En toda mi vida, nunca había tenido tantas ganas de llegar a clase de Trigonometría. ¿Cómo diablos había sabido Daemon que estaba enferma? El sueño que tuve sobre el lago no podía haber sido real. Ni hablar. Si lo había sido, iba a… no sabía lo que haría, pero seguro que acababa roja como un tomate.
Lesa fue la primera en llegar.
—¡Eh! ¡Has vuelto! ¿Te encuentras mejor?
—Sí, estoy bien.
Miré hacia la puerta. Carissa entró unos segundos después. Me tiró de un mechón de pelo al pasar, con una sonrisa.
—Me alegro de que estés mejor. Nos tenías preocupadas. Sobre todo cuando fuimos a visitarte y estabas totalmente ida.
Me pregunté qué habría hecho delante de ellas que no podía recordar.
—¿Quiero saberlo?
A Lesa le entró la risa mientras sacaba el libro de texto.
—Farfullabas un montón. Y no dejabas de llamar a alguien.
«Oh, no.»
—¿De verdad?
—Llamabas a Daemon. —Carissa se apiadó de mí y mantuvo la voz baja.
Oculté la cara entre las manos y dejé escapar un gemido.
—Ay, Dios.
—Fue muy tierno. —Lesa soltó una risita.
Un minuto antes de que la campana sonara por fin, levanté la mirada al sentir una conocida calidez en el cuello. Daemon entró en clase pavoneándose. No llevaba libro, como de costumbre. Traía una libreta, pero no creo que fuera a escribir nada en ella. Empezaba a sospechar que nuestro profesor de Mates era alienígena, porque si no ¿cómo rayos le permitía a Daemon no hacer nada en clase?
Pasó a mi lado sin mirarme siquiera. Me di la vuelta en la silla.
—Tengo que hablar contigo.
—Vale —respondió mientras se sentaba.
—En privado —susurré.
Su expresión se mantuvo inmutable cuando se recostó en la silla.
—Reúnete conmigo en la biblioteca a la hora de comer. Allí nunca entra nadie; con tanto libro y eso, ya sabes.
Le dediqué una mueca antes de volverme hacia la pizarra. Unos cinco segundos después, sentí que me daba un toquecito en la espalda con el boli. Respiré hondo para armarme de paciencia y me volví hacia él. Daemon había inclinado el pupitre hacia delante, y solo nos separaban unos centímetros.
—¿Qué quieres?
Sonrió.
—Tienes mucho mejor aspecto que la última vez que te vi.
—Gracias —refunfuñé.
Miró a mi alrededor y supe lo que estaba haciendo. Estaba observando el rastro.
—¿Sabes qué?
Ladeé la cabeza, esperando.
—No brillas —susurró.
Me quedé boquiabierta. ¿El lunes brillaba como una bola de discoteca y ahora no tenía rastro?
—¿Nada de nada?
Daemon negó con la cabeza. El profesor comenzó la clase, así que tuve que mirar hacia delante otra vez, aunque era incapaz de prestar atención. No podía dejar de pensar en que ya no brillaba. Debería estar… no, estaba contentísima, pero la conexión seguía ahí. Tenía la estúpida esperanza de que desapareciera junto con el rastro.
Después de clase, les pedí a las chicas que le dijeran a Dee que llegaría tarde a almorzar. Habían oído parte de la conversación, y a Carissa le entró la risa tonta y Lesa empezó a fantasear con hacerlo en la biblioteca. Algo que yo no necesitaba saber. Pero ahora no lograba quitármelo de la cabeza, porque podía imaginarme perfectamente a Daemon en esa situación.
Las clases de la mañana se me hicieron eternas. El señor Garrison me dedicó su habitual mirada de desconfianza durante toda la clase de Biología después de mostrar sorpresa al verme. Se podría decir que era el guardián extraoficial de los Luxen que vivían fuera de la colonia alienígena y, al parecer, que yo no brillara llamaba tanto la atención como que sí lo hiciera. Aunque probablemente tuviera más que ver con el hecho de que no le entusiasmaba que yo supiera lo que eran de verdad.
