Otoño de 1944
La carreta tirada por bueyes avanzaba dando tumbos sobre la tierra y la hierba enmarañada, rodando obstinadamente por el campo. Los bueyes eran bestias de fuerte constitución, al igual que la mayoría de los animales de tiro castrados, y sus colas delgadas y trenzadas se balanceaban sincronizadas como las varillas de un péndulo.
El conductor tenía las manos callosas a fuerza de sujetar los estribos. El acompañante que estaba sentado a su lado llevaba una túnica negra sobre unos pantalones humildes del mismo color. Alrededor de su cuello colgaban las cuentas de un rosario, perteneciente a un sacerdote polaco.
Pero aquel hombre joven que llevaba vestiduras sacras no era sacerdote.
Ni siquiera era católico.
Era un judío disfrazado.
Un automóvil se acercó por detrás y les dio alcance en medio del camino lleno de baches; era un transporte militar ruso que los adelantó por el lado izquierdo. El conductor de la carreta no hizo ningún gesto de respuesta al paso de los soldados, y utilizó su larga vara para arriar a los bueyes entre la humareda levantada por el tubo de escape del motor diésel.
—No importa lo rápido que vaya —comentó una vez que se hubo desvanecido la nube de humo—. Al final, todos llegamos al mismo destino, ¿verdad, padre?
Abraham Setrakian no respondió, pues ya no estaba muy seguro de la veracidad de esas palabras.
El grueso vendaje que llevaba en el cuello era una estratagema. Había logrado comprender bastante la lengua polaca, pero no podía hablarla tan bien como para hacerse entender.
—Lo han golpeado, padre —le dijo el conductor de la carreta—. Le han partido las manos.
Setrakian se las miró. Los nudillos fracturados no se le habían curado bien mientras estuvo huido. Un cirujano local se había apiadado de él tratando de curar las articulaciones medias, aliviando en parte el dolor causado por la superposición de los huesos. Quedó con un poco de movilidad en ellos, más de lo que podría haber esperado. El cirujano le dijo que sus articulaciones empeorarían progresivamente con el paso del tiempo.
Setrakian las estiraba durante el día, soportando todo el dolor que podía, en un esfuerzo por aumentar su flexibilidad. La guerra había ensombrecido la esperanza de todos los hombres de llevar una vida larga y productiva, pero Setrakian había decidido que, sin importar los años que tuviera por delante, nunca se consideraría un inválido.
No reconoció la campiña a su regreso, pero ¿cómo podría hacerlo? Había llegado a esa localidad en un tren cerrado y desprovisto de ventanas. Abandonó el campo de concentración cuando se produjo el levantamiento, y lo hizo simplemente para internarse en lo más profundo del bosque. Miró las vías del tren, pero, al parecer, los raíles habían sido arrancados. Sin embargo, su huella seguía allí, como una cicatriz atravesando los cultivos. Un año no era demasiado tiempo como para que la naturaleza restañara aquella vía de la infamia.
Setrakian se apeó en la última curva, no sin antes bendecir al campesino que conducía la carreta.
—No se quede mucho tiempo aquí, padre —le dijo el conductor, antes de azotar a los bueyes para que reanudaran la marcha—. Este sitio está cubierto por un oscuro manto.
Setrakian contempló el balanceo rítmico de los animales, y ascendió por el camino apisonado. Llegó a una modesta casa de ladrillos situada al lado de un campo de alta hierba, al cuidado de unos pocos trabajadores. El campo de concentración conocido como Treblinka había sido construido con un carácter transitorio. Fue concebido como un matadero humano provisional, diseñado para la máxima eficacia, destinado a desaparecer por completo una vez que cumpliera su objetivo. No se les tatuaron los brazos a los prisioneros, como en Auschwitz, y los trámites se redujeron al mínimo. El campamento fue camuflado como una estación de tren con una taquilla falsa, un nombre ficticio (Obermajdan) y una lista de falsas conexiones ferroviarias. Los arquitectos de los campos de concentración de la Operación Reinhard habían planeado el crimen perfecto a una escala delirantemente genocida.
