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Jueves, 4 de noviembre

Los espejos son portadores de malas noticias, pensó Abraham Setrakian, de pie bajo la lámpara verde y fluorescente de la pared, con su mirada fija en el espejo del baño. El anciano estaba contemplando un cristal aún más viejo que él. Los bordes estaban ennegrecidos por los años, y una podredumbre se deslizaba cada vez más hacia el centro. Hacia su reflejo. Hacia él.

Morirás pronto.

El espejo de plata le anunció eso. Había estado a un paso de la muerte en varias ocasiones, o en circunstancias peores, pero esto era diferente. Su imagen le reveló este hecho inevitable. Y sin embargo, de algún modo, Setrakian encontró alivio en la verdad que contenían los espejos antiguos, sinceros y puros. Éste era una pieza magnífica de principios del siglo XX, bastante pesada, sujeta a la pared con un alambre trenzado, sobresaliendo de los viejos azulejos en ángulo descendente. En su vivienda había unos ochenta espejos enmarcados, colgados de las paredes, de pie sobre el suelo, apoyados en estantes de libros. Él los coleccionaba compulsivamente. De la misma forma que aquel que ha atravesado un desierto conoce el valor del agua, a Setrakian le resultaba imposible abstenerse de comprar un espejo de plata, especialmente si se trataba de uno pequeño y portátil.

Pero ante todo, confiaba en las virtudes de su antigüedad. A despecho del mito popular, los vampiros ciertamente se reflejan. No son muy diferentes de la imagen de un ser humano en un espejo moderno y fabricado en serie. Pero cuando los espejos tienen soportes de plata, su reflejo se distorsiona. Algunas propiedades físicas de la plata reproducen con distorsiones visuales a estas monstruosidades inoculadas con el virus, a modo de advertencia.

Al igual que el espejo del cuento de Blancanieves, un espejo con marco de plata simplemente no puede mentir. Así pues, Setrakian observó su rostro en el espejo —situado entre el aparatoso lavabo de porcelana y el armario donde guardaba sus polvos y ungüentos, las pomadas para la artritis y el bálsamo caliente para calmar el dolor de sus articulaciones endurecidas—, y lo estudió con detenimiento. Se enfrentó a su creciente debilidad y la aceptación de que su cuerpo era sólo eso: un cuerpo. Envejecido y debilitado. En decadencia. Hasta el punto de no saber con certeza si podría sobrevivir al trauma corporal de un cambio brusco. No todas las víctimas lograban sobrevivir.

Su rostro. Mostraba líneas profundas como huellas dactilares. La impronta del tiempo estaba marcada firmemente en él. Había envejecido veinte años de la noche a la mañana. Sus ojos se veían pequeños, opacos y amarillentos como el marfil. El color de su piel se estaba apagando, y su cabello se asentaba en el cuero cabelludo como fina hierba plateada azotada por una tormenta.

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Escuchó la llamada de la muerte. Escuchó el bastón. Su corazón.

Miró sus manos retorcidas, moldeadas por la simple voluntad de empuñar y sostener el mango de plata del bastón-espada, pero difícilmente podía hacer algo con cierta destreza.

La batalla con el Amo lo había debilitado mucho. Era incluso más fuerte de lo que Setrakian recordaba o suponía. Aún debía meditar en sus propias teorías sobre la resistencia del Amo a la luz solar directa, que ciertamente lo había debilitado y lacerado, pero no lo había eliminado. Los rayos ultravioleta que arrasan con el virus deberían haberlo atravesado con la contundencia de diez mil espadas de plata, y a pesar de ello, aquella criatura terrible había logrado escapar. ¿Qué es la vida, al final, sino una serie de pequeñas victorias y de grandes fracasos? Pero ¿qué otra cosa podía hacer él? ¿Rendirse?

Setrakian nunca se había rendido.

Lo único que tenía en ese momento eran sus propias recriminaciones. Si hubiera hecho esto en lugar de aquello. Si hubiera podido dinamitar el edificio donde sabía que se encontraba el Amo. Si Eph le hubiera dejado morir en lugar de salvarlo en el último momento, cuando su situación era crítica…

El corazón le volvió a latir deprisa, tan sólo con recordar las oportunidades desperdiciadas. Latidos fuertes e irregulares. Agitado. Como un niño impaciente que estuviera en su interior, ansioso por correr y correr.

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Un zumbido ronroneó por encima de los latidos de su corazón.

Setrakian lo conocía bien: era el preludio del olvido, al despertar en una sala de emergencias, si es que había algún hospital funcionando…

Sacó una pastilla blanca del estuche con uno de sus rígidos dedos. La nitroglicerina previene la angina de pecho al dilatar los vasos que llevan la sangre al corazón, incrementando el flujo y el suministro de oxígeno. Era un comprimido sublingual, y lo introdujo debajo de su lengua reseca para disolverlo.

No sintió la sensación dulce e inmediata de hormigueo. En escasos minutos se aquietaría el murmullo de su corazón.

La píldora de efecto rápido le devolvió la calma. Tantas conjeturas, tantas recriminaciones y lamentos eran un desperdicio de actividad cerebral.

Allí estaba él. Su Manhattan adoptivo lo llamaba, mientras se desmoronaba irremediablemente.

Había transcurrido ya una semana desde que el 777 había aterrizado en el aeropuerto JFK. Una semana desde la llegada del Amo y el comienzo de la epidemia. Desde la emisión de las primeras noticias, Setrakian lo había previsto con tanta certeza como se intuye la muerte de un ser querido cuando suena el teléfono a una hora inusual. Las noticias del avión funesto invadieron la ciudad. Los motores de la aeronave se apagaron por completo minutos después de aterrizar sin contratiempos, deteniéndose súbitamente en la pista de rodaje. Los funcionarios de los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades abordaron el avión con trajes de contacto y encontraron muertos a todos los pasajeros y miembros de la tripulación, a excepción de cuatro «supervivientes». Pero éstos no estaban en buenas condiciones, pues el síndrome de su enfermedad aumentó por obra y gracia del Amo. Oculto dentro de su ataúd en la bodega del avión, el Amo había cruzado el océano gracias a la riqueza y a la influencia de Eldritch Palmer, un hombre moribundo que se había decidido, no a morir, sino más bien a intercambiar el control del planeta por una dosis de eternidad.

