THUD-BUMP!

Nora se estremeció ante el primer impacto. Todos lo sintieron, pero pocos supieron de qué se trataba. Ella no sabía mucho sobre los túneles del North River que conectaban Manhattan y Nueva Jersey. Supuso que, en circunstancias normales —algo que realmente ya no existía—, era un trayecto que duraba de dos a tres minutos en total, a varios metros por debajo del río Hudson. Un viaje de ida sin escalas. La única forma de atravesar el túnel en ambos sentidos. Era probable que ellos no hubieran llegado siquiera a la mitad, a la parte más profunda debajo del río.

¡Bam bam! ¡¡BAMMM!! ¡Bam bam!

Otro golpe. Se escuchó un traqueteo debajo del chasis del tren. El ruido y una fuerte vibración, procedentes de la parte delantera, sacudieron el suelo del tren hasta la parte posterior —ella lo sintió bajo sus pies—, y luego se desvaneció. Muchos años atrás, su padre, que iba conduciendo el Cadillac de su hermano, atropelló un tejón mientras recorría las montañas de Adirondack. El ruido fue casi el mismo, sólo que éste era mucho más fuerte.

Pero esta vez no se trataba de un tejón.

Y tampoco —sospechó ella— de un ser humano.

El miedo la envolvió. Los golpes despertaron a su madre, y Nora agarró instintivamente su frágil mano. Como respuesta, recibió una sonrisa vaga y una mirada vacía.

«Mejor que sea así», pensó Nora, y se estremeció aún más. Era mejor no hacerles frente a sus preguntas, sospechas y temores. Nora ya tenía de sobra con todo lo que estaba viviendo.

Zack seguía bajo la influencia de sus auriculares, con los ojos cerrados, balanceando suavemente la cabeza sobre la mochila que tenía en el regazo; quizá seguía el ritmo de la música, o tal vez estaba dormido. De cualquier manera, no sintió los golpes ni la preocupación creciente entre los pasajeros del vagón. Aunque no por mucho tiempo…

¡Bump-CRUNCH!

Los pasajeros comenzaron a jadear. Los impactos eran más frecuentes ahora, y los ruidos más fuertes. Nora imploró que pudieran atravesar el túnel a tiempo. Algo que siempre había odiado de los trenes y metros subterráneos era que nunca podía ver nada por las ventanas delanteras. No puedes ver lo mismo que el conductor. Lo único que alcanzas a ver es una imagen borrosa, pero no qué viene en camino.

Más golpes. Ella creyó reconocer el chasquido de huesos y ¡otro sonido!, un gruñido que no era humano, no muy diferente al de un cerdo.

Parecía que al conductor se le había agotado la paciencia; activó el freno de emergencia, produciendo un chirrido metálico, rasgando la «pizarra del miedo» de Nora con uñas de acero.

Los viajeros que iban de pie se agarraron a los respaldos de los asientos y a los asideros del techo. Los golpes se convirtieron en uno solo, estruendoso y aterrador, con el peso del tren aplastando más cuerpos. Zack alzó la cabeza, abrió los ojos y miró a Nora.

El tren comenzó a resbalar, con el estrépito de las ruedas contra los raíles. Se desató un estremecimiento descomunal y repentino, y el compartimento interior se sacudió con tal violencia que muchos pasajeros cayeron al suelo.

El tren se detuvo con un chirrido estridente, y los vagones se inclinaron hacia la derecha.

Se había salido de las vías.

Descarrilado.

Las luces titilaron y se apagaron. Estalló un gemido agudo, con notas de pánico.

Las luces de emergencia se encendieron con un brillo tenue.

Nora ayudó a Zack a ponerse en pie. Era hora de empezar a moverse. Llevó a su madre de la mano, avanzando hacia la parte delantera del vagón antes de que los demás pasajeros se recobraran del impacto. Quería echarle un vistazo al túnel aprovechando los faros del tren. Pero inmediatamente se percató de que el pasillo era intransitable. Demasiadas personas, demasiado equipaje en el suelo.

Nora tiró de la cuerda de la bolsa con las armas y condujo a Zack y a su madre hacia la salida que había entre los vagones. Se comportó con civismo, esperando a que los demás pasajeros recogieran sus equipajes de mano, cuando escuchó los primeros gritos en el vagón de delante.

Todos los pasajeros se dieron la vuelta.

—¡Vamos! —les dijo a Zack y a su madre, abriéndose paso en medio del tumulto hacia las puertas de salida. No le importó que los demás pasajeros la miraran mal: ella tenía dos vidas que proteger, sin contar la suya.

Vio, por encima de los pasajeros confundidos, unos movimientos frenéticos en el siguiente vagón, mientras esperaba que un tipo lograra abrir las puertas automáticas en un extremo del vehículo. Unas figuras oscuras se movían rápidamente… y una explosión de sangre arterial salpicó la puerta de cristal que separaba los compartimentos.

Los cazadores les habían dado, a Gus y a sus compinches, Hummers blindados, de color negro y accesorios cromados. La mayoría de los adornos habían desaparecido tras chocar con otros vehículos en su intento por cruzar rápidamente los puentes y calles de la ciudad.

Gus conducía en dirección contraria por la calle 59, y los faros delanteros eran las únicas luces para alumbrar el camino. Fet iba delante, en el asiento delantero, con la bolsa de armas a sus pies. Ángel y los Zafiros los seguían en otro vehículo.

La radio estaba encendida, y el locutor del programa deportivo había puesto música, tal vez para darle un descanso a su voz o a su vejiga. Fet reconoció, mientras Gus giraba abruptamente hacia la acera para esquivar algunos vehículos abandonados, la letra de una canción de Elton John: No dejes que el sol caiga sobre mí

Gus apagó la radio.

—No mames —dijo.

Poco después se detuvieron frente a un edificio con vistas a Central Park, justamente el tipo de lugar donde Fet siempre había imaginado que podía vivir un vampiro. Desde la acera, se veía como una torre gótica recortada contra el cielo cubierto de humo.

Fet entró por la puerta delantera junto a Setrakian, ambos con sus espadas en ristre. Ángel iba detrás, y Gus silbaba una melodía a su lado.

El vestíbulo, forrado con papel pintado de color marrón, estaba vacío y sumido en la penumbra.

Gus tenía una llave del ascensor, una pequeña jaula de hierro forjado verde de estilo victoriano con todos sus cables a la vista.

El pasillo del último piso se encontraba en construcción, o al menos eso parecía.

Gus descargó sus armas en un andamio.

—Hay que dejar todas las armas aquí —ordenó.

Fet miró a Setrakian, que no parecía dispuesto a soltar las suyas, y el exterminador sujetó su espada con fuerza.

—Como quieras —dijo Gus.

Ángel permaneció detrás mientras Gus los conducía por la única puerta, y subieron tres escaleras que daban a una antesala oscura. Allí estaba la tintura habitual de tierra y amoniaco, y una sensación inequívoca de calor. Gus retiró una pesada cortina, revelando una sala amplia con tres ventanales que daban al parque.

Perfilados contra cada uno de ellos había tres seres de pie, inmóviles, calvos y completamente desnudos, hieráticos como estatuas montando guardia sobre el monumento de Central Park.

Fet levantó su espada de plata, con su hoja erguida como la aguja de un instrumento que midiera la presencia del mal. Sintió un golpe súbito en la mano, y la empuñadura del florete resbaló de sus dedos. Su otro brazo, con el que sostenía la bolsa del armamento, se estremeció a la altura del hombro, y el exterminador se sintió más ligero.

Le habían cortado las asas de su bolsa. Giró su cabeza a tiempo para ver su espada incrustarse en la pared lateral, perforándola, la hoja vibrando y la bolsa de las armas colgando de ella.

Luego sintió un arma blanca a un lado de su garganta. No era una hoja de plata, sino la punta de un pincho de hierro.

Y junto a él, un rostro tan pálido que casi resplandecía. Sus ojos tenían la profundidad escarlata de la posesión vampírica, su boca curvada en una mueca desdentada.

La garganta hinchada le latía, no por el flujo sanguíneo, sino debido a la ansiedad.

—Oye… —La voz de Fet desapareció en el vacío.

Todo había terminado para él. La rapidez con que ellos se movían era increíble. Mucho más rápido que los animales.

Pero los tres seres de las ventanas seguían inmóviles.

Setrakian.

La voz, que irrumpió en su mente, estuvo acompañada por una sensación de entumecimiento que nubló sus pensamientos.

Fet le echó un vistazo al profesor. Todavía tenía su arma con la hoja envainada. Un cazador estaba a su lado, apuntándole con un arma en la sien.

—Vienen conmigo —les dijo Gus, acercándose a ellos.

Ellos tienen armas de plata.

Era la voz de un cazador, más enérgica que la del Anciano.

—No vengo para destruirte. Esta vez no —dijo Setrakian.

Nunca te acercarías tanto.

—Pero he estado muy cerca en el pasado, y tú lo sabes. No revivamos viejas batallas. Mi deseo actual es dejar todo eso a un lado por ahora. Me he puesto a merced tuya por una razón: quiero hacer un trato.

¿Un trato? ¿Qué podrías ofrecerme?

—El libro. Y al Amo.

Fet sintió que el vampiro gorila retiraba el arma sólo unos pocos milímetros; la punta seguía apretada contra su piel, pero ya no le pinchaba la garganta.

Los seres permanecían inmóviles en las ventanas, pero la voz imponente se escuchaba firme en su cabeza.

¿Y qué es lo que quieres a cambio?

—El mundo —respondió Setrakian.

Nora vio a las figuras oscuras ensañándose con los pasajeros del vagón de atrás. Golpeó a un hombre detrás de la rodilla, tirando de su madre y de Zack, y empujando a una mujer vestida con un traje de chaqueta y zapatillas deportivas en su intento por salir del tren descarrilado.

Logró que su madre bajara el peldaño alto sin caerse. Miró hacia el lugar donde la locomotora se había salido de la vía, ladeada contra la pared del túnel, y comprendió que tendrían que ir hacia el otro lado.

Había cambiado la claustrofobia del tren atascado por la claustrofobia de un túnel que pasaba por debajo de un río.

Nora abrió el cierre lateral de su bolsa y sacó la lámpara Luma. La encendió y la batería regresó a la vida; la bombilla UVC se calentó e irradió sus rayos de color índigo. Las vías se iluminaron. Por todas partes había desechos de vampiros, un guano fluorescente que cubría el suelo y se deslizaba por las paredes. Era evidente que miles de ellos habían utilizado este camino durante varios días para pasar a tierra firme. Era un ambiente perfecto para ellos: oscuro, sucio y oculto a los ojos de la superficie.

Otros pasajeros bajaron del tren, alumbrando el camino con las pantallas de sus teléfonos móviles.

—¡Oh, Dios santísimo! —gritó uno.

Nora se dio la vuelta y vio, iluminadas por los teléfonos de los pasajeros, las ruedas del tren cubiertas con sangre blanca de vampiros. Muchos pegotes de piel pálida y de cartílago negro de los huesos triturados colgaban del chasis.

Se preguntó si habían sido atropellados accidentalmente o si se habrían arrojado a las vías del tren.

Esta última opción le parecía más probable. Pero ¿por qué lo habrían hecho? Nora creyó saberlo. Con la imagen de Kelly aún fresca en su mente, pasó su brazo por el hombro de Zack, agarró a su madre de la mano y corrió hacia la parte posterior del tren.

Nueva Jersey estaba relativamente lejos, y ellos no estaban solos allí. Oyeron más gritos en el tren: pasajeros mutilados por las criaturas pálidas que merodeaban por los vagones. Nora procuró impedir que Zack viera sus cabezas apretadas contra las ventanillas, regurgitando saliva y sangre.

Llegó a un extremo del tren y pasó al otro lado, caminando sobre la multitud de cadáveres de vampiros aplastados en las vías, matando con su luz ultravioleta a los gusanos de sangre que acechaban en el suelo. Avanzó hacia la locomotora por un tramo despejado.

Los túneles transmiten sonidos y los distorsionan. Nora no estaba segura de lo que escuchaba, pero su cercanía le produjo un susto adicional. Invitó a los pasajeros que la seguían a detenerse un momento y a permanecer inmóviles y en silencio.

Oyó un sonido repetitivo, como si varias personas corrieran, pero lo atribuyó al efecto del sonido magnificado por el túnel. Aguzó sus oídos. El sonido venía de atrás, de la ruta ya recorrida por el tren: era una horda de pasos.

La luz de las pantallas telefónicas y de la lámpara UV de Nora no era muy potente. Algo se acercaba a ellos desde la oscuridad impenetrable. Nora abrazó a Zack y a su madre, y empezó a correr en dirección opuesta.

El cazador se apartó de Fet, sin dejar de apretar el punzón contra su cuello. Setrakian había comenzado a informar a los Ancianos sobre la alianza entre Eldricht Palmer y el Amo.

Ya lo sabemos. Vino a pedirnos la inmortalidad hace algún tiempo.

—Pero vosotros se la negasteis, y entonces llamó a la puerta de al lado.

No cumplía con nuestros requisitos. La eternidad es un hermoso regalo; es la entrada a una aristocracia inmortal. Somos rigurosamente selectivos.

La voz que retumbaba en la cabeza de Fet sonaba como la reprimenda de un padre multiplicada por mil. Miró al cazador que estaba a su lado y se preguntó: ¿Será algún rey europeo fallecido hace mucho tiempo? ¿Alejandro Magno? ¿Acaso Howard Hughes?

No, esos cazadores no eran nada de eso. Fet supuso que fue un soldado de élite en su vida anterior, retirado del campo de batalla, tal vez durante una misión especial. Y reclutado por el servicio selectivo final.

Pero ¿de qué ejército sería? ¿De qué época y guerra? ¿Vietnam? ¿Normandía? ¿Termópilas?

—Los Ancianos están conectados con el mundo humano en sus más altos niveles. Ellos asumen la riqueza del iniciado, lo cual les ayuda a permanecer aislados y a ejercer su influencia en todo el mundo —dijo Setrakian, confirmando, al referir estos hechos, las teorías que había esbozado durante toda su vida.

Si se tratara de una simple transacción comercial, su riqueza sería suficiente para nosotros. Pero no nos conformamos con riquezas. Lo que buscamos es poder, capacidad de acceso y obediencia. Y a él le faltaba esto último.

—Palmer se enfureció cuando el regalo le fue negado. Así que buscó al Amo descarriado, al Joven…

Quieres saberlo todo, Setrakian. Codicioso hasta el final. De acuerdo. Te concedemos que tienes la mitad de la razón en todo. Sí, es posible que Palmer buscara al Séptimo. Pero puedes estar seguro de que fue el Séptimo quien lo encontró a él.

—¿Sabes qué es lo que quiere?

Lo sabemos.

—Entonces debéis de saber que tenéis problemas. El Amo está creando una fuerza de miles de esbirros, y son demasiados para que vuestros cazadores puedan aniquilarlos. Su cepa se está propagando. Se trata de seres que vosotros no podéis controlar, al menos no con poder ni con influencias.

Mencionaste el Códice de Plata.

El poder de sus voces hizo que Fet entrecerrara los ojos.

—Lo que quiero de vosotros es un apoyo financiero ilimitado. Lo necesito de inmediato —dijo Setrakian, dando un paso hacia delante.

La subasta. ¿Crees que no hemos considerado esto antes?

—Si vosotros hacéis una oferta utilizando un intermediario humano, correríais el riesgo de exponeros. Es imposible garantizar los motivos. Lo mejor sería hacer fracasar todas las ventas potenciales. Pero eso no será posible en esta ocasión. Estoy convencido de que el momento de este gran ataque, el ocultamiento de la Tierra y la reaparición del libro no son una coincidencia. Todo se ha alineado. ¿Negáis esta simetría cósmica?

De ninguna manera. Pero, de nuevo, el resultado seguirá el trazado del plan sin importar lo que hagamos.

—No hacer nada me parece un plan inconveniente.

¿Y qué quieres a cambio?

—Un breve vistazo a su contenido. Este libro, elaborado en plata, es una creación humana que vosotros no podéis poseer. He visto el Códice de Plata, como vosotros lo llamáis. Contiene muchas revelaciones, eso os lo puedo garantizar. Seríais más sabios si aceptarais que la humanidad conoce vuestro origen.

Son verdades a medias y especulaciones.

—¿De veras? ¿Se puede correr ese riesgo? ¿Mal’akh Elohim?

Hubo una pausa. Fet sintió un breve relajamiento en su cabeza. Podría jurar que vio al Anciano torcer sus labios en señal de disgusto.

Las alianzas más improbables suelen ser las más productivas.

—Dejadme ser muy claro en este punto. No os estoy ofreciendo ninguna alianza. Esto no es más que una tregua en tiempos de guerra. El enemigo de mi enemigo no es ahora amigo mío, ni yo lo soy vuestro. Sólo os prometo ver el libro y, a través de él, tener una oportunidad para derrotar al Amo envilecido antes de que él os destruya. Pero cuando este acuerdo expire, sólo os prometo que la lucha continuará. Yo os perseguiré de nuevo, y vosotros me perseguiréis a mí…

Después de que leas el libro, Setrakian, no podremos permitir que sigas viviendo. Debes saberlo. Es una prohibición que pesa sobre todos los seres humanos.

—Yo no soy muy aficionado a la lectura… —aclaró Fet, después de tragar saliva.

—Acepto. Y ahora que nos estamos entendiendo mutuamente, hay otra cosa que necesito. No vuestra, sino de este joven. De Gus —dijo Setrakian.

Gus se acercó al prestamista y a Fet.

—Siempre y cuando signifique matar a alguien.

No hubo ceremonia de inauguración, tijeras gigantes, dignatarios ni políticos. No hubo fanfarria en absoluto.

La planta nuclear de Locust Valley entró en funcionamiento a las 5.23. Los inspectores residentes de la Comisión Reguladora Nuclear supervisaron los procedimientos desde la sala de control de aquella central que había costado diecisiete mil millones de dólares.

Locust Valley era una instalación nuclear de fisión que operaba con reactores térmicos dobles de Generación III, con agua ligera a presión. La revisión de las instalaciones y de los protocolos de seguridad había concluido antes de que las barras de uranio-235 y las barras de control fueran introducidas en el agua, dentro del núcleo presurizado.

El principio de la fisión controlada se asemeja a una bomba nuclear que explota a un ritmo lento y continuo, antes que en un milisegundo. El calor producido genera electricidad, la cual es encauzada y transmitida de manera semejante a la energía convencional procedente de las plantas de carbón.

Palmer entendía el concepto de la fisión sólo en el sentido en que era similar a la división celular en la biología. La energía se produce tras la división: ése era el valor y la magia de la fisión nuclear.

En el exterior, las torres paralelas de refrigeración despedían vapor como dos tazas gigantes de hormigón.

Palmer se maravilló. Ésa era la pieza final del rompecabezas. La última pieza que encajaba en su lugar.

Éste fue el momento en que el cerrojo se deslizó, justo antes de que la gran puerta de la bóveda se abriera.

Mientras veía las nubes de vapor desplazándose por el cielo ominoso como fantasmas emergiendo de gigantescos calderos, Palmer se acordó de Chernóbil. Del pueblo negro de Pripyat, donde había conocido al Amo. El accidente del reactor fue, al igual que los campos de concentración en la Segunda Guerra Mundial, una lección para el Amo. La raza humana ya le había mostrado el camino. Le había suministrado las herramientas de su propia destrucción.

Todo ello respaldado por Eldritch Palmer.

«Él ha estado convirtiendo personas por simple placer».

Ah, doctor Goodweather, pero los primeros serán los últimos, y los últimos serán los primeros. Es así como se supone que funcionan las cosas, según la Biblia.

Pero esto no era la Biblia. Esto era América.

Lo primero debía ser lo primero.

Palmer no tardó en saber cómo se sentían sus socios comerciales después de haber negociado con él: como si les hubieran dado un puñetazo en el estómago con la misma mano con que los había saludado.

Crees que estás trabajando con alguien hasta que comprendes algo: que estás trabajando para él.

«¿Por qué le hacen esperar en la fila?».

Así era.

Zack se apartó de Nora cuando su iPod cayó al suelo del túnel. Fue una estupidez, un acto reflejo, pero su madre se lo había comprado y le había bajado canciones que a ella no le gustaban, que odiaba incluso. Por eso, cuando sostenía el pequeño dispositivo mágico entre sus manos y se extraviaba en la música, también se conectaba con su madre.

—¡Zachary!

Era curioso que Nora pronunciara su nombre completo, pero funcionó, y él se incorporó rápidamente. Parecía desesperada y agarraba con fuerza a su madre en la parte delantera del tren. Zack sintió una empatía con Nora, un vínculo en común, pues sus madres estaban muy enfermas: ambos las habían perdido, y sin embargo seguían parcialmente allí.

Zack recogió el reproductor de música y lo metió en el bolsillo de sus vaqueros, y los auriculares quedaron enredados en el rail. El tren descarrilado se sacudía de vez en cuando por los ataques de las criaturas, y Nora se esforzó para que él no viera lo que sucedía. Pero él lo sabía. Había visto las ventanas cubiertas de sangre. Había visto sus caras. Estaba casi en estado de shock, viviendo una pesadilla terrible.

