Desde que Gudú partió hacia las estepas, Olar había regresado a los oscuros días de austeridad que Ardid, con sagacidad unas veces, con placer otras, supo proporcionar. Un aire lúgubre que recordaba vagamente los tiempos de guerras insensatas de Volodioso se extendía por doquier. Nuevamente, los hombres fueron sacados de sus casas; los campesinos y todo aquel que nada tenía se abandonaban a la desesperación. Y tampoco los nobles permanecían alejados de aquella situación: los más jóvenes, empujados por codicia, ambición y las ansias de aventura, creían ver representado en Gudú el sueño de sus vidas; y los viejos, aunque recelosos o francamente a su pesar, les secundaban, pues sólo así podían retener aún lo que Volodioso les había quitado y Gudú devuelto.
Las muchachas se amargaban por ver pasar su tiempo sin la compañía de hombres jóvenes, y las campesinas se marchitaban tras los arados, tan sólo ayudadas por niños endebles o aún no en edad de engrosar la fatídica Corte Negra, pues de los que lo hicieron, como allí comían bien y, pese a la dureza del entrenamiento, vivían como jamás lo habían hecho antes, lo cierto es que la mayor parte de ellos mostraban tan buena disposición a quedarse, que pocos regresaban a sus hogares.
Como Gudú sabía que hombres sanos y jóvenes no debían desperdiciarse, ordenó deportar hacia las estepas o hacia sus vías de comunicación a cuantos hombres útiles se hallaban en las mazmorras, condenados a muerte o prisión perpetua por sospecha de brujería o cualquier otro delito. Y si bien esto se les antojó a algunos muestra de magnanimidad, para otros —en especial los interesados— constituyó una condena igual o peor que la muerte o la cárcel.
Y como, además, aumentaron los impuestos y los débitos, la verdad es que el frío, el hambre y las privaciones llegaron a rozar incluso a los más acomodados, y aun a cierto sector de la nobleza. De nuevo los mercaderes acapararon y pusieron a recaudo sus productos, y pedían por ellas exorbitantes precios —si se decidían a venderlas—. Entre una y otra cosa, la más opaca existencia se arrastraba por aquellas tierras, sin que la buena voluntad y el sabio tino de Ardid lograran hacerle frente con el brío de antaño. Día a día, el descontento de los nobles, y en especial de la Asamblea, iba creciendo a la par que la preocupación de la Reina.
Todos los inviernos les prometía el regreso del Rey, de la paz y del bienestar. Pero los inviernos se sucedían, y el Rey y la paz no llegaban: antes bien, cada día que pasaba aumentaban las crudezas, los rigores, la austeridad y las exigencias del monarca.
—Os prepara un país tan próspero como jamás soñasteis —decía Ardid en las reuniones de la irritada Asamblea—. Tened paciencia.
Pero toda paciencia tiene su límite.
Al tiempo que ocurrían estas cosas, crecían los hijos del Rey. Gudulín iba tornándose cada día más rebelde, descarado y maligno. Ya no sólo se contentaba con martirizar a su bufón, el desdichado Contrahecho, sino que todo aquel que caía bajo su capricho era maltratado y vejado. Gudulina se había retirado y casi recluido en sus habitaciones. Bajo la disimulada vigilancia de Ardid, languidecía y sollozaba, o era víctima de extraños raptos de amor y alegría hacia Gudulín, de suerte que el niño pasaba bruscamente del despego y la ignorancia materna, a sus extremados mimos, halagos y transportes de cariño. Y con todo ello, su educación no era precisamente edificante.
En cambio, los gemelos Raigo y Raiga permanecían totalmente relegados, prácticamente olvidados por su madre. Sólo Ardid se preocupaba de ellos y les atendía. Aunque su cariño y esperanza se centraban ahora en Gudulín, al que veía y consideraba como sucesor de su hijo y futuro Rey, no dejaba por ello de apercibirse de las malas inclinaciones y desastrosa educación del joven Príncipe. Gudulina se mostraba celosa, y a menudo se encaró coléricamente con Ardid, diciendo que ella y sólo ella debía dirigir la educación del niño. Ardid iba perdiendo así sus esperanzas de poder conducirle como había hecho —aunque muy artera y disimuladamente— con su padre.
Raigo y Raiga eran en todo distintos a su hermano: despiertos de mente, de carácter dulce y hermosos cabellos rubios, como su abuela. Ardid hallaba en ellos un reflejo de sí misma, como una doble repetición de su primera infancia. Tal vez por esta circunstancia, añadida al paso inexorable del tiempo, se sentía día a día más fatigada, e incluso, en ocasiones, rozábale una sospechosa tristeza, oscura y brumosa. En alguna ocasión, a solas, preguntóse Ardid si valía la pena haber luchado y ganado tanto por algo que daba tan poca satisfacción. Pero reaccionaba rápidamente, y superada la crisis, se alzaba de nuevo y, quizá, más fortalecida. Y cierto es que si no fuera por ella, las cosas hubieran ido mucho peor de lo que iban en Olar. No en vano sabía Gudú que, dejando a su madre tras él, difícilmente los asuntos de su reino se desmandarían: y no se equivocaba.
Cuando Gudulín cumplió cinco años, Ardid creyó llegado el momento de pensar seriamente en su educación, tal como hiciera en tiempos con su propio hijo. No quería verle convertido en un Rey brutal e ignorante, aunque valeroso —si es que lo era, porque hasta el momento sólo había dado muestras de cobardía y pereza—. No parecía exento de malicia y astucia, pero tampoco de crueldad. Era un niño extraño, que apenas hablaba con nadie, y aun así lo hacía con monosílabos. Nadie le había visto sonreír, y había en toda su persona una tristeza muy profunda, o una gran oscuridad. Tanto que, a escondidas, los criados y la gente del Castillo empezaron a nombrarle el Príncipe Oscuro o el Príncipe de la Oscuridad. Y era cierto que huía de la luz y del sol, y se refugiaba en la penumbra de rincones de los que, por cierto —y bien lo aprendió su padre, a su misma edad—, no faltaban en los intrincados pasillos del Castillo.
Todas estas cosas las veía Ardid con desazón, pero pasaban totalmente inadvertidas a la Asamblea de Nobles, que sólo veían en él al heredero del Trono. Así, cierto día, les reunió para hablarles del heredero. Según su costumbre, Ardid creyó oportuno halagarles con la demanda de un consejo sobre lo que ya había decidido inapelablemente de antemano. Pero sabía cuán frágil y misteriosa era la naturaleza humana, y cuán sensibles al halago y a la importancia que se daba a sus personas aquellos mismos que, minutos antes, dieran pruebas de inflexibilidad.
Aunque la Asamblea no conocía el verdadero carácter del Príncipe, y su madre, Gudulina, en los transportes de amoroso capricho que a veces la asaltaban, solía decir, a cuantos quisieran oírla, que Gudulín era el verdadero retrato de su padre. Esto no sólo no era exacto, era una atroz equivocación: pues ni las supuestas cualidades ni los palpables defectos pertenecían al autor de sus días, sino que eran de su exclusiva pertenencia.
Si Gudulina veía en él cualidades maravillosas, alguien aún le creía mejor: el Trasgo, que le adoraba hasta un punto inimaginable. Se había convertido en su único y verdadero compañero y amigo. Como en tiempos hiciera con su abuela, llevábale secretamente por los oscuros vericuetos y senderos, en pos del codiciado vino. Gudulín se dedicaba insistentemente a perseguir al Trasgo, golpeándole con cuanto hallaba —raíces de cepas, piedras resplandecientes, oscuros animales de ojos siniestros— allí por cuanto túnel éste le llevaba, ya que su edad y estatura, y su heredado poder, así lo permitían. Y si bien los golpes no podían hacerle daño, puesto que no hacían mella a su sustancia corpórea, sí le dolía en sumo grado el hecho de que la criatura que —según sus palabras dirigidas a la propia Ardid— era la luz de sus ojos, la raíz de su corazón, y cosas así, albergara hacia él intenciones tan aviesas. Pero no mermaba esto su amor: antes bien, crecía con el tiempo, y Ardid tenía ya que ocultarle a los demás de tal forma, que el Trasgo apenas si aparecía excepto cuando estaba a solas con la Reina, Contrahecho y Gudulín.
Éste tomó tal afición al vino, que solía ir cada vez más a menudo en su busca. Y ambos, ocultamente, se embriagaban de mala manera. Pero como estas cosas ocurrían de noche, cuando se suponía que el Príncipe dormía, nadie se apercibía de ello. Sólo veían que el niño, cuanto más crecía, más extraño se tornaba. Su aspecto, por otra parte, era agradable, con sus enormes ojos negros y aterciopelados, y sus cabellos brillantes y sedosos. Pero su piel se volvió pálida, y profundas ojeras aparecían en su rostro, y se afilaba extrañamente la pálida naricilla. Gudulina encargaba vestidos hermosos para él: pero el Príncipe iba de continuo sucio y roto, sin que nadie se explicase —excepto Ardid, que suspiraba en silencio— la razón de tales destrozos. Era descarado y, como sus tíos Soeces, mostró gran afición a frecuentar lacayos y sirvientes. Obligaba al Trasgo a seguirle hasta las cocinas y las más bajas dependencias, hasta los sótanos del Castillo, donde habitaba la servidumbre. A veces, escondidos tras un tonel de manteca, escuchaban las conversaciones y los juegos de los pinches, que eran muy aficionados a los dados.
Cierto día Gudulín empujó al Trasgo hacia el centro de uno de sus corros: y tal era ya el grado de su contaminación, que un pinche lo vio, aunque no en su verdadera forma, sino entre sombras o reflejos: a ráfagas de luz podía confundirse con una lechuza, un pajarraco o un animal cualquiera. Rondaba por la cocina un gato rojo, goloso y ladino, al que odiaba el tal pinche, y al ver el rojo resplandor que el fuego despertó en la melena del Trasgo, agarró una escoba de gruesas púas y se dedicó a atizar tantos golpes al Trasgo que, si éste estuviera capacitado para sentirlos, habría fallecido sin remisión.
Tal jolgorio y alegría despertó la escena en Gudulín, que a menudo repitió la hazaña, y con ello proporcionaba al Trasgo tales sustos y pesares, que llegó un día en que sintió desprenderse y rodar al suelo el primer grano del racimo de su pecho. Gudulín lo vio, y con asombró lo recogió.
—¿Qué es esto? —dijo con su torpe media lengua, que sólo el Trasgo entendía claramente.
—Ah, Príncipe de mi vida, ése es el dolor que me causas.
—Pues mira si esto te duele más —dijo el niño, y así diciendo pegó tal dentellada al grano de uva, que este dolor sí se clavó muy hondamente en el pecho al Trasgo; un grito agudo salió de sus labios y, tornándose todo él ceniciento, huyó por el tubo de la chimenea y no paró hasta hallarse en las buhardillas de aquella torre singular cuyo tejado azul fuera capricho de Volodioso. Se sentó desfallecido, y miró en torno: parecía todo cubierto de polvo y telas de araña, y de los cofres que fueron de Tontina, asomaban las cabezas de aquellos muñequillos que ella tanto quería, y ahora habían sido allí amontonados y olvidados, junto a sus cristalitos de colores.
—Trasgo, Trasgo, cuánto pesar te corroe —dijeron los muñecos; y lloraban tanto que sus ojitos de vidrio, azules y amarillos, parecían derretirse.
—Idos, idos —dijo el Trasgo, con sollozo tan hondo, que ellos desaparecieron en el fondo de las arcas. Y sólo una familia de lagartijas que allí moraba le contempló, pensativa y doliente.
En tanto, Ardid seguía cuidando cada vez con más esmero su jardín, que por tercera vez renacía: y a medida que Raigo y Raiga y Contrahecho crecían y el bufoncillo los llevaba ya de la mano en los primeros pasos que los dos gemelos daban en torno al Árbol de los Juegos, súbitamente éste volvía a florecer y crecer, y llenarse de hojas de oro. Ardid lo contemplaba, y decía:
—Mira, Gudulina, hija mía, cómo florece el árbol de mi jardín.
—¿Qué árbol? —decía ella—. No veo ningún árbol.
Y Gudulina no lo veía, entre otras más profundas razones, porque ni tan sólo lo miraba. Y si lo hubiera mirado, como no sentía ningún interés por él, tampoco lo hubiera distinguido de los otros árboles. Seguía viendo tan sólo, allí donde sus ojos se posaran, el rostro de Gudú.
2
La Asamblea había escuchado y reflexionado sobre la supuesta demanda de consejo que Ardid les formulara. Y como ella había decidido de antemano, fue en busca de un Maestro que, aunque no poseyera las cualidades y la sabiduría del anciano y añorado difunto que había inspirado a su padre y su abuela, sí fuera, al menos, lo mejor que pudiera hallarse. Y para ello —según decidió Ardid, aunque pareció decidirlo el anciano Barón Tersio buscóselo entre los infortunados que, por su edad, aún permanecían en mazmorras, acusados de brujería y malas componendas con el diablo.
Hizo varias y minuciosas visitas a tan hediondos y espeluznantes lugares, donde aquellos infelices —muchos de los cuales ni tan sólo habían osado pronunciar en toda su vida un mal conjuro de aficionado— se pudrían y morían. Dio al fin con un anciano, en cuyos ojos adivinó en seguida los auténticos poderes —o algunos, al menos—. Eran ojos acostumbrados a escudriñar estrellas y resplandores nocturnos, y describir el lenguaje de las llamas o el de la corteza quemada del abedul. Sumido en la máxima miseria, permanecía junto a diez condenados más, aprisionado con cadenas de hierro. Tal era su depauperación, que sólo por el brillo singular de sus ojos verdes podía creerse que aún vivía.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Ardid.
Pero el viejo no tenía siquiera aliento para hablar. Entonces Ardid ordenó desencadenarlo y conducirlo a su cámara. Una vez allí, a solas, hízole sentar en un mullido cojín. Entonces el viejo pareció desfallecer definitivamente, aunque esta vez de placer. Tras darle de beber y comer, ordenó a sus doncellas que le lavaran, despiojaran y cortasen el cabello y la barba, que en enmarañada y gris pelambre le llegaba hasta la cintura. Le alimentó y cuidó con gran solicitud, con lo que el viejo creía haber muerto ya y hallarse camino del Paraíso. Aunque con estupor, pues contaba tres muertes en su haber, amén de infinidad de hechicerías y toda clase de pecados de variada especie. Tal vez —pensó—, a última hora, y en vista de sus padecimientos en la tierra, las Altas Divinidades se habían compadecido de él. Cuando le halló más repuesto, la Reina le hizo vestir ropas limpias y decentes. Y al verle de nuevo en su presencia, sintió en verdad una gran emoción, pues con la túnica negra, y el suave caminar, y el frágil y ensimismado semblante enmarcado en blancos cabellos, creyó ver nuevamente, si no al añorado Maestro, que en verdad fue para ella más que su propio padre, al menos a un viejo conocido que le resultaba familiar.
—Anciano —díjole, dominando el temblor de su voz—, sentaos y escuchadme.
Así lo hizo el viejo, y la Reina añadió:
—Tengo cierta facilidad para conocer en seguida aquellos cuya sabiduría es para mí tan preciosa, como lo puedan ser la juventud, fuerza y valor para un hijo del Rey. De suerte que, habiéndome fijado en el brillo de vuestra mirada, atino a suponeros conocedor de muchas cosas aún ocultas a la mayoría de los hombres.
Al oír estas palabras, el anciano lanzó un grito quejumbroso: súbitamente sus sueños de Paraíso se derrumbaron, y viose de nuevo pisando la miserable tierra, y ante la Reina de quien tan malos tratos había recibido. Tras aquellas palabras, imaginó que nuevamente iba a ser torturado —o quizá muerto— como sospechoso de brujería.
—¡Compadeceos de mí, Reina y Señora, os lo suplico! ¡Juro que jamás tuve la menor noticia de esas cosas, y que ni tan siquiera sé leer ni escribir! Mal puedo saber nada entonces… Oh, Señora, apiadaos de un pobre anciano que jamás hizo daño a nadie.
—Callad, insensato —dijo Ardid, impaciente—. Sólo por tu sabiduría, de la que no dudo (como no dudo de la sarta de mentiras que acabáis de proferir), os salvaréis de la muerte. Y no sólo esto, sino que gracias a esa sabiduría, que soy la primera en admirar y amar, llevaréis desde ahora la más regalada vida que hayáis soñado jamás.
Tan atónito quedó el viejo ante estas noticias que, mudo, boquiabierto y mirándola estupefacto, ofrecía un estado aún más lamentable, si cabe, que cuando se hallaba encadenado.
—¡Revivid de una vez! —dijo Ardid, cada vez más impaciente—. No hay nada extraordinario en lo que os he dicho: sabed que os he elegido para educar e instruir a mi nieto, el Príncipe Gudulín. Y que espero seáis tan esmerado en su educación como lo fuera mi Viejo Maestro el Hechicero.