Después de un día de incubación, el virus se activó en los pasajeros muertos, quienes se levantaron de sus mesas en la morgue y propagaron la enfermedad por las calles de la ciudad.

Setrakian sabía cuál era la verdadera magnitud de la epidemia, pero el resto del mundo se resistió a la horrible verdad. Desde entonces, otro avión había detenido sus motores poco después de aterrizar en Heathrow, el aeropuerto de Londres, deteniéndose cuando hacía tránsito entre la pista de rodaje y la puerta de embarque. En el aeropuerto de Orly, un jet de Air France aterrizó sin que ninguno de sus ocupantes diera señales de vida. Lo mismo sucedió en el aeropuerto internacional de Narita, en Tokio. En el Franz Joseph Strauss de Múnich. En el famoso y seguro Ben Gurion International de Tel Aviv, donde comandos antiterroristas irrumpieron en el avión, que estaba a oscuras en la pista, y vieron a los 126 pasajeros muertos, o al menos sin señales de vida. A pesar de todo, no se emitieron alertas de búsqueda en las zonas de carga ni órdenes para destruir los aviones de inmediato. Todo sucedía demasiado rápido, y la desinformación y la incredulidad estaban a la orden del día.

Lo mismo sucedió en Madrid, Pekín, Varsovia, Moscú, Brasilia, Auckland, Oslo, Sofía, Estocolmo, Reikiavik, Yakarta, Nueva Delhi. Algunos territorios más militaristas habían tenido el acierto de declarar una cuarentena inmediata en los aeropuertos, acordonando los aviones con tropas militares, y sin embargo… Setrakian no podía dejar de sospechar que estos aterrizajes fueron tanto una distracción táctica como un intento de propagar la infección. Sólo el tiempo diría si estaba en lo cierto, aunque, en realidad, el tiempo ahora era limitado y valioso.

Por ahora, los strigoi originales —la primera generación de vampiros, las víctimas del Regis Air y sus seres queridos— habían comenzado su segunda fase de maduración. Se estaban acostumbrando cada vez más a su entorno y a sus nuevos cuerpos. Estaban aprendiendo a adaptarse, a sobrevivir y a prosperar. Atacaban tan pronto anochecía, y las noticias informaban de «disturbios» en amplios sectores de la ciudad, lo cual era parcialmente cierto: los saqueos y el vandalismo campaban a plena luz del día, pero nadie mencionó que aquella actividad se incrementaba en horas de la noche. Debido a los tumultos a lo largo y ancho del país, toda la infraestructura comenzó a desmoronarse. El suministro de alimentos sufrió serias dificultades y los sistemas de distribución se hicieron cada vez más lentos. Las ausencias laborales aumentaron, la mano de obra disponible comenzó a escasear, y los apagones y cortes de electricidad se quedaron sin reparar. La reacción de la policía y de los bomberos se redujo al mínimo, y los índices de violencia callejera y de incendios provocados se dispararon.

El fuego ardía por todas partes. Los saqueadores campaban a sus anchas.

Setrakian miró su rostro con el deseo de entrever una vez más al hombre joven que había en su interior. Tal vez incluso al niño. Pensó en Zachary Goodweather, que estaba abajo, en la habitación de huéspedes al otro lado del pasillo. Y, de alguna manera, el anciano que estaba en el ocaso de su vida sintió lástima de aquel niño de once años que estaba en las postrimerías de la infancia. A punto de perder su estado de gracia, acechado por una criatura no-muerta que ocupaba el cuerpo de su madre…

Setrakian se dirigió al vestidor de su habitación en busca de una silla. Se sentó, cubriéndose la cara con una mano, esperando a que desapareciera aquella sensación de aturdimiento.

La sensación de aislamiento de las grandes tragedias intentaba apoderarse de él en aquel momento. Lamentó la pérdida de su esposa Miriam, ocurrida tanto tiempo atrás. El recuerdo de su rostro había sido desplazado de su mente por las pocas fotografías que conservaba y veía con frecuencia, las cuales tenían el efecto de congelar su imagen en el tiempo sin realmente captar su ser. Ella había sido el amor de su vida. Era un hombre afortunado, pero a veces le costaba recordarlo. Cortejó a una mujer hermosa con la cual se casó. Había sido testigo de la belleza, pero también del mal. Presenció lo mejor y lo peor del siglo pasado, pero había sobrevivido a todo. Y ahora estaba presenciando el final.

Pensó en Kelly, la ex esposa de Ephraim, a quien Setrakian había visto una vez en la vida, y otra vez en la muerte. Él entendía el dolor de un hombre. Entendía el dolor de este mundo.

Se escuchó otro accidente de tráfico. Disparos en la distancia, alarmas sonando con insistencia —de coches, de edificios—, todas ellas sin respuesta. Los alaridos que desgarraban la noche eran los últimos gritos de la humanidad. Los saqueadores no sólo estaban robando bienes y propiedades, también se apoderaban de las almas. No estaban tomando posesiones, sino tomando posesión.

Dejó caer su mano sobre un folleto en la pequeña mesa que había al lado. Era un catálogo de Sotheby’s. La subasta se celebraría en pocos días. No era una coincidencia. Nada de esto era una casualidad: no lo era la reciente ocultación, los conflictos internacionales, ni la recesión económica. Se trataba de un efecto dominó.

