INTERLUDIO III

El corazón de Setrakian

Al igual que miles de supervivientes del Holocausto, Setrakian había llegado a Viena en 1947 prácticamente sin dinero alguno, y se estableció en la zona controlada por los soviéticos. Alcanzó un éxito discreto como anticuario reparando y vendiendo muebles adquiridos en sótanos o en herencias sin reclamar en las cuatro zonas de la ciudad.

Uno de sus clientes se convirtió en su mentor: el profesor Ernst Zelman, uno de los pocos sobrevivientes del mítico Weiner Kreis, o Círculo de Viena, una sociedad filosófica de comienzos del siglo XX disuelta por los nazis. Zelman había regresado a Viena después del exilio, tras perder a casi toda su familia a manos del Tercer Reich. Sentía una enorme empatía con el joven Setrakian, y —en una Viena llena de dolor y silencio, en la que hablar del «pasado» y cuestionar el nazismo era considerado aberrante— Zelman y Setrakian encontraron un gran consuelo en la compañía mutua. El profesor Ernst Zelman le permitió a Setrakian sacar todos los ejemplares que quisiera de su selecta biblioteca, y Setrakian, que era soltero e insomne, devoraba los libros de manera rápida y sistemática. Se matriculó por primera vez en la carrera de estudios de Filosofía en 1949, y años más tarde Abraham Setrakian se convirtió en profesor asociado de Filosofía en la Universidad de Viena, por aquel entonces muy fragmentada y permeable.

Después de aceptar la financiación de un grupo encabezado por Eldritch Palmer, un magnate industrial estadounidense con inversiones en la zona de Viena controlada por los aliados que sentía un profundo interés por lo oculto, la influencia y la colección de piezas de Setrakian creció con mucha rapidez durante la década de 1960, coronada por su más importante recompensa: el bastón con la cabeza de lobo de Jusef Sardu, un personaje que había desaparecido misteriosamente.

Pero ciertos acontecimientos y revelaciones terminaron por convencer a Setrakian de que sus intereses y los de Palmer eran incompatibles. Que, en última instancia, el principal objetivo de Palmer era totalmente contrario al propósito que se había trazado Setrakian de cazar y sacar a la luz la sociedad vampírica. Esto desencadenó una ruptura más que desagradable entre los dos.

Setrakian sabía, sin ningún asomo de duda, la identidad del individuo que difundió los rumores de su romance con una estudiante, lo cual condujo a su expulsión de la universidad. Los rumores, por desgracia, eran completamente ciertos, y Setrakian, liberado por la divulgación del secreto, se casó rápidamente con la hermosa Miriam.

Miriam Sacher había contraído polio en su infancia, y caminaba con ayuda de férulas en sus brazos y piernas. Abraham la veía como un pajarito delicado incapaz de volar. Ella, que originalmente era experta en lenguas romances, se había inscrito en varios seminarios de Setrakian y poco a poco captó la atención del catedrático. Era un anatema que un profesor saliera con una estudiante, y Miriam convenció a su acaudalado padre de que contratara a Abraham como su profesor particular. Setrakian tenía que caminar una hora después de tomar dos tranvías que lo llevaban fuera de Viena para llegar a la propiedad de la familia Sacher. La mansión no tenía electricidad, así que Abraham y Miriam leían en la biblioteca a la luz de una lámpara de aceite. Miriam se sentaba en una silla de ruedas de madera y mimbre que Setrakian empujaba entre los estantes cuando necesitaban buscar un libro. Mientras lo hacía, sentía el olor suave y limpio del cabello de Miriam. Un olor que le embriagaba y que, semejante a un recuerdo, lo distraía plácidamente durante las pocas horas que pasaban separados. Pronto, sus intenciones mutuas se hicieron manifiestas, y la discreción dio paso a la angustia cuando se ocultaban en los rincones oscuros y polvorientos para encontrar el aliento en los labios del otro.

Deshonrado por la universidad después de un largo proceso para expulsarlo del profesorado, y enfrentando la férrea oposición de la familia Sacher, el judío Setrakian se fugó finalmente con la joven princesa de sangre azul y contrajeron matrimonio en secreto en Mönchhof. Sólo el profesor Zelman y un puñado de amigos de Miriam estuvieron presentes.

Con el paso del tiempo, Miriam se convirtió en compañera en sus incursiones, en su consuelo durante las épocas de penuria y en una verdadera creyente en su causa. Setrakian se ganó la vida escribiendo pequeños panfletos y trabajando como asesor para distintas casas de antigüedades en toda Europa durante más de una década. Miriam hacía rendir al máximo los modestos ingresos, y sus noches transcurrían sin mayores novedades. Abraham le frotaba las piernas con una mezcla de alcohol, alcanfor y hierbas, masajeándole con paciencia los nudos de sus músculos y tendones doloridos todas las noches, ocultándole el hecho de que, mientras lo hacía, a él le dolían tanto sus manos como a ella las piernas. Una noche tras otra, el profesor le hablaba a Miriam sobre los mitos y conocimientos antiguos, y le contaba historias pertenecientes a la tradición popular llenas de significados ocultos. Abraham terminaba cantándole antiguas canciones de cuna alemanas para ayudarle a aliviar su dolor y hacerle conciliar el sueño.

En la primavera de 1967, Abraham Setrakian detectó el rastro de Eichhorst en Bulgaria, y su sed de venganza contra los nazis reavivó el fuego que ardía en sus entrañas. Eichhorst, el comandante de Treblinka, era el hombre que le había asignado a Setrakian su estrella de artesano. También había prometido en dos ocasiones ejecutar a su carpintero favorito, y hacerlo personalmente. Tal era la suerte que un campo de exterminio le deparaba a un judío.

Setrakian siguió el rastro de Eichhorst en los Balcanes. Albania había sido un país comunista desde el final de la guerra, y por alguna razón el strigoi parecía florecer en ambientes políticos e ideológicos como ése. Setrakian tenía grandes esperanzas de que la pista del antiguo jefe de campo —el dios oscuro de ese reino de la muerte sistematizada— pudiera conducirlo hasta el Amo.

Setrakian dejó a Miriam en un pueblo en las afueras de Shkodër para no quebrantar la naturaleza débil y enfermiza de su esposa, y recorrió quince kilómetros a caballo hasta la antigua ciudad de Drisht. Condujo al reacio animal por escarpadas pendientes de piedra caliza, a lo largo de viejos caminos otomanos que llevaban a la cima de la colina donde estaba el castillo.

El castillo Drisht (Kalaja e Drishtit), erigido como bastión de una cadena de fortificaciones bizantinas, databa del siglo XII. La fortaleza había caído bajo el dominio montenegrino y luego, brevemente, bajo el yugo veneciano, antes de que la región fuera sometida por los turcos en 1478. Ahora, casi quinientos años después, las ruinas de aquel baluarte albergaban una pequeña aldea musulmana con una mezquita diminuta. El castillo en cambio permanecía abandonado, sus muros sucumbiendo ante el ímpetu de la naturaleza.