Nora se había detenido y miraba horrorizada algo detrás de él.

Unas pequeñas figuras salían de la oscuridad del túnel, moviéndose a gran velocidad. Estas criaturas recién convertidas, ninguna de las cuales llegaba siquiera a los quince años, avanzaron sobre ellos con agilidad inhumana.

Eran dirigidas por una falange de niños vampiros ciegos, de ojos negros y calcinados, que se movían de un modo diferente al de los niños videntes que se les adelantaron al llegar al tren, profiriendo horribles chillidos de alegría inhumana.

Se abalanzaron inmediatamente sobre los pasajeros que huían de la carnicería. Otros corrían por las paredes del túnel y se lanzaron sobre el techo del tren, como pequeñas arañas saliendo de un saco de huevos.

Una figura adulta se movía con intenciones diabólicas entre ellos. Era una figura femenina, ensombrecida por la luz tenue del túnel, y que, al parecer, dirigía el ataque. Una madre posesa al frente de un ejército de niños demoniacos.

Una mano lo agarró de la capucha de su chaqueta —era Nora— y lo apartó. Zack trastabilló, y luego se incorporó para correr con ella, tomando del brazo a Mariela y pasándolo debajo de su hombro, arrastrando a la anciana lejos del tren descarrilado y atestado de niños vampiros enloquecidos.

La luz índigo de Nora escasamente les iluminaba el camino a lo largo de las vías, un caleidoscopio magnificando los excrementos psicodélicos y enfermizos de los vampiros. Nadie parecía seguirlos.

—¡Mira! —dijo Zack.

Sus ojos percibieron dos huellas que conducían a una puerta en la pared izquierda. Nora los condujo hacia allá, apresurándose a mover la manija. Estaba atascada o cerrada con seguro. Dio un paso atrás y le dio una patada con el tacón de su zapato, una y otra vez hasta que el pomo se vino abajo y la puerta se abrió. Al otro lado había una plataforma idéntica, dos escaleras que conducían a otro túnel, así como otras vías ferroviarias, entre ellas la que correspondía al extremo sur del túnel, que iba hacia el este, de Nueva Jersey a Manhattan.

Nora cerró la puerta con tanta fuerza como pudo y apremió a sus dos acompañantes.

—Rápido —les ordenó—. Moveos rápido. No podemos luchar contra todos ellos.

Entonces se internaron en la oscuridad del túnel. Zack ayudó a Nora, que sostenía a su madre, pero estaba claro que no podían seguir así indefinidamente. No escucharon nada detrás de ellos —no oyeron que la puerta se abría— y no obstante avanzaron como si los vampiros les pisaran los talones. Sentían que cada segundo era un lapso de tiempo prestado.

Mariela había perdido sus zapatos, sus medias de nailon estaban rotas, y sus pies heridos y sangrando.

—Necesito descansar. Quiero irme a casa —repetía una y otra vez en voz alta.

La situación se hizo insostenible. Nora y Zack se detuvieron un momento. Nora le tapó la boca con su mano para hacerla callar.

Zack vio el rostro de Nora iluminado por la luz violeta de la lámpara. Percibió su inquietud mientras intentaba seguir adelante y hacer callar a su madre al mismo tiempo. Advirtió entonces que debía tomar una decisión terrible.

Su madre forcejeó para desprenderse de Nora, quien soltó su bolso de lona.

—Ábrelo —le dijo a Zack—. Quiero que saques un cuchillo.

—Ya tengo uno. —El chico se llevó la mano al bolsillo, sacando la navaja de diez centímetros con el mango de hueso marrón.

—¿De dónde has sacado eso?

—Me la dio el profesor Setrakian.

—Zack, por favor, escúchame. ¿Confías en mí?

Era una pregunta extraña.

—Sí —respondió él.

—Bien. Necesito que te escondas debajo de este saliente.

Los laterales de las vías estaban reforzados con traviesas a medio metro del suelo, y el recodo que había debajo de ellas estaba envuelto en tinieblas.

—Acuéstate ahí y mantén el cuchillo contra tu pecho. Permanece en la oscuridad. Sé que es peligroso. Yo… no tardaré mucho tiempo, lo prometo. A cualquier persona que se te acerque, y que no sea yo, le das un navajazo. ¿Entiendes?

—Yo… —Él había visto los rostros de los pasajeros, apretujados contra las ventanas del tren—. Entiendo.

—En la garganta, en el cuello, donde puedas. Sigue apuñalando hasta que caigan. Luego corre y escóndete de nuevo. ¿Entiendes?

Él asintió con la cabeza; las lágrimas rodaban por sus mejillas.

—Prométemelo.

Zack asintió de nuevo.

—No tardaré en regresar. Si tardo mucho, sabrás a qué se debe. Y entonces quiero que empieces a correr —dijo, señalando en dirección a Nueva Jersey—. No te detengas por nada. Ni siquiera por mí. ¿De acuerdo?

—¿Qué vas a hacer?

Zack lo sabía. Estaba seguro de ello. Y Nora también.

Mariela le mordió la mano, y Nora la soltó. Luego abrazó a Zack con delicadeza, hundiendo la cara del chico en su cuerpo. Él sintió que ella le besaba la coronilla. Mariela comenzó a gritar de nuevo y Nora le tapó la boca por segunda vez.

—Sé valiente.

—Vete —le respondió él.

Zack se acostó de espaldas y se coló debajo de las traviesas, sin pensar en las fobias habituales, como por ejemplo en las ratas o ratones. Apretó el mango de la navaja con fuerza, sosteniendo el filo contra su pecho, como un crucifijo, y escuchó a Nora alejarse con su madre.

Fet esperó en la furgoneta del Departamento de Obras Públicas. Llevaba un chaleco reflectante sobre su mono y un casco de seguridad. Estaba repasando el mapa del alcantarillado a la luz del salpicadero.

Las armas improvisadas del anciano —a base de aleaciones de plata— estaban atrás, cubiertas con toallas enrolladas. Le preocupaba ese plan. Eran demasiadas piezas en juego. Miró la puerta trasera de su tienda esperando que apareciera el anciano.

Dentro, Setrakian se ajustó el cuello de la camisa más limpia que tenía, apretando los lazos del corbatín con sus dedos nudosos. Sacó uno de sus pequeños espejos con revestimiento de plata. Iba vestido con su mejor traje.

Dejó el espejo a un lado e hizo una última comprobación. ¡Sus pastillas! Encontró la caja y sacudió suavemente el contenido como amuleto para la buena suerte, maldiciéndose a sí mismo por casi haberlo olvidado, y las echó en el bolsillo de la chaqueta. Había ultimado todos los detalles.

Mientras se dirigía a la puerta, miró por última vez el frasco que contenía los restos del corazón diseccionado de su esposa. Lo había irradiado con luz negra, matando al gusano de sangre de una vez por todas. El órgano, que siempre estuvo en las garras del virus parásito, estaba adquiriendo una coloración negra a causa de su descomposición.

Setrakian lo miró de la misma forma que un familiar contempla la lápida de un ser querido. El anciano sintió que era la última cosa que veía allí, pues estaba seguro de que no regresaría jamás.

Eph estaba sentado en un amplio banco de madera, recostado contra la pared.

El agente del FBI se llamaba Lesh, y su silla y su escritorio estaban casi a un metro de Eph. El médico tenía la mano izquierda esposada a un tubo de acero que recorría la pared justo encima de la mesa, parecido a las barras de seguridad en los baños para discapacitados. Tuvo que encorvarse un poco mientras estaba sentado, estirando la pierna derecha para que el cuchillo, todavía oculto en su cintura, no le incomodara. Nadie lo había registrado a su vuelta.

El agente Lesh tenía un tic facial, un guiño ocasional de su ojo izquierdo que le hacía mover la mejilla, aunque no le afectaba al habla. En el escritorio de su cubículo, sobre unos marcos sencillos, unos niños en edad escolar sonreían en las fotografías.

—Bueno —indicó el agente—, no entiendo eso. ¿Es un virus o un parásito?

—Las dos cosas —respondió Eph, procurando ser razonable, y esperando que lo dejaran en libertad—. El virus es transmitido por un parásito que tiene la forma de un gusano de sangre. Este parásito entra en el organismo tras la infección, mediante el aguijón que tienen en la garganta.

El agente Lesh guiñó un ojo involuntariamente y anotó aquello en su libreta. Así que, finalmente, el FBI estaba comenzando a entender las cosas, sólo que demasiado tarde. Los agentes sensatos como Lesh estaban en la base de la pirámide, sin tener idea de lo que habían decidido desde mucho tiempo atrás los que estaban en la cúspide.

—¿Dónde están los otros dos agentes? —preguntó Eph.

—¿Quiénes?

—Los que me llevaron a la ciudad en el helicóptero.

El agente Lesh se puso de pie y se asomó a los otros cubículos. Unos cuantos agentes se concentraban en su trabajo.

—Oíd, ¿alguien llevó al doctor Goodweather a Manhattan en helicóptero?

Se escucharon gruñidos y negaciones. Eph comprendió que no había visto a los dos hombres desde su regreso.

—Yo diría que se han marchado para siempre.

—No puede ser —dijo el agente Lesh—. Nuestras órdenes son permanecer aquí hasta nuevo aviso.

Eso no sonaba del todo bien. Eph volvió a mirar las fotos en el escritorio de Lesh.

—¿Ha podido sacar a su familia de la ciudad?

—No vivimos en la ciudad. Es demasiado caro. Todos los días conduzco desde Jersey. Pero sí, están lejos. La escuela fue cerrada, y mi esposa y mis hijos se fueron a casa de un amigo en Kinnelon Lake.

«No es lo suficientemente lejos», pensó Eph.

—La mía también se marchó —comentó.

Se inclinó hacia delante, tan lejos como se lo permitían sus esposas y el cuchillo de plata.

—Agente Lesh… —dijo Eph, tratando de confiarle un secreto—, todo esto que está pasando… Sé que parece totalmente confuso. Sin embargo, no lo es. ¿Me comprende? Se trata de un ataque cuidadosamente planeado y coordinado. Y hoy… todo está llegando a su culminación. Todavía no sé exactamente cómo, ni a qué. Pero es hoy. Y nosotros, usted y yo, necesitamos salir de aquí.

El agente Lesh guiñó el ojo dos veces.

—Usted está detenido, doctor. Le disparó a un hombre a plena luz del día delante de decenas de testigos, y podría estar ya delante de un tribunal federal si las cosas no fueran tan disparatadas y no hubieran cerrado la mayoría de las oficinas gubernamentales. Así que no puede ir a ninguna parte, y por lo tanto yo tampoco. Y ahora, ¿podría usted hablarme sobre esto?

El agente Lesh le mostró algunas fotografías de los dibujos pintados con aerosol en los edificios con la figura semejante a un insecto con seis patas.

—Boston —dijo el agente Lesh. Sacó otra foto de abajo—. Ésta es en Pittsburgh. Por no hablar de Cleveland, Atlanta, Portland, Oregón…, a tres mil kilómetros de distancia.

—No lo sé con certeza, pero creo que es algún tipo de código —anotó Eph—. Ellos no se comunican a través del habla. Necesitan un sistema de lenguaje. Están marcando territorios, señalando su progreso o algo por el estilo.

—¿Y este grafiti en forma de insecto?

—Es casi como… ¿Ha oído hablar de la escritura automática? ¿Del inconsciente? Mire, todos ellos están conectados a un nivel psíquico. Es algo que no entiendo, pero sé que existe. Y como cualquier inteligencia superior, me parece que hay un aspecto del inconsciente en este dibujo que se despliega… casi de un modo artístico, expresándose a sí mismo. Verá los mismos diseños a lo largo de todo el país. Probablemente ya estén en medio mundo.

El agente Lesh dejó las fotos en su escritorio y se masajeó la nuca.

—¿Dice que se combate con plata? ¿Con luz ultravioleta? ¿Con rayos solares?

—Mire mi pistola. Está aquí, ¿verdad? Examine las balas. Son de plata pura. No porque Palmer sea un vampiro. No, todavía no lo es. Pero me la dieron…

—¿Sí? Continúe. ¿Quién se la dio? Me gustaría saber por qué sabe todas estas cosas.

Las luces se apagaron de repente. Las rejillas de la ventilación se silenciaron, y de inmediato se oyó un clamor de protesta.

—¡Otra vez! —se quejó el agente Lesh, poniéndose de pie.

Las luces de emergencia titilaron, y las luces del techo y de las señalizaciones de salida que había en las puertas se redujeron casi a una cuarta parte de su potencia.

—Magnífico —señaló el agente Lesh, sacando una linterna que tenía en el cubículo.

La alarma contra incendios se disparó, sonando estrepitosamente por los altavoces.

—¡Ah! —exclamó el agente Lesh—. ¡Vamos mejorando!

Eph escuchó un grito proveniente de algún lugar del edificio.

—¡Oiga! —le gritó Eph, tirando de las esposas—. Quítemelas. Vienen a por nosotros.

—¿Eh? —El agente Lesh permaneció inmóvil, escuchando los gritos que se habían sumado al primero—. ¿Vienen a por nosotros?

Se oyó un estruendo, como si una puerta se hubiera partido.

—Vienen a por mí —dijo Eph—. ¡Agarre mi arma!

El agente Lesh siguió escuchando. Desabrochó la funda de su pistola.

—¡No! ¡Eso no funciona! ¡Mi arma de plata! ¿No lo entiende? ¡Vaya a por ella…!

Se oyeron disparos en el piso de abajo.

—¡Mierda! —Lesh sacó su arma.

Eph soltó una maldición y miró a las esposas y al barrote en el que estaban sujetas.

Tiró del tubo con ambas manos, pero no cedió. Deslizó las esposas hacia un extremo, y luego hacia el otro, esperando que se rompieran en algún punto débil, pero los tornillos eran gruesos y la barra estaba firmemente empotrada en la pared. Le dio un puntapié, pero de nada valió.

Eph oyó un grito —más cercano ahora— y más disparos. Intentó ponerse en pie, pero sólo consiguió hacerlo a medias. Trató de derribar el muro.

Oyó disparos en la habitación. Las paredes del cubículo le impedían ver. La única información que recibía eran los destellos producidos por los disparos de los agentes, y sus gritos.

Buscó el cuchillo de plata. Allí en su mano le pareció mucho más pequeño que en el ático de Palmer. Lo agarró del mango en un ángulo, y tiró hacia atrás, fuerte y rápido. La punta se rompió, quedando una hoja corta y afilada, como un cuchillo improvisado por un presidiario.

Una criatura saltó por el borde superior del cubículo. Estaba en cuclillas, apoyándose en sus cuatro extremidades. Parecía pequeña bajo la luz tenue, girando la cabeza de un modo extraño, como si buscara algo, mirando sin ver, husmeando sin tener sentido del olfato.

Volvió su rostro hacia Eph, sabiendo que estaba encadenado. Saltó desde arriba con agilidad felina, y Eph vio que los ojos del niño vampiro estaban ennegrecidos, como si se tratara de bombillas fundidas. Tenía el rostro ligeramente inclinado, y sus ojos ciegos aún no estaban sincronizados con su cuerpo. Y no obstante, Eph notó que lo había visto; de eso estaba seguro.

Su situación le pareció aterradora, como si estuviera encadenado con un jaguar en una jaula. Permaneció de lado, con la esperanza vana de proteger su garganta, esgrimiendo su cuchillo de plata contra la criatura rastreadora que ya había detectado su arma. Eph se movió a un lado, tanto como se lo permitía el tubo al que estaban sujetas las esposas; la criatura lo siguió hacia la izquierda, y luego hacia la derecha, su cabeza parecía de serpiente sobre el cuello deforme.

Entonces lo atacó con su aguijón, más pequeño que el de un vampiro adulto, y Eph reaccionó justo a tiempo para blandir su cuchillo. No supo si lo había herido o no, pero lo cierto es que espantó a la criatura, que retrocedió como un perro apaleado.

—¡Vete de aquí! —le gritó Eph, como si se tratara de un animal, pero la criatura se limitó a mirarle con sus ojos ciegos.

Dos vampiros —monstruos de aspecto humano con manchas de sangre en la parte frontal de sus camisas— doblaron por una esquina de los cubículos, y Eph comprendió que la criatura había pedido refuerzos.

Eph agitó el cuchillo de plata como lo haría un demente, intentando asustarlos más de lo que ellos lo estaban asustando a él.

Pero no funcionó.

Las criaturas se apartaron a ambos lados, Eph cortó a una en el brazo y después a la otra. La plata les hizo el daño suficiente para abrirles la piel y hacer fluir su sustancia viscosa y blanca.

Uno de ellos le sujetó el cuchillo. El otro lo agarró del hombro y del pelo. No se lo llevaron de inmediato. Estaban esperando al explorador. Eph opuso tanta resistencia como pudo, pero fue neutralizado y encadenado a la pared. El calor febril de aquellos monstruos y el hedor de su mortandad le produjeron náuseas. Intentó atacar a uno de ellos con el cuchillo, pero le resbaló de las manos.

El explorador se le acercó lentamente, como un depredador saboreando su presa. Eph intentó mantener su barbilla hacia abajo, pero la mano que le sujetaba el pelo le tiró la cabeza hacia atrás, ofreciéndole el cuello a la pequeña criatura.

Eph lanzó un grito de desafío en el instante final, y la cabeza de la criatura explotó en una niebla blanca. Su cuerpo cayó hacia abajo, retorciéndose, y Eph sintió que los vampiros dejaban de sujetarlo con tanta firmeza.

Eph empujó a uno y derribó al otro de una patada.

Vio a dos seres humanos pertrechados en un rincón, un par de latinos armados hasta los dientes con un auténtico arsenal para exterminar vampiros. Uno de los monstruos fue alcanzado por un pincho de plata cuando intentaba trepar a las divisiones de los cubículos, mientras huía de los rayos de una lámpara UV. El otro intentó oponer resistencia, pero recibió una patada en la rodilla que lo hizo caer y fue rematado con un tornillo que le atravesó el cráneo.

Luego apareció otro tipo, un mexicano corpulento. Parecía tener poco más de sesenta años, pero se abrió paso empujando a no pocos vampiros a izquierda y derecha con una agilidad increíble.

Eph levantó las piernas para esquivar el chorro de sangre blanca que corría por el suelo, y a los gusanos que buscaban un nuevo cuerpo anfitrión.

El líder dio un paso adelante, era un chico mexicano, de ojos brillantes, guantes de cuero y una bandolera con clavos de plata cruzada en el pecho. Eph vio que sus botas negras estaban recubiertas con punteras de plata.

—¿Es usted el doctor Goodweather? —le preguntó.

Eph asintió con la cabeza.

—Mi nombre es Augustin Elizalde —dijo el mexicano—. El prestamista nos ha enviado a buscarle.

Setrakian entró en el vestíbulo de la sede de Sotheby’s en la calle 72 con la avenida York en compañía de Fet y pidió que le dijeran dónde estaba la sala de registros. Mostró un cheque de un banco suizo, y fue aceptado de inmediato después de una llamada telefónica.

—Bienvenido a Sotheby’s, señor Setrakian.

Le asignaron la paleta de puja 23, y un asistente lo acompañó al décimo piso. En la puerta de la sala de subastas le pidieron que guardara su abrigo y su bastón. Accedió a regañadientes, y le dieron una ficha de plástico que guardó en el bolsillo inferior del chaleco. Fet fue admitido en el salón de subastas, pero sólo quienes tenían paleta podían sentarse en las sillas. Permaneció atrás, divisando toda la sala desde allí.

La subasta se realizó bajo las más estrictas medidas de seguridad. Setrakian tomó un asiento en la cuarta fila. No era demasiado cerca, pero tampoco demasiado lejos. Se sentó con su paleta numerada descansando sobre una pierna. La tarima estaba iluminada; un empleado con guantes blancos le sirvió agua en un vaso al subastador y desapareció por una puerta de servicio. El área de exhibición estaba al lado izquierdo del escenario, con un atril de bronce a la espera de los primeros artículos del catálogo. El nombre de Sotheby’s ocupaba el centro de las pantallas de vídeo.

Las primeras diez o quince filas estaban casi llenas, aunque al fondo había algunas sillas vacías. Aun así, era evidente que algunos de los participantes habían sido contratados para llenar la zona de licitación, y sus ojos carecían de la férrea atención de un verdadero comprador. Los dos espacios del salón entre las filas posteriores y las paredes móviles —para permitir el máximo número de asistentes— estaban repletos, al igual que la parte de atrás. Muchos de los espectadores llevaban mascarillas y guantes.

Una subasta es tan teatral como un mercado, y todo allí tenía una atmósfera de fin-de-siècle: una explosión de abundancia, una exhibición postrera de capitalismo en medio de la abrumadora ruina económica. La mayoría de los allí presentes habían asistido simplemente por el espectáculo, como dolientes refinados acudiendo a un funeral.

