XXV. EL TURNO EN EL JUEGO

Cuando la Reina Ardid se vio encerrada con sus dos jardineros, Raiga y Contrahecho, creyó que el Reino estaba perdido. Un gran abatimiento, unido a una rara sensación de indiferencia, la llenaba. Y así, los aterrados jóvenes la veían vagar de un rincón a otro, desenterrando polvorientos jirones, viejísimos juguetes que casi se deshacían entre sus manos, como si hubiérase vuelto sorda a la cruel lucha que a su alrededor se enconaba. Pues a la Torre llegaban el fragor y los gritos, el entrechocar de las espadas y el galope de los caballos; y más tarde, el resplandor de los primeros incendios, sin que ninguna de estas cosas parecieran afectarle.

Allí encerrados, pasaron mucho tiempo: tanto que ni pudieron llevar la cuenta, pues la única que podía hacerlo parecía embebida en otras cosas. Y llegó el día en que sus carceleros dejaron de llevarles alimento, y ni tan sólo la Guardia quedaba a la puerta de la Torre: todos los hombres estaban entregados a una lucha encarnizada, pues el Duque Zore, y sus fieles, reaccionando ante el imprevisto ataque, atinaron recurrir a aquello que Ardid ya habíales indicado: se acordaron de cierto sector del pueblo que, gracias al Rey Gudú, tuvo por primera vez audiencia en la Asamblea. Y si no representaban al auténtico pueblo —pues éste siempre permaneció al margen, incluso ignorante de que tal Asamblea existiera—, al menos sí parte de él y nada despreciable, encabezados por los que veían sus bienes en grave peligro, uniéronse al Duque, ya que el dinero es una fuerza tan grande como el odio mismo, el ansia de poder o, quizás, el amor. Y así, el Duque —en mayoría numérica a los rebeldes— cercó a los partidarios de Urdska en el Castillo, y se entabló una cruenta lucha que precisó de todos los hombres y de todos los recursos.

Llegó, al fin, un día en que Contrahecho, viendo que ya no quedaba nadie guardando la Torre, dijo a la Reina:

—Señora, creo que estamos abandonados. Y si permanecemos aquí dentro, moriremos sepultados, o por un incendio, o de hambre. Recuerdo la forma en que Raigo escapaba de esta Torre por las noches, y se me ocurre que podríamos muy bien imitarle.

Como despertando de un sueño, pareció darse cuenta Ardid de la realidad de su entorno. Así pues, les dijo:

—Hijos míos, huid vosotros, y seguid mi consejo: salid, escapad cuanto antes os sea posible de estas tierras, y no retornéis a ellas jamás… pues sé, puesto que mi corazón me lo dice, que el fin de este lugar, de este mundo nuestro, se acerca. Buscad una barca que suele hallarse junto al río —bien lo sabía ella—, amarrada entre los sauces gemelos; y en ella navegad hacia el Sur, y no paréis hasta el mar; y allí preguntad por las Islas jóvenes, y en ellas tendréis, a buen seguro, una hermosa vida.

—Señora —murmuró tímidamente Contrahecho—, venid con nosotros; siempre cuidaremos de vos. Tenemos un oficio…

—Un bello oficio —murmuró Ardid acariciando su roja y fea cabeza con gran ternura; y otra roja y desaparecida cabeza llegó a su mente, inundándola de pesar por tanta —y ahora sabía que definitiva ausencia—. Id vosotros, queridos míos, pues allí donde vayáis, irá lo más bello y más digno de mi vida.

Y besándoles a los dos, volvióse de espaldas, y en un oscuro rincón quiso permanecer hasta saberlos perdidos para siempre de su vida.

Sacaron los dos jardinerillos las telas de los cofres: aún alguna de ellas seguía trenzada, como en tiempos de Raigo —tiempos de todos los juegos, de todos los disfraces, tiempo de todos los niños que se esconden en los desvanes para huir de la gran estupidez del mundo—. Y, aunque enmohecidos, Contrahecho fue anudándolos pacientemente y reforzándolos con retazos de tela y aun con pedazos de la falda de Raiga. Al fin, como cuando eran niños, se deslizaron por la ventana de la Torre. Una vez en el suelo, se asustaron: las jaras brotaban sin orden por doquier, mucho habían medrado las yedras y las malas hierbas, y todo aparecía helado bajo el oscuro cielo del invierno. Se dirigieron entonces a la mohosa puertecilla de la muralla, y salieron al campo; y a poco, vieron cómo un grupo de campesinos huía, y se unieron a ellos, pues por campesinos —tan sencillo y aun mísero era su atuendo— se les podía tomar. Junto a ellos alcanzaron el río, pero en la barca que les indicara Ardid sólo cabían ellos y dos niños muy pequeños. Entonces, el abuelo de los niños les entregó todos sus bienes en un hatillo, y les vio partir juntos, a los cuatro, con los ojos llenos de lágrimas, lágrimas que a medida que la barca se perdía en la niebla, iban helándose como escarcha. Luego, cuando ya no les veía, y no les volvería a ver, el anciano —tal que otra vieja mujer que había quedado sola allá en la Torre— se apoyó en un roble y, a oscuras y de espaldas, entre el mundo y la nada, esperó el fin de su vida larga y llena de dolor. Pero, antes de morir, soñó que sus nietos y aquellos dos muchachos llegaban a un lugar donde nadie les miraba como extraños o enemigos, donde el sol brillaba y crecían las frutas y las plantas para todos; y nadie arrebataba a un hermano lo que era de todos los hermanos. Y con tan imposible como hermosa esperanza, el anciano dejó para siempre de sufrir.

2

Pero, a través de las ruinas y de la desesperada lucha de los últimos esteparios, el grito del Rey Gudú también llegó a los oídos de Urdska. De suerte que a su vez, la llama se encendió en su pecho, y otro grito largo tiempo sofocado, respondió al de Gudú.

Junto a ella permanecían, aún, Kiro y Arno. Así pues, llamó a su fiel Kork, condújoles hacia el pasadizo secreto, y allí les dijo:

—Huid, pues el Rey Gudú, por esta vez, ha vencido. Pero ocultaos en el bosque, hasta el día en que os mande aviso: y desde los bosques escapad a las estepas, y una vez allí, presentaos a Rakjel; y os ordeno que lleguéis hasta él con vida, pues si no es así, mi maldición os perseguirá más allá de la muerte. Y decidle que os guarde y espere el momento propicio para restituiros al Trono de Olar, que os pertenece tanto como el de la Isla de Urdska: nuestra verdadera patria.

Una vez en el oscuro pasadizo, donde el fiel Kork les precedía con la antorcha, los dos Príncipes se rezagaron.

—¿Adónde nos lleva? —murmuró Kiro.

—No sé, dicen que el Rey ha entrado ya en Olar, y que no tendrá compasión para nadie.

—Yo soy el hijo del Rey —murmuró Kiro, sibilante.

—Y yo —le respondió, amenazador, Arno.

Ambos se miraron en la oscuridad y, prestamente, sin mediar palabra, se abalanzaron espada en mano contra Kork y con ella, por la espalda lo atravesaron. Contemplaron un instante el ensangrentado cuerpo a sus pies, y luego Arno tomó la antorcha y, seguido de su hermano, prosiguieron el camino hasta la salida.

Una vez allí, de nuevo al aire libre, en la fría tarde de invierno, hacia la parte Norte del Castillo, donde ya había cesado la batalla, se supieron solos por vez primera. Frente a ellos, la ruinosa Torre, rematada por una curiosa caperuza azul, se recortaba sobre el cielo enrojecido del crepúsculo.

—¡Deprisa! —dijo Arno—. ¡El Rey se acerca!

—¡El Rey es mi padre! —respondió Kiro, retador. Y ambos llevaban las espadas desenvainadas, teñidas aún con la sangre del viejo y leal Kork.

—¡Acabemos de una vez! —gritaron a un tiempo. Y frente a frente, al pie de la Torre, se miraron, jadeantes; hasta que, como en siniestro acuerdo, ambos profirieron un largo y retenido grito —retenido, como un río subterráneo, durante tiempo y tiempo— que pareció estremecer hasta los tristes árboles del invierno.

En aquel momento, Urdska vistió por última vez sus ropas de guerrero, que tan celosamente guardara para ella el anciano Kork. Así vestida, avanzó sin más compañía ni escolta que su larga sombra, enrojecida por el último sol y el resplandor del fuego. Montó su caballo y pasó sobre los últimos cadáveres, los últimos heridos y los últimos soldados que aún se batían: indiferente y brutal, pateando cuanto hallaba a su paso, sólo con un nombre en la mente y en los labios, avanzó; avanzó hacia aquel otro grito que parecía reclamarla.

Mientras los cascos de su bello y salvaje caballo pisoteaban miembros heridos, y cenizas aún ardientes, por sobre las ruinas de la muralla, siguió avanzando hacia aquel grito que oía y al que respondía. Entonces, la vieja pasión de la venganza encendió en ella una nueva luz: pues entre la humareda de antorchas de resina inflamadas que arrojaban los arqueros, creyó distinguir el estallido de un rayo más brillante que mil soles. Rayo que iluminaba en su interior la verdad más oscura que pueda abrirse paso entre la luz. Y Urdska avanzó hacia aquel grito como si se tratase del doble descubrimiento de su muerte y su vida. Y lo halló frente a ella, y entre el humo: como un sueño o un deseo pueda levantarse entre las brumas, se recortaba la silueta negra e inconfundible: Gudú Rey la esperaba.

