Kiro y Arno crecían y se educaban en el rigor de la Escuela de los Cachorros, con más severidad, si cabe, que el resto de los muchachos. Pues cuando las prácticas y lecciones de éstos acababan y podían descansar, Urdska les aguardaba en su estancia, y allí les sometía a más duras pruebas aún que las que sufrían en la famosa escuela. Aunque acababa de cumplir cuatro años —cuatro, desde la partida del Rey, su padre—, ellos, por su corpulencia y agresiva naturaleza, comenzaron a entrenarse desde los tres años. Primero, con su guerrera madre, luego con el viejo pastor Atre, que mostrábase tan fascinado por Urdska como por el mismo Gudú, y más de uno cuchicheaba su pasión secreta, tímida y salvaje, por ella. Pero por tímida que esta pasión fuera, no pasaba desapercibida a la aguda mirada de Urdska. Y así, le utilizó de tal modo, que hubiera podido dar lecciones de astucia y diplomacia —al menos en aquel terreno— a la propia Reina Ardid.
Estas dos criaturas prometían emular, si no superar, el arrojo, la fuerza y el valor, y en lo que al manejo de la espada, en seso y astucia equiparábanse, a sus mismos padre y abuelo.
Poseían tan lozano y espléndido aspecto, que encandilaban la vista de soldados y toda la gente que habitaba en la Corte Negra, desde maestros al último sirviente o cocinero. Urdska seguía estrechamente vigilada, pero su comportamiento —al menos externamente— no dejaba lugar a sospechas de mala índole. Sin embargo, la sombra de Rakjel vagaba por todas las mentes, y se anteponía a las demostraciones de que tal raza esteparia no era tan misteriosa e invencible como durante tanto tiempo se creyera.
Kiro y Arno eran robustos —a los cuatro años, parecían de seis— y muy desarrollados. Su piel dorada y dura, igual a la de su madre, contrastaba con los ojos azulados que habían heredado del Rey. Negros y crespos eran sus cabellos. Urdska, a poco que crecieron lo suficiente, los ordenó trenzar junto a sus sienes, con lo que, ante la leve e inexplicable inquietud de los soldados de la Corte Negra —sus mentes eran demasiado simples para penetrar en tales sutilezas—, les daba un aspecto en verdad temido por aquellas tierras desde siglos atrás. Algo así como el Diablo.
Rivalizaban en destreza, fuerza e ingenio guerrero. Nadie hubiera podido decir quién de los dos era más valiente, más astuto, más fuerte. Y siendo como eran hermanos, y gemelos, e igualmente educados, lo cierto es que entre ellos dos se alzaba un muro que, con los años, parecía espesarse y crecer a ojos vista. Si esto era evidente aun para las poco sutiles molleras de los soldados y, en general, para toda la gente que habitaba los vastos recintos de la Corte Negra, permanecía invisible a una sola persona: a la nada espesa, ni lenta ni cándida mollera de su propia madre. Pues madre era al fin, y madre ambiciosa. Depositaba en sus hijos todos los deseos y destinos que para ella o para su raza quería: atribuirse el dominio y poder sobre —a su entender— tan miserable suelo.
Cierto día, disputaron ambos hermanos la presa de un halcón muerto —de forma innoble, pues aún era muy tierno para cazarlo al vuelo—. Y como quedaba en duda quién de los dos le había dado muerte, los dos intentaban apoderarse de él. Se miraron ferozmente, y la ferocidad de sus azules ojos era la misma de los ojos de Gudú en el campo de batalla. Al fin, destrozaron la pieza antes de ceder en su derecho el uno ante el otro.
Como se rumoreaba la intención del Rey de convertirlos en legítimos herederos del Trono, y elevar a Urdska a Reina, empezó a cundir entre soldados la apuesta de acertar quién de entre los dos gemelos Kiro y Arno sería, al fin, Rey. Pues, si con tal ímpetu disputaban un infeliz halcón, con mayor saña se disputarían un Trono tan codiciado como poderoso.
En éstas, habían llegado sin cesar las nuevas de Gudú: venció varias veces a los territorios sureños, pero los surestes se habían levantado de nuevo en su ayuda. Y así, entre los unos y los otros, la guerra se alargaba, la victoria no se alcanzaba aún y, pese a su superioridad y la imparable forma en que Gudú iba aniquilándoles, lo cierto es que no parecían dispuestos a ceder fácilmente. Habían llamado en su defensa, por la parte costera, a los piratas, en memoria de la desdichada hija y los nietos de Leonia, que todos creían muertos. Y aunque sólo ayudaron débilmente, lo cierto es que muchas preocupaciones causaban a Gudú y sus huestes; y mucho se demoraba la paz.
Llegado el undécimo cumpleaños de los gemelos Raigo y Raiga, un emisario especial llegó a Olar con las siguientes nuevas y órdenes del Rey: habiendo, al fin, dominado la mayor parte de las regiones revueltas, y en vía, como esperaba, de una pronta paz, ordenaba, deseaba, que se celebraran sus esponsales con Urdska —como en otros tiempos ocurrió con la Princesa Tontina— y, por tanto, fuesen reconocidos legalmente sus hijos, Kiro y Arno, en la espera de ver, con el tiempo, cuál de ellos mostraba mejores cualidades como candidato al trono de Olar.
Éste fue, quizás, el suceso más cruel y el momento más peligroso de la vida de la Reina Ardid, tal vez aún más crucial que el de la vida de Urdska. El descontento de los nobles era tan evidente como evidente era que los años no habían pasado en vano por ella. Ya había más plata que oro en sus cabellos, ya sus ojos no relucían sino por una íntima tristeza, ya sus labios habían perdido casi su otrora conocida y contagiosa sonrisa. Y si aún se revestía de toda su majestad y fuerza —su astucia no se había apostado como su cuerpo—, las convicciones que la sustentaban hasta entonces, ahora entraban de lleno en el reino de la duda. Ardid flaqueaba en sus decisiones, y una voz en su interior, o tal vez en la cornisa de aquella chimenea poblada de ausencias, de vasijas donde el tiempo se vertía sin piedad, de cenizas de sentimientos, murmuraba «Ardid, Ardid… ¿qué has hecho de tu juventud?».
La reunión con la Asamblea fue esta vez penosa, y Ardid no salió de ella triunfante. El Barón había crecido con la edad, si no en vigor —como a la vista estaba—, sí en encono y malevolencia. Dijo:
—Señora, mucho hemos reflexionado sobre los últimos acontecimientos que más afligen que glorifican al Reino. Debo deciros que la Asamblea considera en muy alto grado las dotes de guerrero y valiente que adornan al Rey nuestro Señor, pero creemos que su pasión por dominar tierras (que dicho sea de paso, empezamos a sospechar no van a redundar en beneficio de Olar) ha cautivado a lo mejor de nuestra juventud; y privándonos de hombres jóvenes, que ya sólo a la guerra y la rapiña aspiran, este Reino languidece en la más espantosa y triste atonía. Sabemos de otros países donde, quizá con menos dominio, poder y aun riqueza, florecen la ciencia, el arte, y en suma, la paz y la prosperidad… tal como fue nuestro Olar, y no olvidamos, durante vuestro reinado, en tiempos en que vuestro hijo era aún niño. Tampoco olvidamos la firmeza y sabiduría con que conducisteis no sólo la administración, sino el espíritu de nuestro país; y por todo ello os amamos y admiramos. Pero precisamente por tratarse del peligro que esa Reina extranjera suscita en vos misma y en nosotros, creemos poco aconsejable que se dé tal paso…, y menos en lo referente al nombramiento de esos herederos. Pues, si mal no recordamos, el Rey tuvo otro hijo de su más sensato matrimonio: el Príncipe Raigo. Decidnos, ¿qué fue de él? Muchos aseguran que ambos niños naufragaron con su madre en el proceloso mar de Leonia; pero también hay quienes dicen (marineros, gente costera, ya sabéis…) que ningún niño acompañaba a nuestra llorada y desdichada Reina Gudulina el día de su muerte.
Ardid se mostró entonces abatida, con el rostro sombrío y en silencio. En realidad estaba urdiendo rápidamente la mejor respuesta, o, al menos, la más conveniente en tales circunstancias. Y al fin dijo:
—Me sorprende que sesudos varones, a quienes considero mi apoyo y son mi máxima esperanza, se muestren tan suspicaces como prestamistas o usureros, o vulgares mercaderes; crédulos como campesinas ante la palabrería de marineros y costeros… El Príncipe Raigo, junto a la Princesa Raiga (y me permito recordaros vuestra indiferencia hacia ellos en aquellos días; sin tener para nada en cuenta mi dolor de abuela), fueron devueltos, por vuestra decisión, a la Reina Leonia, junto a su infortunada y llorada madre Gudulina… Noble Barón, nobles Caballeros: ved que la historia larga y amarga de mis desengaños tiene aún muchos capítulos por escribir…
Y así continuaron largo rato, en el tira y afloja de hipócritas consideraciones y zalemas, cuando la única verdad de sus intenciones estaba a la vista, en la feroz y ceñuda actitud de la mayoría de los miembros de la Asamblea: gentes en su mayoría de parca palabra y ambiciosa y dura cerviz, que sólo su provecho —y no el de Olar— esperaban de tales conversaciones. Sólo algún ingenuo o bienintencionado asistía a estas reuniones, y eran los únicos que no decían nada, o eran obligados a callar.
Aplazóse la decisión de la Asamblea, aun por tres veces; y en el transcurso de estas tres reuniones, varios incidentes cambiaron el curso de los acontecimientos.
Tan simple como ferozmente el aplazamiento de su decisión se sucedió al ciclo de primaveras, veranos, otoños e inviernos. Y éstos, de tan rápida y despreocupada forma —los nobles no alcanzaban a reunir huestes suficientes para enfrentarse en una rebelión de tal calibre contra Gudú—, que así pasaron cuatro años más: esto es, ocho desde la partida de Gudú, hasta el día en que sometió totalmente a los rebeldes, y anunció su regreso.
Si bien en su aspecto externo las cosas sucedieron de forma lenta, indecisa y poco brillante, no así discurrieron en la intimidad más estricta de Ardid y de otros muchos.
La Reina no dejó ni un solo día de visitar, secretamente, a sus niños, en la Torre Azul. Y allí, conversaba largamente con Once —el eterno visitante al que el tiempo privó de ser adulto— y sus nietos. Sin reparar en que los años también habían transformado a parte de estas criaturas. Pues Contrahecho ya hacía tiempo que no participaba en aquellos juegos, y había llegado a suplicarle le tomase a su servicio, como paje y bufón. Pero tal era la desolación del muchacho, al demandarlo, que sólo podía compararse a la de Raiga, al suplicarle que no lo alejase de ellos, y que con ellos se quedase. La Reina, en principio, desoía sus súplicas. Pero Contrahecho estaba tan triste que, como era el único que en las actuales circunstancias no peligraba —pues su vida había sido ya olvidada—, a menudo acostumbraba a bajar con ella al viejo jardín que Ardid cuidaba con todo esmero. Así, ambos solían contemplar el Árbol de los Juegos, que en aquellos días muy alto y esplendoroso se mostraba.
Llegó el último otoño —último en la espera del regreso del Rey—, y notó Ardid que, de nuevo, aquel Árbol de su jardín, tan lleno de recuerdos y significados, aparecía mustio y tan marchito como el resto de sus flores.
—¿Qué ocurre con el Árbol de los juegos, Contrahecho? —dijo la Reina, desolada. Y alzando las manos recogió unas últimas hojas que, como polvo de oro, se deshicieron entre sus de dos. Y con asombro, que gran dolor contenía, oyó decir al muchacho lo mismo que antaño le respondiera Gudulina.
—¿Qué Árbol, Señora? No sé a cuál os referís; no veo ningún Árbol.
Entonces la Reina le miró, con nueva mirada, y comprobó que no era un niño, sino un joven de tristes ojos y poco agraciada figura.
—Nada —dijo, al fin, con gran pesar—, nada, Contrahecho; cosas que a veces traen los vientos del pasado a una mujer madura… Pero aquel otoño descubrió otras cosas a Ardid, cosas en las que, por rutina y costumbre, no había reparado antes. Cuando llegaba a la buhardilla, ya no oía risas, ni correrías ni resplandeciente música y murmullos de viento entre hojas doradas. Ahora se daba cuenta de que una oscura tristeza saltaba de rincón a rincón, y que los cofres de Tontina aparecían cerrados, enmohecidos y polvorientos. Retornaba con verdadera pesadumbre a la buhardilla, y los muchachitos no la esperaban. Y siendo, así, una noche, la sorprendió un gran silencio: y tan sólo descubrió a Raiga, dormida en un rincón, y en otro, a Contrahecho, sumido en graves pensamientos, y a nadie más. Al entrar y proyectar sobre ellos la luz de su antorcha, Raiga despertó sobresaltada, y también Contrahecho, que tendido ante la puerta estaba, entre los viejos cofres y tapices, ya tan deslucidos. Y Ardid dijo:
—¿Qué es esto? ¿Dónde está Raigo, y por dónde anda Once?
—¿Qué decís, Señora? —murmuró, soñolienta, Raiga—. Raigo se fue, como todas las noches… y tened por seguro que si no fuera por lo mucho que me lo habéis prohibido, y por el miedo que me da saltar por la ventana hasta el abedul, yo le seguiría… Oh, Señora, qué tediosa es esta vida, aquí, en esta sucia estancia, siempre encerrados…
—¿Cómo es posible que Raigo haya contradicho mis órdenes? ¿Y cómo es posible que Once no se lo haya impedido?
—¿Once? —se extrañó Raiga—. No sé quién es, Señora.
—Contrahecho —dijo con verdadera angustia Ardid—, ¿adónde fue Once?
Pero se detuvo ante la atónita mirada de los dos muchachos.
Raiga y Raigo —calculó rápidamente Ardid— cumplían ya quince años, y Contrahecho veintitrés. Y así, dejóse caer desolada sobre uno de los polvorientos cofres. Y sentía un gran frío en el corazón.
—Es cierto, queridos míos —dijo al fin—, la rutina del tiempo, las preocupaciones y el egoísmo, no me han dejado ver nada… pero creo que no sois, en modo alguno, unos niños.
—Oh, no, desde luego —dijo Raiga, mirando significativamente a Contrahecho, que se ruborizó—. No somos niños.