Las expectativas aumentaron cuando apareció el subastador. La emoción de la expectación se propagó por la sala mientras leía las palabras de apertura y les explicaba las reglas básicas a los postores. Y luego descargó el martillo para dar inicio a la subasta.

Los primeros artículos eran discretas pinturas barrocas, simples aperitivos para abrir el apetito de los licitadores antes del plato principal.

¿Por qué Setrakian se sentía tan tenso? ¿Tan malhumorado y tan paranoico, así, de repente? Una parte de la enorme fortuna de los Ancianos ya estaba en sus bolsillos. Era inevitable que el libro tanto tiempo buscado fuera a parar a sus manos.

Se sentía extrañamente expuesto, sentado allí. Se sintió… observado, no de forma pasiva, sino por unos ojos que lo conocían, penetrantes y familiares.

Localizó el origen de su paranoia detrás de un par de gafas oscuras, tres filas detrás y al otro lado del pasillo. Se trataba de una figura vestida con un traje de tela oscura y guantes de cuero negro.

Era Thomas Eichhorst.

Tenía la piel suave y estirada, y su cuerpo muy bien conservado, seguramente a causa del maquillaje y de la peluca…, sin embargo, tenía algo más. ¿Se trataría de una cirugía? ¿Acaso aquel médico demente había mantenido un aspecto semejante al de los seres humanos para poder así rodearse y codearse con los vivos? Aunque estaban ocultos detrás de las gafas del nazi, Setrakian sintió escalofríos al saber que los ojos de Eichhorst se habían encontrado con los suyos.

Abraham era poco más que un adolescente cuando entró al campo de exterminio. Y ahora, volvía a ver con los mismos ojos cándidos al antiguo comandante de Treblinka, sintiendo la misma descarga de miedo, combinada con un pánico irracional. Ese ser malvado —cuando todavía era un simple mortal— había determinado la vida y la muerte dentro de aquella fábrica de muerte. Hacía sesenta y cuatro años… El temor se apoderó otra vez de Setrakian, como si hubiera sido ayer. Ese monstruo, esa bestia, multiplicada ahora por cien.

El reflujo ácido le quemó la garganta al anciano casi hasta asfixiarlo.

Eichhorst le hizo un gesto con la cabeza, con la misma suavidad de siempre. Con su cortesía habitual.

Parecía sonreír, aunque en realidad no era una sonrisa; sólo una forma de abrir la boca, suficiente para que el anciano pudiera ver la punta de su aguijón asomando entre sus labios pintados.

Setrakian se volvió hacia el estrado. Ocultó el temblor de sus manos deformes, un anciano avergonzado del miedo de su juventud.

Eichhorst había ido a por el libro. Pujaría por él en representación del Amo, financiado por Eldritch Palmer.

Setrakian buscó la caja de pastillas en el bolsillo de su chaleco. Sus dedos artríticos se movían penosamente, y no quería que Eichhorst viera su angustia y se deleitara con ella.

Deslizó la píldora de nitroglicerina debajo de su lengua discretamente y esperó a que surtiera efecto. Se prometió a sí mismo derrotar a aquel nazi aunque le fuera la vida en ello.

Tu corazón late aceleradamente, judío.

Setrakian no reaccionó exteriormente a la voz que invadía su mente. Hizo un gran esfuerzo para ignorar una provocación tan desagradable como aquélla. El subastador y la tarima desaparecieron de su campo de visión, al igual que todo Manhattan y el continente norteamericano. En ese instante, Setrakian sólo vio las alambradas del campo. Vio la tierra empapada de sangre y los rostros demacrados de sus compañeros artesanos.

Vio a Eichhorst sentado en el lomo de su caballo favorito. Era el único ser del campamento a quien él le mostraba algo de afecto, dándole zanahorias y manzanas, pues le complacía alimentar al animal delante de los prisioneros, que morían de hambre. Le gustaba hundir sus talones en los flancos del caballo, haciéndole relinchar y encabritarse, así como practicar puntería con su rifle Ruger mientras montaba el caballo encabritado. Un trabajador era ejecutado de forma aleatoria en cada recuento. Y en tres ocasiones, las víctimas se encontraban al lado de Setrakian.

Vi a tu guardaespaldas cuando entraste.

¿Se refería a Fet? Setrakian se dio la vuelta y vio a Fet entre los espectadores que estaban atrás, cerca de un par de guardaespaldas bien vestidos que custodiaban la salida. Estaba completamente fuera de lugar con su mono de exterminador.

Fetorski, ¿verdad? Un ucraniano de sangre pura es más bien escaso. Amargo y salado, pero con un final fuerte. Deberías de saber que soy un conocedor de la sangre humana, judío. Mi nariz nunca miente. Reconocí su aroma cuando entró, y la forma de su mandíbula. ¿No te acuerdas?

Las palabras de la bestia abominable inquietaron a Setrakian. Porque odiaba su origen y porque contenían una buena dosis de veracidad.

En el campo de visión de su ojo mental vio a un hombre corpulento con el uniforme negro de los guardias ucranianos agarrar sumisamente las riendas de Eichhorst con sus guantes de cuero negro y entregarle el rifle a su comandante.

No puede ser una coincidencia que estés aquí con el descendiente de uno de tus verdugos.

Setrakian cerró los ojos a los insultos de Eichhorst. Despejó su mente y concentró su atención en el asunto en cuestión. Pensó, con una especie de voz mental y tan fuerte como pudo hacerlo, esperando que el vampiro lo escuchara: «Te sorprenderá saber con quién más estoy asociado».

Nora sacó su monocular de visión nocturna y se lo colocó encima de su gorra de los Mets. Cerró un ojo y miró hacia el túnel del North River. «Visión de rata», lo llamaba Fet, pero en ese momento ella agradeció que existiera ese artefacto.

El túnel estaba despejado un poco más adelante, a una distancia intermedia. Pero ella no pudo encontrar la salida. Y no había ningún lugar donde esconderse. Nada.

Estaba sola con su madre, y lejos de Zack. Ni siquiera quiso mirarla con el monocular. Mariela respiraba penosamente, incapaz de seguir el paso. Nora la sostenía del brazo, arrastrándola prácticamente por las piedras que rodeaban las vías, sintiendo el acecho de los vampiros a sus espaldas.

Comprendió que estaba buscando el lugar más adecuado. El mejor. El espectáculo que estaba contemplando era terrorífico. Las voces en su cabeza —sólo la suya— aducían argumentos contradictorios:

No puedes hacer esto.

No puedes pensar en salvar a tu madre y a Zack. Tienes que elegir.

¿Cómo escoger a un niño por encima de tu propia madre?

Elije a uno, o los perderás a ambos.

Ella ha tenido una vida agradable.

Mentira. Todos vivimos bien, exactamente hasta el momento en que nuestras vidas terminan.

Ella te dio la vida.

Pero si no lo haces ahora, se la entregarás a los vampiros, maldiciéndola para toda la eternidad.

El alzhéimer tampoco tiene cura. Su situación empeora cada vez más. Ella ya no es la misma mujer que fue tu madre. ¿En qué se diferencia del contagio del virus? Ella no representa una amenaza para los demás. Sólo para ti misma y para Zack.

De todos modos, tendrás que destruirla cuando regrese a por ti.

Le dijiste a Eph que debía destruir a Kelly.

Su demencia es tal que ni siquiera se dará cuenta.

Pero tú sí lo sabrás.

En pocas palabras, ¿lo harías contigo misma antes de ser convertida?

Sí.

Es tu elección.

Nunca es lo uno o lo otro. No hay nada que sea completamente claro. Todo sucede con demasiada rapidez; estás perdida en el momento en que se abalanzan sobre ti. Debes actuar antes de ser transformada. Tienes que anticiparte.

Y, sin embargo, no hay garantías.

No puedes liberar a alguien antes de transformarse. Sólo puedes decirte a ti misma que esperarías haber hecho eso, y preguntarte si tenías razón.

Sería un asesinato.

¿Hundirías el cuchillo en Zack si el final fuera inminente?

Tal vez. Sí.

Dudarías.

Zack tendría más oportunidades de sobrevivir a un ataque.

¿Así que cambiarías lo viejo por lo nuevo?

Tal vez. Sí.

—¿Cuándo demonios llegará tu inútil padre? —preguntó su madre.

Nora regresó a la realidad. Se sentía demasiado trastornada para llorar. Realmente, el mundo era muy cruel.

Un aullido resonó en el túnel, y Nora sintió escalofríos.

Se puso detrás de su madre. No podía mirarla a la cara. Sujetó el cuchillo con firmeza, levantándolo para clavarlo detrás del cuello de la anciana.

Pero esto no era nada.

Era algo que no tenía cabida en su corazón, y ella lo sabía.

El amor es nuestra perdición.

Los vampiros no conocían la culpa. Ésa era su gran ventaja. Nunca vacilaban.

Y, como si quisiera confirmarlo, Nora levantó la vista y descubrió que la acechaban desde ambos lados del túnel. Dos vampiros habían avanzado hacia ella mientras estaba distraída, y sus ojos despedían un brillo entre blanco y verdoso bajo el prisma de su monocular.

No sabían que ella podía verlos. No entendían la tecnología de los rayos infrarrojos. Creyeron que ella era igual al resto de los pasajeros, perdida en la oscuridad y caminando a ciegas.

—Siéntate aquí, mamá —le dijo Nora, doblándole las rodillas para que bajara a las vías. De lo contrario, comenzaría a caminar sin rumbo definido—. Papá está en camino.

Nora se dio la vuelta y se dirigió hacia los dos vampiros sin mirarlos. Habían salido de los muros de piedra con su característico aire desgarbado.

Respiró hondo antes de matarlos.

Aquellos vampiros se convirtieron en los destinatarios de su angustia homicida.

Atacó primero al de la izquierda, cortándolo en dos antes de que saltara. El grito angustioso del vampiro resonó en sus oídos mientras se daba media vuelta y arremetía contra la otra criatura, que permanecía sentada mirando a su madre. Se volvió hacia Nora, con la boca abierta para desplegar su aguijón.

Una mancha blanca nubló su visión mientras la ira retumbaba en su cabeza. Liquidó a su atacante jadeando y con los ojos llenos de lágrimas.

Miró de nuevo hacia el sitio de donde había salido. ¿Las dos criaturas habrían pasado por donde estaba Zack? Ninguna de las dos parecía haberse alimentado, aunque su monocular de visión nocturna le impedía tener una idea exacta de su palidez.

Nora alumbró a los dos cadáveres con la lámpara, achicharrando a los gusanos de sangre antes de que pudieran escabullirse por las rocas en dirección a Mariela. Irradió el cuchillo, apagó la lámpara, regresó donde su madre y la ayudó a incorporarse.

—¿Tu padre ya está aquí? —preguntó.

—Pronto, mamá —respondió Nora, apresurándose por Zack, con las lágrimas resbalando por sus mejillas—. ¡Pronto!

Setrakian no se molestó en aumentar la oferta hasta que el Occido lumen sobrepasó el umbral de los diez millones. El ritmo veloz de la puja se vio impulsado no sólo por la extraordinaria rareza del artículo, sino también por las circunstancias mismas de la subasta; la sensación de que la ciudad se vendría abajo en cualquier momento, y que el mundo estaba cambiando para siempre. El incremento de puja ascendió a 300 000 dólares cuando el precio se acercaba a los 15 millones.

Y cuando rondaba los 20 millones, el incremento subió a 500 000 dólares.

Setrakian no tuvo que mirar a su alrededor para saber contra quién estaba compitiendo. Otros asistentes, atraídos por la naturaleza «maldita» del libro, no tardaron en hacer su oferta, pero desistieron cuando el monto alcanzó el paroxismo de los ocho dígitos.

El subastador pidió una breve pausa para tomar un poco de agua cuando llegaron a los 25 millones, pero en última instancia sólo contribuyó… a que aumentara el dramatismo. Pidió un momento para recordarles a los presentes el precio más alto pagado por un libro en una subasta: 30,8 millones de dólares por el Códice Leicester de Leonardo da Vinci, en 1994.

Setrakian sintió que todos los asistentes tenían sus ojos puestos sobre él. Mantuvo su atención en el Lumen, el voluminoso libro con cubierta de plata, reluciente bajo su urna de cristal. Estaba abierto, y las dos páginas aparecían proyectadas en sendos monitores de gran formato. En uno se veía el texto manuscrito, y en el otro, una figura humana de color plateado con alas grandes y blancas, observando de pie una ciudad lejana mientras era destruida por una tormenta de llamas rojas y amarillas.

La subasta se reanudó y las ofertas subieron rápidamente. Setrakian volvió a alzar y a bajar su paleta.

Se oyó un auténtico murmullo de asombro por parte del público cuando la puja sobrepasó el umbral de los 30 millones.

El subastador señaló al otro lado de Setrakian por 30,5 millones de dólares. El anciano ofreció 31 millones. Era la compra de un libro más cara en la historia, pero ¿qué significado tenía este hito para el ofertante y para la humanidad?

El subastador pidió 31,5 millones, y no tardó en conseguirlos.

Setrakian respondió con 32 millones de dólares antes de que pidiera esa cifra.

El subastador miró de nuevo a Eichhorst, pero una ayudante lo interrumpió antes de solicitar la siguiente oferta. El subastador se apartó del podio para hablar con ella, no sin antes evidenciar su contrariedad.

Se puso rígido al recibir la noticia, agachó la cabeza y asintió.

Setrakian se preguntó qué estaba pasando.

La empleada pasó por la tarima y se dirigió hacia él. Setrakian la vio avanzar confundida a su lado, y seguir tres filas más atrás, hasta detenerse ante Eichhorst.

Se arrodilló en el pasillo, susurrándole algo al oído.

—Puede hablar conmigo aquí —le dijo Eichhorst, moviendo sus labios en una parodia de voz humana.

La empleada siguió hablando, mientras el ofertante intentaba preservar su privacidad lo mejor que podía.

—Eso es ridículo. Tiene que haber un error.

La mujer se disculpó pero se mantuvo firme.

—¡Imposible! —Eichhorst se puso de pie—. Suspenderá la subasta mientras yo arreglo esta situación.

La mujer miró rápidamente al subastador, y luego a los empleados de Sotheby’s, que observaban desde detrás de una cabina de cristal, como si hubieran sido invitados a presenciar una operación quirúrgica.

Uno de los hombres se dirigió a Eichhorst.

—Me temo, señor, que simplemente no es posible —le dijo.

—Insisto.

—Señor…

Eichhorst se dirigió al subastador, señalándolo con su paleta.

—Mantenga su paleta en alto hasta que se me permita entrar en contacto con mi benefactor.

El subastador regresó a su micrófono.

—Las reglas de la subasta son muy claras en este punto, señor. Me temo que sin una línea de crédito viable…

—Tengo una línea de crédito viable.

—Señor, nuestra información señala que acaba de ser anulada. Lo siento mucho. Tendrá que discutir este asunto con su banco.

—¡Con mi banco! ¡Al contrario: concluiremos la puja aquí y ahora, y luego solucionaré esta anomalía!

—Lo siento, señor. Las reglas de la casa son las mismas desde hace varias décadas: no pueden alterarse para nadie.

El subastador miró hacia el público, reanudando la licitación.

—¡He oído 32 millones de dólares!

Eichhorst levantó su paleta.

—¡35 millones!

—Lo siento, señor. La oferta es de 32 millones. ¿He oído 32,5?

Setrakian se sentó, con la paleta en su pierna.

—¿32,5 millones?

Nada.

—32 millones, a la una.

—¡40 millones de dólares! —dijo Eichhorst, que estaba de pie en el pasillo.

—32 millones, a las dos.

—¡Me opongo! Esta subasta debe cancelarse. Deben darme más tiempo para…

—32 millones. El lote 1007 se vende al postor 23. ¡Enhorabuena!

El mazo golpeó el estrado ratificando la venta, y la sala estalló en aplausos. Varias personas le dieron palmaditas a Setrakian en señal de felicitación, pero el anciano se levantó con rapidez y se dirigió a la parte delantera de la sala, donde fue recibido por otro empleado.

—Me gustaría tomar posesión de la obra inmediatamente —le informó.

—Pero, señor, tenemos unos documentos que hay que…

—Puede tramitar el pago, incluyendo la comisión de la casa, pero tomaré posesión del libro ahora mismo.

El Hummer de Gus serpenteó y se abrió paso a través del puente Queensboro. Mientras regresaban a Manhattan, Eph vio decenas de vehículos militares estacionados en la calle 59 y la Segunda Avenida, frente a la entrada del teleférico de la isla Roosevelt.

Los grandes camiones iban tapados con toldos, con el cartel «Fort Drum» pintado en letras de molde negras, mientras que dos autobuses blancos y algunos jeeps tenían la inscripción «Usma West Point».

—¿Están cerrando el puente? —preguntó Gus, con sus manos enguantadas sobre el volante.

—Tal vez estén decretando la cuarentena —observó Eph.

—¿Crees que están con nosotros o contra nosotros?

Eph vio al personal en traje de faena retirar una lona de una ametralladora grande, montada sobre un camión, y sintió que su corazón se le aceleraba un poco.

—Diré que con nosotros.

—Eso espero —dijo Gus, dirigiéndose velozmente hacia el sector Uptown—. Porque si no, esto se pondrá más cabrón.

Llegaron a la esquina de la calle 72 con la avenida York justo cuando la batalla callejera estaba comenzando. Los vampiros salían del edificio de ladrillos que había sido hasta entonces una residencia de ancianos, frente a Sotheby’s; sus inquilinos decrépitos estaban insuflados ya con la movilidad y energía propias de los strigoi.

Gus apagó el motor y abrió el maletero. Eph, Ángel y los dos Zafiros se apearon y agarraron sus armas de plata.

—Supongo que él ha ganado, después de todo —dijo Gus, quien rompió una caja de cartón y le pasó a Eph dos botellas de cristal oscuras de cuello estrecho, y luego las llenó con gasolina.

—¿Qué ha ganado? —preguntó Eph.

Gus introdujo un trapo en cada una, retiró la tapa de su encendedor Zippo plateado y les prendió fuego. Tomó una de las botellas y se alejó del Hummer en dirección a la calle.

—Arrimen el hombro, muchachos —los animó Gus—. A la cuenta de tres. Una. Dos. ¡Ya!

Lanzaron los cócteles molotov a las cabezas de los vampiros. Las botellas se rompieron, incendiándose de inmediato, con las llamas líquidas aumentando y propagándose de manera instantánea como dos piscinas infernales. Dos vampiras con hábitos de hermanas carmelitas fueron las primeras en caer, y sus trajes marrones y blancos fueron presa de las llamas como si de periódicos se tratara. Acto seguido, sucumbió una multitud de vampiros en albornoces y camisones, en medio de fuertes chillidos.

Los Zafiros atacaron, ensartando a las criaturas emboscadas y rematándolas, sólo para ver otras que venían por la calle 71, como bomberos maniáticos respondiendo a una llamada psíquica de cinco alarmas.

Una pareja de vampiros en llamas arremetió contra ellos pero se desplomaron a un palmo de Gus al ser acribillados con clavos de plata.

—¿Dónde chingados estarán? —gritó Gus, mirando hacia la entrada de Sotheby’s. Los árboles altos y esbeltos ardían como centinelas infernales en el exterior de la casa de subastas.

Eph vio que los guardias del edificio se apresuraban a cerrar las puertas giratorias en el interior del pasillo de cristal.

—¡Vamos! —gritó, y cruzaron los árboles en llamas. Gus disparó algunos proyectiles de plata en las puertas, perforando y resquebrajando el cristal antes de que Ángel se lanzara a la carga.

Setrakian se apoyó pesadamente en su largo bastón mientras bajaba en el ascensor. La subasta lo había agotado, aunque aún le faltaban muchas cosas por hacer. Fet estaba a su lado, con la bolsa de armas en su espalda, y el libro de 32 millones de dólares, envuelto en un plástico de burbujas, bajo su brazo.

A la derecha del anciano, uno de los guardias de seguridad de la casa de subastas esperaba con las manos posadas sobre la hebilla de su cinturón.

Una obra de música de cámara se escuchaba por el altavoz del panel. Era un cuarteto de cuerda de Dvorak.

—Felicidades, señor —le dijo el guardia de seguridad para romper el silencio.

—Muchas gracias —dijo Setrakian, viendo el cable blanco en la oreja oscura del hombre—. ¿Su radio funciona en el ascensor, por casualidad?

—No, señor.

El ascensor se detuvo bruscamente y ellos intentaron agarrarse de las paredes. Continuó bajando y se detuvo de nuevo. El número en la pantalla de arriba decía «4». El guardia apretó el botón «Bajar», y luego el del cuarto piso, apretando varias veces cada uno de ellos.

El guardia estaba absorto en esas labores mientras Fet sacaba la espada de su bolsa, apostándose frente a la puerta. Setrakian giró la empuñadura de su bastón, dejando al descubierto el filo de plata de la hoja oculta.

El primer golpe contra la puerta sacudió al guardia, que saltó hacia atrás.