Una vieja melodía que tarareaba la Bruja de la Estepa en su cuna, regresaba ahora, con las primeras sombras de la derrota y de la muerte: «Niña, el guerrero te aguarda, después de la batalla, niña, ve en busca del guerrero. Y sé la luz de su triunfo o el olvido de su derrota». Pero entre los dos ya sólo quedaba un guerrero: otro había muerto entre el fantasma de una Isla y de un viejo rencor. Ahora únicamente una niña solitaria —como otra niña solitaria que también quería ser Rey— avanzaba hacia el guerrero impío, el guerrero odiado. Y de pronto supo que una niña había triunfado sobre la venganza y el rencor, sobre los sueños de poder y sobre la vieja y destruida Urdska, legendaria y falsa Reina esteparia. Porque las estepas —y ella lo sabía— nunca serán un Reino, sino un vasto lugar donde las mujeres y los hombres arrastran la pesada carga de su libertad y su dolor, donde las mujeres y los hombres sólo se besan en el último instante, acaso cómplices de un mismo odio.

Pero Urdska yacía en el recuerdo, en la memoria última de la Reina de la Estepa, y con un grito que era sólo el eco retardado de la ruina, el espejo de algún triunfo, avanzó hacia la silueta del Rey. Y así, el Rey y la Reina frente a frente, dos sombras en la hoguera, espolearon sus monturas, entrecruzaron sus lanzas, y sus cuerpos rodaron juntos sobre el incendio del misterioso país que disputaban: un lugar, un espacio, un reino del que jamás ninguno de los dos había sabido atravesar la frontera: acaso el más violento y amordazado amor que pudiera existir entre un hombre y una mujer. Pero Gudú llevaba el amor encerrado en una copa de duro y transparente hechizo, y la verdadera Urdska había muerto hacía ya mucho tiempo.

Así pues, la lanza de ella alcanzó al Rey, y la de él a la Reina. Y ésta sintió, por fin, su corazón atravesado; de suerte que su cabeza cayó contra el pecho de Gudú y aún estuvo así unos instantes, antes de huir para siempre, quieta, mirándole entre su sangre: porque nadie en el mundo, ni después del mundo ni más allá del apagado polvo del mundo, podría ya cerrar sus párpados ante el infinito asombro que produce el descubrimiento del amor. Pero la lanza de Urdska, si bien atravesó el pecho de Gudú, al llegar al corazón se detuvo, y su punta se astilló, como si se tratara de una caña, como si hubiera chocado con una invisible e impenetrable corteza. Con una gran herida —que no alcanzaba su corazón—, Gudú permaneció inmóvil, moribundo, tal vez tan profundamente asombrado como ella. Pero, en su caso, el asombro era fruto de la incomprensión hacia un sentimiento que nunca entendería. Y en aquel estupor se proclamó su nueva victoria.

Y cuando Raigo lo alzó del suelo, y separó su cuerpo del cuerpo de Urdska, que permanecían aún unidos en un extraño abrazo, sus manos se tiñeron con la sangre del Rey de Olar y de la Reina de la Estepa, unidos por primera vez como no supieron o no pudieron unirse antes.

—Padre —murmuró Raigo con voz temblorosa, pues este nombre resultaba para él tan extraño como para Gudú—. Padre… ¡habéis vencido! ¡Levantaos, habéis vencido!

Pero el Rey estaba gravemente herido, y aunque la lanza de Urdska no pudo atravesar su corazón, en su pecho se abría una herida tan grande como horrible. Rápidamente los Hermanos del Bosque abandonaron sus gozosos cuchillos —que ya sólo podían despedazar a la muerte— para dedicarse a restañar aquella herida monstruosa y nunca vista antes, ni en el Rey ni en criatura alguna.

Fue transportado a la tienda, y una vez tendido en su lecho, aplicáronle de nuevo hojas de cuchillo enrojecidas al fuego, y cosieron la lanzada con sus agujas de hueso ensartadas en finas hebras de intestino de cabra. Y al fin, Gudú murmuró unas palabras, que sólo Raigo pudo oír:

—Nunca me habían herido así.

Y era verdad, aunque no únicamente en el sentido que él creía. Pero, en aquel momento, Raigo era víctima de muy contradictorias sensaciones: a la embriaguez del primer combate y la primera victoria junto a su padre, vivió la más grande lección guerrera de su inexperta y corta vida. Y, por tanto, las ruinas de Olar, y la herida del Rey, le sumían en una congoja que mucho se contradecía, tanto con su ardiente deseo de ser coronado Rey como con sus recuerdos de niño olvidado en el desván. Y al tiempo, no dejaba de decirse: «El Rey aún no me ha proclamado oficialmente su heredero; sólo se ha referido, y en privado, a un proyecto». Y aún otra cosa le desazonaba —y le hería aún más que todo cuanto a su alrededor ocurría— y que le instó a decir al Rey:

—Señor… Señor, la Reina permanece cautiva en la Torre Azul. Y dicen los soldados que esa ala del Castillo ahora empieza a arder…

Al oír aquellas palabras, aún con mucho esfuerzo, el Rey se incorporó. Ciertamente, su naturaleza era extraordinaria; pero también era verdad —aunque nadie podía saberlo excepto los curiosos silfos que, mecidos en el vaivén del viento miraban hacia el interior de la tienda— que su herida era profunda, y grande, aunque se hubiera detenido antes de rozar su corazón. La sangre había cesado, y como la cura era muy reciente, ordenó:

—Raigo, acude tú a la Torre; precédeme, pues en cuanto pueda tenerme en pie, he de felicitar una vez más a la Reina Ardid. —Y añadió algo que todos escucharon con gran emoción, y palidecieron todos los rostros, y se estremecieron todos los corazones, tanto nobles como plebeyos o paisanos, unidos por vez primera en una misma lucha y una misma victoria—: Pues ella fue, es, y quizá será siempre, la única y verdadera Reina de Olar.

Raigo no se hizo repetir la orden. Y tomando a varios hombres consigo, galopó presuroso hacia la Torre de la cúpula azul, en cuya base ya empezaban a prender las llamas. No sólo estaba allí la abuela que amaba, sino que guardaba en su desván toda su historia de niño disfrazado y soñador, todas sus noches infantiles, cuando enlazando una mano de Contrahecho y una mano de Raiga, se decían unos a otros: «Aunque crezcamos, no cambiaremos, seremos siempre iguales a ahora, seremos el Rey, la Reina, y Contrahecho, y nadie, nadie, nos separará jamás…». Y aunque ya avezado, y desengañado de tantas cosas, su corazón de diecisiete años reverdecía en alguna zona —una oculta y tierna pradera, olvidada del tiempo— para llorar ahora por aquellas palabras, aquellos niños y aquella traición; pues bien sabía que el pacto que se juraron entonces no había tenido otro asesino que ellos mismos. Y si cabalgaba con prisa hacia la Torre, tanto era por su deseo de salvar a la Reina como para, de una vez y para siempre —con la espada aún roja de sangre esteparia—, atravesar a Raiga y Contrahecho, y aniquilar el último vestigio de su infancia.

3

Ardid permanecía en un rincón oscuro, de cara a la pared. Recordaba los tiempos del castillo de su padre, cuando sus hermanos, aún niños, jinetes en potrillos, galopaban por las colinas y los senderos que bordeaban las viñas y sembrados. Ah, pero qué lejano era todo aquello, más lejano que las historias de los antepasados, más que todas las historias de todos los muertos de la tierra. Y sentía Ardid cómo la humedad del invierno resbalaba piedras abajo de los muros, y se detenía en las junturas: lágrimas verdi-negras que perlaban el musgo.

Mucho rato estuvo así. Y la noche invadió la tierra y borró su sombra, y todas las sombras. Sólo entonces, lentamente, en la oscuridad, la Reina Ardid deslizó sus manos sobre los relieves del muro, como un ciego que intenta reconocer un rostro. A poco, en la húmeda pared, creyó vislumbrar resplandores, oír ecos, rumores y pisadas. Aunque muy desvaídas al principio, más claras después, iba reconociéndolos: retazos de una o mil historias desaparecidas.

Lentamente, la Reina Ardid despertaba del profundo sueño, que quizás, había sido toda su vida. Ahora, lúcida y claramente, como en los primeros tiempos en que aprendió a leer de manos de su amado Maestro, y a desentrañar lo que creía la sabiduría de la tierra, iba descifrando aquellas historias. Y por primera vez en su vida, en medio de la noche, comenzó a oír y a entender el lenguaje de los muros. Las historias de todos los niños de su estirpe: los niños que querían ser Rey, los que jamás lo desearon, los que siempre lo fueron. Y así, se agachaba aquí y allá, o se alzaba de puntillas, y aplicaba el oído a la humedad y al musgo, y escuchaba. Y oía, oía y veía, poco a poco —al tiempo que las antiguas huellas se marcaban en las losas del suelo, como si en lugar de piedras, se tratara de arena—. Espectros de pisadas infantiles, ecos de correrías despertaban en la Torre, y quizás en el mundo entero. Y vio nuevamente las viejas noches que cruzaban el cielo de su vida, más allá de la Torre. Las noches en el desván bajo la cúpula azul, y las noches, convertidas en dominio de la Reina bruja —acaso de la niña Ardid de ojos de ardilla—. Y regresaba la pequeña Ardid, se acercaba, saltando sobre las ruinas, al viento del Sur las trencitas, y gritaba y gritaba, y esgrimía en su mano derecha una piedra azul y horadada, por cuyo orificio el mundo era muy diferente. «Ardid, pequeña Ardid —la llamó entonces, tímidamente—, ¿qué hiciste de tus amigos el Trasgo, el Maestro?». Pero no recibió respuesta, ni de ella ni de las demás criaturas. Pues si bien los veía y oía, ellos no la veían ni la oían: y seguían comunicándose secretos unos a otros —inalcanzables, crueles e inocentes—, y dejándola al margen del mundo en que habitaban —o habían habitado— en otro tiempo y espacio. Luego, poco a poco, distinguió a un niño de negro y revuelto cabello, de ojos de hielo azul —ojos que nadie haría brillar de llanto, ni de amor— que clavaba en ella su impía y glacial mirada, más dura que la roca. Y mostraba en la palma de su mano un corazón menudo, rojo y palpitante como un ave malherida, encerrado en una copa igualmente dura y transparente: una doble copa, donde, uno a uno, inexorablemente, caían sobre el tembloroso corazón los dorados granos de arena, y se clavaban en él, y lo perforaban —como el agua había perforado la piedra azul de la pequeña Ardid.