Tomó el catálogo de la subasta y buscó una página concreta. En ella, sin ningún tipo de ilustración complementaria, se mencionaba un antiguo volumen:

Occido lumen (1667). La versión completa de la primera aparición del strigoi, y de la refutación de todos los argumentos esgrimidos en contra de su existencia, traducido por el difunto rabino Avigdor Levy. Colección privada. Manuscrito iluminado, encuadernación original. Mostrado sólo mediante cita. Precio estimado entre 15 y 25 millones de dólares.

Ese tratado —no un facsímil ni una fotografía— era fundamental para la comprensión del enemigo, el strigoi. Y para derrotarlo.

El libro se basaba en una colección de tablillas de arcilla de la antigua Mesopotamia, descubiertas en unas vasijas en el interior de una cueva en las montañas de Zagros, en 1508. Escritas en sumerio y extremadamente frágiles, las tablillas fueron adquiridas por un acaudalado comerciante de seda que viajó con ellas por toda Europa. El mercader fue encontrado estrangulado en su habitación en Florencia y sus almacenes fueron incendiados. Sin embargo, las tablillas sobrevivieron en manos de dos nigromantes, el famoso John Dee y un acólito mucho más tenebroso, conocido históricamente como John Silence. Dee fue asesor de la reina Isabel I, y al no poder descifrarlas, conservó las tablillas como si se tratara de un objeto mágico hasta 1608, cuando, obligado por la pobreza, las vendió a través de su hija Katherine al rabino y erudito Avigdor Levy, quien vivía en el antiguo gueto de Metz, en Lorena, Francia. Durante varias décadas, el rabino descifró las tablillas meticulosamente, utilizando sus excepcionales dotes, pues pasarían casi tres siglos antes de que otros lograran finalmente entender piezas similares y presentar sus conclusiones en un manuscrito como obsequio para el rey Luis XIV.

Una vez recibido el texto, el rey ordenó encarcelar al rabino, de avanzada edad, y destruir las tablillas, así como toda su biblioteca, sus textos y objetos religiosos. Las tablillas fueron pulverizadas y el manuscrito languideció en una caja fuerte al lado de otros tesoros vedados. Madame de Montespan, amante del rey y una apasionada del ocultismo, orquestó la recuperación secreta del manuscrito en 1671, el cual permaneció en manos de La Voisin, una comadrona que era su hechicera y confidente, quien tuvo que exiliarse a raíz de su implicación en la histeria colectiva que rodeó al Affaire des poisons.

El libro reapareció brevemente en 1823, esta vez en manos de William Beckford, el tristemente célebre réprobo y erudito londinense. Apareció inventariado como parte de su biblioteca de la abadía Fonthill, el palacio de sus excesos, donde acumuló curiosidades naturales y no naturales, libros prohibidos e increíbles objetos de arte. La construcción, del renacimiento gótico, y sus contenidos fueron vendidos a un traficante de armas como pago de una deuda, y el libro permaneció extraviado durante casi un siglo. Fue registrado por error, o tal vez subrepticiamente, bajo el título Casus lumen, como parte de una subasta realizada en 1911 en Marsella, pero el texto nunca fue catalogado para su exhibición y la subasta fue cancelada de forma imprevista después de que una epidemia misteriosa se apoderara de la ciudad. En los años siguientes, se propagó el rumor de que el manuscrito había sido destruido. Y ahora estaba muy cerca, allí mismo, en Nueva York.

Pero ¿15 millones de dólares? ¿25 millones? Imposible obtenerlo. Tenía que haber otra forma…

Su temor más grande —que no se atrevía a compartir con nadie— era que la batalla, iniciada tanto tiempo atrás, ya estuviera perdida. Que todo esto no fuera más que el final de la partida, que el rey —es decir, la humanidad— ya estaba en jaque, en el tablero del ajedrez global, aunque siguiera empeñado en hacer los pocos movimientos que le quedaban.

Setrakian cerró los ojos tras sentir un zumbido en sus oídos. Pero éste persistió; de hecho, se agudizó.

La píldora nunca había tenido un efecto como ése en él.

Cuando se percató de ello, el anciano se puso rígido y se levantó.

No era la píldora, después de todo. El zumbido lo envolvía por completo. Pese a que no era muy fuerte, estaba allí.

Ellos no estaban solos.

«El niño», pensó Setrakian. Se levantó con gran esfuerzo y abandonó la silla, camino a la habitación de Zack.

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La madre acudía en busca de su hijo.

Zack Goodweather estaba sentado con las piernas cruzadas en un rincón de la azotea de la casa de empeños. Tenía el ordenador portátil de su padre abierto sobre las piernas. Era el único lugar en todo el edificio donde podía conectarse a Internet, accediendo a la red no segura de alguien que vivía en algún lugar de la manzana. La señal inalámbrica era débil, y oscilaba entre una y dos barras, indicando que la red funcionaba a paso de tortuga.

Tenía prohibido utilizar el ordenador de su padre. A decir verdad, se suponía que debía estar durmiendo en ese momento. El chico, de once años, tenía dificultades para dormir normalmente, un caso leve de insomnio que les había ocultado a sus padres durante un tiempo considerable.

¡Insomni-Zack! El superhéroe jamás inventado. Un cómic de ocho páginas en color, escrito, ilustrado y coloreado por Zachary Goodweather. Versaba sobre un adolescente que patrullaba las calles de Nueva York por la noche, frustrando actividades de terroristas contaminadores. No había podido dibujar bien los pliegues de la capa, pero había obtenido resultados aceptables con las caras, y también con los músculos.

Esta ciudad necesitaba un Insomni-Zack ahora mismo. Dormir era un lujo que nadie podía permitirse, si todo el mundo supiera lo que él sabía.

Si todo el mundo hubiera visto lo que él había visto.

Se suponía que Zack debía estar metido en su saco de dormir de plumas de ganso en la habitación de huéspedes del tercer piso. La habitación olía a armario, al viejo cuarto de cedro de la casa de sus abuelos que nadie había vuelto a abrir, salvo los niños cuando iban a husmear.