El segundo golpe dejó un orificio del tamaño de un cuenco grande. El guardia estiró la mano para palpar el agujero.

—Qué… —atinó a decir.

La puerta se abrió, y unas manos pálidas lo sacaron del ascensor. Fet corrió tras él con el libro en su brazo, bajando el hombro y arremetiendo hacia delante como un jugador de rugby cruzando con el balón a través de toda la línea defensiva. Embistió a los vampiros, lanzándolos contra la pared, con Setrakian detrás de él, enarbolando su espada de plata que centelleaba al tiempo que abría un camino de mortandad hasta el piso principal.

Fet cortó y cercenó aquí y allá, combatiendo de cerca con las criaturas, sintiendo su calor inhumano, su sangre ácida y blanca derramándose a borbotones sobre su abrigo. Le tendió la mano con que sujetaba la espada al guardia de seguridad, pero vio que no podía hacer nada por él, pues desapareció debajo de un montón de vampiros hambrientos.

Setrakian despejó el camino hacia la barandilla delantera que daba a los cuatro pisos interiores agitando su florete a diestro y siniestro. Vio cuerpos ardiendo en la calle, los árboles en llamas y una trifulca a la entrada del edificio. Distinguió a Gus en el vestíbulo, junto a su veterano amigo mexicano. Era el ex luchador, que cojeaba; miró hacia arriba, señalando a Setrakian.

—¡Aquí! —le gritó el anciano a Fet, quien se apartó del tumulto, examinando su ropa en busca de gusanos de sangre mientras se acercaba corriendo. Setrakian señaló al luchador.

—¿Estás seguro? —preguntó Fet.

Setrakian asintió, y el exterminador, después de fruncir el ceño, sostuvo el Occido lumen sobre la barandilla, esperando que el luchador se acercara. Gus desnucó a un demonio que iba por el luchador, y Setrakian vio a otra persona: era Ephraim, aniquilando criaturas con su lámpara de luz ultravioleta.

Fet soltó el precioso libro, mirándolo con atención mientras caía.

Ángel, que estaba cuatro pisos más abajo, lo atrapó en sus brazos como quien agarra a un bebé lanzado desde un edificio en llamas.

Fet se incorporó, pues ya podía combatir con sus dos brazos, sacó una daga del fondo de su mochila y condujo a Setrakian a las escaleras mecánicas.

Las escaleras mecánicas se entrecruzaban de lado a lado. Los vampiros que subían por ellas, convocados a pelear por la voluntad del Amo, saltaron los peldaños en la confluencia de las escaleras. Fet los despachó con el peso de sus botas y con la punta de su espada, haciéndolos rodar escaleras abajo.

Setrakian, que estaba en el primer piso, miró por el espacio descubierto y vio a Eichhorst en uno de los pisos superiores, mirando hacia abajo.

Sus compañeros casi habían terminado el trabajo en el vestíbulo. Los cadáveres de los vampiros liberados yacían retorcidos en el suelo, con sus caras y manos con garras entumecidas en una agonía salpicada con la asquerosa sustancia blanca. Unos vampiros golpeaban el cristal de la entrada, y algunos más venían en camino.

Gus los condujo por las puertas destrozadas hasta ganar la acera. Un enjambre de vampiros venía de las calles 71 y 72 del sector oeste, y de la avenida York desde el norte y el sur. Salían de las alcantarillas sin tapa que había en las intersecciones. Detener su ofensiva era como intentar salir con vida de un barco que se hunde, pues por cada vampiro aniquilado aparecían dos.

Un par de Hummers negros se detuvieron abruptamente en la esquina, con sus faros intimidantes, derribando vampiros con sus enormes defensas y las gruesas llantas aplastando sus cuerpos. Un equipo de cazadores se apeó, encapuchados y armados con ballestas, haciendo notar su presencia de inmediato. Eran unos vampiros matando a otros, y los que iban detrás eran diezmados por el cuerpo de élite.

Setrakian sabía que habían venido para escoltarlos a él y al libro directamente hasta los Ancianos, o quizá simplemente para apoderarse del Códice de Plata. Ninguna de esas opciones le convenía. Permaneció junto al luchador, que llevaba el libro bajo el brazo; su cojera estaba en perfecta sintonía con el paso lento del anciano, quien sonrió al saber que el luchador era conocido como el Ángel de Plata.

Fet los condujo a la esquina de la calle 72 y la avenida York. La tapa de la alcantarilla por la que iban a entrar ya estaba a un lado, y le dijo a Creem que descendiera para despejar el agujero de vampiros. Dejó que Ángel y Setrakian bajaran a continuación, y el luchador difícilmente pudo escurrirse por el interior del orificio. Luego, sin mediar palabra, Eph bajó los peldaños de la escalera de hierro. Gus y el resto de los Zafiros permanecieron atrás para que los vampiros se acercaran a ellos, y entonces bajaron y se escabulleron. Entretanto, Fet logró descender justo cuando el tumulto se derrumbó sobre él.

—¡Al otro lado! —les gritó—. ¡Al otro lado!

Habían comenzado a dirigirse hacia el oeste por el túnel de la alcantarilla, camino al corazón del metro, pero Fet los condujo hacia el este, debajo de una calle extensa que moría en la autopista FDR. El canalón del túnel transportaba un chorro diminuto de agua; la falta de actividad humana en la superficie de Manhattan se traducía en menos duchas y en menos inodoros vaciados.

—¡Hasta el final! —sentenció Fet, con su voz retumbando dentro del túnel de piedra.

Eph se acercó a Setrakian. El viejo estaba aminorando la marcha, y la punta de su bastón chapoteaba en la corriente de agua.

—¿Puedes hacerlo? —le preguntó Eph.

—Tengo que hacerlo —respondió Setrakian.

—He visto a Palmer. Hoy es el día. El último día.

—Lo sé —dijo Setrakian.

Eph le dio unas palmaditas a Ángel en el brazo donde llevaba el libro forrado con el plástico de burbujas.

—Dámelo. —Eph agarró el paquete, y el mexicano grande y cojo tomó del brazo a Setrakian para ayudarle a avanzar.

Eph miró al luchador mientras corrían, con un montón de preguntas en su mente que no sabía cómo formular.

—¡Ahí vienen! —dijo Fet.

Eph miró hacia atrás. Simples formas en el túnel oscuro, viniendo tras ellos como un torrente oscuro de aguas anegadas.

Dos de los Zafiros se dieron la vuelta para hacerles frente.

—¡No! —les gritó Fet—. ¡No os molestéis! ¡Simplemente venid aquí!

Fet se detuvo frente a dos cajas de madera amarradas a las tuberías en las paredes del túnel. Parecían altavoces en sentido vertical, inclinados hacia el túnel. Había instalado un sencillo interruptor en cada uno, que agarró.

—¡A un lado! —les gritó a sus compañeros, que estaban detrás de él—. Por el panel…

Pero ninguno de ellos dobló la esquina. Ver la avalancha de vampiros y a Fet sostener en solitario los detonadores de los artefactos de Setrakian era demasiado irresistible.

Los primeros rostros aparecieron entre la oscuridad, con sus ojos enrojecidos y sus bocas abiertas. Los strigoi avanzaron hacia ellos sin la menor consideración por sus compañeros vampiros ni por ellos, tropezando unos con otros en una carrera despiadada para ser el primero en atacar a los humanos. Una estampida de enfermedad y depravación, rugido y furia de la colmena recién convertida.

Fet esperó hasta que estuvieron casi encima de él. Su voz se elevó en un grito que brotó de su garganta, pero que en última instancia parecía provenir directamente de su mente, un clamor por la perseverancia humana, que tenía el ímpetu de un huracán. Estiraron sus manos ávidas. La multitud de vampiros estaba ya casi sobre él, pero Fet encendió los dos interruptores.

El efecto fue similar al flash de una cámara gigante. Los dos dispositivos detonaron al unísono en un estallido de plata. Fue una expulsión de materia química que evisceró a los vampiros con una devastadora oleada. Los que estaban rezagados fueron aniquilados con la misma rapidez que quienes iban delante, pues no tenían donde resguardarse, y las partículas argénteas los calcinaron como si hubieran sufrido los rigores de una radiación, fulminando su ADN viral.

El tinte plateado prevaleció en los momentos posteriores a la gran purga como una nevada luminosa; el grito de Fet fue desvaneciéndose en el túnel vacío mientras la materia pulverizada de los vampiros, que una vez habían sido humanos, se asentaba en el suelo.

Desaparecieron como si él los hubiera teletransportado a otra parte. Como si hubiera sacado una foto, sólo que cuando el flash se apagó, ya no quedaba ningún vampiro.

O al menos ninguno que no estuviera destrozado.

Fet soltó los interruptores y miró a Setrakian.

—¡Así se hace! —exclamó el anciano.

Se dirigieron a otra escalera que daba a una pasarela. Al final había una puerta que se abría en una rejilla debajo de una acera, con la superficie visible encima de ellos. Fet subió las cajas que había dispuesto a modo de escaleras, y retiró la rejilla tras golpearla con el hombro.

Llegaron a la rampa de acceso a la FDR de la calle 73. Tropezaron con algunos perros callejeros cuando entraron en la vía rápida de seis carriles, sobre las barreras divisorias de hormigón, abriéndose paso entre los coches abandonados hacia el East River.

Eph miró hacia atrás, y vio vampiros cayendo desde un balcón alto, que realmente era la explanada situada al final de la calle 72. Era un verdadero enjambre, que venía desde la calle 73, avanzando por el bulevar. A Eph le preocupó que estuvieran retrocediendo hacia el río, con las criaturas sedientas de sangre rodeándolos por todas partes.

Pero al otro lado de una valla de hierro no muy alta había una especie de muelle municipal, aunque estaba demasiado oscuro como para que Eph pudiera asegurarlo. Fet fue el primero en acercarse, moviéndose con cierta confianza, y Eph lo siguió en compañía de los demás.

Fet corrió hacia el final del muelle, y Eph lo vio con claridad: un remolcador, con sus costados reforzados con neumáticos grandes a modo de defensa. Subieron a la cubierta principal, y el exterminador corrió hacia el puente. El motor arrancó con una tos seca seguida de un rugido, y Eph desató la soga de la popa. El barco se sacudió, pues Fet empujó con mucha fuerza, pero pronto comenzaron a navegar.

En el Canal Oeste, a unas pocas decenas de metros de Manhattan, Eph observó a la horda de vampiros dirigirse al extremo de la autopista FDR. Se agruparon atrás, sin poder aventurarse en el agua en movimiento, siguiendo con sus ojos la lenta trayectoria del barco que se dirigía hacia el sur.

El río era una zona segura. Un territorio libre de vampiros.

Un poco más allá, Eph vio los edificios de la ciudad envueltos en tinieblas. Detrás de él, sobre la isla Roosevelt, en medio del East River, se filtraban algunos focos de luz diurna, no de rayos solares, pues definitivamente era un día nublado, pero una claridad a fin de cuentas, entre las franjas de tierra de Manhattan y Queens, sepultadas bajo un manto de humo.

Se acercaron al puente Queensboro, deslizándose por debajo del paso a nivel. Un destello brillante refulgió en el horizonte de Manhattan, y Eph se volvió para verlo. Resplandeció otro, semejante a un modesto fuego artificial. Y luego un tercero. Bengalas de iluminación de colores naranja y blanco.

Un vehículo irrumpió por la autopista hacia la multitud de vampiros que observaban la embarcación. Era un jeep con soldados con trajes de camuflaje en la parte de atrás, disparando armas automáticas contra la multitud.

—¡El ejército! —anunció Eph. Sintió algo que no había experimentado desde hacía mucho tiempo: esperanza. Buscó infructuosamente a Setrakian con la mirada, y se dirigió a la cabina principal.

Nora encontró finalmente una puerta que no conducía a una salida del túnel, sino a una especie de almacén. No estaba cerrado con llave —los constructores jamás podían haber imaginado que circularían peatones a más de cien metros debajo del Hudson—, y vio varios equipos de seguridad, como luces de señalización, banderas y chalecos reflectantes de color naranja, y una vieja caja de cartón con bengalas. También había linternas, pero las pilas estaban corroídas.

Acomodó varios sacos de arena en un rincón para que su madre se sentara, y guardó un puñado de bengalas en su bolso.

—Mamá, cállate, por favor. Quédate aquí. Regresaré pronto.

Su madre se sentó en el frío trono de los sacos de arena, observando el armario con curiosidad.

—¿Dónde has metido las galletas?

—Se han acabado, mamá. Duerme ahora. Descansa.

—¿Aquí, en la despensa?

—Por favor. Es una sorpresa para papá. —Nora retrocedió en dirección a la puerta—. No te muevas hasta que venga a por ti.

Cerró la puerta con rapidez, observando con su monocular de infrarrojos en busca de los vampiros. Dejó dos sacos de arena en la puerta para mantenerla cerrada. Se apresuró a ir a por Zack, alejándose de su madre.

Le pareció que había actuado con cobardía, dejando a su pobre madre encerrada en un armario, pero por lo menos así podía seguir albergando algún destello de esperanza.

Siguió caminando a un lado del túnel hacia el este, buscando el lugar donde había dejado a Zack. Todo parecía diferente bajo la luz verde del visor. Había dejado una raya de pintura blanca en el túnel a modo de señal pero no pudo encontrarla. Pensó de nuevo en los dos vampiros que se le habían acercado, y se estremeció.

—¡Zack! —exclamó, en una mezcla de grito y de susurro. Fue un acto temerario, pero la preocupación se impuso sobre la razón. Tenía que estar cerca de donde lo había dejado—. ¡Zack, soy yo, Nora! ¿Dónde estás…?

Lo que vio frente a ella la dejó sin voz. Resplandeciendo en su monocular, y desplegado en la parte ancha del túnel, había un grafiti de proporciones monumentales, elaborado con una técnica excepcional. Representaba una gran criatura humanoide desprovista de rostro, con dos brazos, dos piernas y un par de alas magníficas.

Comprendió de manera intuitiva que ésa era la versión final de los grafitis de seis pétalos que habían visto diseminados por toda la ciudad. Las mismas flores o insectos: se trataba de iconos, de analogías, de abstracciones. Dibujos animados de aquel ser temible.

La imagen de aquella criatura de alas grandes y la forma en que estaba representada —de estilo a un mismo tiempo naturalista y extraordinariamente evocador— la aterrorizaban de un modo que no conseguía entender. ¡Cuán misteriosa era aquella ambiciosa obra de arte callejero en el túnel oscuro bajo la superficie terrestre! Un tatuaje deslumbrante de extraordinaria belleza y amenaza horadado en las entrañas de la civilización.

Nora comprendió que era una imagen destinada a ser contemplada únicamente por ojos vampíricos.

Se dio la vuelta al escuchar un silbido. Vio con su lente de visión nocturna a Kelly Goodweather, con el rostro contraído en una expresión de ansia que casi parecía dolor. Su boca era una hendidura abierta, chasqueando la punta del aguijón como la lengua de un lagarto y sus labios abiertos en un silbido.

Sus ropas raídas todavía estaban empapadas a causa de la lluvia, colgando pesadamente de su cuerpo delgado, el pelo aplastado y la piel cubierta con manchas nauseabundas. Sus ojos, que parecían destilar un resplandor níveo bajo el cristal verdoso de Nora, estaban dilatados por el ansia.

Buscó su lámpara UVC. Necesitaba irradiar y calentar el espacio que había entre ella y la ex esposa insepulta de su amante, pero Kelly se le acercó con una velocidad increíble, arrebatándole la lámpara antes de que Nora pudiera accionar el interruptor.

La lámpara Luma se estrelló contra la pared y cayó al suelo.

Nora logró mantener a Kelly a raya gracias a su hoja de plata, y la vampira saltó hacia atrás, sobre la plataforma del túnel bajo. Brincó al otro lado y Nora la persiguió con su largo cuchillo. Kelly fingió atacarla y luego saltó hacia arriba. Nora le lanzó un cuchillazo, mareándose al ver a la ágil criatura a través del monocular.

Kelly aterrizó en el otro lado del túnel, con una mancha de color blanco a un lado del cuello. Era una herida superficial, pero bastó para que reparara en ella. La vampira vio la sangre blanca en su mano, y se la arrojó a Nora, mientras su rostro adquiría una expresión diabólica y feroz.

Nora retrocedió, buscando una bengala en su bolsa. Oyó unas manos escarbando con sus garras entre las piedras de la vía, y no tuvo que apartar la vista de Kelly para verlos.

Eran tres niños vampiros, dos varones y una niña, convocados por ella para ayudarla a someter a Nora.

—Está bien —dijo Nora, retirando la tapa de plástico de la bengala—. ¿Preferís hacerlo así?

Rascó la parte superior de la tapa contra la barra roja; la bengala se encendió y las llamas rojas resplandecieron en la oscuridad. La doctora miró por el visor, y vio que las llamas iluminaban el túnel desde el techo hasta el suelo en un nimbo rojo y delirante.

Los niños retrocedieron, repelidos por la intensidad de la luz. Nora amenazó a Kelly con la bengala, y ésta bajó la barbilla, pero no retrocedió.

Uno de los niños se acercó a Nora desde un lado, emitiendo un chillido agudo, y Nora lo neutralizó con su cuchillo, hundiéndole la hoja de plata en lo más profundo de su pecho, justo hasta la empuñadura. La criatura retrocedió tambaleándose —Nora tiró del cuchillo con rapidez—, debilitada y aturdida. El niño abrió los labios, intentando aguijonearla por última vez, y Nora le introdujo la bengala ardiente en la boca.

La criatura se resistió violentamente, pero Nora lo cortó sin dejar de gritar.

El niño vampiro cayó mientras la doctora le sacaba la bengala, todavía iluminada.

Se dio la vuelta, preparándose para el ataque de Kelly.

Pero ella había desaparecido. No se la veía por ninguna parte.

Empuñó la bengala y vio a los dos vampiros agazapados junto a su compañero caído. Se cercioró de que Kelly no estuviera en el techo ni debajo de la cornisa.

Pero la incertidumbre era peor aún. Las criaturas se separaron, dando vueltas alrededor de ella, y Nora retrocedió hacia la pared que había debajo del mural gigante, lista para la batalla, decidida a no dejarse atrapar.

Eldritch Palmer observó las bengalas encendidas sobre los tejados del Uptown. Fuegos artificiales insignificantes. Protestas con cajas de fósforos en un mundo de oscuridad. El helicóptero venía del norte y se detuvo un momento antes de aterrizar. Palmer esperaba a sus visitantes en la planta setenta y ocho del edificio Stoneheart.

Eichhorst fue el primero. Un vampiro ataviado con un traje de tweed era como un pitbull con un jersey de punto. Mantuvo la puerta abierta, y el Amo, que iba tapado, se agachó al entrar.

Palmer observó todo esto a través del reflejo en las ventanas.

Explica.

Su voz era sepulcral, llena de furia.

Palmer se puso de pie tras reunir fuerzas.

—He suspendido la financiación. Cerré la línea de crédito. Así de simple.

Eichhorst estaba a un lado, con las manos cruzadas, cubiertas con guantes. El Amo miró a Palmer, su piel en carne viva, roja, inflamada, sus ojos carmesí, penetrantes.

—Fue una demostración de la importancia que tiene mi participación en el éxito de tu empresa. Fue evidente para mí que necesitas que se te recuerde su valor —añadió Palmer.

Ellos se llevaron el libro.

Esto lo dijo Eichhorst, cuyo desprecio por Palmer siempre había sido manifiesto y nunca dejaba de pagarle con la misma moneda. Sin embargo, Palmer se dirigió al Amo:

—¿Qué importa eso ahora? Conviérteme y estaré más que dispuesto a acabar con el profesor Setrakian.

Qué poco entiendes. Eso significa que siempre me has visto como un simple medio para alcanzar un fin: tu fin.

—¿Y no debería acaso decir lo mismo de ti? Has tardado muchos años en darme mi regalo. Te he dado todo y no me he guardado nada. ¡Hasta ahora!

Ese libro no es un simple trofeo. Se trata de un cáliz de información. Es la última esperanza que tienen los cerdos humanos. El suspiro final de tu raza. No eres capaz de entender eso. Tu perspectiva humana es insignificante.

—Permíteme ver entonces. —Palmer se acercó a él, deteniéndose a un palmo del pecho cubierto del Amo—. Ha llegado el momento. Dame lo que es legítimamente mío, y todo lo que necesites será tuyo.

El Amo no articuló un solo pensamiento en la mente de Palmer. Permaneció inmóvil.

Aun así, Palmer no sentía ningún temor.

—Tenemos un trato.

¿Has obstaculizado algo más? ¿Has alterado alguno de los otros planes puestos en marcha?

—Ninguno. Todo está en pie. Ahora, ¿tenemos un trato?

Así es.

