XXIV. NIÑOS OLVIDADOS SE DISFRAZAN EN LOS DESVANES

Krhin, el hijo de Yahek, no tenía temperamento de soldado. Era muy parecido a sus parientes: pelirrojo, de ojos verdes y cubierto enteramente de pecas. Pero, tal vez por causa de la herencia paterna, unida a la vida al aire libre, no era como ellos, feo y desmedrado: antes bien, era robusto y bien agraciado; y aún menos se les parecía en el carácter dulce y apacible. Estaba muy apegado a su madre y al hogar, y tenía una gran afición: investigar el curso de las estrellas y del sol, en su ruta desde y hacia el último abismo.

Su amistad con la Bruja de las Estepas no había sido desaprovechada por Krhin, a quien en el último momento, y tal vez a su pesar, la bisabuela había protegido e instruido en tales aptitudes.

En aquella curiosa Yahekia, Indra había llegado a ser considerada princesa. Era mucho más refinada que el resto de las mujeres y su prestigio había crecido —no sólo en virtud de sus dotes, sino por la memoria de su desaparecido marido—. Y así llegó a convertirse en una suerte de gobernanta. La tristeza y amargura que sentía tras la pérdida de su gran amor Yahek, no habían redundado, como hubiera sido presumible, en el endurecimiento de su carácter, sino al contrario, tal vez porque la rama femenina de la familia —como demostró la inane pero bondadosa madre de los Soeces—, era mucho más pacífica que la masculina. Y, si Indra no había heredado la antigua belleza de su tía, sí la poseía su hijo Krhin, aunque mezclada y aumentada con las mejores cualidades esteparias: fibrosidad, gallardía y fuerza. Pero su manso temperamento, dado al estudio más que a la guerra —ésta le repugnaba—, hizo que sobre todo tras la muerte de Yahek, Indra dedicara todo su celo a proporcionar felicidad, y no gloria, como era más común en aquellos parajes, al único fruto de su amor; y lo hurtó a los Cachorros. Los revueltos tiempos que atravesaban dieron facilidades para ello, y a veces llegó a propagar la noticia de que había perdido a su hijo en algún combate. Aunque la mayoría sospechaba la verdad, como era buena con todos, respetada e incluso amada, y en ella casi todas las mujeres solían refugiarse para desahogar las cuitas de sus vidas aparentemente felices pero en realidad solitarias y desdichadas, nadie osó desvelarla.

Como es sabido, junto a ella había vivido —y vivía— la antigua Lontananza, madre de la pequeña bastarda de Gudú —cuya existencia él ignoraba—. Por tanto, ambas mujeres habían criado a los dos niños como hermanos, y como hermanos se querían. Pero lo cierto es que eran muy diferentes, tanto en el físico como en el temperamento. Pues si bien Krhin era hermoso, dulce, fuerte y pensativo, Gudrilkja —tal era su nombre— no era muy bella, ni muy fuerte, pero tan salvaje y casi tan despiadada como su propio padre. Y amén de tales cosas, heredó de su abuela la astucia, la inteligencia y el tesón. Flaca y desgarbada, tostada por el sol, los negros y crespos cabellos al viento, la vencía su natural debilidad para montar, como jinete estepario, los más indomables potros y corceles, y sobre sus lomos, sin montura alguna, recorría la estepa, a menudo con peligro de su vida.

Pues además de estas nada aconsejables incursiones en unas tierras nuevamente enemigas, perdidas y ganadas con exasperante monotonía, proclamaba, ante el terror de su madre y de quienes la oían, que ella era el Rey.

Poco a poco el tiempo transformó su físico, pero no su carácter. Cuando tuvo lugar la rebelión de Rakjel, habíase tornado una muchacha delgada, fuerte y flexible como un junco, que más se asemejaba a un esbelto adolescente que a una mujer. Lontananza había trenzado desde muy niña sus largos y negros cabellos al estilo de los guerreros de la estepa, y en cuanto su madre no podía impedírselo vestía ropas hurtadas a los soldados de ambos bandos. Y así vestida, tan delgada y fuerte como grácil, parecía en verdad un jovencísimo guerrero. Sus ojos eran tan azules y profundos como los de Gudú, cuya paternidad ignoraba. Pero cuando le veía de lejos, le admiraba de tal modo, que una maligna pasión se adueñó de ella. Pues había observado que el Rey sólo apreciaba el valor de los guerreros, y que poca importancia daba a las mujeres —dijérase que como apreciaba la comida o el vino—. Cuando le veía pasar en su negro caballo, recortándose sobre la llanura, deseaba de todo corazón poder incorporarse a su ejército. A veces en la vasta soledad esteparia donde la llevaba su corcel, soñaba en que algún día se haría notar y ver por aquel cuya corona —y tal vez amor— ansiaba. Lo cierto es que, así vestida y por su aspecto, se parecía extraordinanamente a sus hermanos pequeños, Kiro y Arno. Y tal cosa estuvo, cierto día, a punto de costarle la vida. Afortunadamente, era mucho mayor que ellos y esa circunstancia detuvo la espada que iba a atravesarla.

Raigo partió de Olar en aquella fría madrugada, con tales ansias de venganza como dolor. Había procurado olvidar su ira y decepción ante lo que creía la traición de Raiga, y del mismo Contrahecho. Ciertamente eran muy confusos sus sentimientos y no acertaba a distinguir a cuál de los dos consideraba más traidor. Pues si a menudo había manifestado despego, e incluso desprecio, hacia el muchacho, guardaba en el fondo de su corazón una gran ternura hacia el único compañero de su infancia solitaria, cautiva y olvidada.

«Sí, Reina, es cierto que venías todos los días a la Torre, y que jugabas con nosotros, según dices —murmuraba para sí—. Pero no recuerdo más que eso: tu visita, no tu compañía. Sólo había para mí compañía, calor y comprensión en Raiga y Contrahecho… ¿Por qué dices que se castigan con la hoguera tales sentimientos? Son lo único bueno de mi vida. Pero, si así es, y así debe suceder, los alejaré de mí como si se tratara de la peste».

Una ligera nevada le sorprendió, apenas dejó atrás el Lago y tomó la ruta que conducía a los prisioneros hacia el Este. Raigo galopaba con toda la rapidez que le permitían su caballo y la nevisca. Debía adelantarse a los que amenazaban la vida de su padre. Y a medida que se acercaba al lugar donde éste se hallaba, demostraba ser digno heredero de su estirpe: por la tenacidad y capacidad de sacrificio que mostraba en su empeño. No daba reposo ni a su cuerpo ni al de su pobre montura, al tiempo que la imagen del padre iba ocupando ahora todo su pensamiento y horizonte, y le abandonaban las querencias infantiles, los recuerdos de una niñez y adolescencia alejada de casi todo contacto humano.

La primera noche que descansó, junto a la espesura, y cuidando no ser visto ni descubierto por nadie, notó que por primera vez se sentía libre. Y, sobre todo, que había traspasado las murallas de la sujeción y las inflexibles órdenes de su abuela. Y si sentía por ella el natural cariño de niño que busca y encuentra afecto y refugio, no dejaba de experimentar ahora un sutil alivio que, como el amanecer, a medida que recorría su camino, iba creciendo hasta tomar conciencia de su sentido: la libertad. Por fin era dueño de sus actos y pensamientos. Ahora podía obedecer o contradecir a su antojo las órdenes de la Reina: ¿quién hubiera podido impedírselo? Y luego reflexionó que, pese al rencor de saberse en cierto modo encadenado a ella, lo cierto era que las órdenes de su abuela coincidían con sus deseos más profundos y verdaderos: por un lado, darse a conocer a su padre, hacia quien sentía tan confusos como contradictorios amor y reproche; por otro, aquél era el único camino a su alcance si deseaba algún día llegar a ser Rey. «Yo, el Rey» iba murmurando para sí, a medida que el viento del invierno hería su piel y entumecía sus miembros: «Yo soy el Rey…».

Al fin llegó un día en que la ventisca arreció de tal manera, que hubo de interrumpir forzosamente su camino y guarecerse en una gruta. Pero no por ello descuidó sus precauciones ni pensó en abandonar la empresa que le había sido encomendada. Por las minuciosas explicaciones de la Reina, observando los curiosos dibujos o cartas —que tan útiles fueran a su padre el Rey, según Ardid—, supo que aquel y no otro camino podían tomar los guerreros de Urdska, sobre todo si, como suponía, creíanse a salvo de todo acecho.

Hubo de permanecer oculto entre la gruta y la espesura por espacio de cuatro jornadas, al final de las cuales su desesperación era tan grande que creyó fracasado su empeño. Sin embargo, se consoló al advertir que no se veían huellas ni se oían por parte alguna señales de los guerreros de Urdska. Le tranquilizaba la sospecha de que el mal tiempo era igual para todos y, por tanto sus enemigos debían hallarse también detenidos y entorpecidos en su marcha.

Al quinto día, el cielo despejó y en el silencio salpicado de ecos y misteriosos chasquidos que pueblan un bosque nevado, tornó a recuperar la senda: aunque estaba ahora tan cubierta de nieve que era difícil distinguirla. Reanudó su camino, pero su caballo, y él mismo, hallábanse extenuados: el frío, la parquedad de los alimentos que llevaba consigo, la sed —con los arroyos y manantiales helados, sólo la podía calmar a puñados de nieve—, le devoraban hasta sentir cómo la fiebre iba adueñándose de él.