La pequeña habitación de ángulos insólitos había sido utilizada por el señor Setrakian —o por el profesor Setrakian, Zack no sabía cómo llamarlo, pues el anciano dirigía la casa de empeños del primer piso— como almacén. Pilas inclinadas de libros, muchos espejos antiguos, un armario de ropa vieja y algunos baúles cerrados; realmente cerrados, y no con el tipo de cerradura que puede abrirse con un clip y un bolígrafo (ya lo había intentado).

Fet, el exterminador —o V, como le había pedido a Zack que lo llamara—, había conectado un antiguo sistema de Nintendo de 8 bits alimentado por un cartucho a un televisor Sanyo con grandes agarraderas y diales en la parte frontal en lugar de botones que había traído de la sala de exposición, en el primer piso de la casa de empeños. Tenían la esperanza de que Zack permaneciera jugando a La leyenda de Zelda. Pero la puerta del dormitorio no tenía cerradura. Fet y su padre habían puesto barrotes de hierro en la ventana, instalándolos en el interior y no en el exterior, atornillados a las vigas de la pared. Pertenecían a una jaula que el señor Setrakian dijo haber conseguido en la década de 1970.

Zack sabía que ellos no pretendían encerrarlo a él, sino impedir que ella entrara. Buscó la página de su padre en el listado de Centros para el Control y Prevención de Enfermedades, y leyó: «Página no encontrada». La habían borrado de la página web del gobierno.

Las noticias sobre el «doctor Ephraim Goodweather» decían que era un funcionario desacreditado por el CDC, que había filmado un vídeo que mostraba presuntamente a un ser humano transformándose en vampiro mientras era destruido. Decía que él mismo lo había colgado en Internet (en realidad fue Zack quien lo hizo, pero su padre no se lo dejaba ver) en un intento por explotar la histeria del eclipse para sus propios fines. Obviamente, la última parte eran puras gilipolleces. ¿Qué «propósito» tenía su padre distinto al de salvar vidas? Un sitio de noticias describía a Goodweather como «un alcohólico reconocido, inmerso en una batalla legal por la custodia de su hijo, a quien tiene secuestrado y que actualmente se encuentra en paradero desconocido». Eso le produjo a Zack un escalofrío en el pecho. El mismo artículo continuaba diciendo que tanto la ex esposa de Goodweather como el novio de ella habían desaparecido, y se presumía que estaban muertos.

Todo esto había hecho que Zack sintiera náuseas últimamente, pero las calumnias de ese artículo fueron especialmente perniciosas para él. Todo había sido tergiversado, hasta la última palabra. ¿Acaso no sabían la verdad? ¿O… no les importaba? Tal vez ellos estaban tratando de explotar los problemas de sus padres para sus propios fines.

Y los comentarios eran todavía peores. Él no podía soportar las cosas que decían sobre su padre, ni la arrogancia de todos los comentarios anónimos. Ahora tenía que enfrentarse a la terrible verdad sobre su madre. Por si fuera poco, la banalidad del veneno destilado en foros y blogs estaba completamente fuera de lugar. ¿Cómo puedes llorar a alguien que realmente no ha fallecido? ¿Por qué le temes a alguien cuyo amor por ti es eterno?

Si el mundo supiera la verdad tal como la sabía Zack, la reputación de su padre sería restituida y su voz sería escuchada. Pero de todos modos, eso no cambiaría nada. Su madre y su vida nunca volverían a ser las mismas.

Y básicamente, Zack quería que todo esto pasara. Que sucediera algo fantástico para que todo fuera agradable y regresara a la normalidad. Como cuando era un niño —tenía cinco años o algo así—, rompió un espejo y simplemente lo tapó con una sábana, y luego rezó con todas sus fuerzas para que se arreglara por sí solo antes de que sus padres se enteraran. O la forma en que anhelaba que sus padres se enamoraran de nuevo. Que se despertaran un buen día y se dieran cuenta del error que habían cometido.

Ahora, esperaba en secreto que su padre pudiera hacer algo increíble.

A pesar de todo, Zack aún creía que les esperaba un final feliz. A todos. E incluso que su madre volvería a ser como era antes.

Sintió que sus lágrimas brotaban, y esta vez no se contuvo. Estaba solo en la azotea. Deseaba tanto ver otra vez a su madre. Esa idea le aterraba, pero deseaba su regreso. Mirarla a los ojos. Escuchar su voz. Quería que ella le explicara por qué hacía tantas cosas desagradables. «Todo va a ir bien…», se dijo para reconfortarse.

Un grito en algún rincón de la noche lo trajo de vuelta al presente. Miró hacia la zona residencial y vio la columna de humo negro sobre las llamas que ardían en el lado oeste. Levantó la cabeza hacia el cielo. No había estrellas esa noche. Sólo unos pocos aviones. Había oído aviones de combate surcando el cielo aquella tarde.

Zack se frotó la cara con la manga de su camisa y se concentró de nuevo en el ordenador. Tras una breve búsqueda, descubrió la carpeta donde estaba el archivo de vídeo que no debía ver. Lo abrió, oyó la voz de su padre y lo vio filmando con la cámara que le había pedido prestada.

La imagen era difícil de ver en un principio, y sucedía en el interior oscuro de un cobertizo. Una cosa se inclinaba hacia delante sobre sus patas traseras con un gruñido gutural y un silbido estridente emitido desde las profundidades de su garganta, seguido por el ruido producido por una cadena. Luego la cámara se acercaba más, la pixelación de la escala de grises mejoraba, y Zack veía aquella boca abierta, monstruosa, con algo semejante a un pececillo de plata retorciéndose en su interior.