Entonces, con su propio corazón inundado de pesar, le llamó, una y mil veces: «Gudú, rompe el cristal del tiempo, rompe el cristal del desamor y la impiedad: vierte la arena sobre la tierra y llora, llora, Gudú, hijo mío». Pero Gudú no la oía, sólo la miraba con sus terribles ojos de hielo azul, tan quietos, tan fijos, como los de los muñecos de Tontina, que ahora se deshacían entre el polvo del cofre. La imagen de Gudú-Niño arrojó súbitamente la doble campana del tiempo, en cuyo interior latía aquel pequeño y prisionero corazón que antes le mostrara, y el niño rodó hacia la oscuridad, y se perdió en un laberinto de sucios y mohosos corredores donde los criados y los pinches de cocina se burlaban de él. Pero Gudú-Niño no cejaba en sus empeños —por misteriosos o desconocidos que le parecieran a ella— y avanzaba sin descanso, con menudo trote, de aquí para allá. Y brincaba entre los ecos de malignas carcajadas y cruel entrechocar de espadas, hasta que desapareció en el último, más lóbrego y más largo pasillo: un corredor cuyo final ella no podía distinguir. Ardid sintió que su corazón se quebraba. Creía que no podía doler de la misma manera que una herida corriente, pero ahora sabía que el corazón duele tanto como una amputación.

Fue entonces cuando oyó el galope del caballo de Gudulín: pero sólo lo oía, no lo veía, aunque el galope se acercaba y se alejaba, furioso, como si quisiera despedir a su jinete por sobre las orejas y lanzarlo lejos. Y en la más espesa oscuridad se oía el llanto nocturno y solitario del Príncipe Gudulín: un llanto que —ahora se daba cuenta— ella había presentido aunque nunca lo había oído; y estaba allí, en sus oídos, y en los oídos de todas las mujeres que velan en la noche el sueño de algún niño ausente o muerto. Ella le llamó también: «Ven Gudulín, ven, yo te daré algo que pedías y nadie lograba entender». Pero no era verdad, tampoco ella lo sabía, tampoco ella lo entendía. Tan sólo intuía confusamente una estela en el mar, una vela transparente y desflecada, a la deriva. La vela de alguna nave aún no nacida, cuyo espectro navegaba hacia Ninguna Parte.

Y así, su oído, y su vista iban agudizándose más y más en aquella gran soledad. Y llegó un momento en que no sólo oía el llanto de Gudulín —y de mil niños, en la noche—, sino que percibía, mezcladas, las risas de otros. «Ésta era la música, ésta era la melodía luminosa, la música de la luz del Cortejo de Tontina…», murmuró, admirada. Y así era, pues entre las brumas y los ecos vio el revoloteo de las aves, y el brillo de los ojos de las ardillas y luciérnagas, los tordos y las perdices de Tontina. Y los niños seguían riéndose, llorando, cantando o recitando alguna mal aprendida lección, o un juego disparatado y tan divertido como jamás cosa alguna lo fuera. «Tontina, ven, ven, te lo suplico».

Pero no vino Tontina: sólo vio su reflejo en el agua, abrazada a Predilecto, un reflejo huidizo que la piel del Lago quebraba y hundía, lentamente, hacia lo más profundo. «Venid todos, os lo ruego, venid: aún no he aprendido nada —clamaba Ardid, temblando de excitación, como en los mejores momentos de su vida, cuando junto al Hechicero se asomaba al corazón de la tierra—. Venid, he de aprender todavía muchas cosas… Soy una Reina nacida para saber y conocer…». Aún se aferraba, con viejo e indomable tesón, a esta y nueva recién descubierta sabiduría, que por fin nacía en ella y para ella. «El mundo es hermoso», oyó entonces decir a la grave, dulce y profunda voz de la Princesa Tontina.

Pero no era cierto, el mundo no era hermoso, y ella lo sabía. De improviso, en medio del desván, había brotado nuevamente el tronco del Árbol de los Juegos; pero esta vez desnudo, negro, despojado de todas sus hojas. Estaba allí, solo, como una severa recriminación, como una sutil amenaza o un vago remordimiento, algo que Ardid no alcanzaba a descifrar. «Yo os quise a todos, os quise a todos», dijo. Pero únicamente el silencio respondía a sus palabras; o aquella estúpida voz que, como si alguien hubiera olvidado guardarla en el cofre de los juguetes, rebotaba a su alrededor, tal que la pelota de los niños, y repetía: «el mundo es hermoso». Entonces vio, pendiendo de las ramas desnudas del Árbol de los Juegos, a todos los muñecos de Tontina; y hubo de taparse los ojos, ante aquel espantoso y tristísimo racimo de diminutos ahorcados, que se balanceaban entre la oscuridad y el resplandor de la música.

Regresó al rincón más oscuro, que ya parecía su único refugio; y de nuevo apoyó en las paredes manos, oídos, y pasaba las yemas de los dedos entre las junturas de cada piedra, donde el musgo aún verdeaba. Ahora ya podía oírlo todo, tan claramente como si lo estuviera leyendo. Y así, entendió que aquélla era la fuente de donde manaba El Libro de los Linajes de su amado Maestro, hasta que logró perfilarse —si bien muy remotamente la muralla que impide toda entrada contaminosa a la ciudad llamada Historia de Todos los Niños. Y alrededor de aquellas murallas vagaban, con sonrisa enigmática —que podía ser, según le diera el sol o la sombra, inocente o perversa—, Almíbar, Raigo, Raiga y el Príncipe Contrahecho, como floridos y extravagantes vagabundos, las manos alzadas en demanda de alguna misteriosa limosna. Pero Raigo desapareció en seguida, y sólo Raiga y Contrahecho permanecieron juntos: Raigo se fue, llorando, con las manos manchadas de tierra del jardín de Ardid, y Raiga le miraba —como repetición de un sueño ya marchito— a través de una horadada piedrecilla azul, y repetía: «Es hermoso, hermoso», ahora con la voz de Tontina.

Traspasada de soledad, Ardid cayó de rodillas, las palmas de las manos apretadas contra los muros, clavando las uñas en ellos hasta sangrar. Sentía deslizarse entre los dedos las lágrimas de todas las historias que se deslizaban a lo largo del muro, mezcladas con su sangre; y clamaba: «Regresa, regresa, Príncipe Once: tú, al menos, algo habrás dejado olvidado en este lugar…». Pero Once no regresaba. Y Ardid no tenía valor para llamar al Trasgo, porque ya habría descubierto su última traición: que Gudú no era el niño que él había enterrado en la viña, y que ella era una vieja y mala mujer que se llamaba Reina, pero que nada tenía en común con la pequeña Ardid que le acompañaba por los pasadizos, y le daba la mano, y le acunaba entre sus brazos. «¿Por qué es tan ciego, y tan indescifrable el mundo al que nos trajeron? ¿Quién nos dejó caer en este mundo, tan mudo, impío y desolador?», clamó, al fin, desesperada.

Soledad, y nada más que soledad, era ahora el Reino de la Más joven Reina, de la única y última —tal como dijera Gudú Reina de Olar. Soledad y oscura sinrazón. Húmedas historias incompletas, que lloraban los muros, lágrimas que recogían las hiedras tenebrosas para alimentar su prevalecedora e injusta vida eterna, sobre tantas efímeras y fugaces campanillas, y rosas de espino, y margaritas silvestres. Y Ardid se dijo que toda su ciencia era un vano intento de rasgar el velo del mundo; como vano intento fuera el de Volodioso y era el de Gudú cruzar la linde de lo desconocido, y hallar el último reducto del deseo. «Triste es el mundo, tristes sus criaturas», murmuró, tapándose los oídos, para no oír ni ver a los que hablaban de hermosura donde ella sólo podía ver ahora fealdad, miseria y larga estepa, estepa sin fin.

Nada importaban ya, ni Urdska ni Olar ni Reino alguno, para la última noche de Ardid. Nada importaba, sino la vaga esperanza de recuperar algo que creía haber perdido y nunca había poseído. «Y sólo de tan frágil materia está hecha la vida: de imposibles recuperaciones, de imposibles regresos y de imposibles comienzos», sollozó. Y entre lágrimas vio cómo avanzaba hacia ella el Príncipe de los ojos de hielo, abriéndose paso entre carcajadas de sirvientes y soldados, y niños disfrazados con suntuosos harapos, y muñecos ahorcados bamboleándose en el Árbol de un irremediable invierno.