Ocurrió que al cabo de un tiempo, su caballo adentróse en la espesura sin que él pudiera dominarlo; pues, atontado por la fiebre, oía en su delirio risas ahogadas y malignas donde se entremezclaban los deformados rostros de Raiga, Contrahecho, la Reina y su mismo padre, convertidos en monstruos de largos colmillos que pretendían devorarle: como en las viejas historias del Libro de los Linajes que les leía su abuela.

Sin fuerzas para detener a su montura y casi inconsciente, llegó a un paraje lejano y abandonado, que se le antojó la ruta hacia el Norte, aunque no creía haberse desviado de la ruta del Este. Cayó entonces al suelo y perdió toda noción de cuanto sucedía en torno. Debió permanecer en aquel estado durante demasiado tiempo, pues cuando al fin recuperó la conciencia de cuanto le ocurría, y de dónde se hallaba, el terror y el estupor le invadieron. ¿Dónde y entre quiénes se encontraba? Un pensamiento le hizo desesperar de su empeño: seguramente, los guerreros del Este habían alcanzado a su padre o, al menos, le habían adelantado a él en gran medida. Y no se equivocaba en la última consideración, pero sí en la forma en que había sucedido y sobre todo las criaturas entre quiénes se hallaba.

Hacía mucho que los guerreros de Urdska le habían adelantado en su camino, antes aún de su caída. Siendo mucho más avezados y arteros que él, no habían tomado el sendero de los prisioneros, sino que, atajando por la montaña, ocultándose en grupos o dispersados a toda mirada, según su costumbre, le llevaban una larga ventaja. Estas cosas las sabía y temía Ardid cuando le envió, pero sabía también que sólo con Raigo podía jugar su última carta, y así, aun con todas las probabilidades de fracaso en su contra, la jugó.

La constatación de tan cruel descubrimiento invadió la mente de Raigo aún antes de observar a quienes de todos modos le habían salvado de una muerte cierta. No sólo se trataba de la crudeza del invierno: hambrientos lobos merodeaban por aquellos parajes. La certeza de su fracaso le sumió en tal desespero que tardó en comprobar que las dos palomas de la Reina —la jaula estaba vacía, a su lado— habían perecido o huido. Y con ellas toda esperanza de salvar a su padre.

Cuando al fin Raigo pudo percibir más claramente cuanto le rodeaba y quiénes eran sus salvadores, quedó tan asombrado como temeroso: jamás había contemplado criaturas semejantes. Según le pareció, se hallaba en una especie de guarida, o cabaña, bastante grande, pero de tan bajo techo, que sus moradores debían permanecer sentados. Tenía forma circular y en el centro ardía un gran fuego. La chimenea, hogar y cocina constituía el núcleo del extraño lugar. Tanto las paredes como la techumbre estaban hechos de ramajes y troncos, ensamblados con barro. Así pues, cuando al fin levantó la cabeza y, aún muy débil, contempló los todavía desdibujados cuerpos que a su alrededor se movían y murmuraban ininteligibles sonidos —que tal vez eran palabras, pero no al menos en la lengua que él conocía—, se sorprendió al descubrir un rostro solícito, o al menos anhelante, que se inclinaba hacia él. Era una extraordinaria cabeza, tan cubierta de pelambre roja, que al resplandor del fuego semejaba otra hoguera. Largas y rizadas barbas se enmarañaban y unían a ella; y un par de amarillos, redondos y casi inhumanos ojos le contemplaban fijamente.

Quiso hablar, pero no pudo: por la debilidad en que se hallaba, o por el súbito terror que le invadió ante aquella criatura que no se decidía a catalogar de humana. Una mano ruda y callosa, pero de infinita ternura, se deslizó bajo su nuca y alzó su cabeza con suavidad. Raigo pensó en la delicadeza con que —según había observado durante su ocultamiento en la cabaña del Lago trataban a sus animales los más ásperos campesinos.

Aquel gesto fue seguido por débiles clamores que, pese a su rudeza, transmitían un afectuoso interés hacia su persona. Otras cuatro cabezas se apelotonaron entonces junto a la primera: y el brillo que chispeaba entre las pelambres —unas rubio leonado, otras rojo cereza— le informó de que, tal vez, le sonreían con agudos dientes de lobo. Pero si, al parecer, eran lobos, se mostraban bien dispuestos hacia él.

Al fin, extendió torpemente su mano en busca de la espada, y con alivio comprobó que continuaba pendiendo de su cinto. Apretó el puño sobre el pomo como si fuera su único asidero en el mundo. Entonces, los ojos de la primera de aquellas criaturas se entristecieron y oyó cómo decía, torpemente, pero en la lengua que él conocía:

—No mates, no mates… Hombres Pastores aman al niño rubio.

Sintió una ligera irritación al oír que le consideraban un niño, pero intuyó que no era pertinente demostrarlo. Comprendió que su faz barbilampiña, apenas cubierta de dorada pelusa, y su cuerpo les debían parecer los de un tierno infante, frente a la corpulencia de aquellos semilobos o semijabalíes. Así pues, recuperando aquella sabia prudencia que tanto le había inculcado su abuela, nada dijo y aguardó los acontecimientos.

Entonces, la primera de aquellas criaturas le acarició con verdadera delicadeza y ruda timidez, diciendo:

—Oh, niño de oro, niño de oro…

Y los demás, prorrumpiendo en extrañas demostraciones de alegría y ternura, se acercaban a él, apelotonados, y rozábanle ora los cabellos, ora los hombros, con expresiones tan tiernamente pueriles que le confundieron. Aún no sabía si se hallaba entre amigos o entre estúpidos y sanguinarios ogros que, tras aquellas muestras, le devorarían limpiamente —como le había instruido su maestro Amor sobre ciertas tribus norteñas y misteriosas—. Y regresaban a su memoria las veladas de la Abuela Ardid leyéndoles junto al fuego historias de extrañas criaturas que, al parecer, ella había conocido en algún tiempo remoto y maravilloso. Así pues, hizo acopio de todo su valor, y murmuró:

—Oh, Caballeros… mucho agradezco todo lo que habéis hecho por mí hasta ahora. Pero sabed que no habéis amparado a un menesteroso ni tampoco a un ingrato, así que tened por seguro que si, como espero, me ayudáis a salir del grave trance en que me hallo, os consideraré como mis hermanos y me tendréis por tal el resto de mi vida. Os digo que yo soy heredero de un reino poderoso, y si me ayudáis a recuperarlo, mi Reino será un día tan mío como vuestro y mi alegría será vuestra alegría, y mis triunfos, vuestros triunfos.

Esta clase de discursos, habíalos aprendido de su sagaz abuela —si bien hasta el presente no se felicitaba de ello.

El efecto que sus palabras causaron al extraño grupo fue pasmoso. Tanta fue su emoción que adquirió ribetes de terrorífica: hasta el punto de que Raigo llegó casi a lamentar sus excesos oratorios. Pues la dulzura se tornó en exaltación tan agreste, que prorrumpieron en aullidos salvajes y, dando muestras de una gran agitación, lo transportaron entre sus fuertes brazos, de forma que temió le rompieran un hueso. Lo llevaron cerca del fuego: y el mayor de todos ellos —al parecer su jefe— sacó de entre las pieles que le cubrían, un agudo puñal que esgrimió ante las llamas con siniestro brillo. Raigo cerró los ojos, creyendo que había llegado su último instante. Pero, en vez de esto, levantaron su manga hasta el codo y practicaron en su brazo una delicada incisión de la que brotó una gota de sangre tan hermosa como un rubí. Luego, por turno, hicieron lo mismo en sus propios brazos, y vagamente Raigo recordó —pues medio se desvanecía de terror y debilidad— los ritos de hermanamiento que también practicaban —según le contara Amor— lejanas gentes.

Al fin se desmayó, y no sabía cuánto rato estuvo así, pero cuando volvió en sí, alguien acercaba a sus labios un cuenco de madera lleno de leche caliente y espumosa. Esto le reanimó lo suficiente para mirar con ojos desorbitados a sus insólitos y contradictorios salvadores. Y al fin, cuando ellos debieron juzgarle lo suficientemente repuesto, dijeron en su torpe lengua:

—Niño rubio… ¿es verdad lo que en sueños decías?

—¿Qué decía?

—Que eres hijo del Rey Gudú… y malos y traidores hombres quieren arrebatar vida a él y a ti… Pero nosotros somos hermanos del niño rubio, y por eso también hijos de Gudú, Rey. ¡Iremos contigo a salvar a nuestro padre y hermanito de malos hombres y bestias!

Y estas palabras fueron la primera luz de esperanza que iluminó el desfallecido corazón de Raigo.

Los Hermanos de los Bosques eran una tribu pastoril, procedente del Norte más oscuro y tenebroso; allí donde sólo Volodioso había llegado y, tras sofocar alguna rebelión y aniquilar a los culpables, plantó las enseñas de Olar e instaló en sus límites guarniciones solitarias y embrutecidas. De allí procedían Atre y Oci, empujados por la curiosidad que les despertara su nuevo señor y, muchos años antes, el miedo. Siguiendo a sus hermanos de lejos, desde la montaña cubierta de bosques, el resto de su tribu contemplaba, con desorbitados ojos, los progresos y proezas de ambos.