Poco después de la revuelta de los prisioneros, Treblinka fue desmantelado y demolido en el otoño de 1943. La tierra fue arada y se construyó una granja con el fin de que los habitantes locales pudieran entrar para desmontar el lugar. La casa fue construida con ladrillos de las viejas cámaras de gas. Un guardia ucraniano, de nombre Strebel, y su familia se instalaron allí como ocupantes. Los trabajadores ucranianos del campamento eran antiguos prisioneros de guerra soviéticos reclutados para el servicio. El objetivo del campo de concentración —el asesinato en masa— había trastornado a todos y cada uno de ellos. Setrakian había visto con sus propios ojos cómo estos ex prisioneros —especialmente los ucranianos de origen alemán, a quienes se les asignó la responsabilidad de encargados de sección o de cuadrilla— sucumbieron a la corrupción del campo de concentración, así como al sadismo y al enriquecimiento personal.
Setrakian no podía recordar a Strebel simplemente por su nombre, pero sí recordaba con claridad los negros uniformes de los ucranianos, así como la crueldad con que utilizaban las culatas de sus fusiles. Setrakian había escuchado que Strebel y su familia habían abandonado recientemente estas tierras de cultivo, huyendo ante el avance del Ejército Rojo. Pero Setrakian, en su condición de párroco de la aldea situada a unos cien kilómetros de distancia, también conocía historias que describían una plaga maligna que se había abatido sobre la región aledaña al antiguo campo de concentración. Se murmuraba que la familia de Strebel había desaparecido una noche sin previo aviso, y sin llevarse ni una sola de sus pertenencias.
Esta última historia era la que más le intrigaba a Setrakian.
Había llegado a sospechar que el ucraniano se habría vuelto parcial o quizá totalmente loco dentro del campo. ¿Habría visto Strebel lo mismo que él creía haber presenciado? ¿O acaso el vampiro que se alimentaba de algunos prisioneros judíos no era más que un producto de su imaginación, un mecanismo de supervivencia, un golem frente a las atrocidades nazis que su mente se negaba a aceptar?
Sólo en ese momento sintió la fortaleza suficiente para buscar una respuesta. Al llegar a la casa de ladrillo, cuando pasó entre los hombres que labraban el campo, vio que no eran trabajadores, sino pobladores que habían traído sus herramientas para cavar la tierra en busca del supuesto oro y joyas que pudieran haber dejado los judíos tras su exterminio. Aunque lo único que conseguían desenterrar era alambres de púas y algunos fragmentos óseos.
Lo miraron con recelo, como si existiera otro código de conducta para los saqueadores, por no hablar de usurpar bienes en zonas delimitadas de forma imprecisa. Sus ropas no les impedían excavar ni minaban su determinación. Es probable que unos pocos hubieran hecho una pausa para agachar la cabeza, no precisamente en señal de vergüenza, sino como acostumbran hacerlo los saqueadores expertos, esperando a que él reanudara su marcha antes de seguir cavando para usurpar los bienes enterrados.
Setrakian dejó atrás el antiguo campo de concentración y retomó su antigua ruta de escape, que se internaba en lo más profundo del bosque. Después de dar muchas vueltas en falso llegó a las ruinas romanas, que parecían tener el mismo aspecto de antes. Entró en la cueva donde se había enfrentado y destruido al nazi Zimmer, a pesar de sus manos destrozadas, para llevarlo después a la luz del día y verlo calcinarse bajo el sol. Setrakian registró el interior de las ruinas y percibió algo en las huellas que había en las losas desgastadas de la entrada: la cueva mostraba señales de haber sido ocupada recientemente.