De pronto, un galope brioso y salvaje se confundía con el galope del caballo de Gudulín, y, al oírlo, Ardid levantó la cabeza y aguzó ojos y oídos. «He aquí una historia que no conozco», murmuró, esperanzada. Una historia que no era sólo un espectro para ella, puesto que jamás la oyó ni tan sólo nombrar: nacía de las piedras, y se abría paso entre las líneas apretadas de El Libro de los Linajes. Un caballo se perfiló, tomó posesión de la Torre, y llenó el desván, de forma que todo desapareció: el Árbol, los niños, las risas y el llanto de Gudulín. Una espada brillaba, y una muchacha de ojos azules y negros cabellos la miraba, seria y muda. «¿Quién eres tú?», le preguntó. Pero ella nada respondía. Su caballo trotó silenciosamente en círculo, rodeándole una y mil veces, dando la vuelta al desván —como cumpliendo el rito de un funeral guerrero—. Entonces llegó hasta la ventana un resplandor rojo como el atardecer. Corrió a ella, temblando de esperanza; y como no hacía desde mucho tiempo atrás, se asomó al exterior y tornó a ver de nuevo el mundo.

Pero un desolado paisaje se ofreció a su vista. La ciudad ardía, y allí abajo en el destruido jardín cubierto de escombros y maleza, distinguió dos muchachitos, frente a frente, tan hermosos y esbeltos —pensó— como sólo los hijos de su raza podían serlo. Pero sus azules ojos —iguales a los de la muchacha misteriosa— parecían agredirse fieramente, aún antes de que alzaran las cortas espadas en el resplandor del último sol, como si ya estuvieran manchadas de sangre.

—¡Deteneos, deteneos! —gritó Ardid con todas sus fuerzas. Los muchachos alzaron la cabeza y la miraron, extrañados—. Kiro, Arno, hijos míos —clamó Ardid recuperando su vieja fuerza, los restos de su última persuasión—. ¡Deteneos, hijos míos! No cometáis ese crimen, porque si eso hacéis, el mundo se desplomará para siempre.

Aún no había aprendido Ardid, pese a todo, que el mundo no era su mundo, y que su mundo no era el mundo de su hijo ni de sus nietos.

—¿Quién eres tú, vieja impertinente? —preguntó Kiro, con desprecio e ira.

—Soy la Reina, Príncipe Kiro —respondió Ardid, recuperando la prestancia de sus mejores tiempos—. Y por tanto, obedecedme: no asesines a tu hermano, pues de uno de vosotros nacerá algún día el Rey de Olar.

Entonces, los dos gritaron al unísono, y, con ellos, la joven de la Historia Desconocida, a sus espaldas, plantada ahora en el lugar donde antes se alzara el desnudo Árbol de los juegos. Gritaron los tres a la vez, y aquel grito se confundió con el aullido de los lobos —que acudían en manadas al festín de la muerte, y saltaban ya sobre las murallas abandonadas y ruinosas— y el de las aves nocturnas y el del lejano trueno marítimo. Y Ardid supo que todos ellos gritaban una sola cosa:

—¡El Rey soy yo!

Entonces, el caballo de la muchacha del desván se desató en furioso galope, destrozando cuanto hallaba a su paso y hundiéndose en la profundidad del suelo, mientras los dos príncipes, Kiro y Arno, gritaban a la vez:

—¡El Rey, mi padre, ha regresado! ¡Voy a unirme a él, porque sólo yo soy su heredero!

Se lanzaron entonces el uno contra el otro: y atravesándose con sus espadas cayeron, enlazados en cruel abrazo. Ardid se asió desesperadamente al borde de la ventana, pero ni un solo grito podía salir de sus labios, ni moverse podía; y vio avanzar los lobos hacia la sangre de sus nietos, que, como un tierno y vívido manantial, teñía la escarcha de rojo.

Fue entonces cuando la Torre comenzó a arder. «Regresa, Once, regresa —murmuró Ardid, sintiendo que sus fuerzas le abandonaban—. Regresa, al menos tú… No quiero estar tan sola». Pero Once no debía oírla, porque no acudió. En cambio, de la más espesa oscuridad, que ni las llamas podían iluminar, surgieron lentamente multitud de manos sucias que se tendían hacia ella entre harapos, ojos brillantes y caritas demacradas. Y de entre aquel tropel de niños famélicos, uno sólo avanzó hasta ella y se inclinó a mirarla.

—¿Quién eres tú, niño? —dijo Ardid.

—Lisio —respondió él, y nuevamente tendió la mano, suplicante. Pero ella no tenía nada que darle, no le conocía ni jamás había oído su nombre.

Cuando Raigo llegó a la Torre, los lobos devoraban los despojos de sus hermanos Kiro y Arno. Pero no les prestó atención: en las murallas más solitarias otros cadáveres eran devorados igualmente por manadas de fieras hambrientas, envalentonadas ante la indiferencia de que eran objeto —los hombres estaban demasiado ocupados en destruirse mutuamente para apercibirse de ello.

La cúpula azul, que tanto deseaba Raigo alcanzar, aún seguía intacta. Entre él y sus hombres aprestáronse a apagar el fuego. Afortunadamente, junto a la Torre corría el pequeño manantial que, de niños, fuera escenario y partícipe de sus juegos. Rompiendo el hielo, extrajeron agua, y sirviéndose de sus cascos, como si se tratara de barreños fueron sofocando las llamas hasta que pudo introducirse en la Torre. Al fin, saltando entre las escaleras medio quemadas, llegó al desván: allí el humo lo convertía todo en espesa niebla, en oscuridad más densa aún que la ya cercana noche. Fue abriéndose paso entre las vigas que empezaban a derrumbarse a su alrededor —y que a punto estuvieron de aplastarle—. Al fin, sorteando despojos ennegrecidos, descubrió la mano ensangrentada de Ardid, desesperadamente asida al muro, y creyó oír su voz.

Apartó astillas, cenizas y antiguos jirones que se deshacían en humo y al humo regresaban. Las lágrimas corrían por su rostro, pero los hombres que le acompañaban las creían fruto de la espesa humareda. Raigo asía entre sus manos aquella otra mano, ya inerte, arañada y sucia, que, en tiempos, fue la única que se le tendió y la única que, como ahora, asió con fuerza, amor y esperanza. Pero ya nada tenía remedio. Sólo humo, lágrimas, antigua humedad y musgo, maderas calcinadas, ecos de batallas —batallas que acaso tan sólo aún oiría Ardid— rodeaban la muerte de la última Reina de Olar.

4

Cuando Gudrilkja vio al Rey tan cruelmente herido, abrióse paso entre los soldados, y se acercó a él. La sed que desde hacía tanto tiempo la consumía hallaba repentinamente reposo, y, paradójicamente, la amenazada vida del Rey le comunicaba una especie de sosiego, como la frescura de la noche sobre las estepas ardorosas. Pues si bien deseaba que muriera, gozaba ahora imaginando su agonía.

Su amigo, el soldado, la detuvo a la puerta de la tienda:

—No entres Gudrilkja… tal vez el Rey te reconocería.

Pero ella no le hizo caso. Grande era la confusión que reinaba por doquier. Por tanto, nadie pudo impedírselo. Entró en la tienda del Rey, y cuando, al fin le vio, se sintió sacudida por una impresión tan fuerte que a punto estuvo de destruir todas sus esperanzas. Al lado del Rey habían colocado, con honores de héroe, a aquel que no quería ser soldado y que, a última instancia, abandonó su cargo de Consejero y, en la lucha, revelóse como el más valiente de todos: su medio hermano Krhin. El Rey lo contemplaba con el respeto que sólo tenía para los grandes guerreros.

Krhin aparecía ahora blanco y hermoso, como jamás lo viera antes; y había tanta dulzura en su semblante que Gudrilkja tuvo que hacer un gran esfuerzo para no abrazarse a él, llorando. Le quería como si fuese de su propia sangre; él era la memoria de sus primeros pasos, confidencias y deseos: y ahora estaba allí, atravesado por una lanza esteparia, huido de su lado para siempre, junto al Rey.

Gudú levantó la vista y la miró:

—¿Qué quieres, soldado? —indagó, fríamente, pero sin rudeza. Gudrilkja creyó que su corazón renacía del gran dolor:

—Señor —respondió—, os pido tan sólo una cosa: quiero permanecer a vuestro lado, y defenderos de todo aquel que intente haceros daño.

El Rey Gudú sonrió con expresión de incredulidad, y aquella sonrisa espoleó su ira:

—Sabed, Señor, que me batí como el mejor, y que tengo pruebas de ello. Creedme, Señor; mi admiración y lealtad, hacia vos no tiene límites, y si me admitís en vuestra Guardia, jamás seréis un Rey tan bien guardado y protegido.

El Rey la observó con curiosidad. Al fin, dijo:

—Tus palabras, muchacho, me recuerdan que hace mucho, mucho tiempo, un joven no mayor que tú guardó mi vida, y la protegió como nadie lo hizo después de su muerte. Tal vez es verdad que en los jóvenes reside toda la fuerza y lealtad que no sabemos conservar con los años… Está bien, puedes quedarte conmigo. Pero si un día te ordeno que desaparezcas, cuida bien de obedecerme sin rechistar, o sabrás lo que es el rigor del Rey Gudú.

—Muy bien lo sé, Señor —respondió ella, con tal fiereza que sorprendió al mismo Rey—. Por tanto, también sé lo que me exigís, y lo que soy capaz de entregaros.