—Y el Príncipe Raigo arde en deseos de unirse a su padre, el Rey —dijo entonces el antiguo bufón—. Señora, comprended sus aspiraciones, es muy lícito que así lo sienta, pues no es propio de un joven Príncipe y futuro Rey permanecer oculto como un viejo baúl inservible, entre tantos trastos y antiguallas que nadie quiere.
Estas últimas palabras causaron un agudo dolor en Ardid. «Trastos viejos y antiguallas que nadie quiere… —pensó—. Igual que yo, si no lo remedio». Y conociendo el peligro que el imprudente Raigo corría, se sintió invadida de terror. Pero precisamente en aquel momento, alguien tiró de un extraño cordel que no había visto. Con las coberturas de sus lechos, los muchachos habían confeccionado una cuerda por la que deslizarse desde la ventana. Dieron desde arriba un tirón, y Contrahecho y Raiga, sujetándolo con todas sus fuerzas, lograron ayudar, al que abajo esperaba, a trepar de nuevo a la habitación.
Al ver a su abuela, el joven Raigo quedó confuso y atemorizado. Bajó la cabeza, y miró al suelo; pero en su adusto ceño, en sus párpados obstinadamente bajos, leyó Ardid la indomable voluntad de su estirpe. De suerte que abandonó toda esperanza de retenerlo.
—Querido —dijo al fin—, comprendo muy bien tus sentimientos. Pero has de saber una cosa, y esto es que no por capricho os he guardado encerrados aquí. Si no fuera por ello, tiempo ha que estaríais muertos.
Y reveló a los muchachitos la verdad de su situación, sin omitir detalle alguno.
Los cuatro se sentaron, al fin, muy juntos; y sus rodillas se tocaban, y como los tres muchachos abandonaron sus manos en el regazo de la Reina, ésta sintió que suavemente el frío huía de su corazón; y halló el entusiasmo y esperanza suficientes para decirles:
—Aunque mi torpeza de vieja mujer no lo notase como es debido, muchos años han pasado ya desde aquel día… y ahora, siendo como sois jóvenes muy crecidos, nadie os reconocerá si, como pajes o doncella, os llevo conmigo simulando que sois nuevos plebeyos a mi servicio. Así, aguardaremos la decisión de los nobles: y acaso, hallaremos alguna solución entre todos a tan difícil situación.
Los tres besaron sus manos. Y esperanzados por una nueva luz de libertad uno, y de ambición otro, Raigo y Contrahecho durmieron aquella noche por última vez en la buhardilla. Y al día siguiente, disfrazados de sirvientes, la Reina los llevó a sus habitaciones. Y cerró para siempre aquella torrecita de extraña caperuza azul.
Plácidamente, en apariencia —pero sembrado de inquietud interna—, transcurrió el otoño para Ardid, con sus nuevos pajes y su nueva doncella, cada día más recluida en sus estancias. Pero más difícil era contener a Raigo, que se mostraba cada vez más rebelde y deseoso de escapar de aquel encierro y ocultación.
—Iré en pos de mi padre, Señora —decía—, y me presentaré a él: para que vea en mí a su Heredero, en lugar de esos lobos esteparios a quienes ni tan sólo ha reconocido.
—Paciencia, Raigo, no olvides que tu padre se fió siempre de mi consejo. Aguarda a que él regrese, y entonces las cosas cambiarán.
Pero Raigo —como su abuela, como su padre, como tantos y tantos muchachos de su estirpe, de todas las estirpes y razas del mundo— solía escapar de las habitaciones de la Reina, y montando en un caballo que un anciano caballerizo mayor, viejo y devoto servidor de la Reina —él y algunos más se hubieran dejado matar por ella— siempre le tenía a punto, junto a una capa y capucha con que ocultarse, huía al bosque y, aun de lejos, rondaba la Corte Negra: lugar que, a partes iguales, odiaba y deseaba con toda la fuerza de su impetuosa naturaleza.
Por contra, Raiga era tan sumisa y dulce, como corta de entendederas, y sentía tanto cariño por Contrahecho como este por ella. Apenas se separaban, y día llegó en que Ardid notó que los dos muchachitos estaban, en verdad, enamorados. Y tuvo certeza de ello una noche en que, reunidos los tres junto a la lumbre —Raigo cada día se apartaba más de ellos, y vagaba como un mendigo por los bosques, o permanecía ceñudo en un rincón—, contaban raras historias extraídas del viejo —y ya medio corroído— Libro de los Linajes. Así, contábales la Historia del Príncipe Blanco transformado en horrible bestia, y de cómo, enamorado de la dulce Princesa, con toda su alma, día llegó en que, por un beso de esta, recuperó su verdadera forma, tan bella que a todos maravilló. Y como la vista empezaba a flaquearle, se retardaba Ardid en descifrar la complicada caligrafía del libro. Esto, unido a los agujeros que en aquellas páginas habían hecho los mordiscos de las ratas y la impiedad del tiempo, hacía que se detuviera en muchos pasajes. Y con sorpresa vio que ambos jóvenes, las manos juntas, recitaban a dúo aquello que ella ya no podía ver. Y cuando, sorprendida, alzó la vista, vio que sus rostros estaban bañados de tan dorado y hermoso resplandor, que buscó el origen de aquella luz: y allí estaba, sobre la chimenea, pues las cenizas de oro se habían vuelto de oro candente, y tan luminosas, que atravesaban sus rayos la plata de la vasija, como si se tratase de una copa de fino vidrio. Y por contra, la copa del tiempo parecía detenida, como atenta al suceso. Entonces, Ardid colocó su mano sobre las de los dos muchachos, y dijo, con gran ternura:
—Tengo la sospecha de que ya no deseáis escuchar más historias que hablen de milagros de amor, pues creo que todas las conocéis mejor que yo.
Pero tan embebidos estaban ambos en sí mismos, que no la oyeron.
Más tarde, en la soledad de la alcoba —pues a Raiga la guardaba en un pequeño lecho junto al suyo—, Ardid dijo a la muchacha:
—Raiga, tengo la certeza de que amas a Contrahecho.
—Oh, sí —dijo ella—, le amo, pero… es un sirviente, y sé que Raigo jamás me lo perdonaría.
—Niña querida, te voy a revelar algo: tal vez es un sirviente, tal vez no lo es, pero ¿qué puede importarte esto? Muchas cosas he aprendido en la vida y de muchas me he arrepentido. Pero la más amarga de todas es mi horror ante un sentimiento como el tuyo. No lo deseches tú, querida, pues sólo así conocerás un poco de la escasísima felicidad que ofrece este mundo.
—Señora —dijo Raiga vacilante, y pareció tan turbada que su turbación contagió a la Reina—, sólo sé que Raigo se enfurecería…, y amo mucho a Raigo, y él a mí. Y además, Contrahecho…, ¡es una criatura tan fea!
La Reina calló, pero díjose, con mezcla de alivio y tristeza, que al fin y al cabo no sería tan grande el amor, si resultaba incapaz de vencer semejantes barreras. Y un gran frío la hizo estremecerse, como si la envolviera el viento más helado. «Si al menos —murmuró, con labios temblorosos—, si al menos el querido Trasgo del Sur apareciera un día entre las brasas».
Avanzaba el otoño, cuando cierto día, mientras ella regaba el cada vez más mustio Árbol de los juegos, llegó hasta ella Raiga, con las mejillas ardiendo y el cabello esparcido sobre los hombros. Y tan bella y joven era, y tan radiante, que creyó verse a sí misma en un tiempo en que, allí mismo, fue al encuentro del Rey Volodioso, e hizo valer sus derechos de mujer y Reina. Y asombrada, oyó decir a su nieta:
—Señora, Señora, un gran milagro ha sucedido. Y soy tan feliz con él, que sólo lamento la ausencia de Raigo —pues desde hacía tres días, Raigo no aparecía, sembrando una gran inquietud en su abuela—: pues sé que, como yo, se alegraría mucho de lo que os voy a contar. Y como sois vos la única que yo amo, después de ellos, a vos deseo revelaros esta gran maravilla.
—Dime niña —dijo Ardid, impaciente.
—Pues es que he besado a Contrahecho; le vi llorar en silencio, y como adiviné la causa de su aflicción, que era la mía misma, no pude contenerme y, tomándole en mis brazos, le besé en los labios… Y Señora, ¡no lo creeréis hasta que lo veáis! Lo que os digo: que tan hermoso y gallardo se ha tornado, que no tiene rival con el más apuesto de los príncipes…, ni siquiera con mi hermano Raigo.
Una gran emoción bañó a Ardid y, abrazando a su nieta, lloró silenciosamente sobre su rubia cabeza.
—Así —dijo al fin—, ¿le quieres por esposo?
—Ciertamente —dijo ella—. Y tan feliz seré con él, que nada me importa pasar por sirviente el resto de nuestras vidas.
—Pues así te lo prometo —dijo Ardid—. Di a tu amado que se apreste a llegar a mi cámara, que allí ordenaré venir a un fraile Abundio para que os una en matrimonio; y juro que os amaré y protegeré el resto de mi vida. Y tanto le amo a él como a ti, y los dos sois como los hijos que no supe tener jamás…
La muchacha salió corriendo, gozosa, y Ardid se apresuró a preparar lo prometido: aunque, con toda discreción, modestia y sigilo, como si se tratara de la boda de dos insignificantes pajes de la Reina.
Pero cuando aparecieron los novios, tomados de las manos —traían los cabellos entrelazados de hojas doradas, y se preguntó dónde las habrían conseguido—, su corazón se paralizó de pena. Pues, si bien Raiga contemplaba con arrobo al que ella eligiera como el más hermoso y gallardo mortal, era tan sólo aquel infeliz y feísimo muchacho, cuya alegría aún resultaba más dolorosa que su propia fealdad.
Ardid no tuvo valor para decir nada: y así, Raiga y Contrahecho se unieron en matrimonio, y la Reina les instaló en una pequeña habitación contigua. Y cuando se quedó sola, arrodillada junto a las brasas, lloró, lloró tanto toda la noche —y no sabía si por Contrahecho, por Raiga y Raigo, por Gudú, por ella misma, por Tontina y Predilecto, o por el marchito Árbol de los Juegos que sólo atinaba a pronunciar el nombre del Trasgo, entre sollozos y reproches. Y sin recibir respuesta alguna, le sorprendió el día.
2
No tan tiernas eran las escenas que se sucedían entre la Reina Urdska y sus hijos Kiro y Arno. Pues si en la lánguida Corte de Olar reinaban la desazón y el descontento, y en las cámaras de Ardid la melancolía y la tristeza, en la Corte Negra bullían la ambición y los sueños de poder, y en la cámara de Urdska crecía el odio en su más espléndida sazón.
Raigo merodeaba a menudo por los alrededores, y más de una vez vio a sus hermanos —que ya, pese a sus ocho años, montaban como verdaderos jinetes esteparios— seguidos de su madre y de una breve escolta. Trepaban entonces a las ramas de un alto abedul, y su corazón se agitaba en encontrados sentimientos. Diez días hacía ya que abandonara el Castillo, y a lomos de su caballo, que pertrechó de víveres, abrigo y una vieja espada hurtada a un soldado dormido —en esta habilidad demostraba haber heredado antiguos hábitos familiares—, ahora vagaba por el bosque, llevando una vida libre y salvaje. Y así, con la agilidad que adquirió en sus anteriores escapadas por la ventana de la Torre Azul, moraba ahora casi como un pájaro, de árbol en árbol, y dormía guarecido en una gruta cercana a aquel manantial que otrora hicieron brotar las lágrimas del Trasgo. Y bebiendo de aquella agua notaba que el paladar se le llenaba de un remoto gusto a vino, o de uvas maduras, que le dejaba perplejo. Cuando veía a la Reina Urdska y a sus hermanos Kiro y Arno galopando fuera del recinto amurallado, experimentaba una mezcla de admiración y odio salvaje, y en tales sentimientos se debatía, y perdía el sueño. Pero hacia su padre sentía una fuerte fascinación: y aun a sabiendas del despego y crueldad que había mostrado hacia ellos, no lograba en modo alguno odiarle. «Algún día —se decía— me mostraré al Rey y le diré: yo soy tu hijo, tu único hijo legítimo, y a mi vez, yo seré el Rey de Olar. Y él me aceptará».
En tanto, en la oscuridad y secreto, Urdska instruía a sus cachorros Kiro y Arno en la venganza hacia Gudú. De manera, que ambos muchachitos, a la par que se encendía su imaginación al calor de las historias que les contaba Urdska de su tierra, añoraban destruir a aquel que les despojara y desterrara de su verdadera patria originaria. Y Urdska, consciente del efecto de sus palabras, hablábales sin cesar del día en que recuperarían la isla del Brazo Gigante, y tornarían a ser los más gloriosos reyes de la estepa. «Entonces, el Reino de Gudú también será nuestro; y nuestro pueblo no conocerá la miseria de la estepa, ni será un pueblo que sólo se nutra de sombras», les decía. Y cuando Kiro y Arno preguntaban a su madre: «Madre, ¿cuándo llegará ese día?, ¿qué hemos de hacer?». Ella contestaba —igual que cuando Ardid intentaba aplacar a Raigo—: «Tened paciencia. El día señalado, confiad en mí: mi mente no deja pasar un solo instante inactiva, y todo lo llevo escrito en mi memoria y en mi corazón».
Y así era. Aunque Raigo no podía explicarse de qué se trataba, desde el abedul vio cómo Urdska, a solas, mantenía secretas entrevistas y cuchicheaba misteriosamente frases, en una lengua por él desconocida, con jóvenes guerreros de su raza; y de tanto en tanto, uno de estos partía misteriosamente hacia el Este.
Pero aún era muy joven, e ignorante, para adivinar todo lo que se urde y trama en un Reino, y qué es lo que maquinaba tan fascinante como atemorizadora Reina.
Llevaba ya Raigo quince días ausente, y la inquietud de Ardid crecía, pero como mantenía tan escondidos a los nietos, y deseaba que pasaran inadvertidos, lo cierto es que no se atrevía a ordenar batidas por los bosques —ni aun a sus incondicionales soldados o sirvientes—, pues tal interés hubiera llamado la atención, tratándose tan sólo de un insignificante paje. Sin embargo, la tensión era grande, y a menudo Raiga y Contrahecho —que en el egoísmo de sus transportes amorosos no se interesaban más que por sí mismos— le decían que no era posible que le hubiera ocurrido nada, ya que Raigo era tan valiente como astuto. Y que, en aquella estación, aún no se acercaban los lobos a los poblados, así que no parecía fácil le devorasen.
