El verano avanzaba lento y poderoso, como uno de aquellos bellos y feroces animales que en tiempos le describiera el Hechicero. Jamás les había visto, incluso dudó de su existencia, como dudó siempre de tantas otras cosas: porque sólo creía en lo que veían sus ojos, oían sus oídos y comprobaban los hechos. Y, a pesar de todo, ahora regresaban a su memoria: leones, cautos leones voraces y temidos, conscientes de su dignidad y su valor de reyes. El verano era un león antiguo, acechante y devastador. Ardiente y cauteloso, se apoderaba de la estepa. Animal viejo y temible, que levanta humaredas de las charcas abrasadas y hace brotar rojas amapolas, efímeras y bellas entre los trigos. Era el verano, el astuto verano que enardece la violencia agazapada en el corazón de los hombres, que despierta recuerdos de algún invierno hermoso, y al parecer dormido. Vengativo, temido y bello verano.
Lejanas aún, reverberaban frente a él las aguas del Brazo Gigante, y aquella luz distante, prendiéndose entre sus párpados, le desveló —o así se lo parecía— la razón más escondida que albergara su padre. Aquel deseo que, en ese instante, creía palpar con sus propias manos. Aquel deseo antiguo, clavado en la raíz de su estirpe, estaba ahí, frente a él, como eslabones de una frase inacabada, atravesando caminos y caminos de años y años hasta él. Sabía ahora que se hallaba a las puertas de algo que antes nadie había alcanzado. Un grito soterrado, quién sabe por qué o por quién amordazado, le empujaba a golpear y romper alguna corteza hasta desenterrar bajo sus talones lo codiciado desde tiempo y tiempo atrás. Y era como un grito, antiguo esplendor, que ni el anciano y sabio Hechicero ni su previsora madre le habían explicado. Pero él lo conocía, porque vivía dentro de él, acaso desde antes de nacer: una suerte de deslumbramiento, lúcido y secreto. Y le pareció que en aquel momento, bajo aquel sol rey, el león rey era testigo de una luz. Una luz aún más poderosa y brillante que toda la que irradiaba el verano, y aquella luz se alzaba desde la más humilde hierba a sus pies, y todo en su entorno parecía un innumerable despertar de criaturas antes nunca vistas, misteriosas, con lenguas y costumbres desconocidas, al frente de sus insospechadas tierras. Atrás quedaban las brumas de la infancia, los tiernos brotes de la primavera, los balidos de corderos recién nacidos. Y sobre todo, sobre su misma memoria, se supo el primer hombre del mundo. Acaso como aquel Adán del que le hablaran su madre y el Abad de los Abundios cuando era niño; cuando se preguntaba en su soledad cuáles eran su nombre y su rango. Ahora lo sabía. Pero ahí se detenía bruscamente su memoria.
Confuso, se repitió mentalmente que él era el portador de una antorcha —tal y como le había explicado su anciano Maestro que hacían los atletas de la Antigüedad—. Así mismo, él debía ahora pasar aquella antorcha a quienes le sucedieran o relevaran. «¿A quiénes?». No tenía gran conocimiento de sus hijos, no sabía siquiera cómo eran o qué aspecto tenían. Además existía otro mundo, muchísimo más vasto y poderoso, aquel que les había olvidado y, por otra parte, permitido crecer. «Tal vez —se dijo—, los hombres que habitan o gobiernan aquel mundo sufrieron idénticas dudas de las que ahora me asaltan». Y volvió a preguntarse qué había en su vida que verdaderamente le perteneciera, que fuera auténticamente suyo. Acaso otros hombres antes que él —reyes o vagabundos— sintieron en ellos y en su entorno el peso de la ignorancia, la zozobra de tanto desconocimiento. La misma duda, el mismo terror: el Dragón, el milenario y perverso Dragón alzaba de nuevo la cabeza, y el inabarcable espacio donde habitaba un remoto anhelo se ofrecía a él. Se vio a sí mismo niño, reflejado en las aguas de un manantial o un lago. Y vio un hombre joven, de ojos centelleantes, fuerte y grande, que levantaba su mano derecha y esgrimía una espada contra algo o alguien. Aquella imagen se borró, y en su lugar reapareció el niño pequeño, muy pequeño, enfrentándose al Dragón que persistía en sus terrores infantiles, cuando la noche se abatía sobre sus sueños y él ni siquiera sabía que era el hijo del Rey. Serpenteaba como una lagartija a lo largo de tenebrosos corredores del Castillo de Olar, niño tenaz que huye o busca, o quizás obedece una oscura orden: la que le lleva hasta el lecho de un Rey moribundo, cuyo nombre es Padre. «Cuanto más pienso, menos entiendo», se dijo. Ahora, el verano parecía una promesa, o una trampa: él debía decidirlo. Un desafío que Gudú, Rey de Olar, no podía eludir.