Setrakian salió con rapidez y sintió una opresión en el pecho mientras permanecía en el exterior de las ruinas pestilentes. Percibió algo maligno. El sol se estaba ocultando en el oeste, y muy pronto la oscuridad se cerniría sobre toda la comarca.
Cerró los ojos como un sacerdote en oración. Pero no estaba invocando a un ser superior. Se estaba concentrando en sí mismo, tratando de aplacar su miedo y de aceptar la tarea que le había sido encomendada.
Regresó a la granja. Los lugareños ya se habían ido a casa, y el terreno estaba tan gris e inmóvil como el cementerio que realmente era.
Entró en la casa. Hizo una inspección rápida para asegurarse de que estaba solo. Se llevó un susto cuando llegó a la sala. En una pequeña mesa para leer, junto a la silla más cómoda de la habitación, una pipa de madera descansaba de lado. Setrakian estiró su mano, tomó la pipa con sus dedos retorcidos e inmediatamente recordó algo.
Esa pipa era suya. En la Navidad de 1942, un capitán ucraniano le había ordenado tallar cuatro pipas que quería dar como obsequio.
La pipa tembló en su mano mientras imaginaba al guardia Strebel sentado en aquella habitación con su familia, rodeado por los ladrillos de los hornos de la muerte, disfrutando de la picadura del tabaco y de la fina voluta de humo que ascendía hasta el techo, en el mismo lugar donde habían ardido los pozos de fuego y el hedor de la inmolación se elevaba hacia el cielo como una horrible súplica.
Setrakian partió la pipa en dos con su mano, la dejó caer al suelo, y terminó de aplastarla con el talón, temblando con una furia inusitada. No obstante, su ira se aplacó tan súbitamente como había aparecido.
Regresó a la rústica cocina. Encendió una vela y la puso en la ventana que daba al bosque. Luego se sentó frente a la mesa.
A solas en esa casa, mientras flexionaba sus manos fracturadas, Setrakian recordó el día en que entró en la iglesia de la aldea. Había salido en busca de alimentos, siendo un fugitivo, y descubrió que la casa parroquial estaba vacía.
Todos los sacerdotes católicos habían sido detenidos y llevados a otro lugar. Setrakian encontró unas vestimentas en el pequeño refectorio adyacente a la iglesia y, más por necesidad que por cualquier otra cosa —las noches eran muy frías, sus ropas estaban hechas jirones y no tenía cómo coserlas—, se enfundó una sotana sin seguir ningún plan premeditado. Salió ataviado con las ropas religiosas, de las que nadie sospechó mientras duró la guerra. De modo subrepticio, y tal vez a causa de la sed religiosa acumulada a lo largo de aquel año oscuro, los habitantes acudieron a él, aireando sus confesiones a aquel joven ataviado con ropas sagradas que les ofrecía una bendición con sus destrozadas manos.
Setrakian no era el rabino que su familia esperaba que llegara a ser. Algún día sería otra cosa muy diferente, aunque extrañamente similar.
Fue allí, en aquella iglesia abandonada, donde tuvo que lidiar con aquello de lo cual había sido testigo, preguntándose a veces cómo eso —desde el sadismo de los nazis a la extravagancia del gran vampiro— podía haber sido real. Sus manos destrozadas eran su única prueba. Para entonces, el campo de concentración, tal como le habían informado los refugiados a quienes les había ofrecido «su» iglesia como santuario —campesinos que habían huido de la Armia Krajowa, desertores de la Wehrmacht o de la Gestapo—, había sido borrado de la faz de la Tierra.
Después del crepúsculo, cuando la totalidad de la noche se adueñó del campo, un silencio misterioso descendió sobre la granja. El lugar distaba de ser un sitio apacible a esa hora, y sin embargo, las zonas aledañas se vieron envueltas en un silencio solemne. Era como si la noche estuviera conteniendo el aliento.