Tras estas palabras, un largo silencio llenó la estancia. Hasta que, súbitamente, otro alarido —de gozo, ahora— estremeció al anciano, que rodó desvanecido de dicha a los pies de la soberana.
Una vez reanimado —cosa que resultó ardua, pues, aquel que por tan duras pruebas pasara, estuvo en un tris de fallecer sólo al oír el anuncio de bienestar y dicha—, cacheteándole en las demacradas mejillas, logró al fin Ardid que le escuchara y entendiera:
—Decidme, ¿cuál es vuestro nombre?
—Astrágalo —balbuceó el viejo brujo.
Rápidamente, la Reina buscó en el viejo Libro de los Linajes —en su sección «Hermanos en Ciencia»— y en verdad que lo halló. No le agradó excesivamente el historial de Astrágalo: en su juventud fue ladrón de caballos, luego bandido, y más tarde entró en un convento para resguardarse de la justicia. Allí, el Abad le tomó gran afecto, pues era rara su inteligencia y disposición de aprender. Así, aquel hombre sabio le adentró en el conocimiento de muchas cosas ocultas, y él, por su parte, devoró cuanto había al respecto en la nutrida y mohosa biblioteca conventual. Llegó a tener contacto con un anciano fraile que vivía prácticamente en el huerto y que dedicábase a la investigación del firmamento, las estrellas, sus signos y su influencia sobre los humanos, y así entró en gran pasión por estas cosas. Tras una guerra —eran tiempos de Volodioso, y él pertenecía al País de los Maguncios, al Sureste de las tierras de los Desfiladeros, donde a menudo se tenía contacto con brujos y chamanes de la estepa—, el convento fue un día pasto de las llamas. Él escapó, disfrazado de mendigo, y anduvo por tierras y lugares variopintos, aplicando —bajo peculio— entre los campesinos un poco de magia en su forma más mísera: rechazando males de ojo, procurando remedios contra las paperas o tumores, devolviendo la leche que habían robado las brujas de las vacas…, a cambio de pan, queso o una gallina —si bien ésta era, por lo general, adoptada sin permiso de sus dueños—. Eran tiempos revueltos y salvajes, y Astrágalo se dedicó, entonces, a saquear a los muertos, despojar a los ahorcados y desvalijar a los enfermos. Así, fue pasando su vida, hasta llegar a Olar. Y allí, oyó hablar de la más joven Reina, que casó a los siete años con el impío y feroz, aunque grande y admirado, Volodioso. Mucho le intrigó la cosa, y permaneció en la ciudad, donde habitaba en un cubil cerca de la zona donde se abrían los lupanares y lugares de esparcimiento de soldados y de campesinos que habían logrado vender una vaca. También practicó sus artes entre aquellas mujeres, de suerte que las libraba de influjos malignos, las proporcionaba bebedizos amorosos y toda clase de potingues de más o menos eficacia. Alguna vez había logrado algún éxito e incluso conseguido llevar a buen término algún conjuro. Pero la existencia era cada vez más dura, y como era un ser humano —aunque contaminado—, se veía obligado a defender su vida, calmar su hambre, vestir su cuerpo y, en fin, continuar avanzando sobre sus dos piernas, ya, en verdad, muy viejas. Con lo que, al fin, cuando ya tenía algunos ahorros que le permitieron montar un pequeño lugar de Averiguaciones, y andaba en la confección de un Instrumento Desvelador de Estrellas, fue apresado sin contemplaciones como sospechoso de brujería y encerrado en aquella mazmorra, donde pasara largos años.
«¡Dios mío! —se dijo Ardid, cerrando el libro—, ¡qué gran diferencia, entre mi anciano y querido Maestro y este brujo de baja estofa!». Sabía bien en qué se distinguían un hechicero —honorablemente dedicado al conocimiento de los grandes secretos que sustentan el mundo— y un brujo. Un brujo puede ser honesto, en algunas ocasiones, pero por lo general son malos aprendices de la verdadera sabiduría, y a menudo caen en tentaciones deleznables, capaces, incluso, de causar males y desgracias sin cuento.
Pero ¿qué podía hacer? Aquél era el menos malo entre todos.
—En verdad —díjole Ardid, observando sus uñas amarillas de ladrón— que tenéis más de bandido que de sabio, pero como conozco la verdadera razón que os hizo cometer tanta tropelía, y esta razón es la que mayormente ha regido mi vida, esto es la Ciencia, os perdono en gracia a que sois humano y, como tal, ya que pobre y mísero nacisteis, habéis necesitado defender vuestra vida con uñas y dientes. Pues bien, sabed que nada escapa a mi sagacidad, y que si os desmandáis en vuestro cometido, lo que os ocurrirá será tan grave, que recordaréis la mazmorra y otras calamidades como el más dulce y placentero sueño. Pero si, en vez de ello, os dedicáis en cuidado y amoroso interés a educar al Príncipe, os proporcionaré no sólo regalada vida y hermosos trajes, sino también medios para dedicaros a vuestras investigaciones. Y aún más: con gusto colaboraré con vos. Y tened por seguro que no soy novata en estas lides, y algo sé que tal vez vos no conozcáis nunca: he dedicado mi vida al estudio, y lo que para muchos, incluso para vos, aún permanece en la oscuridad, está lleno de destellos luminosos para mí.
—Os juro, Señora, que así lo haré y que no os arrepentiréis de haberos mostrado tan generosa —dijo Astrágalo. Y verdaderamente conmovido intentó besar el borde del vestido de Ardid, pero ésta lo apartó.
Cuando ya estaban estas cosas decididas en el secreto de su cámara, el Trasgo, que había escuchado todo con indiferencia, susurró:
—Es un torpísimo aficionado cuya contaminación ni siquiera es peligrosa.
Más tarde, Ardid convocó nuevamente a la Asamblea para decidir quién sería el Maestro y Preceptor de Gudulín. Y tan bien llevó estas cosas, y tan dulce y arteramente las condujo, que el propio Barón creyó que Astrágalo sería el mejor Maestro —según Ardid, traído de más allá del Sur— y Preceptor del indócil muchacho.
Ciertamente que el viejo Astrágalo hubo de lamentar tener a su cuidado semejante discípulo, pero como cosas muy peores conocía, aceptó resignada y aun alegremente la detestable compañía del Príncipe, y aprestóse con la mejor voluntad y entusiasmo en su instrucción.
Como Gudulín pasaba a menudo las noches en vela junto al Trasgo, y cuando inició sus lecciones ya había empezado a emborracharse, permanecía dormido la mayor parte del tiempo. El anciano sudaba lo indudable en su afán por despertarle y mantenerle atento. Pero, con escaso o nulo rendimiento por parte del Príncipe.
Sin embargo, mal que bien, a medida que los años iban pasando, las cosas fueron progresando.
Gudulín cumplió seis y luego siete años. Y cuando este cumpleaños se celebraba, estaban aún ignorantes en Olar de la próxima aparición del Rey. Entretanto, y con grandes esfuerzos por parte del Maestro Astrágalo, Gudulín había aprendido a leer, mal escribir su nombre y tenía muy vagas nociones sobre la ciencia que tanto amaba su abuela y tan desesperadamente intentaba inculcarle el anciano. Pero en cambio, para otras cosas mostraba tal destreza y disposición como astucia.
Y a poco, el anciano, desanimado por el desinterés del niño y asombrado por la clase de preguntas y curiosidad que en él descubría, fue lentamente recordando su turbio pasado de malandrín, y llegó momento en que, a escondidas, ambos jugaban a los dados, bebían cuanto podían rapiñar y el anciano llegó a tomarle afecto, aunque, ciertamente, muy particular. Y su nueva y bien aprendida lección no dejó de ponerse en evidencia cuando tanto las doncellas de su abuela como la gente del Castillo en general, empezaron a notar en falta infinidad de objetos, e incluso joyas. Todo ello iba a engrosar el tesoro que Gudulín acumulaba en el interior del tubo de la chimenea de su dormitorio, donde ahora solía morar, casi permanentemente, el Trasgo. «No hagas esto, niño querido —decíale el borracho y dulce Trasgo, a veces—, puede obstruir el tubo, y asfixiarte». «No lo toques», contestaba secamente Gudulín, sin hacer caso de las lágrimas del Trasgo. Pues cuanto más crecía, más desconsiderado y cruel se mostraba con él. Y así, le castigaba de la forma que sabía como la única posible: pasaba una o dos noches fingiendo no verle o no oír la llamada de su inconfundible martillo de diamante, que otrora sedujo a Ardid. Hasta que el pobre Trasgo, totalmente ebrio, se desesperaba dando volatines a su alrededor. Volatines que, a decir verdad, cada vez eran menos gráciles.
Una noche ocurrió lo que predecía el Trasgo: el tubo de la chimenea se obstruyó, entró el humo en el dormitorio, y el Príncipe hubiera perecido asfixiado si el Trasgo no lo saca en brazos hasta las almenas de la Torre Este. Pero a causa de ello se produjo un incendio y, alarmados, los sirvientes que le cuidaban entraron en la estancia, y hallando la cama incendiada, y no viéndole, fueron con grandes lamentos a comunicarlo a la Reina y a su madre. Gudulina, con agudos lamentos enloquecidos, y pálida de dolor Ardid, creyéronle abrasado. Pero no era así: y cuando más desolador era el espectáculo, y habían llegado, a medio vestir, los más importantes nobles de la Corte, para conocer la desgarradora nueva, el Príncipe se reía con toda su alma tras el tapiz de la ventana de la cámara real. Hasta que creyó oportuno aparecer y, con burdas mofas y soeces palabras —aprendidas tanto de sirvientes como de su Maestro, que conservaba fresca la memoria de tal lenguaje y a solas o con su discípulo lo practicaba a placer— dejó muda de estupefacción a la Corte.
Este incidente fue considerado como una travesura infantil.
Pero no quedó así en el ánimo de Ardid. Empezó a espiar al niño y, a poco, descubrió cómo solía pasar sus lecciones y gran parte de sus noches. Llamó al Maestro y, llena de cólera, le dijo:
—Habéis sido desleal conmigo, tratando al Príncipe en forma tan incorrecta como malvada. Y como no he olvidado lo que os prometí, tened por seguro que iréis a la hoguera sin remisión.
El anciano cayó de rodillas sollozando y pidiendo a la Reina le salvase de tan horrible fin. Y viéndolo allí a sus pies, y contemplando su vejez, una antigua espina vino a clavarse en el corazón de Ardid. Y así, su ira se debilitó, y reflexionó, diciéndose, al fin, que tal vez no había más culpable que su propio nieto, ni más víctima que su Maestro. Así lo demostró Astrágalo, enseñando a la Reina las huellas que la precoz crueldad del niño habíale infligido. Cuando, a veces, el Maestro se arrepentía —por miedo o por verdaderos remordimientos— de sus malas lecciones, el joven Príncipe le amenazaba con delatarle a la Reina o a la Asamblea de Nobles como un viejo pervertido, brujo, y otras cosas. Y no contento con esto, le hacía blanco de sus flechas, pinchazos a punta de daga y demás lindezas, de suerte que el viejo tenía los brazos y piernas convertidos en un puro y amoratado acerico.
—Está bien —dijo Ardid, tan convencida como apenada—. Pero de ahora en adelante yo misma me ocuparé de mi nieto. En cuanto a vos, quedáis destituido de vuestro cargo y desterrado de Olar; y como deberé simular que sois condenado a la hoguera, por apiadarme de vos, a otro de los muchos destinados a ello quemaremos en vuestro lugar y con vuestras ropas. Pero sabed que debéis salir de este Reino y jamás volver a él. Pues si tal cosa sucediese, no habría piedad para vos.
Así se hizo: disfrazado de mendigo, el anciano Astrágalo fue arrojado de allí, y en su lugar, fue condenado a la hoguera —vestido con sus ropas, tapado el rostro con capuchón negro— otro infeliz anciano acusado de idénticos crímenes. Y fue duro en verdad para el viejo Astrágalo: pues la molicie, el vino y el exceso de comida —comió más en aquellos tres años que en toda su vida— habían hecho más destrozos en su vieja persona que todas las durezas y privaciones pasadas. Y mucho más duro fue el regreso a la antigua miseria. Como ya era muy anciano, y había engordado en demasía y perdido toda su agilidad, no podría dedicarse al bandidaje, como antaño, o a expoliar a los campesinos. Con lo que, perseguido a pedradas por los niños, y arrojado de aldea en aldea por las mujeres —el hambre les obligaba a espantar a todo desconocido que asomase por los embarrados caminos de aquella naciente primavera—, casi llegó a lamentar no haber preferido la hoguera a tan lenta como cruelísima agonía. Y así, de camino en camino, desapareció, y no volvió a saberse de él.
En los días esplendorosos del verano, Gudulín saltaba por la ventana con su pequeño carcaj al hombro y, deslizándose por la tupida enredadera, llegaba hasta la copa del gran olmo blanco. Y desde aquellas ramas, descendía al suelo, corría hacia la zona posterior de la Torre, y llegaba a la muralla. Allí, aún se abría cierta vieja y mohosa puerta de hierro, por donde años antes —mucho antes de que él naciera— la entonces desventurada Reina Ardid dejó escapar a la Princesa de las Estepas que le arrebataba el amor del Rey. Él no sabía estas cosas cuando descubrió aquella puerta, oculta entre el orín y la hiedra. Alzaba ahora su pesado picaporte, salía al campo y al bosque, y por allí merodeaba, en busca de animales que atravesar con sus pequeñas pero agudas flechas.
Así, Gudulín llegaba hasta una gruta donde anidaban murciélagos y, cuando él entraba, ellos volaban en tropel, y alguno chocó contra su cara. Por fin, un día atrapó uno, extendió sus alas y contempló su carita de diablo; lo llevó hasta un abedul, y allí lo clavó, sirviéndose de agudas ramitas y utilizando una piedra como martillo. Luego, lentamente, lo torturó con el punzón de hueso, del que jamás se separaba. Pálido, con los labios blancos de placer, regresaba anochecido. Y a escondidas, tal como salió de ella, volvía a su cámara, donde el Trasgo le reprendía lastimeramente: no por lo que hacía —que lo ignoraba—, sino por su ausencia.
Cierto día de julio, en el maligno y caluroso mediodía, se deslizó Gudulín por la enredadera y pisó con tan mala fortuna que vino a caer violentamente al suelo, y allí quedó, blanco el rostro y ensangrentada su cabeza. Mucho más tarde, dos criados lo encontraron, y esta vez costó mucho reanimarle. Había perdido mucha sangre y casi lo creían muerto. La noticia había corrido como viento por toda la ciudad, cuando un joven, aun arrostrando las sospechas y peligros que la revelación de su ciencia causaría en las oscuras mentes de la Asamblea, dijo que tal vez él podría curar al Príncipe. Le costó hacerse oír, pero una muchacha, una ayudante de cocina de las que se afanaban entre las calderas del Castillo, era su novia. Por ella llegó su petición al Cocinero Real, y del Cocinero pasó a la servidumbre, y de ésta al Mayordomo, y de éste, a través de complicados pasillos y cuchicheos, a las camareras de la Reina.
El Trasgo permanecía muy quieto, casi inmóvil —quizá por primera vez en su vida— sobre el dosel de la cama del niño. En vano hacía saltar entre sus dedos piedras refulgentes del río, palabras con doble tino y cáscaras de escalambrujo. Incluso llegó a verter sobre la frente de Gudulín delicada y dorada semilla de mostaza —totalmente desconocida en Olar, excepto para los trasgos—. Pero Gudulín, su luz y su vida, seguía blanco, profundamente marcadas las ojeras de sus ojos, los párpados cerrados. Era un niño muy hermoso cuando permanecía dormido o inconsciente, cuando no se podía percibir el siniestro reflejo de su oscura mirada. Y así pues, con el negro y suave cabello empapado de sudor sobre la frente, los labios exangües, las manos inactivas —e inofensivas— sobre la cobertura del lecho, podía conmover incluso a quienes no le amaban —u odiaban, como sucedía con la mayoría de pajes y sirvientes—. Y las lágrimas del Trasgo caían con tal brillo sobre la frente del niño, que los presentes creían ver una bandada de mariposas de irisadas alas que venían a despedirse del joven Príncipe Heredero. Hasta el punto que, más de uno, desazonado por su brillo, que en verdad se antojaba tan triste como un funeral, intentó espantarlas. Por un cálido viento que llegaba del Sur, el abedul blanco movía las ramas finas, Y un raro aroma a mosto, viejo como el mundo, llenaba la estancia. Fue en aquellos días, cuando otro racimo ya tan rojo como el otoño mismo, perdió, uno a uno, hasta cinco hermosos granos, que rodaron, tersos y perlados como sangre de lluvia, bajo las pieles que cubrían al Príncipe.