La tarde se deslizaba suavemente a través de la estepa, en el vivac de los hombres. La tarde no agradaba a Gudú, prefería la mañana, la noche o el ocaso, porque la tarde era un tiempo indeciso, desazonante para él. Gudú se encerró en su tienda con orden de que nadie le importunara. Sólo pidió un espejo: uno de aquellos bruñidos metales a los que su madre era tan aficionada. Se contempló en él largamente, y en su brillante superficie únicamente vio reflejado el rostro de un hombre: ni Rey ni mendigo ni noble ni plebeyo. Un hombre, y nada más. Y nada menos. Entonces, se repitió una y otra vez, como para grabarlo bien en su mente, que la Reina Urdska también era una mujer, y sólo una mujer.
Con este pensamiento se acostó, como si así le fuera más fácil derribar las torres del miedo, atravesar los túneles de cuanto ignoraba, hollar los confines de cierto país —país o quimera— que tanto deseara. Antes de que el sueño le venciera, le asaltó una duda: tal vez lo verdaderamente desconocido no lo componían tierras, ni lenguas, ni costumbres, sino simplemente la naturaleza humana, hombres y mujeres que alentaban incluso en su más inmediata cercanía. «Pero no es misión mía entenderles, sino dominarles», fue su último pensamiento antes de dormirse.
Una mariposa blanca tembló sobre su sueño. Era una de esas frágiles, tímidas, casi impalpables criaturas que mueren al amanecer.
En los radiantes días que sucedieron a aquella noche, sus temores y dudas, mejor o peor aventados, crecieron. Gudú conocía bien —o así lo creía— la táctica esteparia: ataque en masa, nubes de flechas, gritos estridentes y amenazadores. Y apenas se producía el choque entre ambas fuerzas, los esteparios retrocedían, veloces, y se dispersaban. Se hacía casi imposible la persecución, cuando aparecían de nuevo, como brotando de la tierra, y atacaban una y otra, y otra vez, hasta vencer o desaparecer de nuevo como por arte de magia. Sabía esas cosas y las tenía como enseñanzas muy valiosas. Sin embargo, persistía en su mente una zozobra, una misteriosa voz que brotaba de su instinto y le advertía que precisamente ahora, cuando se hallaba al borde de conseguir cuanto sus antepasados habían intentado y no logrado, las lecciones y experiencias aprendidas no servían para mucho o para nada. Debía enfrentarse a algo diferente a cuanto conociera, oyera o aprendiera.
Una mañana, antes de reunirse con sus hombres, Gudú permaneció durante un tiempo en la soledad de su tienda y escuchó el despertar de la estepa, y creyó percibir el suave rastreo de animales solitarios, como él mismo, en el viento que desdibujaba la silueta de las dunas. Por entre los matorrales, algo alentaba: un rumor tan repetido como el golpear de una mano sobre la piel de un tambor. Y entonces le asaltó la certidumbre de algo que nunca hasta aquel momento se había atrevido a enfrentar: «Tú eres el hijo no deseado de un hombre que odió a su padre». Pero deseado o no, lo cierto es que también él era el primogénito de una raza legítima y el Rey de un país, y se sabía llegado hasta allí —contra todo pronóstico—, por alguna orden secreta y poderosa.
