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Aguanté veinte minutos.

Entre el terreno irregular del bosque, el fresco viento de noviembre y el chico que iba a mi lado, no pude más. Dejé a Daemon a medio camino del lago y regresé a casa a paso rápido. Me llamó un par de veces, pero hice como si no lo oyera.

Vomité menos de un minuto después de llegar al baño. Devolví aferrada al váter y con lágrimas bajándome por la cara. Hice tanto ruido que hasta desperté a mamá, que entró corriendo en el baño y me apartó el pelo de la cara.

—¿Cuánto hace que te encuentras mal, cielo? ¿Unas horas, todo el día o ha sido de repente?

Mi madre, la eterna enfermera.

—Llevo así todo el día. Va y viene —contesté con la cabeza contra la bañera.

Mamá chasqueó suavemente la lengua en señal de desaprobación mientras me colocaba una mano en la frente.

—Estás ardiendo. —Cogió una toalla y la humedeció—. Debería llamar al trabajo…

—No, estoy bien. —Me hice con la toalla y la apreté contra la frente. El frescor resultaba maravilloso—. Solo es gripe. Y ya me siento mejor.

Mi madre no se despegó de mi lado hasta que me levanté y me duché. Tardé una eternidad en ponerme una camiseta ancha para dormir. La habitación dio vueltas cuando me metí bajo las sábanas. Cerré bien los ojos y esperé a que mamá regresara.

—Aquí tienes tu teléfono y un poco de agua. —Dejó ambas cosas en la mesilla y se sentó a mi lado—. Abre.

Abrí un ojo a duras penas y vi que tenía un termómetro delante de la cara, por lo que abrí la boca obedientemente.

—Decidiremos si me quedo en casa dependiendo de cuánta fiebre tengas —me informó—. Lo más probable es que solo sea la gripe, pero…

—Hum… —gemí.

Me miró con cara de póquer y esperó a que el aparato pitara.

—Treinta y ocho. Tómate esto. —Hizo una pausa para entregarme dos pastillas. Me las tragué sin preguntar—. No es mucha fiebre, pero quiero que te quedes en la cama descansando. Llamaré para ver cómo estás antes de las diez, ¿vale?

Dije que sí con la cabeza y luego me acurruqué. Lo único que quería era dormir.

Mamá dobló otro paño húmedo y me lo puso sobre la frente. Cerré los ojos. Estaba casi segura de que estaba entrando en la fase uno de una infección zombi.

Una extraña niebla me invadió el cerebro. Me dormí, pero me desperté para hablar con mi madre y luego otra vez después de medianoche. La ropa húmeda se pegaba a mi piel sudorosa por la fiebre. Decidí apartar las sábanas y me di cuenta de que estaban en el otro lado de la habitación, cubriendo el abarrotado escritorio.

Un sudor frío me empapó la frente cuando me senté. El martilleo del corazón me retumbaba en la cabeza, fuerte e irregular. Parecían dos latidos a la vez. Notaba la piel tirante sobre los músculos; caliente y con un constante hormigueo. Me puse en pie y la habitación dio vueltas.

Sentía un intenso calor que me quemaba por dentro. Era como si se me hubieran derretido las tripas. Los pensamientos se me agolpaban en un torrente interminable carente de sentido. Lo único que sabía con certeza era que tenía que refrescarme.

La puerta del cuarto se abrió, llamándome. No sabía adónde iba, pero recorrí el pasillo a trompicones y luego bajé por las escaleras. La puerta principal era como un faro que prometía alivio. Fuera estaría fresco. Y yo me refrescaría.

Pero no era suficiente.

Salí al porche y el viento me agitó la ropa húmeda y me apartó el pelo de la cara. El cielo nocturno estaba abarrotado de estrellas, que brillaban con intensidad. Bajé la mirada y los árboles que bordeaban la calle cambiaron de color. Amarillo, dorado, rojo. Luego adquirieron un tono marrón apagado.

Comprendí que estaba soñando.

Bajé del porche, aturdida. La grava me pinchó los pies, pero seguí caminando, con la luz de la luna guiándome. Me dio la impresión de que el mundo se volvía del revés, pero continué adelante.