En aquel instante, los soldados avisaron al Rey de que, al fin, el Príncipe Raigo había hallado a la Reina. Gudú intentó incorporarse para ir a su encuentro, pero sus fuerzas le abandonaron. Entonces, Gudrilkja le ayudó. Y en tanto el Rey ordenaba que trajeran a ambos a su tienda, Gudrilkja preguntó:

—Señor, en las lindes de la estepa, donde me crié y crecí, oí hablar mucho de la Reina Ardid… ¿Es realmente tan sabia y tan grande? .

—Lo es —contestó Gudú—. No creo que exista nunca otra que pueda comparársele.

—Tal vez, Señor —murmuró Gudrilkja—, si hubierais tenido una hija, sería como ella.

—Tal vez la tuve, pero creo que murió… y tan niña que no me dio tiempo de conocer sus dotes —respondió el Rey, cerrando los ojos, pues su herida le dolía con un dolor tan hondo y desgarrador que diríase iba más allá de la carne y los huesos.

Alzóse entonces la cortina, y entró Raigo. Llevaba en brazos el cuerpo de Ardid, y las largas trenzas de la Reina, tan blancas como jamás las viera Gudú, pendían hacia el suelo. Sus ojos estaban cerrados y tenía las manos cubiertas de arañazos y de tenues gotas de una sangre fresca, brillante y en verdad hermosa. Repentinamente, parecía una niña, una niña regresada en un cuerpo de mujer.

Raigo la depositó dulcemente sobre las pieles que cubrían el suelo, y se arrodilló a su lado. Y cuando habló, el Rey notó el temblor de su voz.

—Señor, os ruego que, pese a la ruina que nos rodea, me permitáis enterrar a la Reina como ella merece. Pues si no fuera por ella, tal vez vos, y yo mismo, no existiríamos ahora.

El Rey contempló en silencio el rostro de su madre. Y llegó hasta él un gran frío: un frío como ni en los días más rudos de la estepa invernal había sentido; un frío que, como el dolor, alcanzaba e invadía regiones desconocidas de sí mismo. Contempló aquel rostro una y mil veces y, lentamente, un grande y cruel asombro le iba llenando: ¿Cómo era posible que jamás volviera a oír sus arteros consejos, disfrazados de dulzura? ¿Cómo era posible que jamás volviera a ver, con regocijada admiración, el brillo astuto de aquellos ojos que encerraban —para él— todas las intrigas y malicias de la tierra? Y Gudú sintió que contemplaba ante sí un misterio más grande y más imposible de desentrañar que el de la misma estepa.

—Fue una Reina como pocas —dijo lentamente, como para sí—. Acaso como ninguna. Y si tengo fuerzas para tenerme en pie, la acompañaré contigo hasta su última guarida: ya que en guaridas le gustó vivir, y de guaridas salió… ¿Sabes una cosa Raigo? Tal vez jamás exista otra Reina en Olar, excepto la Reina Ardid.

Y aunque nadie alcanzó el último significado de sus palabras —pues sólo le movía ahora la oscura y profunda intuición de que ella era el Reino, y sin ella el Reino había perdido su fuerza más grande y valiosa—, todos pensaron que Gudú decía verdad.

Y así, los soldados, los nobles y los plebeyos —que por primera vez empuñaron la espada en aquellas lides—, y cuantos la acompañaron al solitario y muy abandonado Cementerio Real —donde la estatua de Volodioso aparecía hundida en barro hasta la cintura, amenazando al viento con su espada de piedra—, lloraron en silencio la pérdida de su Reina como el más grande e irreparable dolor que pudiera infligirse a Olar. Tan sólo un corazón sentía de muy distinta forma aquella muerte: un corazón de guerrero en un cuerpo de muchacha, que, hurtando el rostro a las miradas de todos —en especial del Príncipe, que ni tan sólo se dignaba dirigir sus ojos a tan insignificante soldado—, se decía: «La última Reina no es ella. Otra Reina tiene Olar». Y con este convencimiento vio caer la tierra sobre Ardid. Y regresó del Cementerio sabiéndola enterrada y, para siempre, hundida en el mudo, sordo y ciego Reino de los que Nunca Regresan. Sólo ella, y el Rey, no lloraron aquella noche.

5

Los días fueron sucediéndose lentamente, pues lentos parecen los días en que las heridas se restañan y las piedras vuelven a elevarse unas sobre otras. Huyó el invierno, junto a los lobos, otra vez perseguidos: pues la paz entre los hombres es su mayor enemigo. Y así, barriéronse las cenizas, y la primavera aventó el hollín de los incendios; y la ciudad, los campos, y la silueta del Castillo de Olar fueron despertando y perfilándose nuevamente —si bien despaciosamente, entre grandes privaciones— bajo el indiferente cielo.

Cuando el Castillo de Olar había reconstruido a medias su Ala Sur, llegaron los chubascos de la primavera; el Ala Norte, que había sufrido los más duros ataques, permanecía aún en ruinas. Pero el Reino despertaba, bajo el calor del sol, y el Rey, a medias recuperado de su extraña herida, demostraba una vez más que su energía no se doblegaba fácilmente.

—Señor —se impacientaba Raigo—, ¿cuándo regresamos a las estepas?

—Aguarda al verano —decía el Rey. Y ocupábase con ahínco en reconstruir la ciudad, y sobre todo, en rehacer su maltrecho ejército.

De nuevo flamearon sus enseñas en las torres, y, poco a poco, aparecieron los primeros vendedores en la Plaza del Mercado. Los campos comenzaban a florecer, y alguna cosecha salvada de las batallas, brotaba tímidamente.

A caballo, seguido de su fiel escudero, el Rey recorría los contornos en busca de hombres, y revisando progresos y demoras de cuanto alcanzaba su mirada.

—Renacerá Olar —decía—. Antes del verano, Olar volverá a ser lo que fue.

Así lo creía: pero muchos de los que le oían pensaban que, sin la Reina Ardid, Olar jamás volvería a ser el de antes.

Cuando llegó el verano, tanto la ciudad como el Castillo de Olar, ofrecían un aspecto esperanzador. Pero la herida del Rey no sanaba. Y pese a que él nada decía, todos le veían enflaquecer y consumirse. Inútilmente visitábanle los Hermanos Pastores, y aplicaban a su herida sus emplastes secretos y practicaban sus ritos. Al fin, un día, Lar dijo:

—Esta herida no es una herida como las otras: yo no conozco su remedio.

El Rey apoyó su mano en el hombro de Lar, y mirando intensamente a su afligido Hijo de los Bosques, dijo:

—Guarda estas palabras para ti y para mí, y que nadie pueda oírlas.

—Nunca traicionaré a mi padre —dijo Lar. El Rey preguntó:

—Ahora, dime, ¿por qué es diferente esta herida?

—Esta herida está hecha de tiempo, y la urdieron contra ti las fuerzas de un amor y una venganza —dijo Lar.

—¿Eso qué significa?

—No lo sé —dijo Lar, compungido—. Puedo leer la sangre, pero no la entiendo.

Cuando le despidió, el Rey montó en su caballo y salió completamente solo a los campos. Al llegar al Lago, le abatió una gran debilidad, y nuevamente aquel extraño frío se apoderó de él. De suerte que, aun presentándose a su alrededor el verano radiante y cálido, temblaba. Regresó al Castillo y ordenó a Gudrilkja que a nadie permitiese molestarle.

Se había instalado ahora en las que fueran habitaciones de su madre, por considerarlas aún las más resguardadas del Castillo. Sobre la cornisa de la chimenea, reposaba un objeto que, extrañamente, no fue destruido por la batalla: el reloj de arena. Y mientras así contemplaba caer las gotas de oro, una furia extraña se apoderó de él. «¿Por qué no soy tan fuerte como antes? —se dijo—. ¿Por qué una sola herida, después de tantas otras y tan peligrosas, me sume en tan triste condición?».

El hueco de la chimenea parecía exhalar un frío tan grande que se le calaba hasta los huesos y le obligó a arroparse en las pieles de su manto.

Así permaneció durante tres días. Al amanecer del cuarto, nuevas y graves noticias le sacaron del extraño temblor que le aquejaba. Urgentemente, Raigo pedía ser recibido por el Rey. Cuando se halló en su presencia, dijo:

—Señor —y había un fuego casi desesperado en sus ojos—, Rakjel vuelve a atacar: y esta vez lo hace con tal brío que temo que Ciudad Yahekia caiga en su poder, y con ella las tierras anexionadas de la estepa, si no acudimos prontamente en su ayuda.

El Rey reflexionó largamente. Al fin dijo:

—Raigo, he de meditar bien cuanto es más oportuno hacer: en estos casos la precipitación es mala consejera.

La repuesta y renovada Asamblea se asombró de aquellas palabras, que, por boca del Príncipe Raigo, y con evidente despecho, les fueron comunicadas.

A ninguno de los presentes había pasado inadvertida la tendencia del joven Príncipe por las vestiduras que, aun en tiempos tan precarios, seguía ostentando. Y aunque reconocían sus dotes de guerrero, su valor, su lealtad y la dureza de su mano, aquel aspecto de su personalidad les desconcertaba. Estaban desde tiempo y tiempo atrás acostumbrados a la frugal austeridad del Rey Gudú, y el aspecto de su hijo los llenaba de desconcierto.

—Príncipe Raigo: el Rey Gudú habla siempre con gran sabiduría y tiento. Aguardemos sus decisiones —dijeron.

Pero las decisiones del Rey tardaban tanto en manifestarse como tardaba en cerrarse su herida.

Estaba ya muy avanzado el verano cuando casualmente halló Gudú, en la que fue cámara privada de Ardid, el tablero de ajedrez del difunto Almíbar. Llamó a Gudrilkja —a quien seguiría creyendo un joven soldado— y dijo:

—Muchacho, ¿conoces este juego?