Temores y recelos y aun los más inquietantes presagios huyeron de su mente con los últimos coletazos de la madrugada. Y salió al nuevo día: el sol, el león se alzaba una vez más, fiero y glorioso. La estepa aparecía cubierta de un tapiz de hierba verde, dura, fresca y centelleante, capaz de arrancar sonidos bajo el viento de la mañana. Al amanecer, florecía entre los juncos y tomaba del rocío un color malva y rosado, húmedo y chispeante. Para él y para sus hombres, tras días de tanta sequedad, de tanta llanura yerma, se aparecía ahora la pradera como una sed repentinamente calmada, no sólo para los paladares sino para el alma misma. «¿El alma?». Ave desconocida y sin nombre. Mucho le hablaron en otro tiempo de aquella sustancia. No entendía bien de qué se trataba, pero, por si acaso, pensó, no había que desechar su existencia. De todos modos, relegaba estas cosas a un espacio vago, accesorio, de su memoria infantil. Ahora las apartó de su pensamiento para dejar paso a la vivísima imagen de un día ya lejano, cuando aún siendo niño su madre le llevaba de la mano, y le mostraba las flores y los pájaros que crecían y anidaban en su jardín privado. Le explicó minuciosamente las particularidades de cada flor y de cada planta, de los vuelos y costumbres de aquellas aves, de todo lo cual parecía gran conocedora. De improviso, casi con brusquedad, se detuvo, se agachó y arrodilló frente a él. Apoyó las manos en sus hombros y le miró a los ojos. Los ojos de su madre, grandes, oscuros, dueños de una luz interna y especial, que ninguna otra criatura poseía, eran ahora lo que recordaba más vivamente; aún más que sus palabras. Le decía: «He de revelarte algunas cosas, Gudú. Cosas que sólo el anciano Maestro conoce y que yo aprendí de sus labios: hubo un tiempo en la Antigüedad en que se enfrentaron los dioses y los hombres, la vida y la muerte, el poder y la esclavitud, la brutalidad y la inteligencia, la codicia y la sabiduría… y el amor a la vida. Hubo, hay y habrá todavía largas luchas, derrotas y victorias para conseguir el poder, el odio y el amor… Pero este último es un sentimiento nefasto, despreciable: tú nunca serás su presa, porque nadie, y menos un Rey, debe ser objeto y juguete de tan abominable sentimiento. Así que escúchame bien, hijo mío: tú eres el Rey, y nadie debe interponerse en tu camino. En el último instante de su vida, tu padre apoyó su mano en tu cabeza, y así fue como te elevó por encima de tus hermanos: no lo olvides nunca, tú eres el Rey de Olar, y nada ni nadie debe impedirlo». Y entonces, su madre le habló de Olar y del olvido, y de alguna confusa historia en la que le explicaba por qué en ese olvido precisamente residía su bien y su mal. Pero no entendió nada más. Ahora las confusas palabras de aquel día regresaban, y los ojos negros, relucientes, de su madre, volvían a su memoria como una suerte de mandato o quizás herencia. Sabía que algo le obligaba a rescatar Olar del olvido, a la vez que ampararse en él. Intuía que existían muchas más cosas que él debía conocer y, por alguna razón, le estaban vedadas. Sacudió la cabeza, como solía hacer cuando algún pensamiento le inquietaba. «Los recuerdos de la niñez suelen ser falaces, equívocos y turbadores… No tienen cabida en mi vida».
De improviso llegó el viento y Gudú creyó percibir por vez primera el lenguaje del que le hablaran su madre y el Hechicero: «Escucha el viento, hijo mío, escucha el viento y el grito del milano». Tal vez el viento era un mensajero, y cuanto pudiera escuchar o entender de él sería inapreciable sabiduría.
Pero el viento no parecía revelarle nada: al menos nada de cuanto él esperaba conocer. Palabras, palabras hermosas se aventaban ahora, apenas recordadas. «Yo no tengo por qué entender estas voces —decidió—. Sólo entiendo el olor, el color, el sabor de cuanto palpo y me rodea. Yo soy el Rey». Y para él, ser Rey era una condición capacitada para ordenar el canto de los mirlos, el amanecer entre las ramas del cerezo, la suave melodía que arranca el viento de la hierba. Y también la grandeza de su pueblo.
Y sí, era probable que los milanos tuvieran un rey; él, desde niño, les había visto en perfecta formación, conducidos por uno solo, hacia las tierras calientes. Y le llegó otro recuerdo, tan frágil, tan leve y aparentemente sin sentido en medio de la gravedad de su espera, que le estremeció: el día en que un gorrión —sí, quizás era un gorrión— alzó inesperadamente el vuelo a su lado y le asustó, como antes no le había asustado nada ni nadie.
«Urdska, princesa o reina, quien seas, ¿dónde estabas cuando yo te buscaba? —se dijo—. Me pregunto si cuanto he heredado, cuanto he luchado, cuanto he conseguido, no era más que la secreta búsqueda de ti. No sé si te odio, pero sí sé que te deseo, que deseo apoderarme de ti… Me inquietas y no sé si quiero humillarte o elevarte hasta mí …». No sabía si Urdska era joven o vieja, bella o fea, porque su ansia era ahora más grande que su curiosidad, y lo atropellaba todo, como una espada o una flecha hincadas en algún lugar del cual únicamente él podía arrancarlas.
De pronto, inolvidable, brumosa, medio oculta en la calma, pero sin duda cierta, esa mañana apareció a sus ojos la imagen de la isla, y toda su estirpe se puso en pie dentro de él, y le invadió el orgullo de saber que él y sólo él era el destinado a enfrentarse por vez primera a la imagen de una llamada más antigua aún que Olar.