Gudulina permanecía, quieta, a los pies del lecho. Miraba a su hijo tan fijamente y tan seria, que súbitamente sus ojos fueron una revelación para Ardid: aquélla era, precisamente, la profunda, atónita, extraordinaria seriedad de los ojos de Tontina. Y Ardid descubrió que todos los niños del mundo —los de noble cuna o los más villanos— acaparaban en su mirada aquella expresión: como si en ella se agazapara el más grave, asombrado y dilatado de los reproches. Y se dijo que nada sabía ella, ni nadie, de esta profunda mirada del mundo, del inmenso estupor de la tierra ante el humano acontecer. Entonces, fue a Gudulina y le habló como si hablara a una niña:
—Hay un hombre que dice que salvará a Gudulín. Si tú lo deseas, él llegará hasta aquí.
Gudulina pareció despertar de su profundo asombro y, tornándose de nuevo mujer —pero mujer desquiciada—, prorrumpió en maldiciones hacia todos los hombres y todas las tierras, y todo lo que existiera fuera de su dolor. Decía, entrecortadamente, que si un niño debía morir delante de su madre, el mundo no merecía la pena de haber sido creado.
—No morirá, no morirá —dijo Ardid, estremecida de horror ante sus palabras y, sobre todo, ante el sofocado grito, un ronco sonido que no gritaba pero que parecía taladrar las paredes del tiempo mismo—. No morirá…
Hizo conducir al joven hasta sus aposentos, y al verle quedó asombrada de su porte. Pues, aun en medio de su dolor —a pesar de todo y aun conociendo la índole perversa de su nieto, era hijo de Gudú, y llevaba su sangre—, quedó traspasada por un sentimiento singular: como si en él reconociera, de improviso, algo tan conocido como olvidado.
Era un hombre joven, de alta estatura, y tan rubio que sólo Tontina hubiera podido rivalizar con él. Y sus ojos eran tan azules, y tan perfectas sus facciones, que no parecía de origen tan humilde como se decía —pues, para Ardid, todo villano era tosco, torpe y feo—. Avanzó hasta el niño y, soplándole en los ojos y en los labios, quedó un rato como transido en honda meditación. El Físico del Castillo, a juicio de Ardid un estúpido ignorante —en lo que no le faltaba razón, ya que ni sabía leer—, que tan sólo sabía aplicar sanguijuelas y hierbas sobre las heridas, le miró con odio. Y Ardid leyó en aquel odio el propósito de, una vez curado el niño si es que lo lograba, acusarle de brujo. «Pero no será mientras yo viva», se dijo Ardid, con tal firmeza y pasión que a ella misma sorprendió.
El Trasgo, entonces, saltó sobre su hombro, y abrazándose a ella prorrumpió en sollozos, diciendo:
—Niña querida, niña querida… este joven es una de las pocas criaturas humanas capaces de hacernos respetar vuestra especie.
—¿Qué dices, querido? No entiendo…
—Está al borde de la Historia de Todos los Niños, pero él nunca quiso entrar allí, ni siquiera cuando tuvo edad razonable para conseguirlo. Y jamás entrará, ni tan sólo lo deseará: pero ten por seguro que allí sería bien recibido, aun cuando nunca supo ser niño…
—No te entiendo —dijo Ardid. Pero tan intensa era de pronto la Tristeza que en la tarde de verano ascendía desde el Lago, que su voz se quebró y ni fuerzas tuvo para decirle que no usara ahora, por lo que más amara, y era esto, sin duda alguna, Gudulín, el lenguaje de su especie. Aquel lenguaje llamado Ningún, que de niña entendía, y ahora se hacía para ella cada vez más confuso.
El joven ordenó que su anciano sirviente, o ayudante, trajera un cofre misterioso, y ante el estupor general y las veladas protestas del Físico y de los nobles, que comenzaron a oponerse escandalizados, se horadó una vena y a través de un conducto de fina urdimbre, parecido a un tubo, llegó a horadar la vena del brazo del pequeño Príncipe. Y así, su propia sangre llegó al heredero de Olar. Ardid atajó toda protesta con su más poderoso y altivo aire de Reina, diciendo:
—Dejadle hacer: sólo él puede salvarle. Y de todos modos, sin esta única esperanza, Gudulín morirá. Este joven Físico —de pronto, como poseída de alguna misteriosa revelación, así lo nombró— es la Esperanza.
Y Gudulín no murió. La sangre nueva fluyó hasta sus mejillas y sus labios y, tras quedar profundamente dormido, permaneció en este estado durante tres días y tres noches. Y ni un solo momento el joven Físico se apartó de él: espiando el menor de sus movimientos y rozándole suavemente manos y frente con sus dedos largos, firmes y suaves. Al fin, al sol del cuarto día, Gudulín abrió los ojos. Estuvo aún postrado durante un tiempo, hasta que, una tarde, pudo incorporarse. Sólo entonces, el joven guardó todos los misteriosos artilugios en el cofre, y pidió permiso para retirarse a su aldea. Estaba Ardid con Gudulina, el Trasgo y la primera de sus doncellas, y viéndole dispuesto a marchar, despidió a todos, excepto al Trasgo, y le dijo:
—Ni siquiera sabemos el nombre. Dinos qué deseas, y te juro que tus deseos serán cumplidos.
—Señora, sé de vos y vuestra sabiduría desde muchos años atrás. Y así, únicamente podréis entender vos lo que os digo: mi mejor recompensa ha sido comprobar la certeza de cuanto he estudiado tan afanosamente durante los treinta años de mi vida.
—¿Treinta? —se asombró Ardid. Pues parecía un muchacho de apenas veinte.
—Treinta míos, y doscientos heredados —dijo él—. Señora, os lo ruego, dejadme partir, pues si no lo hacéis, un gran peligro nos acecha a ambos.
—No lo entiendo —respondió Ardid. Temblaba por una desconocida emoción que le llenaba de luminoso a la vez que oscuro presentimiento.
En vista de que el joven callaba, se sintió repentinamente intimidada ante la mirada de aquellos claros y profundos ojos. Dijo entonces:
—Partid, en buena hora. Pero, al menos, decidme vuestro nombre.
—No tengo nombre, Señora —respondió él.
Y partió con tan fría y enigmática sonrisa que dejó confusa a Ardid. En tanto, Gudulina se entregaba a besar, llenar de dulces nombres y caricias al arisco Gudulín, cuyas primeras palabras fueron para reclamar su carcaj, flechas y daga.
—Trasgo, querido mío —dijo Ardid, apartándolo a la fuerza de Gudulín—. Dime quién es este joven…
—Ah, niña, los años espesan tu mente —dijo él, distraídamente—. No entiendo cómo puedes preguntarme algo tan evidente y simple.
Y como el Trasgo ahora sólo prestaba atención a su gran amor, tras verse rechazado por él, se dedicó a libar sin rebozo, hasta caer totalmente embriagado en las brasas. Ardid quedó perpleja y desazonada.
Gudulín regresó a la vida. En vano Ardid intentó reanudar las interrumpidas lecciones. Entre otras cosas, Gudulina, irritada, se lo impidió, diciendo que su hijo no precisaba de tales estupideces, siendo como era una criatura tan maravillosamente dotada por la naturaleza. Y así, halagándole y mimándole, pasó su convalecencia.
Ya finalizaba el verano cuando el Trasgo acudió una noche al encuentro del niño, para llevarle en busca de las viñas del Sur. Gudulín se levantó con aire distraído y soñoliento, y al fin dijo:
—No puedo, Trasgo, he crecido demasiado, no hay sitio para mí, en esos laberintos… —Y empezó a reírse. Y su risa se parecía a la risa de Gudú, breve y seca. Y riendo, extendió la mano, arrancó otro grano del pecho de Trasgo y lo mordió. Tal fue el dolor del Trasgo, que, con un lamento que toda la ciudad oyó, creyeron era el largo aullido del lobo, cosa insólita dado que en aquella estación no era posible. Estuvo algún tiempo escondido en lo más profundo de las raíces del bosque, llorando, hasta que sus lágrimas hicieron brotar un manantial bajo los abedules blancos.
3
Entretanto, y ante la imposibilidad de educar a su gusto a Gudulín, la Reina se dedicó más a los dos pequeños, Raiga y Raigo, sin olvidarse nunca de Contrahecho. Éste era tan raquítico y menudo que nadie le hubiera dado más de ocho años, y pasó a ser, de bufón-víctima de Gudulín —que, afortunadamente, lo había olvidado— a compañero de juegos de Raigo y Raiga.
Estos niños gemelos eran lindísimos. Tan rubios como el sol, y de porte tan gentil, que sólo las amargas circunstancias que el país atravesaba podían explicar el olvido en que eran tenidos. Contaban casi cinco años, pero ya se mostraban encantadores. Ardid se dijo que era hora de hacerles aprender a leer. Y aunque no destinados a heredar el trono, el carácter de Gudulín —tan temerario como inútil— podía hacer considerar que, acaso, algún día Raigo pudiera ser el único heredero. Por lo que, apresuróse a poner en práctica su idea, y con alegre sorpresa advirtió la despierta inteligencia del niño.
Los hermanos eran muy parecidos en su aspecto físico, pero de muy distinto temperamento. Raigo era apasionado y lleno de curiosidad por todo, como lo fuera su abuela a su edad. Pero Raiga, aunque era dulce y encantadora, no parecía interesarse más que por corretear, de la mano de Contrahecho, bajo el Árbol de los Juegos. Y aunque Ardid, absorta en su entusiasmo por educar a Raigo, no se apercibía de ello, Raiga y el pobre ex bufón, trepaban a sus ramas, arrancaban hojas y, entre los dos —que jamás habían aprendido a leer—, leían en ellas la clave de innumerables canciones, y el aprendizaje de un sinfín de juegos que se apresuraban a poner en práctica.
Tras las lecciones con su abuela, Raigo se les unía: y llegaron a construir entre los tres una pequeña cabaña en las ramas del Árbol, y allí solían pasar gran parte de su tiempo.
Así, ocurrió que un día Raigo no acudió a su lección. Ardid lo buscó en vano. Hasta que al fin, tuvo un presentimiento. Diriglose, sola, hacia la Torre que tan bien conocía y tantos recuerdos guardaba para ella. Estaba muy abandonada, maltrecha, y medio se derrumbaban las piedras de los muros, en tanto que la maleza, ortigas y yedra lo cubrían todo. Ascendió por los musgosos escalones y su corazón latía, sin querer indagar la razón. Y así, alcanzó el abuhardillado lugar bajo la cúpula azul. Levantó la mohosa trampa, y un enjambre de oro, parecido a polvo de sol, la cegó. Sacudiéndose los hombros, y el cabello, y tosiendo, penetró en aquel lugar.
A través de las rendijas de los postigos, quemados por el viento, la nieve y la lluvia, entraba la luz. Y Ardid iba distinguiendo poco a poco, y uno a uno, los viejos cofres que fueron de Tontina, cuando oyó unas voces quedas, y sofocadas risas infantiles. Se acercó de puntillas, y en la penumbra descubrió a sus nietos y a Contrahecho jugando con los viejos tesoros de la Princesa muerta. Sintió desfallecer su corazón, hasta el punto de que tuvo que sentarse sobre una de aquellas polvorientas arcas.
—¿Qué hacéis aquí?, y ¿quién os ha dicho…? —empezó a decir. Pero al observar con qué naturalidad ellos la miraban, sonreían y proseguían en sus juegos, desistió de preguntarles nada.
Estuvo un rato allí, sentada, observando lo que hacían los niños. Y, recordó que ella jamás había jugado ni había sido verdaderamente niña. Entonces, tomó entre las manos un muñeco y, escudriñando en sus ojillos de vidrio algo, algo que se le escapaba, permaneció mucho rato.
Al fin, cuando la tarde declinó, los niños, que tenían el cabello lleno de polvo dorado, de pétalos marchitos, y las mejillas rosadas, empezaron a bajar la escalera, en busca de la cena y el sueño. Entonces ella ordenó los esparcidos tesoros, y tras cerrar la trampa, con gran cuidado, les llamó y dijo:
—Escuchadme, niños: nunca digáis que aquí habéis estado ni reveléis este lugar a nadie. Pues sólo aquí vendremos nosotros cuatro, y nadie debe interrumpir con su presencia nuestros juegos.
Los niños asintieron con gravedad. Y mientras regresaban a la Torre Sur, donde habitaban, el cielo se llenaba de estrellas, y la Reina Ardid lloraba silenciosamente.
Desde aquel día, tras la lección de Raigo, allí acudían los cuatro. Y la lección era doble, y mucho más rica, puesto que con ellos, la Reina aprendió a jugar, por primera y última vez en su vida.
Gudulín se iba convirtiendo en un muchacho alto, robusto, de manos grandes y generalmente sucias. Un día pidió a Gudulina un caballo, y ésta ordenó inmediatamente que se cumpliera tal deseo.
—Es muy niño aún —dijo el Barón Silu—, debe antes tomar lecciones del Maestro de Armas.
Así lo ordenaron al viejo Randal que, relegado de la Corte Negra, regresó a su oficio con celo e ilusionado afán. Empezó por enseñarle los lances de espada y daga, pero Gudulín se mofaba de él: le tiraba de las barbas, se reía de sus piernas combadas de antiguo jinete y decía:
—Viejo estúpido, yo sé luchar con otras y mejores armas.
Y le mostraba los arteros conocimientos adquiridos del viejo y desdichado Astrágalo.
—No es noble ese juego, ni esa manera de luchar —decía el viejo dominando su ira. Pero por toda respuesta recibía una flecha, que a duras penas podía esquivar.
Gudulina consiguió para su hijo un caballo joven, negro, de crin blanca y ojos de color miel. Gudulín, al verlo, palideció. En aquel instante su corazón sufrió un brusco estremecimiento: el amor lo llenó, y casi afloraron a sus grandes ojos de pirata niño y borracho, lágrimas tan puras como el primer rocío. Corrió hacia él, y colgándose de su cuello permaneció así, sin hacer caso del susto del corcel, que no le correspondía. Su rosado belfo temblaba y sus ojos del color de un dulce licor conventual, se inundaron de terror. Tal vez regresaban a él viejas historias de sapos, ranas, murciélagos y escarabajos mutilados y, al sentir en su cuello las grandes y sucias manos del Príncipe, se sintió sacudido por tal temblor, que Gudulín creyó navegar sobre un mar de espuma aterrorizada, como sangre inocente. Y como había heredado el don de su abuela en el centro más hondo de sus pupilas —fieros ojos relucen en la noche como dos gotas de metal fundido y abrasan a quien mira a través de ellos, y sumen en la más atribulada sed la vida que se debe arrastrar—, sabía que el corcel le temía. Así, tembloroso él también, murmuraba en su oreja de terciopelo: «Caballito, caballito mío». Pero el corcel no le entendía, sólo temblaba. Y Gudulín se sintió rodeado por la neblina del Lago, y la antigua Ondina se adueñó de su corazón solitario y feroz. Y así, ablandado al fin como bajo musgo viscoso y tardío, Gudulín sollozó sin lágrimas, diciendo: «Caballito, amigo, amigo mío». Y nadie era amigo de Gudulín, y nadie podría jamás ser amigo suyo. Excepto un pobre trasgo, que él despreciaba.
Saltó sobre su caballo y se abrazó a su cuello, pero el corcel se desató, rompió el dogal y huyó con él a lomos, saltando las barreras, hasta alcanzar el corazón del bosque. Allí, junto al manantial del Trasgo, se detuvo.
Era un verano caluroso, y en las praderas la hierba se agostaba, pero no allí, que casi parecía negra, de tan húmeda y hermosa. Gudulín sentía bajo sus rodillas el corazón del corcel, y dijo:
—Amigo, amigo, te amaré mientras viva.
Y después, lloró, y regresó; y aquella noche, en su lecho, volvió a llorar. Cuando el Trasgo asomó por la chimenea y vio a Gudulín tan anegado en tristeza, fue a acariciarle la negra y suave cabellera y, besándole en los ojos y labios y orejas, intentó consolarle como mejor podía. Pero Gudulín no le escuchaba, ni sentía sus inútiles besos. Y desde aquella noche, todas las noches de su vida —en verdad corta— lloró, dormido, o medio dormido, en la frontera de la vida y la muerte que, tan sedienta y paciente esperaba bajo su lecho.
