16

Como era de esperar, pasé la mayor parte de Acción de Gracias deambulando por la casa, sola. Al final, a mamá le había tocado fastidiarse: debía hacer un turno doble que la tendría fuera de casa desde el jueves por la mañana hasta el mediodía del viernes.

Podría haber ido a la casa de al lado. Tanto Dee como Daemon me habían invitado, pero no me parecía bien estropear su versión alienígena de Acción de Gracias. Y, por todas las veces que me había asomado a espiar por la ventana cada vez que oía cerrarse la puerta de un coche fuera, sabía que todos los asistentes eran en secreto extraterrestres. Incluso Ash llegó con sus hermanos, con más cara de ir a un funeral que a una cena.

A una parte de mí no le gustaba que ella estuviera allí. Sí, estaba celosa. Qué estupidez.

Pero había acertado al no ir: estaba hecha un manojo de nervios. Solo en lo que llevábamos de día, había volcado la mesa de centro, había roto tres vasos y había hecho estallar una bombilla. Probablemente no fuera una buena idea estar con gente, pero habría sido genial olvidarme de todo un rato con las festividades. Lo único positivo era que ya no sentía como si la cabeza fuera a estallarme después de mis travesuras.

A eso de las seis de la tarde, sentí aquel cosquilleo tan familiar en la nuca justo antes de que Daemon llamara a la puerta. Un abanico de sentimientos confusos se desplegó en mi interior mientras me dirigía rápidamente a abrir.

Lo primero en lo que me fijé fue en una caja grande que había a su lado, y luego me llegó el olor a pavo asado y boniatos.

—Hola —me saludó sosteniendo una pila de platos cubiertos—. Feliz Acción de Gracias.

Parpadeé despacio.

—Feliz Acción de Gracias.

—¿Piensas invitarme a pasar? —Levantó los platos, haciendo que se menearan—. Traigo comida.

Me hice a un lado. Daemon entró, sin dejar de sonreír, y agitó la mano libre. La caja se levantó del porche y lo siguió como si fuera un perro hasta posarse en el recibidor. Mientras cerraba la puerta, vi a Ash y Andrew subiéndose a su coche, pero ninguno de los dos miró hacia mi casa.

Se me hizo un nudo en la garganta cuando me volví hacia Daemon.

—He traído un poco de todo. —Se dirigió hacia la cocina—. Hay pavo, boniatos, salsa de arándanos, puré de patatas, cazuela de judías verdes, una cosa crujiente de manzana y pastel de… ¿Vienes o qué, gatita?

Me aparté de la puerta de la calle y fui a la cocina. Daemon estaba poniendo la mesa y destapando los platos. No… no sabía qué pensar.

Levantó las manos y dos viejos candeleros de cristal que mamá nunca usaba flotaron hasta la mesa. Después vinieron las velas y, con un gesto de la mano, unas llamas diminutas se encendieron en las mechas.

El nudo creció hasta casi ahogarme.

De varios cajones abiertos salieron platos, cubiertos y vasos. El vino de mamá salió volando de la nevera y se sirvió en dos copas altas de cristal al tiempo que Daemon permanecía de pie en medio de todo. Parecía una escena sacada deLa bella y la bestia; esperaba que una tetera se pusiera a cantar en cualquier momento.

—Y, después de la cena, te tengo preparada otra sorpresa.

—¿De verdad? —susurré.

Daemon asintió con la cabeza.

—Pero primero tienes que cenar conmigo.

Me acerqué a la mesa arrastrando los pies y me senté, observándolo con ojos vidriosos. Me sirvió un plato y luego se sentó a mi lado. Tuve que carraspear antes de hablar.

—Daemon, no… no sé qué decir, pero gracias.

—No hace falta que me des las gracias —contestó—. No has querido venir, lo entiendo, pero no deberías estar sola.

Bajé la mirada antes de que descubriera que se me habían llenado los ojos de lágrimas, cogí la copa y me bebí de un trago el amargo vino blanco.

Cuando lo miré, había enarcado las cejas.

—Borrachina —murmuró.

—Tal vez… pero solo por hoy —dije con una sonrisa.

Me dio un golpecito con la rodilla por debajo de la mesa.

—Ataca antes de que se enfríe.

La comida estaba deliciosa. Cualquier duda que hubiera tenido acerca de las habilidades culinarias de Dee se desvaneció. Me bebí otra copa de vino durante la pequeña cena improvisada y también me comí todo lo que Daemon me puso en el plato, incluso cuando me hizo repetir.