Setrakian entró en una aldea vacía, con pocas señales de actividad reciente. La vista desde la cima de la montaña a los Alpes Dináricos, hacia el norte, y al mar Adriático y al estrecho de Otranto, al oeste, era amplia y majestuosa.

El castillo en ruinas, con sus siglos de silencio, era un lugar propicio para la caza de vampiros. En retrospectiva, Setrakian tenía que haber advertido que las cosas no eran como parecían.

Descubrió el ataúd en las cámaras subterráneas. Una caja funeraria sencilla y moderna, un hexágono cónico de madera, aparentemente de ciprés, con clavijas de madera en lugar de clavos y bisagras de cuero.

Aún no había caído la noche, pero la luz del lugar no era tan intensa como para permitirle ponerse manos a la obra. Setrakian preparó su espada de plata, decidido a aniquilar a su antiguo verdugo. Esgrimió el florete y levantó la tapa con sus dedos torcidos.

Pero estaba vacía. En realidad, no tenía fondo. Estaba empotrada en el suelo, y funcionaba como una especie de trampilla. Setrakian sujetó una lámpara a su bolsa y miró hacia abajo.

El suelo estaba a casi cinco metros de profundidad, y se veía la boca de un túnel que salía hacia fuera.

Setrakian agarró varias herramientas —incluyendo una linterna de repuesto, un juego de pilas y sus largos cuchillos de plata (aún le faltaba descubrir las propiedades letales de la luz ultravioleta de rango C, así como el advenimiento de la venta comercial de lámparas UV)— y dejó todos sus víveres y casi toda el agua. Ató una cuerda a las cadenas de la pared y descendió por el túnel-ataúd. El olor a amoniaco producto de las evacuaciones del strigoi era penetrante, y Setrakian caminó con cuidado para no ensuciarse las botas. Avanzó por los pasajes, escuchando a cada paso y dejando marcas en las paredes para no extraviarse en las bifurcaciones del túnel, hasta que, al cabo de algún tiempo, advirtió que había regresado a las marcas iniciales.

Sopesó la situación, decidió volver sobre sus pasos y regresar a la entrada que había debajo de la caja sin fondo. Subiría de nuevo, se prepararía y esperaría a que los habitantes salieran cuando cayera la noche.

Pero cuando regresó a la entrada, miró hacia arriba y observó que la tapa del ataúd había sido cerrada y que la cuerda había desaparecido.

Setrakian había perseguido durante años al strigoi, así que no reaccionó con miedo a este giro imprevisto de los acontecimientos, sino con rabia. Se dio la vuelta de inmediato, y se internó de nuevo en los túneles, con la certeza de que su supervivencia dependía del hecho de ser el depredador y no la presa.

Esta vez tomó una ruta diferente y se topó con una familia de cuatro aldeanos. Eran strigoi, sus ojos rojos resplandecieron ante la presencia de Setrakian, reflejados nítidamente bajo el rayo de la linterna.

Pero estaban muy débiles para atacarle. La madre fue la única en ponerse a cuatro patas, y Setrakian advirtió en su rostro la característica principal de un vampiro desnutrido: el oscurecimiento de la carne, la articulación del mecanismo del aguijón sobresaliendo de la piel estirada en la garganta, y un aspecto aturdido y somnoliento.

Él los liberó sin mayor esfuerzo, despiadadamente.

No tardó en encontrar a otras dos familias, una más fuerte que la otra, pero ninguno supuso realmente un desafío. En otra cámara, vio los restos de un pequeño strigoi en lo que parecía ser un intento de canibalismo vampírico.

Pero aun así, no vio la menor señal de Eichhorst.

Cuando exterminó la antigua red subterránea de vampiros, después de cerciorarse de que no existía ninguna otra salida, regresó a la cámara que estaba debajo del ataúd cerrado. Cinceló con su daga un punto de apoyo en la pared de roca, y comenzó a horadar un poco más arriba, en la pared opuesta. Mientras trabajaba durante horas —la plata había sido una mala elección para hacer ese trabajo, pues se agrietaba y deformaba, mientras que las empuñaduras y los mangos de hierro resultaron ser más útiles—, se preguntó sobre el pueblo fantasma del strigoi que había encontrado antes de internarse en las ruinas del castillo. Su presencia tenía poco sentido. Algo iba mal, pero Setrakian se resistió a hacer un análisis exhaustivo y dejó a un lado su ansiedad para concentrarse en la misión que tenía por delante.

Horas después —o quizá días—, sin agua y con pocas pilas, se apoyó en los dos asideros inferiores para labrar un tercero. Tenía las manos cubiertas con una mezcla de sangre y polvo, y difícilmente podía sostener sus herramientas. Finalmente, apoyó otro pie contra la pared lisa y alcanzó la tapa del ataúd.

Subió después de impulsarse con sus últimas fuerzas.

Salió de allí casi enloquecido y paranoico. El paquete que había dejado fuera ya no estaba, y con él, sus escasos víveres y el agua. Sediento, salió del castillo a la luz redentora del día. El cielo estaba nublado. Tuvo la sensación de que habían trascurrido varios años.

Su caballo yacía sin vida a un lado del camino, destripado, el cuerpo frío.

El cielo se abrió sobre él mientras se apresuraba a regresar a la aldea. Un agricultor, que le había asentido con la cabeza mientras se dirigía al castillo, le dio un poco de agua y unas galletas duras como rocas a cambio de su reloj estropeado, y Setrakian, tras una buena dosis de pantomima para tratar de entender y de ser entendido, supo que había pasado tres crepúsculos y tres auroras bajo tierra.

Finalmente, decidió regresar a la villa que había alquilado, pero no encontró a Miriam. No había dejado una nota ni un indicio de su paradero, algo poco habitual para su forma de proceder. Fue hasta una casa vecina, y luego a la que estaba enfrente. Finalmente, un hombre le abrió la puerta, aunque sólo a medias.

No, no había visto a su esposa, le dijo el labriego en lengua franca. Setrakian vio a una mujer acurrucada detrás del hombre y le preguntó si les había sucedido algo.

El hombre le explicó que dos niños habían desaparecido de la aldea la noche anterior. Se sospechaba que había sido una bruja.

Setrakian regresó a la pequeña villa. Se sentó pesadamente en una silla, sosteniendo la cabeza con sus manos fracturadas y llenas de costras, y aguardó la caída de la noche, esperando a que regresara su querida esposa.