Declinaba ya aquel tórrido verano en que los niños lloraban de noche. Pues no sólo Gudulín lloraba ocultamente bajo sus cobertores; había una niña, menuda y hermosa, que igualmente sollozaba en la oscuridad y el olvido del enorme Castillo de Olar. Y era Raiga, la primera y más dulce y gentil Princesa de aquel Reino. La habían alojado en una pequeña cámara —antiguo dormitorio de Dolinda— y dormía muy cerca de su abuela. Y en otro lecho idéntico, a su lado, dormía Raigo, el gemelo. Pues por ser tan niños, los tenían siempre juntos, sin distinguir apenas sexo y carácter, tan parecidos eran. Si el cabello dorado de Raiga rozaba sus hombros, nadie pensó tampoco en cortárselo a Raigo. Y dormidos, hubiera sido difícil distinguir entre ambas cabecitas, si se trataba de niño o niña. Tan delicadas eran sus facciones, tan dulce y profundo su sueño. Nadie les hubiera podido diferenciar, excepto Contrahecho. Cuando todos dormían, él salía del pequeño recinto que antaño fuera cubil del amado y llorado Hechicero. Despertaba y salía en la noche, porque venían enjambres de silfos a morderle las orejas y decirle: «Raiga llora». Y entonces, de puntillas, vestido con su larga camisa —despojado al fin de los humillantes cascabeles de oro—, se acercaba de puntillas al lecho de los niños, y a los pies de Raiga, lloraba también sin lágrimas. Aunque sólo los trasgos y los ancianos gnomos del Subsuelo, y los pájaros que asesinaba Gudulín, y las inocentes culebras del fondo del río, que, sin veneno, sufrían la maldición de las serpientes malignas, la podían ver. Y decíase: «Raiga querida, Raigo querido, a nadie amaré en el mundo, excepto a vosotros dos. Y como no podré desposaros cuando sea hombre, mi vida será negra y triste». Y la neblina del Lago ascendía, ascendía.
En verdad que Olar era una ciudad triste, y el Castillo del Rey, un tenebroso recinto de piedras musgosas donde los niños lloraban por la noche. Y únicamente la lechuza, vieja y sabia —había conocido a Predilecto, a Tontina, incluso a las ardillas de aquel desaparecido séquito, cándidas criaturas que en el mundo vagan soñando en la bondad y en la libertad de la inocencia—, sabía que Raiga lloraba porque Contrahecho era feo, bufón, jorobado y dulce como un panal de miel.
Entró por fin el otoño, tan rojo y perfumado, que el Trasgo olía vino en los rincones más inesperados del Castillo. Fue por Gudulín y le dijo:
—Niño amado, ven, te llevaré conmigo al Sur y regresaremos en una sola noche.
—Iré montado en mi corcel —dijo Gudulín, sentándose en el lecho y frotándose los ojos.
—En tu corcel, querido, y en el viento —dijo el Trasgo—. Sólo te pido un poco de amor, aunque con él se desprendan todos los granos de mi cruel racimo.
Y fueron a la viña, y hallaron allí a la gente en los lagares, y compartieron su alegría y sus vinos.
Gudulín fingía ser un niño perdido, y por lo sucio y desgarrado de su atuendo y su misma persona, nadie lo ponía en duda. Y el corcel les aguardaba, oculto entre la floresta.
Regresaron al amanecer, borrachos y cantarines, y el corcel de Gudulín corría, corría como el propio viento, a impulsos del grandísimo deseo del Trasgo.
Al día siguiente, Ardid llamó al Trasgo, que dormitaba en las brasas de la chimenea.
—Trasgo, querido, dime cómo se llama y adónde fue el hombre que salvó la vida de Gudulín.
El Trasgo se desperezó. Su nariz aparecía ahora tan roja como las hojas del bosque, como su rizada melena.
—Clarividente amor, clarividente hombre —dijo agobiado por las preguntas de Ardid—. Ah, niña, niña, estás tan vieja que me causas pena.
—Pero dime, ¿qué ha sido de él? Envié secretamente mensajes y hombres en su busca y nadie me da razón de esa extraordinaria criatura.
—No sé dónde habitará; en cualquier parte, tal vez. Y me digo que acaso sólo Once debe saberlo. Pero tampoco sé dónde andará Once, ahora…
—Decían que era el novio de una muchacha de las cocinas. Pero esa muchacha llora día y noche su desaparición. Trasgo amado, dime, ¿dónde está el hombre que salvó de la muerte a mi nieto?
—Bien, lo indagaré en recuerdo de aquellos días cuando podías deambular por mis caminos subterráneos… Niña, dime, ¿adónde fuiste?, ¿dónde estás? Te busco muchas veces por el subterráneo y no doy contigo…
—Los niños que no mueren son tan misteriosos como la propia tristeza —dijo Ardid, con ojos pensativos—. No sé adónde fui, querido Trasgo. No sé dónde, ni por dónde vagará aquella niña…
—No estás en la Historia de Todos los Niños: jamás pudiste entrar allí.
—No, bien lo sé.
Desde que cada tarde subía a la buhardilla de la vieja Torre y allí permanecía largo rato con sus nietos y Contrahecho, Ardid había recuperado cierta sabiduría que creía desaparecida de su memoria.
—Te prometo que en cuanto halle aquella niña, te avisaré… Pero entretanto, ve en busca del hombre Clarividente, pues su ciencia me es necesaria como el aire que respiro. Soy mujer estudiosa, querido, y mi afán por conocer es tan grande como el de mi hijo, aunque de diferente manera.
—Lo sé —el Trasgo estiró sus piernas, cada vez más parecidas a delgadas cepas—. Lo sé. No necesitas decir algo que conozco aun más que tú misma.
Y buscó al hombre Clarividente, y al fin lo halló. Vivía en la otra orilla del Lago, precisamente en aquella cabaña de pescadores donde antaño se ocultaran la niña Ardid, el Hechicero y él mismo. Junto a su abuelo, el anciano que guardaba su cofre, el joven Clarividente dedicábase sin reposo al estudio e investigaciones. Pero no olía allí dentro a Raíces del Sueño, ni a semillas de mostaza, ni a caminos horadados en el suelo o el firmamento. No olía sino a hombre clarividente, raramente sensato, cuerdo, prudente… e inocente. De suerte que ni aun a pesar de la grave contaminación que le aquejaba, no parecía posible que el hombre pudiera verle. Porque Clarividente carecía totalmente de imaginación sobrenatural —dedujo el Trasgo porque lo humanamente natural era sólo el fruto de sus investigaciones. «Hermoso incontaminable —sollozó el Trasgo, súbitamente apercibido de su miserable estado—. Hermoso y puro en su especie… ¿Por qué somos tan raros, ya se trate de seres humanos como de otras especies? No es la pureza la que rige el mundo donde nos ha tocado vivir». Y levantando la cabeza hacia el cielo, pensó que tal vez allí lejos, donde las estrellas alcanzaban el punto justo de luz y de negrura, existiría una condición de vida más completa, más feliz. Pero estas cosas —acaso— sólo podía saberlas la Dama del Lago, y sus relaciones con ella no eran en modo alguno cordiales.
Así, en la oscuridad del sueño vio al fin los ojos de Clarividente, tanto como para percibir ciertas partículas doradas y caprichosas que le condujeron a una total comprensión. O así lo creía.
Regresó al Castillo y despertó a la Reina:
—Querida —dijo—, él vive allí donde tú morabas con el Hechicero y conmigo mismo. Y he de decirte que sueña contigo todas las noches.
Ardid notó cómo se encendían sus mejillas.
—No es posible —murmuró.
—Lo es, y lo sabes muy bien. No es raro: os une el afán de conocimiento. Como a Gudú. Como a otros muchos, aunque se revista de diversas formas…
—Si es tan joven aún… y yo tan vieja.
—Yo no entiendo vuestras edades —dijo el Trasgo, fatigado—. No sé qué quieres decirme. De todas formas, su edad y la tuya se reúnen de cuando en cuando en la conjunción de la última estrella con el sol.
—¡Habla como nosotros!… —suplicó Ardid.
Pero, aunque intentaba retenerle por las piernas y el cabello, como no podía palparlo, él regresó a la oscuridad del túnel, y fue nuevamente en pos de Gudulín.
—Gudulín, te llevaré al Sur —susurraba en su oído.
Pero ahora no pudieron arrastrar al corcel, y sin el corcel no había viaje y el sueño se hacía imposible. De todos modos, intentaron penetrar en el túnel subterráneo. Pero Gudulín no cabía. Se llenaba la boca, y los ojos, de tierra roja y humedad; las raíces del mundo se introducían en sus oídos. Ya estaba crecido, crecido, irremisiblemente crecido. Y Gudulín, al notarlo, lloró en silencio, amparado por la oscuridad.
—Nunca volveré a ver el Sur —dijo, quedamente—. Nunca tendré amigos.
Y no sentía las lágrimas ni los besos del Trasgo. Retornó al lecho, y se durmió sollozando. Al día siguiente montó en su corcel, le castigó duramente con los talones, y lo llevó al bosque. Allí, penetró en la cueva de los murciélagos, atrapó cuantos pudo e hizo con ellos un escarmiento memorable para aquella sufrida raza.
Cuando regresaba, tenía las manos manchadas de sangre. En el sol de otoño, relucían como piedras rojas.
Al entrar en el Castillo, oyó gran alborozo. Un emisario anunciaba la llegada de su padre, victorioso. Y supo que traía prisionera y humillada a la cruel Urdska, Reina de la Estepa. Y se decía por todo Olar que por mucho, mucho tiempo, las Hordas Feroces no sembrarían el pánico de sus tierras ni atravesarían los límites de su engrandecido Reino.
Pero Gudulín no sentía amor hacia Gudú; sólo un temblor convulso, que contagió a su corcel, y le avisó de un raro placer de antemano paladeado: Gudú era su enemigo, y como enemigo le miraría, y vencería.
4
Toda la ciudad se preparaba para recibir al Rey. Y se comentaba en todos los hogares aquello que cuidadosamente el Rey hizo propagar entre sus súbditos: «No hay misterios en la tierra, si Gudú se enfrenta a ellos». Según se decía, la temible Urdska llegaba encadenada, y en la contemplación real de su persona se desvanecía el viejo misterio de la estepa, el pavor de las gentes de Olar hacia las desconocidas llanuras sin fin. Ya les había advertido Gudú muchas veces, mostrando niños capturados a las Hordas a sus jóvenes guerreros: «He aquí lo que tenéis por diablos del fin del mundo. No son diablos, y el último precipicio de la tierra no ha sido aún avistado por mi ejército».
Por fin finalizaba aquella larga etapa de privaciones y austeridad para unos, de hambre y miseria para otros; por fin renacería la paz y la prosperidad para unos, y una existencia más llevadera para otros. Nadie sintió, sin embargo, como la Reina Gudulina una aguda y luminosa lanzada en pleno corazón: renacía su esperanza.
Gudulina revisó sus vestidos y se asomó al espejo tantas veces que llegó un momento en que no pudo ver su rostro. Y como antaño, la vez en que tan gloriosamente le recibió y amó, creía ahora que recuperaría lo que nadie ha podido jamás recuperar: el calor y la luz de un tiempo huido, el lugar del corazón donde el amor fue algo vivo y palpable, no un turbio sueño invadido de niebla, recorrido por lentos caracoles nocturnos. En su memoria renacían leyendas que de niña le contaba Arandana, esclava de piratas, de tez negra y rugosa, que destinó Leonia al cuidado de su infancia. Aquella vieja negra solía decirle, mientras peinaba sus rebeldes cabellos de niña: «Queridita, los hombres son perversos pero necesarios, y como todas las necesidades de este mundo, hay que gobernarlos». Y así, de labios de aquella cautiva, escuchó la historia de una Princesa hecha prisionera, salvada de la muerte por el Rey de los Nardiscos, y que, una vez liberada, sufrió tan peregrino y desdichado amor por su salvador —él no la amó jamás— que murió en plena hermosura y juventud maldiciendo el día de su liberación. «Pero aun así, queridita —decía Arandana, dando remate a sus trenzas con el cordel dorado que segaba limpiamente el cuchillo de sus dientes—, la pobre Princesa Cautiva pensó en el último instante de su vida —que es cuando la vida toda de los humanos se refleja en la mente, como los árboles en el agua— que bien valía el sufrimiento, con tal de haber sido besada por el Rey una sola vez». Y esta historia que encendía de curiosidad y placentero espanto su corazón de niña, revivía ahora en su corazón de mujer ya agostada.
Había cumplido ya veintitrés años, y no había cuidado de sí misma, ni en lo físico ni en lo mental, como la Reina Ardid. Se decía ahora, que la esperanza en recuperar el amor era la única isla donde se refugian los náufragos de tan extraño sentimiento. Rememoraba playas de su infancia, rememoraba a su madre, rememoraba los rudos marinos y piratas de los arrecifes, y se encendía todo el sol de la Isla en su corazón; sin reparar en que los años, la enfermedad y el desvarío habían hecho estragos sin cuento en lo que fuera su espléndida figura y dulce piel de muchacha.
Llamó a Gudulín, y ordenó vestirlo y desvestirlo una y mil veces con varias prendas a cual más lujosa. Pero los trajes enviados por la cada vez más distante Leonia ya no servían al Príncipe. Ceñudo y demasiado alto para su edad, el Príncipe Gudulín, siempre sucio y sombrío, sólo relucía en su rostro pálido y ojeroso de pequeño beodo la belleza inquietante de sus enormes ojos de pirata. Pero Gudulina veía en él el fruto de un amor sin límites, y ninguna belleza podía compararse para ella a aquel rostro de correctas facciones, aunque de sañuda y ensimismada expresión. Y acariciando los suaves y brillantes cabellos negros, le decía:
—Gudulín, al fin vuelve el Rey a Olar…
Y Gudulín pensaba: «Al fin vuelve el enemigo, a quien destruiré. Porque el Rey soy yo». E ignoraba que, en muy lejano lugar, una niña poco mayor que él, delgada y nervada como un muchacho, montaba a horcajadas su caballo estepario, las desnudas piernas al viento de la estepa, golpeándole los ijares con un junco del río en la mano, y gritaba a su vez: «Soy el Rey».
Pero Gudulín no tenía madera de Rey, y Ardid, que contemplaba en silencio y a la vez los ajetreos de Gudulina intentando reducir su cintura demasiado ancha ya, y los sombríos ojos de su nieto, lo sabía. Y sabía que nunca llegaría a reinar, como intuía que Gudulín era sólo el Rey de los Sombríos Parajes y pasadizos donde agonizan los animales torturados; despedazados sapos y murciélagos, únicos testigos de la soledad de un niño que no quiere o no puede ser amigo de alguien, que se siente solo, quizás enemigo de sí mismo.
Ahora que una y otra vez, tarde tras tarde, había subido de la mano de Raigo, Raiga y Contrahecho los escalones gastados y cubiertos de musgo de la Torre Este, ahora, empezaba a descifrar un libro que no estaba escrito en ninguna parte: excepto, acaso, en la memoria de los gnomos, en la rápida decadencia de las amapolas, en la frágil llama que abrasa las mariposas nocturnas. Sí, a su muy madura edad —había ya cumplido cuarenta años— Ardid empezaba a comprender, o al menos intentarlo, la vieja y despreciada sabiduría de los desvanes, allí donde van a parar los juguetes rotos olvidados y descoloridos de los niños que crecieron y ya no están en ninguna parte. Porque los años habían conseguido que olvidase aquella ciudad llamada La Historia de Todos los Niños. Y así, el día en que preguntó a Raigo:
—¿Quién os ha enseñado a venir a este lugar, quién os ha enseñado a jugar con estas cosas tan llenas de polvo y tiempo? Raigo y Raiga la miraron con irónico reproche, como si creyeran que estaba burlándose de ellos. Y al fin, el pequeño Contrahecho dijo:
—Oh, Señora, bien sabéis que sólo podemos jugar aquí porque sólo así nos lo enseñó aquella niña que murió.
—¿Qué niña? —se inquietó Ardid.
—La niña Tontina.
—Ah, sí —se dolió Ardid ante los niños—. Murió cruelmente: pero no debéis hacerle caso, porque la quemó el Rey, por bruja.
—Abuela, qué tonterías dices —se impacientó entonces Raiga—. Murió porque recibió un primer beso de amor.
Y quedó así tan muda y perpleja, sin saber qué contestar, hasta que el sol se despidió sobre el ala polvorienta del Árbol, y se entretuvo en una hoja de oro. Entonces dijo:
—Niños míos, decidme si algo tuvo que ver en esta historia el Príncipe Predilecto.
—Sí —dijo Raigo—, el Príncipe Predilecto fue el causante. Pero no importa; gracias a todo eso, Once nos pudo devolver los cofres que habíamos perdido.
—¿Cuándo, niños míos, perdisteis antes de que nacierais?
—Oh, abuela, qué cosas tan tontas dices: de sobra sabes que mucho antes de asomar por aquí, estos cofres eran nuestros.