Pero el terror brota de una raíz terrible: cuando se cree muerta, es quizá cuando más poderosa se alza, como si se tratara de una savia oculta, capaz de trepar hasta lo más alto del árbol. Y así se mostró aquella mañana, cuando los hombres quedaron súbitamente paralizados como bajo algún encantamiento. Un terror difuso que reptaba a ras de suelo, parecido a niebla espesa y cálida, avanzaba, estepa adelante, hacia ellos. Y el sol, en lo más alto, parecía extender un encendido velo que transparentaba y ocultaba algo que nunca hasta entonces habían contemplado sus ojos ni percibido sus sentidos: la niebla y el sol parecían acordados para turbar sus ánimos y pensamientos. Por vez primera en aquella empresa los hombres flaquearon: aun antes de que aquella flaqueza se manifestara, Gudú la adivinó, porque existe algún heraldo invisible que anuncia el miedo y la muerte antes de que se hagan visibles —como también ocurre quizá con el amor.
El terror se alzaba ahora en el ánimo de cada uno de los hombres y no les permitía huir, ni retroceder o simplemente gritar. Sólo se extendía sobre ellos un silencio tangible y espeso: el aliento del Dragón avanzando entre las aguas.
Nunca llegaría a comprender Gudú cuanto sucedió aquella mañana. Ese algo inaudible avanzaba en el más clamoroso de los silencios y se adueñaba uno por uno de sus hombres, desde los más altos mandos, hasta el más humilde soldado. Y era un silencio distinto a todos los silencios, aterciopelado y agorero, suspendido en el mismo aire que respiraban. Comprendió que también el silencio era una materia audible, palpable, densa, como una presencia invisible o una increíble ausencia de sonidos y ecos. Ni voces, ni pisadas, ni entrechocar de objetos, ni crepitar de llamas, ni siquiera el conocido y casi inevitable ladrido de un perro en la lejanía. Aunque todo se movía, nada se oía. Era una advertencia; y en el inicio de aquella mañana, que él sabía decisiva en su vida, todas estas cosas se le presentaban como ocurridas ya anteriormente, como heredadas del eco de anteriores vivencias. Nadie se lo había explicado, no lo había imaginado, no lo había leído. Sólo, lo sabía.
Llegó hasta ellos un clamor, al principio tenue, como el manar apenas percibido de un manantial; poco a poco creció hasta convertirse en cascada y alcanzar una magnitud casi ensordecedora. Aquella especie de bramido múltiple brotaba de la Isla y los pájaros lo conducían hasta él. Lejos, más allá del Río, seguía alzándose la niebla de verano, espesa y blanquísima, y rápidamente volvió a ocultar la imagen de la Isla, como si nunca hubiera existido.
2
Entonces se entabló la primera batalla contra la Isla de Urdska. Fue una lucha dura, y los hombres no tenían la seguridad de otras veces, pues las tácticas guerreras de aquellas gentes, aunque ya habían tenido ocasión sobrada de enfrentarse a ellas, siempre guardaban en el último momento un inesperado, y a todas luces desacostumbrado ataque o aparente huida, que les sumía en la incertidumbre.
Gudú no perdía la serenidad. En cada momento y a cada paso, calculaba la posibilidad de cualquier sorprendente maniobra por parte del enemigo. De todas formas, supo planificar el ataque y la reserva. Dividió a sus hombres, de manera que por el ala derecha, parte de ellos, encabezados por Yahek, tenían la misión de rodearla, y, por la izquierda, el barón Jovelio. Para él se reservaba a Rakjel, del que en el fondo no se fiaba totalmente, a pesar de sus muestras de lealtad; pues al fin y al cabo, su origen era bastante misterioso y no dejaba de ser hijo de aquellas tierras.
Tal como habían oído decir, la ciudad estaba amurallada, algo verdaderamente insólito en la estepa, y además, las orillas del Brazo Gigante aparecían cubiertas de verdor, y la misma Isla de Urdska semejaba un vergel, raramente florido en aquellas sequedades. Pronto comprendió Gudú que sus enemigos tenían pocas esperanzas de salir indemnes. A poco, mandó cortar los puentes y la ciudad-isla quedó prácticamente rodeada.
Una lucha sin cuartel, verdaderamente sangrienta, se entabló entre ellos cuando, inesperadamente, desde la parte baja del Río, llegaron refuerzos para Urdska, y hubieron de detener su avance. Pero Gudú volvió a la carga con más energía, si cabe. Fue entonces cuando una flecha llegó hasta Yahek y acabó con su vida. Gudú lo vio inerte ante él. Nunca, a pesar de haber visto tantas y tantas muertes, tantos y tantos soldados, capitanes y jefes, agonizando o muertos, nunca había sentido la realidad de la muerte como ante el cadáver de aquel viejo mercenario.