La criatura tenía los ojos muy abiertos y miraba a su alrededor. Zack confundió su expresión, creyendo inicialmente que era de tristeza o dolor. Tenía alrededor del cuello un collar —al parecer de perro— con una cadena que lo sujetaba al suelo de tierra que había detrás. La criatura se veía pálida en el interior del cobertizo oscuro, tan desprovista de sangre que era casi brillante. Luego se escuchó un extraño sonido de bombeo —snap-chunk, snap-chunk, snap-chunk— y tres clavos de plata, disparados desde detrás de la cámara (¿la de su padre?), impactaron en la criatura como proyectiles en forma de agujas. El ángulo de visión de la cámara se alteró cuando la criatura lanzó rugidos roncos, como un animal agonizante consumido por el dolor.

—Basta —dijo una voz en la grabación. La voz pertenecía al señor Setrakian, pero el tono era muy distinto del que Zack había escuchado en boca de aquel anciano bondadoso—. Debemos ser compasivos.

A continuación, el anciano ocupó el centro de la imagen, entonando unas palabras en una lengua extraña que parecía muy antigua, como si pronunciara un conjuro o una maldición. Levantó una espada de plata —larga y brillante a la luz de la luna— y la criatura del cobertizo aulló mientras el señor Setrakian blandía la espada con fuerza…

Unas voces distrajeron a Zack, y dejó de ver el vídeo. Provenían de la calle, allá abajo. Cerró el ordenador portátil y se puso de pie, mirando por encima del saliente del techo en dirección a la calle 118.

Un grupo de cinco hombres caminaba hacia la casa de empeños, seguidos por una camioneta SUV que se desplazaba lentamente. Llevaban armas de fuego y estaban golpeando todas las puertas. La SUV se detuvo en la intersección, justo fuera de la casa de empeños. Los hombres que iban a pie se acercaron al edificio, haciendo sonar las puertas de seguridad.

—¡Abre! —gritaron.

Zack retrocedió. Se dio la vuelta para subir a la puerta de la azotea, pensando que sería mejor regresar a su habitación en caso de que alguien viniera a buscar algo.

Entonces la vio. Una niña, casi una adolescente, probablemente una estudiante de secundaria. Estaba en el tejado contiguo, al otro lado de un solar vacío que había en la esquina de la tienda. La brisa levantó su camisón largo, agitándolo alrededor de sus rodillas, pero no le movió el pelo, que caía recto y rígido.

Ella estaba de pie en el borde de la cornisa, perfectamente equilibrada, sin vacilar. Firme en el borde, como si quisiera saltar. Un salto mortal. Como si quisiera hacerlo, sabiendo de antemano que sería un fracaso.

Zack la miró. Él no lo sabía. No estaba seguro. Pero lo sospechaba.

Levantó una mano de todos modos. Y la saludó.

Ella le devolvió el saludo y sus ojos se posaron en él.

La doctora Nora Martínez, funcionaria de los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades, abrió la puerta principal. Cinco hombres con trajes de combate con chalecos blindados y armas de asalto la miraron a través de la reja de seguridad. Dos de ellos llevaban pañuelos que les cubrían la parte inferior del rostro.

—¿Todo va bien ahí, señora? —le preguntó uno de ellos.

—Sí —dijo Nora, mirando para ver si tenían placas o insignias de algún tipo, pero no vio ninguna—. Mientras esta rejilla aguante, todo irá bien.

—Estamos revisando de puerta en puerta —le dijo otro—. Vamos de manzana en manzana.

—Hay algunos problemas por allá. —Señaló hacia la calle 117—. Pero creemos que lo peor de todo está sucediendo en las inmediaciones del Downtown.

—¿Y ustedes son…?

—Ciudadanos preocupados, señora. No creo que le gustara estar aquí completamente sola.

—No lo está —dijo Vasiliy Fet, trabajador de la Oficina de Servicios de Control de Plagas de la ciudad de Nueva York y exterminador independiente, que apareció detrás de ella.

Los hombres interrogaron a aquel hombre grande y fornido.

—¿Eres el prestamista?

—Es mi padre —dijo Fet—. ¿Qué clase de problemas están enfrentando?

—Intentamos contener a los monstruos que están perturbando el orden público en la ciudad. Son agitadores y oportunistas que están sacando ventaja de una mala situación, y empeorándola.

—Hablan como policías —observó Fet.

—Si estás pensando en irte de la ciudad —dijo otro, cambiando de tema—, deberías hacerlo ahora. Los puentes están congestionados y los túneles abarrotados.

—Esto se va a ir a la mierda.

—Deberías salir de ahí y ayudarnos. Hacer algo al respecto —intervino otro.

—Voy a pensarlo —respondió Fet.

—¡Vamos! —ordenó el conductor de la camioneta.

—Buena suerte —le dijo uno de los hombres con el ceño fruncido—. La necesitas.

Nora los vio marcharse y cerró la puerta. Dio un paso atrás en las sombras.

—Se han ido —dijo.

Ephraim Goodweather, que había estado observando desde un rincón, se reunió con ellos.

—¡Tontos! —exclamó.

—Son policías —señaló Fet, mientras los veía doblar la esquina.

—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Nora.

—Es evidente.

—Menos mal que te quedaste escondido —le dijo Nora a Eph.

Eph asintió con la cabeza.

—¿Por qué no llevaban placas?

—Probablemente han terminado el turno —respondió Fet—; se están preparando para la hora feliz, y decidieron que no iban a permitir que su ciudad sucumbiera así sin más. Han enviado a sus esposas a Nueva Jersey y no tienen nada qué hacer ahora, salvo golpear algunas cabezas. Los policías creen que tienen controlado el territorio. Y no es que estén equivocados. Tienen la mentalidad de las pandillas callejeras; es su territorio y van a luchar por él.

—Si lo piensas un poco —dijo Eph—, en este momento no son muy diferentes de nosotros.

—A no ser que lleven plomo cuando lo que deberían llevar es plata —señaló Nora, tomándole la mano a Eph—. Me gustaría que hubiéramos podido avisarles.

—Por tratar de hacerlo me convertí en un fugitivo —acotó Eph.