No tardé en llegar al lago. El agua del color del ónix se rizaba bajo la pálida luz. Avancé y me detuve cuando los dedos de los pies se hundieron en la tierra. Un ardiente hormigueo me abrasó la piel mientras permanecía allí. Quemándome, sofocándome…

—¿Kat?

Me volví despacio. El viento soplaba a mi alrededor al tiempo que yo contemplaba aquella aparición. La luz de la luna proyectaba sombras en su rostro y se reflejaba en sus grandes ojos verdes. No podía ser real.

—¿Qué haces, gatita? —preguntó Daemon.

Parecía borroso, y Daemon nunca se volvía borroso. Puede que a veces se moviera tan rápido que resultara difícil verlo, pero nunca estaba borroso.

—Tengo… tengo que refrescarme.

Le cambió la expresión cuando entendió qué me proponía.

—No te atrevas a meterte en ese lago.

Retrocedí y el agua helada me acarició los tobillos y luego las rodillas.

—¿Por qué?

—¿Que por qué? —Dio un paso adelante—. Porque el agua está demasiado fría. Gatita, no me hagas entrar a sacarte.

La cabeza iba a estallarme. No cabía duda de que se me estaban derritiendo las neuronas. Me adentré más y el agua fría alivió el ardor que me recorría la piel. Me cubrió la cabeza, quitándome el aliento y el fuego. El ardor disminuyó hasta casi desaparecer. Podría haberme quedado allí abajo para siempre.

Unos brazos fuertes y sólidos me rodearon y me sacaron de nuevo a la superficie. El aire gélido me invadió, pero yo tenía los pulmones abrasados. Tomé bocanadas profundas con la esperanza de apagar las llamas. Daemon estaba sacándome de la maravillosa agua; se movía tan rápido que primero me encontraba en el agua y, un segundo después, de pie en la orilla.

—Pero ¿a ti qué te pasa? —me espetó mientras me agarraba de los hombros y me sacudía levemente—. ¿Se te ha ido la pinza o qué?

—Déjame. —Lo empujé sin apenas fuerzas—. Tengo fuego en el cuerpo.

Su intensa mirada me recorrió de la cabeza a los pies.

—Sí, desde luego que sí. Esa camiseta blanca mojada te queda de maravilla, gatita, pero ¿no te parece un poco temerario salir a nadar a medianoche en noviembre?

Lo que decía no tenía sentido. El respiro había acabado y la piel me ardía de nuevo. Me aparté de sus manos tambaleándome e intenté regresar al lago.

Sus brazos me rodearon antes de poder dar dos pasos y me hicieron volverme.

—Kat, no puedes meterte en el lago. Está demasiado frío. Vas a ponerte enferma. —Me apartó el pelo que se me había quedado pegado a las mejillas—. Mierda… más de lo que ya estás. Estás ardiendo.

Algo de lo que dijo despejó un poco la niebla de mi cerebro. Me incliné hacia él y apoyé la mejilla contra su pecho. Su olor era maravilloso: masculino y a especias.

—No te deseo.

—Este no es el mejor momento para tener esta conversación.

Aquello solo era un sueño, así que suspiré y le rodeé la firme cintura con los brazos.

—Pero te deseo.

Daemon me abrazó con fuerza.

—Ya lo sé, gatita. No engañas a nadie. Vamos.

Lo solté y los brazos me colgaron inertes a los costados.

—No… no me encuentro bien.

—Kat. —Se apartó y me cogió la cara entre las manos, manteniéndome la cabeza erguida—. Kat, mírame.

¿Acaso no estaba mirándolo? Las piernas me fallaron. Y entonces no quedó nada. Ni Daemon, ni pensamientos, ni fuego, ni Katy.

Todo era confuso e inconexo. Unas manos cálidas me apartaron el pelo de la cara. Unos dedos me acariciaron la mejilla. Una voz profunda me habló en un idioma musical y suave. Era como una canción, pero más… hermoso y reconfortante. Me sumergí en aquel sonido, perdiéndome un momento.

Oí voces.

Y me pareció oír a Dee:

—No puedes hacerlo. Solo empeorará el rastro.