La rapidez con la que el Amo se inclinó sobre él sorprendió a Palmer, haciendo estremecer su corazón endeble. La proximidad de su rostro, los gusanos de sangre recorriendo las venas y vasos capilares debajo de aquella remolacha cuarteada que era su piel. El cerebro de Palmer secretó hormonas largamente olvidadas, pues se acercaba el momento de su transformación. Hacía mucho tiempo que había hecho sus maletas —mentalmente—, y a pesar de todo, aún había un asomo de inquietud en este primer paso de su viaje sin retorno. No tenía nada en contra de las mejoras que la transformación podría obrar en su cuerpo; únicamente se preguntó qué efecto tendría en su arma más temible y fuente de solaz desde hacía tanto tiempo: su mente.

La mano del Amo presionó el hombro huesudo de Palmer como lo harían las garras de un buitre con una ramita. Lo asió de la coronilla con su otra mano, girándola hacia un lado, estirando el cuello y la garganta del anciano.

Palmer miró al techo, pero sus ojos dejaron de enfocar. Oyó el coro en su cabeza. Nunca había estado en las garras de nadie, de cosa alguna, en aquellos brazos. El Amo lo soltó, y Palmer se quedó sin fuerzas.

Estaba listo. Su respiración se volvió entrecortada y jadeante a medida que la garra endurecida del dedo medio del Amo le pinchaba las carnes flojas de su cuello estirado.

El Amo sintió el pulso del anciano enfermo en el cuello, el corazón del hombre latiendo lleno de expectación, y percibió la llamada en lo más profundo de su aguijón. Quería sangre.

Pero hizo caso omiso de su naturaleza y, con un chasquido firme, desprendió la cabeza de Eldritch Palmer del torso. La soltó, sujetó el cuerpo mutilado y partió a Palmer en dos, el cuerpo separándose con facilidad allí donde los huesos de la cadera se reducían para dar paso a la cintura. Arrojó los pedazos de carne sanguinolenta a la pared del fondo, que chocaron contra la colección de arte abstracto y cayeron al suelo.

El Amo se volvió con rapidez tras detectar otra fuente de sangre cercana. El señor Fitzwilliam estaba parado en el umbral. Un ser humano de hombros anchos con un traje confeccionado para guardar armas de defensa personal.

Palmer había querido aquel cuerpo para su transformación. Codiciaba la fuerza de su guardaespaldas, su estatura física, deseaba el cuerpo de aquel hombre para toda la eternidad.

Fitzwilliam formaba parte de Palmer.

El Amo observó su mente y le comunicó eso, antes de volar hacia él en un instante. Fitzwilliam vio por primera vez al Amo en el salón, con la sangre roja goteando de sus manos enormes. El Amo se inclinó sobre él, sintiendo una sensación de escozor y drenaje, como una férula de fuego en la garganta.

El dolor desapareció al cabo de un tiempo. Y lo mismo sucedió con la vista que tenía el señor Fitzwilliam del techo.

El Amo succionó al hombre y lo dejó caer.

Animales.

Eichhorst seguía en la amplia sala, con la misma paciencia de un abogado.

Demos comienzo a la Noche Eterna, anunció el Amo.

El remolcador iba sin luces por el East River hacia el edificio de las Naciones Unidas. Fet condujo el barco a un lado de la isla sitiada, permaneciendo a unos cientos de metros de la costa. No era un capitán de barco, pero el acelerador era fácil de manejar, y tal como había visto cuando el remolcador atracó en la calle 72, los gruesos neumáticos eran bastante flexibles.

Setrakian estaba sentado delante del Occido lumen en la mesa de navegación, detrás de él. La fuerte luz de la única lámpara del barco hacía que las ilustraciones de plata resplandecieran. El profesor estaba absorto en su trabajo, estudiando el volumen, casi en trance. Tenía una pequeña libreta a su lado.

Un cuaderno escolar a medio llenar con sus anotaciones.

El Lumen estaba escrito a mano, de forma densa y maravillosa, y contenía hasta cien renglones en una sola página. Los dedos envejecidos del anciano, arqueados desde hacía tanto tiempo, pasaban cada uno de los folios con delicadeza y rapidez.

Analizó cada página, iluminándolas desde atrás, buscando marcas de agua y haciendo bosquejos rápidos tras encontrarlas. Anotaba su posición exacta y la disposición en las páginas, pues eran elementos vitales en la decodificación de los textos inscritos en ellas.

Eph estaba a su lado, observando alternativamente las ilustraciones fantasmagóricas y la isla en llamas desde la ventana de la cabina. Vio una radio cerca de Fet y la encendió con el volumen bajo para no distraer a Setrakian. Era una radio vía satélite; Eph buscó las emisoras de noticias hasta que detectó una voz.

Se trataba de una voz femenina cansada, una locutora atrincherada en la sede de Sirius XM, que funcionaba con una especie de generador de respaldo de seguridad. La emisora operaba con señales múltiples e interrumpidas —internet, teléfono y correo electrónico— recabando informes de todo el país y del mundo. La locutora aclaraba en repetidas ocasiones que no tenía manera de verificar si la información era fidedigna. Habló sobre el vampirismo, diciendo que era un virus que se propagaba de persona a persona. Ofreció información detallada de la infraestructura nacional que se estaba derrumbando: varios accidentes, algunos de ellos catastróficos, que inutilizaban o bien bloqueaban el tráfico en importantes puentes de Connecticut, Florida, Ohio, el estado de Washington y California. Cortes de energía en algunas de las regiones más aisladas, especialmente a lo largo de las costas, así como en los gasoductos del Medio Oeste. La Guardia Nacional y varios regimientos del ejército habían sido destacados para mantener el orden en muchos centros metropolitanos; llegaban también informes de actividad militar en Nueva York y Washington DC. Un conflicto armado había estallado a lo largo de la frontera entre Corea del Norte y Corea del Sur. Las mezquitas incendiadas en Irak habían provocado disturbios, los cuales se habían intensificado tras la presencia de las tropas norteamericanas. Una serie de explosiones de origen desconocido en los subterráneos de París habían paralizado la ciudad. Y una misteriosa serie de informes sobre suicidios colectivos en las cataratas Victoria, en Zimbabue, en las cataratas del Iguazú entre Brasil y Argentina, y en las cataratas del Niágara en Nueva York.

Eph negó con la cabeza al oír aquello —la desconcertante pesadilla de la Guerra de los mundos hecha realidad—, y luego oyó el informe del descarrilamiento de un tren de la Amtrak en el interior del túnel del North River, con lo cual la isla de Manhattan quedaba todavía más aislada. La locutora transmitió un informe sobre los disturbios en Ciudad de México, y Eph permaneció con su mirada fija en la radio.

—Un descarrilamiento —dijo.

En la radio no podían responderle.

—No ha dicho cuándo sucedió. Seguramente han logrado cruzar —señaló Fet.

El miedo le atravesó el pecho. Eph se sintió enfermo.

—No lo han hecho —señaló.

Él lo sabía. No se trataba de clarividencia ni de poderes psíquicos: simplemente lo sabía. Su viaje de huida le pareció en aquel momento demasiado bueno para ser cierto. Su alivio y lucidez se esfumaron en un instante. Una nube oscura envolvió su mente.

—Tengo que ir allá. —Se volvió hacia Fet, incapaz de ver más allá de la imagen mental de un descarrilamiento y el ataque posterior de los vampiros—. Llévame a la orilla. Iré a buscar a Zack y a Nora.

Fet giró el timón sin poner objeción alguna.

—Déjame buscar un lugar para atracar.

Eph buscó sus armas. Recordó que Gus y Creem, los antiguos pandilleros rivales, estaban engullendo comida basura de una bolsa que habían encontrado en una tienda de comestibles, y que el mexicano le había pasado una bolsa lanzándola de un puntapié.

Un cambio en el tono de la emisora volvió a llamar su atención. Se había producido un accidente en una planta nuclear en la costa oriental de China. No era un informe procedente de ninguna agencia de noticias china, pero llegaban testimonios de una nube en forma de hongo visible desde Taiwán, así como lecturas de los sismógrafos cerca de Guangdong, registrando un terremoto de 6,6 en la escala de Richter. Se decía que la ausencia de información de Hong Kong sugería la posibilidad de un impulso electromagnético nuclear, que transformaría los cables eléctricos en pararrayos o en antenas con la capacidad de quemar todos los dispositivos que estuvieran conectados.

—¿Resulta que ahora los vampiros nos están bombardeando? Estamos jodidos —sentenció Gus.

Luego le tradujo a Ángel, que estaba improvisando una férula para su rodilla.

—¡Madre de Dios! —exclamó el luchador, santiguándose.

—Espera un minuto. ¿Un accidente en la planta nuclear? Eso es una fusión nuclear, no una bomba. Tal vez hubo una explosión de vapor, como en Chernóbil, pero no una detonación. Las plantas están diseñadas para que eso no sea posible —comentó Fet.

—¿Diseñadas por quién? —preguntó Setrakian, sin apartar los ojos del libro.

—No sé…, ¿qué quieres decir? —balbuceó Fet.

—¿Quién las construyó?

—Stoneheart —contestó Eph—. Eldritch Palmer.

—¿Qué? —exclamó Fet—. Pero… ¿explosiones nucleares? ¿Para qué hacer eso cuando está a punto de apoderarse del mundo?

—Habrá más —dijo Setrakian. Su voz afloró sin aliento, amorfa y desentonada.

—¿Qué quieres decir con eso de «más»? —preguntó Fet.

—Cuatro más. Los Ancianos nacieron de la luz. La Luz Caída, el Occido lumen; lo único que puede liquidarlos… —respondió Setrakian.

Gus se acercó al anciano. El libro estaba completamente abierto. Había un mandala complejo de color plateado, negro y rojo. Encima de él, sobre papel de calco, Setrakian había trazado el contorno del ángel de seis alas.

—¿Qué dice? —preguntó Gus.

Setrakian cerró el libro de plata y se puso de pie.

—Tenemos que hablar con los Ancianos, ¡ahora mismo!

—De acuerdo —concedió Gus, aunque estaba desconcertado por aquel cambio tan repentino—. ¿Para entregarles el libro?

—No —respondió Setrakian, encontrando su caja de pastillas en el bolsillo del chaleco, y abriéndola con dedos temblorosos—. El libro llega demasiado tarde para ellos.

Gus lo miró de soslayo.

—¿Demasiado tarde?

Setrakian tuvo que esforzarse para sacar una pastilla de nitroglicerina de la caja.

Fet le sujetó la mano temblorosa, extrajo una píldora y la dejó en la palma arrugada del anciano.

—¿Has descubierto algo, profesor? —le dijo Fet—. Palmer acaba de inaugurar una nueva central nuclear en Long Island.

Los ojos del anciano se hicieron distantes y difusos, como si todavía estuviera aturdido por la geometría concéntrica del mandala. Colocó la pastilla debajo de la lengua y cerró los ojos, esperando que le apaciguara el corazón.

Nora se fue con su madre y Zack permaneció acostado en la inmundicia, debajo del pequeño saliente de las tuberías, al lado sur de los túneles del North River, con la navaja de plata contra su pecho. Tenía que aguzar sus oídos y estar muy atento, pues ella podría venir a por él en cualquier momento. Era una situación insostenible, pues comenzaba a quedarse sin aire. Sólo en aquel instante se percató de ello y palpó sus bolsillos en busca del inhalador.

Se lo llevó a la boca, inhaló dos veces, y de inmediato sintió un alivio. Pensó que el aire en sus pulmones era como un tipo atrapado dentro de una red. Luchaba contra ella cuando estaba ansioso y tiraba de ella, lo cual empeoraba su situación, al hacer que el cerco se estrechara, envolviéndolo más y más. Inhalar el gas comprimido en la cápsula equivalía a una explosión fulminante que lo dejaba completamente débil y renqueante, para sentir a continuación que la red cedía.

Guardó el inhalador con un movimiento enérgico, y poco después hizo lo mismo con el cuchillo. «Dale un nombre y será tuyo para siempre». Eso le había dicho el profesor. Zack pensó febrilmente en uno, tratando de concentrarse en cualquier otra cosa distinta al túnel.

A los coches se les adjudican nombres femeninos. Las armas reciben los apodos de sus dueños. ¿Con qué tipo de nombre se podría bautizar a los cuchillos? Pensó en el profesor, en los dedos viejos y deformes del anciano que le había regalado el arma.

«Abraham».

Ése era su primer nombre.

Y tal fue el nombre de su cuchillo.

—¡Auxilio! —gritó una voz masculina. Era alguien que venía corriendo por el túnel. Su voz retumbaba a causa del eco.

—¡Ayúdenme! ¿Hay alguien ahí?

Zack no se movió. Ni siquiera giró la cabeza, sus ojos inmóviles. Oyó al hombre tropezar y caer, y poco después escuchó otros pasos. Alguien lo estaba persiguiendo. Se levantó de nuevo y volvió a caer. O lo derribaron. Zack no se había percatado de cuán cerca estaba el hombre. El tipo pataleó, desvariando como un loco, arrastrándose por uno de los raíles. Zack lo vio entonces: una silueta serpenteando en la oscuridad, tropezando contra las traviesas mientras intentaba ahuyentar a sus perseguidores a patadas. Estaba tan cerca que Zack sintió el hálito de su angustia. Tan cerca que preparó a Abraham en el acto, con la hoja hacia el lado de afuera de su mano.

Uno de los atacantes agarró al hombre por la espalda. Sus gritos de espanto fueron silenciados, mientras le abrían la boca de un tajo, desgarrando su mejilla. Fue asaltado por otras manos —sumamente largas— que tiraban de su piel y de sus ropas, arrastrándolo hacia el lado de la vía.

Zack sintió que la desesperación del hombre se propagaba hacia él. Un temblor se apoderó de su cuerpo, tanto que temió delatarse. El hombre lanzó un último gemido de angustia, suficiente para saber que ellos —los niños— lo estaban llevando en la dirección contraria.

Tenía que correr. Buscar a Nora. Entonces recordó aquella ocasión cuando jugaba al gato y al ratón, escondido detrás de los arbustos de un jardín de su antiguo barrio, pendiente del recuento acompasado de su compañero. Fue el último en ser encontrado —o casi—, cuando advirtió que el niño que había llegado tarde al juego continuaba desaparecido. Comenzaron a buscarlo, llamándolo por su nombre —era un niño más pequeño—, y luego se desentendieron de él, suponiendo que había regresado a su casa. Pero Zack no se quedó tranquilo. Había visto el resplandor en los ojos del pequeño cuando corrió a esconderse, la previsión casi diabólica del perseguido intentando burlar a sus cazadores; entonces, más que la euforia de la persecución, tuvo la certeza de un escondite más que ingenioso para una mente de cinco años.

Y entonces Zack lo supo. Fue hasta la casa del anciano que les gritaba cuando ellos se atrevían a pasar por su patio trasero. Zack se dirigió a una vieja nevera que habían tirado muy cerca del callejón, tumbada sobre el suelo en posición horizontal. La puerta estaba sobre el electrodoméstico de color calabaza. Zack corrió la puerta rompiendo el cierre hermético. El niño estaba oculto allí, y ya se estaba poniendo azul a causa del frío.

El pequeño había logrado colocar la puerta sobre él con una fuerza pasmosa. Se encontraba a salvo, aunque comenzó a vomitar en el césped cuando Zack lo ayudó a salir del frigorífico. El anciano no tardó en hacer su aparición, visiblemente molesto, obligándolos a huir antes de ser alcanzados por la furia de su rastrillo.

Zack se deslizó sobre su espalda, medio cubierto de hollín, y echó a correr. Encendió su iPod para alumbrarse con el destello de la pantalla agrietada, que proyectaba un resplandor de poco más de un metro de luz tenue y azul. No podía oír nada, ni siquiera el eco de sus propios pasos, así de fuerte palpitaba el pánico dentro de su cabeza. Daba por descontado que estaba siendo perseguido, podía sentir las manos intentando agarrarlo de la nuca.

Quería gritar el nombre de Nora pero se abstuvo de hacerlo, pues sabía muy bien que eso lo delataría. La hoja de Abraham chocó contra la pared del túnel, indicándole que se estaba desviando hacia la derecha.

Zack vio una llama roja flameando unos cuantos metros hacia delante. No era una antorcha, sino una luz agresiva, como un incendio. Era el miedo que lo hacía alucinar. Se suponía que debía estar huyendo de los problemas, y no metiéndose de lleno en ellos. Aminoró la marcha. No quería seguir hacia delante, y era incapaz de girarse.

Pensó en el niño escondido en el refrigerador. Sin luz ni aire, aislado de cualquier sonido cercano.

La puerta, oscura contra el muro divisorio, tenía un cartel que Zack no se molestó en leer. La baranda daba una curva hacia el norte y él siguió en esa dirección. Olió el humo del tren descarrilado. Y el hedor pestilente del amoniaco. Estaba cometiendo un error: debía esperar a Nora, que seguramente lo estaría buscando en ese preciso instante, pero de todos modos siguió corriendo.

Más adelante vio una figura. Al principio creyó que era Nora. Pero aquélla llevaba una mochila, y Nora tenía una bolsa.

Tal optimismo era otro truco de su mente adolescente.

El silbido le inspiró miedo inicialmente. Pero Zack alcanzó a percibir en la periferia difusa de su espectro luminoso que aquella figura no estaba animada por ninguna intención funesta. Vio los movimientos elegantes de aquel brazo y se dio cuenta de que rociaba pintura sobre la pared del túnel.

Zack avanzó un poco más. La figura no era mucho más alta que él, y tenía la cabeza cubierta con una capucha negra. Ostentaba salpicaduras de todos los colores en los codos y a los costados de su sudadera negra; llevaba pantalones de camuflaje con varios bolsillos y zapatillas Converse. Estaba pintando en el muro, aunque Zack sólo podía ver un pequeño fragmento del mural, de color plateado y aspecto burdo. El vándalo estampaba en ese momento su firma: «Phade».

Todo sucedió en cuestión de segundos, razón por la cual a Zack no le pareció raro que alguien pintara en la más absoluta oscuridad.

Phade bajó el brazo, y se volvió hacia Zack.

—Oye, no sé si estás enterado, pero harías mejor en salir de aquí lo antes posible —dijo Zack.

Phade se quitó la capucha que le velaba el rostro. No era un hombre, sino una niña o algo semejante, pero lo cierto era que tenía un aspecto muy extraño. No pasaba de los veinte años. Su rostro era completamente inexpresivo, y tan poco natural como podría serlo una máscara de carne mustia enmarcando la maligna biología enconada en su interior. Bajo la luz del iPod, su piel tenía la palidez de un pedazo de carne en salmuera, o más bien como el color de un feto de cerdo conservado dentro de un frasco de formol. Zack vio que tenía manchas rojas en el mentón, el cuello y en la sudadera. Y no eran de aerosol.

Escuchó unos chillidos detrás de él. Giró su cabeza, y luego el cuerpo, dándose cuenta de que acababa de darle la espalda a un vampiro. Mientras se daba la vuelta en dirección a Phade, extendió la mano con que sostenía el cuchillo, sin advertir que la criatura se había abalanzado sobre él.

La hoja de Abraham se alojó en la garganta de Phade. Zack retiró su mano con rapidez, como si hubiera cometido un acto trágico, y el líquido blanco manó profusamente del cuello de la criatura. Sus ojos se desorbitaron con aire amenazante, y antes de que Zack supiera lo que estaba haciendo, apuñaló cuatro veces más al vampiro en la garganta. La lata de aerosol siseó contra los bolsillos de Phade antes de caer al suelo.

El vampiro se derrumbó.

Zack permaneció con el arma homicida en su mano, sosteniendo a Abraham como un objeto que hubiera estropeado algo, sin saber cómo repararlo. El avance desquiciado de los vampiros lo despertó de su ensimismamiento, de una forma invisible y apremiante en medio de la oscuridad. Zack soltó su iPod, agarró la lata de Krylon plateado, con la válvula del aerosol bajo su dedo, mientras dos niños vampiros emergían de las tinieblas cubiertos de telarañas, agitando sus aguijones dentro y fuera de sus bocas entre silbidos frenéticos. Sus movimientos eran indescriptiblemente extraños y rápidos, sacándole el máximo provecho a la flexibilidad juvenil de sus brazos y rodillas dislocadas, casi reptando por el suelo.

Zack apuntó a los aguijones. Disparó sobre el rostro de las dos criaturas antes de ser atacado. Una especie de película cubrió sus ojos, nublando su visión. Retrocedieron, tratando de quitarse la pintura con sus manos descomunales —para el tamaño de su cuerpo—, pero no tuvieron suerte.

Era la oportunidad de Zack de matarlos, pero sabía que no tardarían en llegar más vampiros, así que recogió su iPod, que le servía de linterna, antes de que los vampiros pintarrajeados lo detectaran con sus otros sentidos.

