Diecisiete días
Tap.
Luce hizo una mueca y se frotó la cara al notar un dolor punzante en la nariz.
Tap. Tap.
Ahora, en los pómulos. Abrió los párpados y, casi de inmediato, esbozó una expresión de sorpresa. Una fornida muchacha de pelo castaño claro con expresión grave y cejas grandes estaba inclinada sobre ella. Llevaba el pelo recogido de forma desordenada en lo alto de la cabeza. Vestía pantalones de yoga y una camiseta de camuflaje sin mangas a juego con sus ojos de color avellana moteados de verde. Sostenía una pelota de ping-pong entre los dedos y parecía dispuesta a lanzarla.
Luce se echó atrás en la cama y se protegió la cara. Ya tenía bastante sufrimiento por no estar con Daniel, no necesitaba añadir ninguno más. Bajó la mirada para ubicarse y se acordó de la cama en la que se había desplomado la noche anterior.
La mujer de blanco que había visto tras la partida de Daniel se llamaba Francesca y era una de las profesoras de la Escuela de la Costa. A pesar de su estupor, Luce se había percatado de que era una mujer bella. Tendría algo más de treinta años, y una cabellera rubia que le llegaba hasta los hombros; sus pómulos eran redondeados, y sus facciones, anchas y suaves.
«Un ángel», decidió Luce casi al instante.
Francesca no le hizo ninguna pregunta mientras se dirigían hacia la habitación de Luce. Seguramente esperaba esa llegada a horas intempestivas de la noche y se había dado cuenta del cansancio extremo de la chica.
La desconocida que había despertado a Luce y la había devuelto a la realidad parecía dispuesta a tirarle otra pelota.
—Muy bien —dijo en un tono de voz grave—. Ahora ya estás despierta.
—¿Quién eres? —preguntó Luce adormecida.
—En realidad soy yo quien debería saber quién eres tú, aparte de la desconocida que he encontrado metida en mi cuarto sin permiso cuando me he despertado y que ha interrumpido mi mantra matutino con sus inquietantes balbuceos en sueños. Me llamo Shelby. Enchantée.
«Esta no es un ángel —conjeturó Luce—. Solo es una chica californiana muy pagada de sí misma».
Luce se incorporó en la cama y miró a su alrededor. Aunque algo desordenada, la habitación estaba bien arreglada: tenía el suelo de madera de color claro, una chimenea encendida, un microondas, dos mesas largas y anchas, y unas estanterías empotradas que hacían también de escalera de lo que, Luce descubrió, era la litera superior.
Por una puerta de madera corredera vislumbró un cuarto de baño privado cuya ventana, para su sorpresa, tenía vistas al océano. No estaba mal para alguien que había pasado todo el mes anterior viviendo frente a un cementerio antiguo y repugnante en una habitación más propia de un hospital que de una escuela. Sin embargo, se dijo, al menos aquel cementerio horrible y esa habitación significaban que estaba con Daniel. Apenas había tenido tiempo para acomodarse en Espada & Cruz. Y ahora, una vez más, tenía que empezar desde el principio.
—Francesca no me dijo que tenía compañera de habitación.
Por la expresión de Shelby, Luce supo de inmediato que sus palabras no habían sido nada apropiadas.
En lugar de seguir hablando, echó un vistazo a la decoración del cuarto de Shelby. Luce nunca había confiado en su propio gusto, o tal vez nunca había tenido ocasión de demostrarlo. No había pasado el tiempo suficiente en Espada & Cruz como para preocuparse por la decoración, y anteriormente en Dover su habitación consistía en cuatro paredes blancas y desnudas. Tal como Callie dijo en una ocasión, era de una elegancia esterilizada.
Ese dormitorio, en cambio, tenía algo que hacía que fuera extrañamente fabuloso. Una gran variedad de plantas que nunca antes había visto adornaban la repisa de la ventana. Unos banderines de oración pendían del techo. Un edredón de patchwork de colores apagados se deslizaba desde la litera superior, impidiendo en parte que Luce viera un calendario zodiacal colgado sobre el espejo.
—¿Y qué esperabas? ¿Que despejasen las habitaciones del decano por ser Lucinda Price?
—¡Hum! —Luce negó con la cabeza—. No he querido decir eso. Pero, espera, ¿cómo sabes mi nombre?
—¿Así que tú eres Lucinda Price? —Los ojos moteados de verde de la chica parecían haber reparado en su raído pijama gris—. ¡Qué suerte la mía!
Luce se quedó sin habla.
—Lo siento. —Shelby tomó aire y corrigió su tono de voz a la vez que se sentaba en el borde de la cama de Luce—. Soy hija única. Leon, mi terapeuta, me intenta enseñar a no ser tan brusca cuando conozco a alguien.
—¿Y funciona? —Luce también era hija única, pero no era desagradable con los desconocidos que se cruzaban en su camino.
—Lo que quiero decir es que… —Shelby hizo un gesto de incomodidad—. No estoy acostumbrada a compartir. Oye —dijo sacudiendo la cabeza—, ¿y si empezamos de nuevo?
—Estaría bien.
—De acuerdo. —Shelby inspiró profundamente—. Anoche Francesca no te dijo que ibas a tener una compañera de habitación porque tendría que haberse dado cuenta, y si lo hubiera notado, informar de que yo no estaba en la cama cuando llegaste. Entré por esa ventana —señaló— sobre las tres.
En la parte externa de la ventana Luce vio una cornisa amplia que conectaba con una parte inclinada del tejado. Se imaginó a Shel by apresurándose por el entramado de cornisas del tejado para regresar a su habitación en medio de la noche.
Shelby bostezó ostensiblemente.
—Verás, en lo que concierne a los nefilim de la Escuela de la Costa, lo único en lo que los profesores son estrictos es en fingir disciplina. En sí, la disciplina no existe. De todos modos, claro está, Francesca nunca admitiría algo así ante la nueva. Y menos aún, ante Lucinda Price.