Cuando le clavé el tenedor al pastel de calabaza, o bien estaba un poquito borracha o estaba empezando a creer que había algo más que la conexión detrás de su comportamiento. Que tal vez sí sentía afecto por mí, porque yo podía luchar contra eso (más o menos) y sabía perfectamente que Daemon también podría si quisiera.

Pero quizá no quería.

Limpiar después de la cena fue una experiencia extrañamente íntima. Nuestros codos se rozaron varias veces y se hizo un agradable silencio mientras lavábamos los platos, el uno al lado del otro.

Me había puesto colorada y divagaba. Estaba claro que había tomado demasiado vino.

Cuando terminamos, lo seguí hasta el recibidor y luego Daemon llevó la enorme caja, que emitió una especie de tintineo, hasta la sala de estar sin tocarla. Me senté en el borde del sofá, junté las manos y esperé. No tenía ni idea de qué andaba tramando.

Daemon abrió la caja y metió las manos dentro. Sacó una rama con agujas verdes y me pinchó con ella.

—Creo que tenemos que montar el árbol de Navidad. Ya sé que no están poniendo el desfile, pero me parece que hay un especial de Acción de Gracias de Charlie Brown que, bueno, tampoco está tan mal.

Se acabó. Volví a sentir el nudo en la garganta, pero esta vez no pude contenerlo. Me levanté del sofá de un salto y salí corriendo del salón. Se me llenaron los ojos de lágrimas, que luego me cayeron por las mejillas. La emoción me embargó mientras me pasaba las manos por debajo de los ojos.

Daemon apareció delante de mí, bloqueando la escalera. Tenía una expresión de sorpresa en los ojos y las pupilas luminosas. Intenté apartarme, pero me envolvió rápidamente con sus fuertes brazos.

—No pretendía hacerte llorar, Kat.

—Ya lo sé. —Sollocé—. Es que…

—¿Es que qué? —Me cubrió las mejillas con las manos y me limpió las lágrimas con los pulgares. Aquel contacto me provocó un hormigueo en la piel—. ¿Gatita?

—No creo que sepas cuánto… significa esto para mí. —Respiré hondo, pero las estúpidas lágrimas seguían cayendo—. No he vuelto a hacerlo desde que… desde que mi padre estaba vivo. Siento haberme puesto a llorar, porque no estoy triste. Es que no me lo esperaba.

—No pasa nada. —Daemon tiró de mí y no me opuse. Me rodeó con los brazos mientras yo hundía la cara en la parte delantera de su camiseta—. Lo entiendo. Son lágrimas de las buenas.

Estar en sus brazos me provocó una sensación cálida, de estar haciendo lo correcto. Quería negarlo, pero por primera vez me detuve… y me dejé llevar. Tanto si Daemon me veía como un cubo de Rubik gigante que tenía que resolver o si se debía a los poderes curativos, no importaba. No en ese momento.

Me agarré a su camiseta con el puño y me aferré a él. Quizá Daemon creyera que sabía cuánto significaba eso para mí, pero en realidad no tenía ni idea. Nunca lo sabría.

Levanté la cabeza y coloqué las manos contra sus suaves mejillas. Con su ayuda, acerqué sus labios a los míos y lo besé. Fue un beso rápido e inocente, pero la sensación me llegó hasta la punta de los pies. Me aparté, sin aliento.

—Gracias. Lo digo en serio. Gracias.

Daemon me pasó el dorso de los dedos por la mejilla, haciendo desaparecer las últimas lágrimas.

—Que nadie se entere de mi lado tierno. Tengo una reputación que mantener.

Solté una carcajada.

—Muy bien, pongámonos manos a la obra.

Adornar un árbol de Navidad con un extraterrestre era una experiencia diferente. Daemon apartó el sillón reclinable de delante de la ventana con un movimiento de la barbilla y las bolas flotaron en el aire junto con unas luces parpadeantes que ni siquiera estaban enchufadas.

Nos reímos mucho. De vez en cuando volvía a ahogarme de la emoción al pensar en la cara que pondría mamá mañana por la tarde. Me pareció que se alegraría.

Daemon dejó caer espumillón plateado sobre mi cabeza mientras yo cogía una bola del aire.

—Gracias —dije.

—Te queda bastante bien.

El aroma a pino artificial llenó la sala de estar y el espíritu navideño despertó en mi interior como un gigante dormido. Le dediqué una amplia sonrisa a Daemon y sostuve en alto una bola tan verde que casi hacía juego con sus ojos. Decidí que esa iba a ser su bola.