Se arrodilló a su lado y le contempló. Ya no era Yahek. Era como un muñeco, como un enorme muñeco roto. Y recordó la lealtad, el valor, la furia de vivir de aquel hombre que, de pronto, le pareció un gran desconocido. El hombre que yacía a su lado, ya no estaba allí ni en ninguna parte. «Yahek, Yahek…», murmuró. Pero apenas se movían sus labios al pronunciar aquel nombre. Algo muy suyo huía con él: el valor, el antiguo esplendor de una esperanza, o una batalla interminable, cuyo fin no acertaba a definirse.
Incorporándose, ordenó que, con gran respeto, recogiesen el cadáver de Yahek y se le diera sepultura con todos los honores a que estaba acostumbrada su raza. Cuando los hombres velaban por última vez al que fue su guía y gran apoyo durante años, se oyó un tremendo grito, más bien un largo aullido recorriendo la llanura hacia ellos. La Bruja de las Estepas acudía como respondiendo a una oscura llamada que sólo ella podía oír. Y cuando llegó a su lado, tomó el cuerpo sin vida de Yahek entre sus brazos y, llorando como sólo pueden llorar los lobos esteparios, lo acunó entre ellos hasta que, al amanecer, lo entregó a sus guerreros para que llevaran a cabo los rituales propios de la ocasión. Y en una nube de viento y de arena, la mujer se perdió hacia las grandes soledades.
En luchas encarnizadas, unas veces avanzando, otras retrocediendo, Gudú perdió muchos hombres. Y el tiempo pasaba, implacable. Muchas veces fueron atacados en su retaguardia por restos de tribus. Pero llegó un día en que, al fin, logró poner sitio a la ciudad. Acamparon en torno a sus murallas, y decidieron permanecer allí hasta el momento en que les obligaran a rendirse.
Una vez vio a Urdska por las murallas: una negra silueta sobre un caballo. Su aspecto era majestuoso. Atardecía, el cielo parecía incendiado, y ella ofrecía la imagen que Gudú se había hecho de aquella Reina de las altas y luminosas estepas.
Pero la ciudad no se rendía, el otoño pasó y el feroz invierno de la estepa cayó sobre ellos, y la nieve lo cubrió todo. El Río se helaba a grandes trechos. Aprovechando el tiempo de espera que imponía el interminable invierno, Gudú ordenó taponar todas las entradas de agua a la ciudad. Levantaron murallas de troncos aguzados, y se limitaron a aguardar… Aguardar es la única misión de unos sitiadores, que acaban siendo tan prisioneros como los sitiados.
En el transcurso de la última escaramuza, y de la manera más impensada, Gudú recibió una herida en la mejilla, que le cruzó la cara de forma siniestra. Sin embargo, él no daba gran importancia a este percance. Por las noches, en su tienda, soñaba. Desde que avistaron la Isla de Urdska, como quien ve por primera vez la corporeización de un deseo, no dejaba de soñar.
El invierno pasaba lánguidamente. Gudú cumplió veintiún años y ni se apercibió de ello. Tampoco pensaba en los que había dejado atrás. Ni en su esposa ni en su hijo Gudulín, que estaría cercano a los cuatro años, ni en los gemelos, que habrían cumplido uno, y a los que no había visto jamás. Y ni el invierno ni la ciudad se rendían, sólo a veces, súbitos resplandores delataban el fuego de la vida que aún crepitaba en su interior.
—Apenas comience la primavera, atacaremos de nuevo —dijo Gudú—. Estarán ya tan maduros que no podrán resistir.
Pero se equivocaba. En la primavera aparecieron nuevas Hordas, como surgidas del suelo, como diablos que atravesaban la corteza esteparia —aquellos Diablos que, según la leyenda, emergían del abismo del fin del mundo—. Rompieron el cerco y les rechazaron hasta que se batieron en retirada. Y mucho les costó recomponer sus filas, atacar de nuevo y al fin vencer.
Tras su primer combate, Gudú envió a Olar en busca de refuerzos, con lo que prácticamente despobló de hombres todas sus tierras de Norte a Sur.
En la nueva ofensiva del verano volvió a ser herido, y esta vez vio de cerca a Urdska, tanto que incluso llegó a combatir cuerpo a cuerpo con ella. Entre el fragor de la batalla, aquella negra figura que él había contemplado sobre las murallas, se alzó de pronto ante él, y estuvo a punto de deslumbrarle: por vez primera, le pareció enfrentarse a su propia imagen. Quizás aquel combate fuera el más deseado de su vida, pero no llegó a ver la cara de su adversario. Iba cubierta totalmente por un casco y coraza negros. Sólo atinó a sentir sobre él el relámpago de su espada, que cayó sobre su cuerpo y le marcó con un nuevo tajo. Esta vez cerca de la oreja, casi cercenándosela. Pero entonces, la Reina desapareció. Había aparecido y desaparecido como era costumbre de sus gentes, sin apenas dar tiempo de apercibirse de ello. Pero la herida que le había marcado costaba mucho de cicatrizar.