De vez en cuando, Atre y Oci subían hasta los bosques, y allí les hablaban con respeto y veneración de Gudú. Y también de Yahek, que se había hermanado con Atre. A menudo instábales a secundarles y unírseles frente a sus rebaños. Pero los pastores eran muy jóvenes y temerosos, y nunca habían pensado en tal cosa. Continuaban escondidos en lo más espeso del bosque, y sólo en el invierno, cuando nadie o casi nadie merodeaba en torno, se atrevían a descender hasta las cercanías de aquella ruta que arrastraba a los prisioneros hacia las estepas. Conducían inmensos rebaños de cabras, de enorme corpulencia, y guiados por misteriosos jefes Cabríos —con los que sus pastores se entendían a través de una suerte de gruñidos—, habían permanecido tiempo y tiempo en sus bosques, espiando y observando a las huestes de Gudú, y experimentaban una mezcla de temor y admiración hacia tan extraña raza de hombres sin vello, entre mujeril e infantil. Ellos eran de complexión extraordinariamente robusta, aunque, a menudo, de combadas piernas o jorobados, que no tenía parangón con los hombres conocidos por Raigo. Y eran tan peludos, que apenas los ojos y dientes podían distinguirse en sus rostros. El vello les cubría enteramente el cuerpo, y cuando en el calor casi sofocante de sus cabañas se despojaban de las pieles de cabra y lobo que les cubrían, parecían poseer debajo otra cobertura similar, dorada, o casi tan roja como el fuego mismo.

Su agreste poblado de mujeres y niños moraba en el Subsuelo; pues solían construir sus guaridas horadando, al amparo de los Árboles Gigantes, entre sus raíces. Sólo por el humo de sus fuegos, que parecía brotado de la tierra y confundirse con la neblina que ascendía de los riachuelos, podía descubrírseles. Pero eran escasos los caminantes que se aventuraban hasta allí; y confundían tales cosas con el vagar de fantasmas, duendes y otras criaturas malignas de los bosques. Se murmuraba que, desde hacía mucho, los campesinos no solían adentrarse en aquellas espesuras por considerarlas embrujadas. Si las extraordinarias cabras gigantes se topaban —aun de lejos— con los rebaños de los lugareños, éstos huían asustados. Y si algún inocente pastor tropezaba con alguna de aquellas enormes bestias cornudas, huía espantado, asegurando haber visto al diablo.

Poco a poco, Raigo fue enterándose de estas cosas. Y tomando confianza en ellos, les expuso prolijamente sus cuitas. Un día, pues, Lar, el jefe del grupo que le había socorrido, dijo:

—Hermanos todos, seguirán la ruta de nuestro padre: y caeremos sobre hombres malos y bestias, y salvaremos a nuestro padre y hermanito.

Hubo de soportar Raigo sus sonoros besos antes de que prepararan un nuevo rito. Tensaron una piel de cabra y comenzaron a batirla rítmicamente. A poco, el mismo sordo batir surgido de bajo tierra, se escuchó y esparció por gran parte del bosque: Raigo creyó en un principio que se trataba de truenos y que amenazaba una gran tormenta. Pero no era sino la repercusión, en cadena, de un profundo y secreto lenguaje de tambores. Al fin, el jefe Lar dijo:

—Vamos arriba, hermanito, porque ya los Hermanos Pastores emprenden el camino hacia nuestro padre Gudú.

Raigo estaba un poco asustado, pero al mismo tiempo una gran esperanza le llenaba.

Cuando salieron a la superficie, el sol brillaba sobre la nieve y Raigo contempló un espectáculo que le llenó de pasmo. Poco a poco, tras los troncos, de árbol en árbol, aparecían grupos de Hermanos Pastores, todos de aspecto feroz y a la vez cándido. Montados en sus enormes Machos Cabríos o en corpulentas cabras, le miraban fijamente y le pareció que todas y cada una de aquellas miradas se clavaban en él como hilos de fuego. Esgrimieron cuchillos, y sus hojas brillaron cual pequeños relámpagos entre los árboles. Luego, los Hermanos Pastores lanzaron tan escalofriantes gritos, que Raigo se dijo que acaso ni siquiera los proferidos por las temidas Hordas —tan comentados en Olar— podrían comparárseles.

Intuyó que aquel sería el momento propicio para seguir las instrucciones de la Reina. Así que, desenvainando su espada, gritó:

—¡Hermanos míos, hijos todos de Gudú, el más grande Rey! Desde ahora, cada uno de vosotros ha sido ofendido y amenazado, como lo está nuestro padre. Hermanos del Bosque y Hermanos Pastores, hermanos míos: ¡juremos no desfallecer hasta exterminar a los malvados hombres-bestias! —pues así llamaban los Hermanos a los guerreros de las estepas.

Un feroz alarido estremeció el bosque, aún más sonoro en el blanco silencio de la nieve. Y conduciendo de la brida a su espantado caballo, que con mucho amor habían cuidado sus aliados, lo montó Raigo, mientras oía decir a Lar:

—Hermanito Raigo, hace cinco noches y cinco días Hermanos Pastores vieron a hombres-bestias pasar, escondidos entre los árboles. Como las Cabras Hermanas son más raudas y más hábiles, deja tu caballo al cuidado de mujeres y niños y tú monta en esta buena Caprina, que ella te conducirá mejor y con más astucia y rapidez, y por mejores lugares, sin ser visto de nadie.

Y dicho y hecho, fue transportado en volandas a lomos de una enorme y roja cabra. Caprina emitió una especie de resoplido que erizó sus cabellos. Tenía tan largos y retorcidos cuernos y tan fuertes y nerviosas eran sus patas, que su propio caballo no le hubiera sostenido mejor.

—Agárrate con fuerza a sus cuernos, hermanito —dijo Lar—. Y déjate conducir por los Hermanos. Los Hermanos llevarán la salvación a Gudú, nuestro padre, y serás su hijo Rey.

Y con tan curiosa explicación —pues entendían las cosas a su modo—, Raigo se sintió lanzado velozmente —más que transportado— por tan agrestes y escarpados lugares como jamás imaginara existían. De precipicio en precipicio creía volar sobre la niebla, y era todo como un sueño alucinante y terrible en el que sólo podía asirse a dos largos cuernos o a la rizada y áspera pelambre que a ráfagas brillaba como una llamarada; saltando sobre praderas, sueño y abismos de terror, a trechos, creía galopar sobre las copas de los abetos y los abedules o sortear precipicios sin fondo.

De vez en vez, se alzaba hasta él una risa larga y bronca. Al fin, se dijo procedía de la propia Caprina, unida a la risa de todas las Hermanas Cabras y todos los Hermanos Pastores. Y no era un sonido capaz de deleitar a nadie. Además, durante el transcurso de tan peregrino como inolvidable viaje, mezclábase a aquel sonido-risa el largo aullido de los lobos. Y cuando la niebla se distendía, se distinguían en los desfiladeros y los precipicios —o así parecía, bajo las pezuñas de su cabalgadura— manadas enteras que levantaban hacia ellos las cabezas, las fauces abiertas y los ojos relucientes, en sedienta espera.

Así, Raigo recuperó el tiempo y los días perdidos. Y de tan buena forma que al tercer día el jefe Lar detectó —con olfato y oídos— la presencia de los guerreros de Urdska. Ordenó entonces detener su rebaño-ejército, levantó su largo y nudoso cayado de pastor y profirió un grito que cualquiera —menos los Hermanos Pastores— hubiera confundido con el de un animal del bosque. El rebaño entero se paró al instante.

Reunió a todos entre los árboles y díjoles:

—Hombres-bestias andan cerca. Sigilo y cuidado.

Y diciendo esto sacó de entre sus pieles y esgrimió su cuchillo, más temible que una espada. Al unísono todos los Hermanos le imitaron y cientos de cuchillos flamearon en la espesura. Entonces, Lar llamó a Raigo a su lado y le dijo:

—Tú, Hermanito de Oro, sigue al jefe Lar y no te apartes de él, pues vamos a salvar a nuestro Padre el Buen Rey Gudú.

Y aunque este epíteto, según no pudo menos de considerar Raigo, no era el más apropiado para designar a su padre, obedeció sin rechistar. Montó ahora sobre la cabra de Lar, agarrándose fuertemente a la cintura de éste, y emprendieron una suavísima carrera: apenas parecían rozar el suelo. Y no tardaron en avistar, uno a uno, cautos como lobos y tan silenciosos como los abedules, varios hombres-bestias. No parecían caminar sobre rocas, nieve y hojarasca, sino sobre la misma niebla. Entonces, llegó el momento en que Lar lanzó un silbido tan largo y estridente, que hizo estremecer a los hombres de Urdska. Todos ellos volvieron atrás la cabeza, pero, caso curioso, en dirección opuesta a donde estaban los Hermanos Pastores. Y, en aquel instante, los Hermanos se lanzaron sobre ellos, tan silenciosa como rápidamente.

El bautismo guerrero de Raigo no fue como siempre imaginó. Con la destreza y rapidez de matarifes, exhalando roncos y a la vez suaves gemidos, los Hermanos Pastores cayeron, uno a uno, sobre los despavoridos soldados, que veían estupefactos cómo surgían de la niebla aquellos rojos y demoníacos jinetes. Sobre cabras de refulgentes ojos verde-amarillos, se arrojaban sobre ellos y limpiamente los degollaban uno a uno. Entonces, Raigo se enardeció con el olor de la sangre, levantó el brazo y, a poco, cercenaba cabezas con su espada y hendía gargantas que apenas tenían tiempo de gritar.

Era algo extraño lo que ocurría, tanto fuera como dentro de él: la nieve se levantaba bajo las delgadas pezuñas de las cabras, y bajo una nube blanca, brotaba la sangre como ardiente surtidor, manchaba la nieve, los rostros, los filos de los cuchillos y su espada. Y un placer siniestro, un goce iracundo y embriagador le subía a los ojos, a la lengua. El zumbido de aquella risa ronca, caprina y diabólica, retornaba: hasta que se dio cuenta de que él mismo la imitaba a la perfección; y le parecía el más deleitoso y dulce sonido de la tierra.