La puerta se abrió justo cuando iba a por el proyector y entró un chico con una camiseta retro de Pac-Man que era la bomba. Un murmullo se extendió por la clase mientras el desconocido le entregaba una nota al señor Garrison.
Estaba claro que era nuevo. Iba cuidadosamente despeinado, como si lo hubiera hecho a propósito. Era guapo, de pelo castaño, con la piel bronceada. Su sonrisa transmitía seguridad en sí mismo.
—Parece que tenemos un nuevo alumno —anunció el señor Garrison mientras dejaba la nota en la mesa—. Blake Saunders de…
—California —añadió el chico—. Santa Mónica.
Se oyeron varias exclamaciones ante esa información. Lesa se enderezó en la silla. Genial, así yo dejaría de ser «la nueva».
—Muy bien, Blake de Santa Mónica. —El profesor examinó la clase y su mirada se detuvo en el asiento vacío que había a mi lado—. Ahí tienes tu sitio y a tu compañera de laboratorio. Que te diviertas.
Miré al señor Garrison entrecerrando los ojos, pues no estaba segura de si lo de «que te diviertas» era una broma o un anhelo secreto de que el chico humano me distrajera del alienígena. Blake, que parecía ajeno a las miradas de curiosidad, ocupó su asiento y sonrió.
—Hola.
—Hola. Soy Katy de Florida. —Se me dibujó una amplia sonrisa—. Anteriormente conocida como «la nueva».
—Ah, ya veo. —Miró al señor Garrison, que empujaba el proyector hasta el centro de la clase—. En un sitio tan pequeño, una cara nueva llama la atención, ¿no?
—Eso es.
Se rió bajito.
—Menos mal. Estaba empezando a pensar que me pasaba algo. —Nuestros brazos se rozaron cuando sacó un cuaderno. Una chispa de electricidad estática me sobresaltó—. Lo siento.
—No pasa nada —aseguré.
Blake me dedicó otra sonrisa antes de dirigir la mirada hacia la pizarra. Jugueteé con la cadena que me rodeaba el cuello mientras miraba con disimulo al nuevo. Bueno, al menos ahora había algo con lo que alegrarse la vista en Biología. No tenía nada que objetar.
Daemon no estaba esperándome junto a las puertas dobles de la biblioteca, así que me colgué la mochila al hombro y entré en la sala con olor a humedad. Una bibliotecaria joven levantó la vista y sonrió mientras yo recorría el lugar con la mirada. Sentía calor en la nuca, pero no veía a Daemon. Conociéndolo, lo más probable era que estuviera escondiéndose, para que nadie viera a alguien tan guay como él en la biblioteca. Pasé junto a unos cuantos alumnos de primero que estaban almorzando en las mesas o delante de los ordenadores y, a continuación, deambulé por la biblioteca hasta que lo encontré en el último rincón: la sección de cultura de Europa del Este. La típica zona por la que nunca pasaba nadie.
Estaba repantigado en un cubículo junto a un anticuado ordenador, con las manos en los bolsillos de los tejanos desteñidos. Un ondulado mechón de pelo le caía sobre la frente, rozándole las espesas pestañas. Curvó los labios en una media sonrisa.
—Me preguntaba cuándo ibas a encontrarme.
No hizo ademán de dejarme sitio en el minúsculo recinto. Puse la mochila fuera y me senté encima de la mesa situada frente a él.
—¿Te da vergüenza que alguien te vea y crea que sabes leer?
—Tengo una reputación que mantener.
—Sí, menuda reputación tienes.
Estiró las piernas de modo que sus pies quedaron debajo de los míos.
—Bueno, ¿de qué querías hablar —bajó la voz hasta convertirla en un susurro profundo y sexy— en privado?
Me estremecí… y no tuvo nada que ver con la temperatura.
—No de lo que tú crees.
Daemon me dedicó una sonrisita sexy.
—Vale. —Me aferré al borde de la mesa—. ¿Cómo supiste que estaba enferma en mitad de la noche?
Daemon se quedó mirándome un momento.
—¿No te acuerdas?
Sus perturbadores ojos me resultaron demasiado intensos. Bajé la vista… hasta su boca. Mala idea. Clavé la mirada en el mapa de Europa que había encima de su hombro. Eso estaba mejor.