Otra vez el retintín en la voz de Shelby cuando pronunciaba su nombre. Luce se preguntó qué quería decir. Y también dónde había estado Shelby hasta las tres. Y cómo había entrado por la ventana a oscuras sin volcar ninguna planta. Y qué eran los nefilim.
De pronto a Luce le vino el recuerdo vívido del lío mental al que la sometió Arriane cuando se conocieron. La dura apariencia exterior de su compañera de habitación de la Escuela de la Costa era muy parecida a la de Arriane, y Luce recordó haberse preguntado también el primer día que pasó en Espada & Cruz si alguna vez lograrían congeniar las dos.
Pero aunque Arriane le pareció intimidatoria e incluso peligrosa, desde el principio dejó entrever una extravagancia encantadora. En cambio, la nueva compañera de habitación de Luce solo parecía una plasta.
Shelby se levantó de la cama y se dirigió pesadamente al baño para cepillarse los dientes. Luce, tras revolver en su bolsa de viaje en busca del cepillo de dientes, la siguió al baño y señaló avergonzada el tubo de pasta dentífrica.
—Olvidé traer la mía.
—Sin duda, el resplandor de tu celebridad te deslumbra ante las pequeñas necesidades de la vida —replicó Shelby, que, sin embargo, cogió el tubo y se lo pasó a Luce.
Se cepillaron en silencio unos diez segundos hasta que Luce no pudo más y escupió la espuma.
—¿Shelby?
La muchacha, con la cabeza en el lavamanos de porcelana, escupió también y dijo:
—¿Qué?
En vez de formular alguna de las muchas preguntas que la habían asaltado apenas unos minutos atrás, Luce se sorprendió a sí misma preguntando:
—¿Qué decía mientras dormía?
Aquella había sido la primera mañana en un mes de sueños atormentados por el recuerdo de Daniel en que Luce se había despertado sin recordar nada.
Nada. Ni la caricia de un ala de ángel. Ni siquiera un beso de sus labios.
Se quedó mirando la expresión brusca de Shelby en el espejo. Luce necesitaba que la muchacha la ayudara a recordar. Tenía que haber soñado con Daniel. De no haberlo hecho… ¿qué podría significar aquello?
—¡Y yo qué sé! —exclamó Shelby por fin—. Farfullabas incoherencias. La próxima vez intenta pronunciar mejor.
Salió del baño y se calzó unas chancletas de color naranja.
—Es la hora del desayuno, ¿vienes o qué? —añadió.
Luce salió a toda prisa del baño.
—¿Qué tengo que ponerme?
Todavía iba en pijama. La noche anterior Francesca no había mencionado que hubiera norma alguna en la vestimenta. Pero, bueno, también se había olvidado de mencionar que compartía habitación con otra chica…
Shelby se encogió de hombros.
—¿Quién te crees que soy, el guardián de la moda? Coge lo que menos tiempo te lleve ponerte. Estoy hambrienta.
Luce se apresuró a ponerse unos vaqueros finos y un jersey ajustado de color negro. Le habría gustado arreglarse unos cuantos minutos más en su primer día de clase, pero se limitó a coger la mochila y seguir a Shelby por la puerta.
El pasillo de la residencia era distinto a la luz del día. Dondequiera que mirase había grandes ventanales luminosos con vistas al océano o estanterías empotradas repletas de libros gruesos y de cubiertas de colores. Los suelos, las paredes, los techos falsos y las escaleras empinadas y curvas, todo estaba hecho de la misma madera de arce empleada en el mobiliario del interior de la habitación de Luce. Aquello habría proporcionado al lugar el toque cálido de las cabañas de madera de no ser porque su diseño era tan intrincado y extraño como aburrida y funcional había sido la residencia de Espada & Cruz. A cada paso el pasillo parecía dividirse en corredores más pequeños con escaleras en espiral que penetraban cada vez más en aquel laberinto poco iluminado.
Al cabo de dos tramos de escaleras y tras cruzar lo que parecía ser una puerta secreta, Luce y Shelby atravesaron otra de doble cristal y salieron al exterior. El sol era de justicia, pero el aire lo bastante fresco para que Luce se alegrara de llevar jersey. El aire olía a océano, pero no era el olor con el que estaba familiarizada. Era menos salobre y más calcáreo que el de la Costa Este.
—El desayuno se sirve en la terraza. —Shelby señaló una amplia extensión de terreno.
Tres cuartas partes de la zona de césped estaban bordeadas por unos frondosos arbustos de hortensias azules, y la restante consistía en un descenso empinado que iba a dar al mar. A Luce le costaba creer lo bonito que era el emplazamiento de la escuela. No se veía capaz de poder aguantar encerrada toda una clase sin salir al exterior.
Conforme se acercaban a la terraza, Luce atisbó otro edificio: consistía en una estructura alargada y rectangular con tejado de madera y unas alegres ventanas con marcos de color amarillo. Un gran letrero tallado a mano en el que se leía «CANTINA» entrecomillado, como si se tratara de una broma, colgaba sobre la entrada. Sin duda, era la cafetería estudiantil más agradable que Luce había visto nunca.
La terraza estaba llena de mesas y sillas de hierro pintadas de blanco, y había alrededor de un centenar de estudiantes con el aspecto más despreocupado que Luce había visto en su vida. La mayoría se habían descalzado y apoyaban los pies en las mesas mientras comían unos elaborados platos de desayuno: huevos a la benedictina, gofres con fruta, porciones de quiche salpicadas de espinacas con aspecto de ser exquisitas. Los estudiantes leían el periódico, charlaban por el móvil, jugaban al croquet en el césped… Luce conocía a los chicos ricos de Dover, y si algo caracterizaba a los de la Costa Este es que eran serios y estirados; no tenían nada que ver con esos muchachos desgreñados y despreocupados. La escena recordaba más a un primer día de verano que a un martes de principios de noviembre. Todo era tan agradable que casi resultaba difícil envidiar la apariencia autocomplaciente de esos chicos y chicas. Casi.