No tardó en llegar un visitante. Apareció en la ventana, la palidez de su cara de gusano iluminada por la llama vacilante de la vela contra el cristal delgado y burdo. Setrakian había dejado la puerta abierta, y el visitante entró, avanzando pesadamente, como si se estuviera recuperando de alguna enfermedad grave y penosa.
Setrakian se volvió hacia el hombre con una incredulidad nerviosa. Era Hauptmann, Sturmscharführer de las SS, su capataz en el campo de concentración. Era el hombre responsable de la carpintería y de todos los llamados «judíos artesanos», que prestaban servicios cualificados a las SS y a los ucranianos. El antes impecable uniforme de la Schutzstaffel, de color negro ónix, estaba hecho jirones, y las hilachas dejaban al descubierto sendos tatuajes de las SS en sus antebrazos, ahora desprovistos de vello. Los botones brillantes habían desaparecido, al igual que el cinturón y la gorra negra. Aún exhibía las calaveras de la insignia de las SS-Totenkopfverbände en el cuello negro y desgastado. Sus botas de cuero del mismo color, otrora relucientes, estaban agrietadas y cubiertas de mugre. Sus manos, su boca y su cuello estaban manchados con la sangre negra y reseca de antiguas víctimas, y un halo de moscas serpenteaba alrededor de su cabeza.
Cargaba unos sacos de arpillera en sus largas manos. ¿Por qué razón, se preguntó Setrakian, había venido ese oficial de la Schutzstaffel a recoger tierra del sitio que una vez había sido Treblinka? Esa tierra fertilizada con el gas y la ceniza del genocidio.
El vampiro lo miró desdeñoso con sus ojos de un color rojo metálico.
Abraham Setrakian.
La voz provenía de otro lugar, y no de la boca del vampiro. Sus labios ensangrentados permanecieron inmóviles.
Escapaste de la fosa.
La voz en el interior de Setrakian era cavernosa y profunda, y reverberaba como si su columna vertebral fuera un tenedor a punto de doblarse. Lo mismo sucedía con su voz, de dimensiones polifónicas. El gran vampiro. Aquel a quien había visto en el campo de concentración hablaba a través de Hauptmann.
—Sardu —le dijo Setrakian, dirigiéndose a él por el nombre de la forma humana que había adoptado, el noble gigante de la leyenda, Jusef Sardu.
Veo que estás vestido como un hombre santo. Alguna vez me hablaste de tu Dios. ¿Crees que fue Él quien te salvó de la fosa en llamas?
—No —respondió Setrakian.
¿Todavía buscas destruirme?
Abraham guardó silencio. Pero su respuesta era afirmativa.
El ser pareció leer su pensamiento, y su voz burbujeó con lo que sólo podría describirse como placer.
Eres resistente, Abraham Setrakian, al igual que la hoja que se niega a caer.
—¿Qué es esto? ¿Por qué sigues aquí?
¿Te refieres a Hauptmann? Fue creado para facilitar mi presencia en el campo de concentración. Al final lo convertí. Y él se alimentó de los jóvenes oficiales a quienes una vez favoreció. Tenía un gusto especial por la sangre aria pura.
—Entonces… hay otros.
El administrador en jefe. Y el médico.
Eichhorst, pensó Setrakian. Y el doctor Dreverhaven. Sí, así era. Setrakian los recordaba claramente a los dos.
—¿Y Strebel y su familia?
Strebel no me interesaba en absoluto, salvo en calidad de alimento. Destruimos los cuerpos como el suyo después de alimentarnos, antes de que empiecen a convertirse. Ya lo ves, los alimentos se han vuelto escasos aquí. Vuestra guerra es una molestia. ¿Qué sentido tiene crear más bocas para alimentar?
—Entonces, ¿qué haces aquí?
Hauptmann inclinó la cabeza de un modo nada natural, y su garganta emitió un cloqueo semejante al de una rana.
¿Por qué no lo llamamos nostalgia? Echo de menos la eficiencia del campo. Me he malacostumbrado debido a las ventajas y comodidades del bufet humano. Y ahora… estoy cansado de responder a tus preguntas.