Hasta que cierto día, no pudiendo resistir más, Ardid montó sola en su caballo, sin escolta alguna, como una muchacha que se escapa de su casa. Y aun sintiendo que sus piernas no tenían la agilidad de antaño, partió envuelta en su capa y ocultándose cabeza y rostro con su capucha. Recorrió los alrededores del Lago, y preguntó aquí y allí, a pescadores y mujeres que remendaban redes, a los muchachitos que por allí moraban y cogían zarzamoras, si habían visto por aquellos pasajes a un joven de cabello rubio como el sol, montado en corcel castaño. Pero todos decían que no lo habían visto, y nadie le dio noticia de él. Decidió entonces acercarse a los bosques que bordeaban las Tierras Negras y el malhadado Castillo Negro.
Anochecía, cuando, indiferente a la oscuridad que se avecinaba y al cansancio que iba ganándola, sólo guiada por su deseo de hallar al nieto, en quien ya cifraba sus únicas esperanzas, viose de pronto rodeada por la oscuridad y, adentrada en la espesura, sintió —quizá por vez primera— el roce del miedo. Desmontó y, llevando al caballo de la brida, se aproximó al rumor que indicaba la proximidad de un manantial. Al acercarse, vislumbró un débil resplandor de fuego que provenía de una gruta. Con sigilo ató su montura a un árbol y, reverdeciendo en su memoria antiguas experiencias en lides parecidas, se aproximó a la cueva. Y en su interior halló, cándida e imprudentemente dormido, a Raigo.
Tal fue su emoción, que se apresuró a despertarle y, abrazándole, lloró de alegría. Pero Raigo, colérico, se desasió de su abrazo. Y la miró con tal furia, que le heló el corazón:
—¿Qué hacéis aquí, imprudente anciana? ¿Queréis dar al traste con mis planes?
Estas palabras atravesaron a Ardid como una daga. Pero al punto la hicieron recuperar su fuerza y voluntad. De suerte que, proporcionándole un sonoro bofetón que dejó atónito al muchacho, dijo, revestida de su más grande majestad y arrogancia:
—¿Osáis hablar así a vuestra Reina y Señora, pequeño lacayo? Habéis de saber que, si yo quiero, aquí mismo os mando colgar de un árbol, para escarmiento más de estúpidos que de desvergonzados.
Y antes de que el estupefacto Raigo saliera de su asombro, le despojó de su espada —en verdad mohosa— y, empuñándola con ambas manos, apoyó la punta en el pecho de su nieto:
—Levantaos ante la Reina, mentecato, y prestad oído a lo que os digo, de forma que jamás lo olvidéis.
Así lo hizo Raigo, y con tan manso y contrito aspecto, que la ira se aplacó en la Reina. No obstante, fingió mayor severidad aún, para decirle:
—Bien me parece que deseéis recuperar lo que es vuestro y sólo vuestro. Y mucho me asombra hayáis desconfiado de quien sólo os puede ayudar y conducir. Pero, teniendo en cuenta vuestra ignorancia y juventud, y placiéndome en verdad comprobar el talante de vuestra naturaleza (que no desmiente mi estirpe) y vuestro coraje, aun si va, como ahora, aparejado a la natural insensatez propia de vuestros años, os diré lo que de ahora en adelante debéis hacer: como primera medida, que apaguéis ese fuego sin dilación.
Así lo hizo Raigo, y aun a riesgo de abrasarse, se aprestó a apagarlo y pisar las cenizas con manos y pies, de modo que ni un solo resplandor les delatase.
Una vez apagado el fuego, y ya en la oscuridad, cuando solo adivinábanse el uno y el otro por el bulto negro de sus cuerpos y el jadeo de sus gargantas, dijo Ardid:
—Ahora, siéntate y escucha bien.
Ambos se sentaron en el suelo, y la vieja pero bien templada abuela murmuró lentamente:
—Si permanecer escondido en las habitaciones de una anciana Reina como vulgar sirviente os asfixia y desespera, no sólo no me extraña, sino que os comprendo. Pero no entiendo, en cambio, vuestra imprudente actitud. ¿Sólo con una vieja espada y una daga de niño, que ni tan sólo lograría degollar un cordero, pensáis vencer a las alimañas que dentro de ese Castillo Negro larvan contra vos y contra mí sus tretas de lobos, e incluso contra vuestro ciego padre? Oh, no, Príncipe Raigo, no es así como se recuperan los tronos. Pues habéis de saber que tan rebelde, y aun más que vos, fui yo en mi infancia, y a vuestra edad; y sin embargo, con paciencia y astucia supe permanecer en cautiverio, y en cautiverio supe levantar, uno a uno, los peldaños del trono de tu padre. De forma que, si Rey queréis ser, y no cadáver devorado por lobos o ensartado en lanzas por sucios esteparios de olor caprino, tendrás que tener paciencia y astucia. Y si yo supe aconsejarme por quienes mucho más que yo sabían (y ten por seguro que toda la ciencia, en verdad parca que hayas asimilado, no puede llegar ni a la suela del zapato de la ciencia que yo acumulaba a tu edad), cuánto más tú, ignorante y cándido cachorro de león, deberás aconsejarte de quien tanto te ama: pues eres el centro de mi propia ambición y orgullo. Y aunque no te amara (que sí te amo) tú serías, y no otro, el afán de mi vida; y no cejaré en el empeño de que tú seas el siguiente Rey de Olar hasta el fin de mis días.
Entonces oyó cómo el Príncipe Raigo, aun a su pesar, sollozaba en silencio; y adivinó en aquel llanto, no sólo dolor, sino contenida ira. Pero se calmó su sobresalto al presentir que aquella ira no iba contra ella, sino contra quienes pretendían arrebatarle lo que consideraba suyo, y de su mismo padre. Así pues, depuso su tono severo, y con más dulzura dijo:
—No me opongo a que abandones tan servil escondite. Pero desde ahora sigue mis indicaciones, y ten por seguro que éstas te conducirán hacia el éxito mucho mejor que los impulsos de tu inexperto corazón. Atiéndeme, Raigo: monta en tu caballo y ven conmigo, pues he de conducirte, ahora más que nunca, a lugar seguro, donde nadie pueda encontrarte y donde podrás comunicarte conmigo, y yo contigo, tantas veces como lo desees.
Obedeció el muchacho, y Ardid lo condujo hasta el Lago, olvidando repentinamente el gran cansancio y la debilidad de sus piernas, que cobraban inusitadas fuerzas sobre su caballo. Y allí, en aquella vieja y medio derruida cabaña, que fuera en tiempos escondite de ella misma y del desdichado Amor, le instaló. Y díjole:
—Mañana te enviaré una paloma muy bien adiestrada; ella será nuestro mensajero. Y tendrás cuanto necesites: pero cuida de parecer como vagabundo o mendigo, y oculta tu espada —no ésta, sino otra que yo te enviaré, además de carcaj y flechas bajo las ropas de tu disfraz. Y así, aguarda el momento en que sea oportuno presentarte nuevamente a tu padre, y recuperar lo que te pertenece.
Aquellas palabras condujeron la memoria de Raigo hacia tiempos anteriores, cuando era tan niño que sólo entendía la lengua de las flores, y algo de las aves. Y recordaba a su abuela, la Reina Ardid, toda ella como nevada de oro, y murmurando algo a una paloma gris, que mantenía en alto posada en el puño, como si se tratase de un halcón.
Raigo besó la mano de su abuela, y prometió obedecerla. Pero apenas la Reina dejó atrás la cabaña, todo el cansancio, la memoria del tiempo, los otoños y aun las primaveras, parecieron desplomarse sobre ella; y la bruma del Lago penetró de tal forma en sus ojos, que llegó al Castillo en estado lamentable. Ni el fuego del hogar ni el elixir de vida lograron reponer sus huesos magullados, su carne fatigada. Sus ojos veían con dificultad, pero el más grande de todos sus dolores era aquel que se había asentado, y ya para siempre, en el centro de su corazón.
3
Apenas dos días después, se anunció la gloriosa llegada de Gudú: de nuevo vencedor, otra vez Señor Poderoso y Temible. El Barón, si bien no pudo disimular su preocupación, había llevado tan lejos su intriga, que ya no sabía cómo detenerla; fingió una gran alegría ante los acontecimientos, pero ni a Ardid ni a nadie logró ocultar el miedo y el recelo en su voz ante la llegada del Rey.
Así, antes que éste entrara en la ciudad, se había ya postrado en lecho, y pocas horas más tarde moría, según unos de vejez, según otros —complicados con él en la intriga, y no exentos de pánico, por un lado, y de descontento, por otro— de puro y simple miedo.
Apenas llegado el Rey, los nobles demandaron audiencia, pues, además de haberse quedado sin su Presidente, otras muchas cosas bullían en sus mentes y pechos, y deseaban volcarlas de una vez. El Rey concedió la audiencia, y todos vieron, con sobresalto, que si bien los años no habían pasado en vano por él, no mostraba signo alguno de decadencia: jamás apareció más colosal, fuerte y feroz ante ellos. Y, entre las dos cicatrices que cruzaban su rostro, no habían visto jamás tan frío fulgor, y tan cruel, en la mirada de sus ojos gris-azul. De manera que todos los ánimos se aplacaron —la Asamblea, si bien inclinada naturalmente al descontento y la intriga de la Corte, no se distinguía especialmente por su juventud ni gallardía.
El Duque Terko, hijo del Barón —el segundo, ya que el mayor, su predilecto, era idiota sin esperanza y vagaba en camisa por las almenas del torreón sobre las colinas Sur del Lago, diciendo ora que era mariposa, ora que era gavilán—, sabía también que sus dos hijos, y su nieto, de sólo catorce años, eran adictos y fervorosos soldados de Gudú. Y entre ellos, todos tenían algún hijo, nieto o pariente —lo más valioso de la familia, si no por inteligencia, sí por juventud y osadía— en las filas adictas a Gudú. Así pues, con desaliento, replegáronse cada uno de ellos en sus íntimas zozobras, y muy humildemente, como minucias de poca monta, presentaron al Rey sus problemas.
El Rey les escuchó en silencio, y al fin dijo:
—Si he de hacer un resumen de las quejas expuestas, sólo hallo una estimable: la poca alegría de vuestras vidas de viejos inútiles y la envidia que os corroe por no ser capaces de seguir a vuestros hijos o nietos en la carrera del poder y la codicia. Pero sabed que, si bien comprendo tales cosas, no está en mi mano remediarlas: viejos seremos todos, con suerte, y viejos e inservibles pereceremos también algún día. En tanto, dejad paso a quienes mejor que vosotros pueden ayudar a levantar y continuar un Reino que, hasta ahora, os ha proporcionado más satisfacciones que disgustos. ¿Recuerda alguno de entre vosotros los tiempos del Rey Volodioso? Poco a poco, y con mayor o menor brutalidad, os despojó por la fuerza de vuestras prebendas y poder; y por el terror y la tiranía, os sojuzgó. Yo os he devuelto con creces cuanto él os arrebató. Y aún más: os he enriquecido y proporcionado tan regalada vida como puede apetecer un viejo; y a vuestros hijos y nietos les he dado ocasión y oportunidad de ensanchar y crecer por sí mismos, a mi lado; y cuanto les di fue sin pedir nada a cambio. Ahora bien, he pasado muchos años guerreando por vosotros, y defendiendo vuestras tierras, y ahora sólo hallo aquí un grupo de ancianos lujuriosos y sensuales que se quejan de no poder rizarse el pelo y adornar sus vestidos como en los tiempos en que el tío Almíbar comerciaba con Leonia… ¿Es razonable esta actitud? Más parece cosa de bufones, que de varones serios y caballeros… Estos últimos ocho años, a todos nos han fatigado: así pues, como prueba de magnanimidad, que no de flaqueza, he dispuesto establecer un tiempo de paz y mayor abundancia. Así, espero que vuestros fútiles deseos y lloriqueos no volverán a repetirse.
—Oh, Señor —dijo el Barón Lelino, el menos viejo de la Asamblea—. Mucho me complazco en oír vuestros razonamientos… y como yo, todos los demás… Pero aún hay otro asunto que desearíamos consultaros.
—¿Qué asunto?
Y aun cuando el tono del Rey logró desfallecer un tanto al audaz Barón Lelino, no tuvo más remedio que continuar:
—Es que circulan rumores… sobre un nuevo matrimonio vuestro. Esto nos complacería de veras… Pero ese rumor insiste en señalar como futura Reina a… bien, a una antigua y feroz enemiga de este Reino. ¿Es cierto ese rumor, Señor, o vulgar y maligna calumnia?
—Es cierto —dijo Gudú—. Y sabed que los antiguos enemigos (y tal vez pensando en vosotros mismos lo podréis comprobar) por variados y singulares caminos llegan a tornarse los mejores aliados. Así, os aseguro que esta alianza será el precio que debamos pagar a esa paz y esa holgura por las que tanto suspiráis.
La Asamblea permaneció en silencio y perpleja durante largo rato. Al fin, el Duque Foreste atinó a decir:
—En verdad, Señor, que sois tan sabio como valiente.
Y prorrumpieron en entusiastas —tal vez excesivamente entusiastas— vivas al Rey, al Reino y a todo lo que se les pasó por la cabeza y consideraron podía halagar al monarca.
Pero aún no habían terminado las aclamaciones y, sin protocolo alguno, el Rey se ausentó. Y cuando los nobles atinaron que no se había aún elegido el nuevo Presidente de la Asamblea, les llegó un emisario del Rey. Simplemente, y sin preámbulo alguno, les hacía sabedores de que, puesto que el más noble de cuantos nobles allí se reunían era él mismo, no existía otro jefe más oportuno para la presidencia de tan titubeante Asamblea. Con lo que todos callaron y regresaron a sus castillos o mansiones. Pero la simiente del descontento, de la rebelión y de la envidia no se había extinguido en la mayor parte de aquellos corazones.