Rakjel, que se había convertido desde la muerte de Yahek en su brazo derecho, cosió, al estilo de su tierra, aquella herida del Rey. Y Gudú descubrió nuevas habilidades en el que ahora era su más fiel apoyo.
A partir de aquel momento, reanudaron sus ataques, y esta vez alcanzaron las murallas de la ciudad. Allí se libró un gran combate, que degeneró en un sitio aún más apretado. Gudú envió a la Reina Urdska un emisario, exigiendo la capitulación. Como respuesta recibió la cabeza de éste clavada en una pica, y Gudú preparó entonces la gran ofensiva.
Pero como las huestes de Urdska, que ya debían estar muy debilitadas, si no medio aniquiladas, no se rendían, entre viejas leyendas y supersticiones propagadas boca a boca, oído a oído, el pánico se introdujo entre los hombres de Gudú, y algunos de ellos —entre los que se contaban los hombres del jefe Largklai desertaron, empavorecidos. Los fieles se decían, indignados: «Gudú nos vengará». Y así lo hizo el Rey, pues todo desertor capturado —y entre ellos su propio jefe— fue ejecutado ante sus soldados.
Un denso y palpable calor cayó sobre la estepa. Los cadáveres que no pudieron ser enterrados, hedían, y la enfermedad y contaminación que siguieron a estas cosas diezmó a los hombres, tanto fuera como dentro de la ciudad.
Durante esta epidemia, el noble Jovelio murió, y de sus antiguos compañeros y colaboradores sólo quedó el joven Rakjel. Entonces, Gudú reclamó nuevamente más refuerzos a Olar.
A principios del otoño, el aspecto de la ciudad y su entorno era horrible. Río abajo, flotando en sus aguas, aparecían hinchados cadáveres de hombres, mujeres, niños y animales, y no era difícil imaginar, por el vuelo siniestro de aves carroñeras que surcaban el cielo de la ciudad, cuanto debía estar ocurriendo dentro de sus murallas.
Pero la Reina no se rindió hasta entrado el invierno, el mismo día en que Gudú cumplía veintidós años. Y fue una rendición penosa. Las huestes de Gudú penetraron en la ciudad, saquearon y mataron.
La ciudad soñada, la gran deseada, era sólo un montón de escombros cuando por fin Gudú entró en ella, feroz y victorioso. Pero entre las cenizas, entre la más atropellada ruina, residía aún el eco de un fulgor, la irreductible memoria de un antiguo esplendor. Y un pensamiento le asaltó: «Quizás el esplendor consista en ir más allá de ti mismo, más allá de todo cuanto conoces; quizá sea eso lo que en los viejos libros llaman la gloria». Pero la gloria, ya, era una imagen tan pálida a sus ojos como las páginas de los viejos libros.
Al fin, se encaminó, con Rakjel y los hombres a su mando, hacia lo que quedaba del Palacio de la Reina Urdska. Y halló algo que tampoco esperaba: aquel Palacio no guardaba parecido con otro cualquiera de los avistados por él. No sólo había despojos —cosa que ya imaginaba, tras las cruentas batallas que le abrieron paso hasta allí—, sino que sobre la ceniza, sobre la ruina, flotaban al viento, como alas de alguna ave desconocida, innumerables jirones de aquellas tiendas de seda roja y oro que le describía su madre. Tiendas casi transparentes que desde niño retenía en su memoria.
Y entre la ceniza y los jirones de seda roja, dos mujeres se alzaban, como dos columnas de piedra: eran la Reina Urdska y su hermana menor, Ravia. Dos mujeres, de carne y hueso, altivas como dos águilas, entre los restos de una polvareda dorada y misteriosa, como la que puede avistarse a veces en un rayo de sol. «No es oro, no es polvo de sol, no es la niebla encendida que yo vi alzarse desde las aguas del Brazo Gigante… es el falso polvo de oro que tiñe las alas de algunas mariposas», se dijo Gudú, con un sutil estremecimiento. Y así aventaba el temor, y el misterio, como hacía con todo cuanto turbaba su pensamiento.