—No. La verdad es que no.
—Bueno, seguramente fue por la fiebre. Estabas ardiendo.
Volví a mirarlo de inmediato a los ojos.
—¿Me tocaste?
—Pues sí, te toqué… y no llevabas mucha ropa. —La sonrisa de suficiencia se ensanchó—. Estabas empapada… y llevabas una camiseta blanca. Era una bonita vista. Sí, señor.
Me puse colorada.
—Lo del lago… ¿no fue un sueño?
Daemon negó con la cabeza.
—Ay, Dios. ¿Así que estuve nadando en el lago de verdad?
Se apartó de la mesa y dio un paso adelante. Estábamos tan cerca que respirábamos el mismo aire… si es que él necesitaba respirar, claro.
—En efecto. No es lo que esperaba ver un lunes por la noche, pero no me quejo. Y vi muchas cosas.
—Cierra el pico —solté entre dientes.
—Que no te dé corte. —Alargó la mano y me tiró de la manga de la rebeca, pero se la aparté de un manotazo—. De todos modos, ya había visto la parte de arriba, y no pude ver bien la de abajo…
Me bajé de la mesa blandiendo el brazo. Solo conseguí rozarle la cara con los nudillos antes de que me atrapara la mano. Qué rápido era. Daemon me apretó contra su pecho y bajó la cabeza; tenía un destello de ira contenida en los ojos.
—No se pega a la gente, gatita. Es de mala educación.
—Tú sí que eres un maleducado. —Intenté apartarme, pero me sujetaba la muñeca con la mano—. Suéltame.
—No sé si debo. Tengo que protegerme.
Aun así, me soltó.
—¿Ah, sí? ¿Ese es el motivo de… de este maltrato?
—¿Maltrato? —Avanzó hasta que toqué la mesa del cubículo con la parte baja de la espalda—. Esto no es ningún maltrato ni nada que se le parezca.
Se me pasaron por la cabeza unas deliciosas imágenes de Daemon apretándome contra la pared de mi casa mientras me besaba. Sentí un cosquilleo en algunas partes del cuerpo. Ay, eso era mala señal.
—Alguien va a vernos.
—¿Y? —Me cogió la mano con delicadeza—. Nadie va a decir nada.
Respiré hondo. Noté su aroma en la lengua y nuestros pechos se tocaron. Mi cuerpo decía «sí»; Katy decía «no». Aquello no me afectaba. Ni lo cerca que estábamos ni el modo en que sus dedos se deslizaban bajo la manga de mi rebeca. No era real.
—Así que mi rastro ha desaparecido, pero esta estúpida conexión no.
—Eso es.
Negué con la cabeza, decepcionada.
—¿Y eso qué significa?
—No lo sé.
Había introducido los dedos en mi manga y subía por el antebrazo. La piel le vibraba como si estuviera cargada de electricidad.
—¿Por qué no dejas de tocarme? —pregunté turbada.
—Me gusta.
Dios, a mí también me gustaba, y no debería.
—Daemon…
—Pero, volviendo a lo del rastro, ya sabes lo que significa.
—¿Que ya no tengo que verte la cara fuera del instituto?
Se rió y el eco de aquel sonido me recorrió entera.
—Que ya no estás en peligro.
De algún modo, y no sabía cómo había pasado, tenía la mano libre apoyada contra su pecho. El corazón le palpitaba fuerte y rápido. Igual que el mío.
—Creo que lo de no tener que verte la cara supera a lo de estar a salvo.
—Sigue repitiéndote eso, si te hace sentir mejor. —Su mentón me rozó el pelo y luego se deslizó sobre mi mejilla. Me estremecí. Una chispa pasó de su piel a la mía emitiendo un zumbido en el aire cargado que nos rodeaba—. Pero los dos sabemos que es mentira.
—No lo es.
Eché la cabeza hacia atrás. Su aliento era una cálida caricia contra mis labios.
—Vamos a seguir viéndonos —murmuró—. Y no te atrevas a mentir. Sé que te alegras. Me dijiste que me deseabas.
«Para el carro.»
—¿Cuándo?