Y nada más preguntó Ardid: pues el lenguaje de los niños que aún no tienen uso de razón —y que, menos ella ahora, todos tomaban por ininteligible media lengua— era muy similar al lenguaje Ningún. No estaba ya capacitada para descifrarlo en su totalidad. Así, su profunda melancolía se tradujo en una sonrisa que la rejuvenecía notoriamente y el fuego de la Reina ambiciosa, de la Reina indomable, de la Ardid astuta y certera, brotó y prendió nuevamente, para decirse: «Yo forjaré al nuevo Rey de Olar: pues sólo Raigo llegará a suceder a su padre, mi querido hijo Gudú». Y aunque ensombreció su entusiasmo la idea de que para nada hubiera necesitado Gudú ser objeto de aquella lejana e insensata extirpación —pues empezaba a creer que ya, desde su nacimiento, estaba naturalmente incapacitado para el amor—, se prometió a sí misma, y muy firmemente, que, muriera o no muriera Gudulín, Raigo y ningún otro de sus nietos sería el verdadero heredero al Trono de Olar. Esperaba vivir lo suficiente como para asistir a su coronación y verle Rey. Y así olvidaba que para que esto sucediera Gudú debía morir, y que Gudú había sido —hasta el momento al menos— el gran deseo, la esperanza y la gloria de su corazón.
Sólo cuando los emisarios anunciaron que la comitiva real se avistaba tras las aguas del Lago, una rara angustia pareció aprisionar su pecho, y llevándose la mano a la garganta sintió el latido de su corazón, y pensó que, acaso, el gran error de su vida no era únicamente haber privado de amor a Gudú —hasta el punto de impedirle amarla a ella—, sino que, ella misma, había efectuado una monstruosa extirpación en lo más hondo de sus sentimientos: pues había mirado siempre a Gudú como Rey, antes que como hijo.
Estos cofres, si existieron. Pero cuando descendía, ligera y revestida de solemnidad a un tiempo, las escaleras del Castillo de Olar, también sabía —como sabía que las gotas de arena dorada resbalaban sin cesar en la copa de cristal azul, sobre la cornisa de su chimenea— que Olar únicamente había tenido una sola Reina: y ésa era precisamente aquella que descendía, lenta, majestuosa, la escalera: la única, verdadera e incomparable Reina Ardid.
5
Como ejemplo inolvidable para sus gentes, Gudú había ordenado de antemano levantar en la Plaza del Mercado una tarima semejante a las que se fabricaban cuando debía hacerse un ejemplar castigo. Pero esta vez no estaba destinada a ejecución alguna —al menos en su aspecto físico—, pues la única ejecución que se proponía llevar a cabo era en verdad mucho más sutil y profunda: el destierro —que esperaba fuera definitivo— del terror que las Hordas Feroces ejercían sobre su pueblo. Así pues, llegado el momento, se mostró ante todos sin solemnidad alguna, sin manto ni corona reales, tan sólo con sus polvorientas ropas de soldado. Desenvainó su espada —que despidió destellos negros—, mostró sus cicatrices, y ordenó hicieran lo mismo sus soldados. Mandó hincar allí mismo las cinco picas que mantenían aún —si bien en hediondo y malparado estado— las cinco cabezas de los cinco jefes esteparios, a quienes con tanto esfuerzo, arrojo y tesón había derrotado. Y una vez las mostró al pueblo, con su potente voz, que en el silencio de la tarde septembrina se dejó oír de piedra en piedra, de conciencia en conciencia, como un oscuro y violento vendaval, dijo:
—Aquí tenéis, pueblo temeroso y estúpido, a esos que llamáis los diablos del fin del mundo. Se corrompen y hieden de igual manera que las cabezas de los ladrones y los criminales: pues de la misma sustancia están hechos. Como las vuestras…, y la mía.
Y con su propia espada cortó las negras trenzas de aquellos desdichados guerreros —ya en verdad indiferentes a toda ocurrencia— y las arrojó al pueblo, que, primero, retrocedió asustado. Luego, súbitamente, se enardeció. Y la plaza, y las piedras, y las murallas todas de Olar se invadieron de un rojo resplandor; y un viento caliente de sangre se pudo aspirar en el aire, y encendía las miradas, penetraba por oídos y bocas, y arrancaba gritos de violencia, de toda la antigua y soterrada crueldad que se agazapa en el corazón de los hombres. Hasta el punto de que aquel olor podía percibirse también con ojos y oídos. Entonces, el Rey se volvió a sus soldados y dijo:
—Traed a mi hijo primogénito, el Príncipe Gudulín.
A poco llegaron los soldados, y entre ellos un espantado corcel negro, de blanca crin y ojos de miel, temblaba, no se sabía si de placer o terror; y sobre él se erguía un niño pálido, de enmarañado cabello y grandes ojos negros. Había desenvainado su daga, y llevaba a la espalda un carcaj, provisto de arco y flechas. Al verle, Gudú sonrió, complacido, y ante la entusiasta plebe —que rugía de un placer sanguinario que les impelía a azotarse unos a otros con mechones de trenza muerta—, dijo:
—Ved lo que hará el Príncipe Heredero, vuestro futuro Rey, con el gran misterio de la estepa.
Entonces, ordenó que de una parihuela sobre la que habían montado un dosel cubierto de seda roja y polvorienta, descendiera una mujer encadenada. Y tal era su aspecto, que los gritos enfebrecidos del pueblo cesaron al verla, pues jamás guerrero alguno ascendió los peldaños del extraño patíbulo con mayor altivez y despectiva sonrisa. Sus agudos y blanquísimos colmillos de chacal brillaban tanto como sus oscuros ojos, semicerrados de odio. Y como las negras trenzas —que casi rozaban sus talones brillaban como jamás cabello de mujer de Olar lograra, ni aun a fuerza de vaciar en ellos el aceite de los candiles, Gudú avanzó y, tomándola de ambas trenzas, con extraña furia, hasta el momento retenida, gritó a su hijo:
—Príncipe, corta estas trenzas, y arrójalas al pueblo, para que sepan de qué materia está hecho el misterio de la estepa, y cuán vulnerable es al fuego y al escarnio.
Así lo hizo, con evidente gozo, Gudulín: saltó del caballo, trepó al tarimado, y con su afilada daga cortó las dos trenzas de la Reina Urdska y las arrojó al pueblo. Antes, con un fulgor por vez primera jubiloso en sus enormes ojos de terciopelo, arrancó un mechón y lo mordió con sus blancos y afilados dientes de lobezno.
El pueblo celebró la hazaña con tales aullidos, que en el Castillo temblaron todos, desde el digno Barón Presidente de la Asamblea, hasta el último pinche de cocina. Sólo Gudulina parecía ajena a aquel clamor; una especie de música dulce parecida a un licor antiguo y peligroso, la llenaba, y penetraba. Y sólo amor veía en la creciente noche de Olar, allí donde estaban, como únicas estrellas, el odio, la venganza y la soberbia.
Gudulina mantenía las manos fuertemente enlazadas; y el temblor de sus labios no podía permanecer oculto a nadie. Por lo que la Reina Ardid fue quien, asidos de ambas manos, tuvo que mantener, a su derecha, a Raigo, y a su izquierda, a Raiga. Y ambos niños miraban a todos con grave asombro, y los entreabiertos labios exhalaban preguntas que iban desde la admirada expectación ante el humano acontecer, hasta el burlón regocijo que produce el espectáculo más grotesco de la tierra: esto es, una reunión de adultos que espera celebrar, solemnemente, la más triste exhibición de su humana naturaleza. Todos permanecían atentos, excepto el Trasgo, que escondido en los pliegues del ya muy raído manto de Ardid —la Reina no renovaba su vestuario desde las campañas de las estepas—, esperaba ver a su amado Gudulín.
El Rey no mandó degollar a Urdska como esperaban todos, y mientras la obligaba a descender de nuevo, jamás le miró nadie como ella lo hizo. Bajo aquella mirada, sintió como si todo el frío del invierno llegara hasta él. Ordenó que la condujeran a la Corte Negra, y una vez allí, permaneciese encadenada, hasta que él decidiera lo que debía hacerse con la soberbia y humillada Reina esteparia.
Luego, cuando se encaminó al Castillo, observó por primera vez a Gudulín. Y aunque no podía especificar por qué razón, lo cierto era que su heredero no le placía. Sus manos eran grandes y fuertes, pero todo él, pese a su delgadez, le pareció un niño blando y oscuro. Miró sus ojos, y le parecieron como nacidos de una antigua y feroz noche, que le traía a la memoria el viscoso trepar de ciertas criaturas húmedas, en los oscuros pasillos de su infancia. Porque Gudú no podía ver la sed, si la sed provenía del deseo de amor: y este deseo, aun sin luz, aun en la tiniebla, estaba allí, en la sombra de su mirada, en la lastimosa e indefensa inactividad de sus manos de niño; a pesar de su estatura, superior a la de los niños de su edad —en lo que no desmerecía la raza de Volodioso—, al fin y al cabo Gudulín aún no había cumplido ocho años. Por primera vez, Gudú pensó algo que le estremeció. Mirando a su hijo aún niño con una hostilidad que no podía comprender, se dijo a un tiempo, y sin saber tampoco por qué razón, que la vejez debía ser algo triste e intolerable. Pero, como todos los pensamientos importunos, los alejó de sí, como puede alejarse de un manotazo un insecto molesto.
El primer encuentro —después de casi cinco años— con Gudulina no fue tan magnífico como aquel otro en que, precisamente, se engendraron los gemelos de rubios cabellos que le miraban con ojos agrandados de terror, admiración o quién sabe qué —en verdad esto era ajeno a su interés.
Ardid estaba allí, y su orgullo creció al observar que, si bien la Reina Madre declinaba con los años, no era ni mucho menos una mujer carente de atractivo y belleza: sus cabellos se entretejían de oro y plata, y su arrogancia se había vuelto más frágil y delicada. Pero sus ojos oscuros de ardilla relucían aún; y sus labios aún frescos dejaban entrever el blanquísimo brillo de su envidiable dentadura, dientes de niña crecida entre los campos. «La mejor amazona, la mejor Reina, la mejor madre», pensó Gudú, envanecido.
Y aquel par de extrañas criaturas que eran sus hijos, tenían también cierto parecido a dos nerviosas ardillas. Por un momento pensó, desconcertado: «¿Quién es el niño? ¿Quién la niña?», y antes de descifrarlo, dedicó su atención a la madre de tan raras como insignificantes criaturas. Y al verla, un leve disgusto le ensombreció: Gudulina se había vuelto fofa, sus mejillas le parecieron demasiado redondas e hinchadas. Y aquellos ojos que antaño, en aquel mismo lugar, parecían retener toda la luz del sol sobre el Lago, tenían ahora una desapacible similitud con los ojos de Gudulín. «Es blando como ella: mi hijo es igual que su madre, sin lozanía como ella, como agostado ya desde la cuna», se dijo, con hastío.
Cuando Gudulina le abrazó, sintió un raro vértigo. De nuevo estaban impregnados sus cabellos del agreste perfume del brezo y la hierba del sueño; y su cuerpo era firme y dulce, y sus labios tenían la suave y tristísima embriaguez —de pronto, así le pareció, aun por peregrino que pareciese— de la decepción tras la gloria. Porque la gloria —y aún besaba a Gudulina cuando lo pensaba— del triunfo era aún el sabor del triunfo. Y sintió sed, una abrasadora sed de estepa, de ilimitados horizontes, de sangre y polvo. Y tuvo conciencia de todas las cicatrices de su cuerpo, y aún más, todas las cicatrices y todas las heridas y aún todas las muertes de sus hombres, en su propio cuerpo. Apretó contra él a Gudulina, haciéndola gemir. Y se dijo: «No he logrado nada. Nada ha empezado todavía: aún queda tanto, tanto por…».
Pero la Corte le aguardaba, jubilosa: el Rey había vencido a las Hordas. Y las Hordas, en años y años, no volverían a osar adentrarse, en sus rapiñas sanguinarias, por tierras del invencible Rey Gudú.
Pasaron algunos días en los cuales Gudulina creyó recuperar su viejo amor perdido. Pero estas cosas, sabido es que no son fáciles en la humana naturaleza. La vasija del amor se rompió, y su contenido se había desparramado por la corteza del mundo, y la pobre Gudulina, de rodillas y suplicante como mendiga, iba rastreando el surco de aquel río perdido entre inútiles praderas. En los primeros días, Gudú halló un placentero sabor en la blanda y redondeada Gudulina, su perfumado cabello y su cuerpo limpio. Estaba cansado de la fibrosa angulosidad de las esteparias. Gudulina había aprendido en la Isla de Leonia lecciones de aseo que las mujeres de Olar distaban mucho de practicar, y ahora a Gudú le desquitaba del olor a cabra, polvo, sangre y cuero. Día llegó en que aquellos olores embargaron su olfato y su sensualidad; y con violencia terrible e irremediable, sintió la sed que le inspiraba la Reina Urdska, cuyas manos debían permanecer atadas a la espalda, si quería yacer con ella. Y como jamás había recibido de ella un beso, sino feroces dentelladas —en las que poco a poco iba hallando un oscuro sentimiento placentero, que creía nuevo y era tan viejo como el mundo—, sin aguardar al amanecer, saltó del lecho conyugal y, desnudo aún, y dormida Gudulina, mal que enfundó su coraza de cuero y metal, envainó su espada y, saltando sobre su caballo galopó bosque adentro, rondando la Corte Negra.
Estaba el otoño avanzado, pero el viento aún era tibio durante el día, y en la noche, fresco y saturado de raíces perfumadas. Y así, vio tras las murallas del recinto negro los resplandores rojos de las hogueras, los gritos de los centinelas, y sintió arder su sangre. Y entró al galope, en el recinto gritó más que ordenó que elevaran el puente y, Rey Negro de nuevo, entró en su verdadero Reino: el único que sentía propio, entre todos los reinos de la tierra.
Al día siguiente, hizo llamar a Gudulín. «Ya tiene edad de entrar en los Cachorros —decía su mensaje—. No debemos perder tiempo con él». Gudulín partió, pues, al siguiente día de recibido tal mensaje, hacia la Corte Negra.
6
Desde la noche en que tan inopinada como desconsideradamente la abandonara Gudú, Gudulina cayó en tal estado de abandono, que la misma Ardid no dudó en calificarla de loca rematada. Vagaba por los pasillos vestida tan sólo con su larga camisa blanca, y asustaba a la guardia, que creía hallarse ante un fantasma. Descalza bajaba al patio, y recorría las dependencias con un llanto quedo y tristísimo. Al amanecer, regresaba de nuevo a sus habitaciones y permanecía echada, los ojos cerrados, sin que la solicitud de sus doncellas y camareras —que en verdad la amaban y compadecían— lograra reanimarla. Hasta tal punto permanecía enajenada, que Ardid, temiendo de nuevo que el desconcierto de los nobles la acusara de brujería, ordenó recluirla definitivamente en su cámara. Y así, Gudulina ni tan sólo logró enterarse del mensaje que Gudú envió reclamando a Gudulín: lo cual, según pensó Ardid, era lo mejor que podía ocurrir, pues de lo contrario se hubiera desencadenado una verdadera tormenta de lamentaciones y lágrimas, cosa que a todas luces era preferible evitar, en bien de todos.
Ella misma atendió y vistió a Gudulín para su partida. Y mientras lo hacía —y aun diciéndose una y otra vez que no era su nieto amado, que tal vez ni siquiera sentía afecto por él—, sus manos, antes tan firmes, temblaban. Y extrañamente, Gudulín no se mostraba arrogante y descarado, sino silencioso y entristecido. Y al entregarle la daga, Ardid pudo darse cuenta de que sus grandes y pálidas manos de asesino de pájaros también temblaban. Entonces, se contemplaron ambos fijamente, sin decir nada, los ojos en los ojos.
—¿Qué veo en tu mirada, criatura? —gritó Ardid, sin poderse contener. Y súbitamente enternecida, quiso abrazarle; pero Gudulín se escabulló y corrió con todas sus fuerzas, y adelantándose a los sirvientes y a los soldados, montó en su corcel, y galopó sin freno, pálido y sudoroso, hacia el Castillo Negro: y dejó a todos maravillados por el hecho de conocer tan bien un camino que jamás había recorrido antes.
No tardó mucho Gudú en darse cuenta de los defectos y cualidades que acumulaba el Príncipe: era terco, fuerte, y no carecía de cierto arrojo, pero en lo profundo de su naturaleza era tan cobarde y perezoso como jamás muchacho alguno pisó la Corte Negra. Sólo bastaron dos días para que Gudú lo apreciara: su primogénito era indigno de su casta y le recordaba violentamente a los hermanos Soeces. Y así, llegó un día en que le retó él mismo a duelo, si bien todos sabían que entre los Cachorros, y en general, en la Corte Negra, estaba prohibido un duelo a muerte.
—Tú a caballo, con lanza, yo de pie, con daga corta —dijo el Rey, para espolearle. Y su risa, breve y dura, taladró de tal forma a Gudulín, que sintió una súbita sordera, de suerte que sólo un rojo zumbido llenaba sus oídos.
Era una mañana de frío sol, pálido, y aunque solos —el Rey no quería exponerle a la vergüenza de su derrota, de la que estaba seguro, ante los otros muchachos—, sintióse Gudulín atravesado por mil ojos: y con terror irrefrenable, reconoció los ojos de todos los sapos, lagartijas, murciélagos, culebras, insectos y multitud de criaturas por él asesinadas. Así, buscó en torno, y halló, por fin, encaramado en la crin de su caballo —que de improviso estaba inundado de un atroz júbilo, que le hacía estremecer sobre sus negras patas—, al Trasgo.