Acudió a él en medio de la lluvia, sin las muletas y aparatos ortopédicos que le habían dado soporte a sus extremidades durante su existencia humana. Tenía el cabello húmedo, la piel blanca y lustrosa, y la ropa empapada de barro. Se acercó a él con la cabeza erguida y la altivez de una mujer de la alta sociedad que se apresta a darle la bienvenida a un neófito en su círculo privado. A su lado estaban los dos niños del pueblo a quienes había convertido: un niño y una niña todavía enfermos a causa de la transformación.

Miriam tenía las piernas rectas y muy oscuras. La sangre se había acumulado en la parte inferior de sus extremidades, y sus manos y pies estaban considerablemente ennegrecidos.

Atrás habían quedado sus pasos tímidos y endebles, aquel modo de andar atrofiado que Setrakian había tratado de fortalecer y confortar durante cada una de las noches que habían compartido juntos.

De qué manera tan completa y rápida se había transformado, pasando de ser el amor de su vida a esta criatura enloquecida, cubierta de fango y de mirada flamígera. Era ya un strigoi que le había cogido el gusto a los niños que no pudo soportar en vida.

Setrakian se levantó de la silla y, con un llanto hondo y silencioso, una parte suya quiso claudicar, irse al infierno con ella y entregarse al vampirismo en medio de su desesperación.

Sin embargo, la destruyó con el mismo amor que le había prodigado en vida, con el rostro cubierto de lágrimas. También despachó a los niños, sin reparar en sus cuerpos corrompidos, aunque en el caso de Miriam decidió conservar una parte de ella.

Aunque sepamos que lo que hacemos es una locura, no por ello dejamos de hacerla. Setrakian cortó y extrajo el corazón enfermo de su esposa, el órgano corrupto que latía con el ansia de un gusano de sangre, y lo introdujo dentro de un bote de conservas.

«La vida es una locura —pensó Setrakian, al concluir aquel acto de carnicería, mirando alrededor de la habitación—. Y también el amor».

Flatlands

DESPUÉS DE PASAR un último momento con el corazón de su difunta esposa, Setrakian dijo algo que Fet dificultosamente oyó, y no pudo entender: «Perdóname, querida». Acto seguido comenzó a trabajar.

Seccionó el corazón no con una hoja de plata, lo que habría sido fatal para el gusano, sino con un cuchillo de acero inoxidable, seccionando el órgano abominable con pequeños tajos. El gusano sólo intentó escapar cuando Setrakian acercó el corazón a las lámparas UV que estaban en el borde de la mesa. Más grueso que un cabello, delgado y rápido, el gusano capilar rosado salió disparado, apuntando en primer lugar a los dedos retorcidos que sujetaban el mango del cuchillo. Pero Setrakian estaba alerta y lo arrojó al centro de la mesa. Lo pinchó con el cuchillo, partiendo el gusano en dos. A continuación, Fet cubrió los extremos separados con dos vasos grandes. Los gusanos se regeneraron, tanteando el borde interior de sus nuevas jaulas. El anciano se dispuso a adelantar su experimento. Fet se recostó en un taburete, mirando a los gusanos revolcarse en el interior del vidrio, impulsados por su sed de sangre. Fet recordó las palabras que Setrakian le había dirigido a Eph a propósito de la destrucción de Kelly: «En el acto de liberar a un ser querido… saborearás el significado de la conversión. Ir en contra de todo lo que eres. Ese acto lo cambia a uno para siempre». Y las que le dirigió Nora cuando hablaron del amor como la verdadera víctima de la plaga, el instrumento de nuestra perdición, el amor humano corrompido por la necesidad vampírica que se revela cuando los insepultos regresan a por sus seres queridos.

—¿Por qué no te mataron en los túneles? —le preguntó Fet—. Después de todo, era una trampa.

Setrakian levantó la vista para mirarlo.

—Lo creas o no, en aquel entonces tenían miedo de mí. Yo estaba en la flor de la juventud, era fuerte y estaba lleno de vitalidad. Ellos son temibles, es cierto, pero debes tener en cuenta que su número era muy reducido por aquel entonces. Su instinto de conservación era primordial. La expansión desenfrenada de su especie era un tabú. Pero tenían que hacerme daño. Y ciertamente lo consiguieron.

—¿Aún tienen miedo de ti? —preguntó Fet.

—No de mí, sino de lo que represento. De lo que sé. Pero ¿qué puede hacer un anciano contra una horda de vampiros?

Fet no creía para nada en la humildad de Setrakian.

—Creo que el hecho de que no nos hayamos rendido, la idea de que el espíritu humano prevalece ante la adversidad absoluta, realmente les intriga —continuó diciendo el anciano—. Ellos son arrogantes. Su origen, si logramos confirmarlo, dará testimonio de ello.

—¿Cuál es su origen, entonces?

—Una vez que tengamos el libro y esté completamente seguro…, te lo diré.

La señal de la radio comenzó a desvanecerse, y Fet fue el primero en atribuirlo a su oído defectuoso. Giró la manivela, alimentando la unidad y manteniéndola en funcionamiento. Las voces humanas habían sido reemplazadas en las ondas por una fuerte interferencia y unos tonos agudos y esporádicos. Pero una emisora deportiva aún seguía transmitiendo, y aunque aparentemente todos sus brillantes comentaristas habían desaparecido, un locutor solitario seguía al frente de las emisiones. Hablaba de temas muy variados, pasando de los Yankees-Mets-Gigantes-Jets-Rangers a las actualizaciones de noticias obtenidas de Internet y de los ocasionales radioyentes que llamaban.

«… La página web del FBI nos informa de que el doctor Ephraim Goodweather permanece bajo custodia federal a raíz de un incidente en Brooklyn. Se trata del prófugo y ex oficial del CDC de la ciudad de Nueva York que emitió aquel vídeo, ¿lo recuerdan? El del hombre encadenado como un perro en el cobertizo. ¿Se acuerdan de aquella criatura demoniaca de aspecto histérico y extravagante? ¡Ésos eran los buenos tiempos! En fin…, dicen que ha sido arrestado por… ¿qué? ¿Intento de asesinato? ¡Por Dios! ¡Justo cuando crees que puedes obtener algunas respuestas verídicas! Es decir, ese tipo estuvo presente cuando todo comenzó, si la memoria no me traiciona, ¿no? Él subió al avión, al vuelo 753. Y era buscado por el asesinato de uno de los primeros pacientes examinados, un tipo que trabajaba para él, creo que su nombre era Jim Kent. Por lo tanto, es obvio que algo le pasa a este tipo. En mi opinión, creo que le harán lo mismo que a Lee Harvey Oswald. Dos balazos en las tripas, y lo silenciarán para siempre. Otra pieza de este rompecabezas gigantesco que nadie parece poder armar. ¿Hay alguien que tenga alguna pista sobre el particular, cualquier idea o teoría? Si tu teléfono sigue funcionando, llámame a la línea deportiva…».

Setrakian se sentó con los ojos cerrados.

—¿Intento de asesinato? —preguntó Fet.

—Palmer —dijo Setrakian.