Escuchó unos pasos y vio una puerta acordonada con cintas de precaución. Estaba cerrada pero no sellada; nadie esperaba ladrones en semejantes profundidades, y Zack deslizó la punta de su navaja en la cerradura, intentando violentarla. En el interior, la vibración de los transformadores lo sobresaltó. No vio más puertas y sintió pánico al pensar que había quedado atrapado. Sin embargo, en la pared izquierda, un conducto de servicio asomaba a unos treinta centímetros del suelo, antes de girar y acoplarse con las máquinas. Zack se agachó y no vio ninguna pared delante. Dejó su iPod en el suelo con la pantalla encendida, para que la luz reflejara la parte inferior del tubo metálico. A continuación, se deslizó por debajo del conducto con la misma agilidad de un disco sobre una pista de hockey. Serpenteó por el suelo, recorriendo un buen trecho antes de detenerse al golpear algo duro. Zack notó que la luz dejó de brillar.

Pero no vaciló. Se acostó boca abajo para internarse debajo del conducto. Introdujo primero su cabeza por el espacio estrecho, arrastrándose sobre su espalda. Se deslizó unos quince metros, con su camisa enredándose en el suelo áspero y cortándose la espalda. Su cabeza asomó finalmente en el vacío, allí donde el pasaje describía una curva y se elevaba junto a una escalera incrustada en el muro. Zack logró encender la luz de su iPod. No pudo ver nada.

Se escucharon unos pasos retumbando a lo largo de la vía: eran los niños vampiros que seguían su rastro, moviéndose con una facilidad sobrenatural.

Zack comenzó a subir la escalera con la lata de pintura en la mano y la navaja en el cinto. Caminó agarrándose a los peldaños de hierro, y el eco de los golpes retumbando entre el metal y su ser. Se detuvo un momento, enganchando su codo en un peldaño, sacando el iPod de su bolsillo para ver qué había atrás.

El iPod resbaló de sus manos. Intentó agarrarlo y por poco se cae de la escalera; tuvo que resignarse a despedirse de su aparato.

La espiral de la pantalla iluminó fugazmente la figura que subía por la escalera y a su cómplice abominable.

Zack intentó subir tan rápido como podía, pero no lo consiguió. Sintió que la escalera se estremecía, hizo una pausa y se volvió justo a tiempo. El niño vampiro le pisaba los talones; Zack lo golpeó con la lata de Krylon y luego le dio una patada hasta deshacerse de él.

Siguió subiendo, deseando no tener que mirar constantemente hacia atrás. La luz de su iPod era mínima, y aún le faltaba mucho para llegar a la plataforma del nivel inferior. La escalera se agitó con violencia. Otras criaturas subían los peldaños. Zack escuchó a un perro ladrar —un ruido sordo y exterior—, y supo que estaba cerca de alguna salida. Esto le dio un impulso de energía y se apresuró hacia arriba, llegando a una superficie plana y redonda.

Era una entrada de mantenimiento. La parte interior estaba suave, lisa y fría a causa del desgaste. La civilización y su superficie estaban justo encima. Zack la empujó con el canto de la mano. Con todas sus fuerzas.

Pero fue en vano.

Percibió que alguien —o algo— subía por la escalera, y roció pintura sin saber muy bien hacia dónde. Oyó un ruido similar a un gemido y le dio puntapiés, pero la criatura no se desprendió de la escalera. Permaneció colgada, columpiándose. Zack le dio otro puntapié, pero una mano lo sujetó del tobillo. Una mano ardiente. Un niño vampiro colgaba de él, tirando hacia abajo. Zack soltó el bote de aerosol, y se aferró a la escalera con sus dos manos. Intentó aplastarle los dedos contra la barandilla, pero la criatura seguía sujetándolo con la misma tenacidad. Finalmente lo consiguió, y la criatura lanzó un chillido.

Zack oyó el sonido del cuerpo chocar contra la pared mientras caía. Otra criatura se abalanzó sobre él antes de que pudiera reaccionar. Era un vampiro; Zack sintió su calor, su olor a tierra. Una mano lo agarró de la axila, enganchándolo y levantándolo hacia la boca de la alcantarilla. La criatura corrió la tapa a un lado tras darle dos golpes fuertes. Salió a la frescura del aire libre arrastrando al pequeño.

Zack intentó sacar el cuchillo de su cintura y por poco se corta el cinturón. Pero el vampiro lo apretó allí con su mano, sujetándolo con fuerza, y el chico cerró los ojos, pues no quería ver a la criatura que lo seguía agarrando con firmeza y sin moverse. Como si estuviera esperando.

Zack abrió los ojos. Miró hacia arriba lentamente, temiendo ver una expresión maliciosa en aquel rostro.

Sus ojos eran de un rojo ardiente, su cabello ralo y sin vida.

Su garganta abultada se sacudió; el aguijón se agitaba en el interior de las mejillas. En su mirada se amalgamaba la necesidad vampírica y la expectación de la satisfacción bestial.

Abraham resbaló de su mano.

—Mamá —dijo Zack.

Llegaron al edificio de Central Park en dos coches que robaron en un hotel, sin encontrar ningún convoy militar en el trayecto. No había energía y el ascensor no funcionaba. Gus y los Zafiros subieron por las escaleras, pero Setrakian no estaba en condiciones de llegar hasta la parte superior. Fet no se ofreció a llevarlo; el viejo era demasiado orgulloso como para contemplar siquiera esa posibilidad. El obstáculo parecía insalvable; con el libro de plata en sus brazos, Setrakian parecía mucho más anciano que nunca.

Fet notó que el ascensor era muy antiguo, pues sus puertas eran plegables. Tuvo una corazonada; fue a explorar las puertas que estaban cerca de la escalera y vio un pequeño montacargas forrado con papel pintado. Sin musitar el menor reparo, Setrakian le entregó su bastón a Fet y subió a la pequeña plataforma, donde se sentó con el libro en sus rodillas. Ángel accionó la polea y el contrapeso, graduando la velocidad del ascenso.

Setrakian fue izado en medio de la oscuridad del edificio en el interior de aquel transporte con forma de ataúd, sus manos apoyadas en la cubierta de plata del precioso volumen. Estaba tratando de recobrar el aliento y de aquietar su mente, pero una especie de clamor acudió repentinamente a su cabeza: el rostro de todos y cada uno de los vampiros que había matado. Toda la sangre blanca que había derramado, las miríadas de gusanos expulsados de aquellos cuerpos malditos. Durante varios años se había sentido intrigado por la naturaleza y el origen de esos monstruos sobre la Tierra. Los Ancianos ¿de dónde venían? La maldad original que había creado a estos seres.

Fet subió a la última planta, todavía en construcción, y encontró la puerta del montacargas. La abrió y vio a Setrakian, aparentemente aturdido, darse la vuelta y tantear el suelo con sus zapatos antes de ponerse en pie para salir. Fet le entregó su bastón, y el anciano parpadeó y lo miró con un leve asomo de agradecimiento.

Unos peldaños más arriba, la puerta que conducía al apartamento vacío estaba entreabierta. Gus fue el primero en traspasarla. El señor Quinlan y un par de cazadores más se limitaron a verlos entrar, permaneciendo fuera. Los Ancianos seguían como antes, inmóviles como estatuas y sin hacer el menor ruido, mientras observaban el colapso de la ciudad.

Quinlan se colocó junto a una estrecha puerta de ébano, al otro lado de la habitación. Allí, en el extremo derecho donde había estado erguido el Tercero, lo único que quedaba era algo semejante a un montón de cenizas blancas dentro de una urna de madera.

Setrakian se acercó a los cazadores más de lo que le habían permitido en su visita anterior. Se detuvo en el centro de la habitación. Central Park estaba envuelto en una aureola luminosa que alumbraba el apartamento y hacía que los dos Ancianos parecieran tan blancos como el magnesio.

Así que ya lo sabes

Setrakian permaneció un momento en silencio.

—Además de Sardu, vosotros erais seis Ancianos, tres del Viejo Mundo y tres del Nuevo. Seis lugares de nacimiento —señaló.

El nacimiento es un acto humano. Seis lugares de origen.

—Uno de ellos fue Bulgaria. Después China. Pero ¿por qué no los salvaguardasteis?

La arrogancia…, y cuando supimos que corríamos peligro ya era demasiado tarde. El Joven nos engañó: Chernóbil fue un señuelo. Se las ingenió para permanecer en la sombra durante todo este tiempo, alimentándose de carroña. Y ahora ha hecho su aparición

—Entonces ya sabéis que estáis condenados a la destrucción.

El Anciano que estaba a la izquierda se volatilizó en una explosión de luz blanca. Su figura se hizo polvo y se esparció con un estrépito agudo, semejante a un suspiro estridente, un impacto eléctrico y psíquico que estremeció a los humanos presentes en la sala.

Dos de los cazadores fueron igualmente pulverizados de manera casi instantánea y se desvanecieron en una niebla más fina que el humo, sin dejar cenizas ni polvo, sólo sus ropas, en una pila ardiente abandonada en el suelo.

La estirpe sagrada desaparecía con los Ancianos.

El Amo estaba eliminando a sus únicos rivales para controlar el planeta. ¿Era eso?

La ironía es que ése fue el plan inicial. Permitir que el ganado construyera su redil para crear y hacer proliferar sus armas, y sus motivos para autodestruirse. Hemos estado alterando los ecosistemas del planeta por medio de la raza predominante. Y cuando el efecto invernadero fuera irreversible, apareceríamos para volver a tomar posesión de la Tierra.

—Estabais construyendo sobre un nido de vampiros —anotó Setrakian.

El invierno nuclear es un ambiente perfecto. Noches más largas, días más cortos. Nosotros podríamos existir en la superficie, protegidos por la atmósfera radiactiva. Y ya casi lo habíamos logrado. Sin embargo, él lo presintió. Previó que cuando lográramos este objetivo, tendría que compartir el planeta y su rica fuente de alimentos con nosotros. Pero él no quiere hacerlo.

—¿Qué es lo que quiere, entonces? —preguntó Setrakian.

Dolor. El más Joven busca todo el dolor que pueda ser capaz de infligir. Y tan rápido como pueda. No puede detenerse. Esta adicción…, esta sed de sufrimiento yace en la raíz de nuestro origen

Setrakian dio otro paso hacia el Último.

—Hay que actuar rápido. Si vosotros sois vulnerables en vuestros lugares de origen, entonces él también.

Ahora que ya sabes qué contiene el libro, debes aprender a interpretarlo

—¿Vuestro lugar de origen? ¿Es eso?

Nos identificaste con el Mal. Los causantes de su contagio e implantación en el mundo. El azote de tu raza. Y ya ves, en realidad garantizábamos la unidad de lo viviente. Pero ahora sentirás el látigo del verdadero amo.

—No si nos dices cómo derrotarlo.

No te debemos nada. Es el fin.

—Por venganza, entonces. ¡Él os está eliminando ahora mismo, mientras estáis aquí!

Tu punto de vista es limitado, como es costumbre entre los humanos. La batalla está perdida, sí, pero nada será borrado. En cualquier caso, ahora que él ha mostrado su mano, puedes estar seguro de que ha guarnecido su lugar de origen en la Tierra.

—Vosotros dijisteis que era Chernóbil —replicó Setrakian.

Sadum. Amurah.

—¿Qué dices? No entiendo… —dijo Setrakian, levantando el libro—. Si está aquí, tengo la certeza. Pero necesito tiempo para descodificarlo. Y ya no tenemos más tiempo.

No nacimos ni fuimos engendrados. Fuimos implantados en un acto de barbarie. Una transgresión contra el orden cósmico. Una atrocidad. Y lo que una vez fue sembrado puede ser cosechado.

—¿En qué sentido es diferente él?

Sólo es más fuerte. Es como nosotros. Nosotros somos él, pero él no es nosotros.

En un abrir y cerrar de ojos, el Anciano se había vuelto hacia él. Su cabeza y su rostro, desprovistos de todo rasgo, se habían suavizado con el tiempo, los ojos rojos y hundidos, la nariz aplastada como por un golpe, la boca abierta en una negrura insondable y desdentada.

Una sola cosa debes hacer. Reúne cada partícula de nuestros restos. Deposítalos en un relicario de plata y madera de roble blanco. Esto es indispensable. No sólo para nosotros, sino también para ti.

—¿Por qué? Dímelo.

De roble blanco. Asegúrate de eso, Setrakian.

—No lo haré, a menos que sepa lo que estoy haciendo para no causar más daño —señaló Setrakian.

Lo harás. Ya no hay lugar para eso de «más daño».

Setrakian comprendió que el Anciano tenía razón.

—Los recogeremos y conservaremos en un cubo de basura —dijo Fet, que estaba detrás de Setrakian.

El Anciano miró más allá de Setrakian, en dirección al exterminador, con una expresión de desprecio en sus ojos hundidos, pero también con algo semejante a la compasión.

Sadum. Amurah. Y su nombre… nuestro nombre

Setrakian cayó en la cuenta: «Oziriel, el Ángel de la Muerte». Y entonces lo entendió, y se le ocurrieron todas las preguntas pertinentes, pero ya era demasiado tarde. Un estallido de luz blanca, una pulsación de energía, y el último Anciano del Nuevo Mundo se desvaneció en una dispersión de cenizas níveas.

Los últimos cazadores se retorcieron en un espasmo de dolor, y se evaporaron entre las ropas humeantes.

Setrakian sintió que una ráfaga de aire ionizado mecía su ropa antes de desvanecerse.

Se dejó caer, apoyado en su bastón. Los Ancianos habían dejado de existir.

A pesar de todo, aún prevalecía una maldad más grande.

En la atomización de los Ancianos, Setrakian vislumbró su propio destino.

—¿Qué hacemos? —preguntó Fet.

Setrakian recuperó la voz.

—Reunir los restos.

—¿Estás seguro?

Setrakian asintió con la cabeza.

—Conseguir la urna. El relicario puede venir más adelante.

Se volvió y miró a Gus. El asesino de vampiros escarbaba entre las ropas de un cazador con la punta de su espada de plata.

Estaba inspeccionando la habitación en busca del señor Quinlan —o de sus restos—, pero el jefe de los cazadores no aparecía por ninguna parte.

No obstante, la estrecha puerta del extremo izquierdo de la sala —la de ébano que había cruzado Quinlan al entrar— estaba entreabierta.

Recordó las palabras que los Ancianos habían pronunciado el día de su primer encuentro: Él es nuestro mejor cazador. Eficiente y leal. Excepcional en muchos aspectos.

¿Quinlan se había salvado? ¿Por qué no se había desintegrado como los demás?

—¿Qué sucede? —preguntó Setrakian, acercándose a Gus.

—Quinlan, uno de los cazadores…, no dejó rastro. ¿Adónde se fue? —dijo Gus.

—Eso ya no importa. Ya estás libre de ellos —señaló Setrakian—. Fuera de su control.

Gus se volvió hacia el anciano.

—Ninguno de nosotros estará libre por mucho tiempo.

—Tendrás la oportunidad de liberar a tu madre.

—Si la encuentro.

—No —dijo Setrakian—. Ella te encontrará.

—Así que nada ha cambiado —dijo Gus, asintiendo con la cabeza.

—Sí, una cosa. Si hubieran tenido éxito en hacer retroceder al Amo, te habrían convertido en uno de sus cazadores. Te has librado de eso.

—Si todo sigue igual para ti —dijo Creem—, entonces podemos dividirnos. Ya sabemos cómo trabajar. Pero todos tenemos familias con las cuales reunirnos, o tal vez no. De cualquier manera, todavía tenemos que asegurar algunos lugares. Gus, si alguna vez necesitas a los Zafiros, simplemente ven a por nosotros.

Creem le estrechó la mano. Ángel permanecía de pie, sumido en la incertidumbre. Miró a los dos pandilleros, alternativamente. Le hizo un gesto de asentimiento a Gus. El gran ex luchador había decidido quedarse.

—Ahora soy uno de tu equipo —dijo Gus, dirigiéndose a Setrakian.

—Ya no necesitas nada de mí. Pero yo necesito algo de ti —afirmó Setrakian.

—Simplemente dilo.

—Un empujón. El último.

—Ésa es mi especialidad. Hay más Hummers en el garaje del edificio. A menos que, ¡mierda!, también se hayan evaporado.

Gus fue a buscar uno de los vehículos. Fet había encontrado un maletín lleno de dinero en efectivo en los cajones de una cómoda. Arrojó los billetes al suelo para que Ángel depositara las cenizas de los Ancianos. Había escuchado la conversación de Gus y Setrakian.

—Creo saber hacia dónde nos dirigimos.

—No —objetó Setrakian, con aire distraído, como si sólo una parte de él estuviera allí—. Sólo yo. —Le entregó el Occido lumen y su cuaderno de notas a Fet.

—No quiero esto —dijo Fet.

—Debes quedarte con él. Y recuerda. Sadum, Amurah. ¿Recordarás eso, Vasiliy?

—No necesito recordar nada; iré contigo.

—No; lo más importante ahora es el libro. Debe estar en un lugar seguro, fuera de las garras del Amo. No podemos perderlo.

—No podemos perderte.

—Ya estoy casi perdido —observó Setrakian, ignorando el comentario.

—Por eso me necesitas a tu lado.

—Sadum. Amurah. Dilo —le indicó Setrakian—. Eso es lo que puedes hacer por mí. Déjame oírlo. Permíteme saber que recordarás esas palabras…

—Sadum. Amurah —repitió Fet con obediencia—. Me las he aprendido.

Setrakian hizo un gesto de aprobación.

—Este mundo se convertirá en un lugar duro y terrible, donde la esperanza no tendrá cabida. Protege esas palabras, el libro, como una llama. Léelo. Las claves están en mis notas. Su naturaleza, su origen y su nombre: todo era uno…

—Tú sabes que no doy pie con bola en materia de lectura.

—Entonces llama a Ephraim, los dos podréis hacerlo juntos. Debes ir a buscarlo ahora mismo. Id —dijo, con la voz quebrada.

—Nosotros dos somos menos que tú. Dale esto a Gus. Deja que te lleve, por favor… —le suplicó casi el exterminador con los ojos humedecidos por las lágrimas.

Setrakian agarró a Fet suavemente del antebrazo con su mano retorcida.

—Ahora es responsabilidad tuya, Vasiliy. Confío en ti plenamente… Sé valiente.

La cubierta de plata era fría al tacto. Finalmente accedió a recibir el libro, por la insistencia del anciano, semejante a la de un moribundo que le entrega su diario a un heredero renuente.

—¿Qué vas a hacer? —le preguntó Fet, consciente de que aquélla era la última vez que vería a Setrakian—. ¿Qué puedes hacer?

—Sólo una cosa, hijo mío —respondió Setrakian, soltándole el brazo.

Oír esa palabra —«hijo»— fue lo que más conmovió a Fet. Contuvo su dolor mientras veía al anciano alejarse.

Aunque Eph sólo había corrido algo más de un kilómetro por el túnel del North River, sintió como si hubieran sido diez.

Guiado sólo por el monocular de visión nocturna que le había prestado Fet, sobre el paisaje verdoso de las vías del tren, la entrada de Eph a las profundidades del río Hudson fue un verdadero descenso a los infiernos. Mareado, jadeando y completamente desesperado, comenzó a ver manchas blancas y brillantes a lo largo de los raíles del tren.

Se detuvo para sacar la lámpara Luma de su bolsa. La luz ultravioleta captó la explosión de color de la sustancia orgánica expulsada por los vampiros. La mancha era reciente, y el olor a amoniaco le hizo llorar los ojos. Esos residuos indicaban una alimentación masiva.

Eph corrió hasta ver el último vagón del tren descarrilado. No escuchó ruidos; todo estaba en silencio. Caminó por el costado derecho y vio la locomotora —o el primer vagón de pasajeros— descarrilado en la distancia, asentado en diagonal contra la pared del túnel. Se escabulló por una de las puertas y subió al tren en tinieblas. Vio los restos de la carnicería a través de su lente verde. Cadáveres desplomados sobre las sillas y sobre otros cuerpos tirados en el suelo. Eran vampiros, que se levantarían con el próximo crepúsculo. No tenía tiempo para liberarlos a todos. Ni de mirarlos cara a cara, uno por uno.

Él tenía la certeza de que Nora no estaba entre ellos; era demasiado inteligente y astuta.

Retrocedió de un salto, se dirigió al otro lado y vio a los merodeadores. Eran cuatro, dos a cada lado, y sus ojos se reflejaban como cristales en su monocular. Su lámpara Luma le permitió verlos con claridad, los rostros hambrientos y lascivos mientras retrocedían, permitiéndole avanzar.

Eph sabía lo que debía hacer. Caminó entre ellos, contando hasta tres antes de sacar su espada de la mochila y darse la vuelta.

Cortó en dos a los primeros agresores desprevenidos; luego hizo lo propio con el otro par de chupasangres y los decapitó sin contemplaciones.

Regresó al rastro de los residuos líquidos que se extendían por los travesaños antes de que sus cuerpos cayeran sobre las vías. Conducían a un pasaje al lado izquierdo, en dirección a los trenes que venían de Manhattan. Siguió los colores ondulantes, tratando de dominar su asco e internándose en la oscuridad del túnel. Pasó junto a dos cadáveres mutilados —bajo la luz negra, la fosforescencia de la sangre derramada indicaba que se trataba de unos strigoi— y más adelante escuchó un alboroto estridente.