El último fue Usklaidoj, jefe del grupo de Urdska. Habíanle acorralado, e iba a ser lenta y gozosamente degollado por un Hermano, cuando Raigo gritó:

—¡Dejadlo vivir!… Él es la pieza convincente para que nuestro Padre, el Rey, nos crea y conozca por fin la verdad.

Le ataron fuertemente con sus irrompibles ligaduras de tendones de cabra, y le arrojaron de través, como un odre, sobre el gigantesco lomo del Jefe Caprino. Sus largas trenzas caían hacia el suelo, ensangrentadas por una herida, aunque no profunda, que le cruzaba el mentón.

Estaban ya muy cerca de las estepas. Tanto, que a poco, les llegó el olor a guisos, leña y humo de Ciudad Yahekia. Raigo formó ordenadamente a los Hermanos, y se dispuso a entrar en ella y solicitar ser recibido por su padre, el Rey. Ensartadas en el extremo de sus cayados se recortaban en la nieve las cabezas y negras trenzas de los hombres de Urdska. Y los Hermanos esgrimían las lanzas y espadas arrebatadas a los esteparios; con un júbilo que, si pudiera despojarse de su cruel verdad, hubiérase tomado por cándido regocijo infantil. Así de inocentes, tiernos y feroces eran los nuevos Hermanos del Príncipe Raigo. Y fieles, en verdad, según tuvo ocasión de comprobar ampliamente. Tan fieles eran como feroces podían volverse si llegaba a incumplirse algún juramento para ellos tan sagrado como su hermandad, o a traicionarse su confianza.

Pese a su aparente triunfo, Raigo no ignoraba el peligro que corría al aproximarse con tan singular ejército a las guarniciones y a Ciudad Yahekia. Existía la posibilidad de ser atacados por más numerosos y diestros soldados. Así pues, reflexionaba y sabía que no sería fácil explicar tales cosas al jefe Lar y los Hermanos, pero menos lo era tener acceso al Rey acompañado de tal guisa.

Al fin pidió a los Hermanos ser oído y les dijo:

—Creo más prudente y aconsejable, que antes de mostrarnos, aguardemos en la espesura y observemos qué es lo que ocurre en la estepa. Yo, tan sólo acompañado de Lar y el Hermano Pequeño Uro, me adelantaré a vosotros. En tanto, os ruego que, ocultos, aguardéis una señal convenida. Y, como prueba de su traición, llevemos con nosotros al jefe bestia, Usklaidoj.

Usklaidoj parecía casi agonizante. De suerte que Raigo ordenó taponaran su herida. Los Hermanos se apresuraron a obedecer dócilmente, aplicándole misteriosos emplastes que extrajeron del fondo de sus zurrones, a la vez que entonaban una salmodia que, afortunadamente, se asemejaba al viento de las estepas. Una vez medianamente recompuesto Usklaidoj, convenientemente atado lo echaron a lomos del Gran Caprino, y tal como Raigo aconsejara, acompañado de Lar y su Hermano Menor —que contaba diez años, pero aparentaba veinte— avanzaron hacia la ciudad.

Era una fría mañana invernal y por Yahekia cundían malas nuevas: a la puerta de Indra, llegaron varias mujeres afligidas con la noticia de que Rakjel había derrotado por cuarta vez a las tropas de Gudú y éstas se batían en retirada por los márgenes del Gran Río abajo. Y no sólo eso: habían herido al Rey y lo traían en parihuelas.

El lamento de las mujeres —cuyos hombres se batían en el ejército real— entraba en las casas como el viento, desazonando a los soldados de la Guarnición, y convirtiendo la ciudad entera en un informe quejido. Indra, depositaria de una memoria y una gloria que ya había llegado a creer le pertenecía, aplacó los ánimos con razones llenas de sensatez. Salió a la Plaza, reunió a las gentes y les aconsejó cautela y paciencia: el Rey era invencible —dijo—, y la derrota de una batalla nada significaba: por tres veces la ciudad de Urdska había sido conquistada y arrebatada, y aún muchas veces más ocurriría hasta el día en que, definitivamente, la victoria sonreiría a los hombres de Gudú. Y cuando hablaba pacificaba a las gentes.

Su hijo, con el ánimo ensombrecido, la escuchaba oculto en su rincón, y nada decía. Sólo un corazón se rebelaba ante las nuevas: la joven Gudrilkja. Revestida de sus ropas guerreras, montó a caballo, salió de la ciudad en dirección a los bosques y, mascullando su odio impotente, se internó en la espesura: «¡Ah! —se decía—. Si fuese yo hombre, me uniría al Rey y junto a él exterminaría esa raza de perros esteparios». Con lo que daba muestras de ser digna nieta de Ardid, al menos en el tesón, ímpetu y lenguaje. Y así, sumida en oscuras meditaciones, detuvo su caballo, y se aproximó al helado manantial donde, en estaciones más propicias, solía beber y bañarse. Y así estaba, mirando el agua helada, cuando un cuerpo cayó inesperadamente sobre ella y, reduciéndola, apoyó una brillante espada en su cuello.

Tan sorprendida estaba, que su habitual vigor y destreza parecieron anularse. Hasta que súbitamente quedó prendida de unos ojos castaños dorados. A su vez, Raigo quedó suspenso, la espada en alto, pues tal era el parecido de aquel joven guerrero con Kiro y Arno, que hasta sentirla bajo sus rodillas, no atinó a decirse que, por su edad, no podía ser ninguno de sus hermanos. Además, al examinar su rostro de cerca, comprendió su error.

Sujetándola aún y amenazándola, dijo:

—¿Quién eres tú, joven soldado, que tanto te asemejas a otros muy lejanos?

Gudrilkja guardó obstinado silencio: pero sobre la nieve, donde tan sólo las ramas de los árboles producían centelleantes chasquidos, Raigo oyó el crujido de sus blancos y agudos dientes.

—Di quién eres, o serás muerto.

—Soy el Rey —dijo Gudrilkja, al fin, con altanería.

—¿El Rey? ¿Qué estúpido embuste es ése? Conozco muy bien al Rey y no eres tú. El Rey es mi padre, y con malas noticias que amenazan su vida, vengo de Olar.

Entonces, el rostro de Gudrilkja se ablandó y mirando con una mezcla de asombro y de envidia a Raigo, murmuró:

—Sí, el Rey está en peligro: regresa hoy a Yahekia, herido y vencido por causa del malvado Rakjel.

Al oír tales palabras, Raigo quedó anonadado. Aproximáronse entonces los Hermanos Lar y Uro y contemplaron la escena; un gran asombro se reflejaba en sus amarillas pupilas. Tras ellos arrastraban al maltrecho Usklaidoj.

—¿Quiénes son esas bestias feroces… o alimañas? —casi gritó Gudrilkja, pues incluso su valeroso y sanguinario corazón se estremecía ante el aspecto de aquellas criaturas.

—Son amigos, y gracias a ellos, la ciudad no es pasto de las llamas, y el Rey no ha sido muerto: pues río arriba para tenderle una trampa, dirigidos por esta alimaña, iban los hombres de la malvada Urdska.

El semblante de Gudrilkja se suavizó, y con gran ansiedad pidió noticias de todo lo ocurrido. Raigo la liberó entonces de la opresión de sus rodillas y le mostró al jefe Usklaidoj, que bajo la amenaza del cuchillo de Lar, fue obligado a confesar la verdad de su traición. Gudrilkja dijo entonces:

—Venid conmigo: os llevaré junto a mi madre, que vive con Indra, la más importante mujer de Yahekia. Ella os conducirá hasta el Rey, vuestro padre. Pero ¡pobre de ti, si has mentido! Porque el Rey no tiene piedad para estas cosas.

—Así lo espero —dijo Raigo, con soberbio ademán—. Pues tampoco yo, su hijo y futuro Rey, la tendré para mentirosos y traidores.

Estas últimas palabras se clavaron como fuego en el corazón de Gudrilkja. Y luchando entre una mezcla de odio y admiración que iba apoderándose de su ánimo hacia el joven Raigo, murmuró:

—No sé si serás Rey algún día…, y confía en mí.

Y les condujo a la ciudad, y ya en ella a la casa de Indra.

Gudú había sido herido ya dos veces antes y en grave estado permaneció impotente ante los asaltos de su odiado Rakjel. Ahora, conducido en parihuelas hacia Yahekia —donde aconsejaba a sus hombres atrincherarse en espera de la primavera—, pensaba por vez primera que tal vez su gran error fuese exponer tan estúpidamente su vida. «En verdad —reflexionaba, bamboleado río abajo en hombros de sus fieles— no era precisa aquella temeridad». Pues su puesto estaba en el lugar de los que conducen un ejército O un pueblo, no en el de los que mueren por él. Así, con súbita revelación, intuyó la clave de las últimas y consecutivas derrotas, o de las duras victorias: el odio. Hasta enfrentarse con Rakjel, jamás combatió poseído de odio. Y he aquí que este sentimiento le inspiraba tanta desazón y terror, como a su madre el amor. «Extirparé el odio de mí —se dijo— y el Rey Gudú volverá a conocer la gloria». Embarcáronle en una balsa, y mecido en las aguas del río, ya atardecido, entró en Yahekia.