Luce intentó imaginarse a Arriane allí y lo que pensaría de Shelby o de aquella cantina junto al océano, y se dijo que probablemente no sabría de qué reírse primero. Deseó poder volverse y hablar con Arriane. ¡Cómo le gustaría reírse un poco!
Al mirar a su alrededor, cruzó la mirada sin querer con un par de estudiantes: una chica guapa de piel aceitunada, vestido a topos y un pañuelo verde atado a su lustrosa cabellera negra y un muchacho de pelo rubio rojizo de espaldas anchas que se disponía a engullir un enorme montón de tortitas.
La reacción instintiva de Luce fue apartar la cabeza en cuanto hubieron establecido contacto visual, lo cual en Espada & Cruz siempre era lo más sensato. Sin embargo… ninguno de ellos se la había quedado mirando. Lo más sorprendente en la Escuela de la Costa no era ese sol cristalino, ni esa cómoda terraza para el desayuno, o el dinero que parecía rodear a todo el mundo. Lo más sorprendente era que los estudiantes sonreían.
Bueno, la mayoría sonreían. Cuando ella y Shelby se hicieron con una mesa desocupada, esta última cogió un letrero pequeño que tenía encima y lo arrojó al suelo. Luce se inclinó y vio de reojo que tenía la palabra RESERVADO escrita en ella; en ese instante, un chico de su edad ataviado con el uniforme de camarero y corbata negra se les acercó con una bandeja de plata.
—Esta mesa está res… —empezó a decir cuando, inoportunamente, se le quebró la voz.
—Café solo —dijo Shelby. A continuación, preguntó con brusquedad a Luce—: ¿Qué vas a tomar?
—Hummm… Lo mismo —contestó Luce, incómoda al verse atendida por un camarero—. Pero con un poco de leche.
—Son becarios. Han de trabajar duro para seguir adelante.
Shelby, desdeñosa, torció el gesto hacia Luce mientras el camarero se apresuraba a buscar los cafés. Luego cogió el San Francisco Chronicle del centro de la mesa y desplegó la portada con un bostezo.
Entonces Luce estalló:
—Oye —dijo mientras bajaba un poco el brazo de Shelby para poder verle bien la cara por encima del periódico. Shelby, sorprendida, arqueó sus espesas cejas—. Resulta que yo fui becaria. No en la última escuela, sino en la anterior.
Shelby se sacudió la mano de Luce.
—¿Se supone que también debería impresionarme esa parte de tu historial?
Luce iba a preguntar a Shelby qué le habían contado de ella cuando notó una mano cálida en el hombro.
Francesca, la profesora que había salido a recibirla en la puerta la noche anterior, la miraba sonriendo. Era una mujer alta, de porte imponente, e iba vestida de un modo aparentemente muy natural. Llevaba el pelo rubio claro cuidadosamente peinado a un lado y tenía los labios pintados de color rosa brillante. Lucía un vestido negro ajustado con cinturón azul y zapatos de talón abiertos por delante a conjunto. El tipo de vestimenta capaz de hacer sentirse vulgar a cualquiera. Luce deseó por lo menos haberse maquillado y no llevar sus Converse sucias de barro.
—¡Qué bien! ¡Veo que ya habéis conectado! —Francesca sonrió—. ¡Sabía que pronto seríais amigas!
Shelby no dijo nada, simplemente hizo crujir el periódico. Luce se aclaró la garganta.
—Creo que no te va a costar nada adaptarte a la Escuela de la Costa, Luce. Está pensada para que así sea. La mayoría de nuestros estudiantes superdotados se adaptan sin problemas.
«¿Superdotados?», se preguntó Luce.
—Evidentemente, en caso de duda siempre puedes acudir a mí. También puedes confiar en Shelby.
Por primera vez esa mañana, Shelby se rió. Tenía una risa áspera y bronca, la clase de risa que Luce habría esperado en una persona mayor fumadora empedernida y no en una adolescente fanática del yoga.
Notó que torcía el gesto. Lo último que quería era «adaptarse sin problemas» a esa escuela. No se sentía parte de un grupo de adolescentes talentosos y mimados que residían en lo alto de un acantilado con vistas al océano. Ella pertenecía a la clase normal, a la gente con alma en vez de raquetas de squash, a la gente que sabía de qué iba la vida. Ella estaba predestinada a estar con Daniel. Todavía no sabía qué hacía exactamente ahí, solo que permanecería escondida de forma provisional mientras Daniel libraba su… guerra. Después él la llevaría de vuelta a casa. O a algún otro sitio.
—Bueno, os veo en clase. ¡Que aproveche! —exclamó Francesca tras darse la vuelta, y mientras se alejaba, señalando al camarero que llevaba un plato para cada una, exclamó—: ¡Prueba la quiche!
Cuando se hubo marchado, Shelby tomó un gran sorbo de su café y se secó la boca con el dorso de la mano.
—¡Hum! ¿Shelby?
—¿Sabes lo que significa dejar comer tranquila?
Luce volvió a posar la taza en el plato con un gesto brusco y aguardó con impaciencia a que el camarero dejara las quiches y se marchara de nuevo. Una parte de ella deseó estar en cualquier otra mesa. A su alrededor se oían murmullos de conversaciones alegres. Aunque no pudiera participar en ellas, al menos estar sentada sola sería preferible a permanecer de aquel modo. Por otra parte, lo que Francesca había dicho la había confundido. ¿Por qué había dado a entender que Shelby era una excelente compañera de habitación cuando era evidente que se trataba de una persona totalmente hostil? Luce se entretuvo masticando un poco de quiche, consciente de que no sería capaz de comer nada hasta que pudiera verbalizar lo que pensaba.
—Vale, muy bien, ya sé que soy la novata y que, por algún motivo, eso te disgusta. Me imagino que antes de que yo llegara tenías una habitación para ti sola, no lo sé. —Shelby bajó el periódico hasta situarlo justo por debajo de los ojos. Arqueó una de sus enormes cejas—. Pero no soy tan terrible. ¿Qué hay de malo en que tenga preguntas que hacer? Perdona si he venido a la escuela sin saber qué narices son los nefelines.