La coloqué justo debajo de la titilante estrella.

Cuando terminamos, casi era medianoche. Nos sentamos en el sofá, muslo con muslo, y contemplamos nuestra obra maestra. El árbol tenía un poquitín de espumillón de más por un lado, pero era perfecto. Un arco iris de luces de colores brillaba y las bolas de vidrio relucían.

—Me encanta —anuncié.

—Sí, está bastante bien. —Se inclinó hacia mí, bostezando—. Dee ha montado el árbol esta mañana. Todo tiene que ser del mismo color, pero a mí me parece que nuestro árbol es mejor. Es como una bola de discoteca.

«Nuestro árbol.» Sonreí; me gustaba cómo sonaba.

Me dio un golpecito con el hombro.

—¿Sabes qué? Me he divertido.

—Yo también.

Daemon bajó las pestañas. Qué envidia, yo mataría por unas iguales.

—Es tarde.

—Es verdad. —Vacilé—. ¿Quieres quedarte?

Daemon enarcó una ceja. Eso había sonado fatal.

—No me refiero a eso.

—Tampoco me quejaría si fuera así. Para nada.

Bajó la mirada y puse los ojos en blanco, pero sentí un retortijón en la barriga. ¿Por qué le había ofrecido quedarse? La suposición de Daemon no andaba demasiado desencaminada. No me parecía que le fueran las fiestas de pijamas aptas para menores. Recordé la única vez que habíamos compartido la cama. Me puse en pie, colorada. No quería que se marchara, pero no… no sabía lo que quería.

—Voy a cambiarme —dije.

—¿Necesitas ayuda?

—Vaya. Qué caballeroso, Daemon.

Su sonrisa se hizo aún más amplia, mostrando unos profundos hoyuelos.

—Bueno, la experiencia sería beneficiosa para ambos. Te lo prometo.

Seguro que sí.

—Quédate aquí —le ordené, y luego subí corriendo las escaleras.

Me puse rápidamente unos pantalones cortos de pijama y una camiseta térmica rosa. No era la ropa para dormir más sexy del mundo; pero, mientras me lavaba la cara y los dientes, decidí que era la mejor opción. Otra cosa le daría ideas a Daemon. Aunque, a decir verdad, hasta una bolsa de papel lo alentaría.

Salí del cuarto de baño y me paré en seco. Daemon no se había quedado abajo. Se me borró la sonrisa de la cara. Estaba de pie junto a la ventana, de espaldas a mí.

—Me aburría.

—No he tardado ni cinco minutos.

—Tengo poca capacidad de concentración. —Me miró por encima del hombro y le brillaron los ojos—. Bonitos pantalones.

Sonreí. Estaban decorados con estrellas.

—¿Qué haces aquí arriba?

—Has dicho que podía quedarme. —Se volvió hacia mí y su mirada se deslizó hacia la cama. De pronto, la habitación me pareció demasiado pequeña, y la cama todavía más—. No creo que te refirieras a quedarme en el sofá.

Ahora ni siquiera estaba segura de a qué me había referido. Suspiré. ¿En qué me había metido?

Daemon atravesó la habitación y se detuvo delante de mí.

—No voy a morderte.

—Menos mal.

—A menos que quieras que lo haga —añadió con una sonrisa pícara.

—Qué bien —mascullé, esquivándolo.

Definitivamente, hacía falta un poco de espacio. Aunque tampoco es que sirviera de mucho. Con el corazón a mil, lo vi deshacerse de los zapatos y luego sacarse la camiseta. Cuando se llevó la mano al botón de los tejanos, puse los ojos como platos.

—Pero ¿qué… qué haces?

—Preparándome para acostarme.

—Pero ¡te estás desnudando!

Enarcó las cejas.

—Llevo calzoncillos. ¿Qué? ¿Esperas que duerma en vaqueros?

—Lo hiciste la última vez. —De pronto sentí la necesidad de abanicarme.

Daemon se rió.

—En realidad, llevaba un pantalón de pijama.

Y también tenía puesta una camiseta, pero ¿quién se fijaba en esos detalles? Podría haberle pedido que se marchara, pero en cambio me di la vuelta y aparenté estar absorta en un libro que había sobre mi escritorio. Sentí unos escalofríos que me llegaron a lo más hondo al oír crujir la cama bajo su peso. Respiré de manera entrecortada y me volví. Daemon estaba en la cama, con los brazos cruzados detrás de la cabeza y una expresión inocente en la cara.