Él y Nora fueron los primeros en subir al avión después de que los miembros del equipo SWAT descubrieran que todos los pasajeros parecían estar muertos. Constatar que sus cuerpos no se descomponían naturalmente, además de la desaparición del armario con forma de ataúd durante el ocultamiento solar, había contribuido a que Eph se convenciera de que enfrentaban una crisis epidemiológica de proporciones insospechadas, y que no podía explicarse en términos médicos ni científicos. Esta certeza abrió su mente —a regañadientes— a las revelaciones del prestamista, y a la terrible verdad que se escondía detrás de la plaga. Su desesperación por desvelar al mundo la verdadera naturaleza de la enfermedad —el virus vampírico que se propagaba insidiosamente por la ciudad y por los municipios colindantes— condujo a una ruptura con el CDC, que luego intentó silenciarlo con una falsa acusación de asesinato. Había sido un prófugo desde entonces.

Miró a Fet.

—¿El vehículo ya está cargado?

—Está listo para arrancar.

Eph le apretó la mano a Nora. Ella no quería que él se marchara.

La voz de Setrakian descendió por la escalera de caracol al fondo de la sala de exposición.

—¿Vasiliy? ¡Ephraim! ¡Nora!

—Aquí abajo, profesor —respondió Nora.

—Alguien se acerca —advirtió Setrakian.

—No, acabamos de librarnos de ellos. Eran vigilantes. Iban bien armados.

—No me refiero a seres humanos —dijo Setrakian—. Y no encuentro al joven Zack…

La puerta de la habitación de Zack se abrió de golpe y él se dio la vuelta de inmediato. Su padre irrumpió como si acabara de sonar el campanazo del primer round de un combate.

—Por Dios, papá —exclamó Zack, sentado sobre su saco de dormir.

Eph miró a su alrededor.

—Setrakian no te encontró aquí.

—Uhh… —Zack se frotó los ojos, fingiendo que se acababa de despertar—. Seguramente no me vio aquí en el suelo…

—Sí. Tal vez.

Eph miró a Zack un momento; no le creía, pero estaba seguro de tener algo más apremiante en su mente que sorprender a su hijo en una mentira. Caminó por la habitación y examinó la ventana enrejada. Zack notó que su padre tenía una mano detrás de la espalda, y que la movía para ocultarle lo que llevaba en ella.

Nora llegó corriendo, pero se detuvo al ver a Zack.

—¿Qué pasa? —preguntó el joven, poniéndose en pie.

Su padre hizo un gesto con la cabeza para tranquilizarlo, y no tardó en esbozar una sonrisa, sin la menor señal de frivolidad en sus ojos.

—Simplemente echaré un vistazo. Espera aquí, ¿quieres? Vuelvo enseguida.

Salió, dándose la vuelta para mantener oculto lo que tenía en la espalda. Zack se preguntó: ¿Será esa cosa que hace snap-chunk, o acaso una espada de plata?

—No te muevas —le dijo Nora, y cerró la puerta.

Zack se preguntó qué sería lo que estaban buscando. Había oído a su madre mencionar el nombre de Nora durante una pelea con su padre; bueno, realmente no había sido una pelea de verdad, pues ya estaban separados y más bien se estaban desahogando. Había visto a su padre besarla una vez, justo antes de que él los abandonara y se fuera con el señor Setrakian y con Fet. Su madre había estado muy tensa y preocupada durante todo el tiempo que Eph estuvo desaparecido. Y cuando regresó, ya no era el mismo. Parecía muy deprimido, y Zack no quería volver a verlo así. Y a su vez, el señor Setrakian había regresado enfermo.

Durante sus pesquisas posteriores, Zack había escuchado algunas conversaciones, pero no las suficientes.

Algo sobre un «amo».

Algo sobre la luz solar y no lograr «destruirlo».

Algo sobre el «fin del mundo».

Zack estaba solo en su habitación, desconcertado por todos estos misterios que rondaban a su alrededor, cuando vio una mancha borrosa en algunos de los espejos colgados de la pared. Una distorsión, semejante a una vibración visual, algo que debería verse con nitidez pero que aparecía difuminado y vago a través del cristal.

Era algo en su ventana.

Zack se dio la vuelta, lentamente al principio, y luego de golpe.

Ella estaba aferrada al muro exterior del edificio. Su cuerpo parecía desencajado y deforme, sus ojos desorbitados y llameantes.

Se le estaba cayendo el pelo, y el que le quedaba estaba descolorido y ralo, su traje de profesora estaba roto en un hombro, dejando al descubierto la piel mugrienta. Los músculos de su cuello estaban hinchados y desfigurados, y los gusanos de sangre se deslizaban debajo de sus mejillas y alrededor de su frente.

Mamá… Ella había venido, como él sabía que lo haría.

Dio un paso hacia ella instintivamente. Leyó su expresión, que en un instante pasó del dolor a una oscuridad que sólo podía describirse como demoniaca.

Ella había visto los barrotes.

En aquel instante, abrió la mandíbula —de forma exagerada, al igual que en el vídeo—, y un aguijón salió desde lo más profundo de su garganta, en lugar de su lengua. Perforó el cristal de la ventana con un crujido seguido de un tintineo, y continuó penetrando por el agujero que había perforado. El aguijón —de casi dos metros de largo—, se hizo más fino y luego se desplegó totalmente hasta quedar a un palmo de la garganta de su hijo.

Zack se quedó paralizado, y sus pulmones de asmático se obstruyeron, impidiéndole respirar. En el extremo del órgano carnoso se agitaba una punta bífida, rasgando el aire. Zack permaneció inmóvil, como si estuviera plantado allí. El aguijón se relajó y, tras un gesto casual que ella hizo al levantar la cabeza, volvió a replegarse en la boca. Kelly Goodweather introdujo la cabeza por los barrotes de la ventana, rompiendo el resto del cristal. Sólo le faltaban unos cuantos centímetros más para alcanzar la garganta de Zack y reclamar a su amado en nombre del Amo.