Por primera vez contempló el verdadero aspecto de la Reina. Era mucho más joven de lo que creía, o al menos a él así le pareció. Urdska era una mujer alta, delgada, pero fuerte como un hombre. Cuando se desprendió de su casco, dos largas trenzas negras cayeron sobre sus hombros. Tenía ojos rasgados, encendidos como carbones, sobre unos pómulos altos. El óvalo de su rostro era fino y su mentón, enérgico, aunque suave. Sus labios carnosos sonreían con displicencia y orgullo. Pese a todo, allí estaba, a su merced, vencida y humillada, la gran Reina esteparia, la Reina-guerrero, el terror y la esperanza de las tribus de las planicies, amigas o enemigas.
A su lado distinguió la segunda figura. Una jovencita muy bella, que apenas rebasaría los doce años. Intentaba, a toda costa, imitar el porte de la Reina. Pero un temblor interno, apenas perceptible a miradas menos avisadas que la de Gudú, estremecía su cuerpo. Y tampoco pasaron inadvertidas al Rey la tierna belleza de aquella criatura —le recordó a una joven corza caída en una trampa— ni la inmensa, casi transparente curiosidad que, sobreponiéndose a todo otro sentimiento, afloraba a sus grandes ojos. Una curiosidad que acaso superaba el miedo, incluso el gran estupor que sin duda le causaba el espectáculo del mundo y de sus gentes.
Pero la Reina ¿qué reina era aquélla? De pronto no le pareció reina ni mujer, sólo la encarnación de una especie perseguida y deseada desde lo más hondo de su ser. Y era verdad lo que dijo Rakjel: no tenía edad, estaba más allá del Tiempo, del pasado y del futuro.
El Rey ordenó que tanto Urdska como su hermana fueran transportadas a una tienda; y que allí las trataran con la dignidad que su rango merecía. «Un rey nunca humilla a otro rey, aunque lo vea derrotado», se dijo. Sin embargo, Urdska mostraba, en todo momento, un gran desprecio hacia él. Aun prisionera, se mantenía altiva y desdeñosa, y su ejemplo animaba a su hermana, la princesa Ravja.
Mientras las veía conducir, entre los soldados capitaneados por Rakjel, Gudú se entretuvo a contemplar las ruinas de aquella que fue la leyenda más acuciante de su vida. «Es extraño —se dijo, mientras avanzaba entre los escombros, bajo un cielo que parecía observarle con unos inmensos ojos—, es extraño que la realización de un deseo provoque un vacío tan grande…». Y era verdad: en vez de la euforia que se reflejaba en sus hombres, un vacío creciente se abría ante él.
Rakjel era ahora el encargado de guardar y atender a las Reales prisioneras. Cierto día Gudú le ordenó traer a su presencia a la princesa Ravja. Pero Ravja se negó, quizás obligada por su hermana.
—¿Cómo se atreve a desobedecer una orden del Rey?
—Señor —dijo Rakjel, y su voz temblaba de forma inusual—, para ellas… vos no sois el Rey.
La cólera, unida a la sorpresa y un vago temor, paralizó por un momento a Gudú. Pero reaccionando rápidamente, gritó:
—¿Y quién es su Rey? ¿Cuál es su Reino?
—No lo sé, Señor —dijo Rakjel—. Pero, en todo caso, no está aquí.
Y en su voz, una oculta pasión fluía como un soterrado manantial que, aunque todavía débil, podía llegar a convertirse en catarata.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Gudú. Pero como eran más acuciantes otros intereses que los sentimientos de su Cachorro preferido, los dejó para escudriñarlos más adelante. Reflexionó unos instantes y al cabo dijo—: Advierte a la pequeña Ravja que el Rey irá a visitarla esta noche: y que tan sólo desea hablar con ella y manifestarle su admiración y… afecto.
Así pues, aquella noche Gudú entró en la tienda de sus regias prisioneras, Ravja le esperaba, temblorosa. Su hermana la Reina permanecía en el interior, tras las cortinas, y ni siquiera su sombra se anunció en el suelo ni en parte alguna.
—Niña querida —dijo Gudú, extendiendo sus dos manos hacia la pequeña. Al ver aquellas manos abiertas, la niña tendió las suyas, y aquel gesto amistoso se convirtió en un abrazo, y el abrazo en un beso, y el beso se prolongó hasta el amanecer.
Al día siguiente Ravja se trasladó a la tienda del Rey, y quizás aquellas breves noches se convirtieron en lo más bello y radiante de su corta, ignorante e infeliz vida.