Se encontró con unas nueve o diez criaturas agolpadas frente a una puerta. Se dispersaron al detectarlo, y Eph agitó su lámpara Luma para que ninguno lo siguiera. La puerta. Zack estaba dentro, pensó Eph.

Presa de sus instintos homicidas, atacó a los vampiros antes de que pudieran coordinar un asalto. Los rebanó y achicharró con los rayos de la Luma. Su brutalidad animal sobrepasaba la de ellos. Sus instintos paternales eran más fuertes que la sed de sangre de las criaturas.

Era una batalla por la vida de su hijo, acometida por un padre llevado al límite, así que la muerte no tardó en imponer su oscuro destino. Matar era un juego de niños. Se dirigió a la puerta y la golpeó con la empuñadura de su espada.

—¡Zack! ¡Soy yo! ¡Ábreme!

La mano que aferraba el pomo lo soltó, y Eph destrozó la puerta. Allí estaba Nora, con los ojos abiertos y tan brillantes como la bengala que sostenía en la mano.

Ella lo miró largamente, como asegurándose de que era él —el ser humano que había en él—, y entonces se precipitó en sus brazos. Detrás de ella, sentada en una caja cubierta con su bata, sus ojos tristes fijos en un rincón, estaba la madre de Nora.

Eph la rodeó con sus brazos lo mejor que pudo, evitando tocarla con la espada salpicada de sangre blanca. Retrocedió al ver que el resto del cuarto estaba vacío.

—¿Dónde está Zack? —preguntó.

Gus cruzó rápidamente el perímetro de la entrada, las siluetas oscuras de las torres de refrigeración se erguían en la distancia. Los sensores de movimiento, ubicados en los altos postes blancos como cabezas insertadas en una pica, no detectaron al Hummer. El camino era largo y serpenteante, y avanzaron sin encontrar resistencia.

Setrakian viajaba en el asiento del copiloto con la mano en el corazón. Vio las altas vallas, rematadas con alambre de púas, las torres escupiendo un vapor semejante al humo. Un ramalazo del campo de concentración lo estremeció como una náusea.

—Federales —dijo Ángel, desde el asiento trasero.

Varios camiones de la Guardia Nacional estaban apostados en la entrada de la zona interior de seguridad. Gus redujo la velocidad a la espera de alguna señal.

No escuchó ninguna indicación al respecto, así que avanzó hasta la puerta y se detuvo. Se apeó del Hummer con el motor encendido y fue a inspeccionar. El primer camión estaba vacío. También el segundo; sin embargo, Gus vio manchas de sangre roja en el parabrisas y en el salpicadero, y una costra pegajosa en el asiento delantero.

Fue a la parte trasera del camión y levantó la lona. Le hizo señas a Ángel, que llegó cojeando. Examinaron juntos la provisión de armas. Ángel se colgó una ametralladora en cada uno de sus hombros, sosteniendo un rifle de asalto en sus brazos.

Guardó municiones en los bolsillos y en la camisa. Gus llevó dos subametralladoras Colt al Hummer.

Dejaron atrás los camiones hasta llegar al edificio principal.

Al salir, Setrakian oyó unos motores que hacían mucho ruido y advirtió que la planta estaba funcionando con generadores diésel de respaldo. Los sistemas de seguridad estaban operando de forma automática para impedir que el reactor abandonado se apagara.

Cuando entraron en el edificio principal, fueron recibidos por un pelotón de vampiros vestidos con trajes de faena. Con Gus delante y Ángel cojeando detrás, se abrieron paso entre las filas de soldados recién convertidos, mutilando sus cuerpos sin la menor compasión. Las balas hicieron tambalearse a los vampiros, pero no serían aniquilados a menos que les cercenaran sus vértebras cervicales.

—¿Sabes adónde vamos? —preguntó Gus por encima del hombro.

—No —respondió Setrakian.

Pasaron los controles de seguridad, atravesando varias puertas repletas de señales de advertencia. No había vampiros soldados, únicamente trabajadores convertidos en guardias y centinelas. Cuanta más resistencia encontraban, más certeza tenía Setrakian de que estaba cerca de la sala de control.

Setrakian.

El anciano se agarró de la pared.

El Amo. Aquí…

La «voz» del Amo se oía más poderosa dentro de su cabeza que la de los Ancianos, como si una mano lo sujetara de la base del cráneo, y agitara su columna como si se tratara de un látigo.

Ángel ayudó a Setrakian a incorporarse y llamó a Gus.

—¿Qué pasa? —preguntó, temiendo un ataque al corazón.

Ellos no habían oído nada. El Amo le hablaba solamente a Setrakian.

—Está aquí —respondió Setrakian—. El Amo.

Gus los miró, completamente alerta.

—¿Está aquí? De poca madre. Vamos a por él.

—No. Vosotros no lo comprendéis. No os habéis enfrentado a él. Él no es como los Ancianos. Estas armas no son nada para él. Bailará entre las balas.

—Estoy curtido. Nada me asusta —dijo Gus, cargando de nuevo su arma con el cañón humeante.

—Lo sé, pero a él no se le puede ganar de esta manera. Aquí no, y menos con armas para matar personas. —Setrakian se acomodó el chaleco, y se enderezó—. Sé lo que quiere.

—Muy bien. ¿Qué es?

—Algo que sólo yo puedo darle.

—¿Ese libro?

—No. Escúchame, Gus. Regresa a Manhattan. Si te marchas ahora mismo, es posible que puedas llegar a tiempo. Trata de buscar a Eph y Fet. Recomiéndales que se refugien bajo tierra. Cuanto más profundamente mejor.

—¿Este lugar va a explotar? —Gus miró a Ángel, que respiraba con dificultad, agarrándose su pierna dolorida—. Regresa entonces con nosotros.

—No podrás derrotarlo aquí. No puedo detener esta reacción nuclear. Pero… tal vez pueda incidir en la reacción en cadena de la infección vampírica.

Una alarma se activó, y los bocinazos atronadores comenzaron a sonar con insistencia. Ángel observó asustado los dos extremos del pasillo.

—Me parece que los generadores de respaldo están fallando —señaló Setrakian. Agarró a Gus de la camisa, levantando su voz en medio de las explosiones—: ¡Marchaos ya! ¿Queréis asaros vivos aquí?

Gus permaneció al lado de Ángel y el anciano salió caminando, desenfundando la espada de su bastón. Gus miró al otro hombre que tenía a su cargo, al luchador achacoso empapado de sudor, con sus ojos abiertos de par en par interrogándole, esperando que le dijeran qué hacer.

—Vamos —dijo Gus—. Ya oíste.

Ángel lo detuvo con sus fuertes brazos.

—¿Vamos a dejarlo solo aquí?

Gus hizo un gesto negativo sabiendo que no había otra solución.

—Si estoy con vida es por él. La palabra del prestamista es ley. Vámonos tan lejos como podamos, a menos que quieras ver la radiografía de tu propio esqueleto tamaño natural.

Ángel seguía mirando a Setrakian, y Gus tuvo que empujarle.

El profesor entró en la sala de control, donde vio a una criatura solitaria con un traje raído, sentado frente a una serie de paneles; miraba las agujas de los dos indicadores que señalaban los fallos en el sistema. Las luces rojas de emergencia titilaban en todos los rincones de la sala, a pesar de que la alarma estaba apagada.

Eichhorst se limitó a mirarle a la cara, posando sus ojos enrojecidos en su antiguo prisionero de Treblinka.

Su rostro no expresaba la menor preocupación, pues no podía denotar las sutilezas de la emoción, y escasamente exteriorizaba las reacciones más notorias, como la sorpresa.

Llegas justo a tiempo.

Eichhorst volvió a concentrarse en los monitores.

Setrakian, con la espada en vilo, describió un círculo detrás de la criatura abominable.

No pude felicitarte por haber conseguido el libro. Reconozco que ganarle de ese modo a Palmer fue algo inteligente.

—Esperaba verlo aquí.

No volverás a verlo nunca. Vosotros, criaturas, y vuestras esperanzas patéticas… Él nunca comprendió el alcance de su sueño, precisamente porque no podía entender que no eran sus aspiraciones las que contaban, sino las del Amo.

—¿Y a ti? ¿Por qué te ha mantenido con vida? —le preguntó Setrakian.

El Amo aprende de los humanos. Ésa es una de las claves de su grandeza. Él mira y ve. Tu especie le ha mostrado el camino de su solución final. Allí donde sólo veo manadas de animales, él ve patrones de conducta. Él escucha lo que dices cuando —como sospecho— no tienes ni idea de lo que hablas.

—¿Estás diciendo que él aprendió de ti? ¿Qué aprendió?

Setrakian apretó el mango de su espada cuando Eichhorst se dio la vuelta. Miró al antiguo comandante de campo y entonces comprendió.

No es fácil instalar un campo, ponerlo en funcionamiento y hacer que marche bien. Requería un tipo especial de intelecto humano para supervisar la destrucción sistemática de una especie con la máxima eficacia. Él simplemente acudió a mi experiencia en el ramo.

Setrakian se sintió vacío, como si la carne se le desprendiera de los huesos.

Campos de concentración. Corrales humanos. Granjas aprovisionadoras de sangre diseminadas por todo el país, por todo el mundo.

En cierto sentido, Setrakian siempre lo había sabido, pero nunca quiso creerlo. Lo había visto en los ojos del Amo durante su primer encuentro en los barracones de Treblinka. La inhumanidad del hombre para con el hombre habría de estimular el apetito del monstruo por los holocaustos. Le demostramos, por medio de nuestras atrocidades, nuestro destino a la némesis final, dándole la bienvenida como si se tratara de una profecía. De repente, un panel de monitores se apagó y el edificio se estremeció.

Setrakian se aclaró la garganta para recuperar el tono de su voz.

—¿Dónde está tu Amo en este momento?

Él está en todas partes, ¿no lo sabes? Aquí, ahora. Observándote. A través de mí.

Setrakian se preparó, dando un paso hacia delante. Su rumbo estaba claro.

—Debe de estar contento con tu trabajo. Pero en este momento ya no te puede ayudar. Ni tampoco yo.

Me subestimas, judío.

Eichhorst saltó con facilidad a la terminal cercana, saliendo de la trayectoria letal de Setrakian. El anciano levantó la hoja de plata, con la punta en dirección a la garganta del nazi. Eichhorst tenía los brazos a los lados, frotándose sus largos dedos contra la palma de su mano. Amagó un ataque, pero Setrakian no cedió un ápice.

El viejo vampiro saltó a otra terminal, pisoteando los delicados controles con sus zapatos. Setrakian lo persiguió hasta que sus fuerzas comenzaron a flaquear. Apretó los nudillos torcidos contra su pecho, sujetando la funda del bastón sobre su corazón.

Tienes una tensión arterial muy irregular, Setrakian.

El anciano dio un respingo y se tambaleó. Exageró su malestar, pero no por Eichhorst. El brazo que sostenía la espada se le dobló, pero mantuvo la hoja en alto. La bestia abominable saltó al suelo, contemplando a Setrakian con una expresión similar a la nostalgia.

Ya no conozco la cárcel de los latidos del corazón, ni la cadena de la respiración pulmonar. Esa labor parsimoniosa y barata del reloj de la carne.

Setrakian se apoyó hacia atrás contra la terminal, tratando de recuperar fuerzas.

¿Y tú prefieres morir o continuar viviendo de una forma superior?

—Es mejor morir como un hombre que vivir como un monstruo —replicó Setrakian.

¿No eres capaz de comprender que para todos esos seres humanos inferiores eres un monstruo? Habéis sido vosotros los que os habéis apropiado del planeta. Y ahora el gusano ha regresado.

Eichhorst parpadeó un instante y su membrana nictitante se estrechó.

Él me ha ordenado que te convierta. No quiero tu sangre. La endogamia judía ha fortalecido la estirpe y la ha convertido en una cosecha con un sabor tan salino y mineral como las aguas del río Jordán.

No me convertirás. Ni siquiera el Amo pudo hacerlo.

Eichhorst se movió hacia un lado, pero sin intentar todavía acortar la distancia entre ellos.

Tu mujer se resistió, pero no gritó. Pensé que era extraño que no soltase ni un solo gemido. Sólo pronunció una palabra: «Abraham».

Setrakian se dispuso a ser aguijoneado, deseando que el vampiro se acercara.

—Ella intuyó su final. Encontró consuelo en ese instante, sabiendo que llegaría el día en que yo la vengaría.

Ella te llamó, pero tú no estabas allí. Me pregunto si tú gritarás al final.

Setrakian se apoyó sobre una rodilla antes de bajar su espada, utilizando el suelo como punto de apoyo para evitar caerse.

Suelta la espada, judío.

El anciano levantó su arma, agarrándola de forma que tuviera un buen ángulo de tiro con la espada de plata. Él miró la empuñadura de cabeza de lobo, tanteando su peso.

Acepta tu destino.

Setrakian miró al nazi situado a escasos metros de distancia.

—Ya lo he hecho —replicó.

El viejo profesor puso todo su empeño en el lanzamiento. La espada atravesó el aire y fue a impactar por debajo de la coraza de Eichhorst, en mitad de su pecho, justo entre los botones de su chaleco. El vampiro cayó hacia atrás contra la terminal, tratando de mantener el equilibrio con sus brazos. La plata asesina estaba incrustada en su cuerpo y él no podía hacer nada para sacar la hoja. Mientras tanto, las propiedades tóxicas de la plata se propagaban por su cuerpo como un pernicioso cáncer. La blanquecina sangre empezó a filtrarse alrededor del filo de la espada al igual que los primeros gusanos.

Setrakian se levantó y se acercó tambaleándose hacia Eichhorst. Lo hizo sin una sensación de triunfo y con ninguna satisfacción. Se aseguró de que los ojos del vampiro estuvieran fijos en él y por extensión, los ojos del Amo.

—A través de él, me has arrebatado el amor —dijo el anciano—. Ahora tendrás que convertirme tú mismo.

Agarró la empuñadura de la espada y la sacó lentamente del pecho de Eichhorst.

El vampiro trató de incorporarse, pero sus manos se aferraron a la nada. Empezó a resbalar hacia la derecha, cayendo rígidamente, y Setrakian, a pesar de su debilidad, se anticipó a la trayectoria de la caída, apoyando la espada contra el suelo en un ángulo de cuarenta grados a modo de guillotina.

El cuerpo de Eichhorst cayó sobre la espada a la altura de su cuello, y el nazi fue destruido.

Setrakian limpió ambos lados del arma contra la ropa del vampiro, alejándose para evitar que le alcanzaran los gusanos de sangre que empezaban a salir del cuello abierto de Eichhorst. El anciano notó una opresión en el pecho. Trató de sacar su caja de píldoras con sus retorcidas manos, pero no pudo evitar que cayera esparciendo su contenido por toda la sala de control.

Gus salió de la planta nuclear delante de Ángel hacia el oscuro y nublado último día. En medio del sonido persistente de las alarmas, percibió un silencio mortífero, el de los generadores que habían dejado de funcionar. Notó una especie de corriente de bajo voltaje en el aire, como la electricidad estática, pero podía ser la sensación de lo que estaba a punto de suceder.

Entonces, un ruido familiar se extendió en el aire. Un helicóptero. Gus vio las luces, y observó la nave describiendo círculos detrás de las torres humeantes. Comprendió que debía de ser el Amo, huyendo de allí para no calcinarse junto al resto de Long Island.

Gus se dirigió a la parte posterior del camión de la Guardia Nacional. La primera vez había visto un misil Stinger, pero sólo se había apropiado de las armas de asalto. Pero ahora tenía una poderosa razón.

Lo sacó, examinándolo minuciosamente para asegurarse de que estaba apuntando en la dirección correcta. Lo apoyó bien en su hombro. Le pareció sorprendentemente liviano para tratarse de un arma antiaérea, ya que pesaba unos quince kilos. Sobrepasó a Ángel, que iba renqueando a un lado del edificio. El helicóptero descendía lentamente en busca de un espacio despejado para aterrizar.

No tuvo dificultades para encontrar el gatillo ni la mira telescópica. Miró a través de ella, y cuando el misil detectó el calor que salía por el tubo de escape del helicóptero, emitió un sonido estridente, como el de un silbato. Gus apretó el gatillo y el cohete salió del tubo. El mecanismo de lanzamiento salió disparado, el arma se iluminó y el Stinger voló como un penacho de humo alrededor de una mecha. El misil impactó en el blanco a unos doscientos de metros por encima del suelo, el aparato estalló y la explosión hizo que se estrellara contra los árboles cercanos.

Gus retiró el lanzador vacío. El fuego era agradable. Iluminaría su camino hacia el agua. El Long Island Sound era el camino más rápido y seguro para regresar. Así se lo comunicó a Ángel, pero justo en ese momento supo, mientras la lejana luz de las llamas se reflejaba en el rostro del veterano luchador, que algo había cambiado irremisiblemente.

—Voy a quedarme —dijo Ángel.

Gus intentó explicar lo que sólo comprendía de manera vaga.

—Este lugar va a estallar. ¡Es una puta bomba nuclear!

—No puedo dejar la lucha. —Ángel se dio unas palmaditas en la pierna para indicar que lo decía en sentido propio y figurado—. Además, ya he estado aquí antes.

—¿Aquí?

—En mis películas. Ya sé cómo terminan. El malo se enfrenta al bueno y todo parece perdido…

—Ángel —dijo Gus, sintiendo que tenían que separarse.

—Al final todo sale bien…, al final…

Gus había notado que el ex luchador era cada vez más incoherente. El asedio vampírico estaba agotando su mente y su cordura.

—Aquí no. No contra esto.

Ángel sacó un pedazo de tela de su bolsillo delantero. Se lo puso en la cabeza, deslizando la máscara de plata hasta que sólo sus ojos y su boca fueron visibles.

—Vete —le ordenó—. Regresa a la isla, junto al doctor. Haz lo que te dijo el viejo. Él no tiene planes para mí. Nadie tiene planes para mí. Así que aquí me quedo. En la lucha hasta el final.

Gus sonrió ante la valentía del luchador, y por primera vez supo quién era Ángel. Percibió su fuerza, el coraje de aquel hombre entrado en años. De niño había visto todas las películas del luchador en la televisión. Las echaban día y noche durante los fines de semana. Y ahora estaba de pie junto a su héroe.

—Este mundo es muy jodido, ¿no?

—Pero es el único que tenemos —replicó Ángel, asintiendo.

Gus sintió una tremenda admiración por su paisano, que estaba a punto de enfrentarse a su destino. Su ídolo de sesión de tarde. Los ojos se le llenaron de lágrimas mientras le daba unas palmadas al luchador en sus anchos hombros.

—¡Que viva el Ángel de Plata, culeros! —exclamó.

—¡Que viva! —coreó Ángel.

Y con esto, el Ángel de Plata se dio la vuelta, cojeando, hacia la fatídica planta de energía.

Las luces de emergencia titilaron, aunque la alarma exterior estaba silenciada en la sala de control. Los instrumentos del panel parpadearon, como implorando ser activados.

Setrakian se arrodilló en el suelo al otro lado del cuerpo inmóvil de Eichhorst. Su cabeza había rodado casi hasta el rincón. Uno de los espejos de bolsillo se había agrietado, y estaba usando el reverso de plata para aplastar a los gusanos de sangre que querían atacarlo. Con la otra mano intentaba recoger las pastillas para el corazón, pero sus dedos retorcidos y sus nudillos artríticos tenían dificultades para agarrarlas.

Entonces percibió una presencia, cuya llegada repentina alteró la atmósfera ya densa de la sala. No vio ninguna bocanada de humo ni trueno alguno. Se trataba de un golpe psíquico más impresionante que una simple escenografía. Setrakian no tenía que verlo para saber que era el Amo, y sin embargo, levantó la mirada desde el borde de su manto oscuro hasta su rostro altanero.

Su carne se había desprendido hasta la subdermis, salvo por unas cuantas manchas de piel calcinada. Una bestia feroz, roja y con manchas negras. Sus ojos rugían con intensidad, con un tono más sangriento que el rojo más encendido. Los gusanos circulaban bajo la superficie ondulada, como nervios crispados, llenos de locura.

Ya está hecho.

El Amo agarró la cabeza de lobo de la espada de Setrakian antes de que el anciano pudiera reaccionar. La bestia sostuvo la hoja de plata para inspeccionarla del mismo modo en que un hombre manipula una varilla al rojo vivo.

El mundo es mío.

El Amo, con sus movimientos reducidos casi a una ilusión, recuperó la vaina de madera que había caído al otro lado de la habitación. Ensambló las dos piezas, hundiendo la cuchilla en la funda del bastón y asegurando la unión con un giro súbito y desgarrador de sus manos.

Luego lo apoyó en el suelo. Obviamente, aquel bastón tan largo era perfecto para él: había pertenecido a Sardu, al gigante humano en cuyo cuerpo habitaba actualmente el Amo.