Zack se quedó petrificado al ver los ojos rojos con puntos negros en el centro. Buscó, afanosamente, una semblanza de su madre.

¿Estaba muerta, como había dicho su padre? ¿O viva?

¿Se había ido para siempre? ¿O estaba allí en la habitación, junto a él?

¿Era suya aún? ¿O ya era de otra persona? Ella tenía la cabeza atascada entre los barrotes de hierro, comprimiendo sus músculos y haciendo crujir sus huesos, como una serpiente tratando de entrar a la estrecha madriguera de un conejo, forcejeando desesperadamente para salvar la distancia que había entre su aguijón y la carne del chico. Volvió a abrir la mandíbula, y sus ojos brillantes se posaron en la garganta del niño, justo sobre su nuez.

Eph entró corriendo al dormitorio. Encontró a Zack completamente inmóvil, mudo frente a Kelly y a la vampira estrechando la cabeza entre las barras de hierro, lista para atacar. Sacó la espada con hoja de plata colgada a su espalda, gritando «¡NO!» y saltó para cubrir a Zack.

Nora venía detrás con su lámpara Luma, la encendió, y la intensidad de la luz UVC produjo un zumbido. La visión de Kelly Goodweather —aquel ser humano corrompido, aquella madre-monstruo— le produjo repulsión, pero avanzó con la lámpara para eliminar al virus.

Eph también se acercó a Kelly y a su horrible aguijón. La vampira les lanzó una mirada de furia animal.

—¡FUERA! ¡SAL DE AQUÍ! —le gritó Eph tal como lo haría con un animal salvaje que intentara entrar en su casa en busca de comida. Blandió su espada y se acercó a la ventana.

Tras lanzar una mirada dolorosamente hambrienta a su hijo, Kelly se apartó de los barrotes para no ser alcanzada por la espada y huyó por la pared exterior.

Nora dejó la lámpara en el suelo para que su luz mortífera llenara el espacio de la ventana rota, y evitar así que Kelly regresara.

Eph abrazó a su hijo. Zack tenía las manos en la garganta, la mirada fija en el suelo y respiraba con dificultad. Eph le atribuyó ese estado a la desesperación, pero luego comprendió que se trataba de algo más.

Un ataque de pánico. El niño estaba paralizado. Era incapaz de respirar.

Eph miró frenéticamente a su alrededor, y vio el inhalador de Zack en la parte superior del televisor Sanyo. Lo puso en las manos de su hijo y lo ayudó a llevárselo a la boca. Lo apretó, Zack inhaló, y el efecto expansivo del aerosol le abrió los pulmones. Su palidez cedió de inmediato, sus vías respiratorias se inflaron como un globo, y el chico se desplomó exhausto.

Eph soltó la espada para levantar a su hijo, pero Zack reaccionó empujándolo, mientras corría hacia la ventana vacía.

—¡Mamá! —gritó.

Kelly volvió a trepar por la superficie plana del edificio adhiriéndose con las garras de sus dedos medios a la fachada de ladrillo, como una araña. La furia que sentía por el «intruso» la hizo insistir. Ella percibía —con la misma intensidad de una madre que sueña con el niño afligido que pronuncia su nombre— la cercanía exquisita de su amado. El faro psíquico de su dolor humano. La fuerza de la necesidad del chico hacia su madre incrementaba la sujeción incondicional a su voluntad vampírica.

Lo que vio al posar sus ojos en Zachary Goodweather no fue a un niño. No era su hijo, su amor. Más bien vio esa parte suya que seguía siendo tercamente humana. Algo que en un sentido le pertenecía biológicamente, esa extensión de su ser que también era eterna: su propia sangre, roja, humana, y no blanca y vampiresca. Aún contenía oxígeno y no sólo el ansia y la promesa de alimento. Vio una parte incompleta de su ser, que estaba siendo sometida por la fuerza del Amo.

Y ella lo quería. Lo amaba con locura.

No era un deseo humano, sino una necesidad vampírica. Un anhelo de vampiro.

La reproducción humana funciona engendrando y creciendo, mientras que la reproducción vampírica opera en sentido contrario, recurriendo al torrente sanguíneo, habitando en las células vivas y transmutándolas para sus propios fines.

El amor —el atributo positivo— se convierte en su opuesto, que no es, de hecho, el odio ni la muerte. El atributo negativo es la infección. En lugar de compartir el amor o la unión del espermatozoide y el óvulo, la mezcla de cromosomas para crear un ser nuevo, único e irrepetible, realmente supone una corrupción del proceso reproductivo. Una sustancia inerte que invade una célula viable y produce cientos de millones de copias idénticas. No es una acción compartida ni creativa, sino violenta y destructiva. Es una profanación y una perversión. Una violación biológica y una suplantación.

Ella necesitaba a Zack. Estaría incompleta mientras él conservara su condición humana, inacabada.

La cosa-Kelly permaneció en el borde del tejado, indiferente a la ciudad que ardía a su alrededor. Ella sólo conocía la sed. Un ansia de sangre, y de su tipo de sangre. Era el frenesí que la impelía, pues un virus sólo sabe una cosa: que debe infectar.

Ella trataba de encontrar otra forma de entrar en la casa de ladrillo, y oyó un par de zapatos viejos crujir sobre la grava desde detrás de la mampara de la puerta. Y en medio de la oscuridad, lo vio con claridad. Setrakian, el viejo cazador, apareció avanzando hacia ella con una espada de plata. Quería ensartarla contra el borde del tejado y de la noche.

Su calor humano era débil y opaco, y como ya estaba viejo, su sangre circulaba con lentitud. Le pareció pequeño, como todos los demás seres humanos: criaturas amorfas y diminutas, aferrándose al borde de la existencia, tropezando con su inteligencia limitada y mezquina. La mariposa que ha cazado a un insecto mira a una crisálida peluda con absoluto desprecio, pues supone la primera fase de la evolución, un espécimen anticuado incapaz de escuchar la alegría tranquilizadora del Amo.