Permaneció durante largas horas sumido en un profundo sopor. Al fin, despertó: algo fuera de lo normal ocurría en su tienda. Murmullos y voces la taladraban y llegaba a sus oídos un clamor conocido. A través de sus párpados semicerrados, desfiló entonces, entre brumosa niebla, una cadena de sucesos o sueños: un niño corría por pasillos mohosos y sucios, un joven hermano, de cabellos y ojos brillantes, alzaba su espada para defenderle, una joven mujer le decía que esperaba un hijo suyo, una corona, unos mercenarios, una Reina fuerte y sabia… El sudor bañaba sus mejillas y su frente, la fiebre le resecaba los labios. Alzóse entre las pieles que cubrían su lecho y gritó, llamando a la Guardia. El fiel Unglo se presentó ante él.

—¿Quiénes gritan, quiénes piden hablar con el Rey?

Él no lo sabía, pero una oscura voz repetía aquellas palabras en su oído, y volvió a ver a la joven y primera Lontananza: aquella que había entregado a Predilecto. Sonreía y mostraba entre sus dedos una pequeña y horadada piedra azul. Pero la voz de Runglo alejó esta Visión:

—Señor, un joven guerrero dice traeros nuevas importantes: según asegura (y creo que es cierto) es el protegido de la que fue mujer del Capitán Yahek, y un extraño le acompaña.

—Hazles pasar —dijo el Rey, al oír el nombre de Yahek, aunque las fuerzas le abandonaban.

Dejó caer pesadamente la cabeza en el lecho, volvió el rostro hacia el cofre abierto y distinguió la corona. La llevaba ahora con él, como hacían todos los reyes en momentos cruciales. Salvo en muy precisas ceremonias, raramente Gudú la ceñía. Pero ahora, como símbolo de una misteriosa fuerza y seguridad, permanecía a su lado, junto a su lecho, guardada por fieles soldados, tan celosamente como podían guardar su propia persona. Entonces oyó una voz que decía:

—Señor, señor… os lo ruego; por la fidelidad y afecto a prueba de toda duda que os entregó mi amado Yahek, os ruego que nos oigáis, pues nos traen noticias muy graves.

Volvió la mirada a quien le hablaba y contempló un rostro arrugado y marchito de mujer, enmarcado por trenzas donde el rojo y el gris se mezclaban. Un viejo fantasma parecía querer reverdecer algún recuerdo.

—Hablad —murmuró. Después, como iluminado por la antigua sabiduría sureña que corría por sus venas, añadió—: Hablad sin miedo, Princesa Indra.

Estas palabras obraron un efecto sorprendente: el rostro de la vieja mujer resplandeció, como si la lejana juventud la iluminara de cabeza a pies. Con una profunda inclinación, dijo:

—Rey Gudú, señor de nuestro pueblo y nuestra vida, graves circunstancias han traído hasta aquí a vuestro hijo legítimo y, sin duda, heredero del Trono. Él os trae noticias y pruebas de la traición de la Reina Urdska, y si no fuera por su arrojo unido a la fidelidad de quienes oportunamente os presentaré, no hubiera llegado jamás hasta aquí. El Reino, vos, y tal vez vuestra madre hubierais perecido víctimas de la más alevosa maquinación.

—Abreviad —murmuró el Rey, bastante confuso; en parte por la debilidad y en parte porque apenas comprendía las palabras—. ¿De qué hijo habláis?… He tenido algunos, pero los he olvidado. Estoy herido y lleno de fiebre, ahorradme la molestia de pensar en necedades…

Entonces entró un joven de gallardo aspecto, rubios cabellos y ojos inolvidables en los que reconoció la imagen de su madre.

—Señor, soy el Príncipe Raigo, vuestro hijo. Y os ruego que escuchéis lo que debo deciros.

—Hablad —dijo el Rey, como empujado por una misteriosa fuerza y cansancio a un tiempo.

Oyó entonces las concisas explicaciones de Raigo. En verdad que aquel muchacho había heredado —o bien aprendido— la precisión y claridad del discurso de su abuela, tanto como heredó su florida fluidez, cuando el caso lo requería.

—Dejadnos solos —dijo Gudú al cabo de unos instantes. Inesperadamente, alguien se adelantó entonces, pese a los intentos de Indra por detenerle.

Tratábase de un joven y extraño guerrero, de rostro barbilampiño y facciones tan finas como agudas. Sus ojos relucían en su tez morena, enmarcada por negras trenzas esteparias.

—Señor —dijo hincando su rodilla al suelo—, yo soy quien condujo a vuestro hijo hasta aquí: y tened por seguro que, si no fuera por mí, tal vez jamás habríais llegado a verle. Y también deseo deciros algo: hace mucho tiempo deseo incorporarme a vuestras filas y todos me lo impiden.

—¿Cómo es posible? —dijo el Rey—. Un joven guerrero como vos, fuerte y audaz, según veo, jamás es rechazado en el ejército de Gudú.

—Oh, Señor, no escuchéis tan insensatas palabras —dijo Indra, sobresaltada—. Tened en cuenta algo que calla: no es un soldado, sino una mujer. Y como mujer, no puede tener lugar en el Ejército.

Entonces, Raigo la miró, asombrado. Y el Rey no permaneció indiferente a tal revelación, sino que, por vez primera desde hacía muchísimo tiempo sonrió fugazmente, y contestó:

—Si así es, reflexionaré sobre su caso. Aguarda afuera, muchacha, y ten por seguro que se tendrán en cuenta tus razones. Salieron las dos mujeres, con evidente disgusto y zozobra de la más vieja. Una vez solos, el Rey contempló silenciosa y despaciosamente a Raigo.

Era la segunda vez que el Príncipe veía a su padre, y se sentía profundamente afectado ante el cambio operado en el Rey. Su rostro se había endurecido extraordinariamente. En su atezada piel destacaban dos largas cicatrices: una que iba desde su oreja hasta su cuello, y la otra desde la sien a la mejilla. Y en el negro cabello resaltaban los mechones blancos que poblaban sus sienes y barba.

—Raigo —dijo al fin, como si intentara recuperar este nombre a través de una brumosa memoria—. Raigo… ¿quién es vuestra madre?

—Mi madre fue la Reina Gudulina —respondió el Príncipe, tan conmovido ahora como atónito—. Y es mi abuela, la Reina Ardid, vuestra madre, quien me ha enviado a vos.

Extrajo de su pecho el cartucho y lo entregó al Rey, y éste lo leyó con esfuerzo, pues una sutil niebla debilitaba sus ojos. Pero ocurrió que la lectura pareció despertarle a la vida, y renació en él aquel vigor que, a decir verdad, nunca había decaído demasiado. Sentándose en el lecho, extendió el brazo hacia el Príncipe, obligándole a sentarse a su lado. Apoyó su mano en el hombro del muchacho y murmuró, como para sí:

—¡Un hijo, como vos!… En verdad, Raigo, que no lo sospechaba. ¿Cómo es posible tener un hijo tan crecido? No creí que hubiera pasado tanto tiempo… —Y contempló sus brillantes ojos, el altivo porte y apostura de Raigo. Luego, añadió—: Ahora, Raigo, háblame con toda franqueza y cuéntame detalladamente qué ha sucedido en Olar desde que yo partí.

Raigo explicó a su padre cuanto sabía. Y añadió que, según temía, la vida de la propia Reina Ardid hallábase en peligro y en poder de la despiadada y traidora Reina Urdska. Al parecer, ésta había soliviantado también a ciertos estúpidos y mezquinos nobles.

—Señor —concluyó—, si habéis decidido aguardar a la primavera para atacar de nuevo a las Hordas, os ruego atendáis esta súplica: que hasta entonces, regresemos juntos a Olar a sorprender a vuestra enemiga y salvar tal vez lo que ahora parece insalvable.

—Bien hablas —dijo Gudú—. Por lo que veo eres tan inteligente como osado: lo que no me desagrada… Y háblame ahora con más detalle de los Hermanos Pastores y cómo se ha producido el combate.

Con detenimiento no exento de placer, Raigo se entretuvo en la descripción de la matanza —que Gudú llamaba combate—. No pasó desapercibido a su perspicacia el deleite con que le complacía su hijo. Cuando Raigo terminó su relato, el Rey esperó un instante.

—Traedme al jefe prisionero —dijo por todo comentario Gudú, reposando la cabeza. Y en su rostro brillaban como carbones encendidos sus ojos azules. Bruscamente, Raigo vio en ellos los ojos de Kiro, Arno… y Gudrilkja. Un cruel presentimiento le estremeció, mientras oía ordenar al Rey:

—Trae también a mi presencia al jefe Lar.

A poco, ambos penetraron en la tienda del Rey. Amén de moribundo y desfallecido por la herida y malos tratos, sólo de sentirse ante la presencia del Rey, el jefe Usklaidoj casi perdió el sentido. Y como no querían que muriese antes de obligarle a hacer su confesión, hubieron de sostenerle para que no diera con sus huesos en el suelo. Lar, por contra, se mostraba tan admirado y cándidamente respetuoso como un niño, a pesar de su feroz aspecto que, por otra parte, agradó profundamente a Gudú.

—Usklaidoj —dijo Gudú mirando glacialmente a su antiguo Cachorro—. Me has traicionado, y ya sabes lo que se acostumbra a hacer con los traidores.

Y ordenó fuese atado a las colas de cuatro caballos y descuartizado. Pero agonizó en el trayecto.

En cuanto a Lar, tras contemplarlo largamente, dijo:

—Eres Hermano de Raigo, según él me ha dicho, y por tanto Hijo mío. Como Hijos os tendré conmigo a ti y a tu pueblo. Desde este momento os uniré a mi ejército y os aseguro que os daré de por vida gloria y honor.