—En el lago. —Inclinó la cabeza, y debí haberme apartado. Curvó los labios contra los míos en una sonrisa de complicidad mientras me soltaba la muñeca—. Dijiste que me deseabas.
Ahora tenía las dos manos apoyadas en su pecho. Era como si tuvieran voluntad propia; no me responsabilizaba de sus actos.
—Tenía fiebre. No sabía lo que decía.
—Lo que tú digas, gatita. —Daemon me agarró de las caderas y me sentó en el borde de la mesa con una facilidad que me resultó inquietante—. Yo sé la verdad.
La respiración me salía entrecortada.
—Tú no sabes nada.
—Ya. Me tenías preocupado, ¿sabes? —admitió mientras avanzaba separándome las piernas—. No dejabas de llamarme y yo te respondía, pero era como si no me oyeras.
¿De qué estábamos hablando? Mis manos se habían deslizado hasta la parte baja de su estómago. Noté los músculos firmes bajo el jersey. Llevé las manos hasta sus costados, con toda la intención de apartarlo. Pero, en cambio, lo agarré y tiré de él hacia delante.
—Vaya, debía de estar completamente ida.
—Me… asustaste.
Antes de poder responder o considerar siquiera que mi enfermedad lo había asustado, nuestros labios se encontraron. Mi cerebro desconectó al tiempo que le hundía los dedos en el jersey y… Oh, Dios, sus profundos besos me abrasaron los labios a la vez que sus manos se tensaban en mi cintura, apretándome contra él.
Daemon me besaba como si estuviera muerto de sed y diera largos tragos sin respirar. Me atrapó el labio inferior con los dientes cuando se apartó y luego regresó a por más. Una embriagadora mezcla de emociones batallaba en mi interior. No quería que pasara eso, ya que se trataba únicamente de la conexión que había entre ambos. No dejé de repetírmelo, incluso mientras subía las manos por su pecho y le rodeaba el cuello. Cuando deslizó las manos lentamente bajo mi camiseta, fue como si me tocara en lo más hondo, calentando cada célula y llenando cada rincón oscuro de mi ser con el calor de su piel.
Tocarlo, besarlo, era como volver a tener fiebre. Las llamas se habían apoderado de mí, el cuerpo me ardía, el mundo ardía, saltaban chispas. Gemí contra su boca.
Se oyó un chasquido y luego un estallido, y el cubículo se llenó de olor a plástico quemado.
Nos separamos jadeando. Por encima de su hombro vi unos hilitos de humo que salían de la parte superior del viejísimo monitor. Madre mía, ¿iba a pasar eso cada vez que nos besáramos? ¿Y qué rayos se suponía que estaba haciendo? Había decidido que no iba a permitir que pasara nada con Daemon; es decir, ni besos… ni caricias. Todavía me sentía herida por la forma en que me había tratado cuando nos conocimos. El dolor y la vergüenza aún no habían desaparecido.
Lo empujé con fuerza. Daemon me soltó y me miró como si acabara de arrojar a su cachorrito en medio del tráfico. Aparté la mirada mientras me pasaba la palma de la mano por la boca. No sirvió de nada. Todo él seguía a mi alrededor, en mi interior.
—Dios, ni siquiera me gusta esto… lo de besarte.
Daemon se enderezó.
—Lo siento, pero no estoy de acuerdo. Y creo que ese ordenador tampoco.
Le dediqué una mirada asesina.
—No… no volverá a pasar.
—Me parece que ya has dicho eso antes —me recordó. Suspiró al ver mi expresión—. Kat, te gusta… tanto como a mí. ¿Para qué mentir?
—Porque no es real —protesté—. Antes no me deseabas.
—Sí te…
—No te atrevas a decir que me deseabas, ¡porque me trataste como si fuera el Anticristo! No puedes borrarlo solo porque ahora haya una estúpida conexión entre nosotros. —Respiré bruscamente mientras notaba cómo una sensación desagradable se extendía por mi pecho—. Me hiciste mucho daño, pero creo que no te das cuenta. ¡Me humillaste delante de toda la cafetería!
Daemon apartó la vista. Se pasó los dedos por el pelo al tiempo que tensaba la mandíbula.