—Se dice «nefilim».
—Lo que sea. No me importan nada. No tengo ningún interés en enemistarme contigo. Esto significa que algo de esto —Luce señaló entonces el espacio que las separaba— es responsabilidad tuya. Así que, dime, ¿cuál es tu problema?
Shelby torció los labios, dobló el periódico y se reclinó en su asiento.
—Pues los nefilim te deberían importar. Vamos a ser tus compañeros de clase. —Extendió la mano señalando a la terraza—. Contempla el bonito y privilegiado cuerpo estudiantil de la Escuela de la Costa. No volverás a ver a la mitad de esos tarugos, excepto como objeto de nuestras bromas.
—¿Nuestras?
—Sí. Te encuentras inscrita en el programa para alumnos aventajados y vas con los nefilim. Pero no te preocupes si no eres una alumna muy brillante. —Luce resopló—. Aquí el grupo de estudiantes con talento en realidad es una tapadera, un sitio donde meter a los nefilim sin levantar sospechas. De hecho, la única persona que alguna vez ha albergado sospechas es Beaker Brady.
—¿Y quién es Beaker Brady? —preguntó Luce inclinándose para no tener que alzar la voz y hacerse oír por encima del rugido del oleaje al chocar contra la orilla.
—El empollón de sobresalientes que hay dos mesas más allá. —Shelby señaló con la cabeza a un muchacho regordete vestido con camisa de cuadros que acababa de verter un yogur sobre un enorme libro de texto—. Sus padres no aceptan que nunca haya sido admitido en las clases para alumnos aventajados. Cada semestre hacen una campaña. Él aporta las puntuaciones de la Mensa, los resultados obtenidos en ferias de ciencia, los premios Nobel a los que ha impresionado, todo ese tipo de cosas. Y cada semestre, Francesca tiene que idear alguna prueba estúpida insuperable que le impida acceder. —Soltó un bufido—. Cosas del tipo: «A ver, Baker, resuelve este cubo de Rubik en menos de treinta segundos». —Shelby chasqueó la lengua—. Aunque, bueno, ese Nemrod logró superar esa prueba.
—Pero, si es una tapadera —preguntó Luce sintiéndose algo mal por Beaker—, ¿a quién encubre?
—A gente como yo. Yo soy nefilim. N-E-F-I-L-I-M, que es cualquier cosa con ángel en su ADN. Mortales, inmortales, transeternos. Intentamos no hacer discriminaciones.
—¿Y esa palabra no tiene plural?
Shelby frunció el ceño.
—¿Hablas en serio? ¿Te suena bien «nefilimes»? A mí en absoluto, gracias. Siempre es nefilim, independientemente de a cuántos te refieras.
Así que Shelby era un tipo de ángel. Lo cual era raro, porque no lo parecía ni actuaba como tal. No era fabulosa como Daniel, Cam o Francesca. No poseía el magnetismo de Roland o Arriane. Solo parecía un poco ordinaria y extravagante.
—Así que esto es una especie de instituto de secundaria para ángeles —dijo Luce—. Pero ¿de qué sirve? ¿Acaso luego vais a la universidad para ángeles?
—Depende de lo que el mundo necesite. Muchos estudiantes se toman un año sabático y se alistan en el Cuerpo Nefilim. Viajas, hechas una cana al aire con un extraño, etcétera. Pero eso es en tiempos… bueno, ya sabes, de paz. Ahora mismo…
—Ahora mismo, ¿qué?
—Da igual. —Shelby pareció morderse la lengua—. Solo depende de quién eres. Verás, aquí cada cual tiene distintos grados de poder —prosiguió como leyendo la mente de Luce—. Según el árbol genealógico de cada uno. En tu caso, sin embargo…
Luce lo sabía.
—Yo solo estoy aquí por Daniel.
Shelby arrojó su servilleta en el plato vacío y se puso de pie.
—Es impresionante lo bien que te lo has montado, Luce. La novia del pez gordo que ha tocado algunas teclas…
¿Era eso lo que todo el mundo pensaba de ella? ¿Era esa… la verdad?
Shelby extendió la mano y se llevó a la boca el último trozo de quiche del plato de Luce.
—Si quieres tu club de fans de Lucinda Price, seguro que aquí lo encontrarás. Pero a mí déjame tranquila, ¿entendido?
—¿De qué hablas? —Luce se puso de pie. Tal vez ella y Shelby deberían empezar de nuevo la conversación—. Yo no quiero un club de fans…
—¿Lo ves? Te lo dije.
Una voz aguda pero agradable se oyó en ese instante.
De pronto se encontró con la chica del pañuelo verde ante ella, sonriéndole y dando codazos a otra chica para que se acercara. Luce miró por detrás de ellas, pero Shelby ya se había alejado; seguramente, no merecía la pena ir detrás de ella. De cerca, la chica del pañuelo verde parecía una versión más joven de Salma Hayek, con los labios igual de carnosos y el pecho incluso más voluminoso. La otra muchacha, de tez pálida, ojos color avellana y pelo negro corto, se parecía un poco a Luce.
—Un momento, ¿de verdad eres Lucinda Price? —preguntó la chica más pálida. Tenía los dientes pequeños y blancos y con ellos sostenía un par de horquillas decoradas con lentejuelas mientras se recogía unos pocos mechones oscuros—. ¿Como en la historia de Luce y Daniel? ¿La chica recién llegada de esa terrorífica escuela de Alabama…?
—Georgia. —Luce asintió levemente.
—Da igual. ¡Oh, vaya! ¿Cómo era Cam? Lo vi una vez en un concierto de death metal… pero, claro, me puse demasiado nerviosa para presentarme. Pero no te vas a interesar por Cam, porque, claro, está Daniel. —Soltó una risita de emoción—. Por cierto, me llamo Dawn. Ella es Jasmine.