El Rey cumplió lo prometido: y así, el tiempo de paz y prosperidad se produjo —al menos en apariencia—. En lugar de permanecer en la odiada Corte Negra, Gudú se instaló en Olar. Convocó y asistió a las reuniones de la Asamblea, y se mostró propicio a escuchar a todos y cada uno: permitió que abrieran poco a poco sus corazones en privado, y atendió —o lo fingió sus minúsculas y mezquinas ambiciones. Con lo que los ánimos empezaron a alborozarse, y más aún cuando pidió ser recibido por la Reina. De niño jamás se dirigió a ella de otra forma que como un humilde vasallo a su señora, pues ella era el único ser de la tierra que gozaba de su respeto. Cuando se hallaron a solas, le habló de la siguiente manera:
—Señora, como sabéis, he decidido permanecer durante un tiempo en Olar, y atender al pueblo y la nobleza en sus minucias. He llegado a la conclusión de que desean más fiestas, alegría y diversiones. Y como tan sabia sois en conducir (a vuestro provecho, y mi provecho) tales debilidades, os pido ahora que vuestra administración sea más blanda, y organicéis, de nuevo, una especie de Corte alegre y un tanto frívola, y de paso, para satisfacer ciertos gustos, algunos festejos para el pueblo. Algunos jóvenes nobles, que llevan ya mucho tiempo lejos de mujeres de su raza y condición, también deben tener nuevamente trato con las muchachas de Olar. Creo que así ablandaremos muchas suspicacias, y nos daremos un respiro, o margen (si lo preferís), para recomenzar nuestras verdaderas actividades.
—Haré como tú deseas, hijo —respondió Ardid. Pero no escapó al Rey el tono un tanto fatigado y desprovisto del antiguo entusiasmo de la Reina por estas cosas.
—Hijo mío —añadió al fin Ardid, pues una pregunta le quemaba la lengua—, ¿es cierto que pensáis desposaros con Urdska, y nombrar vuestro heredero a uno de los hijos?
—Es tan cierto como cuando os lo comuniqué.
—Pero… ¿cómo habéis olvidado que otros hijos de vuestra noble raza, y de vuestra mejor esposa?
—¿Qué decís madre? Según noticias, se ahogaron con su madre en la nave que les conducía a la Isla de Leonia. Y si no ocurrió así, y se me ha engañado, sea quien sea el embustero, pagará con la muerte tal superchería.
El paladar de la Reina se secó repentinamente. Pero no cejó en su empeño:
—Tal vez, sin engaño ni superchería, tal cosa ocurriera. No sé nada de ellos, pero…, a veces, los náufragos reaparecen. Y si por casualidad sucediera así, y os lo pregunto tan sólo para estar bien informada de vuestras intenciones, que nunca, hasta ahora, me habéis ocultado, ¿nombraríais a Raigo heredero del trono de Olar?
—No —dijo el Rey, con tan glacial firmeza, que las piernas de la Reina temblaron—. Sólo recuerdo a esa criatura como un débil gorgojo, a quien apenas si estimé. Kiro y Arno llevan mi sangre y la de la más extraordinaria mujer del mundo: con lo cual, la sangre de esta raza decadente se vivificará, y la alianza con las Hordas quedará asegurada en este Reino. Kiro o Arno (me da lo mismo, el que a mi juicio mejor disposición muestre para ello) será el Heredero: y ningún otro le suplantará, os lo juro… al menos en vida mía.
Así, Gudú dio por terminada su entrevista con la Reina. Y así también, sin que nadie rechistase por ello, Olar se enteró de la próxima boda del Rey con la ex Reina Urdska.
Aparentemente, la ciudad revivió como en sus mejores días. Desgraváronse y redujéronse impuestos, se animó y facilitó nuevamente el comercio con los puertos del Sur, y nombróse al Duque Rangote —hombre en verdad de curioso aspecto y extravagantes modales— en el cargo de Buenas Relaciones Vecinales —parecido o igual al que ostentara antaño Almíbar—. Y si bien la Isla de Leonia había huido mar adentro, y nadie conocía su paradero, los reyezuelos costeros —a menudo ex piratas—, que ella tanto despreciaba, florecían que era un contento.
La Plaza del Mercado bullía de animación y festejos. En vísperas de la boda del Rey, ante el asombro de todos, Gudú concedió audiencias especiales en las que recibía representantes del pueblo: comerciantes y aun campesinos, a quienes atendió en sus demandas. Revisó también el sistema de juicios imperante, y depuso a muchos jueces y nombró a otros; y reformó las leyes —muy escasas, en verdad— de forma que si bien eran férreas y severas para el delincuente, más suaves se mostraban para el pequeño ladrón, débil e ignorante. Aunque el nuevo sistema de juicios y castigos distaba mucho de ser perfecto y justo, muchos salieron ganando con ello. Y si algunos desgraciados vieron aliviadas sus amarguras, no fue menos cierto que otros, mezquinos ratones y olisqueadores de ganancias, llenaron sus bolsas abundantemente. Todas estas cosas, no obstante, revestían, al menos exteriormente, de prosperidad y progreso al Reino. Y bien lo sabía Gudú, como bien lo sabía la Reina, que le secundó en todo con tanta dedicación y empeño, como firmemente se proponía en su interior, tarde o temprano, derribar a la intrusa y restituir los derechos al Trono de su nieto amado, Raigo.
Nobles, damas y caballeros, tenderos, comerciantes, barberos, herbolarios, campesinos, sastres, tejedores, alfareros, vinateros, cerveceros, y toda la gente de Olar, en general, remozaron sus establecimientos, vestuarios y apariencias. Nuevas modas trajo del Sur el Duque Rangote, y, según decían, él mismo aparecía floreciente y asombrosamente refinado. Y las jóvenes nobles de Olar probaron sin cansancio tocados y vestidos, en espera del gran acontecimiento: la boda del Rey.
En el transcurso de diez días de fiesta continua, en la que el pueblo disfrutó de vino, carne y harina gratuitamente, celebráronse los esponsales del Rey Gudú y la Reina Urdska. Ésta hizo solemne entrada en Olar, sentada en carroza y rodeada de guardia en verdad gallarda —si bien, según todos comprobaron, constaba íntegramente de gentes de su raza—. El pueblo, ebrio de vino y alegría tras largos años de austeridad, aclamó con júbilo la presencia de la Reina; pero, sobre todo, se encandiló con la visión de los dos jóvenes príncipes Kiro y Arno, que, jinetes en preciosos corceles esteparios, tan altivos, fuertes y hermosos se mostraban. Si tenían los acusados pómulos y la breve y un tanto aplastada nariz de la estepa, sus ojos azul-gris eran idénticos a los del Rey, y sus facciones recordaban mucho las de su padre. Pero, aun tan niños como eran, más de uno —noble o plebeyo no dejó de estremecerse ante sus miradas, y quien las sintió sobre su persona, jamás les hubiera tomado en adelante por cándidas palomas, sino por rapaces y astutos gavilanes.
El primer encuentro de Urdska con Ardid fue singular. La Reina Urdska llegaba vestida con tal esplendor, que en otro tiempo hubiera deslumbrado a Ardid. Se cubría de finas sedas, multicolores como el arco iris, y su manto estaba hecho de pieles de pequeños animales, cosidos pacientemente entre sí; y su color era de plata, o negro como la noche, como sus trenzas entretejidas de cintas doradas.
«Ay, Almíbar, amado mío —oyó murmurar a su corazón Ardid—, tú fuiste quien trajo a Olar la primera tela de seda, para engalanarme… ¿Por qué fui contigo tan egoísta, tan estúpida…?». Y recordaba, recordaba…, aunque su recuerdo ya no servía para nada ni para nadie.
Ambas mujeres permanecieron mirándose, en silencio; ambas erguidas con igual prestancia, brío y majestad. Y los ojos en los ojos, sonriéronse con aparente dulzura, en tanto el brillo de sus miradas revelaba la más feroz y salvaje enemistad, como sólo dos mujeres, reinas y madres, ambas vengativas y astutas, ambas indomables, pueden llegar a sentir una por otra.
Por contra, ante sus nuevos nietos, la Reina Ardid sintióse, a su pesar, ligeramente enternecida: pues halló en sus ojos la mirada de Gudú, y tal cosa hubo de reblandecer un tanto su odio. Pero a poco que observó la ferocidad de sus movimientos y la rudeza de sus modales, el despego y la crueldad que hacia ella y todos los cortesanos —incluido su padre— mostraban, la ternura cedió y llegó, incluso, a desaparecer. «Mejor —se dijo—. Así será menos penoso para mí derrotarles».
Y en aparente calma, bienestar, e incluso felicidad, pasó un año Gudú en la Corte de Olar: si bien, en secreto, a menudo escapaba al lugar de su predilección; y allí revisaba las tropas y engrandecía y fortalecía su ejército.
Lentamente, durante aquel año, la Reina Ardid fue retirándose de toda ostentación, y cedió su puesto a la nueva Reina Urdska. De suerte que, en los últimos tiempos, apenas si se mostraba en público, y honores y fastos estaban casi siempre presididos por la nueva soberana. Urdska, ante el asombro de los más suspicaces, se mostró discreta, afable y cortés; y aparentemente no se inmiscuyó —como lo hiciera antes Ardid— en asuntos internos del Reino. Y como era bella —más que bella, fascinante— y de naturaleza fastuosa en sí misma, la Corte de Olar, entregada nuevamente a la molicie y lo que creían el colmo del lujo y del bienestar, iba acostumbrándose a ella, y olvidaba que —según siempre oyeron a sus mayores— era de raza tan temible como traicionera.
Pero de espalda a la Corte y a su propio hijo, Ardid seguía tejiendo los hilos de su tozudo e indomable propósito. «Ya llegará el día en que te atrape, raposa esteparia», se decía en la soledad de su cámara, mientras cavilaba sin cesar. Y cuando Ardid se decía algo semejante, raramente se equivocaba.
4
Nadie reparaba en ellos, como nadie reparaba en los otros sirvientes de la vieja Reina. Niños olvidados en los desvanes de la Torre Azul. Supuestos pajes, sirvientes, anodinas criaturas. Pero eran los príncipes, eran los hijos del Rey. Así pues, una vez no le cupo duda alguna de las verdaderas intenciones del Rey respecto a Raigo, y viendo a la Corte y el pueblo en general enfrascados en su bienestar y opulencia, Ardid procuró también hacerse olvidar lentamente: y junto a ella, el recuerdo del misterioso desaparecido, que nadie lograba esclarecer: Raigo. Y juzgándolo suficientemente olvidado de todos —incluido su propio padre—, decidió que había llegado la hora de sacarle de su escondite y convertirlo, de la noche a la mañana, en joven soldado de su Guardia personal.
No fue fácil para ella: Raigo, que se consumía de impaciencia, tuvo un acceso de desesperación al enterarse de la decisión de su padre. Pero reconfortado por Ardid, se vistió la malla, peto y espada de soldado, y se dejó conducir por ella hasta su estancia. Había llamado la Reina la atención de Gudú sobre aquel muchacho; y dijo que, encantada por su fiel comportamiento y buena presencia —le llamó Risko—, deseaba que fuera miembro en soldado de su Guardia. El Rey quiso conocerlo, y así lo hizo la Reina; y por vez primera, padre e hijo se contemplaron frente a frente. El Rey pareció un instante pensativo. Al fin dijo:
—En verdad, Señora, al ver a este muchacho pienso que mejor servicio haría en mi propio ejército, que en menesteres cortesanos… Pero, si lo deseáis, así os lo permito por algún tiempo. No obstante, antes desearía comprobar por mí mismo cuáles son sus dotes, y cuál su forma de empuñar la espada.
—Ah, hijo —exclamó Ardid, cuyo corazón temblaba—, aún no está bien adiestrado: pero sin duda, llegado el momento, vos lo pondréis en buenas manos.
—Así se hará —dijo el Rey. Y preocupado con asuntos que más le importaban, ordenó que Raigo fuese entrenado someramente, antes de pasar a formar parte de la Guardia de la Reina. Y cuando esto último ocurrió, el Rey ya le había olvidado.
Llamó la Reina al Capitán de su Guardia, el viejo y noble servidor Randal, diciéndole que el Rey ordenaba incorporar a aquel joven soldado traído del Sur a su Guardia personal. Randal —medio ciego ya— lo aceptó sin reservas, viniendo de quien venía. Afortunadamente para Ardid, permanecía en las estancias menos visitadas del Castillo. No sólo era muy difícil que alguien reconociera en el joven y robusto Raigo de ahora al débil niño de siete años —última vez en que le vio la Corte— de otros días. Ni siquiera tenían ocasión de llegar a verle.
Pero Raigo no desaprovechó las lecciones recibidas, como tampoco la experiencia que le proporcionaba su amarga espera. Y confiaba en Ardid, como su única esperanza. No dejaba de entrenarse en el manejo de la espada y lanza, y tan buena disposición mostraba en ello, como poca manifestara, en tiempos, su hermano mayor, el desaparecido Gudulín.
Finalizó aquel año. Y apenas amanecido el nuevo, se produjo un cambio sustancial en la vida de la Corte y Reino de Olar. Y también en las vidas de la Reina, el Rey, de Ardid y sus nietos.
Sucedió que, apenas avanzado el invierno del año naciente, llegaron emisarios de la estepa con la noticia de que nuevas Hordas aprestábanse a recuperar la antigua Ciudad del Gran Río; y éstos llegaban capitaneados, nada menos, que por el antiguo brazo derecho de Gudú: el misteriosamente desaparecido Rakjel. Y como si deseara librar de toda sospecha a la Reina Urdska, enviaba noticia de que contra ella, y no tanto contra Gudú, enviaba sus hombres y su odio. Deseaba hacer desaparecer de la tierra al uno por haberse aliado con la otra. Según dijo, la consideraba traidora de su raza, de su tierra y de la estepa entera. Pues Gudú era su noble rival, natural y aceptado; pero la traición de Urdska era merecedora de venganza sin límites.
A todos sumió en gran estupor aquella noticia. A todos, excepto al Rey. Desde hacía largo tiempo esperaba la reaparación de aquel a quien admiró, y en quien nunca logró confiar enteramente. Educado en sus enseñanzas, era mucho peor adversario que sus antecesores.
Entonces, Urdska pareció afligida. Y por ello ofreció a Olar un espectáculo como antes nunca conocieran. Suplicó ser escuchada por la Asamblea en pleno, esto es, no sólo por nobles y damas, sino también por jueces, e incluso por algunos representantes del pueblo —que por primera vez accedía a tales derechos, acogidos a las nuevas leyes—. Presentóse ante todos pobremente vestida —una túnica de lana burda cubría su espléndida figura— y llevando sus dos hijos a los lados, también parcamente vestidos y desarmados —aun de sus pequeñas espadas de Cachorros, ya que tan sólo contaban diez años—. Y así, arrodillándose ante todos, y obligando a sus hijos a imitarla, ofreció su cuello y el de sus hijos —como si se tratara de una decapitación—, diciendo, con solemnidad y digno porte:
—Pueblo de Olar, Rey y Señor Gudú, Nobles Caballeros y Damas: enterada de las desdichadas nuevas que el traidor Rakjel, en grave amenaza para este país que tan generoso y magnánimo ha sido conmigo, y para que nadie pueda jamás, por pertenecer a mi raza, abrigar suspicacia alguna contra mí o mis hijos, ruego se nos corte la cabeza; y así, con la inmolación de nuestras vidas, se extirpe toda sospecha de traición hacia quienes tanto amamos y respetamos.