Ordenó entonces que le dejaran solo. Con fatiga, volvió a tenderse en el lecho, pero permaneció con los ojos abiertos. Brillaban como aquellas piedras del desfiladero, que gnomos, trasgos, duendes y criaturas de toda especie, sabían poseedoras de un fuego interno, difícil de extinguir.

A partir de aquel día, poco tiempo permaneció postrado el Rey. Su herida —mortal según Delko, el Físico que le cuidaba— fue sanada por los Hermanos Pastores. Así, tuvieron ocasión los soldados de contemplar, atónitos —ante la envidia de Delko— un extraño ritual de los bosques del Norte: primero bebieron un sorbo de sangre de cabra, y con el resto bañaron el rostro y torso del Rey, el suyo propio y el de Raigo, pronunciando unas misteriosas palabras. Al son de tambores untaron, enjugaron, apretaron y sangraron la herida de Gudú: y un líquido verdeamarillento salió de ella, como espíritu maligno. Luego enrojeció sus puñales al fuego, y los aplicaron a la herida, invocando al dios de la sangre y de la niebla. Confesaron preferir seguir adorando a este dios que al de los cristianos de Olar, cosa que no les fue discutida ni negada. Al alba, aplicaron barro y raíces, tres mariposas de oro reducidas a polvo, la piel machacada de dos lagartos y las cenizas de un cuerno. Y sobre este emplaste hicieron que orinase el jefe Caprino. Con amorosa delicadeza lo cubrieron de pieles rojizas, volvieron a resonar tambores y a beber sangre —así lo parecía—, pues el efecto de tal bebida pareció, a ojos de los presentes, como el que procura un buen vino añejo.

Los Hermanos daban saltos, y pasaban encima de altas hogueras, como si volaran. Y el joven Hermano de Oro les imitaba y parecía uno de ellos. Bebiendo sangre —o lo que fuera— su corazón se hinchaba, crecía, y todos sus sentidos se embriagaban y le transportaban de nuevo a un viaje fantástico, sobre precipicios donde, entre niebla y viento, le acechaban manadas de lobos: las fauces abiertas, los ojos encendidos y anhelantes.

La joven Gudrilkja les contemplaba de lejos, el puño apretado sobre la empuñadura de su espada; y sus dientes rechinaban igual que los de los perros, o las alimañas, con temblorosa ira. Pero era mujer, todos conocían ya su secreto, y sólo el desprecio o la burla o el carnal apetito de los hombres la acechaban. Mientras amanecía, y en el horizonte de la estepa se alzaba el sol, rojo también como la sangre, iban apagándose los gritos de los Hermanos, el Rey recuperaba su perdida energía, y ella se juraba que jamás, jamás se comportaría como mujer mientras esta condición no se viera igualada a la de aquel que amaba y odiaba entremezcladamente.

Después de aquello, el Rey se recuperó de forma increíble. De nuevo llamó a los Hermanos Pastores y les dijo:

—En verdad que muy noble y valientemente os habéis conducido, tanto con mi hijo como conmigo. Y no sólo habéis dado pruebas de valor y lealtad, sino de asombrosa sabiduría, al sanar mi herida como ningún otro hubiera podido hacerlo. Tal como os prometí, os tengo desde ahora como Hijos míos, y tanto vosotros como vuestros hijos (podéis tomar mujer en mi país, si es vuestro deseo) formaréis un inolvidable regimiento llamado de los Hijos del Rey, Hermanos Pastores; y, según haré constar en leyes, ni en vida mía ni en vida de toda mi estirpe, podréis ser jamás despojados de vuestros privilegios. De suerte que equipararé vuestras virtudes a las de los nobles, y una nueva y especial nobleza, guerrera y curandera, se iniciará con vosotros: y será así en tanto el Reino de Gudú exista. —Antes de que la emoción y estupor pudiera interrumpirle con agudos gritos y libaciones de sangre, u otros ritos similares, añadió solemnemente—: Y el Reino de Gudú no se extinguirá jamás.

Otra orden, a su juicio importante, bullía en su mente; pues no en vano conocía el prestigio de Indra en Yahekia, y como los últimos acontecimientos habían disminuido notoriamente el ardor de sus huestes, debía reforzarlos con el apoyo femenino. Dio orden de que, pese a la austeridad y lágrimas que había reportado la última batalla perdida —junto a la ciudad de Urdska—, celebráranse fiestas en Yahekia, donde el vino corriera, junto a raciones extraordinarias de harina y carne. Después, dispuso que se preparase la ceremonia en que se llevaría a cabo la solemne investidura de Princesa Indra —que en realidad era de noble cuna—. De modo que, provista de nuevo de su dignidad y en virtud del amor y veneración que por Yahek había nacido en tan singular mujer, en sus manos prudentes y fieles ponía el destino de aquella —recalcó— su muy amada Ciudad Yahekia. Aquí, con la sonrisa para los casos especiales, aprendida de su madre, insinuó que acaso, con el tiempo, Yahekia sería capital y corte del Reino, en vez de la traidora Olar.

De este modo colmó de honores, no sólo a Indra —que reventaba de orgullo y emoción—, sino a todas y cada una de aquellas mujeres que en Indra habían depositado confianza y sentimientos de amiga, hermana y madre. Pues Indra era —como su hijo y su tía— el más tierno corazón de su pelirroja y desafortunada estirpe.

La ceremonia se celebró, y finalizando el banquete que sucedió a tan fausto motivo —aunque sobrio, fue alegre y cordial—, el Rey se apercibió que su hijo Raigo se iba convirtiendo en una criatura bastante extraña. Si bien en valor, tesón, audacia y gallardía, heredó cualidades tanto paternas como de su abuela Ardid, tal vez algún antepasado pirata, o la propia Leonia, habían vertido en su sangre algún curioso veneno, del que carecía totalmente Gudú. No pasaba inadvertido a sus ojos que su hijo se engalanaba ahora de un modo totalmente insólito en aquellos lugares. Iba cubierto de collares fabricados unos con colmillos de chacal o lobo, otros de piedras y plumas multicolores, que anteriormente habían ornado torsos y cuellos de jefes esteparios.

Un soplo de vago temor llegó hasta Gudú; mas en seguida, casi sin transición, advirtió la admiración hacia su padre que iluminaba los ojos de Raigo cuando le miraba, tan parecidos a los de Ardid, que se tranquilizó. Porque Gudú no sabía que, a veces, los niños olvidados se disfrazan en los desvanes, y que estos disfraces pueden fabricarse igualmente bajo una cúpula azul, que bajo el verde techo de los bosques o el cielo implacable de la estepa. Entonces, acudieron a su mente dos recuerdos unidos a dos seres. Y preguntó a la feliz Indra:

—Decidme… ¿dónde se halla vuestro hijo… el hijo de mi inolvidable Yahek?

Un súbito silencio siguió a estas palabras. Todos parecían haber enmudecido repentinamente. Indra palideció, y sintiéndose incapaz de engañar al Rey, que tan generoso se mostrara con ella, cayó de rodillas llorando y dijo:

—Señor, he de confesaros algo… y es que mi hijo, el dulce y buen Krhin, no es hombre de guerra, sino de ciencia. Por lo que os suplico le dispenséis de ese oficio, permitiéndole continuar en tan noble como útil dedicación. ¡Vuestra madre bien lo sabe!…

—No es día de llantos, sino de esperanza —dijo Gudú, dominando una súbita ira, aunque no tan grande o enconada como sería de esperar en él. Desde su última derrota empezaba a sentir un cansancio, o quizás un cierto desinterés por cosas que antes consideraba primordiales—. Hacedle venir luego a mi tienda, pues antes de partir quiero verle y hablarle. Y no temáis: si realmente es hombre de ciencia y no un vulgar cobarde, tened por seguro que sabré aprovechar mejor sus dotes de científico que sus nulas disposiciones guerreras: poco servicio me reportarían. Pero si es un cobarde o un bellaco (cosa que, considerando la prudente sabiduría de su madre y el valor a toda prueba de su padre, no parece probable), será castigado, aunque con menos rigor que otros, en virtud del nombre que ostenta.

Y de inmediato, añadió:

—Decidme, ¿quién es aquella joven de porte belicoso que estaba con vos, y con quien parecía uniros gran amistad? En verdad que no he olvidado sus palabras, ni su curiosa solicitud.

Aquí no sólo palideció Indra, sino la humilde Lontananza que, ahora, como camarera de Indra, permanecía humilde y medio oculta tras la nueva Princesa, tan estropeada que nadie —y menos que nadie Gudú, que ni de su nombre se acordaba— hubiera reconocido en ella a la joven del río, aquella a quien cierta mañana de primavera, Gudú llevó a la Corte Negra.

—Ah, Señor —respondió al fin Indra—. El padre de Gudrilkja (ése es su nombre) murió a vuestro servicio, y fue un noble y valiente soldado.

—Traedla a mi tienda —dijo el Rey—, y veré el modo de contentarla o disuadirla. Puesto que hoy, pese a nuestra derrota (que os aseguro será fugaz), puede distinguirse como un día venturoso en la historia de nuestras tierras y nuestras vidas.