—La Princesa Indra y su hijo Krhin, de quien era buen amigo, me enseñaron sus reglas. Pero no sé si las recordaré.

—Inténtalo —dijo el Rey.

Y, cosa inaudita en aquel hombre, en partidas de ajedrez pasaba horas y horas, aunque, la cabeza inclinada sobre el tablero, seguía reflexionando, urdiendo y maquinando, como lo hiciera antaño ante los ya descoloridos dibujos del Hechicero.

Gudú parecía recuperado, y todos lo creían así, excepto el Hermano. De todas formas, y a pesar de su herida, iba reconstruyendo poco a poco la ciudad y su entorno. Y, efectivamente, Olar despertaba. Llegaban gentes del Sur, del Norte, de lejanos puntos del mundo: parlanchines mercaderes se instalaban en la Plaza del Mercado, oficiosos sastres abrían sus tiendas, y se volvió a oír el golpe de los yunques en las herrerías.

Nuevamente reclutaron, y condujeron a las Tierras Negras, muchachos no aptos para la guerra: eran enviados a las minas, en busca de hierro y bronce, que tan necesarios les eran. Un Herrero Mayor fue de nuevo puesto al frente de la herrería de Olar. Gudú reorganizó su maltrecho ejército, e incorporó a sus huestes artesanos: guarnicioneros, fundidores, carpinteros y todo aquel que podía serle útil. Pero dejó para más adelante —una vez hubiera vencido al odiado Rakjel— la reconstrucción de su Corte Negra.

Y una vez más, partió hacia las estepas.

Raigo sintió una profunda decepción cuando Gudú, en lugar de llevarle con él, le encomendó, durante su ausencia, la regencia de Olar. En otro momento este nombramiento hubiera significado una gran alegría para él, puesto que con ello demostraba la decisión de reconocerle, oficialmente, heredero del Trono. Pero no fue así. Y no lo fue, porque hacía ya tiempo que el corazón de Raigo sufría la insoportable ponzoña de los celos.

A nadie pasaba inadvertido —y a él, menos que a nadie— la predilección que, de día en día, mostraba el Rey por aquel joven escudero —a quien todos llamaban Gudri—, de cuya compañía jamás se apartaba. Y Raigo le odiaba, le odiaba con toda la fuerza, con toda la pasión heredada, sin duda, de su origen sureño. Era inteligente, astuto y soberbio, pero todas estas cualidades sucumbían ante la amenaza palpable o meramente sospechada de ser suplantado en la consideración o amor de alguien a quien él respetase: y muerta Ardid, sólo podía respetar a su padre, ya que no amarle. Respetarle, admirarle, odiarle y sobre todo sustituirle.

A veces, mirándose en las aguas de un remanso, en lugar de ver su imagen, se veía coronado. No como hacía de niño —Raiga y Contrahecho solían tejer para él diademas de hojas silvestres, yedra e, incluso, en una ocasión, de piñas—, sino ciñendo una auténtica corona, la de Olar, aquella corona que supo aureolar de gloria Volodioso, y engrandecer aún más el Rey Gudú. Pero con ser tan grande la ambición de Raigo, cedía paso al viscoso sentimiento de los celos, y los celos, la envidia, el rencor o quién sabe si oscuro desamparo, era lo que movía al legítimo sucesor de Gudú.

Y aquellos sentimientos que arrastraba desde tiempos anteriores a él, tan suyos, que casi podían enlazarse con los del niño Volodioso, cuando vio con horror morir a su madre bajo la brutalidad del padre, llegaba hasta la soledad de otro niño, hijo ignorado. Un niño llamado Gudú, que escapaba de su encierro para atisbar por alguna rendija, eco, palabra o rayo de sol, el mundo o lo que él suponía que eran el mundo y la vida. Prisionero de sus deseos, Raigo odiaba con toda la violencia de su juventud al joven soldado Gudri, aquel que se llevaba consigo Gudú a las estepas. Menos le importaba que Gudú le considerara oficialmente su Heredero, que saberse postergado en la gran victoria de Olar sobre los esteparios.

Cuando Gudú y sus huestes avistaron la Ciudad Yahekia, sólo hallaron murallas derruidas, y el olor de la muerte, del vacío, del odio, la crueldad y la venganza.

Una vez allí, reorganizó lo que quedaba de sus hombres. No eran muchos ni demasiado entusiastas. Pero él sabía que su presencia y su palabra levantaban sus ánimos. Y aunque ahora, de nuevo lo consiguió, algo naufragaba dentro de él. Por primera vez conocía el desfallecimiento, no en sus tropas, sino en sí mismo, y quizás un impreciso desinterés por cuanto estaba haciendo, cosa antes impensable, le invadía. Lo desconocido ya no revestía el aliciente de antaño, carecía ahora de la fuerza o del brillo de la gloria. Pero no podía detenerse en estas minucias ni permitirse abandonar las únicas razones que habían dado sentido a su vida: deseo, poder y desvelamiento del más allá; alcanzar lo que no se ve, lo que nadie sabe, lo que uno mismo quizá tampoco sabe si desea alcanzar. Y entonces se dijo: «¿No será que la realización del deseo, que el conocimiento de lo que se cree imposible de desentrañar, destruye el impulso más importante de nuestra vida?». Y se preguntó si era empresa inútil cuanto había logrado; no sólo él, sino su padre y su abuelo. Puesto que el mundo se le ofrecía ahora tan vasto como inane; y el misterio de la vida, y con él, el desvelamiento o cumplimiento de cuanto anhelaba, desaparecía de ella. Y si desaparecía de su vida, desaparecía de la tierra. En esto era como su madre: donde estaba él, estaba el Reino; donde estaba el Reino, estaba el mundo. Todo lo demás carecía de importancia.

La noticia de la muerte de Urdska había llegado a aquellas tierras. Y cuando se acercaron a la famosa Isla, la hallaron, con asombro, abandonada. Pero este descubrimiento, en lugar de alegrarle como alegraba a sus hombres, hizo desfallecer el ánimo de Gudú. De pronto, el enemigo, sal y pimienta del deseo y de lo desconocido, desaparecía. Y a medida que avanzaban, sin ninguna dificultad, sólo hallaron a su paso ruinas, soledad y silencio.

La escasa resistencia que encontraron, se doblegaba, se rendía o huía inmediatamente. Sus hombres perseguían encarnizadamente a sus enemigos, pero algunas veces fueron asaltados por pequeños grupos de las Hordas, o lo que quedaba de ellas, unidas a los rubios y no menos salvajes Weringios. Poco a poco, si no fuera por el odio que le conducía, jamás hubiera llegado a enfrentarse a ellos, puesto que un vasto desinterés, un misterioso abandono de sí mismo, le hubiera detenido. Pero quería encontrar a Rakjel. Y en efecto, lo encontró.

Sus hombres le habían abandonado porque, entre los de su raza, un hombre herido o cobarde o enfermo vale menos que una rata esteparia. Y yacía allí, en su tienda de fieltro hecha jirones, tendido sobre pieles de rata, casi blanco, pues la sangre se escapaba de sus heridas y con ella su vida.

Rakjel aún tuvo fuerzas para sostener su mirada. Era la mirada de dos hombres que aun sin decírselo sabían que en un tiempo habían sellado un pacto de lealtad y de honor. Y este pacto había sucumbido bajo los cascos de la venganza, el odio y el amor —al menos por parte de Rakjel—. Habían quebrado aquel pacto, que parecía indestructible, como se quiebra una débil ramita entre los dedos. Y alguna de estas cosas debió percibir Gudú en la mirada de su enemigo, aunque no era sensible a todas sutilezas. Pero aquél había sido su Cachorro preferido, y, tal vez, su único amigo. No ordenó matarle, simplemente le hizo prisionero, e incluso envió al Físico para cuidar de sus heridas. Quizá suponía que esta actitud sería más dolorosa para Rakjel, como lo hubiera sido para sí mismo, que enviarle directamente a la muerte.

Ante el estupor de todos, en lugar de avanzar más allá, a través de las estepas, que por solitarias y abandonadas tan propicias se ofrecían a la conquista, ordenó detenerse a sus huestes. Y en esa linde, clavó sus enseñas y marcó los nuevos confines de su Reino. Y no hizo esto solamente, sino que ordenó tajante y severamente que allí se detuvieran, y que los hombres y guarniciones que dejara en aquella frontera, se limitaran a defenderla, pero, en adelante, sin avanzar jamás con pretensiones de conquistarlas.

Y regresó Gudú a la marchita Yahekia. La ciudad ya no se asemejaba a aquel bullicioso hervidero de soldados, gente mezclada en armonía de razas, mercenarios, olarenses e incluso esteparios. Ya no se oían en sus calles las canciones y risas de las mujeres ni el corretear de sus hijos.

Gudú quiso ver y hablar a la Princesa Indra. Cuando la tuvo ante sí, encontró una criatura tan vieja y apagada que sintió un gran desagrado hacia ella, y no la destituyó de su cargo por respeto a la memoria de Yahek. Al verla, no sólo veía la decrepitud y la pena, sino que llegaban a su memoria los fantasmas de sus mejores hombres: Yahek, Randal…

Ordenó que trajeran a su presencia al prisionero Rakjel. Aunque aparecía muy maltrecho, lo cierto es que ni le había hecho torturar ni mucho menos había decidido para él una muerte espeluznante, tal y como era la costumbre en estos casos. Sus gentes no sólo esperaban tales sentencias, sino que las deseaban. Y al comprobar que ninguna de estas cosas sucedían, se alzó un ligero descontento entre sus hombres.