La Asamblea permaneció muda, a partes iguales por la emoción, excitación, asombro, terror e, incluso, placer que les causaron tales palabras y actitudes. Pero Gudú, alzando la voz, decidió:
—No estimo necesaria tan cruel y extrema medida. Sin embargo, creo que mis sentimientos y opiniones personales no deben influir en la opinión de los representantes de mi Reino. Así pues, a ellos encomiendo la decisión de que tal cosa se cumpla o no se cumpla sin tener en cuenta mi parecer.
Clamores y murmullos se elevaron entonces de la sala. Al fin, el Rey dijo:
—No deben tomarse decisiones precipitadas en cosa tan grave. Estimo que debéis retiraros a deliberar sobre el asunto. Pero os ruego brevedad; pues urge mi presencia en la estepa, y no quiero partir sin antes conocer vuestra decisión.
Al oír tales palabras, Urdska se estremeció. Pues si bien ella odiaba a Gudú, había llegado a creer que Gudú la amaba a ella; y, sobre todo, que amaba a sus hijos. Tal sospecha se desvaneció totalmente, ya que con tanta frialdad dejaba en manos de la Asamblea y el pueblo sus vidas, sin oponerse a su decisión, por tremenda que fuese. Ignoraba que Gudú no la amaba a ella, ni a sus hijos, ni a nadie, ni siquiera a su madre.
Tan anonadados habían quedado todos, que en tan breve margen de tiempo, y en presencia del Rey —que dejaba en sus manos tan grave decisión—, nadie osó aprobar aquella autoinmolación. A poco, se procedió a una larga votación, de la cual, al fin, y mayoritariamente, se decidió dejar con vida a Urdska y sus hijos. Según manifestaron uno a uno los representantes de cada grupo, en la actitud de Urdska sólo veían una valiente y leal mujer, amén de irreprochable Reina. En cuanto a los niños, siendo como eran los hijos del Rey Gudú, y tan semejantes a él, nadie osaría ponerles una mano encima. Con lo que el espectáculo de Ursdka quedó resuelto a su favor. Y el Rey partió, por vez primera, sin dejar tras de sí esposa lacrimosa, sino con una tersa y suave sonrisa. Y aclamado por la multitud, fue de nuevo a reunirse con su ejército, hacia la estepa.
Sólo una persona se sintió defraudada, e íntimamente redobló sus ansias de venganza: la Reina Ardid. Como excepción, había acudido a la singular reunión, y comprobó, decepcionada, cuán ardua era todavía su labor en pos de restituir en sus derechos al joven soldado que aún nadie conocía: el verdadero y legítimo sucesor del Rey de Olar. «Pero la Reina no está vencida. Oh, no, la Reina Ardid envejece por fuera, pero, como los Árboles del Bosque, mucha vida aún le queda en las raíces. Y os juro que no me veréis morir, perros esteparios…».
Gudú, mientras avanzaba hacia las inmensas planicies, sentíase invadido por un odio que, anteriormente, jamás había experimentado. Y este sentimiento le turbaba —ya que el amor y el odio se aproximan—. Y sí odiaba a Rakjel era porque Rakjel fue un Cachorro suyo; y si la amistad era algo ajeno a Gudú, en cambio la convivencia y la compañía de los soldados —y en especial la educación de sus Cachorros— sustituían tal vez en él otros sentimientos. De suerte que esta traición le conmovía como pocas cosas antes. Su ira crecía, y en esta ira y este odio, sin saberlo, iba gastando lo mejor de su astucia e inteligencia, e incluso prudencia.
Apenas el Rey partió, sabiéndose sola en una Corte donde, a pesar de todo, se estimaba, admiraba o respetaba a su enemiga Ardid, Urdska olfateó el peligro que para ella y sus hijos suponía esta mujer. Con humildad comunicó a su suegra que, ya que la ausencia del Rey la sumía en gran tristeza, y sabiendo cuánto quería Gudú el Castillo Negro, deseaba de nuevo recluirse allí.
En principio, esta decisión —aunque manifestada como una consulta de opinión— no agradó a Ardid. Pero al cabo, atinó que tal vez así podría controlar y espiar mejor sus movimientos —que tenía por cierto no eran buenos—. Así, respondió con su beneplácito, junto al de la Asamblea. Y Urdska, con sus hijos, regresó a la Corte Negra —de donde, se dijo Ardid, jamás debió salir—. Ahora, quizá disponía de mayor libertad de acción, en especial hacia Raigo.
5
Andaba el Trasgo borracho por las playas o las orillas de los ríos, aún sin asomar la cabeza. Oía el golpe de las olas, y las confusas advertencias que le hacían las criaturas submarinas, sin apenas entenderlas. Así estuvo llorando mucho tiempo, confundiendo sus senderos, porque los labraba en la arena, y a la arena volvían, sin remedio. Al fin terminó todo el vino que llevaba, y estuvo un tiempo vagando por ríos dorados y secos, hasta que se despejó. Y entonces regresó al subsuelo de la viña donde Gudulín permanecía aún tan inmovil, sordo y mudo como si jamás hubiera existido. Y entonces, el terror le bañó: pues un enjambre de gnomos, severos y puros, habían bajado de las montañas y con sus picos negros horadaban por doquier, y se lo habían llevado con ellos. Estremecido, al ver que había perdido al niño entre innumerables niños, que, como su amor, no oían, hablaban ni veían, exclamó: «Ah, gnomos entrometidos, ¿por qué habéis confundido mi tesoro con vuestras coronas?».
Pero el Gnomo Más Viejo se abrió paso al oír su voz de borracho contaminado y le miró con tal dureza que una profunda tristeza llenó al Trasgo y empezó a sollozar: «Gnomo purísimo, ¿no sabes que aquí guardaba a mi niño?». «Quita eso de ahí —dijo entonces el Gnomo, señalando con un dedo que encendía todos los subterráneos y se apoderó luminosamente del cuerpo de Gudulín—. Está estorbándonos». «Pero Gnomo, éstas son tierras de Trasgos, éste es el Sur: y aquí puedo yo guardar cuanto me plazca». «Calla, contaminado», rugió el Gnomo, con tal desprecio e ira, que los robles y los almendros, y hasta las raíces más escondidas, tuvieron un estremecimiento, y se oyó en las entrañas del bosque la música de un órgano monstruoso, un órgano hecho de Tiempo que hubiera desencadenado su tempestad en el interior del mundo. «¿Quiénes sois los contaminados para ordenar a los puros? Has de saber que en el vientre de la montaña y el valle permanecen muchos, muchos niños que, como ese que tú guardas, murieron sin conocer ni entender el mundo: porque Gudú llegó con sus hombres a pacificar estas tierras, y los primeros en caer fueron los niños de la oscura región». «Ah, mi niño, mi niño —lloró el Trasgo—. Mi niño era la Oscuridad del mundo… Hazme el favor, déjamelo guardar en esta viña». «¿Por qué la quieres, si ni siquiera la recuerdas ya?», dijo el Gnomo Menos Severo. El Trasgo escudriñó en su memoria, y súbitamente apareció el rostro vivaz, las mejillas doradas, los ojitos de ardilla de una niña que allí le vio por vez primera. «Niña querida, niña querida —rugió el Trasgo, súbitamente exaltado—, ¿dónde andas, niña mía?».
Entonces el Gnomo Menos Severo sintió lástima de él. Puso su mano sobre la roja pelambre del Trasgo y dijo, mirando hacia todos los niños que reposaban entre raíces y ríos subterráneos: «Oscuros, oscuros niños del mundo…, ¿hasta cuándo seréis tan ferozmente ignorados?, ¿hasta cuándo será nuestra misión recogeros y guardaros de la cruel glotonería, de la estúpida indiferencia? Mira Trasgo: he visto cómo se va abriendo paso hacia aquí un manantial, y huele como tú. Es tu manatial y si lo remontas, llegaras a la viña querida. ¿Sabes avanzar al revés del agua?». «Sí, puedo, si vuelvo al revés mis ojos —dijo el Trasgo—. Pero entretanto, ¿guardarás a mi niño?». «Sí, junto a los demás, te lo prometo: labor tuya es reconocerle si regresas». «Regresaré. Ésta es mi tierra, y en ella está la luz de mi vida». «¡Pobre contaminado!», se escandalizaron los gnomos, desde lo más escondido del subsuelo, desde las raíces del valle hasta las lejanas montañas. «¿Estás seguro de que mi niño querido no esta ahí, entre los tuyos?», suplicó el Trasgo. «No lo creo. Quizá lo encuentres al final del manantial que te pertenece». «Déjame ver, al menos». «Puedes buscarlo, si te place», dijo entonces el Gnomo Superior —el Señor de los Subsuelos—. Y ordenó que todos los gnomos mantuvieran los picos alzados y que iluminaran los recónditos senderos de la tierra.
Y el Trasgo, uno a uno, iba mirando todos aquellos niños escondidos, y alzaba sus párpados. Pero ya no podía encontrar los amados ojos de ardilla, ningunos ojos con Gota Lunar le miraban en el frío de la muerte. «No estás aquí, mi niño: así, regreso al principio del manantial». El Trasgo hundió los dedos en los ojos del último niño, y los volvió del revés: y la corriente le condujo contra la fuerza del agua, hasta el brote mismo del manantial. «Oscuros, oscuros niños del mundo —retumbaron sus palabras, como un sordo tambor o temblor, bajo la tierra—, ¿hasta cuándo? …». Pero la ceguera ya era todo, y ellos sabían que aún por siglos y siglos así había de suceder.
Desolado, el Trasgo tomó nuevamente el camino de Olar.
Tornó al Norte y allí reconoció el manantial, el bosque y el cansino que le conducía a la cámara real. Y así sucedió que hallándose la Reina solitaria y triste —ya ni tan sólo llamaba a su amigo, se había cansado de hacerlo y había perdido toda esperanza de recuperarlo—, mientras atizaba el fuego, súbitamente las brasas se encendieron: dos llamas se volvieron intensamente azules y un sinfín de geniecillos del hollín huyeron aterradamente hacia lo más alto de la chimenea.
—Niña querida, ¿por qué me has abandonado? —gimió el Trasgo. Y con los brazos extendidos se abalanzó al cuello de Ardid, y se abrazó a ella tan estrechamente, que despertó un gran temblor no sólo en la Reina, sino en toda la estancia: como si el viento hubiera penetrado impetuosamente por alguna rendija. Las cortinas se alzaron, y todos los tapices temblaban, y el dosel de la cama se bamboleó: y tintinearon sus flecos, como si fueran de cristal en vez de oro ennegrecido y sucio.
—Ah, Trasgo, Trasgo —clamó Ardid, mientras corrían por sus mejillas silenciosas lágrimas—. Trasgo querido, no me abandones más… nunca más.
—No te he abandonado —dijo el Trasgo, con el rostro hundido en los plateados cabellos de la Reina. Nerviosamente, hebra a hebra, los tomó entre sus dedos—. Ah, traidora, traidora… ¿por qué te has vuelto así? —aulló dolorido—. ¿Por qué no eres mi niña?
—No ha sido culpa mía, te lo aseguro. Fue el Protector de Once quien lo hizo…
—No mientas, sabes que a mí nada se me oculta: y no puedes negar ahora que sólo tú has hecho una cosa tan horrible contigo misma. El Protector de Once sólo contempla y reseña estas cosas… No las hace, las hacemos nosotros, tonta criatura. ¿Por qué te has traicionado de tal forma…, si sabías que con ello a mí me traicionabas? Ay, ni siquiera aquella niña tan extraordinaria fue capaz de salvarse…
Como Ardid no podía ni sabía contestarle, se limitó a abrazarle y acunarle entre sus brazos; hasta que así ambos se durmieron.
Lejos de allí, en el Sur, los Señores del Subsuelo habían taladrado la tierra hasta el mar, de forma que éste penetrase y pudiera elegir entre los niños tontos. Y así, fue llevándose con él a la mayoría; a unos los condujo bajo las islas, a otros les dejó vagar por las costas, bajo los acantilados, confundidos con delfines. Al llegar a Gudulín, un enjambre de topos y murciélagos lo apartaron del mar, aullando jubilosamente: «Éste no, éste no. Éste es el Príncipe de la Oscuridad». El mar dijo: «Apartaos, ése es como los otros». «No es como los demás. Ése no puede ir al mar, porque perdió todas las oportunidades del amor». «Bien —volvió a decir el mar—, apartaos; prometo dejarlo ahí». Pero lo ciñó de un espeso cinturón de ecos y lo convirtió en isla, como siempre fue. El mar no es vengativo, y por ello iba y venía y lamía sus bordes, y sonaban todas sus caracolas en sus infantiles costas. Pero una caracola rosada conocía a Gudulín, y dijo: «Gudulín no quiere ser más isla: él quería ser una nave». Vio entonces el mar aquella triste nave que el Trasgo empezaba y nunca terminaba: con sus costillares relucientes y sus torpes clavos de diamante. Así que, suavemente, lo desprendió de su raíz, y lo dejó adentrarse en él, isla oscura, niño tonto y solitario, rodeado por todas partes de un azul tan profundo que nunca antes había conocido.
Pero cuando salió el sol, el Trasgo aún no lo sabía, y creía que los gnomos cumplían su palabra y lo guardaban. Seguía acariciando los cabellos de Ardid, suspirando, y al oído le decía:
—Al fin y al cabo, niña querida, pienso que no tengo derecho a reprocharte esto. Padeces una suerte de contaminación, ¿no crees?
—Sí —dijo débilmente Ardid.
—Y yo —prosiguió el Trasgo—, ¿quién soy yo para reprochar las contaminaciones, humanas o de cualquier especie? Sólo te pido algo: ¿volverás a la viña conmigo? Allí estaremos los tres juntos, otra vez. —Tenía la vaga idea de que habían sido tres, pero ya no recordaba quién fue el tercero.
—Lo prometo —dijo Ardid, recuperando su ingenio—. Pero antes debo cumplir algo aquí: ayúdame por última vez, y te acompañaré a la viña.