—¡Palmer! —exclamó Fet—. ¿Quieres decir que no es una acusación falsa?

La sorpresa inicial de Fet no tardó en transformarse en solidaridad.

—¡Dispararle a Palmer!

—¡Santo cielo! ¿Por qué no se me había ocurrido eso?

—Me alegra que no se te ocurriera.

Fet se pasó los dedos por la parte superior de la cabeza, como si estuviera despertándose a sí mismo.

—Uno más uno es igual a dos, ¿eh? —Dio un paso atrás, mirando a través de la puerta entreabierta en dirección a la fachada. La tarde moría allá afuera, detrás de las ventanas—. ¿Así que sabías esto?

—Lo sospechaba.

—¿Y no intentaste detenerlo?

—Comprendí que era imposible. A veces, un hombre tiene que actuar siguiendo sus propios impulsos. Compréndelo, él es un médico y un científico inmerso en una pandemia cuyo origen desafía todo aquello que él creía saber. Súmale a eso el conflicto personal que supone la conversión de su esposa. Tomó el camino que creía correcto.

—Una movida audaz. ¿Crees que habría tenido repercusiones en caso de no haber fallado?

—Oh, creo que sí. —Setrakian reanudó su trabajo.

Fet sonrió.

—No creía que fuera capaz.

—Estoy seguro de que él tampoco.

Fet creyó ver una sombra cruzar por las ventanas de delante. La imagen apareció de perfil en su periferia visual. Le pareció haber visto a un ser grande.

—Creo que tenemos un cliente —dijo Fet, apresurándose hacia la puerta de atrás.

Setrakian sostuvo su bastón con cabeza de lobo, retirando la parte superior y dejando al descubierto unos cuantos centímetros de plata pura.

—Prepárate —le dijo Fet. Tomó su pistola de clavos y una espada, y se deslizó por la puerta de atrás, temiendo la presencia del Amo.

Fet vio al hombretón en la acera de atrás tan pronto cerró la puerta. Era un hombre de cejas pobladas, corpulento y de unos sesenta años, tan grande como él mismo.

Tenía una pierna ligeramente más larga que la otra. Venía con las dos manos abiertas, con el mismo ademán de un luchador.

No era el Amo. Ni siquiera un vampiro. Los ojos del hombre así lo revelaron. Incluso los recién convertidos en vampiros se mueven de un modo extraño, más como animales o insectos que como seres humanos.

Otras dos personas bajaron de una furgoneta del Departamento de Obras Públicas. Uno de ellos, bajito, corpulento y de aspecto amenazante, iba totalmente cubierto de joyas, gruñendo como un perro callejero cubierto de bisutería. El otro era más joven y sostenía la punta de una espada larga en dirección a Fet, apuntándole a la garganta.

Sabían lo que hacían.

—Soy humano —les dijo Fet—. Si estáis buscando algo que robar, os informo de que lo único que tengo aquí es veneno para ratas.

—Estamos buscando a un anciano —dijo una voz detrás de Fet.

Se dio la vuelta, y sus compañeros se mantuvieron frente a él. Era Gus. El cuello roto de su camisa desgarrada revelaba parcialmente la frase «soy como soy» tatuada en su clavícula. Llevaba un cuchillo largo de plata en la mano. Eran tres pandilleros latinos y un viejo ex luchador de manos tan grandes como un par de filetes.

—Está oscureciendo, muchachos —señaló Fet—. Deberíais seguir vuestro camino.

—¿Y ahora qué? —preguntó Creem, que llevaba una manopla de plata.

—¿Dónde está el viejo? —le dijo Gus a Fet.

Fet disimuló. Esos pillos con aire de punks estaban armados hasta los dientes, y él no los conocía. Además, era desconfiado por naturaleza.

—No sé de quién me estáis hablando.

Gus no le creyó.

—O contestas o vamos de puerta en puerta, cabrón.

—Impresionante. Puede que lo hagas, pero antes te voy a presentar a un amiguito —le dijo Fet, señalando la pistola de clavos—. Este primor es muy desagradable. El clavo penetra en los huesos y se aloja en ellos. Produce un daño irreversible, ya se trate de un vampiro o no. Te escucharé gritar cuando intentes sacarte un clavo de los ojos, cholo cabrón.

—Vasiliy —dijo Setrakian, saliendo por la puerta trasera con su bastón.

Gus vio las manos del anciano. Completamente deterioradas, tal como lo recordaba. El prestamista se veía aún más envejecido y pequeño. Aunque se habían conocido casi una semana atrás, tenía la impresión de que habían pasado varios años. Gus se enderezó, sin saber si el anciano lo reconocería.

Setrakian lo miró desde arriba.

—De la cárcel.

—¿La cárcel? —preguntó Fet.

Setrakian extendió la mano y le dio a Gus unas palmaditas afectuosas en el brazo.

—Escuchaste; aprendiste. Y sobreviviste.

A güevo. Yo sobreviví, y tú lograste salir.

—Tuve un golpe de buena suerte —dijo Setrakian, observando a los demás—. ¿Y tú, amigo? El enfermo. ¿Hiciste lo que tenías que hacer?

Gus se estremeció al recordar.

—Hice lo que tenía que hacer. Y sigo desde entonces.

Ángel hurgó en la mochila que llevaba al hombro, y Fet le apuntó con su pistola de clavos.

—Tranquilo, grandullón —dijo.

Ángel sacó la caja de plata que había encontrado en la casa de empeños.

Gus se la arrebató, sacó la tarjeta que había dentro y le entregó la caja al prestamista.

Contenía la dirección de Fet.

Setrakian notó que la caja estaba abollada y ennegrecida, y una de sus esquinas deformada por el calor.

—Enviaron a un escuadrón a por ti —dijo Gus—. Utilizaron el humo para camuflar su ataque durante el día. Estaban registrando la tienda cuando llegamos. —Gus señaló a los demás—. Tuvimos que volar tu casa en pedazos para salir de allí con la sangre aún roja.

Setrakian mostró un atisbo de lástima.

—Entonces ¿te has unido a la lucha?

—¿Quién, yo? —preguntó Gus, blandiendo su espada de plata—. No. Yo soy la lucha. Me los he estado despachando durante todos estos días; han sido demasiados para contarlos.

Setrakian observó más de cerca el arma de Gus, demostrando un gran interés.

—Si se puede saber, ¿de dónde has sacado esas armas tan extraordinarias?

—De la mismísima fuente —dijo Gus—. Vinieron a por mí cuando yo seguía con las manos esposadas, huyendo de la ley. Me raptaron cuando estaba en la calle.

La expresión de Setrakian se oscureció.

—¿Quiénes son «ellos»?

—Ellos… Los Antiguos.

—¿Los Ancianos? —preguntó Setrakian.

—Mal asunto —comentó Fet.

