cabello rubio y desnudo demasiado expuesto, como una bandera de alarma avisando a Daniel de que tal vez estaba a punto de venirse abajo. En cuanto ella empezó a darse la vuelta, él la abrazó.

—¡Eh! —dijo acercándosela—. Lo siento.

Ella suspiró, se acercó a él y se abandonó a sus caricias. Levantó la cabeza para mirarle a los ojos.

—¿Ahora ya estamos seguros? —preguntó con la esperanza de que Daniel sacara el tema de la tregua. ¿Podrían estar juntos por fin? Sin embargo, la expresión desgarradora en sus ojos le respondió antes de que dijera nada.

—No debería estar aquí, pero me preocupas. —Él se separó un poco de ella—. Y por lo que veo, tengo motivos para preocuparme. —Le acarició un rizo de su pelo—. No entiendo por qué te has hecho esto, Luce. No eres tú.

Ella lo apartó. Siempre le había molestado que la gente le dijera eso.

—Pues soy yo la que se lo ha teñido, Daniel. Así que técnicamente soy yo. Tal vez no el yo que quieres que sea, pero…

—No eres justa. No quiero que seas distinta de quien eres.

—¿Y quién soy, Daniel? Porque si conoces la respuesta te agradeceré mucho que me ilumines. —Luce fue alzando la voz a medida que la rabia pasaba a ocupar el lugar de la pasión que se le iba escurriendo entre los dedos—. Me encuentro sola aquí sin saber por qué. Intentando entender qué pinto con toda esta gente… y sin ser ni siquiera…

—¿Sin ser ni siquiera qué?

¿Cómo podían haber pasado con tanta rapidez de bailar en el aire a esto?

—No sé. Intento vivir el momento. Hacer amigos, ¿sabes? Ayer me apunté a un club y estamos haciendo planes para ir de excursión en yate y cosas por el estilo.

En realidad ella quería hablarle de las sombras. En concreto, de lo que había hecho en el bosque. Pero Daniel había entornado los ojos, como si ella hubiera hecho algo mal.

—Tú no vas a ir en yate a ningún sitio.

—¡¿Qué?!

—Que te vas a quedar en este campus hasta que yo lo diga. —Daniel resopló al darse cuenta de que ella se enfadaba—. Detesto tener que ponerte normas, Luce, pero… me esfuerzo tanto para que estés a salvo… No permitiré que te ocurra nada.

—Exacto —masculló Luce—. Nada. Ni bueno, ni malo, ni nada. Parece que si tú no estás aquí yo no puedo hacer nada.

—Eso no es cierto. —Él le dirigió un gesto de enfado. Luce jamás le había visto perder la paciencia con tanta rapidez. Daniel levantó la vista al cielo y ella le siguió la mirada. Una sombra circulaba por encima de sus cabezas, como un cohete de artificio negro que dejaba a su paso un rastro letal y humeante. Daniel la identificó al instante.

—Tengo que marcharme —dijo.

—¡Es horrible! —Ella se volvió—. Apareces de la nada, nos enfadamos y luego te marchas. Sin duda, eso sí que es amor de verdad.

Daniel la asió de los hombros y la zarandeó hasta que ella lo miró.

—Es amor de verdad —le dijo con una desesperación que Luce no supo si restaba o añadía dolor a su corazón—. Y tú lo sabes.

El color violeta de sus ojos refulgía no de rabia, sino de un intenso deseo. Era una de esas miradas que dicen que quieres tanto a una persona que la echas de menos incluso cuando la tienes delante.

Daniel dobló la cabeza para besarle las mejillas, pero ella estaba a punto de echarse a llorar. Se sintió incómoda y se giró. Le oyó gemir y luego siguió el batido de sus alas.

¡No!

Cuando volvió la cabeza, Daniel planeaba por el cielo, suspendido entre el océano y la luna. Sus alas refulgían blancas bajo la luz de la luna. Al cabo de un instante, era difícil diferenciarlo de cualquier otra estrella del firmamento.