—No me engañes, no me engañes —respondió el Trasgo. Y para reforzar su advertencia, se abrió el pecho y mostró el racimo corazón. Y vio entonces Ardid, horrorizada, que lo que fue espléndido y maduro racimo era ahora un esqueleto retorcido del que pendían sólo tres granos a punto de caer.
—¿Quién ha hecho eso contigo? —se lamentó temblorosa.
—¿Quién? ¿Y tú me lo preguntas? Vosotros, todos los niños que yo amaba me han destrozado así. No seas tú la causa de que yo desaparezca como aquel que mordía mis granos y me producía tal dolor que creí morir…
—No lo haré —dijo Ardid, arrepentida de no sabía qué culpa. Pero era más grande su deseo de ver a Raigo en el Trono, y más grande su pasión por conseguirlo y, tal vez, también su amor por Raigo. Así, que no vaciló en decirle:
—Trasgo…, ¿podrías aún horadar los subsuelos de forma que, sin ser visto, me traigas nuevas de Urdska, de lo que hace en la Corte Negra y de cuanto maquina contra Gudú?
—¿Contra mi niño querido? —se encolerizó el Trasgo—. Oh, Ardid…, ¿cómo no me lo pediste antes? Horadaré la tierra entera para descubrir a quien quiera dañar a mi borrachito.
Ardid le acarició con gran tristeza y asintió, seguía confundiendo a Gudú con Gudulín. Pero cuando el Trasgo, con el diamantino martillo dispuesto, como en sus mejores tiempos, desapareció, cayó al suelo y sobre el suelo sollozó, por algún remordimiento o pena, o tristeza de sí misma. Y se decía, entre sollozos: «Trasgo querido, es verdad, es verdad, ¿qué hice conmigo?». Y contemplaba sus trenzas de plata, como podía contemplar un río blanco, lejano, que ya no le pertenecía y al que jamás llegaría a asomarse.
En tanto, Raigo se consumía de impaciencia: sólo su abuela conocía su secreto, y sólo con ella podía comunicarse sin recelo. Mantenía casi siempre el rostro medio oculto en el casco, y una sedosa barba rubia empezaba a cubrirle las mejillas. A menudo se preguntaba qué había sido de Raiga, la hermana que tanto amaba. Pero cuantas veces le preguntaba por ella a la Reina, ella guardaba silencio. El día en que el Trasgo regresó, estaba él a su puerta, y mientras sollozaba Ardid, oyó su llanto. Y como él, alguien más lo oyó, pues Raiga, que con su esposo dormía cerca de su alcoba, despertó, y dijo a Contrahecho:
—¿No oyes? La Reina está llorando.
—Es cierto —dijo él—. Ve a ver qué le ocurre; y si no es grave, consuélala, y si lo es, ven a llamarme e iremos en su ayuda. Raiga salió de puntillas, y al llegar a la puerta de la alcoba de la Reina, donde jamás llegaba sin permiso de su abuela, vio a los soldados de la Guardia, y le llamó la atención el nuevo joven y rubio soldado que no conocía.
—Dejadme entrar —dijo—. Oigo llorar a la Reina, y sé que soy su más querida y solícita doncella.
Entonces Raigo, que había tomado el mando de la Guardia, la reconoció. Tan linda y graciosa le pareció como cuando jugaban en la buhardilla de la Torre Azul. Y tan grande fue su alegría, que murmuró:
—Podéis pasar, doncella, pero es preciso que yo os acompañe. Una vez entró Raiga en la cámara de su abuela, su hermano se quitó el casco y dijo:
—Raiga, hermanita…, ¿no me reconoces?
Ella se abrazó a él llorando de alegría. Y así permanecieron largo rato, hasta que Raigo le secó las lágrimas, y besándola, dijo:
—¿Por qué no me dejaba verte?, pensé que habías muerto.
—También yo creía que habías muerto tú.
—¿Sabes una cosa muy bella? Un milagro, he contraído matrimonio, en secreto.
Entonces Raigo sintió que un gran frío llegaba a su corazón. Sus labios temblaron y dijo:
—¿Cómo es posible que te hayas casado sin mi consentimiento? ¿Acaso olvidaste lo que nos jurábamos cuando estábamos encerrados en la Torre?
—Oh, Raigo…, éramos unos niños y no sabíamos lo que decíamos. Ahora, estoy segura de que te alegrarás cuando sepas quién es mi esposo.
—No me alegrará nunca saberlo —dijo él. De pronto, sentía pena y notaba cómo las lágrimas subían a sus ojos y a duras penas las contenía. Salió de la cámara y la dejó sola.
La Reina entonces oyó los pasos de Raiga, y cuando ésta alzó la cortina, la encontró tendida en el suelo, y se asustó.
—Abuela querida —dijo—, he visto a Raigo: estaba ahí fuera, convertido en el Capitán de la Guardia, en un hermoso soldado… ¿Por qué me lo ocultasteis?
—Calla, calla —dijo Ardid poniéndole la mano en los labios. Y estaba tan afligida, que no tenía fuerzas para regañarla por desobedecer sus órdenes—. No debiste hacer eso, Raiga. Has de saber que tengo mis razones para ocultarle así: y estas razones obedecen al deseo de protegeros de la malvada Urdska.
Raiga era tan dócil y bondadosa que calló. Pero no así Raigo, que cuando regresó a su puesto preguntó a un soldado.
—¿Sabes acaso quién es el esposo de esa doncella tan linda?
—Oh, qué pena… —dijo el soldado—. En verdad que las mujeres son extrañas, pues esa doncella tan linda se prendó y casó con el más feo criado de la Reina, uno que llaman Contrahecho. Muchas veces he comentado lo disparatado de este matrimonio.
Al oír aquello, el estupor de Raigo se convirtió, casi sin dilación, en ira tan grande, que mucho esfuerzo tuvo que hacer para no descubrirse y entrar iracundo en la cámara real. Sentía cómo lágrimas de fuego se vertían en su garganta y abrasaban su pecho como hierro candente. «Indigna, indigna —se decía, presa de furor y pena—. Indigna hermana…, ¿cómo es posible que hayas cometido tal indignidad? Todo mi amor se convertirá en odio, y juro que os mataré a los dos». Y únicamente este pensamiento parecía aliviar el odio y el desengaño que sufría.
La Reina ordenó entonces a Raiga que regresara junto a su esposo, y que allí permaneciera sin dejarse ver de nadie, hasta que ella ordenara lo contrario. Pues un oscuro presentimiento la embargaba, ya que la experiencia le había alertado sobre muchas cosas ocultas en los ojos de los hombres, especialmente si eran jóvenes. Y no sólo el temor a Urdska le había aconsejado guardar aquel secreto.
Raiga obedeció, y al pasar junto a su hermano, que aparentemente impávido montaba la guardia ante la Cámara de su abuela, un aliento de fuego parecía abrasar su nuca. Y un vago sentimiento de culpa, o arrepentimiento la invadió. Entonces, se refugió en los brazos de Contrahecho y, temblando, le contó todo cuanto había ocurrido. Al oírla, Contrahecho quedó muy pensativo y apenado: sabía que Raigo no aceptaría jamás aquel matrimonio, y no sólo porque él fuera un humilde sirviente y ella una Princesa —aunque tan desconocida y despreciada como si se tratara de una sirvienta—. Desde hacía tiempo, era consciente de estas cosas, porque a veces la desgracia hace sabios a quienes elige. Y ya lloraba en las noches de la Torre Azul, cuando los que consideraba sus mejores amigos, casi sus hermanos, todavía reían y jugaban alborozadamente. Porque Contrahecho no fue nunca un niño feliz, y guardaba en su memoria recuerdos de remotas caricias de alguna mujer, tal vez su madre, que le había dejado en el total desamparo. Y ni la solicitud de la Reina ni el amor de sus pequeños amigos podían compensarle de estas cosas.
Tres días y tres noches tardó el Trasgo en regresar. Pero cuando en el amanecer del cuarto día desde su partida, el golpe de su martillo llegó a los oídos de Ardid, ésta saltó agitadamente del lecho y vio su roja pelambre encendiendo las cenizas de la chimenea. Tan excitado parecía como en aquellos tiempos tan lejanos en que partió a los Desfiladeros, a lomos del caballo de Ancio.
—Grandes, grandes manos.
Parecía en verdad rejuvenecido, hasta el punto de que saltó tres veces antes de decir:
—Traigo nuevas —dijo el Trasgo frotándose las manos. Querida niña, tengo tanta sed que nada puedo decir hasta haber libado un tantico de ese mosto que tratáis de ocultarme. La Reina se apresuró a llenar una copa, y se la ofreció.
—El caso es —dijo el Trasgo, tras paladear con deleite la bebida— que la tal Urdska es muy peligrosa. Tiene soliviantados a todos los soldados de su raza, hasta el punto de que maquinan una gran traición. Cuando mi Gudú empiece la lucha contra un tal Rakjel (que es en verdad aliado de Urdska), esos perros le sorprenderán por la espalda: y así, debilitarán a Gudú. Y aún más: esperan derrotarle y darle muerte a traición… Pero eso no sucederá, mientras el Trasgo del Sur pueda impedirlo. Y lo impedirá.
—Y lo impediremos —añadió arrebatadamente Ardid—. Tenlo por seguro, querido mío. Bebe, bebe cuanto quieras, en tanto yo a mi vez preparo otra sorpresa para ella. ¿Cuándo partirán?
—Oí decir que de hoy en dos días partirían los soldados fieles a Urdska, en expedición de entrenamiento. Pero cuando salgan fuera del recinto, no regresarán, sino que como lobos ladinos seguirán las huellas de Gudú y sobre él caerán en el instante preciso.
Inmediatamente, Ardid llamó a Raigo: deseaba verle a solas. Raigo no había hablado con la Reina desde los últimos descubrimientos, y aún le llenaban si cabe más la desesperación y la ira, pues habían madurado y fermentado en su corazón. Antes de que ella le hablase, Raigo no pudo contenerse:
—Oh, Señora…, Señora…, ¿cómo habéis podido consentir tal indignidad? ¿Cómo habéis permitido que mi hermana case con el inmundo Contrahecho?
—Creí que era tu amigo de la infancia, Raigo —respondió severamente la Reina.
—¡Mi amigo! ¿Cómo puede ser mi amigo un vulgar criado? Oh, no, es demasiado horrible lo que ha sucedido, para que pueda perdonarlo…
—Pues has de saber que no es un criado —dijo al fin Ardid, encolerizada por la insolencia del muchacho, y por perder el tiempo en tales cosas, cuando otras mucho más graves se cernían sobre ellos—. Nunca lo supisteis, pero es Príncipe, como vosotros, y oculto de la maldad, igual que vosotros, gracias a mi generosidad; lo salvé y oculté como si fuera sirviente, para que no fuera alevosamente asesinado…, como moriréis los tres, si no dominas tu lengua y no me escuchas.
Había demasiado dolor y odio en Raigo para deponer su actitud ante palabras que no quería oír:
—No importa si es Príncipe o no…: es feo, es feo y monstruoso, mientras ella es la más bella criatura que vieron mis ojos.
—No es feo. Ella ha conocido el milagro de algo que tú ni siquiera sospechas: el amor. Y en virtud de ello, ha convertido en hermoso a Contrahecho…, al menos a sus ojos.
Raigo no pudo contener las lágrimas, y temblaban sus labios al decir:
—¿Qué sabéis vos de mí, de si yo conozco o no conozco el amor? Si de vuestra voluntad dependiera, no hubiera tenido ocasión de saberlo. Pero aun así, tengo una clara noción de ese sentimiento. Y juro, Señora, que los mataré a los dos por haber traicionado un juramento que de niños nos hicimos, cuando nadie nos quería y vivíamos abandonados en la Torre…
—¡No os abandoné, ingrato!… Si lo que oigo es cierto, no quiero entender tus horribles palabras. Ahora estás a punto de conseguir lo que tanto anhelamos desde hace años, y vienes aquí, a lamentarte con congojas y juramentos de niño, y vergonzosos sentimientos que sabes culpables, se trate de Príncipe o Rey.
Súbitamente espantado, como si de pronto hubiera comprendido lo más escondido de su odio, murmuró Raigo:
—No es lo que pensáis… Pero jamás ser alguno viose reflejado en otro ser como nos vimos Raiga y yo reflejados el uno en el otro. ¡Era tan grande la soledad en que vivíamos!… No sabía yo si miraba su rostro o miraba el mío, cuando nuestros ojos se unían y nuestras manos y nuestros juegos se entrecruzaban; a ella, lo sé, otro tanto le ocurría, y su pensamiento era el mío y el mío el de ella. Y si a ella se le clavaba una espina en una mano, en mí mano sentía yo el mismo dolor… —y arrodillándose frente a Ardid, sollozó—. Señora…, vos que tanto sabéis, ¿son estos sentimientos condenables? Yo sólo veo amor en ellos. Y el amor, Señora, era el único bien que poseíamos en nuestro cautiverio y en nuestra soledad…
—No sé lo que dices —interrumpió Ardid, al fin. Y dulcificando el tono, añadió—: Pero graba esto en tu mente, Raigo: los años pasan, el mundo rueda, y todas, todas las voces de niños o de adultos se pierden, junto a los juegos, los muñecos rotos, los tesoros de vidrio… y los deseos de venganza o de poder —y calló, pues veía en el rostro anhelante de Raigo el inocente rostro de la lejana Tontina, y el suyo propio, cuando miraba el mar descalza, a través de una piedra horadada—. Un Rey debe alejar de sí toda debilidad, incluso los recuerdos… y todo lo que pueda desviarle del verdadero sentido de su vida.
—No sé cuál es el sentido de la vida… ni de un Rey, ni de un hombre cualquiera —dijo Raigo, entonces con tal candor y tristeza, que Ardid no pudo evitar abrazarle estrechamente. Y así permanecieron un rato, hasta que al fin Raigo se sosegó y dijo—: Señora, os prometo olvidar estas cosas y olvidar todo lo que pueda ensombrecer mi camino de Rey, o de hombre… Señora, os juro que no amaré jamás a nadie… excepto a vos.
La Reina quedó paralizada de estupor y revivió, de súbito, las mismas palabras que ella pronunciara hacía muchos años.
—Raigo —dijo al fin, apartando de su mente aquel recuerdo—, ha llegado el momento de emprender tu camino hacia el Trono, y recuperar lo que te arrebataron.
Y contó a su nieto todo lo que el Trasgo le había dicho. Sin revelar la fuente de su descubrimiento —ya que ni Raigo ni Raiga habían visto jamás a su viejo amigo, y le ignoraban totalmente ordenó a su nieto que, tan arteramente como los propios soldados de Urdska seguían al Rey, les llevara él la delantera.