Así pues, Krhin y Gudrilkja, ambos inquietos por distintas razones, acudieron a la llamada del Rey. Y, con desagrado, comprobaron que el Príncipe Raigo, de tan soberbio porte como hostil mirada, permanecía a su lado sin que su actitud hiciera presumir que les dejara a solas. El Rey dijo entonces:

—Krhin, dime qué es lo que deseas y veré de complacerte. Pero tan confuso estaba Krhin, que no atinaba a decir nada. Entonces, Gudrilkja, que le amaba como si fuera su propio hermano, temió por su vida, y se apresuró a explicar al Rey cuanto el muchacho hacía y soñaba. Pues no en vano, en las largas noches de la estepa —y su voz cálida y hermosa, traía al Rey un perfume olvidado—, vagaban juntos Krhin y ella; y entonces él le mostraba el ancho cielo y todas sus estrellas, cuando el verano las volvía a un tiempo más cercanas y misteriosas. Y obligó a Krhin a mostrar al Rey sus manuscritos y sus dibujos —que ni tan sólo atrevíase a desenrollar—. Entonces, Gudrilkja explicó —como no podía hacerlo su medio-hermano— la verdad de aquella pasión y aquel fascinante misterio. Y mostró al Rey el dibujo de un artefacto con el que Krhin pretendía se podría llegar a contemplar los ojos del cielo.

Al llegar a este punto, el Rey ordenó bruscamente a la muchacha callar y guardar aquellas cosas. Luego dijo:

—Krhin, vendrás conmigo, pero no en calidad de guerrero. Pues alguien vive en Olar que se sentirá complacida tomándote a su servicio y protección: la Reina, mi madre. Para ella (y para mí) podrás ser de gran ayuda en lo venidero.

No vio la mirada de despecho de Raigo, súbitamente dominado por celos incontenibles, despertó en su corazón un odio repentino hacia aquel dulce muchacho que no le había hecho ningún daño.

Gudú miró entonces a Gudrilkja, que no bajó sus feroces y azules ojos —tan parecidos a los suyos—, y le preguntó:

—Y tú, ¿conoces acaso lo que es un varón en tu lecho? Gudrilkja se ruborizó de forma que su oscura tez tomó un tinte cobrizo, y murmuró, con despecho:

—No, Señor, ni quiero conocerlo.

—Pues te equivocas —dijo el Rey—. Esta noche vendrás a mi tienda. Y si mañana persistes en esa idea, te nombraré soldado: pero ay de ti si defraudas o traicionas ese nombramiento con cualquier clase de debilidad femenina: perderías la cabeza, pero no en sentido figurado, sino físicamente.

Gudrilkja quedó anonadada. Jamás había pasado por su mente cosa parecida. Y al tiempo que salía de la tienda, iba diciéndose, llena de confusión, que no sabía si deseaba o temía aquella orden. Había avanzado sólo unos pasos, cuando unas manos se asieron a las suyas y una voz temblorosa le decía:

—No, Gudrilkja, no… te lo ruego, Gudrilkja, hermana querida, no hagas tal cosa, te lo ruego.

Krhin la miraba con tal espanto que un frío extraño llegó a su corazón.

—Si lo dices porque esperas que lo que pide el Rey suceda algún día contigo, sabes bien, Krhin, que tal cosa no sucederá jamás. Te quiero como hermano y de ese modo te querré siempre.

—No, no, Gudrilkja… no —decía Krhin. Y la profunda razón de sus palabras tenía otra explicación. Siendo niño, en cierta ocasión oyó hablar a su madre y la madre de Gudrilkja, de forma que entendió quién era el padre de la niña. Pero tan aterrado y dolorido estaba ahora —en verdad amaba a la muchacha—, que no se atrevió a descubrir su secreto.

Corrió a su casa, y halló a Indra en compañía de Lontananza. Con voz temblorosa comunicó a ambas las órdenes del Rey y la extraña actitud de Gudrilkja. Tras la discusión mantenida con su medio-hermano, había montado en su corcel y se había perdido hacia quién sabe dónde, ni tenía noticia de cuál sería al fin su decisión.

Lontananza palideció.

—Ah, Indra —sollozó—, no tengo valor para confesar al Rey la verdad… pues bien claro me advirtió en su día que si el hijo que esperaba se trataba de una niña y no de un varón, no quería saber nada ni de la niña ni de mí, bajo pena de muerte para ambas. Y en lo que a mí respecta, ya nada me importa, pero sí en lo que atañe a ella.

Ninguno de los tres conocían los lugares hacia donde solía escapar la belicosa y extraña muchacha cuando, huraña y misteriosamente, desaparecía con sus pensamientos.

Raigo también se sentía confuso ante la propuesta del Rey a la muchacha. Desazonado por los sentimientos que experimentaba hacia su padre y hacia Gudrilkja, su corazón temblaba. Todo cuanto acababa de oír y ver en la tienda del Rey despertaba una mezcla de atracción y enemistad hacia la muchacha; y admiración y terror, junto a un vago rencor hacia su padre: no sabía ya si por haberle ignorado durante tantos años o porque —lentamente esta idea iba abriéndose paso en su mente— no había pronunciado todavía ni una sola palabra en firme que le reconociera como hijo legítimo y heredero del Trono. Pues si había dotado generosamente a Indra, e incluso a los Hermanos Pastores, a él limitábase a mantenerlo a su lado sin despedirle de su tienda, como solía hacer con los demás. Le hablaba como a un soldado —y tal vez como a un hijo, aunque esto último parecía improbable a quienes le conocían—, pero no se había pronunciado sobre aquella decisión que Raigo esperaba tan ardientemente.

Pidió a su padre permiso para retirarse, y una vez el Rey se lo concedió, partió en persecución de Gudrilkja y llegó a tiempo de verla montar y huir en su caballo. Y como supuso adónde iría —y acertaba, pues allí la había encontrado—, fue en su seguimiento.

Era un día muy frío, el viento levantaba la nieve de los senderos y lágrimas de chispeante hielo caían entre las heladas ramas del bosque. Al fin, la halló junto al manantial de su primer encuentro, y tan embebida en sus pensamientos como la vez en que la tomó por Kiro o Arno. Oculto tras un tronco, la contempló, y le costaba creer que no fuese hija del Rey, tan parecida era a Gudú. Poco a poco creció en él un doble sentimiento, que por un lado le impulsaba a caer sobre ella y matarla, y por otro iba dominándole una inquietante atracción. Entonces, como un pálido fantasma, llegó a su recuerdo el rostro de Raiga y luego el de Contrahecho: y la ira, y los celos, y una infinita tristeza le invadieron. Llevado por un impulso incontenible, surgió de los árboles y, desenvainando la espada, avanzó hacia Gudrilkja y la sorprendió de nuevo. Pero esta vez, la muchacha saltó hacia él como un lobo y se aprestó a defenderse con su cuchillo; y en sus ojos había una expresión que nunca había visto.

Entablóse entonces entre ellos una encarnizada lucha, y jamás Raigo agredió a nadie con furor semejante, y lo mismo podía decirse de Gudrilkja, que sólo lo había hecho alguna vez por imitar a los soldados y cuando por broma alguno se había prestado a ello. En verdad era menos hábil y ducha que él, y así, resbaló en la nieve varias veces y aun varias veces estuvo a punto de recibir de lleno la estocada de Raigo. Pero tan ciega era la ira del joven como la furia de vivir de ella, de suerte que así equiparábanse en aquella absurda y cruel pelea. El entrechoque de sus armas parecía cortar el silencio del bosque y el pálido sol invernal encendía chispas de odio entre el ramaje. Rechinaban los dientes de Gudrilkja y jadeaba Raigo, más de pasión que de fatiga. Al fin, dominó a la muchacha de un certero golpe y se lanzó a desarmarla. La derribó en el suelo y apoyó su espada en la garganta de Gudrilkja, tal como ocurriera en su primer encuentro.

Imprevistamente un intenso frío sobrecogió a ambos, y todo el invierno pareció desplomarse dentro de sus corazones. Los encontrados sentimientos y, aún más, las turbadoras ideas que les dominaban, les paralizaron. El rostro de uno sobre el del otro, mirábanse de tal manera, que sus ojos llameaban en una oscuridad y vacío infinito, en un inmenso y glacial silencio.

—Gudrilkja —murmuró Raigo débilmente—, nunca vayas a la tienda del Rey.

—No iré —respondió ella, casi en un susurro. Y tan suaves eran ahora sus voces que más adivinaban las palabras que las oían. Y más y más el frío se apoderaba de ellos. Y Raigo notó cómo se helaba la mano que empuñaba la espada, los dedos no la sentían. Y ella tampoco sentía el filo del arma en su garganta, ni las rodillas que cruelmente la oprimían contra el suelo. Entonces, Raigo apartó la espada y dejó caer el brazo, y ella se liberó suavemente de la presión. Nuevamente en pie, enfrentados, se contemplaron en silencio. El viento empujaba un remolino de nieve y levantaba sus cabellos; y entre el viento y la nieve y los mil chispazos de luz que estallaban entre las lágrimas de los árboles, intentaban decirse algo uno al otro y no se oían. Al fin, el viento cesó, tornó el silencio sigiloso de la arboleda, y Raigo dijo:

—Regresa con las mujeres. Nunca vuelvas al Rey, ni jamás imites a los soldados, Gudrilkja… —y lo dijo con acento tan triste que Gudrilkja creyó oír el gemido entero del bosque, unidos todos los ecos en una misteriosa y profunda llamada: tal y como ella misma la sentía.

Bruscamente se dieron la espalda, montó cada uno en su caballo, y se alejaron. Y mientras Raigo volvía al campamento, ella regresaba a la ciudad, donde Lontananza, Indra y Krhin la esperaban llenos de zozobra.