—Por favor —dijo Setrakian, haciéndole señas a Fet para que guardara la compostura—. Explícate.

Gus hizo un relato de la oferta que le habían hecho los Ancianos, quienes tenían a su madre como rehén, y cómo había reclutado a los Zafiros de Jersey City para que trabajaran a su lado como cazadores diurnos.

—Mercenarios —acotó Setrakian.

Gus tomó aquello como un cumplido.

—Estamos fregando el suelo con sangre de leche. Un escuadrón implacable de la muerte, asesinos eficaces de vampiros. Más bien diría que les estamos sacando la mierda…

Ángel asintió. Ese chico le resultaba simpático.

—Los Ancianos —dijo Gus— creen que todo esto es un ataque concertado. Que están violando las normas de crianza, con el riesgo de exponerlos. Impacto y asombro, supongo…

Fet tosió una carcajada.

—¿Supones? Estás bromeando, ¿verdad? Desertores escolares y asesinos de mierda: vosotros no tenéis ni idea de lo que está pasando aquí. Ni siquiera sabéis de qué lado estáis.

—Espera, por favor. —Setrakian mandó callar a Fet con un gesto, y meditó—. ¿Ellos saben que habéis venido a buscarme?

—No —respondió Gus.

—Pronto lo sabrán. Y no se alegrarán. —Setrakian alzó las manos, tranquilizando a Gus, que parecía confundido—. No te preocupes. Todo es un gran enredo, una situación complicada para cualquier persona a quien le circule sangre roja en las venas. Por eso me complace mucho que me hayas buscado de nuevo.

Fet había aprendido a disfrutar del resplandor que asomaba a los ojos del anciano cuando se le ocurría una idea. Esto lo ayudó a relajarse un poco.

—Quizá puedas hacer algo por mí —le dijo Setrakian a Gus.

Gus le lanzó una mirada penetrante a Fet, como si le dijera: «Ahí tienes».

—Dime no más —le respondió a Setrakian—. Te debo mucho.

—Nos llevarás a ver a los Ancianos.

Agencia del FBI, Brooklyn-Queens

EPH SE SENTÓ SOLO en una sala para los agentes, apoyando los codos sobre la mesa y frotándose las manos con calma. La sala olía a café rancio, aunque no se veía taza alguna. La luz de la lámpara del techo se proyectaba en un espejo, iluminando la huella dactilar de una sola mano, el rastro fantasmal de un interrogatorio anterior.

Era extraña la sensación de ser observado, incluso analizado. Afecta a todo lo que haces, tu misma postura, la forma en que te humedeces los labios o cómo te miras en el espejo, detrás del cual acechan tus captores. Si las ratas de laboratorio supieran que su comportamiento es objeto de estudio, entonces cada experimento con un laberinto y un trozo de queso tendría una dimensión adicional.

Eph esperó las preguntas de los agentes, quizá con mayor interés del que tenía el FBI por sus respuestas. Esperó que el interrogatorio le diera algún indicio de la investigación en curso y, al hacerlo, le dejara saber hasta qué punto la policía y los poderes fácticos entendían la dimensión de la invasión vampírica. Había leído una vez que quedarse dormido antes del interrogatorio era una señal casi inequívoca de la culpabilidad de un sospechoso, debido a que, de algún modo, la falta de un desahogo físico para la ansiedad extenuaba las mentes culpables, lo cual estaba relacionado con una necesidad inconsciente de ocultarse o escapar. Eph estaba muy cansado y dolorido, pero ante todo sintió alivio. Todo había terminado para él: estaba arrestado bajo custodia federal. No habría más luchas ni batallas. De todos modos, él era de poca utilidad para Setrakian y Fet. Con Zack y Nora a salvo, fuera de la zona de peligro, dirigiéndose en dirección sur hacia Harrisburg, le pareció que estar sentado allí, en aquella sala, era preferible a calentar el banquillo.

Dos agentes entraron sin presentarse. Lo esposaron con las manos al frente, y no en la espalda, lo cual le pareció extraño a Eph, lo levantaron de la silla y se lo llevaron.

Lo condujeron más allá de un calabozo semivacío, hasta un ascensor con clave de acceso. Nadie dijo nada mientras subían. La puerta se abrió ante un pasillo estrecho, y luego bajaron unas escaleras que llevaban a una puerta en la azotea.

Un helicóptero estaba estacionado allí, sus rotores girando y cortando el aire nocturno. Hacía mucho ruido para hacer preguntas; Eph subió agachado al vientre del pájaro mecánico en compañía de los dos agentes y se sentó mientras le abrochaban el cinturón del asiento.

El helicóptero sobrevoló Kew Gardens y Brooklyn. Eph vio las calles en llamas, mientras el aparato serpenteaba entre los grandes penachos de humo negro y espeso. Toda aquella devastación rabiosa debajo de él. Decir que la escena era surrealista no alcanzaría ni siquiera a describirla.

Vio que cruzaban el East River y se preguntó adónde lo llevaban. Observó las luces de las patrullas policiales y los camiones de los bomberos en el puente de Brooklyn, pero no coches ni personas en movimiento. No tardaron en sobrevolar el Bajo Manhattan, entonces el helicóptero descendió y los edificios más altos le bloquearon la vista.

Eph sabía que el cuartel general del FBI estaba en la plaza Federal, unas pocas manzanas al norte del ayuntamiento. No obstante, sobrevolaron el distrito financiero.

El helicóptero subió de nuevo, dirigiéndose a la única azotea iluminada en varias manzanas a la redonda: un anillo rojo con luces de seguridad demarcaba el perímetro de un helipuerto.

El aparato se posó con suavidad, y los agentes le desabrocharon el cinturón de seguridad. Lo levantaron de su asiento sin ponerse de pie: básicamente lo arrojaron a la azotea con unas cuantas patadas.

Permaneció en cuclillas, con el aire azotando su ropa mientras el helicóptero se elevaba de nuevo, girando en el aire y zumbando en la distancia de regreso a Brooklyn. Estaba inerme, con las manos esposadas, en medio de la plataforma desierta.

Sintió un olor a quemado y a sal marina, la troposfera sobre Manhattan ahogada por el humo. Recordó la estela de polvo blanca y gris del World Trade Center, que se elevó y se asentó de nuevo, propagándose por el horizonte como una nube de desesperación.

Ahora era una nube negra bloqueando las estrellas, haciendo la noche oscura todavía más tenebrosa.

Dio una vuelta, desconcertado. Caminó más allá del anillo de las luces rojas, alrededor de una unidad de aire acondicionado, vio una puerta abierta con una luz débil que salía del interior. Se dirigió hacia allí, y se detuvo con las manos esposadas y extendidas, preguntándose si debería entrar o no, hasta que comprendió que no tenía otra opción. Tenía que decidirse entre guardar prudencia o ser atrevido y explorar el interior.