—Trasgo, Trasgo… —murmuró—. ¿Eres en verdad amigo mío?
—Sí, borrachito amado —dijo el Trasgo; y vació en sus labios un frasquito de vino añejo.
Entonces, súbitamente, el caballo partió. Pero en dirección a la muralla. Y allí se estrelló, y cayó. Y cayó Gudulín, y su cabeza, con un terrible chasquido —como una inmensa nuez aplastada entre dos piedras— se abrió.
El Rey gritó, y acudieron los hombres. Pero Gudulín estaba quieto y tendido, la cabeza abierta, inundado de sangre. Y permanecieron todos atemorizados y silenciosos a su alrededor, y sólo el aleteo de dos palomas torcaces se oía entre las almenas, y el fluir del manantial.
Gudulín se aferró con ambas manos al Trasgo, fijó sus enormes ojos en él, por primera vez iluminados, y gimió tan débilmente que todos, menos su desesperado y único amigo, entendían como el borboteo de la muerte:
«Trasgo, Trasgo… ¿por qué me dejaste nacer? ¿Por qué? Yo no debía haber nacido… Ah, no Trasgo, tú lo sabes, porque está escrito en el envés de tu memoria: que yo vagaba por los húmedos subterráneos y disputaba la sombra a las culebras y a los lagartos: porque yo era la Oscuridad… Trasgo, Trasgo, ¿por qué dejaste que me nacieran…? ¿Sabes lo que yo quería, Trasgo? Yo quería una nave, buscaba una salida al mar, quería ir al mar, quería ir, quería ir…». «No llores, niño mío —sollozó el Trasgo—, no llores. Ven conmigo otra vez a lo no nacido, ven conmigo a los subterráneos de los que no nacerán jamás…, ahí está tu nave, aguardando». Pero era tarde, y lo sabía. Lo sabía tanto, como podía oler las viscosas raíces de la muerte que trepaban por los ojos y las arterias de Gudulín, y le dejaban, al fin, absolutamente blanco, inane, inexistente: como si no hubiera sido ni tan sólo un no nacido. Y todas las caracolas, y los lagartos y los murciélagos, gritaron de júbilo, y se encendieron las luciérnagas, y el bosque se llenó de un viento muy feroz que gritaba: «La Oscuridad no es ya el reino de Gudulín: la Oscuridad vuelve a pertenecernos». Sólo una mariposa negra y muy joven llegó cándidamente a la frente del Príncipe y, cruel e inocente, preguntó al Trasgo por qué había muerto tan linda criatura.
El Trasgo tenía ya cinco granos de uva en su mustio y despojado, avasallado, reseco y medio muerto esqueleto de racimo. Pero ni siquiera él se daba cuenta de cosa tan grave. Lloró tanto, que igual lloró cinco siglos, que la mitad del recorrido de un grano de arena cayendo en la copa de vidrio de la Reina Ardid. Y en verdad que todos los recién nacidos lloraron —y antes de que Gudulín naciera o muriese también lloraban—; y lloran aún, por el nacimiento y por la muerte del Príncipe de los Murciélagos. Y desde ese día, innumerables niños en el mundo lloraron, y lloran en la oscuridad. Sólo ese diablo que alguien pintó en los viejos catecismos escolares, empezó a reírse entonces —y está riéndose todavía.
Como es sabido, el Rey Gudú no podía amarle —ni a él ni a nadie— ni llorar. Por lo que no sintió dolor por aquella muerte, ni lloró. Tan sólo una creciente irritación y malestar, que le hicieron ordenar alejar el cadáver del niño cuanto antes de su presencia, y lo devolvieran a su madre y a su abuela.
Así lo hicieron los soldados, y aunque más de uno sintió pesar por aquella vida tan inútil como tempranamente segada, acallaron sus sentimientos y, de camino al Castillo, aunque no veían al Trasgo abrazado al cuerpo de Gudulín, oían una especie de siniestro silbido, que tomaban por el viento del invierno, pero era el llanto irreprimible del Trasgo.
Toda la Corte pareció consternada por semejante noticia. Sólo la reina Gudulina —paradójicamente, puesto que era la única, después del Trasgo, que le amaba— no se enteró de nada: seguía postrada, con una estúpida sonrisa en los labios, repitiendo sin cesar el nombre de Gudú.
Ardid ordenó que Gudulín fuera enterrado junto a su abuelo y Almíbar, en el Cementerio Real. El cortejo fue triste: el cielo encapotado que anunciaba ya el invierno, el barro de los senderos, el viento que mecía las ramas de los blancos abedules… El Trasgo se acurrucaba en el hombro de Ardid, y le murmuraba lentamente en el oído algo que la Reina no entendía. Y tanto era su llanto, que ya jamás cesó en él: como una larga retahíla de conjuros, en verdad ineficaces, le acompañó para siempre.
La estatua de Volodioso apareció aún más hundida en el barro del Cementerio. Los pájaros seguían posados en su casco, y Ardid entendió que hablaban de Gudulín, aunque no le conocían: «Será un pariente del Rey», se decían, acaso, mirando la pequeña caja negra donde yacía el Príncipe.
Cuando la última paletada de tierra cayó sobre el ataúd, la Reina se dio cuenta de la desaparición del Trasgo. Un gran frío llegó a su corazón, unido a un atroz presentimiento. Empezó a llamarle y llamarle: pero él no acudió. Ni entonces, ni luego. Y mucho tardó Ardid en volverlo a ver.
Pero el Trasgo había penetrado hasta el féretro de Gudulín, y tomándolo en brazos vagó por los subterráneos, tiempo y tiempo: intentaba llevarlo a la Dama del Lago, para que consiguiera una nave donde poder enviar a Gudulín al mar. Pero sabía que la Dama jamás le atendería, y oía su voz diciendo: «No es submarino, estúpido e indigno Trasgo, es sólo un cachorro de pirata». Así pues, prefirió regresar a su tierra sureña. Con él en brazos, íbale contando historias submarinas, y prometiéndole su nave. Por fin halló la vieja vid donde, tiempo atrás, conoció a la pequeña Ardid. «Éste es buen lugar», pensó. Y desde aquel día, comenzó a fabricar una nave; armándose de resplandecientes costillares de animales devorados, de oscuras ramas escondidas, fango, lluvia, raíces y hiedras subterráneas, la iba lentamente armando. Protegía a Gudulín de alimañas y podredumbre entre raíces de uva, y le hablaba sin cesar. La nave nunca parecía avanzar, ni crecer, ni perfilarse bien; y el viejo Trasgo bebía de cuando en cuando, para contar al vino su desesperado amor. Y regresaba, y retornaba a fabricar la nave: soñaba sus palos, mástil, velas, su graciosa silueta mar adentro. Y decía: «Aguarda un poco, sólo un poco más, y estará lista. Y entonces, niño querido, te llevaré al mar, y nadie te podrá arrebatar el rumor de las olas, ni el azul profundo que nadie supo darte».
Pero Gudulín había enmudecido para siempre, y sólo el silencio estallaba en los oscuros y húmedos laberintos, donde el martillo de diamante pretendía, tan torpe como ilusamente, clavar una nave de sombras y sueños jamás nacidos. Y el mar llegó por fin un día: porque el mar es tan grande y generoso, como terrible. Y lo llevó con él, y lo hizo isla: pero isla sin raíces, flotante como una nave que surca, sin parar, todos los mares del mundo. Y desde entonces, Gudulín-isla navega y navega, tan solitario como fuera en su vida de niño. A veces, se aproxima a ciertos litorales donde aún vaga —y vagará por siempre— Lontananza-Tristeza. Y los dos se reconocen, y luego los dos se alejan uno de otro.
7
Con tal noticia, Raigo ascendió de inmediato a la categoría de Príncipe Heredero. Y la oscura adivinación que así le hizo presentir a Ardid, le dio una vez más la razón. Y a pesar de la triste circunstancia que suponía la cruel muerte de su hermano mayor, el pequeño Príncipe de cabellos de oro y ojos de ardilla, mostraba inteligencia tan precoz como fuera la de su abuela a su misma edad.
La Asamblea de Nobles se reunió de nuevo: la ley de sucesión establecida por Gudú no dejaba lugar a dudas, pero hasta el momento el Rey no había pronunciado una sola palabra sobre la existencia del niño, y esto sumió a los nobles —y aun a la misma Ardid— en gran perplejidad. Pues si cuando llegó a Olar apenas tuvo una mirada para los gemelos —y tan fugaz como superficial—, por el momento no parecía recordar que Gudulín no era el único hijo legítimo habido de la esposa que en tan lamentable trance se hallaba.
Así pues, la Asamblea reflexionó, y por boca del Barón manifestó su deseo de conocer las decisiones que el Rey tomaría sobre la educación del pequeño Raigo. Como aún faltábale un año para ser admitido en la famosa Corte Negra —que a todos, secretamente, les resultaba odiosa—, esperaban les permitiera formar el carácter del niño —al menos en su aspecto pacífico— de forma que pudieran asegurarse su adecuada formación de cara al mañana.
—En verdad —dijo la desorientada Ardid, que no se explicaba la indiferente actitud de aquel que tanto empeño había mostrado en asegurar su sucesión—, que nada ha dicho el Rey sobre estas cosas. Pero le haré saber sin dilación que deseamos conocer sus propósitos, para llevarlos rápidamente a cabo.
Así lo hizo, y tardó en recibir respuesta. Tantó tardó, que estaba ya muy avanzado el invierno, y en su máxima crudeza, cuando, ante la impaciencia de la Asamblea, se dignó enviar recado. Esta vez, Gudú se manifestó tan conciso y lacónicamente como era su costumbre, pues tan sólo dijo en breve misiva: «Es muy niño aún, y de momento no puedo interesarme en su educación. Esperemos que cumpla los siete años reglamentarios, edad en que lo incorporaré a los Cachorros, en calidad de heredero al trono, y le formaré militarmente. En tanto, Madre, educadle según os plazca, pues no dudo sabéis hacerlo muy bien».
Así lo comunicó Ardid a la Asamblea. Y antes de hacerlo, ya había apuntado en su mente un nuevo Maestro para los jóvenes Raigo y Raiga: y éste, por supuesto, no era otro que el llamado Clarividente. Pero, profundamente conocedora de la mentalidad del Barón y los demás nobles, y ante la triste evidencia del estado de Gudulina, pues ya nadie se recataba de murmurar que era cosa de brujería, hubieron de encerrarla definitivamente, y bajo llave, en su cámara, donde aún permanecía cautiva… Por todo eso, no le pareció en modo alguno oportuno nombrar a aquel que, desde el primer momento, despertó las más crudas protestas y sospechas entre los nobles, y en especial el Físico y sus ayudantes.
Antes de dirigirse a la Asamblea, y estando por vez primera sola, sin nadie en quien confiar —y qué tristeza experimentaba cada vez que veía el sillón vacío del Maestro, y el tubo de la chimenea, con su vasija siempre llena, que a nadie atraía ya—, muerta su amada Dolinda y rodeada de mujeres que tal vez la querían, pero con menos seso que un pájaro parlanchín, ella misma decidió tomar cartas en el asunto. Así, pidió a su Camarera Mayor —la única en quien, pese a sus pocas luces, podía confiar plenamente dada su inquebrantable lealtad— y ordenó al viejo Capitán de su Guardia —que la servía desde hacía años, y en quien también podía confiar, al menos como guardadores de un secreto, ya que no como cómplices astutos—, que la siguieran. Cubrióse, de noche, con capa, y montando ágilmente en su caballo, seguida de aquellos dos fieles acompañantes, tomó el camino del Lago.
Era una fría noche de invierno, y las colinas blanqueaban, nevadas, y crujía la escarcha de los caminos bajo los cascos de los caballos. Y no tardó en hallar la vieja cabaña que en otro tiempo les guareciera, a ella y a sus amados ancianos. Parecía abandonada, pero bien sabía que no era así. Llamó, insistentemente, a la puerta, y ante el silencio que respondía a aquella llamada, ordenó al Capitán derribarla. Entonces, descubrió en la oscuridad a los atemorizados abuelo y nieto, que inútilmente intentaban ocultarse a su vista. Proyectó la luz de su antorcha sobre ellos, y, al ver al joven Clarividente, nuevamente sintió un extraño sentimiento que no lograba definir: pues era algo conocido, pero tal vez tan enterrado y olvidado, que no lograba aflorar a su memoria. Ordenó que los dejaran solos, y luego, dirigiéndose al más joven, le dijo:
—No temas, muchacho, nada malo vengo a hacerte, sino al contrario.
La dulzura de su propia voz la devolvió a unos tiempos en que todavía se sentía y sabía joven: cuando espiaba en el espejo el paso del tiempo, y teñía con polvo de oro sus primeras canas y anhelaba poseer los más raros afeites de antiguas y bellísimas mujeres. Y también deseó de pronto no haber abandonado aquel gusto por su propia belleza, y lamentó la parquedad de su vestido y ornato, de forma que se sintió en verdad muy extrañamente avergonzada —y este sentimiento sí que era nuevo para ella—. Y precipitadamente, como si diera suelta a una prisa reprimida años y años, deseó huir de la mirada azul de aquel extraño joven, y expuso su deseo de convertirlo en Preceptor del joven heredero Raigo. Pero así mismo le advirtió:
—Vuestros antecedentes no son del agrado de la Corte y la Asamblea, como bien veo habéis adivinado por la forma de ocultaros… Mas no temáis, nadie sino yo conoce vuestro escondite. Y, por tanto, creo muy conveniente que os disfracéis, de forma que nadie os reconozca. Así, fingiréis ser un sabio de la Isla de Leonia, enviado por la abuela del niño para su instrucción.
—Mucho os agradezco vuestra generosidad —dijo, al fin, el hombre—. Pero en verdad que estoy tan dedicado a mi estudio, que temo no seré buen Preceptor del Príncipe… Señora, os lo suplico: olvidad mi paradero y pensad en otro más merecedor del privilegio de ser requerido por la más grande Reina —y estas últimas palabras encendieron raramente su voz, de forma que ambos quedaron inexplicablemente turbados.
—Os lo ruego —añadió Ardid. Y su voz reverdecía en sus más dulces matices, otrora usados tantas veces—. Os lo ruego, no os lo exijo: y os prometo que tendréis a vuestra disposición tanto tiempo y medios suficientes para continuar vuestros estudios, que admiro y respeto, como a buen seguro no hallaríais aquí.
Poco a poco dejóse convencer el joven. Y aunque el abuelo se resistía, hubo de ceder ante la decisión que al fin tomó su nieto.
—Ahora, decidme cómo os llamáis —dijo al fin Ardid, con curiosidad y expectación que nada tenían que ver con la educación de Raigo.
—Señora, es un nombre tan ridículo —respondió el joven, ruborizándose hasta las orejas—, que temo os riáis si os lo revelo…
—Oh, no existen nombres ridículos —dijo Ardid rememorando vagamente viejos nombres, viejas cosas—. Según sea la tierra, o la lengua, donde se pronuncie su nombre, puede ser tan distinto…
—No soy de esta tierra —dijo él entonces, como alentado por el tono de la voz de Ardid—. Sólo me trajo aquí el renombre de una tan sabia y gran Reina, que como vos regía el país…, y creí tontamente, que los jóvenes como yo seríamos protegidos por ella. Pero… aun comprendiendo que no es vuestra culpa, ved cuán distintas han sucedido las cosas: el país es por encima de todo un reino guerrero, y sólo la guerra y la fuerza bruta tienen posibilidad de prosperar aquí.
Una vez dichas estas palabras, quedó el joven profundamente atemorizado de su osadía; y así como antes enrojeciera, ahora palideció intensamente, y se apresuró a manifestar:
—Oh, Señora, os lo suplico… olvidad mis imprudentes palabras. Nadie soy yo para juzgar lo que más conviene a vuestro Reino y a vuestro hijo el Rey.
La Reina quedó sumida en profunda emoción y perplejidad. No lograba irritarse por las palabras del que —según el Trasgo llamaba Clarividente. Así que, al final, decidió:
—Temo que muchas cosas de este Reino están más allá de vuestro alcance: no todos los hombres están hechos de la misma sustancia, ni todas las necesidades de los hombres son iguales. Acaso un Rey dedicado a la Ciencia, dadas las circunstancias de nuestro país, sería un pésimo Rey. Tal vez sólo el tiempo… solucione estas cosas. Pero ni vos ni yo estamos aquí reunidos para perdernos en estas cuestiones.
—Así es, Señora, y os ruego, nuevamente, que perdonéis mis importunas palabras.