—Hola —dijo Luce lentamente. Eso era nuevo—. Hum…
—No le hagas mucho caso. Se acaba de tomar más o menos once cafés. —Jasmine hablaba tres veces más despacio que Dawn—. Quiere decir que estamos muy contentas de conocerte. Siempre decimos que la historia de Daniel y tú es la historia de amor más grande que haya existido nunca.
—¿En serio? —Luce hizo crujir los nudillos.
—¿Bromeas? —preguntó Dawn, aunque Luce no podía dejar de pensar que le estaban gastando una especie de broma—. Con eso de morir una y otra vez… Oye, ¿y eso hace que todavía lo quieras más? Seguro que sí. Y, ¡oh!, bueno, cuando te desintegras en el fuego… —Cerró los ojos, se puso una mano en el estómago y luego se la pasó por el cuerpo golpeándose el pecho con el puño—. Cuando era pequeña mi madre me contaba siempre esa historia.
Luce estaba sorprendida. Echó un vistazo a la terraza atestada de gente preguntándose si alguien podía oírlas. Y, hablando de desintegrarse, en ese momento tenía que tener las mejillas rojas como un tomate.
Una campana repicó desde el tejado de la cantina para anunciar el final del desayuno. Luce se alegró de ver que todo el mundo tenía otras cosas de las que ocuparse, como ir a clase.
—¿Y qué te contaba tu madre? —preguntó Luce lentamente—. ¿Era sobre Daniel y yo?
—Bueno, solo lo más destacado —dijo Dawn con los ojos abiertos—. ¿Cómo es? ¿Como un sofoco? ¿Como esos que se tienen en la menopausia? Bueno, no es que piense que tú puedas saberlo, claro.
Jasmine le dio un golpecito a Dawn en el brazo.
—¿Te das cuenta de que estás comparando la pasión desenfrenada de Luce con un sofoco?
—Lo siento. —Dawn soltó una risita—. Estoy fascinada. Parece tan romántico y extraordinario. Te tengo envidia sana, ¿eh?
—¿Me envidias por tener que morir cada vez que intento estar con el chico de mis sueños? —Luce se encogió de hombros—. En realidad es una mala pasada.
—Eso se lo dices a una chica cuyo único beso hasta el momento ha sido con Ira Frank, el del Síndrome de Colon Irritable —dijo Jasmine señalando a Dawn con gesto burlón.
Al ver que no se reía, Dawn y Jasmine se echaron a reír de forma aduladora, como si creyeran que Luce simplemente estaba siendo modesta. Luce jamás había sido objeto de ese tipo de risas.
—¿Y qué te decía tu madre exactamente? —quiso saber Luce.
—¡Oh, lo de siempre! Que estalló la guerra, que toda la mierda saltó, y cuando desde las nubes quisieron poner fin a todo aquello, Daniel se puso del palo: «Nadie nos podrá separar», y que eso fastidió a todo el mundo. Esta es mi parte favorita de la historia. Así que ahora vuestro amor está condenado a sufrir el castigo eterno de quereros desesperadamente y sin embargo no poder, bueno… ya sabes…
—Pero hay vidas en que sí. —Jasmine corrigió a Dawn e hizo un guiño malicioso a Luce, que apenas podía moverse de la impresión que le causaba oír todo aquello.
—¡Qué va! —Dawn hizo un gesto de desdén con la mano—. Lo importante es que ella estalla en llamas cuando… —Al ver la expresión de horror en la cara de Luce, Dawn se estremeció—. Lo siento. No creo que quieras oírlo.
Jasmine carraspeó e intervino:
—Mi hermana mayor me contó una anécdota de tu pasado y juro que…
—¡Oh!
Dawn pasó el brazo por el de Luce, como si aquel conocimiento al que Luce no tenía acceso la hiciera una amiga más deseable. Era de locos. Luce se sentía tremendamente incómoda y también un poco emocionada. Y, además, no estaba segura de si todo aquello era verdad. Había una cosa incuestionable: Luce de pronto se había convertido en una especie de… personaje famoso. Pero era una sensación rara. Como si fuera una de esas jóvenes anónimas, guapas y tontas, que se dejan fotografiar junto a la estrella de cine del momento por un paparazzi.
—¡Oh, chicas! —exclamó Jasmine señalando de forma exagerada el reloj de su teléfono—. ¡Es supertarde! Tenemos que ir a clase.
Luce hizo una mueca y asió la mochila con rapidez. No tenía ni idea de qué clase tenía primero, ni sabía adónde debía ir o cómo tomarse el entusiasmo de Jasmine y Dawn. No había visto unas sonrisas tan amplias y emocionadas desde… bueno, tal vez nunca.
—¿Alguna sabe cómo puedo averiguar dónde está mi primera clase? No tengo el horario.
—Bueno —dijo Dawn—. Ven con nosotras. Siempre vamos juntas. Es muy divertido.
Las dos chicas echaron a andar con Luce, una a cada lado, y la acompañaron en un recorrido serpenteante entre las mesas, donde otros chicos y chicas estaban acabando el desayuno. A pesar de ser tan «supertarde», Jasmine y Dawn prácticamente se paseaban por el césped recién cortado.
Luce consideró la posibilidad de preguntarles qué le pasaba a Shelby, pero no quería parecer cotilla. Por otra parte, esas muchachas resultaban agradables, aunque no necesitaba entablar buenas amistades. Como no dejaba de recordarse a sí misma: todo aquello era provisional.
Era, en efecto, provisional, pero también resultaba asombrosamente bello. Las tres anduvieron junto al camino de las hortensias que daba la vuelta a la cantina. Aunque Dawn no dejaba de charlar, Luce no conseguía apartar la vista del acantilado, viendo cómo el terreno se desplomaba cientos de metros en el océano deslumbrante. El oleaje rompía en una playa diminuta de arena rojiza situada a los pies del acantilado casi con la misma despreocupación con que los estudiantes de la Escuela de la Costa se iban a clase.
—Ya hemos llegado —dijo Jasmine.