—Ya lo sé. Y… y siento haberte tratado así, Kat.
Me quedé mirándolo estupefacta. Daemon nunca se disculpaba, jamás de los jamases. Quizá de verdad… Negué con la cabeza. No bastaba con una disculpa.
—Incluso ahora estamos escondidos en la biblioteca, como si no quisieras que supieran que aquel día te equivocaste y te comportaste como un gilipollas. ¿Y se supone que ahora tiene que parecerme bien?
Daemon puso cara de sorpresa.
—Kat…
—No digo que no podamos ser amigos, porque quiero que lo seamos. Me gustas mu… —Me callé antes de decir demasiado—. Mira, esto no ha pasado. Voy a achacarlo a una secuela de la gripe o a que un zombi me ha devorado el cerebro.
—¿Qué? —preguntó frunciendo el ceño.
—No quiero hacer esto contigo. —Empecé a darme la vuelta, pero me cogió del brazo. Lo fulminé con la mirada—. Daemon…
Me miró directamente a los ojos.
—Se te da fatal mentir. Sí quieres. Lo deseas tanto como yo.
Abrí la boca para contestar, pero no me salieron las palabras.
—Lo deseas tanto como ir a la ALA.
Ahora sí que estaba atónita.
—Pero ¡si tú ni siquiera sabes lo que es la ALA!
—La convención de la American Library Association que se celebra en invierno —respondió sonriendo con arrogancia—. Vi en tu blog que estabas obsesionada con eso antes de ponerte enferma. Estoy casi seguro de que dijiste que darías un riñón por ir.
Sí que dije algo por el estilo.
Le destellaron los ojos.
—En fin, volviendo a lo de desearme…
Negué con la cabeza, anonadada.
—Sí me deseas.
Respiré hondo y me esforcé por contener el enfado… y la diversión.
—Estás demasiado seguro de ti mismo.
—Lo bastante como para hacer una apuesta.
—Tienes que estar de coña.
Sonrió de oreja a oreja.
—Apuesto a que, antes de Año Nuevo, habrás admitido que estás loca, profunda e irremediablemente…
—Vaya. ¿No quieres añadir otro adverbio? —intervine con las mejillas ardiendo.
—¿Qué tal «irresistiblemente»?
Puse los ojos en blanco y mascullé:
—Me sorprende que sepas lo que es un adverbio.
—Deja de distraerme, gatita. Volviendo a la apuesta: antes de Año Nuevo, habrás admitido que estás loca, profunda, irremediable e irresistiblemente enamorada de mí.
Solté una carcajada estrangulada a causa del asombro.
—Y que sueñas conmigo. —Me liberó y se cruzó de brazos arqueando una ceja—. Apuesto a que admitirás todo eso. Es probable que hasta me enseñes esa libreta en la que has escrito mi nombre rodeado de corazoncitos…
—Oh, por el amor de Dios…
Me guiñó un ojo.
—Está en marcha.
Di media vuelta, cogí la mochila y corrí a toda prisa entre las estanterías, dejando a Daemon en el cubículo antes de que se me ocurriera cometer alguna locura. Como arrojar el sentido común por la borda y volver corriendo para lanzarme encima de él, fingiendo que todo lo que había dicho y hecho meses atrás no me había dejado una herida abierta en el corazón. Porque estaría fingiendo, ¿verdad?
No aflojé el paso hasta que estuve delante de mi taquilla, en el otro extremo del instituto. Metí la mano en la mochila y saqué la carpeta de dibujo llena. Menuda mierda de primer día. Me había pasado la mitad de las clases con la cabeza en las nubes, me había enrollado con Daemon y había hecho explotar otro ordenador. Estaba claro que debería haberme quedado en casa.
Alargué una mano hacia la puerta de la taquilla, pero esta se abrió de par en par antes de tocarla. Retrocedí ahogando una exclamación, y la carpeta de dibujo se me cayó al suelo.
Santo cielo, ¿qué acababa de pasar?
No podía ser… El corazón estaba a punto de salírseme por la boca.