Algo en ella siempre retornaba a él. Una forma de comunicación animal, primitiva, aunque coordinada. La psique de la colmena.

Mientras el anciano avanzaba hacia ella con su espada letal resplandeciendo en su campo visual de vampira, una respuesta provino directamente del Amo, transmitida a través de ella por la mente del antiguo vengador.

Abraham

Del Amo, y sin embargo, no de su gran voz, tal y como Kelly la recordaba.

Abraham, no lo hagas.

Llegó con el acento de una entonación femenina. No con la de Kelly. Como una voz que no había oído nunca.

Pero Setrakian sí. Ella lo vio en su impronta de calor, en la forma en que se le aceleró el ritmo cardiaco.

Yo vivo en ella también… Yo habito en ella

El vengador se detuvo, y un indicio de debilidad asomó a sus ojos.

La vampira aprovechó el momento: dejó caer el mentón y agitó su boca abierta, sintiendo el ímpetu de su aguijón excitado.

Pero el vengador levantó su arma y se abalanzó contra ella profiriendo un grito.

Ella no tuvo otra opción. La hoja de plata ardió en el centro de sus ojos oscurecidos.

Se dio la vuelta y corrió por el borde de la cornisa, escurriéndose hacia abajo por la pared del edificio.

Desde el solar vacío que había abajo, miró de nuevo a aquel anciano que la veía alejarse, y percibió la disminución de su calor.

Eph se acercó a Zack y tiró de su brazo para evitar que fuera alcanzado por la luz calcinante de la lámpara Luma que estaba al pie de la ventana.

—¡Vete! —gritó Zack.

—Oye, socio —le dijo Eph, tratando de calmarlo, y de calmarse—. Oye, Z. Escucha.

—¡Intentaste matarla! —le respondió Zack.

Eph no sabía qué decir, porque eso era exactamente lo que había hecho.

—Ella… ya está muerta.

—¡No para mí!

—La has visto, Z. —Eph no quería tener que hablar del aguijón—. La has visto. Ya no es tu madre. Lo siento.

—¡No tienes que matarla! —exclamó Zack, con la voz ronca por la asfixia.

—Tengo que hacerlo —dijo Eph—. Es mi deber.

Se acercó a Zack con la intención de abrazarlo, pero el niño se apartó. Se refugió en Nora, que hizo las veces de madre sustituta, y lloró desconsolado en su hombro.

Nora miró a Eph con una expresión de consuelo, pero él no estaba para eso. Fet esperaba en la puerta, detrás de él.

—Vamos —dijo Eph, saliendo de la habitación.

El Escuadrón Nocturno

LOS CINCO POLICÍAS fuera de servicio continuaron recorriendo la calle en dirección a Marcus Garvey Park, seguidos por el sargento en su vehículo personal.

No llevaban identificaciones. No hay cámaras de vigilancia ni informes posteriores que den cuenta de sus actos. No hay investigaciones, inspecciones de juntas comunitarias ni Asuntos Internos.

Había que arreglar las cosas. Y lo harían por la fuerza.

«Manía contagiosa», la denominaron los agentes federales. «Demencia relacionada con la peste».

¿Qué había pasado con los agradables y anticuados «chicos malos»? ¿Acaso ese término había pasado de moda?

¿El gobierno había hablado de enviar a las tropas estatales? ¿A la Guardia Nacional? ¿Al ejército?

Preferimos que nos disparen.

—¡Oye…! ¿Qué…?

Uno de ellos le estaba sosteniendo el brazo. Una herida profunda le atravesaba la manga.

Otro proyectil cayó a sus pies.

—¡Cabrones! ¿Y ahora están arrojando piedras?

Inspeccionaron los tejados.

—¡Allá!

El fragmento de un azulejo con forma de flor de lis cayó desde lo alto, y los obligó a dispersarse. El trozo se estrelló contra el bordillo, y los pedazos rebotaron contra sus pantorrillas.

—¡Aquí!

Corrieron hasta la puerta y entraron después de derribarla. El primer hombre subió las escaleras hasta el rellano del segundo piso. Allí, una adolescente con camisón largo permanecía de pie en medio del pasillo.

—¡Vete de aquí, cariño! —le gritó él mientras se disponía a subir el próximo tramo de las escaleras. Alguien se movía allá arriba.

El policía no siguió el reglamento en casos de combate ni justificó el uso de la fuerza. Le ordenó que se detuviera, y luego abrió fuego sobre el tipo, acertándole cuatro veces y derribándolo.

Se acercó con decisión al alborotador. Un negro con cuatro disparos en el pecho. El policía sonrió en el vano de las escaleras.

—¡Tengo a uno!

El negro se sentó. El policía retrocedió tres peldaños antes de que el hombre se abalanzara sobre él y le hiciera algo en el cuello.

El policía se dio la vuelta, su rifle de asalto chocó contra el cuerpo del negro, y sintió su cadera golpearse contra la barandilla.

Los dos cayeron aparatosamente. Otro policía se acercó y vio al sospechoso encima de su compañero, mordiéndole el cuello o algo parecido.

Vio a la adolescente del camisón antes de disparar. Ella se abalanzó sobre él, lo derribó de inmediato y se sentó a horcajadas, arañándole la cara y el cuello.

El tercer policía subió por las escaleras y reparó en el vampiro que estaba detrás de ella con su aguijón palpitante, saciado con la sangre del primer policía. Le disparó a la adolescente en la espalda. Comenzó a perseguir a la otra criatura, cuando una mano salió detrás de él, una larga uña semejante a una garra. Le rebanó el cuello, y el oficial cayó en los brazos de la criatura.

Kelly Goodweather, enloquecida por su ansia de sangre, azuzada por el anhelo de su hijo, arrastró al policía con una sola mano hasta el apartamento más cercano, dando un portazo para poder alimentarse profusamente y sin interrupción.