La Reina sonrió débilmente, y ordenó a su doncella entregara nuevas ropas al muchacho. Y añadió:
—Debéis teñir vuestro cabello y barba, de suerte que parezca blanca, pues deseo que os tengan por anciano. Y así mismo, os daré un afeite gracias al cual podréis marcar arrugas en vuestro rostro… Pero no temáis, pues sólo en contadas ocasiones seréis visto por los que mal os quieren, ya que permaneceréis en mis dependencias, y bajo mi custodia; tal y como lo están los pequeños príncipes.
Dicho esto, se apartó a un lado, procurando ocultar su rostro, presa de rara excitación. Antes de irse, sin embargo, volvió sobre sus pasos:
—Decidme, os lo ruego, ese ridículo nombre que decís tener. El joven parecía profundamente avergonzado. Al fin, el viejo habló:
—Señora, no es culpa suya: así le bautizaron, y así le llaman… pero lo cierto es que su nombre es Amor.
La Reina enmudeció. Pero no era asombro, ni extrañeza, lo que la hacía perder el habla, sino un súbito y no muy buen presentimiento. Bruscamente, salió de la cabaña, y montando de nuevo en su caballo, les encomendó que aguardaran sus noticias, antes de ser conducidos al Castillo según creyera oportuno el momento.
Y cuando regresó al Castillo, y entró en su alcoba, miróse detenidamente al espejo. Una gran tristeza la bañaba y un recóndito fuego ascendió a su mirada, mientras se decía que, en verdad, sus ojos eran hermosos, sus labios frescos, y su talle tan grácil y tan flexible como el de una muchacha de veinte años. Y no tuvo reparo en admitir que, si bien había rebasado ya los cuarenta años, no era en ningún modo mujer vieja: antes bien, cosa rara, muchas mujeres de edad más tierna y lozana, no podían rivalizar con ella en hermosura, agilidad y donaire. Y con tan encontrados sentimientos se durmió: pero su sueño navegó por extraños paisajes, a través de los cuales, de vez en vez, aparecía el rostro rubicundo de Leonia, que atronaba el aire con la estridencia de su risa más burlona.
Tal y como decidió Ardid, el joven Amor llegó al Castillo, tras convencer a la Asamblea —y esto no fue difícil para ella— de sus grandes valores y virtudes. Y desde el punto y hora en que llegó, lo instaló en la abandonada Torre del tejado azul; y allí ordenó amueblar su estancia, y proveerle de cuanto precisase o deseara. Pero es cierto que también rehuyó su presencia, con un rigor que ella misma se reprochaba íntimamente. «¿Por qué temo verle? —se decía—. Él es un joven poco mayor que Gudú, y yo una Reina abuela, acribillada por las preocupaciones. No sé qué es lo que puedo temer de él, en verdad». Pero lo sabía, lo sabía tan bien como conocía la clase de brillo que, al mirarla, descubrió en los ojos del joven sabio, y su secreta alegría al suponer iba a morar muy cerca de ella. Y recordaba las palabras del Trasgo: «Su sueño está lleno de burlonas chispas de oro, y vos estáis en sus sueños». «Bah, lo que ocurre es que sabe que estoy muy inclinada a la ciencia; y eso es tan raro en una mujer, que a la fuerza debe impresionarle». Así, intentaba acallar lo que, a gritos, decíale su pensamiento, y acaso, también un poco, su corazón.
Las flores habían muerto, o aguardaban ocultas en la profundidad de la tierra, en espera de la primavera. Pero ella espiaba el jardín, y se alegraba de comprobar que el Árbol de los juegos aún estaba allí, y crecía, y en modo alguno se marchitaba. Antes al contrario, sus hojas brillaban de tal forma que, en la noche, diríase que en vez de árbol, era una encendida lámpara, como en tiempos ya casi olvidados, en que una singular corte de niños, muñecos y pequeños animales inocentes revoloteaban y reían a su alrededor. Y así, de noche solía salir descalza, bajar al jardín y acercarse al Árbol, y mirarlo, mirarlo como se pueden mirar las imágenes de un sueño. Al fin, cierta noche, estando bajo las hojas de oro, creyó percibir nuevamente el rumor de aquella extraña canción, o murmullo, aquella que aprendió a amar, de los tiempos en que Once y Tontina jugaban bajo sus ramas, y todo el Castillo parecía atravesado por un viento resplandeciente, o música, o —de pronto así le parecía— llanto. Pero de todas formas, tan dulce era, que sólo una palabra acudió a sus labios: y ésta era el ridículo nombre del recién nombrado Preceptor de Raigo. Subió prestamente a acostarse, y deseaba olvidar cuanto había visto, recordado o soñado. «Ya pasaron los tiempos de la más joven Reina, inútilmente enamorada de su viejo esposo… Ya pasaron los tiempos de la astuta y melosa amante de Almíbar, cautiva en la Torre Norte… Ya pasaron los tiempos de la vieja y ladina Leonia… Sí, la Isla se ha perdido, Ardid, y las islas errantes, como la juventud, no regresan».
El invierno transcurrió sin aparentes novedades. Aparentes, porque oscuras tramas se larvaban en los laberintos secretos de muchas conciencias. Los nobles hallábanse cada vez más descontentos por la actitud del Rey, y su desprecio hacia la Corte de Olar, que habíase renovado tanto —dado que muchos habían muerto, y otros jóvenes habían tomado su lugar, y los más habían abandonado sus puestos para seguir a Gudú—, que llegó un día en que Ardid comenzó a sentirse entre extraños: y aún más se lo hacía notar la desaparición del Trasgo, el último de sus viejos amigos.
También en los subterráneos de la conciencia de Ardid estallaban de día en día temores y sospechas. La soledad del invierno y la inquietud de una amenaza de rebelión por parte de los nobles, que esperaban mejoras tras las últimas campañas del Rey, y en su lugar sólo vieron aumentadas sus obligaciones —aparte de verse privados de lo más florido de su juventud masculina—, hacían renacer a su alrededor las murmuraciones sobre el origen de su ascendencia al Trono. En tales cosas, Ardid percibió la intriga que se larvaba en torno. Y a pesar de todo, estas cosas tenían para ella menor importancia que otra circunstancia, el miedo que la invadía cada vez que intentaba aproximarse a la vieja Torre del tejado azul, donde los niños y su maestro habitaban. Y así, había dejado de visitar la secreta buhardilla, y alejándose de sus mismos nietos —por no ver a Amor— y rodeada de rostros que nada añadían a los recuerdos de su corazón, la soledad la cercaba estrechamente. A veces, la invadía un pueril gozo, y salía a la nieve y recorría el viejo jardín, espiando los indicios de la aún lejana primavera. Luego, súbitamente, la tristeza regresaba y, como una planta tronchada, con los cabellos cubiertos de una débil nevada y los ojos llenos de lágrimas, retornaba a su cámara.
Otra gran inquietud llegó a la Corte: el Rey mostraba ya sin reparo, de forma alarmante, su afición a la Reina Urdska. Y aún más: se rumoreaba que esperaba un hijo de ella. Estas cosas alarmaron en gran manera a Ardid, pero juzgó prudente, por el momento, no decir nada a su hijo. Y así, vigiló estrechamente a Raigo. Comenzó, nuevamente, a acudir a la Torre Azul —que así habían empezado a llamarla los niños, y ella misma—. Y al tiempo que esto ocurría, en la Corte Negra también una soterrada violencia fluía bajo la aparente normalidad de su vida austera.
8
Al finalizar el verano, Urdska manifestó un cambio en verdad notable en su relación con Gudú. Súbitamente, la cautiva abandonó su aire altivo y feroz, y comenzó a mostrarse sumisa hasta el punto de que día llegó en que incluso pareció su rendida amante. Este cambio de actitud no dejó de sorprender al Rey, que lo observó con atenta curiosidad, sin, por otra parte, mostrar debilidad alguna. Alternaba a Urdska con otras muchachas —hasta el número de cinco—, y de tal manera que, al parecer, no distinguía con mayor preferencia a las unas que a las otras; por el contrario, si bien Urdska había sido instalada con cierto regalo y bienestar en tan desapacible y austero lugar, no dejaba por ello de permanecer custodiada por la inflexible Guardia, y aún más, encadenada; aunque caprichosamente, Gudú hizo fabricar, con la cadena de oro de su cuello, las nuevas cadenas de Urdska.
El Rey observó con desconfianza, durante cerca de un mes, el raro cambio de la Reina esteparia. Y llegó al fin el día en que, aun ordenando, secretamente, que la vigilaran, la dejó en aparente libertad. Y así, Urdska pudo ver libres sus manos de la cadena que, aun dorada, tan humillante le resultaba. Y pudo bajar de su encierro y salir al campo, cuando ya el deshielo comenzaba tímidamente a verdear la hierba junto al río. Secretamente vigilada, en sus ires y venires, en ningún momento dio muestras de pretender huir, ni rebelar a los de su raza que —una vez probados por Gudú y su gente— habíanse incorporado al renovado y revivido ejército de la Corte Negra.
Urdska solía pedir permiso para contemplar las luchas de entrenamiento de los Cachorros, y con sus gritos y consejos —muy sabios, según todos comprobaron— les animaba; y no favorecía a los de su raza más que a los de la raza de Gudú. De forma que con todas estas cosas, el Rey empezó a sentir cómo crecía dentro de sí la curiosidad y el deseo que le impulsaba hacia ella: y de lejos —y aun a menudo escondido— la observaba cuando hacía tales cosas. Y la veía, así, alta y fibrosa, pero esbelta y bella, con sus cabellos cortos, como un muchacho, lacios y negros, brillando sobre los hombros, vestida, como solía, de joven guerrero. Y se decía que jamás podría descifrarse su edad, pues en ella reuníanse de tal forma las mejores cualidades de mujer y de muchacho, y que en suma, era como el dios o diosa, asexuado y fascinante, representante de la eterna e imposible juventud. «Tal vez brujas esteparias anidan todas juntas en sus ojos, tal vez su corazón sea el amasijo de todas las culebras de la estepa; y así y todo, ella es la única mujer digna de ser mi compañera y Reina», se dijo al fin, un día. No la amaba, es cierto, pero lo que sentía hacia ella era mucho más poderoso, más grande, y tal vez más profundo y misterioso y durable que el amor común entre hombre y mujer. Pues reverdecía en él aquella última sed de su padre —aunque él lo ignorara— cuando decía a la joven e iracunda Ardid que la Princesa de la Estepa no era una mujer, sino el largo sueño de los hombres, que nace con el veneno del poder, el triunfo y el dominio de sus semejantes.
El caso es que, tan fiera y salvaje se mostraba ante los Cachorros, dura y astuta como un auténtico guerrero como dulce y embriagadora en sus noches con él. Y así, en vez de visitarla de tarde en tarde, llegó un momento —y ya avanzaba la primavera sobre los campos— en que no supo prescindir de su compañía. Y, lentamente, fue ornándola de todo el lujo de que era capaz. Hasta que un amanecer, abandonó el lecho, preso de una inquietud muy grande, y asomándose a la ventana contempló el verde pálido de la noche agonizante; y viendo cómo se rosaba lentamente el cielo, se volvió a ella y la halló despierta, y con los negros ojos tan fijos en él, que algo apretó su garganta: y no sabía si por primera vez en su vida le rozó el sutil soplo del miedo, o del más oculto y entrañable y más delicado placer, hasta entonces conocido. Se acercó a ella, acarició sus negros y brillantes cabellos, que ya empezaban a rozar sus hombros, y díjole:
—¿Por qué te muestras tan dulce, si en verdad soy tu enemigo, y sabes que igual que ahora me place tu compañía, mañana te haré quemar viva, si así lo estimo?
Al tiempo, rozaba con sus manos la piel dorada de Urdska —un dorado extraordinario, que ni el invierno ni la noche lograban marchitar—. Y la vio sonreír por vez primera con tal dulzura, que quedó atónito.
—Porque os amo y admiro, Rey Gudú; y sabed que empiezo a felicitarme de haber sido vencida por un Rey como vos. Pues, con el tiempo, fui diciéndome que es preferible esta derrota al triunfo sobre jefezuelos esteparios, sin dignidad alguna. Por contra, sospecho que el haberos vencido, y contemplado vuestro cadáver, me habría llenado de tal desencanto que no hubiera logrado sobrevivir a tal decepción.
—Estas palabras son hermosas, pero no convincentes —dijo bruscamente Gudú, al tiempo que el extraño soplo crecía, y lo sentía en su nuca—. No veo más que artimañas en tan aparente como falsa docilidad.
—Señor —dijo al fin Urdska. Y sus ojos se ensombrecieron, hasta el punto de que el amanecer parecía retroceder en ellos—. También es verdad otra cosa: que vos para estas cosas sois tan ciego como indiferente.
—No sé a qué os referís, y os advierto que no soy amigo de misterios ni veladuras. Por eso, si no queréis ser decapitada en cuanto luzca el sol, decidme sin rebozo de qué se trata este galimatías.
—Espero un hijo de vos —dijo Urdska. Y suspiró de tan suave y dulce manera, que ni el bosque inundado de rocío, ni el manantial bajo el primer roce de la aurora podían comparar forma tan radiante como delicada.
—¿Es cierto? —dijo Gudú. Y sintió un júbilo tan vivo, que casi parecía clavársele como cien dagas en su carne. Bruscamente, se arrodilló y acercó el oído a su vientre: y en verdad que aquel vientre se curvaba por vez primera, tan delicadamente, que no había duda alguna de que en aquel momento, mujer, y radiante mujer, era la Reina Urdska.
9
Quince cachorros, de ambas razas, habían ya pasado a bien adiestrados soldados, y treinta nuevos niños de Olar habían engrosado los Cachorros, cuando una nueva estremeció, no sólo a la Corte Negra, sino a la Corte de Olar.
Ya el verano avanzado —y fue un verano espléndido, fresco, con lluvias y tormentas, que hicieron de las colinas y bosques resplandeciente primavera— cuando llegó la noticia de una seria revuelta en los territorios del Sur. Unidos a los de los Weringios, aprovechaban lo que erróneamente suponían una etapa de debilidad en el Reino de Gudú. Y así, al tiempo que esta nueva resurgía la ira y la entusiasta violencia de la Corte Negra, dio a luz Urdska a dos niños gemelos.
El día en que Gudú se aprestaba a acudir a las tierras del Sur, recibió la noticia del doble alumbramiento y acudió presuroso a la cámara de Urdska —aunque custodiado por parte de la Guardia del Rey—, y con asombro y regocijo comprobó que Urdska, al revés de la Reina Gudulina, no sólo no se mostraba desfallecida y quejumbrosa, sino que ella misma, sin ayuda de nadie, sin el menor grito y sin aspaviento alguno, había dado a luz a sus criaturas. Y no era esto sólo: arrodillada junto a ellos —que reposaban, según la costumbre de su raza, en una piel extendida sobre el suelo—, cortaba con la ayuda de sus agudos dientes de chacal, un lienzo con que cubrir los desnudos y en verdad robustos cuerpos. Los dos gemelos gritaban con todas sus fuerzas, y movían sus piernas y brazos —de dorada y dura piel— de tal forma, que Gudú, por vez primera, se sintió atraído por seres tan minúsculos. Se inclinó sobre ellos, y rió de tal forma que el Castillo entero pareció temblar. Luego besó a Urdska en los labios y dijo:
—Eres la mujer que necesita mi Reino. Ten paciencia, y entre los dos, devoraremos la tierra.
Urdska no dijo nada, pero sonrió de forma misteriosa y dulce, y, cuando el Rey salió, miró a sus dos hijos y murmuró:
—Entre los tres vengaremos a mi raza, Kiro y Arno, hijos míos. Y así, desde ahora el nombre de mi padre y mi hermano asesinados llevaréis vosotros.
Antes de partir al Sur, Gudú visitó brevemente la ciudad; apenas para reunir a los hombres disponibles y dejar en los puestos importantes a los que juzgó más oportunos. Sólo se entrevistó con su madre, para decirle:
—Reunid a la Asamblea, y comunicadle que repudio a la Reina Gudulina y a sus hijos. Devolvedla a la Isla de Leonia, con los niños. Cuando regrese de esta estúpida guerra, tomaré a Urdska por esposa, y los hijos que ella me ha dado serán mis herederos.
—¿Qué dices, hijo mío? —se aterró Ardid—. ¿Estás en tu sano juicio?
—Jamás lo estuve tanto. Madre, nuestra raza necesita sangre nueva, gente dura y guerrera; y una vez muerto Gudulín, en nada pueden compararse con ese par de ardillas sin nervio y poco seso. Haced lo que os digo, y no se hable más.