—Esto no ha sido una buena idea —susurré.

—Probablemente haya sido la mejor que hayas tenido.

Me froté las manos en las caderas.

—Va a hacerte falta mucho más que una cena de Acción de Gracias y un árbol de Navidad para echar un polvo.

—Maldita sea. Ese era mi plan.

Me quedé mirándolo, nerviosa, furiosa y emocionada. Era imposible sentir tantas cosas a la vez. La cabeza me daba vueltas cuando me acerqué con rigidez a mi lado de la cama (Virgen santa, ¿desde cuándo teníamos lados?) y me metí rápidamente bajo las mantas. No quería saber si se había dejado puestos los vaqueros o no.

—¿Puedes apagar la luz? —Se hizo la oscuridad sin que Daemon se moviera. Transcurrió un momento—. Esa habilidad es muy útil.

—¿A que sí?

Centré la mirada en la pálida luz que se colaba por las cortinas.

—Tal vez algún día pueda ser igual de perezosa que tú y apagar las luces sin moverme.

—Siempre viene bien tener algo a lo que aspirar.

Me relajé mínimamente y sonreí.

—Por Dios, cuánta modestia.

—La modestia es para los santos y los perdedores. Yo no soy ninguna de esas dos cosas.

—Alucino, Daemon. Alucino contigo.

Se colocó de costado y su respiración me agitó el pelo junto al cuello. De pronto, sentí el corazón en la garganta.

—No puedo creer que no me hayas echado todavía.

—Ya somos dos —murmuré.

Daemon se las arregló para acercarse más y… Oh, sí, se había quitado los vaqueros. Sus piernas desnudas rozaron las mías y se me disparó el ritmo cardíaco.

—Te aseguro que no quería hacerte llorar hace un rato.

Me tumbé de espaldas y lo miré. Estaba apoyado en un codo y unos mechones sedosos le caían sobre los luminosos ojos.

—Ya lo sé. Todo esto que has hecho ha sido increíble.

—Es que no me gustaba que estuvieras sola.

Respiré de forma lenta y acompasada. Al igual que pasó cuando me abrazó en el piso de abajo y lo besé, quise dejar de pensar. Era un reto imposible cuando sus ojos tenían la intensidad de un millar de soles.

Daemon estiró una mano para apartarme un mechón de pelo de la mejilla con la punta de los dedos y una descarga eléctrica me atravesó. No se podía negar la atracción… la fuerza magnética que no quería liberarnos a ninguno de los dos. Mi mirada permanecía fija en sus labios, como si fuera una adicta, y el recuerdo de su tacto me abrasaba. Todo aquello era absurdo: invitarlo a quedarse, meterme en la cama con él y pensar en besarlo. Absurdo y excitante.

Tragué saliva.

—Deberíamos dormirnos.

Me acunó la mejilla con la mano y deseé tocarlo. Deseé estar más cerca.

—Es verdad —asintió.

Alcé una mano y le acaricié los labios con los dedos. Eran suaves y mullidos, pero a la vez firmes. Embriagadores. Se le enardeció la mirada y sentí un nudo en el estómago. Daemon acercó más la cabeza y me rozó la comisura de la boca con los labios. Me deslizó las manos por la cara y el cuello y, cuando bajó de nuevo la cabeza, sus labios me rozaron la punta de la nariz. Y, entonces, me besó. Fue un beso de esos que van aumentando de intensidad lentamente y te hacen estremecer, y que me dejó anhelando más, mucho más. Sentí que me perdía en aquel beso y me fundía con Daemon.

Se apartó con un gemido y se acomodó a mi lado, rodeándome la cintura con un brazo.

—Buenas noches, gatita.

Dejé escapar un largo suspiro con el corazón a mil.

—¿Eso es todo?

Daemon se rió.

—Eso es todo… por ahora.

Me mordí el labio e insté a mi corazón a que redujera la velocidad. Me pareció que tardaba una eternidad en volver a latir con normalidad. Luego, por fin, me acurruqué junto a él hasta que me colocó un brazo debajo de la cabeza. Me puse de costado y apoyé la mejilla en su brazo. Nuestros alientos se mezclaron mientras permanecíamos allí tumbados, mirándonos en silencio hasta que se le cerraron los ojos. Por segunda vez aquella noche, admití que tal vez me había equivocado con Daemon. Tal vez ni siquiera me conocía a mí misma. Y en esta ocasión no podía echarle la culpa al vino.

Me quedé dormida preguntándome qué habría querido decir con «por ahora».