La luz roja y tenue provenía de una señal de salida. Una escalera larga conducía a otra puerta abierta. Más allá había un pasillo alfombrado con una iluminación sofisticada. Un hombre vestido con un traje oscuro permanecía de pie, con las manos en jarras sobre la cintura. Eph se detuvo, buscando hacia dónde correr.

El hombre no dijo nada y permaneció inmóvil. Eph percibió que era un ser humano, y no un vampiro.

A su lado, empotrado en la pared, había un logotipo con un astro negro, dividido en dos por una línea azul metálica. Era el símbolo corporativo del Grupo Stoneheart. Eph se dio cuenta, por primera vez, de que parecía una ilustración del sol oculto guiñando un ojo.

Sintió una descarga de adrenalina en su cuerpo y se preparó para pelear. Pero el hombre de Stoneheart se dio media vuelta, se dirigió hacia la puerta del extremo de la sala y la abrió.

Eph caminó hacia él, con cautela, pasando al lado del hombre y cruzando la puerta. El hombre no lo siguió, y Eph se encontró al otro lado.

Varias obras de arte adornaban las paredes de la amplia habitación, lienzos gigantes que describían imágenes de pesadilla y abstracciones violentas. Una música se escuchaba débilmente, el volumen sincronizándose con sus oídos mientras se desplazaba por la habitación.

En un rincón del edificio de paredes de vidrio, y mirando hacia el norte de la atribulada isla de Manhattan, había una mesa dispuesta para una sola persona.

Un haz de luz difusa iluminaba la tela blanca, haciéndola brillar. Un mayordomo, camarero o criado entró después de Eph, y le acercó una silla solitaria. Eph lo miró. Era un hombre entrado en años, un empleado interno de toda la vida, que lo observó sin mirarlo a los ojos, de pie, esperando realmente a que su huésped tomara el asiento que le había ofrecido. Y así lo hizo Eph. El criado empujó la silla debajo de la mesa, abrió una servilleta, la dejó en su muslo derecho, y se retiró.

Eph miró los grandes ventanales. El reflejo creaba la ilusión de estar sentado fuera, en una mesa suspendida a unos setenta y ocho pisos de Manhattan, mientras que allá abajo la ciudad se debatía en un paroxismo de violencia.

Un zumbido leve atentaba contra la agradable sinfonía de fondo. Una silla de ruedas motorizada emergió de la oscuridad, y Eldritch Palmer, manipulando los mandos con su mano frágil, avanzó por el suelo pulido hacia el lado opuesto de la mesa.

Eph se dispuso a incorporarse, pero el señor Fitzwilliam, el guardaespaldas y enfermero de Palmer, irrumpió en medio de las sombras. El tipo parecía salirse de su traje, su corte de pelo anaranjado le confería el aspecto de tener un incendio sobre su pétrea cabeza.

Eph desistió y se sentó de nuevo.

Palmer se acercó y la parte frontal de los brazos de su silla quedó alineada con la mesa. Luego miró a Eph. La cabeza de Palmer parecía un triángulo invertido: una base ancha con venas en forma de «S» sobre las sienes, que se estrechaba en un mentón tembloroso a causa de su edad.

—Tiene una puntería terrible, doctor Goodweather —le dijo Palmer—. Haberme matado podría haber impedido un poco nuestro avance, pero sólo temporalmente. Sin embargo, su atentado le causó un daño hepático irreversible a uno de mis guardaespaldas. Debo decir que no es precisamente un acto muy propio de un héroe.

Eph no dijo nada, todavía aturdido por el traslado tan repentino de la sede del FBI en Brooklyn al ático de Palmer en Wall Street.

—Setrakian le envió para matarme, ¿no es verdad? —comentó Palmer.

—No lo hizo. A decir verdad, creo que intentó disuadirme a su manera. Lo hice por mi propia cuenta —respondió Eph.

Palmer frunció el ceño, decepcionado.

—Debo admitir que me gustaría que fuera él quien estuviera aquí, en su lugar. Alguien que tuviera al menos relación con lo que he hecho, con el alcance de mis logros. Alguien que pudiera entender la magnitud de mis actos, aunque los condene.

Palmer le hizo una señal al señor Fitzwilliam.

—Setrakian no es el hombre que usted cree que es —continuó el millonario.

—¿No? —preguntó Eph—. ¿Quién es entonces?

El señor Fitzwilliam se acercó con un aparatoso equipo médico provisto de ruedas, una máquina cuya función no le era familiar a Eph.

—Cree que es un hombre anciano y bondadoso, un mago blanco —prosiguió Palmer—. Un genio humilde.

Eph permaneció en silencio mientras Fitzwilliam levantaba la camisa a Palmer, dejando al descubierto unas válvulas dobles implantadas en sus muñecas; la carne del anciano estaba cubierta de cicatrices. Fitzwilliam conectó dos tubos de la máquina a las válvulas, sellándolas con esparadrapo, y luego encendió el aparato. Parecía ser un alimentador.

—Pero es un insensato. Un carnicero, un psicópata, y un erudito caído en desgracia. Un fracaso en toda la extensión de la palabra —señaló Palmer.

Esas palabras hicieron sonreír a Eph.

—Si fuera tan fracasado, no estaríamos hablando de él ahora, ni usted desearía que yo fuera él.

Palmer pestañeó somnoliento. Levantó la mano de nuevo; una puerta lejana se abrió y apareció una figura. Eph se preparó, preguntándose qué le tendría reservado Palmer, si aquel canalla tendría acaso sed de venganza, pero sólo se trataba del criado, que traía una pequeña bandeja en la punta de los dedos.

Puso un cóctel frente a Eph, con los cubitos de hielo flotando en el líquido ambarino.

—Me han dicho que a los hombres les gustan las bebidas fuertes —señaló Palmer.

Eph miró la copa y luego a Palmer.

—¿Qué es esto?

—Un manhattan —dijo Palmer—. Me ha parecido apropiado.

—No me refiero a la maldita bebida. ¿Por qué me ha traído aquí?

—Es usted mi invitado para la cena. Una última cena. No la suya: la mía —dijo Palmer, señalando con su cabeza la máquina alimentadora.

El criado regresó con una bandeja cubierta por una tapa de acero inoxidable. La dejó frente a Eph y retiró la tapadera. Un bacalao negro glaseado, patatas pequeñas y una mezcla de verduras orientales, todo ello apetitoso y humeante.

Eph miró el plato que habían colocado sobre la mesa.

—Vamos, doctor Goodweather, usted no ha visto una comida como ésta en varios días. Y no crea que pienso manipularlo, envenenarlo ni drogarlo. Si yo deseara su muerte, el señor Fitzwilliam, aquí presente, se encargaría rápidamente de eso y acto seguido daría cuenta de su cena.

En realidad, Eph estaba buscando los cubiertos.