Un impresionante edificio de madera de dos pisos en forma de A se erguía solitario al final del camino. Había sido construido en el corazón de un grupo aislado de secuoyas, por lo que su tejado pronunciado y triangular y el amplio césped que se extendía delante de él estaban cubiertos por una capa de hojas aciculares. Había, además, una agradable zona ajardinada con algunas mesas de picnic; sin embargo, lo más llamativo era el edificio: más de la mitad del mismo parecía de cristal, pues se hallaba recubierto de ventanales amplios y de cristal tintado y puertas correderas abiertas. Era como si lo hubiera diseñado el mismísimo Frank Lloyd Wright. Había varios estudiantes holgazaneando en la enorme terraza con vistas al océano situada en la segunda planta, mientras otros chicos y chicas subían las escaleras simétricas que se elevaban desde el camino.
—¡Bienvenida al pabellón Nefilim!
—¿Aquí es donde vais a clase? —Luce estaba boquiabierta. Aquello tenía más el aspecto de una residencia de vacaciones que de un lugar de estudio.
A su lado, Dawn pegó un chillido, y le apretó la muñeca.
—¡Buenos días, Steven! —exclamó Dawn a través del jardín saludando a un hombre mayor que se encontraba al pie de la escalera. Tenía el rostro fino, llevaba gafas modernas de diseño rectangular, y lucía una cabellera espesa ondulada y canosa.
—Adoro cuando se pone ese traje de tres piezas —susurró Dawn.
—¡Buenos días, chicas!
El hombre sonrió saludándolas. Se quedó mirando a Luce el tiempo suficiente como para incomodarla pero sin perder la sonrisa.
—Nos vemos en un instante —dijo, y empezó a subir.
—Steven Filmore —susurró Jasmine informando a Luce mientras lo seguían por la escalera—. Conocido también como S. F., o el Zorro de Plata. Es uno de nuestros profesores y, en efecto, Dawn está verdadera, desesperada y profundamente enamorada de él. Aunque ya está comprometido. Es una descarada.
—Pero también adoro a Francesca.
Dawn dio un golpecito a Jasmine y luego dirigió sus ojos oscuros y sonrientes hacia Luce.
—Apuesto a que tú también te rendirás ante ellos.
—Un momento. —Luce se detuvo—. ¿El Zorro de Plata y Francesca son nuestros profesores? ¿Los llamáis por su nombre de pila? ¿Y son pareja? ¿Quién enseña qué?
—Al bloque de la mañana lo llamamos «humanidades» —explicó Jasmine—, aunque sería más apropiado llamarlo «angelología». Francesca y Steven enseñan juntos. Es parte del trato aquí, una especie de yin y yang. De esta manera, bueno, ningún estudiante resulta… influenciado.
Luce se mordió el labio. Habían llegado a lo alto de la escalera y se encontraban en la terraza en medio de un grupo de estudiantes. Todo el mundo empezó a cruzar tranquilamente las puertas correderas de cristal.
—¿Qué quieres decir con que nadie resulte influenciado?
—Ambos son ángeles caídos, pero optaron por bandos distintos. Ella es un ángel, y él, más bien un demonio.
Dawn hablaba con tranquilidad, como si charlara sobre yogures de diferentes sabores. Al ver cómo Luce abría los ojos añadió:
—No es que se puedan casar ni nada por el estilo… aunque sería una gran boda. Simplemente, viven en pecado.
—¿Me estás diciendo que un demonio enseña humanidades? —preguntó Luce—. ¿Y eso está bien?
Dawn y Jasmine se miraron entre ellas y se echaron a reír.
—Está muy bien —contestó Dawn—. Ya verás como cambias de opinión respecto a Steven. Vamos, tenemos que entrar.
Luce entró en el aula con los demás. Era una estancia amplia formada por tres grandes escalones sobre los cuales se encontraban los pupitres, que se orientaban hacia un par de mesas largas. La mayor parte de la luz provenía de unas claraboyas. La luz natural y el techo elevado hacían que el aula pareciera incluso más grande de lo que era en realidad. La brisa oceánica penetraba por las puertas abiertas y hacía que el ambiente fuera relajado y fresco. No podía ser más diferente a Espada & Cruz. Luce se dijo que la Escuela de la Costa incluso le podría llegar a gustar de no ser porque el único motivo por el que se hallaba allí, la persona más importante de su vida, no estaba allí. Se preguntó si Daniel pensaba en ella. ¿La estaría echando tanto de menos como ella a él?
Luce eligió una mesa cerca de las ventanas, entre Jasmine y un chico agradable y discreto vestido con vaqueros, una gorra de los Dodgers y una sudadera de color azul marino. Había unas cuantas chicas de pie cerca de la puerta del baño. Una de ellas tenía el pelo ondulado y llevaba unas gafas cuadradas de color violeta. Cuando Luce la vio de perfil, estuvo a punto de saltar de su asiento.
Penn.
Pero cuando la chica se volvió hacia Luce, vio que su rostro era más cuadrado, que la ropa le iba un poco más ajustada y que tenía una risa un poco más estridente; Luce se sintió languidecer. Claro que no era Penn. Y nunca lo sería.
Luce se dio cuenta de que los demás compañeros la miraban, que algunos de ellos tenían la vista clavada en ella. La única que no lo hacía era Shelby, que se limitó a saludar a Luce con la cabeza.
No era una clase grande, apenas veinte pupitres dispuestos sobre los peldaños y de cara a las dos largas mesas de caoba que había delante. Detrás de ellas, dos pizarras blancas. Dos estanterías a cada lado. Dos papeleras. Dos lámparas de escritorio. Dos ordenadores portátiles, uno en cada mesa. Y dos profesores, Steven y Francesca, que cuchicheaban frente a frente ante la clase.
Con un gesto que Luce no esperaba, posaron su mirada también en ella antes de encaminarse hacia sus mesas. Francesca se sentó sobre una, colocando una pierna debajo de la otra de modo que uno de sus altos tacones rozaba el suelo de madera. Steven se apoyó en la otra mesa, abrió su pesada cartera de cuero de color granate y se puso el bolígrafo entre los labios. Pese a que ya tenía unos años, resultaba atractivo, aunque Luce hubiera preferido que no lo fuera. Le recordaba a Cam, y lo engañoso que podía llegar a ser el encanto de un demonio.