Gudú ordenó que le dejaran solo con Rakjel y Gudri, de quien ya no se separaba nunca:

—¿Por qué lo hiciste, Rakjel? —le preguntó únicamente.

No era compasión lo que había detenido la muerte o la tortura de su antiguo Cachorro, sino una inmensa curiosidad. De pronto, el ansia de saber era el motivo más importante de la vida de Gudú.

Entonces, Rakjel, que apenas se sostenía sobre sus piernas, y era casi un espectro de sí mismo, respondió:

—Sólo conozco dos sentimientos tan fuertes que obliguen a un hombre a traicionar su palabra: el ansia de libertad o el odio. Existe un tercer sentimiento, pero tan ambiguo, tan dividido y tan misterioso, que desde luego tú, Gudú, ni siquiera puedes sospechar: el amor.

Y como poseído, como si de repente reventara una pústula largo tiempo larvada, el lacónico Rakjel se deshizo en palabras:

—Ese joven escudero que tienes a tu lado, no es tal: se llama Gudrilkja, y es tu hija.

Y a continuación le habló de la Bruja de la Estepa, de su hermana, de sus hermanos, de todos aquellos que Gudú no había considerado nunca como seres humanos ni respetables.

Desconcertado, Gudú no acertaba a decir palabra. Solamente cuando Rakjel calló y se sumió en un abatimiento como sólo se percibe en la antesala de la muerte, acertó a preguntarle:

—Pero dime, ¿por qué me has traicionado? ¿Por qué? Si yo te lo di todo. Si nunca hubieras tenido más honores ni riquezas de las que yo te hubiera proporcionado…

Y Rakjel no contestó nunca a esta pregunta. Se limitó a reír y reír. Y murió así, como un lobo estepario, ante la ira impotente de Gudú.

En ese preciso momento un joven emisario trajo la nueva de la traición de Raigo. En ausencia de su padre, ensoberbecido y dolido, había tomado el poder. Al parecer, había soliviantado y dividido a los barones, haciéndoles promesas para el futuro. El menor contingente de ellos siguió fiel a Gudú, habían acudido a su encuentro.

Los Hermanos del Bosque seguían fieles a Raigo. Confusos, no entendían a aquellos hombres que se mostraban tan volubles en sus juramentos. Sus molleras no podían considerar plenamente la situación. ¿Desobedecían y traicionaban a su padre? ¿Debían abandonar al Niño de Oro?

A solas con Gudrilkja, Gudú la miró de arriba abajo. Ya sabía que no era un hombre. Era una mujer, y aún sabía mucho más: era su hija. No había conocido a ninguna antes que a ella, y puede decirse que tampoco había conocido a ninguno de sus hijos cuando eran críos, puesto que sólo a Gudulín llegó a tratar, y brevemente. Además, Gudulín fue para él solamente como el retoño de un árbol, que esperaba ver medrar. Aquel retoño se había malogrado. Pero ¿una mujer? Una mujer, además, con alma, valor y aptitudes de soldado… Una nueva confusión se añadió a las ya encontradas confusiones que últimamente le dominaban. Así, al mirarla plantada ante él, alta, delgada, fibrosa, con aquellos grandes ojos que —ahora se daba cuenta— parecían espejo de los suyos, dijo:

—Soldado, abandona todas tus farsas y mentiras. No solamente sé que eres una mujer, sino que eres mi hija.

La sorprendida entonces fue ella. ¿Su hija? ¿Cómo era posible? Nadie se lo había revelado jamás.

—Yo no soy tu hija —rehuyó, casi gritó—. Yo soy la hija de un viejo soldado que murió a tus órdenes. Yo no puedo ser tu hija, porque te amo.

El Rey sonrió.

—¿Qué es eso de que me amas? El amor es una de las grandes mentiras de este mundo. Pero, Gudrilkja, tú eres mi hija, y como en estos momentos carezco de un heredero aceptable, puesto que tu hermano Raigo se ha convertido en el usurpador de mi Reino, deposito en ti toda mi confianza y mi esperanza. Muchacha, algún día tú serás Reina de Olar, la sucesora de aquella que fue la Reina más grande, la única hasta ahora que pudo ostentar ese título, y que desdichadamente ha muerto. Únicamente tú eres digna de suceder y conservar su buen nombre.

Pero Gudrilkja no entendía, no comprendía las palabras de su padre, sólo veía en él a un hombre, al que admiraba y deseaba. Le deseaba como hombre, y como Rey ansiaba sucederle. Ahora sabía lo que antes le había sido negado. Sabía por qué cuando era niña y le veía pasar con su caballo al frente de sus huestes, recortada su silueta contra el rojo atardecer de las estepas, una escondida voz gritaba en su interior: «¡Yo soy el Rey!».

Dio media vuelta sin responder al Rey, sin siquiera dedicarle una sonrisa, ni tenderle una mano, ni pronunciar una sola palabra. ¿Qué podía decir? ¿Qué podía decir a nadie, ni a ella misma? ¿Qué podía preguntar a su propia vida, puesto que los que la habían engendrado ni siquiera conocían o querían conocer su origen? Y sintió un repentino odio hacia su madre, por haberle ocultado durante tanto tiempo aquel secreto, y hacia Indra por haber sido su cómplice, e incluso hacia el pobre Krhin, a quien tanto había amado, por haber contribuido a aquel espantoso silencio que se había cernido sobre su vida. Su vida de niña, indefensa, solitaria. Niña que sólo podía encaramarse a un caballo y con él huir.

Montada en su corcel, atropellando cuanto encontraba a su paso, impelida por una furia que iba más allá de sí misma, de la que ni siquiera conocía la fuente, impulsada por el gran torrente de su odio, de su amor y de su venganza, Gudrilkja se encaminó hacia aquel Castillo donde hubiera podido ser, quizá, la sucesora de Ardid. Penetró en el recinto, milagrosamente respetada por cuanto soldado halló a su paso. Tal vez de ella emanaba un resplandor, una suerte de nimbo que paralizaba las espadas y las voces. Era un resplandor como el que circunda la luna o el sol en ciertas noches o amaneceres misteriosos de la estepa. Era una luz, un color que aureolaba su figura, a pesar de cuantas noches y sombras se hubieran interpuesto en su camino hasta aquel momento.

Así, como un verdadero guerrero estepario, entró a caballo en la Sala de las Ceremonias. Nada podía oponerse al galope furioso de su cabalgadura e irrumpió como un trueno, justo en el momento en que iba a ser coronado Raigo e iba a serle entregada la espada de Volodioso. Ante el horror de todos, Gudrilkja arrancó la espada de las manos de Raigo y con ella asestó una herida a su hermano.

Raigo rodó bajo la enorme mesa de madera que presidía la sala y de pronto supo que no era solamente el color de todos sus collares, de sus flores y sus sueños, lo que le estaba abandonando. Era él quien abandonaba la vida. Pero al mismo tiempo se sentía crecer, apartarse y elevarse sobre sí mismo; y se contempló desde una zona que nunca había podido imaginar, convertido poco a poco en estrella o en un desmenuzado archipiélago. Lloró suavemente, sin dolor, y ante los aterrorizados nobles, que habían desenvainado sus espadas, acudieron aullando los Hermanos. Al ver lo que había hecho Gudrilkja con su Niño de Oro se lanzaron contra ella. Pero la muchacha saltó, ágil, hasta la ventana, montada en su negro corcel.

Durante mucho rato la persiguieron, hasta que al fin, en la orilla del Lago la alcanzaron. Ella no conocía aquel camino, y sólo pudo dar vueltas y más vueltas en círculo a su alrededor. Los Hermanos le atravesaron el corazón, le arrancaron de las manos la espada de Volodioso, y retornaron a la desierta Sala de las Ceremonias.

En aquel momento, el Vigía anunciaba el regreso de Gudú. Despavoridos, los seguidores de Raigo abandonaron el lugar. Únicamente, los Hermanos del Bosque permanecieron allí. Levantaron a Raigo con gran dulzura del suelo y lo depositaron en un lecho de hierba, musgo y flores. Antes de morir, Raigo, conmovido por lo que acababa de descubrir, les dijo:

—Ponedme junto a mi hermana Gudrilkja, y revelad a mi padre que era mujer e hija suya, y entre nosotros dos colocad la espada de nuestro abuelo. Ofrecednos al Rey Gudú como presente, y decidle que ésta es su descendencia, ésta es la estirpe que le sucederá…

Así murió, y los Hermanos redoblaron sus tambores de llanto. Al oírlos toda la ciudad quedó sumida en la consternación. Algunos intentaron huir, pero la entrada del Rey les paralizó; otros se postraron de hinojos, y los más se encerraron en sus casas.

6

Un aire lúgubre y luctuoso se extendió por Olar. Al fin y al cabo, con Raigo la ciudad había renacido de forma extraña. No era la riqueza de los tiempos de Ardid, pero encandilaba a la gente. Mercaderes y artistas de toda especie llegaban del Sur, modas y costumbres que en otros tiempos hubieran parecido inaceptables, ahora se adueñaron de todos los corazones. Crearon entre todos nuevas riquezas, nuevos conceptos de vida. Los viejos dominios renacían, se renovaban y se extendían por doquier.

Con su sola presencia, Gudú pareció retornar a las gentes de una especie de locura. Después de todo, era el mejor Rey que habían tenido. Y Gudú, impávido, recibió a las puertas de su Castillo el presente que Raigo había encomendado a sus inocentes y feroces Hermanos.