Tomó el cuchillo de plata de ley, levantándolo en el aire para observar el reflejo de la luz.

—Sí, es de plata —señaló Palmer—. Esta noche no hay vampiros.

Eph tomó el tenedor con sus ojos fijos en Palmer; partió el pescado y sus esposas sonaron. Palmer lo observó llevarse un bocado a la boca y masticarlo, mientras los jugos de la comida detonaban en su lengua reseca y su estómago rugía de hambre.

—Han pasado ya varias décadas desde la última vez que ingerí alimentos por vía oral —dijo Palmer—. Me acostumbré a no comer mientras me recuperaba de varias intervenciones quirúrgicas. En realidad, puedes perder el gusto por la comida con una facilidad sorprendente.

Observó cómo Eph masticaba y tragaba.

—Al cabo de un tiempo, el simple acto de comer llega a parecer bastante animal. Grotesco, de hecho. Nada diferente de un gato comiéndose a un pájaro muerto. El tracto digestivo conformado por boca, garganta y estómago es un medio de alimentación muy burdo. Y por lo tanto, primitivo.

—Para ustedes, todos nosotros somos unos simples animales, ¿verdad? —comentó Eph.

—El término aceptado es «clientes» —anotó Palmer—. Pero ciertamente, nosotros, la clase superior, nos hemos valido de esos impulsos humanos básicos, evolucionando considerablemente a través de su explotación. Hemos monetizado el consumo, manipulado la moral y las leyes para dominar a las masas con el miedo o el odio, y al hacerlo, hemos logrado crear un sistema de enriquecimiento y remuneración que ha concentrado casi toda la riqueza del mundo en manos de unos pocos. Creo que el sistema ha funcionado bastante bien durante los últimos dos mil años. Pero todo lo bueno debe terminar. Y tras el reciente desplome del mercado bursátil, ya lo ha visto, es evidente que hemos estado cimentando un objetivo imposible. El dinero se acumula sobre el dinero en una espiral interminable. Quedan dos opciones: el colapso total, que no le atrae a nadie, o que los más ricos pisen el acelerador a fondo y se queden con todo. Y en eso estamos.

—Ha traído al Amo hasta aquí. Hizo los preparativos para que viajara en ese avión —señaló Eph.

—Desde luego. Pero, doctor, he estado tan obsesionado durante los últimos diez años con la orquestación de este plan que hacerle un relato pormenorizado sería desperdiciar las últimas horas que me quedan.

—¿Está vendiendo a la raza humana para asegurarse una vida eterna, como vampiro?

Palmer juntó las manos como en un gesto de oración, y se las frotó para calentarse un poco.

—¿Sabía que esta isla fue alguna vez el hogar de tantas especies diferentes como las que alberga hoy el Parque Nacional de Yellowstone?

—No, no lo sabía. ¿De modo que nosotros los humanos ya sabíamos cuál era nuestro destino? ¿Eso es lo que quiere decir?

Palmer esbozó una sonrisa casi imperceptible.

—No, eso no es cierto. Sería demasiado moralista. Todas las especies dominantes han asolado la Tierra con un entusiasmo similar, en mayor o igual medida. Mi opinión es que la Tierra no importa. El cielo tampoco. Todo el sistema está estructurado en torno a un amplio deterioro y a su eventual renacimiento. ¿Por qué valora tanto a la humanidad? Creo que puede ver cómo todo se les está yendo de las manos. Se están desintegrando. ¿Esa sensación es tan mala realmente?

Eph recordó —con un poco de vergüenza— su apatía mientras esperaba a ser interrogado por el FBI. Miró con disgusto el cóctel que Palmer esperaba que bebiera.

—La decisión más inteligente hubiera sido llegar a un acuerdo —prosiguió Palmer.

—Yo no tenía nada que ofrecer —observó Eph.

Palmer meditó en esto.

—¿Por eso todavía se resiste?

—En parte. ¿Por qué deberían divertirse únicamente las personas como usted?

El millonario dejó descansar sus manos en el apoyabrazos, con un aire de certeza cercano a la revelación.

—Son los mitos, ¿no? Las películas, los libros y las fábulas: se han arraigado profundamente. El entretenimiento que vendíamos tenía por objeto aquietaros. Manteneros sometidos, sin que dejarais de soñar. Necesitábamos que siguierais deseando, que tuvierais esperanzas y ambiciones. Cualquier cosa que desviara vuestra atención de la sensación animal y se volcara a la ficción de una existencia superior, de un propósito más elevado. Algo que estuviera más allá del ciclo del nacimiento, reproducción y muerte.

Una sonrisa de satisfacción afloró en el rostro de Palmer. Eph tomó la palabra, señalándolo con el tenedor.

—Pero ¿no es eso lo que está haciendo ahora precisamente? Piensa que está a punto de ir más allá de la muerte. Por lo tanto, cree en las mismas ficciones.

—¿Yo? ¿Una víctima de ese gran mito? —Palmer sopesó esa posibilidad, pero pronto la descartó—: Me he labrado un nuevo destino. Estoy renunciando a la muerte para alcanzar la liberación. Creo que la humanidad, que tanto conmueve su corazón, ya está subyugada y totalmente programada para el sometimiento.

Eph levantó la mirada.

—¿Subyugación? ¿Qué quiere decir con eso?

—No voy a darle una información detallada —respondió Palmer, haciendo un gesto de negación—. Y no porque tema que pueda hacer algo heroico con dicha información. Es demasiado tarde. La suerte ya está echada.

Eph hizo un recuento mental. Recordó el discurso que había dado Palmer ese mismo día, los tres puntos de su propuesta.

—¿Por qué una cuarentena ahora? ¿Para qué quieren aislar las ciudades? ¿Cuál es su objetivo? A menos que pretendan reunirnos en una manada.

Palmer no respondió.

—No pueden convertir a todo el mundo —continuó Eph—, porque se quedarían sin sangre para alimentarse. Ustedes necesitan una fuente de suministro fiable.

Eph pensó en la tercera propuesta y ató cabos. Un sistema de distribución de alimentos. La planta empacadora de carne.

—¿Es…? No…

Palmer posó sus viejas manos en el regazo.

—¿Qué pasa con las plantas de energía nuclear? ¿Por qué necesitan que entren en funcionamiento? —lo presionó Eph.

—La suerte ya está echada —repitió Palmer.

Eph dejó su tenedor, limpiando la hoja del cuchillo con la servilleta antes de depositarlo en el plato. Esas revelaciones habían espantado su necesidad biológica de consumir proteínas.

—No está loco, después de todo —dijo Eph, intentando descifrarlo—. Ni siquiera está mal. Está desesperado, y ciertamente es usted un megalómano. Absolutamente perverso. ¿Todo esto obedece al miedo que siente un hombre rico frente a la muerte? ¿Está tratando de comprar una manera de evitarla? ¿Realmente está eligiendo una alternativa? Pero ¿para qué? ¿Qué no ha hecho ya para conseguir lo que desea? ¿Qué otras cosas podría anhelar?