Se había hecho a la idea de que el resto de la clase sacaría libros que ella no tenía y analizaría lecturas que ella no había podido hacer, así que podía abandonarse a la sensación de apabullamiento y a soñar despierta en Daniel.
Pero no ocurrió nada de eso. Y la mayoría de sus compañeros seguían dirigiéndole miradas furtivas.
—A estas alturas todos os habréis dado cuenta de que hoy damos la bienvenida a una nueva alumna. —Francesca tenía una voz grave y melosa, como la de una cantante de jazz.
Steven sonrió dejando ver el brillo de su blanca dentadura.
—Dinos, Luce, ¿qué te ha parecido hasta ahora la Escuela de la Costa?
Luce palideció mientras el resto de la clase se giraba ruidosamente hacia ella en sus pupitres.
El corazón empezó a latirle deprisa y se notó las palmas de las manos húmedas. Se encogió en el asiento, deseando ser simplemente una chica normal en una escuela normal, en su casa, en Thunderbolt, Georgia. En los últimos días, había deseado en más de una ocasión no haber visto nunca una sombra, ni haberse visto envuelta en una situación que había conducido a la muerte de amigos queridos, que la había llevado a tratar con Cam y que ahora impedía a Daniel estar junto a ella. Pero en ese punto sus pensamientos atribulados se detenían: ¿cómo ser normal y seguir con Daniel? Él distaba mucho de ser normal. Era imposible. Y ahí estaba ella, bien fastidiada.
—Todavía no me he acostumbrado a la Escuela de la Costa. —Le temblaba la voz, traicionándola, y reverberando en el techo inclinado—. Pero hasta el momento está muy bien.
Steven se rió.
—Bueno, Francesca y yo hemos pensado en ayudarte a sentirte cómoda aquí y por eso hoy vamos a posponer las presentaciones que hacen los estudiantes los martes por la mañana.
Al otro lado de la sala Shelby exclamó:
—¡Bien!
Luce observó que su compañera de habitación tenía sobre el pupitre una pila de tarjetas y un póster grande a los pies en el que se leía LAS APARICIONES NO SON TAN MALAS. Así que Luce la acababa de salvar de tener que hacer una presentación. Aquello tenía que ser bueno para la relación entre compañeras de habitación.
—Lo que Steven quiere decir —intervino Francesca— es que vamos a hacer un juego para romper el hielo.
Se bajó de la mesa y anduvo por la sala taconeando mientras repartía una hoja de papel a cada estudiante.
Luce esperó a oír el coro de quejidos que esas palabras suelen provocar en un grupo de adolescentes, pero todos sus compañeros se mostraban conformes. De hecho, se dejaban llevar sin oponer resistencia.
Cuando Francesca dejó el papel en el pupitre de Luce, dijo:
—Este ejercicio está pensado para que te hagas una idea de quiénes son algunos de tus compañeros y qué objetivos perseguimos en esta clase.
Luce miró el papel. En él había dibujadas viente casillas, cada una con una frase. Ella ya había jugado a ese juego en una ocasión, de pequeña, en unas colonias de verano al oeste de Georgia y también un par de veces cuando asistía a clases en Dover. Se trataba de ir por la sala y relacionar a cada alumno con una afirmación. Aquello la tranquilizó: había juegos para romper el hielo mucho más incómodos que aquel. Pero al analizar detenidamente las frases, esperando encontrar expresiones como «Tiene una tortuga como mascota» o «Le gustaría hacer paracaidismo», se inquietó al leer cosas como «Habla más de dieciocho idiomas» o «Ha visitado el Más Allá».
Iba a resultar lastimosamente notorio que Luce fuera la única de la clase que no era nefilim. Recordó entonces al camarero que les había llevado el desayuno a ella y a Shelby. Tal vez se sentiría más cómoda entre los becarios. Beaker Brady no sabía de la que se había librado.
—Si no hay preguntas —dijo Steven al frente de la sala—, ya podéis empezar.
—Salid fuera y disfrutad —añadió Francesca—. Tomaos todo el tiempo que necesitéis.
Luce siguió al resto de los alumnos a la terraza. Mientras se dirigían hacia la barandilla, Jasmine se apoyó en el hombro de Luce y señaló una casilla con su uña pintada de verde.
—Tengo un familiar que es querubín de pura sangre —dijo—. El viejo y loco tío Carlos.
Luce asintió, como si supiera lo que eso significaba y anotó el nombre de Jasmine.
—¡Oh! Y yo sé levitar —dijo tranquilamente Dawn señalando la esquina superior izquierda de Luce—. No es que lo haga todo el tiempo, pero por lo general después de tomar el café.
—¡Uau!
Luce intentó no demostrar asombro, pero no parecía que Dawn bromeara. ¿Era realmente capaz de levitar?
Cada vez se sentía más fuera de lugar, y para disimular buscó en la hoja algo que ella supiera hacer.
«Tiene experiencia en convocar Anunciadoras».
Las sombras. La última noche en Espada & Cruz Daniel le había dicho el nombre con el que se las conocía. A pesar de que ella nunca las había «invocado», pues siempre se habían limitado a aparecer, Luce sin duda tenía cierta experiencia.
—Podéis poner mi nombre ahí —dijo señalando la esquina izquierda inferior del papel.
Jasmine y Dawn la miraron un poco sobrecogidas pero crédulas antes de proseguir cumplimentando el resto de la hoja. El corazón de Luce se había serenado un poco. Tal vez aquello no iba a salir tan mal.