—No podemos reunir hombres suficientes para enfrentarlos —dijo—. Por tanto, harás otra cosa: adelantarte a nuestros enemigos y llegar hasta el Rey antes que ellos: y advertirle, de forma que ellos no puedan sorprenderle.
—¿Cuándo debo partir?
—Hoy mismo —dijo la Reina—. De este modo llevarás dos días de ventaja a los traidores.
Las amorosas penas de Raigo parecieron esfumarse. Un brillo nuevo iluminó sus ojos, y la Reina pensó: «He aquí otro que ya dejó atrás la infancia, hasta los últimos jirones… Nunca llegaré a saber si estas cosas suceden para bien o para mal de nuestra naturaleza». Pero se apresuró a borrar tales ideas de su mente. «Somos humanos, y hemos de aceptarnos tal y como somos: no con llantos ni ternuras venceremos. Nadie pudo vencer con estas armas, que yo sepa, en este mundo nuestro. Otra cosa son los seres sobrenaturales, los ángeles, las hadas, los trasgos… e incluso los antipáticos Señores del Subsuelo. Nosotros somos criaturas de carne débil, y cien veces más débiles de espíritu… Mezquinos, vanidosos, egoístas y crueles. Pero así somos. Luchemos, por tanto, con las armas que nos fueron dadas y dejemos atrás lo que aún no estamos capacitados para entender ni utilizar debidamente».
Dio entonces a Raigo las dos palomas adiestradas por el Trasgo, con la misión de enviar la negra si la empresa fallaba, y la azul si triunfaba. Aún dio unos últimos consejos a Raigo —más propios de una abuela que de una Reina—, mientras el Trasgo los observaba desde las brasas de la chimenea y preguntábase quién sería aquel soldado que no recordaba haber visto nunca. Pero como Ardid parecía confiar en el muchacho, y aún es más, parecía profesarle gran afecto, nada tenía él que oponer a tales cosas.
No había el sol alcanzado aún el centro del cielo, cuando Raigo emprendió, bajo una sutil nevada, el camino que había de conducirle hacia la estepa: y la vía que los prisioneros trazaron —dejando su vida en ella, muchas veces— no fue inútil para la primera andadura del animoso e inexperto muchacho.
Desde el punto y hora en que Ardid envió a Raigo en busca de su padre, esperó día tras día, y en vano, el regreso de una de las dos palomas. Desalentada, contaba los días que pasaban sin noticia alguna, sumida en la mayor angustia. Nada había revelado a nadie: ni de lo que sabía ni de las medidas que había tomado, pues los años la habían vuelto cada vez más cauta y recelosa. Y así, aun leyendo la inquietud por su suerte en los ojos del viejo Capitán de la Guardia, su fidelidad y el mismo silencio y solicitud de sus cada vez más escasos fieles, eran cada día más patentes los ecos del descontento que renacía entre los nobles y la Asamblea, unos a favor de Gudú, otros declaradamente en contra. Lo cierto es que no llegaban nuevas halagüeñas de la estepa, pues los emisarios traían sólo noticia de que la lucha contra Rakiel, y la defensa y posesión de la isla de Urdska continuaba encarnizada, pero no se veía su fin.
Con igual mesura y prudencia que Ardid, se mantenía Urdska en la Corte Negra: pues tampoco habían regresado sus soldados, ni tenía noticia alguna de ellos. Y aunque este silencio la exasperaba —hasta el punto de desear en más de un momento salir ella misma hacia la estepa, y conocer de cerca cuanto allí ocurría— sólo mirando a sus hijos y confiando en ellos, aguardaba en aparente calma y sumisión lo que en su interior la enfurecía. Tampoco se fiaba de cuantos, aún fieles a Gudú, la rodeaban en la Corte Negra. Máxime cuando la desaparición de sus guerreros esteparios había sembrado de inquietud y mil contradictorias sospechas a los soldados.
Y así pasó una vez más aquel largo invierno. Y luego tornó la primavera, y más tarde el verano amaneció y extendió su calor. Un gran calor poco común en aquellas tierras. Y sobre Olar se extendieron las noches de un verano extraño y húmedo: del Lago emanaba una calígine que parecía alargar el ardiente sofoco de miles y miles de partículas fosforescentes: como minúsculas criaturas, o desconocidas estrellas, larvaban en la oscuridad de la ciudad, del Castillo y de los bosques y praderas.
El calor encrespó los ánimos y renacieron viejas rencillas entre los nobles. El Duque Zore experimentó la violenta necesidad de retar al Barón Gerde. Recordáronse los viejos tiempos de Volodioso, cuando todos ellos eran jóvenes, y por culpa del Rey se enfrentaron en luchas estériles. Pues si el primero de ellos fue contrario a la despótica tiranía del monarca y confió en el padre del actual Barón Gerde, que había maquinado una sublevación de nobles en el último instante, éste le abandonó y traicionó y así el padre del Duque Zore fue decapitado, y su cabeza clavada en una pira, para escarmiento de ya no se sabía muy bien quiénes. Zore era niño entonces y se salvó por inocente, pero sufrió muchas humillaciones hasta que la Reina Ardid le restituyó su dignidad y poder. Por esto manteníase ligado a ella —y por ella a Gudú— y la creciente animosidad que veía en el Barón Gerde, le empujó cierto día a manifestar en público sus discrepancias. Así, se retaron en duelo feroz, y el Barón Gerde murió atravesado por la lanza del Duque Zore.
Ambos eran miembros muy notables de la Asamblea, y estos hechos fueron un duro golpe para todos ellos, pues se suponía que debían mantener, al menos ante los demás, una inquebrantable unión y fraternidad. Dividióse entonces la Asamblea en dos bandos rivales —rivalidad que, siempre existió; aunque soterrada—. Los que se unieron al Barón —y eran los menos— se enemistaron ciegamente con los del Duque. Estas cuestiones, por supuesto, llegaban a conocimiento de Ardid, y no pasaban desapercibidas al sutil espionaje de Urdska. Así, en aquel tórrido verano, comenzaron a celebrarse reuniones muy secretas por ambos bandos, hasta el punto de que, avanzada ya la estación y próximo el tiempo de la vendimia, tuvieron graves consecuencias para el entendimiento de ambas Reinas. Los partidarios de Gudú acudieron a Ardid, y los enemigos de éstos —estaba el Rey tan lejano y tan obcecado en sus interminables guerras— ya empezaban a desesperar de aquella victoria y planearon un acercamiento a los sentimientos de la aparentemente inofensiva Urdska.
Entre los nobles del partido del Barón se contaba un caballero relativamente joven, llamado Ringlair, que había notado cuán sensibles suelen ser las mujeres —y especialmente las Reinas, como lo probaba la propia Ardid— al señuelo de un glorioso porvenir para sus hijos.
Con la mayor sagacidad de que era capaz, dedicóse a espiar a Urdska, y si no llegó a conocer los pensamientos, deseos o secretas aspiraciones de la inofensiva Reina, sí pudo enterarse del celo con que dirigía los pasos de sus hijos, el interés que mostraba en su entrenamiento guerrero y las largas conversaciones que mantenía con ellos secretamente. Supo que Kiro y Arno acostumbraban a hablar en la lengua materna, y apenas entendían otra y no obedecían a casi nadie más que a aquellos que la misma lengua hablaban. Descubrió que los hijos de Urdska eran para ésta mucho más importantes que su ausente esposo. Surgió entonces entre los de su partido la pretensión de implicar a la Reina Urdska en sus maquinaciones, con el señuelo de llevar al Trono a uno de sus hijos, y a ella como regenta, hasta cumplir los príncipes los reglamentarios quince años. Pero todas estas cosas requerían tiempo y paciencia.
El caballero Ringlair habitaba en un oscuro torreón de la Colina Norte, llamado Arielica, y poseía pequeñas tierras y tenía campesinos y algunos siervos a su servicio —en verdad en la máxima indigencia—. Era ambicioso, audaz y apenas rebasaba los cuarenta años, con lo que podía considerársele un jovenzuelo entre la senectud reinante en la Asamblea. Pero habíase librado de las exigencias del Rey, y no se había unido a su ejército no sólo por su edad, sino por endeble y enfermizo, pues decíase que ni la espada podía mantener con mediana dignidad entre las manos. Pero, sus armas eran otras: astucia, traición y oscuridad.
Urdska tampoco perdía el tiempo: si disciplinado era Gudú en la formación de sus hombres, benigno podía considerarse su rudo trato hacia éstos comparado con la severa educación que daba la Reina a Kiro y Arno. Jamás posó sus labios en la frente de ninguno de sus hijos, que nunca recibieron de ella —y, por tanto, de nadie— una caricia.
Habían cumplido ya diez años y parecían tan fieros y salvajes como dos lobeznos. La instrucción recibida por vía materna, al revés que la impartida por Ardid a sus hijos, despreciaba la letra y la cultura en general: tan sólo la fuerza, la astucia y el odio eran los pilares que sustentaban la escuela de los jóvenes Príncipes. Y en las cálidas noches de aquel verano, llevábalos con ella al bosque, y tras asegurarse de no ser vista por nadie —su oído era tan fino como el de la raposa y su mirada tan sagaz como la del lince—, hablábales de su patria, y les enumeraba las riquezas de su isla y la belleza y grandiosidad de la estepa: y aun refiriéndose a sus enemigos esteparios, los presentaba ante los niños como hermanos en desgracia. Su padre era para ellos su peor enemigo, el que les avasallara y despojara. Y les aseguraba que los tesoros y riquezas arrebatados a su gente —en lo que no le faltaba razón— alimentaban ahora las arcas de la ambiciosa Reina Ardid, administradora del Reino y del depredador Rey. La estepa, su soledad, su cruel belleza y su misterio aparecían ante la imaginación de los jóvenes príncipes como un paraíso maravilloso y perdido.
Pero en su feroz empeño de venganza, no atinaba Urdska a ver en sus hijos que si en todo parecían iguales, tanto en la pelea como en la forma de sentir y mirar, no toleraba ninguno de los dos la supremacía del otro. Si podían repartirse equitativamente cuantas cosas lograban entre ambos, mostrábanse conformes; pero apenas algo era logrado por sólo uno de ellos, levantaba la codicia y el odio en el otro, aunque se tratase de la cosa más fútil. Y así, era fácil suponer cuán duro sería decidir cuál de los dos llegaría a reinar —tanto en Olar como en la estepa—. En principio, Urdska consideró a Kiro como el mayor, puesto que había sido el primero en nacer. Pero esta cuestión resultaba bastante confusa para ellos —y para todos—, pues otros opinaban que el mayor sería el primero en ser engendrado; y entre los dos muchachos a menudo surgía esta cuestión. Y como su padre no había decidido cuál de los dos debía sucederle, y la propia Urdska tampoco se había manifestado ni pública ni secretamente en ningún sentido, lo cierto es que a escondidas de su madre solían batallar con ferocidad sin igual. Y sólo los árboles del bosque, los manantiales y el musgo, junto a los pájaros y animales de la selvática arboleda, sabían de duelo tan ensañado como pertinaz. A veces, regresaban ensangrentados al Castillo, sombría la mirada de sus ojos, hasta parecer negra. Entonces, dejaban de parecerse a Gudú, y más que nunca se semejaban a su madre. Pero tampoco Urdska sabía de estas luchas secretas, y creía ver en su rivalidad duro entrenamiento, cosa que solía aconsejar. Pero cuando —tanto en privado como en las públicas peleas de Cachorros— ambos hermanos se acometían, Kiro descargaba lanza o espada sobre Arno pensando: «Muere, rival». Y Arno devolvía el golpe de su hoja fratricida, diciéndose: «Acabaré contigo, enemigo». Y si bien una vez estas luchas pasaban y parecían muy unidos y maquinaban juntos la venganza contra Gudú, la rivalidad y el odio persistían en ellos, aun sin tener cabal conciencia de lo que alentaba en sus jóvenes corazones. A solas, a veces, se miraban, y el uno le decía al otro: «¿Quién entrará primero en la Isla?». Sin mediar más palabras, se atacaban entonces con tal saña, que en lo más crudo del combate parecían el propio Gudú.
Pero ni las palomas de Ardid ni los emisarios de Urdska regresaban. Y el verano cedió, y el otoño invadió lentamente las colinas y bosques de Olar y las Tierras Negras.
Entretanto, el Trasgo había permanecido casi perennemente refugiado, ora en los pliegues del deslucido terciopelo verde de Ardid, ora en las brasas de la chimenea de su cámara. Pero, una vez el otoño espació sus tonos de oro y púrpura por campos, bosques y colinas, y su inconfundible perfume se respiraba en el atardecer mientras el sol maduraba como un sabroso fruto, el Trasgo pareció despertar de su letargo y continuas borracheras.
—Ardid, niña —murmuró una tarde, al fin, mirando hacia el Lago—, ¿dónde está el Príncipe? No osarás ocultármelo, como en aquella desdichada ocasión: esta vez no te perdonaría.
—Oh, no —se apresuró a decir Ardid, que no se atrevía a enviarlo de nuevo a la estepa, segura de perderle para siempre, si en lugar de su niño querido, sólo encontraba un maduro y envejecido Rey cosido a cicatrices—. Ocurre que, igual que tú, aguardo sus noticias.
—No, no —protestó el Trasgo, irritado—. Yo no aguardo noticias: voy hacia ellas. Por cierto, ¿qué fue de mis palomas?
—No han regresado —hubo de confesar Ardid.
—Ah, desconfiada raza —reprochó severamente el Trasgo—. ¿Por qué no me lo dijiste? Aguarda, que ahora las llamaré. Empinóse sobre la punta de sus ingrávidos pies y lanzó al viento un grito. Pero, súbitamente, su grito se cortó, y palideciendo de manera que su figura casi se transparentaba, desapareció de la mirada anhelante de Ardid. Y dijo:
—Niña, niña…, ¿recuerdas la fórmula?
—No, Trasgo: nunca la supe, nunca me la revelaste.
—Espera, que la recuperaré en seguida —añadió el Trasgo. Pero por más que buscó en su memoria, la fórmula no acudía. Y sólo acudieron a sus gritos algunas rezagadas golondrinas que emigraban hacia el Sur, y un tropel de gorriones frioleros. Pero nada sabían ellos de las palomas ni de su cometido.
Entonces el Trasgo se sumió en gran melancolía, y como Ardid temía por la desaparición de sus últimos granos, escondió todo el licor que halló a su alcance, aun segura de que él lo encontraría.