Al ver a Gudrilkja de nuevo, las mujeres intentaron abrazarla: entre llantos y confusas palabras, algo querían decirle que en verdad no osaban. En silencio, Krhin la miraba con tan dolorido reproche, que la muchacha no pudo resistir más. Arrojó la espada al suelo, y gritó:

—¡No iré a la tienda del Rey, ni jamás seré soldado! Pero sabed una cosa —y los miró a los tres tan desgarradamente que causaba espanto y dolor—: ¡Nadie volverá a saber de mí, nunca, nunca!

Y sin atender los ruegos de ellas ni corresponder a la mirada suplicante de Krhin, salió de aquella casa. Y no volvieron a verla jamás.

De nuevo a lomos de su caballo, las trenzas al viento, tal que la imagen de la desesperación, cruzó la ciudad como un grito salvaje y desapareció hacia los bosques; perseguida por un viento, un eco lejano y sordo lamento, que repetía en sus oídos: «El Rey soy yo». Y en verdad que era el Rey, allí donde la soledad y el gran frío imperaban, allí donde los bosques se perdían hacia el Norte, hasta una zona donde nadie, que se supiera, había llegado a pisar. Como verdadero Rey del Invierno, solitario, blanco y helado, se perdió entre los altos árboles —aquellos de los que, según decían las gentes, nadie había logrado ver la cima de sus copas—, como Rey de la soledad y de la incertidumbre. Y también como muchacha perdida en la grande y triste noche del mundo. Ni siquiera recuperó su espada, y no abandonó —ni jamás abandonaría— su disfraz de niño olvidado, aunque poco la conocía Raigo ni cualquiera que la creyera capaz de anularse a sí misma. Cuando el Príncipe, el Rey Gudú y sus hombres emprendieron el regreso a Olar, rezagada y envuelta en sus pieles esteparias, de lejos, al igual que los propios Hermanos Pastores, Gudrilkja perseguía como una sombra, o un lobo, a aquellos dos que odiaba y amaba. A aquellos dos que, sobre todo, envidiaba con toda su alma.

2

En las fronteras de la estepa y en Ciudad Yahekia, permanecieron hasta el otoño en lucha contra Rakjel. Se aguardaba la llegada del invierno, y firmemente creían todos —y esto les animaba en aquella espera— que antes de que llegara lograrían una victoria más duradera.

Pero no fue así, y por vez primera, el Rey dejó al ejército sin su presencia. Como le suplicara Raigo y su buen sentido le indicaba, regresaba a Olar. Antes reunió a los Hermanos Pastores y ordenó a sus capitanes que fueran adiestrándolos —aunque no tan extensamente como deseara— en su particular forma de lucha y táctica guerrera. Y llegó a descubrir en ellos dotes y valor tan grandes, que todos comprendieron que aquellas criaturas serían excelentes defensores de su causa. Tomó consigo unos cien hombres, amén de los doscientos Hermanos, y con tal contingente, inició en unión de Raigo el regreso a Olar.

El camino fue duro para Gudú y sus soldados: pero a buena distancia les precedían los Hermanos Pastores, cabalgando a lomos de sus pavorosas cabras. Sobre las vertientes asomaban a trechos altos picos rocosos; y en ocasiones creían distinguir el brillo rojizo, fugaz, de pieles y cabelleras, y le parecía oír gritos que podían confundirse con el ulular del viento o el aullido de los lobos.

Aunque cargado de dificultades, el viaje fue más rápido que el que hiciera Raigo para alcanzar Yahekia. Cuanto más se aproximaban a Olar mejoraba el tiempo y no tuvieron ventisca de consideración ni grandes nevadas.

Al fin, una madrugada recuperaron la presencia de los Hermanos Pastores: les vieron descender cautelosamente desde la alta arboleda. Habían avistado las almenas de la Corte Negra, y así lo comunicaron al Rey. Antes de aproximarse al Castillo, Gudú y sus hombres se detuvieron, vigilantes. Un extraño silencio reinaba allí. Ya no se oían los gritos de los muchachos entrenando, ni las lejanas, aunque siempre audibles, voces de las mujeres desde el pabellón destinado a ellas. Tampoco distinguieron resplandor alguno, ni humo que indicara alguna forma de vida. Al cabo, Gudú decidió enviar un grupo de inspección que pudiera enterarles de cuanto allí ocurría.

Raigo pidió formar parte de esta misión, y, antes de responder a su demanda, Gudú le observó en silencio. El Príncipe, al menos a su juicio, ofrecía un raro aspecto. Sobre las negras pieles brillaban coloridas sartas de collares y un arete de oro pendía de su oreja. Gudú no acertaba a decirse si le producía repugnancia o una risa sin límites. Pero también descubrió en los ojos de su hijo un conocido resplandor: el resplandor de su propia ira y el de la astucia de Ardid. De modo que, alejando las primeras impresiones juzgó que —al menos en el presente— no era aconsejable desperdiciar tales cualidades. Así pues, le dijo:

—Ciertamente, Raigo, aún no te he puesto a prueba. Así que, en efecto, ahora tienes ocasión de demostrar si eres digno de sucederme en el trono. Como dirigente de esta misión te envío, y espero dos cosas de ti: que, sean quienes sean los que allí estén, nadie en la Corte Negra conozca vuestra presencia y vuestro acecho. Y después, que regreses sin una sola baja antes de que el sol se ponga, para darme cuenta exacta de cuanto allí sucede… o pueda haber sucedido.

Una risa brusca y breve, que sonó en los oídos de Gudú como el eco de la suya propia, fue la respuesta. Raigo volvió grupas a su caballo, y al frente de seis hombres —entre los que Gudú no le cedió ni uno solo de sus fieles Hermanos— desapareció entre los árboles hacia el Castillo Negro.

Entretanto, Gudrilkja había seguido al Rey y sus huestes sin darse reposo. Al fin, medio exhausta, cayó al suelo, entre los árboles. No había comido sino bayas y frutos silvestres en todo lo que duró el viaje, y ahora rodó sin fuerza pendiente abajo y vino a dar a los pies de un soldado. Asombrado, el hombre la levantó del suelo y, reconociéndola, sintió por ella compasión —en general, la muchacha despertaba simpatía entre la soldadesca—. Púsole una mano sobre los labios y dijo:

—Muchacha, si tanto deseo tienes de convertirte en soldado, yo te ocultaré entre nosotros. Nada digas a nadie, cúbrete con este yelmo y toma esta lanza. Y si así consigues pasar desapercibida, como un soldado más, únete a nosotros. ¡Pero jamás digas esto a nadie, pues podría ser causa de mi muerte y la tuya!

Dicho y hecho, le cortó las trenzas con la espada. Luego, mientras la reanimaba con vino y le daba de comer la mitad de su parca ración de pan y queso, Gudrilkja prometió cumplir la promesa. A partir de ese momento, confundida entre los hombres, ninguno de ellos —menos Jarjko, su nuevo amigo— conocía su verdadera condición.

A veces, a distancia, observaba la tienda del Rey. Deseaba verle, aunque no le fuera posible hablarle. Pero Gudú permaneció todo el tiempo oculto a su mirada. Sólo una vez, antes del anochecer, le vio montando sobre su caballo, frente a los hombres formados: aguardaba la llegada de Raigo. Y en efecto, tal como le ordenara el Rey, antes de que se pusiera el sol, Raigo regresó con todos sus hombres.

—Señor —dijo, mostrando una tosca parihuela donde portaban herido al fiel Rudinko—. Graves noticias os traemos: sabed que la Reina Urdska soliviantó a sus hombres, de forma que la mitad de la Corte Negra se pasó a su bando, y el resto fue sorprendido y vencido. Los traidores cayeron sobre Olar, donde mi abuela, vuestra madre, la Reina Ardid, ha sido hecha prisionera… o tal vez muerta. En tanto, los que aún permanecen fieles a vos, se baten con los hombres de Urdska. Creo que es providencial nuestra llegada, pues corre un gran peligro la ciudad de Olar, donde se sigue luchando entre ambos bandos… Sólo ruinas y muerte quedan en la Corte Negra, y ni las mujeres ni los niños han sido respetados en la carnicería. Así ha sido como, entre los cadáveres, sólo a Rudinko hallamos con vida y nos pudo referir cuanto os acabo de explicar.

El Rey palideció de ira. Pero al punto se rehízo y respondió:

—Raigo, espero que en el asalto a Olar sabrás conducirte con el arrojo de un futuro Rey.

Cuando las tropas de Gudú avistaron el Lago y, tras éste, las murallas de Olar, grandes resplandores rojizos anunciaban los incendios; y el negro vuelo de las aves carroñeras, y el fragor, el hedor y los gritos que traía el viento, anunciaban la desolación de aquella que fue poderosa capital del Reino.

Cinco días duró la lucha. Pero al atardecer del quinto, el grito del Rey era un grito que nadie, ni nobles, ni campesinos, ni villanos, olvidaría jamás. Pues el grito del Rey, cuando decidía el triunfo de una batalla, era sólo comparable al grito del huracán o el de las ocultas raíces de la tierra: cuando el vientre del mundo se levanta, hinchado de ira, y asola todo cuanto alienta sobre su corteza.

Las pezuñas de su negro caballo se hundían en las cenizas, y las ruinas parecían una enorme brasa al resplandor de los incendios. Al fin, Gudú entró en el recinto del Castillo. Aún se batían allí los últimos enemigos. Y junto a sus fieles, aquel atardecer era para él el renacer del sol tras las colinas y los bosques, y para sus hombres —los que con él venían y los que en su ausencia seguían defendiendo su causa—, el más hermoso regreso a la vida.