—En verdad, que no os creí tan imprudente. ¿Un capricho tan nefasto os hace dejar indefensa a una vieja Reina, en manos del descontento, que no os oculto, cada vez mayor de los nobles, y ahora, de las posibles iras de Leonia?… No, no creo que hayáis perdido el seso hasta ese punto. Sabed que Leonia manda en toda la piratería: y que la lanzará contra vos, y contra mí, apenas le devuelva a su hija y nietos…
—Madre, me tenéis por más lerdo de lo que creía. Sabed que, en primer lugar, y por mucho que en ello os esforcéis, jamás lograré veros (ni yo, ni nadie que yo sepa) como una vieja y débil e indefensa mujer… ¿Me creéis tan estúpido como para no haber meditado sobre tales amenazas? Sabéis que en el Castillo, y con apariencia de sirvientes, he armado y muy bien preparado un valioso ejército; gentes que sólo esperan vuestras órdenes para atacar y defender —si es preciso— a esa cuadrilla de viejos inútiles, pues lo más florido de su juventud está conmigo, y conmigo viene. Y no sólo eso: en la Corte Negra reside —aunque secretamente— otro grupo no menos fiero, astuto y bien entrenado, destinado al mismo fin. Sólo tendréis que enviar una de estas dos palomas —y le mostró una jaula donde dos aves de plumaje gris azulado la miraron casi ferozmente—, y una de ellas llevará prontamente vuestro mensaje de socorro. Y la otra, enviádmela a mí, si os veis en apurado trance.
—Está bien, así lo haré —dijo Ardid.
Y dejándola sumida en la inquietud y la tristeza, Gudú partió al frente de sus hombres, hacia aquel Sur que ella amaba, y ya sólo era un sueño sin esperanza en su memoria.
Por primera vez, Ardid temió enfrentarse a la Asamblea para comunicarle tan peregrina novedad. Pero fue menos penoso de lo que creía, al menos en apariencia. Pues si bien los nobles recibieron tales órdenes —o aparentes notificaciones— con profundo disgusto (una Reina y unos príncipes esteparios les producían escalofríos), lo cierto es que el país se hallaba en serio peligro: Orwain, el nuevo jefe Guerrillero de los Weringios, era, según noticias, casi tan temible, o más, que las Hordas Esteparias: el nuevo caudillo de las humilladas y despojadas tierras del Sur era un antiguo pastor que mucho les daba que pensar, especialmente si se había unido a los Weringios. Y aquello no era una revuelta: era una largamente larvada guerra que habían fomentado muchos años de paciencia, sumisión y semi-esclavitud. Oponerse a Gudú, en aquellos momentos, no era aconsejable para los de Olar. Así, en reunión secreta —y prescindiendo por vez primera de Ardid—, los nobles, capitaneados por el propio Barón, creyeron oportuno reunir por su cuenta un ejército clandestino.
Sorprendida y aliviada —si bien recelosa— quedó la Reina cuando, tras la deliberación de los nobles, le fue comunicado lo que ella consideraba descabellado propósito.
Con el corazón entristecido, fue a visitar a su nuera. Según dijeron sus doncellas, Gudulina imaginaba vivir allí con Gudú, y hacia Gudú dirigía sus palabras y mimos; y ante su imaginaria presencia, probábase afeites y vestidos —tan ajados ya, que algunos mostraban jirones por todas partes, pues, entre el tiempo transcurrido y el descuido que allí reinaba, de vez en vez Gudulina era presa de furiosos ataques durante los cuales desgarraba y rompía, con inusitada bravura en cuerpo tan delicado y frágil, cuanto se hallaba a su alcance.
«Sangre de piratas», murmuró Ardid. Así, se sentó a su lado con mucho sosiego y, tomando sus manos, y contemplando aquella sonrisa —en verdad estúpida—, díjole:
—Querida niña, vamos a emprender un hermoso viaje. Allí te aguarda Gudú, y tu felicidad no tendrá límites…
—Sí, sí —gritó gozosa Gudulina. Y rápidamente ordenó empaquetar sus vestidos y afeites, y cuanto poseía o creía poseer; mustios despojos de un antiguo esplendor.
Pero la Reina Ardid no era mujer que se doblegara fácilmente ante las desdichas. Procuró dar a entender que, en principio, se hallaba conforme con la devolución de Gudulina a su madre, la Reina Leonia. Pero sólo este pensamiento hacía que el vello de su piel se erizara. Sabía a Leonia muy capaz de lanzarle toda la piratería encima. Pero no era sólo esto lo que más temía: lo que hacía desfallecer su fuerza, la fuerza de su corazón y de su orgullo, era la posible privación de su tutela sobre Raigo y Raiga. No estaba dispuesta a arrostrar otra clase de desventura, ya que, en los tiempos presentes, ellos constituían el refugio de sus ansias, esperanzas y, tal vez, de su corazón solitario.
Mandó preparar, pues, una nutrida aunque triste comitiva. Y al Capitán de la escolta le entregó una misiva donde daba cuenta a Leonia de la desdichada suerte de Gudulina —si bien callando lo referente a los dos pequeños Raigo y Raiga.
La comitiva partió, y era para Ardid desgarrador oír cómo Gudulina cantaba alegremente, adornándose los cabellos con las primeras flores de la primavera: y en verdad que volvía a parecer bonita. Así, las doncellas y camareras lloraban viéndola partir, y la misma Ardid tuvo que esforzarse en no demostrar públicamente su pesar y compasión. En el último instante la abrazó y besó, diciéndole:
—Piensa, Gudulina, que la vida es muy larga y muy hermosa, y muy llena de sorpresas…
—Oh, sí, sí —dijo ella alegremente—. Tan bella que no parece posible.
Y así, las vio partir, y cuando desaparecieron, corrió desoladamente a refugiarse en la Torre Azul.
Ya anochecido, cuando subía los peldaños, quedó suspensa un instante oyendo las risas y correteos de los dos niños. La puerta de la cámara del joven Amor estaba cerrada, pero la luz que se filtraba por sus rendijas hacía suponer que estaba dedicado a sus estudios. Para no molestar a uno, ni avisar de su llegada a los otros, Ardid subió sigilosamente hasta el último peldaño, y ascendió la angosta escalerilla de mano que llevaba a la buhardilla.
Cuando levantó la trampa, quedó maravillada: era de noche, y sin embargo allí parecía haberse entretenido el sol, pues todo brillaba con dorado resplandor. Sigilosamente, descorrió una vieja cortina —que ella había tendido allí, en sus juegos con los niños—, y asistió asombrada al espectáculo de sus dos nietos, que jugaban, esgrimiendo espadas de hoja de lirio salvaje. Y no entendía lo que decían: sólo el rumor de sus voces, que era el viento resplandeciente, fulgurante música de otro tiempo. No se atrevió a mirar hacia la ventana: y sin embargo, alzó los ojos y a través de sus lágrimas vio dos piernas de niño, balanceándose y proyectando su sombra en el suelo.
—Once, Once querido —murmuró. Y avanzó hacia él, le tomó en su brazos y lo estrechó contra su corazón. Y sentía cómo sus lágrimas caían sobre los dorados rizos del Príncipe Once, en tanto le decía:
Jamás, querido Príncipe, llegaste más a punto.
—Lo sé, lo sé, Señora —dijo el niño, intentando desasirse de su abrazo, que parecía ahogarle. Y cuando ella quedó, abatida, de rodillas en el suelo, los tres niños la rodearon, y arrojaron al suelo las espadas, que quedaron, allí, como simples hojas quebradas por alguna misteriosa lluvia. Luego, Once secó sus lágrimas. Frotaba sus mejillas con las palmas de sus manos, mientras decía:
—No lloréis, Señora, no hay razón para llorar.
—Sí hay razón, queridos niños: sabed que mis nietecitos Raiga y Raigo están amenazados de muerte, y por tanto, deben permanecer tan ocultos que todos crean que aquí nadie vive, ni aliente… ¿Cómo podremos conseguirlo?
—Es fácil —dijo Once—. Trae aquí a tus nietos y yo estaré con ellos, mientras sea preciso. Conozco bien no ser oído ni visto; yo sé muy bien lo que es ser olvidado.
—Querido mío —dijo Ardid, abrazándole de nuevo, sin reparar en que su broche de esmeraldas se clavaba desconsideradamente en la naricilla de Once—. Cuida a mis nietecitos, te lo ruego.
—Así lo haré, es mi obligación —dijo él—. Y no lloréis, por favor, ni me abracéis.
La Reina sonrió entre lágrimas, y dijo:
—Raigo querido, ven, y escucha: tú eres el heredero del Trono, y tu vida es preciosa. Debes cuidar tu vida por encima de todo.
—Sí, sí —dijo el niño, un tanto asombrado.
Entonces Ardid reparó en Contrahecho, que permanecía sentado en la oscuridad.
—¿Qué haces ahí, queridito? —dijo—. Ven aquí, tú también eres parte de esta triste historia.
Contrahecho se acercó, y descubrió entonces lágrimas en sus ojos, y por vez primera una rara complicidad se estableció entre ellos, y tomándole de la mano dijo:
—Contrahecho, niño mío, cuida a mis nietecitos. Y prometo venir siempre, siempre, siempre, a vuestro lado.
—Siempre, siempre, siempre —dijo Once, divertido—. Eso es como decir nunca, nunca, nunca…
Pero Ardid estaba tan afligida, que no prestó atención a sus palabras. Y dijo:
—Oídme, yo vendré aquí a diario, y os traeré alimentos y ropas, y jugaremos los cuatro: pero tened presente que esto es un gran secreto y que nadie debe saberlo jamás, hasta que yo os diga lo contrario.
—Sí, sí —dijeron los niños a un tiempo. Entonces, Ardid se dirigió a Once:
—Once, querido, ¿dónde anda el Trasgo? Hace tiempo que no me atiende ni me oye. Desde que Gudulín murió, no ha vuelto a aparecer.
—¡Ah, el Trasgo! —reflexionó Once—. Señora, ya está tan contaminado… Pero sí, vive en el Sur, y vigila a Gudulín. ¿Sabéis? Está haciéndole una nave.
—¿Una nave? —se asombró Ardid.
—Sí, porque antes de nacer, Gudulín quería buscar el mar. No debía haber aflorado a esta superficie. Pero…, yo no sé, Señora, cómo se producen las cuestiones de los humanos adultos. El Tiempo sólo me explica sus entretejidos, y en ellos he leído al derecho y al revés; así, yo sólo puedo decir que Gudulín era la Oscuridad, y que el mar le esperaba. Pero nunca irá al mar, y el mar lamerá siempre sus costas, sin alcanzarlo… Pues, Señora, ¿sabéis?, Gudulín no es un niño, Gudulín es una isla, la Isla de la Oscuridad. Y el mar siempre querrá ganarla, pero las islas son tan rebeldes, en su soledad, que estas cosas, Señora, resultan al fin imposibles.
—Ay, Once, Once —dijo tristemente Ardid—. He perdido la edad de la razón: quiero decirte, que perdí irremisiblemente ese lenguaje, y que, tal y como están las cosas, jamás lo recuperaré. Pero atina a oírme: si tú cuidas de mis niños, ten por seguro que mi agradecimiento no tendrá fin.
Y tanto se reían, de pronto, los cuatro niños, que Ardid, avergonzada, los besó en la frente y salió de allí, tan silenciosamente como había llegado.
Sólo se detuvo frente a la puerta del joven Amor. Timidamente, como si de una niña, en vez de astuta Reina, golpeó con los nudillos en su puerta:
—Abrid, soy la Reina y necesito de vuestra ayuda.
La puerta se abrió, y Ardid vio de nuevo a Amor, pero esta vez no iba disfrazado, y súbitamente la estancia pareció llenarse de toda su presencia. Había un fuego pequeño en la chimenea, pero sus cabellos acaparaban todas las llamas, y sus ojos, el entero fuego que oculta el mundo en sus entrañas.
—Ah, Maestro, cuánto dolor me causa lo que debo deciros —murmuró Ardid. Y desfallecida, se sentó sobre el escabel. Dirigió la vista en torno, y no vio probetas ni morteros, ni calderos ahumados en misterio de siglos; sólo legajos, libros, ciencia, en suma. Y otra cosa: en todo rincón donde mirara, percibía el perfume de alguna turbadora primavera.
—Señora —murmuró Amor, débilmente—, temo oíros decir que mi cometido ha terminado.
—No es eso —dijo Ardid, con evidente esfuerzo—. Me preocupo por vuestra vida, tanto como por la vida de mis nietos.
Y brevemente le puso al corriente de la espinosa situación.
—No puedo pediros que permanezcáis aquí —concluyó Ardid—, porque sé que vuestra vida peligra tanto como la de Raigo y Raiga.
—Señora, ¿en verdad os importa mi insignificante vida? —murmuró él, audazmente.
—Sí —dijo al fin Ardid—. Sabéis que vuestra vida me importa, y deseo que nada malo os ocurra, tanto como lo deseo para Raigo y Raiga.
Entonces Amor se inclinó, y tomando sus manos las besó, diciendo:
—Señora, vos sola sois la luz de mi vida, y de mi corazón, y de mis ojos… por vos estudio, por vos estoy aquí. Pero sé que tan humilde ser no merece nada a cambio. Sólo quiero deciros que podéis disponer de mi vida como os plazca.
El secreto —y violento— impulso de Ardid fue tomar aquella cabeza en sus manos, besar sus labios y decirle que, en las presentes y en verdad amargas horas, no había otra luz para ella que la de sus ojos azules. Pero dominándose, y presa de inexplicable terror, dijo:
—Amor… os lo suplico; salid de aquí, de este Castillo y de este Reino, si no queréis que entre todos ocurra una gran desgracia.
Pero lo cierto era que el joven no había abandonado sus manos, y que, a pesar de que su tímido beso había cesado, Ardid seguía sintiendo sus labios en ellas. Y no sólo ella, puesto que Amor dijo:
—Yo iré donde vos me ordenéis: pero no por eso os libraréis de mí.
Y así, con osadía inimaginable en tan dulce y tímida criatura, Amor la tomó en sus brazos, y tantos fueron sus besos esta vez, que perdió la cuenta de ellos. Y quede constancia que no se limitó a besar respetuosamente sus manos.
De suerte que amanecía y estaban los dos como Adán y Eva en el Jardín del Paraíso —según leyera Ardid en El Libro de los Abundios—, y con el nuevo sol, dijo Eva a Adán:
—Huye, márchate, y no pises más esta tierra, que está maldita para ti…
Y como cierto ángel, que en el antedicho libro se reseñaba, si no con espada de fuego, sí con desesperación como espada, lo arrojó para siempre, no sólo de Olar, ni de la ciudad ni del país, sino de su desdichada vida.
Pocos días después, tuvo noticia de que una ejecución ejemplar se había llevado a cabo por orden del Barón en la Plaza del Mercado. Así, su Camarera Mayor le dijo:
—Y había un joven, en verdad hermoso, que atiné a reconocer como el brujo que curó por vez primera a Gudulín.
La Reina palideció; y envió entonces a un paje —aún tan niño que no sabía lo que se hacía— a tomar las cenizas de aquel joven, y traérselas en vasija de plata. Y junto al reloj de arena —vidrio azul, gotas de oro, inflexible tutor de Once—, guardó la Reina Ardid hasta el final de sus días las cenizas de aquello que, más que de su propio hijo, había extirpado sin saberlo de su propia vida.
Y el verano pasó, y luego el otoño, la halló así: sin su padre y Maestro, sin su fiel amigo el Príncipe Almíbar, sin su viejo cómplice el Trasgo, sin Amor, cumplía los cuarenta y cuatro años.
Y en verdad que aquel otoño fue funesto, pues regresados los emisarios que llevaron al Sur a Gudulina, le llegó la nueva: una vez embarcada la Princesa, algo extraordinario ocurrió en el mar: se tornó rojo como vino, y el sol, en cambio, se ocultó horrorizado; y en una noche roja y negra, vieron cómo la Isla de Leonia se desprendía de sus secretas raíces submarinas; y las gaviotas propagaron la muerte de la Reina, en tanto la Isla, desanclada, huía irremisiblemente mar adentro, hasta perderse en el Gran Precipicio de la Vida y el Fin del Mundo. Y en sus procelosas aguas, la nave de la infeliz Gudulina —cuyos cánticos aún persistieron mucho tiempo de costa a costa, sembrando el pavor entre marineros y piratas— naufragó de tal guisa, que solamente una flor de su cabello —y por cierto que milagrosamente intacta y fresca— pudieron recuperar de tan desdichada como singular Princesa. Y así, Ardid la colocó junto a la copa que medía el tiempo, a las cenizas, y a su propia tristeza, que no hallaba lugar donde reposar en paz o, al menos, en olvido.
Y entretanto, un niño rubio jugaba, a escondidas, en la medio ruinosa Torre Azul, y una niña galopaba, como un furioso soldado, en las estepas. Pero, en el viento de los juegos uno, y en el viento de la soledad la otra, gritaban al unísono —aun sin saberlo unas mismas palabras: «¡Yo soy el Rey!».
El verdadero Rey guerreaba —pues la llamada Revuelta del Sudeste fue guerra, y guerra tan cruel, que duró cerca de ocho años—, e ignoraba a una, y creía en verdad muerto, u olvidaba, al otro. Sólo Lontananza miraba con temor a su hija, y Raiga y Contrahecho a Raigo: y ni una ni los otros entendían nada.