El combustible nuclear del núcleo del reactor está comenzando a calentarse y a derretirse. Esta planta fue construida utilizando las más modernas medidas de seguridad. Pese a todas sus garantías en este sentido, los procedimientos de contención automática sólo retrasarán lo inevitable. La conflagración estallará. La fisión nuclear tendrá lugar, contaminando y destruyendo este sitio, lugar de origen del sexto y único miembro restante de mi clan. La acumulación de vapor de agua revertirá en una explosión catastrófica del reactor, que arrojará una nube de lluvia radiactiva.

El Amo pinchó a Setrakian en las costillas con la punta del bastón, y el anciano escuchó y sintió un chasquido, encogiéndose como un ovillo en el suelo.

Cuando mi sombra descienda sobre ti, Setrakian, también descenderá sobre este planeta. Primero infecté a esta ciudad, y ahora el virus se ha propagado por todo el mundo. No bastaba con que tu mundo estuviera sumergido a medias en la penumbra. ¡Cuánto tiempo he buscado estas tinieblas permanentes y duraderas! Esta roca cálida y verde azulada se estremece a mi tacto, convirtiéndose en una piedra negra y fría, cubierta de escarcha y de putrefacción. El crepúsculo de la humanidad es la aurora de la cosecha de sangre.

El Amo giró la cabeza unos pocos grados hacia la puerta. No estaba alarmado, ni siquiera molesto, sino más bien extrañado. Setrakian se volvió también, y un ramalazo de esperanza recorrió su espalda. La puerta se abrió y Ángel entró cojeando, con una máscara de nailon plateada brillante con costuras de color negro.

—No… —jadeó Setrakian.

Ángel tenía un arma automática, y al ver a la imponente criatura de casi tres metros de altura encima de Setrakian, atacó al rey vampiro.

La bestia permaneció un momento allí, mirando a su ridículo oponente. Pero mientras las balas volaban, el Amo se convirtió, instintivamente, en una mancha difusa, y las ráfagas se alojaron en los equipos sensibles que cubrían las paredes de la sala. El Amo se hizo a un lado, sólo visible durante un instante, aunque volvió a moverse cuando Ángel se dio la vuelta para disparar. Los proyectiles se incrustaron en un panel de control, y de la pared brotó una lluvia de chispas.

Setrakian concentró su atención en el suelo, recogiendo frenéticamente sus píldoras.

El vampiro se movió con mayor lentitud, y Ángel pudo verlo. El luchador enmascarado dejó caer el arma grande y arremetió contra la bestia.

El Amo advirtió la fragilidad de la rodilla del luchador, y concluyó que no representaría un problema mayor. El cuerpo del enmascarado ya estaba envejecido, pero tenía un tamaño muy apropiado. Podría habitarlo temporalmente.

Eludió a Ángel. El luchador se giró, pero el Amo volvió a situarse detrás de él. Mientras estudiaba a Ángel, le dio una palmada detrás del cuello, justo donde el dobladillo de su máscara se unía con la piel. El luchador trastabilló aparatosamente una vez más.

Estaban jugando con él, y eso no le gustó nada. Se incorporó rápidamente y se abalanzó con su mano abierta, acertándole al Amo un golpe en la barbilla. El «beso del Ángel».

La cabeza de la criatura retrocedió. Ángel se sorprendió con el éxito de su golpe.

El Amo bajó los ojos y miró al vengador enmascarado con un asomo de rabia, con los gusanos agitándose, ondulantes y veloces bajo la piel cuarteada.

Ángel sonrió con emoción dentro de su máscara.

—Quisieras que te revelara mi identidad, ¿no? —dijo desafiante—. El misterio muere conmigo. Mi cara debe permanecer oculta.

Estas palabras eran el lema de las películas del Ángel de Plata, dobladas a muchos idiomas en todo el mundo, palabras que, durante varias décadas, el luchador había esperado que se hicieran realidad. Pero el Amo ya se había cansado de jugar. Golpeó a Ángel con el dorso de su mano descomunal. Fue un golpe devastador. La mandíbula y el pómulo izquierdo reventaron dentro de la máscara, así como el ojo izquierdo del luchador.

Pero Ángel no se dio por vencido. Permaneció de pie tras un esfuerzo enorme. Estaba temblando, su rodilla le dolía a más no poder, y se atragantaba con su propia sangre…, pero regresó mentalmente a cierto escenario, más joven y feliz.

Se sintió ligero, reconfortado y lleno de brío, y le dio la sensación de estar en un plató cinematográfico. Por supuesto, estaba filmando una película. El monstruo que estaba delante de él no era más que una suma de efectos especiales ingeniosos. Entonces ¿por qué le hacía tanto daño? Su máscara tenía un olor extraño, a pelo sucio y a sudor. Olía como a una cosa sacada de la cámara del olvido. Olía a él.

Una burbuja de sangre subió a su garganta y estalló en un gemido líquido. Con la mandíbula y el lado izquierdo de su rostro pulverizado, la olorosa máscara era lo único que mantenía unida la cara del viejo luchador.

Ángel gruñó y atacó a su oponente. El Amo soltó el bastón para agarrar al gran luchador con sus dos manos, y lo destrozó en un instante. Setrakian soltó un grito ahogado. Estaba colocando un par de pastillas debajo de su lengua, y dejó de hacerlo cuando el Amo volvió a concentrarse en él.

El vampiro lo agarró del hombro y lo levantó. Setrakian quedó suspendido en el aire frente el Amo, apresado entre las manos ensangrentadas del vampiro. El Amo lo acercó, y Setrakian contempló su espantoso rostro de sanguijuela, surcado por una maldad arcaica.

Creo que, después de todo, siempre quisiste esto, profesor. Me temo que siempre has sentido curiosidad de saber qué hay al otro lado.

Setrakian no pudo responderle, pues las pastillas se disolvían justo en ese momento bajo su lengua. Pero no necesitó responderle al Amo verbalmente.

Mi espada suena a plata, pensó.

Se sintió mareado, la medicina surtía efecto, nublando sus pensamientos, y ocultándole al Amo sus verdaderas intenciones. Aprendimos mucho del libro. Sabemos que Chernóbil fue un señuelo… Vio la cara del Amo. Cómo hubiera deseado ver el miedo reflejado en ella. Tu nombre. Conozco tu verdadero nombre… ¿Quieres oírlo, Oziriel?

Y entonces la boca del Amo se abrió y disparó su aguijón con furia, rompiendo y perforando el cuello del anciano, desgarrando sus cuerdas vocales y obstruyéndole la carótida. Setrakian se fue quedando sin voz, pero no sintió un dolor punzante, sólo un ramalazo en todo su cuerpo, producto de la succión. El colapso del sistema circulatorio y de los órganos tributarios le produjo un shock.

Los ojos del Amo tenían un viso escarlata, mientras contemplaba el rostro de su presa y bebía de él con una satisfacción inmensa. Setrakian sostuvo la mirada de la bestia, no por desafío, sino esperando reconocer algún síntoma de malestar. Sintió la vibración de los gusanos de sangre retorciéndose por todo su cuerpo, inspeccionándolo e invadiéndolo con avidez.

De repente, el Amo se sacudió como si se estuviera atragantando. Su cabeza se replegó bruscamente hacia atrás y sus párpados nictitantes se entrecerraron. Aun así, se mantuvo firmemente aferrado a él, consumiéndolo tercamente hasta el final. El Amo se separó finalmente —todo el proceso duró menos de medio minuto—, y replegó su aguijón enrojecido. Miró a Setrakian, leyendo el interés en sus ojos, y luego dio un paso atrás. Su rostro se contrajo, los gusanos de sangre se aquietaron un poco, y su grueso cuello se congestionó.

Lanzó a Setrakian al suelo y se fue hacia atrás, tambaleándose, enfermo por la sangre del anciano. Sintió llamas en la boca de sus entrañas.

Setrakian yacía en el suelo de la sala de control, sangrando por la herida del pinchazo, en medio de una bruma tenue. Relajó su lengua, sintiendo desaparecer la última pastilla alojada en su mandíbula. Había ingerido grandes dosis de nitroglicerina, sustancia que relajaba los vasos sanguíneos, y también de Coumadin, el anticoagulante derivado del veneno para ratas de Fet, y se lo había transferido al Amo.

En efecto, el exterminador tenía razón: las criaturas no tenían ningún mecanismo para expulsarlo.

Una vez que ingerían la sustancia, no podían vomitar.

El Amo, consumiéndose por dentro, avanzó dando tumbos por las puertas, apresurándose tras el aviso infernal de las alarmas.

El Centro Espacial Johnson quedó en silencio mientras la estación describía su órbita sombría y pasaba sobre el lado oscuro de la Tierra. Había perdido contacto con Houston.

Poco después sintió los primeros golpes. Eran fragmentos de basura espacial que aporreaban la estación. Eso no era del todo inusual, salvo por la frecuencia de los impactos.

Eran demasiados. Y bastante cerca.

Ella flotó tan despacio como pudo, tratando de calmarse y de pensar. Algo no iba bien.

Se dirigió a la escotilla y divisó la Tierra. Dos puntos de luz muy intensa se veían en el lado nocturno del planeta. Uno de ellos estaba en todo el borde, justo en la cresta del anochecer. Otro estaba más cerca del lado oriental.

Nunca había presenciado nada semejante, y nada en su formación profesional ni en la extensa literatura que había leído la preparó para aquel espectáculo. Para su ojo experto, no obstante, la intensidad de la luz, su calor evidente —simples puntitos extendiéndose por el globo— eran señal inequívoca de explosiones de gran magnitud.

La estación fue sacudida por otro fuerte impacto. No se trataba del roce habitual de pequeños fragmentos metálicos de los desechos espaciales. No. Un indicador de emergencia se apagó, y las luces amarillas titilaron a un lado de la puerta. Algo había perforado los paneles solares. Era como si la estación espacial se encontrara bajo ataque enemigo. Ahora tendría que ponerse el traje espacial, pero cuando estaba a punto de hacerlo, ¡BAMMM! El casco recibió un impacto aún más contundente. Se dirigió a la sala de control y no tardó en ver la advertencia de una fuga vertiginosa de oxígeno titilando en uno de los ordenadores. Los tanques habían sido perforados.

Llamó a sus compañeros, mientras se dirigía a la esclusa de aire. El casco recibió otro impacto, más fuerte que el anterior. Thalia se puso el traje tan rápido como pudo, pero la estación ya tenía un boquete. Forcejeó para asegurarse el casco de su traje antes de caer al vacío mortal. Abrió la válvula del oxígeno con las últimas fuerzas que le quedaban. Flotó en la oscuridad y perdió el conocimiento. El último pensamiento que ocupó su mente antes del apagón final no fue su marido sino su perro, a quien oyó ladrar de algún modo en medio del silencio del vacío celeste.

La Estación Espacial Internacional no tardó en ser uno más de los restos flotantes errando por el espacio, desviándose gradualmente de su órbita, y flotando inexorablemente hacia la Tierra.

Setrakian yacía en el suelo de la planta nuclear de Locust Valley. La cabeza le daba vueltas mientras tenía lugar el proceso de conversión. Podía sentirlo. El dolor que le atenazaba la garganta era sólo el comienzo.

Su pecho era un hervidero de actividad. Los gusanos de sangre se habían asentado y secretado su carga útil: el virus se estaba incubando rápidamente dentro de él, saturando sus células. Modificando su información. Intentando rehacerlo. Su cuerpo no podía soportar la transformación. Incluso sin tener en cuenta el hecho de que sus arterias estuvieran ya muy debilitadas, lo cierto es que ya era demasiado viejo como para sufrir un proceso de tal naturaleza. Era como un girasol de tallo delgado, doblado bajo el peso de una cabeza en crecimiento. O como un feto desarrollándose a partir de cromosomas defectuosos.

Las voces. Él las escuchó. El zumbido de una conciencia mayor. Una coordinación de su ser. Un concierto disonante.

Sintió calor. De su temperatura corporal, que iba en aumento, pero también proveniente del suelo, que ahora temblaba. El sistema de refrigeración, diseñado para evitar que se derritiera el candente combustible nuclear, había fallado. El combustible se había derretido en la base del núcleo del reactor. Cuando llegara a la masa de agua, el subsuelo de la planta entraría en erupción, liberando un vapor letal.

Setrakian.

La voz del Amo en su cabeza. Alternándose con la suya propia. Tuvo una visión de lo que parecía ser la parte posterior de un camión de la Guardia Nacional que había visto fuera de la planta. La panorámica del pavimento, vaga y monocromática, vista a través de los ojos de un ser con la visión nocturna mejorada más allá de la capacidad humana.

Setrakian vio su bastón —el de Sardu— resonando a unos pocos pasos de distancia, como si pudiera extender la mano y tocarlo por última vez.

Pic-pic-pic

Estaba viendo lo que veía el Amo.

Eres un tonto, Setrakian.

El suelo del camión retumbó, y el vehículo se alejó con rapidez. Su visión parecía mecerse hacia delante y hacia atrás, como si la captara a través de un ente que se retorcía entre espasmos de dolor.

¿Creías poder matarme con tu sangre envenenada?

Setrakian se incorporó poniéndose a cuatro patas, confiando en la fortaleza transitoria que le confería su transformación.

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Te he enfermado, strigoi —pensó Setrakian—. Una vez más te he debilitado.

Sabía que el Amo le oía ahora.

Te has convertido.

Finalmente he liberado a Sardu… Y pronto me liberaré a mí mismo.

Setrakian, a punto de convertirse en vampiro, no dijo nada más, arrastrándose más cerca del núcleo a punto de explotar.

La presión se siguió acumulando dentro de la estructura de contención. Una burbuja de hidrógeno letal se expandía sin control. El escudo de hormigón reforzado de acero sólo haría que la explosión final fuera aún más devastadora. El anciano se arrastró moviendo sus brazos y piernas. El cuerpo se iba transformando por dentro, mientras su mente se estremecía con la vista de un millar de ojos y su cabeza cantaba con el coro de mil voces.

La hora cero había llegado. Todos ellos se dirigían a las profundidades subterráneas.

Pic

Silencio, strigoi.

El combustible nuclear llegó a las aguas subterráneas. La tierra debajo de la planta entró en erupción, y el lugar de origen del último Anciano fue borrado junto a Setrakian en ese mismo instante.

Se acabó.

El contenedor a presión se resquebrajó, liberando una nube radiactiva sobre el Long Island Sound.

Gabriel Bolívar, la antigua estrella del rock, esperó en las profundidades de la planta empacadora de carne. Había sido convocado especialmente por el Amo, con el fin de prepararse y de estar listo.

Gabriel, hijo mío.

Las voces zumbaban al unísono en un acorde perfecto, vibrante de fidelidad. El anciano Setrakian y su voz habían sido silenciados para siempre.

Gabriel. El nombre de un arcángel… Nada más apropiado

Bolívar esperó al padre oscuro, sintiendo su proximidad. Sabedor de su victoria en la superficie. Lo único que restaba era aguardar a que el nuevo mundo se restableciera.

El Amo entró en la recámara negra y sucia. Permaneció frente a Bolívar, con la cabeza inclinada en el techo. Bolívar sentía el malestar en el cuerpo del Amo, pero su mente —su palabra— sonaba auténtica como siempre.

En mí, vivirás. En mi sed, en mi voz y en mi aliento. Y viviremos en ti. Nuestras mentes residirán en la tuya y nuestras sangres circularán juntas.

El Amo se quitó su manto, y estiró su largo brazo en el ataúd, sacando un puñado de tierra fértil. Lo introdujo en la boca inmunda de Bolívar.

Y tú serás mi hijo y yo tu padre y ambos reinaremos para siempre.

El Amo estrechó a Bolívar en un abrazo perversamente fraterno. La delgadez de Bolívar era alarmante; parecía muy frágil y pequeño frente a la figura colosal del Amo. Se sintió tragado, poseído; recibido. Por primera vez en la vida —o en la muerte—, Gabriel Bolívar se sintió en casa.

Centenares de gusanos salieron del Amo, aflorando de su piel encarnada. Serpentearon frenéticos a su alrededor, interior y exteriormente, fundiendo a los dos seres en una suerte de bordado carmesí.

Entonces, en un paroxismo agónico, el Amo se desprendió del envoltorio del gigante de antaño, desmoronándose y fragmentándose al chocar contra el suelo. Y, mientras hacía esto, el alma del cazador de niños también encontró la libertad. Desertó del coro, del himno que glorificaba al Amo.

Sardu ya no existía. Gabriel Bolívar se había convertido en una nueva entidad. Bolívar/el Amo escupió la tierra. Abrió la boca y probó su aguijón. La protuberancia carnosa salió con un golpeteo firme y se retrajo.

El Amo volvió a nacer.

Ese cuerpo no le era muy familiar, pues el Amo llevaba mucho tiempo acostumbrado a Sardu, pero su nuevo anfitrión temporal era flexible y fresco. Pronto lo pondría a prueba.

En cualquier caso, la corporeidad humana era de poco interés para él en ese momento. El cuerpo del gigante se había adaptado a la Cosa mientras vivía entre las sombras. Pero el tamaño y la durabilidad del cuerpo-huésped poco importaban ahora. No en este mundo nuevo que había creado a su propia imagen.

El Amo sintió una intrusión humana. Un corazón fuerte, una palpitación agitada. Un niño.

Fuera del túnel contiguo, Kelly Goodweather se acercaba con su hijo Zachary, a quien traía firmemente agarrado. El pequeño temblaba, defendiéndose en una postura de autoprotección. No podía ver nada en la oscuridad, sólo detectaba presencias, cuerpos calientes en el subsuelo fresco. Percibió un olor a amoniaco, a suelo húmedo y a podredumbre.

Kelly se acercó con el orgullo propio de un gato que deposita un ratón en el umbral de su amo. La apariencia física del Amo, revelada ante sus ojos nocturnos en la oscuridad absoluta de la cámara subterránea, no la confundió en lo más mínimo. Ella vio su presencia dentro de Bolívar sin reparo alguno.

El Amo raspó un poco de magnesio de la pared y lo espolvoreó en la cesta de la antorcha. Luego lo picó en la piedra con su uña larga y una lluvia de chispas encendió el pequeño cirio, confiriéndole a la cámara un brillo anaranjado.

Zack vio frente a él a un vampiro famélico, con los ojos rojos brillantes y desorbitados en una vaga expresión. Su mente se le había bloqueado casi por completo debido al pánico, pero todavía quedaba esa pequeña parte de él que confiaba en su madre, y que encontraba sosiego mientras ella estuviera cerca.

Luego, Zack vio el cadáver del vampiro demacrado tendido en el suelo, su piel calcinada por el sol, la carne tan suave como el vinilo suave y todavía reluciente.

La piel de la bestia.

Vio también un bastón apoyado contra la pared de la cueva. La cabeza del lobo comenzaba a ser pasto de las llamas.

El profesor Setrakian.

¡No!

Sí.

La voz estaba dentro de su cabeza. Respondiéndole con el poder y la autoridad con que Zack creía que Dios podría responder algún día a sus oraciones.

Pero ésta no era la voz de Dios. Era la presencia imponente de aquella escuálida criatura que tenía ante él.

—Papá —susurró Zack. Su padre estaba con el profesor. Sus ojos se llenaron de lágrimas—. Papá…

Zack movió la boca, pero la palabra no estuvo acompañada de ninguna señal de aliento. Sus pulmones empezaban a constreñirse. Se tocó los bolsillos en busca de su inhalador. Sus rodillas cedieron y se desplomó al suelo.

Kelly miró a su hijo sin inmutarse. El Amo se había preparado para destruir a Kelly. No estaba acostumbrado a los desplantes, y no podía aceptar que ella no hubiera convertido al niño de inmediato.

Y de repente, el Amo comprendió por qué. El vínculo de Kelly con el chico era tan fuerte, y el amor que sentía por él era tan grande, que se lo había llevado al Amo para que éste lo convirtiera.

Era un acto de devoción. Una ofrenda nacida del amor —el precedente humano— en honor a la necesidad vampírica; un sentimiento que, de hecho, estaba por encima de dicha necesidad.

Y, en efecto, el Amo sentía hambre. Y el niño era un espécimen valioso y se sentiría honrado de recibir al Amo.

Pero ahora… todo se veía diferente bajo la oscuridad de esta nueva noche.

El Amo concluyó que era más provechoso esperar.

Sintió la angustia en el pecho del niño, y cómo primero se aceleraba su corazón y luego empezaba a ralentizarse. El chico estaba en el suelo, cubriéndose la garganta, mientras el Amo se erguía en toda su enormidad frente a él. La criatura se pinchó el dedo con la garra de su dedo medio, teniendo cuidado de no dejar pasar ningún gusano, dejando que una sola gota blanca cayera en la boca abierta del niño y se asentara en su lengua jadeante.

El niño gimió de repente, aspirando aire. Extrañó el sabor a cobre y alcanfor hirviente en su boca, pero volvió a respirar con normalidad. En alguna ocasión, y de manera osada, Zack había lamido los extremos de una batería de nueve voltios; sintió una descarga similar antes de que sus pulmones se abrieran. Miró al Amo —a esa criatura, a esa presencia— con el asombro propio de quien ha sido curado.