Por un brevísimo instante, los ojos de Palmer mostraron un indicio de fragilidad, incluso de miedo. Y entonces se reveló tal como era: un hombre frágil, viejo y enfermo.

—Usted no entiende, doctor Goodweather. Toda mi vida he estado enfermo. No tuve infancia ni adolescencia. He luchado contra mi propia podredumbre durante tanto tiempo como puedo recordar. ¿Qué si le temo a la muerte? Todos los días camino a su lado. Lo que quiero ahora es trascenderla. Silenciarla. ¿Qué he ganado con mi condición humana? Todos los placeres que he sentido han estado manchados por el áspero susurro de la decadencia y de la enfermedad.

—Pero ¿ser un vampiro? Una…, ¿una criatura? ¿Un chupasangre o algo peor?

—Bueno…, se han hecho ciertos arreglos. Seré exaltado en cierto modo. Incluso en la siguiente fase tiene que haber un sistema de clases, como ya sabe. Y me han prometido un lugar en la cúspide.

—Es una promesa hecha por un vampiro, por un virus. Pero ¿y qué hay de su voluntad? Él se apoderará de ella como lo ha hecho con la de todos los demás. ¿De qué le sirve eso? Simplemente cambiaría un susurro por otro…

—Me han tratado peor, créame. Pero es muy amable por su parte mostrar preocupación por mi bienestar. —Palmer miró los grandes ventanales, más allá de su reflejo, hacia la ciudad moribunda—. Cualquier persona preferiría un destino diferente, supongo. Pero tarde o temprano le darán la bienvenida a nuestra alternativa. Ya lo verá. Aceptarán cualquier sistema y cualquier orden que les prometa una ilusión de seguridad. —Palmer miró hacia atrás—. No ha probado su bebida.

—Tal vez no estoy tan preprogramado. Tal vez las personas son más impredecibles de lo que piensa —dijo Eph.

—No lo creo. Cada modelo tiene sus anomalías individuales. Un médico y científico reputado se convierte en un asesino. Es divertido, ¿no le parece? La mayoría de los seres humanos carece de visión, de una visión de la verdad. De la capacidad de actuar con una certeza absoluta. No la tienen, reconózcalo. Como grupo, un rebaño, según sus palabras, son fáciles de manejar, y maravillosamente previsibles. Capaces de venderse, de convertirse, de matar a los que dicen amar a cambio de un poco de paz mental o de un bocado de comida.

Palmer se encogió de hombros, decepcionado de que Eph hubiera terminado de comer y de que la cena hubiera llegado a su fin.

—Ahora regresará de nuevo al FBI.

—¿Esos agentes están involucrados? ¿Hasta dónde llega esta conspiración?

—¿«Esos agentes»? —Palmer negó con la cabeza—. Al igual que en cualquier institución burocrática (el CDC, pongamos por caso), una vez que controlas los estamentos superiores, el resto de la organización simplemente cumple las órdenes. Los Ancianos han actuado así durante años, y el Amo no es la excepción. ¿No ve que los gobiernos fueron instituidos precisamente por esa razón? Así que no hay ninguna conspiración, doctor Goodweather. Ésta es la misma estructura que ha existido desde que se lleva la cuenta del tiempo.

Fitzwilliam desconectó a Palmer del alimentador.

Eph advirtió que Palmer ya era un vampiro a medias; el paso de la alimentación por vía intravenosa a una dieta de sangre no era muy grande.

—¿Por qué me ha hecho venir?

—No ha sido para regodearme. Creo que eso ha quedado claro. Y mucho menos para aliviar las tribulaciones de mi alma. —Palmer se rió entre dientes antes de adoptar un aire serio—. Ésta es mi última noche en calidad de humano. Cenar con mi aspirante a asesino me pareció un colofón exquisito… Mañana, doctor Goodweather, existiré en un lugar fuera del alcance de la muerte. Y su raza existirá de una forma que está más allá de todo lo que hayan podido imaginar hasta ahora.

—¿Mi raza? —dijo Eph, interrumpiéndolo.

—Les he entregado a un nuevo Mesías y la cuenta está saldada. Los constructores de mitos tenían razón, excepto en la caracterización que hicieron del segundo advenimiento del Mesías. Dios promete la vida eterna y el Amo la hace posible. En efecto, él resucitará a los muertos. Presidirá el Juicio Final. Y establecerá su reino sobre la Tierra.

—¿Y qué gana usted con eso? ¿Se convertirá en un hacedor de reyes? Parece un ser sin autonomía que se limita a cumplir sus órdenes.

Palmer frunció sus labios resecos de una manera condescendiente.

—Ya veo. Otro intento torpe de sembrar dudas en mí. El doctor Barnes me advirtió que era muy obstinado. Pero supongo que tendrá que intentarlo una y otra vez.

—No estoy intentando nada. Si no puede darse cuenta de que él le ha estado manipulando, entonces lo que se merece es una buena bronca.

Palmer conservó su expresión flemática. Pero algo más se escondía detrás de ésta.

—Mañana —dijo— será el día.

—¿Y por qué aceptó él compartir el poder con otro ser? —preguntó Eph. Se incorporó, dejando caer las manos debajo de la mesa. Comenzó a improvisar, pero se sentía lúcido—. Piense en ello. ¿Qué tipo de obligación lo ata a él a este acuerdo? ¿Qué van a hacer ustedes dos? ¿Darse la mano? No son hermanos de sangre, todavía no. En el mejor de los casos, mañana a esta hora se habrá convertido en una sanguijuela más de su colmena. Se lo dice un epidemiólogo. Los virus no hacen negocios.

—Él no sería nada sin mí.

—Querrá decir sin su dinero. Sin su influencia mundana. Todo lo cual… —Eph asintió al mirar hacia abajo— ha dejado de existir.

Fitzwilliam se apartó de Eph.

—El helicóptero ha regresado. Así que buenas noches, doctor Goodweather —dijo Palmer, antes de comenzar a alejarse en su silla—. Y adiós.

—Él ha estado convirtiendo personas a diestro y siniestro. Así que pregúntese lo siguiente: si es usted tan malditamente importante, Palmer, ¿por qué le hace esperar en la fila?

Palmer se fue alejando despacio. Fitzwilliam ayudó a incorporarse a Eph, que había tenido suerte: el cuchillo de plata que llevaba escondido en la cintura del pantalón sólo le rozó el muslo.

—¿Y a ti que te han ofrecido? —le preguntó Eph a Fitzwilliam—. Estás demasiado sano para soñar con la vida eterna como una sanguijuela.

Fitzwilliam no dijo nada. Eph sentía el cuchillo todavía apretado contra su cadera mientras era conducido de nuevo a la azotea.