El otoño resplandecía en el jardín de Ardid, y ella solía pasar en él largos ratos junto a Raiga y Contrahecho —que ya hacía mucho tiempo no veía al Trasgo: entre otras razones porque sólo atinaba a ver a Raiga—. Ayudada por ellos, Ardid cultivaba inútilmente su antiguo vergel: pero ni flores ni plantas crecían allí. No habían medrado en primavera ni en verano ni en otoño. Pero de tal forma se aficionaron al cultivo los dos jóvenes, que lograron dominar la tierra, y si bien no consiguieron hacerlo floreciente y hermoso, al menos no parecía ya un desolado erial.
—Habéis llegado a aprender un bello oficio —dijo la Reina—. Tal vez un día os sea útil.
Un cruel presentimiento la llenaba: y pese a su aparente serenidad, no olvidaba las palabras de Raigo. Luego contempló melancólica el tronco muerto de lo que fue el Árbol de los juegos, y dijo:
—Raiga, hija mía, ¿no sientes crecer un hijo dentro de ti?
—No, abuela —dijo ella, riéndose. Y los dos muchachos se miraban y se reían, como dos inocentes—. No hay ningún niño… Ya no hay niños, Señora, todos se han ido.
Pero en aquella mirada y aquella sonrisa, Ardid comprendió que, si bien no esperaban hijo alguno, por su mismo candor aún no se había convertido en cenizas el tronco de aquel Árbol que ahora, sin acertar a comprender la verdadera razón, deseaba conservar ardientemente.
Recorría los caminillos de lo que fue un florido vergel: y aunque ya no quedaban más que raíces cercenadas, hierba madura y oscuras hojas encarnadas, ella lo miraba como si fuera el último bien que le quedara en este mundo. Un bien que, por primera vez, no incorpora a nadie ni a nada. Un bien que, ya, sólo podía pertenecerle a ella.
Así iba pasando el otoño, y estaba ya muy amenazado por el frío del invierno, cuando la Reina Urdska decidió abandonar el Castillo Negro y tornar a Olar, con sus dos hijos. Y fue este hecho como un grito que despertó a Ardid: en aquella melancólica búsqueda de su perdido jardín, había olvidado deberes y recelos. Recuperó su brío y a partes iguales la espoleó y entristeció. Pues si le servía de aviso, también le recordaba que ahora era ella la más vieja Reina de Olar.
A partir de aquel día, el comportamiento de Urdska cambió totalmente. De sumisa y discreta, tornóse de la noche a la mañana en imperativa Reina, mostrando un temperamento tan duro como el mismo Gudú, y tan artero como el de la propia Ardid: cosa que, a su pesar, admiró en ella. Sin ningún recato, Ardid se apresuró a recuperar y hacer sentir su autoridad. Reunió a la Asamblea y puso de manifiesto que, «ya que Gudú permanecía en tan lejanos lugares —y con ello demostraba poca consideración hacia los nobles y el pueblo, pues sólo de tarde en tarde, y vagamente, dignábase comunicar por medio de sudorosos emisarios el curso de tan larga como vana guerra (estas últimas palabras las pronunció con especial intención)—, ella asumía ahora la Presidencia de la Asamblea, deseosa de reconducir la prosperidad del Reino y procurar el bien de todos. Así pues —concluyó—, había llegado el momento de abandonar toda pasividad, y enfrentarse a la evidencia de los hechos. Largos años —añadió, tras el estupefacto silencio que siguió a su manifiesto, con la fascinante mezcla de frialdad y dulzura que la caracterizaba— he aguardado, junto al pueblo, que el Rey diese muestras de piedad hacia todos nosotros: tanto a sus hijos como a los aquí reunidos. Pero el Rey, a quien respeto y amo, parece que tiene un desproporcionado interés por la conquista de unas tierras que, puedo aseguraros, ningún bien ni mejora traerán a Olar. —Sólo Dios sabía el dolor que le causaba expresarse así refiriéndose a su hijo. Pero por su propio hijo, pronunciaba cada palabra, según creía, y cada palabra se clavaba en su corazón. Y añadió—: Aun respetando tal obsesión, pues no dudo sus razones creerá tener para ello, me pregunto por qué causa no ha decidido todavía cuál de sus hijos ha de sucederle en el Trono, y dar oportunidad de prepararle convenientemente a tal fin. Ambos cumplirán pronto los once años, y creo llegado el momento de dar por terminada la primera etapa de mi paciencia e iniciar la segunda tomando consejo de los sabios y nobles varones de esta venerable Asamblea».
El desconcierto reinaba, cada vez más visible, entre los caducos representantes de tal Asamblea. Cautamente, no se había convocado en esta ocasión, a los representantes del pueblo, ni tampoco a jueces, ni a artesanos, ni a campesinos.
—No espero, por supuesto, una rápida decisión —continuó Ardid—. Sólo pido que observéis a mis nietos; y lo que vosotros decidáis lo apoyaré yo, pues creo que será la decisión del Reino, y no la mía, la que prevalecerá.
Entonces, la soterrada división y enemistad de los dos grupos de nobles se puso de manifiesto. Y existía tal encono entre ellos, que la mayoría se inclinaron a Urdska, de modo que su caudillo, el belicoso e intrigante Barón Ringlair, manifestó abiertamente su deseo de colocar en el Trono a Kiro o Arno —ya se decidiría la elección en el momento debido—. Y en tanto alcanzaban la edad, fueran regentes de Olar Urdska y —naturalmente— el propio Barón. Otras cosas habían ocurrido mientras Ardid y sus nietos paseaban por lo que fuera Jardín. Urdska, la tan discreta y sumisa, había comenzado a mirar de forma evidentemente amorosa a tan peregrino y estrafalario noble que, a lo que parecía, daba a entender corresponder a la soberana. Y no había mentira en esto: pues si el amor estaba muy lejos de florecer en ambos corazones —a Urdska le repelían las piernas combadas, la pálida mirada de pez muerto, y la tez aceitunada del Barón; y a éste no le seducía en modo alguno Urdska—, bien sabían sus pajes la verdadera inclinación de sus sentimientos amorosos. Pero, en cambio, uníales una pasión más fuerte que el amor, y ésta no era otra que el deseo de venganza, lucro, poder y otras muchas cosas que sería tan largo como superfluo constatar.
A partir de aquella memorable reunión se sucedieron las entrevistas entre el representante del ala subversiva de la Asamblea y la —al parecer— dignamente ofendida Urdska. Y si estas entrevistas se disfrazaron hipócritamente de buenas intenciones y desinteresados afanes, llegó un momento en que ambos creyeron obligado —al menos externamente— ceder o caer amorosamente el uno en brazos del otro. Forzadamente sacudidos por lo que, cada uno de ellos, imaginaba ardor pasional en el otro, lo cierto es que experimentaban mutua repulsión. Pero cualquier cosa era buena —se decían— con tal de conseguir lo que, cada uno por su lado, se proponían.
Ardid contemplaba aquel espectáculo aparentemente sumisa. Discreta, se dedicó a investigar los verdaderos sentimientos del grupo fiel a su persona. Capitaneados éstos por el Duque Zore, no tardaron en manifestarle su decidida adhesión a Gudú y su desagrado hacia Urdska y los dos lobeznos —así los llamaban—. Y Ardid entendió que la verdad afloraba en los sentimientos de aquel pequeño pero importante grupo.
Llegado el momento que consideró oportuno —y lo era—, comunicó parte de la verdad a sus fieles: ocultó precavidamente la traición de Urdska, pero no la existencia del Hijo legítimo de Gudú: el Príncipe Raigo.
—Mucho me ha costado, caros y viejos amigos míos —dijo Ardid, que usaba términos y actitudes distintos a los de Urdska—, ocultaros mi secreto: esto es, no entregar a Leonia el nieto que, en puridad, debía heredar un día la corona de este atribulado Reino. Pero he de deciros (si sirve de disculpa a mi conducta) que lo he educado secretamente a mi lado, y con todo esmero; que es de noble temple y poseedor de tales prendas como ni siquiera mi hijo podría superar… En estos instantes (y aunque Gudú ignora quién es), combate junto a su padre a nuestros eternos enemigos… Sí, amados nobles, perdonad a esta pobre vieja: pero lo cierto es que el Príncipe Raigo vive.
Y así diciendo, llevóse el pañuelo a los ojos, aunque atisbando entre sus plieges la reacción del grupito. Tal como esperaba, la emoción embargó a sus fieles, y el Duque Zore desenvainó su espada —sin necesidad alguna, pensó Ardid— y prorrumpió en gritos de adhesión, alabanza y reconocimiento a la única y verdadera Reina de Olar. Con lo que —así lo pensó ella— no decía ninguna mentira.
Pero Ardid no era mujer que perdiera el tiempo, y menos en aquellas circunstancias. Así, manifestó que debían poner rápidamente en práctica medidas más útiles que los vivas y las espadas desenvainadas, y arguyó:
—Nobles caballeros, ¿de cuántos hombres disponemos?
Y el recuento fue tan desolador, que de nuevo todas las espadas fueron envainadas lenta y melancólicamente. Ardid, como era vieja y sabia, que no se dejaba amilanar, ya había previsto estas cosas. Y dijo:
—Siguiendo los ejemplos de mi hijo Gudú, contamos con algo que, generalmente, no se suele apreciar: esto es, perdón para los que esperan muerte o cárcel, o una vida más suave y bienestar para quienes mal arrastran sus míseras existencias. Y tampoco debemos olvidar a esos hombres del pueblo enriquecido, a quienes se prometerá mayor lucro… ¿No sería posible una labor de reclutamiento entre éstos y los otros?… Por mi parte, no olvido que en las mazmorras de este Castillo se pudren innumerables prisioneros del Sur y del país de los Weringios… ¿Acaso no sería posible una discreta labor de tanteo entre ellos? ¡Y los mercaderes!… Oh, mis muy amados nobles, no olvidemos a los mercaderes… pues sin ellos el mundo no sería lo que es. Y esto os lo dice quien conoce profundamente la historia de los hombres… y aún más, la ha sufrido en su débil carne de mujer y madre. En fin, aún a su edad Ardid sabía rematar sus discursos de forma que no admitía réplica.
Y si Urdska encendía la codicia de sus adeptos, Ardid, revestida de nobles sentimientos, heroicos gestos y majestad sin igual, despertaba idéntica codicia entre sus fieles. No en vano había vivido en tierras del Sur, había tratado a Leonia y había tenido —y tenía— conocimientos que iban más allá y más hondo que el de la simple piel. Como pocos sospechaban, sabía que el humo y el incienso de las palabras más huecas y vanas llenaban los cerebros tanto o más que la esperanza de una mejoría, de un buen botín o un favor que por siempre sería recordado y reclamado, incluso al mismo Rey.
No salió mal del todo. El Capitán Randal, aquel que disimulaba la ceguera y erguía el cuello cuando oía pasos en los pasillos o cercanías, para caer en el más desgraciado derrumbamiento en cuanto estas presencias se alejaban, sufrió una auténtica conmoción cuando la Reina le condujo con sigilo y ternura —y todo esto, oh cielos, sin perder un ápice de majestad— hasta un tapiz, para que allí tan fiel como valiente aliado pudiera enterarse de cuanto se tramaba y de hasta qué punto ella se hallaba en peligro; y no era por sí misma por quien pedía justicia, sino por aquel que conducía aun tan sabiamente el Reino, rodeado de incomprensión, traiciones y mezquindad. No llegó a saberse jamás si el viejo soldado supo de qué se trataba la conspiración; pero salió tras el tapiz como iluminado, dispuesto a levantar a los hombres del Castillo —tristes restos de un antiguo ejército de Volodioso que ya sólo evocaban los fantasmas del tiempo huido—, para defender hasta morir, a tan noble, grande, hermosa, digna y sacrificada Reina. Y así avanzó, y se perdió en la negrura de los sombríos pasillos —donde orinaban perros y soldados, donde la humedad florecía en siniestros hongos verdinegros clamando justicia y amor para Ardid y su hijo.
Llegó el último día del otoño: no el que señalan los hombres, con signos o símbolos, sino donde realmente ocurre. Esto es, en la propia tierra.
6
Y aquel último otoño fue, en verdad, el último Otoño de Ardid. Adelantándose a sus propósitos —sólo con dos días de desventaja—, las huestes de Urdska, aleccionadas en la Corte Negra, sorprendieron a los fieles de Ardid. Degollando a los Cachorros que no eran de su raza, atacaron el Castillo de Olar. Y estaba la Reina junto al tronco muerto del Árbol de los juegos, cuando el clamor de la lucha la sobrecogió. Apenas tuvo tiempo de comprender que sus adversarios, aunque no más inteligentes ni más jóvenes e impetuosos, habían tomado la delantera a sus propósitos. Bruscamente, se halló cercada, junto a sus jóvenes jardineros. Entonces, vio avanzar a Urdska —y sus ojos le trajeron el recuerdo de otra joven a quien ella abrió la puerta mohosa de la muralla—, y le oyó decir:
—Ah, vieja Ardid, vieja Ardid, algo me dijo mi madre antes de morir, cuando exhausta llegó a las murallas de la Ciudad más Rica del Mundo. Y esto fue: no ames al lobo, mátalo.
Y con estridente carcajada, la hizo apresar y conducir por sus feroces guerreros, que nuevamente habían trenzado sus cabellos, y vestían pieles negras, y gritaban como diablos surgidos del último precipicio de la tierra. Y precisamente fue conducida a aquella semiderruida Torre de la caperuza azul.
Los pobres fieles, sorprendidos, respondieron al ataque y se entabló una lucha —dura y sañuda— entre ambos bandos. Desde su encierro, Ardid oía el fragor de la batalla; y por vez primera se sintió indiferente a todo lo que de ella pudiera resultar. Pues súbitamente, en su madura estación, encontró una sonrisa olvidada, y descubrió de nuevo uno a uno todos los muñequitos de la desaparecida y remota Tontina. Se agachó y los fue recomponiendo, acariciando, sin atinar siquiera al espanto ni a las demostraciones de afecto de sus dos jóvenes jardinerillos que —como sus servidores— la habían acompañado en su prisión. Ellos lamentaban la pérdida de algún jardín —quién sabe cuál— o añoraban el descubrimiento de algún otro vergel: como puede cualquiera soñar con un perdido o, tal vez, jamás entrevisto Paraíso.
Pero el Árbol de los juegos ardió y se consumió enteramente.