Los Hermanos lloraron; no entendían en su profunda verdad cuanto ocurría. Sólo sabían una cosa, que habían hecho un pacto de sangre con el Niño de Oro y con su Padre. Por lo tanto, ni huían ni temían ni odiaban. El único sentimiento que les movía era el de una primitiva, pero muy arraigada fidelidad a la palabra dicha. Así que llevaron a Raigo y a Gudrilkja, tendidos sobre parihuelas, con la espada de Volodioso entre los dos, y repitieron al Rey las terribles palabras de Raigo: «Éste es el último presente de tu Hijo. Ésta es tu Dinastía. Éste es el futuro de Olar…».

Gudú permaneció un rato en silencio, mirando los cadáveres de sus hijos. Luego, con lacónicas palabras se limitó a ordenar que fueran enterrados junto a su abuela y su padre. Después, dirigiéndose a los Hermanos, dijo:

—Habéis dado muerte a mi hija, y eso es un gran delito, por lo cual os destierro por varios años al bosque: reuníos con vuestras mujeres, y cuando los hijos que ahora engendréis crezcan, enviádmelos a la Corte Negra, que sin duda alguna renacerá: sólo a ellos les perdonaré. Pero a vosotros, ni os perseguiré ni os daré muerte. No olvido que soy vuestro Padre.

Con gran tristeza, los Hermanos del Bosque se inclinaron ante el Rey, y luego, retomando sus cayados, sus rebaños y sus pieles, regresaron a las montañas y se perdieron en la niebla.

La herida del Rey no cicatrizaba, antes bien, empeoraba. Inútilmente los vasallos fieles trajeron Físicos extranjeros, con la esperanza de curarle, pero no lo consiguieron.

El invierno se mostraba crudo, y el Rey se retiró a meditar. A veces llamaba a sus nobles y reunía a los consejeros, no desatendía el renacer y la prosperidad de su Reino, especialmente de la ciudad de Olar. Dictó nuevas leyes y se preocupó más que antes por mejorar la vida de los lugareños. A veces, alguno de sus consejeros le decía:

—Deberíais tomar esposa, Señor. Os lo ruego, debéis dar un nuevo heredero a Olar y consolidar así la sucesión del Trono. Pero Gudú lo tomaba a broma. Una broma un tanto amarga por el tono de su voz y su sonrisa:

—No es preciso que tome esposa para eso —respondía—. Además, de entre los nuevos Cachorros, y no necesariamente de mi sangre, saldrá el nuevo Rey de Olar.

Pero la Corte Negra ya no existía, era sólo una leyenda, y no precisamente alegre.

Así pasó el invierno y retornó la primavera. Un día hermoso, con la hierba cubierta de gotas de agua, el cielo despejado y azul, donde sólo una pequeña nube muy blanca huía hacia otros países, Gudú montó nuevamente en su caballo. Todos decían que el sol había regresado de sus refugios invernales y el calor se expandía por todas partes. Pero Gudú tenía frío, un frío del que no se podía proteger. La primavera era aún muy tierna, apenas había terminado el deshielo, y Gudú se encaminó hacia el Castillo Negro.

Cuando llegó, sólo encontró allí ruinas, desolación y malas hierbas por doquier. El galope de su caballo espantaba a los murciélagos, a las enormes ratas, a las importunas aves. Cabalgó por el recinto, y el eco de los cascos resonaba en sus oídos como un antiguo tambor llamando a combate. «Todos dicen que la vida ha regresado —se repitió Gudú una y otra vez—. La vida siempre vuelve a empezar».

Súbitamente enardecido, planeó el renacer de una nueva Corte Negra, enriquecida por la experiencia y la traición. Pero el frío era tan grande para él, que no podía dominarlo. Tiritaba, y no sólo era eso, se daba cuenta de que no podía retener nombres ni fechas, gloriosas o nefastas. Y por contra, regresaba a su memoria la imagen de su viejo maestro, el Hechicero, de sus odiados hermanos Furcio y Ancio, de su fiel Yahek y de Randal. No de Rakjel, en quien tanto había confiado, y quien tan mal le había respondido. Porque las últimas palabras de Rakjel antes de morir, su desprecio por lo que no fueran su Reino o sus gentes, no habían rozado siquiera su conciencia, y no tenía memoria para él. Y se dijo: «No es mi descendencia legítima la que me honra: quien verdaderamente podía hacerlo fue una muchacha. Ella supo morir por mí y, sin embargo, yo la desprecié antes de nacer».

Vagando entre las ruinas se detuvo al fin en un rincón donde el viento parecía rememorar antiguas palabras.

Allí, olvidado de todos, y más aún por los de su raza, entre la maleza, las jaras y las ortigas, habitaba ahora el Trasgo del Sur. Le habían repudiado, no sólo la Dama del Lago, sus hermanos trasgos, los gnomos del Subsuelo y las luciérnagas, sino toda criatura que despierta con la luna y muere con el sol. Sólo, de tarde en tarde, le visitaban los silfos, porque los silfos están hechos de viento, vuelan en el viento y sólo guardan viento en sus cabezas.

Ya era visible hasta para el más torpe viñador. Sin embargo, Gudú, su amado Gudú, al que llegó a confundir con Gudulín, y por el que perdió la protección de Ardid, seguía sin distinguirle. Como la contaminación humana es la peor de todas las contaminaciones, a él no le veía Gudú, pero sí a lo que fue racimo un día, y causa de su perdición. Y en aquel racimo crecido en el amor, donde los humanos albergan el corazón, ya no quedaba más que un grano. Sí lo vio Gudú, aunque ni veía ni oía al Trasgo que, lleno de dolor, se abría el pecho para enseñarle la causa de su desgracia. El último grano de uva, ya muy maduro, brillaba al sol del verano como un topacio. En aquel instante, el Trasgo le reconoció, y con postrero reproche dijo: «Mira lo que hiciste conmigo, mira lo que hiciste conmigo». Gudú tomó el grano entre sus dedos, lo arrancó y lo devoró. El Trasgo desapareció así para siempre con un largo lamento, y se convirtió —tal como le había advertido la Dama del Lago—, en hojas de otoño, pisadas de ciervos en la hierba, cri-cri de mariposas cantoras en la noche.

Se hundió el sol en el Lago y aunque Gudú avanzó en pos de su calor, lo perdió.

De regreso al Castillo halló un grupo de niños que merodeaban por los alrededores en busca de bayas. Tras observarles de lejos, les llamó. Ellos se asustaron y echaron a correr, pero alcanzó a uno que se había enredado la ropa en una zarza. Le tomó por la muñeca y le arrastró tras él. Le preguntó:

—¿Sabes quién soy yo?

El niño no respondía, temblando de miedo. Entonces, Gudú le habló de la pasada gloria de Olar, de la Reina Ardid y de la Corte Negra. Y así, enardecido en sus recuerdos, rememoró las hazañas de pasados y futuros Cachorros, de los que allí crecieron y de los que en lo venidero crecerían.

—Tú —le dijo— eres fuerte y pareces listo. No me importa si eres plebeyo o pobre. En la Corte Negra hay sitio para todos los muchachos fuertes, valientes y leales. Dime niño, ¿quieres reanudar aquella famosa y gloriosa escuela?, ser el primero en ella ¿De dónde eres?

Y el niño dijo:

—De Por Ahí.

—Ah, sí —dijo el Rey, que en alguna parte había oído hablar de ese pueblo—. Pues bien, ven conmigo, que yo te hablaré del Rey Gudú y de sus proezas, y puedes unirte a sus soldados.

Se sentó en una piedra, pues cada vez se sentía más cansado, y continuó hablando al niño. Estaban muy cerca del Lago y, de cuando en cuando, miraba el agua y se olvidaba de la historia, incluso la confundía y hubo de recomenzarla varias veces. El niño seguía callado. Pero Gudú confundía su estupor silencioso con admiración. Hasta que el pequeño, desasiendo su mano, le miró a los ojos y dijo, con voz aguda y clara:

—Viejo tonto y feo.

Y echó a correr entre las zarzas en busca de sus compañeros. En ese momento el frío se hizo insoportable, y el Rey notó que algo dentro de él zozobraba: como había oído decir a su madre en tiempos de la Reina Leonia, se hundían las naves piratas en el mar del Sur.

Corrió al Lago, se miró en él, y en lugar de ver reflejado al Rey de Olar, contempló a un viejo andrajoso y torpe. Los pobres aficionados que fueron Ardid, el Trasgo y el Hechicero no habían previsto que el Rey no podía amar a nadie, excepto a sí mismo. En aquel momento un antiguo y conocido Dragón emergía del agua: un Dragón que llegaba a él desde la oscura memoria de su sangre, desde el terror de Sikrosio. Con un débil grito, lloró por primera vez. Por él, por toda su vida, por su perdida juventud y, sobre todo, por la gran ignorancia de cuanto le rodeaba.

Creyó distinguir en el último momento a aquel extraño muchacho que acompañaba a Tontina. Ahora por fin liberaba su brazo del manto que lo cubría, y le mostraba su ala de cisne. Pero no supo nunca Gudú, porque no tuvo tiempo, quién era; no supo nunca Gudú si sobrevolaba al Dragón o, como todo, como todos, se hundía también en el inmenso e irreparable olvido de su vida y de todas las vidas.

Y el llanto del Rey cayó al Lago, y éste creció. Creció de tal forma que anegó la ciudad, el Reino y el país entero, hasta más allá de las lindes donde Gudú había pisado. Y tanto él como su Reino, como cuantos con él vivieron, desaparecieron en el Olvido.