¿Había sido cosa de Daemon? Podía manipular objetos y, teniendo en cuenta que lograba arrancar árboles de cuajo, abrir la puerta de una taquilla con la mente sería pan comido para él. Recorrí con la mirada el pasillo cada vez menos concurrido, aunque ya sabía que no estaba por allí. No lo había sentido mediante nuestro escalofriante vínculo alienígena. Me aparté de la taquilla.
—Oye, mira por dónde vas —dijo de pronto alguien con tono burlón.
Aspiré bruscamente y me volví a toda velocidad. Simon Cutters estaba detrás de mí, sujetando una mochila deshilachada con su puño rollizo.
—Lo siento —me disculpé con voz ronca a la vez que volvía a mirar hacia la taquilla.
¿Simon habría visto lo que había pasado? Me arrodillé para recoger los dibujos, pero él fue más rápido. Se produjo una situación de lo más incómoda mientras intentábamos recuperar los papeles sin tocarnos.
Simon me pasó un puñado de dibujos de flores malísimos. La verdad es que no tengo ni pizca de talento artístico.
—Toma.
—Gracias.
Me puse en pie y metí la carpeta en la taquilla. Lista para salir huyendo.
—Espera un momento —añadió agarrándome del brazo—. Quería hablar contigo.
Bajé la mirada hasta su mano. Tenía cinco segundos antes de que le diera una patada en la entrepierna con la punta del zapato. Al parecer, Simon se dio cuenta, porque me soltó y se puso rojo.
—Solo quiero disculparme por todo lo que pasó la noche del baile. Estaba borracho y… hago estupideces cuando me emborracho.
Lo fulminé con la mirada.
—En ese caso, tal vez deberías dejar de beber.
—Sí, puede que sí.
Se pasó una mano por el pelo, que llevaba muy corto. La luz se reflejó en el reloj azul y dorado que le rodeaba la gruesa muñeca. Había algo grabado en la correa, pero no pude distinguirlo.
—En fin, yo solo…
—Eh, Simon, ¿qué haces?
Billy Crump, un jugador de fútbol americano de mirada vidriosa que al parecer únicamente se fijó en mis tetas cuando me vio, se acercó a Simon. Tras él llegó una panda de compañeros de equipo. Billy sonrió de oreja a oreja cuando centró su atención en mí.
—Vaya, vaya… ¿Qué tenemos aquí?
Simon abrió la boca para responder, pero uno de los chicos se le adelantó.
—Déjame adivinar: ha vuelto a por más.
Varios chicos soltaron risitas e intercambiaron codazos. Miré a Simon, confusa.
—¿Cómo?
Simon empezó a ruborizarse. Billy se tambaleó y me pasó un brazo por encima del hombro. El olor de su colonia por poco me deja K.O.
—Mira, nena, a Simon no le interesas.
Uno de los chicos soltó una carcajada.
—Como siempre decía mi madre: ¿por qué comprar la vaca si tienes la leche gratis?
Un lento torrente de rabia se extendió por mis venas. Pero ¿qué mierda les había contado Simon a esos cretinos? Me saqué de encima el brazo de Billy.
—Esta leche no es gratis y nunca ha estado a la venta.
—Eso no es lo que dicen por ahí. —Billy le dedicó un gesto con el puño en señal de victoria a Simon, que estaba colorado—. ¿Verdad, Cutters?
Todos sus amigos lo miraban. Simon soltó una risa ahogada y se apartó mientras se echaba la mochila al hombro.
—Así es, tío, pero no me interesa repetir. Es lo que intentaba decirle, pero no quiere darse por enterada.
Me quedé boquiabierta.
—Mentiroso hijo de…
—¿Qué pasa ahí? —preguntó el entrenador Vincent desde el otro extremo del pasillo—. ¿No deberíais estar ya en clase?
Los chicos se separaron entre risas y se marcharon pasillo abajo. Uno de ellos se volvió y me dedicó una señal de «llámame» con la mano mientras otro hacía un gesto bastante obsceno con la boca y la mano.
Quería pegarle un puñetazo a algo, pero Simon no era mi mayor problema. Me volví de nuevo hacia la taquilla y me estremecí mientras se me hacía un nudo en el estómago. Se había abierto sola.