—Sólo una más. —Setrakian miró de nuevo las manos de Hauptmann, manchadas de tierra—. Un mes antes del levantamiento, Hauptmann me ordenó que le hiciera un armario muy grande. Me dio la madera, un ébano importado de grano muy grueso. Me entregó un dibujo para que yo lo tallara en las puertas exteriores.
Así es. Trabajas bien, judío.
Hauptmann lo había llamado un proyecto «especial». En ese momento, Setrakian, que no tenía otra opción, creyó que estaba fabricándole un mueble a un oficial de las SS en Berlín. Tal vez incluso al mismo Hitler.
Pero no. Fue mucho peor.
La historia me había enseñado que el campo de concentración estaba condenado al fracaso. Ninguno de los grandes experimentos logra ser duradero. Yo sabía que la fiesta terminaría, y que pronto tendría que ponerme en marcha. Una de las bombas de los aliados había caído en un objetivo no deseado: en mi cama. Así que necesitaba una nueva. Y ahora tengo la certeza de tenerla conmigo en todo momento.
Era la ira, y no el miedo, la causa de la agitación de Setrakian.
Él había fabricado el ataúd del gran vampiro.
Y ahora, Hauptmann debe alimentarse. No me sorprende en absoluto que hayas vuelto aquí, Abraham Setrakian. Parece que ambos conservamos sentimientos especiales por este lugar.
Hauptmann dejó caer las bolsas llenas de tierra. Setrakian permaneció de pie mientras el vampiro se acercaba a la mesa, y retrocedió contra la pared.
No te preocupes, Abraham Setrakian. No te arrojaré a los animales. Creo que deberías unirte a nosotros. Tienes un carácter fuerte. Tus huesos sanarán, y tus manos volverán a sernos útiles.
Setrakian sintió el extraño calor de Hauptmann. El vampiro irradiaba su fiebre, y apestaba a la tierra que había recogido.
Abrió su boca desprovista de labios y Setrakian pudo ver la punta del aguijón interior, listo para atacarlo.
Miró los ojos rojos del vampiro Hauptmann, y esperó a que la cosa-Sardu mirara hacia atrás.
Hauptmann cerró su mano sucia en torno a la venda que cubría el cuello de Setrakian. El vampiro le arrancó la gasa, dejando al descubierto una pieza de plata brillante que le cubría la garganta, el esófago y las arterias principales. El vampiro abrió los ojos de par en par, mientras se tambaleaba hacia atrás, repelido por la placa protectora de plata que Setrakian le había encargado al herrero de la aldea.
Hauptmann sintió el frío de la pared opuesta en su espalda. Gimió debilitado y confundido. No obstante, Setrakian advirtió que simplemente se estaba preparando para su próximo ataque.
Resistente hasta el final.
Mientras Hauptmann se disponía a abalanzarse sobre Setrakian, éste sacó, de entre los pliegues de su sotana, un crucifijo de plata, uno de cuyos extremos tenía una punta afilada, y se lo hundió hasta la mitad.
El asesinato del vampiro nazi fue un acto de pura liberación. Para Setrakian, representó una oportunidad de venganza sobre el suelo de Treblinka, así como un golpe contra el gran vampiro y sus oscuros procedimientos. Pero ante todo, sirvió como una confirmación de su cordura. Sí, lo que él había visto en el campamento era cierto.
Sí, el mito era incuestionable.
Y sí…, la verdad era terrible.
El asesinato selló el destino de Setrakian. A partir de entonces, dedicó su vida al estudio de los strigoi, y a cazarlos.
Se quitó la sotana esa noche, la cambió por el atuendo de un humilde campesino, y limpió con fuego la punta blanquecina de su daga-crucifijo. Al salir, acercó la vela a la sotana y a unos trapos, y abandonó la casa maldita, con la luz de las llamas destellando a sus espaldas.