Me movieron. Me quitaron la ropa mojada y algo cálido y suave se deslizó sobre mi piel. Intenté hablar con las voces que me rodeaban, y tal vez lo conseguí. No estaba segura.

En algún momento, me envolvieron en una nube y me llevaron a otra parte. Un corazón palpitó a ritmo constante bajo mi mejilla, arrullándome hasta que las voces se apagaron y al final unas manos frías reemplazaron a las cálidas. Percibí unas molestas luces brillantes. Oí más voces. ¿Una era la de mi madre? Sonaba preocupada. Estaba hablando con… alguien. Alguien a quien no reconocí. Él era el de las manos frías. Noté un pinchazo en el brazo, un dolor sordo que se extendió hasta los dedos. Me llegaron más voces apagadas, y luego ya no oí nada.

No había día ni noche, sino ese extraño punto intermedio en el que un fuego me abrasaba el cuerpo. Entonces, las manos frías regresaron y me sacaron el brazo de debajo de las sábanas. Esta vez no oí a mamá cuando sentí de nuevo el pinchazo en la piel. Un calor se abrió paso en mi interior, recorriéndome las venas. Jadeé y arqueé la espalda sobre la cama. Un grito ahogado escapó del fondo de mi garganta. Todo me ardía. Un fuego diez veces peor que el anterior me devoraba por dentro, y supe que me moría. Tenía que ser eso…

De pronto, sentí un frescor en las venas, como una ráfaga de viento invernal, que se movió rápido, sofocando las llamas y dejando un rastro de hielo a su paso.

Las manos se desplazaron a mi cuello y tiraron de algo. Una cadena… ¿Mi collar? Las manos habían desaparecido, pero podía notar la obsidiana zumbando, vibrando por encima de mí.

Y entonces dormí durante lo que me pareció una eternidad, sin estar segura de si alguna vez despertaría.

Había pasado cuatro días en el hospital y prácticamente no me acordaba de nada. Solo sabía que había despertado el miércoles en una habitación con techo blanco. Y que me sentía bien. Genial, incluso. Después de pasarme el jueves diciéndole a todo el que se acercaba a mi puerta que quería irme a casa, no paré de quejarme hasta que me dieron el alta. Era evidente que había sufrido una gripe fuerte, pero nada serio.

Mamá estaba a mi lado y me observaba con un rostro marcado por las ojeras mientras me bebía a toda prisa el vaso de zumo de naranja que había sacado de la nevera. Llevaba vaqueros y un jersey fino; resultaba raro verla sin el uniforme.

—Cielo, ¿estás segura de que te encuentras lo bastante bien para regresar a clase? Puedes tomarte el día libre y volver el lunes.

Negué con la cabeza. Faltar clase tres días ya me había supuesto una montaña de deberes, que Dee me había traído la noche anterior.

—Estoy bien.

—Has estado hospitalizada. Deberías tomártelo con calma.

—Estoy bien, de verdad —le aseguré al tiempo que lavaba el vaso.

—Ya sé que crees que te sientes mejor. —Me arregló la rebeca, que al parecer me había abotonado mal—. Puede que Will, el doctor Michaels, te haya permitido volver a casa, pero me diste un buen susto. Nunca te había visto tan enferma. ¿Por qué no lo llamo para ver si puede echarte un vistazo antes de empezar a visitar pacientes?

Para rematar, resultaba que ahora mi madre se tuteaba con mi médico; al parecer, su relación se había vuelto seria y me lo había perdido. Cogí la mochila e hice una pausa.

—¿Mamá?

—¿Sí?

—El lunes volviste a casa de madrugada, antes de terminar el turno, ¿verdad? —Cuando negó con la cabeza, me quedé aún más desconcertada—. Entonces, ¿cómo llegué al hospital?

—¿Estás segura de que te encuentras bien? —Me puso una mano en la frente—. No tienes fiebre, pero… Tu amigo te llevó al hospital.

—¿Mi amigo?

—Sí, te llevó Daemon. Aunque me pregunto cómo sabía que estabas tan enferma a las tres de la madrugada. —Entrecerró los ojos—. En realidad, me gustaría mucho saberlo.

«Ay, mierda.»

—A mí también.