En los minutos siguientes conoció a Lilith, una chica pelirroja muy remilgada que era una de las tres mellizas nefilim («Nos diferenciamos por nuestras colas vestigiales —explicó—. La mía tiene forma enroscada»); a Oliver, un muchacho de voz grave y rechoncho que había visitado el Más Allá en las vacaciones de verano del año anterior («Está tan sobrevalorado que casi resulta difícil de explicar»); y a Jack, al cual le parecía que empezaba a poder leer el pensamiento y que veía con buenos ojos que Luce le asignase esa habilidad. («Me parece que eso a ti te parece bien, ¿verdad?», afirmó emulando una pistola con los dedos y chasqueando la lengua). A Luce le quedaban tres casillas por completar cuando Shelby le arrebató el papel de las manos.
—Hago estas dos cosas —dijo señalando dos casillas—. ¿Cuál prefieres?
«Habla más de dieciocho idiomas». «Ha visto una vida pasada».
—Un momento —susurró Luce—. ¿Has… puedes ver vidas pasadas?
Shelby arqueó repetidamente las cejas, estampó su firma en la casilla y luego escribió su nombre en la casilla de los «dieciocho idiomas» por si acaso. Luce se quedó mirando la hoja mientras reflexionaba acerca de todas sus vidas anteriores y lo fuera de su alcance que estaban. Había subestimado a Shelby.
Pero su compañera de habitación ya se había marchado. En el lugar de Shelby se encontró con el chico que se sentaba junto a ella en la clase. Era bastante más alto que Luce y tenía una sonrisa amplia y amistosa, la nariz pecosa y unos ojos azules claros. Había algo en él, incluso en el modo en que mordisqueaba el bolígrafo, que parecía… sólido. Luce sabía que aquella era una palabra muy rara para describir a alguien con quien nunca había hablado, pero no pudo evitarlo.
—Oh, ¡gracias a Dios! —dijo él riéndose mientras se daba una palmadita en la frente—. La única cosa que soy capaz de hacer es la que has dejado en blanco.
—¿Eres capaz de reflejar tu propia imagen o la de otros? —leyó Luce lentamente.
Sacudió la cabeza de un lado a otro y escribió su nombre en la casilla. Miles Fisher.
—Sin duda es algo que impresiona a alguien como tú, claro.
—Hum. Sí. —Luce se volvió para irse. Alguien como ella, que no sabía ni siquiera qué significaba eso.
—¡Eh, aguarda! ¿Adónde vas? —La agarró por la manga—. Vaya, parece que no has pillado el chiste sobre mí.
Al ver que ella negaba con la cabeza, la expresión de Miles se ensombreció.
—Solo quería decir que, comparado con el resto de la clase, apenas doy la talla. La única persona, excepto yo mismo, a la que he sabido reflejar fue mi madre. Asusté a mi padre durante unos diez segundos, pero luego el efecto desapareció.
—Espera. —Luce miró con asombro a Miles—. ¿Lograste una imagen reflejada de tu madre?
—Fue de forma accidental. Según parece, es fácil hacerlo con las personas a las que, bueno, a las que quieres. —Un débil tono sonrosado asomó en sus pómulos—. Ahora pensarás que soy una especie de niño de mamá. Lo que quiero decir es que mis poderes son muy débiles, y tú, en cambio, eres la famosa Lucinda Price.
Al decirlo, agitó los dedos de las manos con un gesto muy masculino.
—Ojalá la gente dejara de decir eso —rezongó Luce. Con la impresión de haber reaccionado con cierta brusquedad, suspiró y se apoyó en la barandilla de la terraza para mirar al mar. Todos los indicios que daban a entender que la gente de allí sabía más sobre ella que ella misma le resultaban muy difíciles de asimilar, pero no quería hacérselo pagar a ese chico.
»Lo siento —dijo—. Lo que pasa es que creía que yo era la única que no daba la talla. Dime, ¿cuál es tu historia?
—¡Oh! Yo soy lo que se llama un «diluido» —explicó él dibujando unas comillas exageradas en el aire—. Mamá tiene sangre de ángel en las venas, pero el resto de mi familia son todos mortales. Mis poderes son de un nivel incómodamente bajo. Sin embargo, estoy aquí porque mis padres dotaron la escuela con… bueno, con la terraza que pisas ahora.
—¡Uau!
—En realidad, no es tan impresionante. Mi familia está obsesionada con que venga a la Escuela de la Costa. Deberías ver la presión que hay en casa para que salga con «una buena chica nefilim».
Luce se echó a reír. Fue una de las primeras carcajadas auténticas en muchos días. Miles torció el gesto de modo amigable.
—He observado que has desayunado con Shelby esta mañana. ¿Es tu compañera de habitación?
Luce asintió.
—Hablando de buenas chicas nefilim… —dijo bromeando.
—Bueno, ya sé que es un poco… —Resopló, y con la mano hizo un gesto como si clavara las zarpas, lo cual hizo que Luce soltara otra carcajada—. De todos modos, no soy el alumno más brillante de aquí y sigo pensando que este lugar es de locos. Así que si alguna vez quieres disfrutar de un desayuno normal o de otra cosa…
Luce notó que, sin darse cuenta, asentía con la cabeza. «Normal». Esa palabra era música celestial para sus oídos mortales.
—¿Qué tal… mañana?
—Fantástico.
Miles sonrió y se despidió saludándola con la mano. Luce se dio cuenta de que todos los demás estudiantes ya habían entrado. Sola por primera vez aquella mañana, miró la hoja de papel que tenía en la mano, sin saber qué pensar de los alumnos de la Escuela de la Costa. Echó de menos a Daniel. De haber estado ahí, le habría aclarado muchas cosas. Pero ella no sabía dónde estaba.
En cualquier caso, demasiado lejos.
Se llevó un dedo a los labios al recordar su último beso. El increíble abrazo de sus alas. Incluso bajo el sol de California, sentía tanto frío sin él… Pero estaba allí por él y, con su extraña y nueva reputación, había sido aceptada por esa especie de ángeles o lo que fueran por mediación de él. Curiosamente, resultaba agradable seguir en contacto con Daniel, aunque fuera de un modo tan complicado.
Hasta que él volviera a buscarla, ella no tenía ningún otro lugar donde agarrarse.