A pesar de todos los esfuerzos llevados a cabo por sus hombres, lo cierto es que los famosos tesoros de la ciudad no aparecieron por ninguna parte. Sólo ruina, muerte y desolación. Gudú, a través de Rakjel, amenazó a Urdska con la muerte si no revelaba el lugar donde aquellos tesoros se ocultaban. Al oírle, Urdska se burló de él:
—Ni con la tortura lograrán arrancarme este secreto. Entretanto, la jovencita Ravja se había prendado de Gudú. Aquel hombre tan distinto a cuantos conociera, que llegaba a su tienda con aire tan gallardo y porte tan real, la había conmovido desde el primer instante en que le vio. Se sentía atraída por aquellos ojos azules, helados y brillantes como jamás había visto en ningún hombre de su raza. Había oído, desde que nació, el eco de sus hazañas y su prestigio: aun considerándole un feroz enemigo, las gentes esteparias siempre habían respetado profundamente su valor y su poder.
Gudú no ignoró los sentimientos de la niña, y aunque cuanto aquella pobre muchacha sabía no parecía de gran utilidad, sí desveló el camino que conducía al lugar secreto. Así pues, bajo sus indicaciones se adentraron más y más, estepa adelante, y todavía tardaron año y medio en hallarlo.
Aparentemente, aquél no podía ser el lugar anhelado. Se trataba de un pequeño reducto, entre las dunas que el viento día a día transformaba: y lo que hoy semejaba una loma mañana parecía una torre, y las siluetas tomaban las más impensables formas.
Sólo un pequeño indicio, tan insignificante como revelador para quien supiera desentrañarlo, les indicó el lugar exacto donde debían detenerse y excavar. Era un pequeño vergel, inusitado en la planicie reseca, donde brotaba una enramada parda, salpicada de oro, púrpura y azul, que recordaba el inmenso, pesado e interminable firmamento estepario. La pequeña Ravja se detuvo:
—Es aquí —dijo—, desde que nací he soñado noches y noches con este lugar.
Y encontraron tal cantidad de piedras preciosas, de copas y vasijas de metales raros y joyas nunca vistas, que Gudú quedó deslumbrado. Y además, algo que aún apreció más y que le anonadó: un sinfín de pergaminos y de escrituras donde se narraba la historia de Urdska y su linaje.
Pertenecía a una antiquísima civilización condenada a desaparecer. Y allí se decía que él, Gudú, sería el esposo de Urdska y que de ella tendría dos hijos, hermosos, crueles y valientes, a los que nombraría sus sucesores. Sin embargo, aquí la profecía tomaba un oscuro cariz, plagada de pequeñas cláusulas —las pequeñas y malvadas cláusulas con las que también habían tropezado Ardid, el Hechicero y el propio Trasgo en El Libro de los Linajes— de las que Gudú no hizo caso, como no lo hiciera su madre, en otro tiempo. Con todo lo cual, su imaginación se espoleó.
En tanto, Urdska seguía prisionera en su tienda. Rakjel, la atendía directamente hasta en sus menores deseos, tal y como le había ordenado el Rey. Día a día, poco a poco, empezó a reconstruirse entre ellos un mundo: la verdadera cuna del muchacho. Toda su historia, y la historia de los hombres y mujeres que formaban su pueblo, renacía en sus oídos por boca de Urdska.
Al principio, Rakjel se resistía, pero la voz de Urdska penetraba en él, despertando ecos amordazados.
—Rakjel, Rakjel, tú eres el nieto del Gran Rakjel, el jefe que unificó las tribus del Nordeste estepario… Y tú precisamente, el único heredero de aquel gran jefe, has traicionado tu sangre, tu raza y tu pueblo.
—Yo no he traicionado a nada ni a nadie… Sólo era un niño hambriento y abandonado cuando el Rey Gudú me acogió, y me incorporó a sus Cachorros, él hizo de mí un guerrero y un hombre.
—¿Qué dices? Tú eres la esperanza de tu pueblo; eres el nieto del Gran Rakjel el Indomable, el que supo unificar las tribus y hacer un pueblo… ¿Cómo puedes traicionar tu sangre?
Pobre Rakjel. Su corazón se desplomaba, y un viejo orgullo, un antiquísimo y poderoso sentimiento le invadió; él era el único heredero de un mundo que el Rey Gudú se empeñaba en destruir. Pero su corazón de niño se negaba a traicionar a Gudú, pues, como Cachorro, aún conservaba una inocencia, una lealtad y admiración hacia aquel que le había arrebatado cuanto le pertenecía. Él le había dado una razón, un motivo, una esperanza en la vida.
«Rakjel, Rakjel, nieto del Gran Rakjel, tú no puedes traicionar a tu raza ni a tu estirpe».
Y Rakjel, en la soledad de su tienda, se decía: «¿Qué raza? ¿Qué estirpe? ¿A quién traiciono?». Y tan lentamente como alcanzan las aguas del Lago las orillas de la tierra, iba invadiéndole un sentimiento de amor, resentimiento y odio. «¿Por qué no puedo regresar a mi vida, por qué han desviado su curso como se desvían las aguas de un río…?», se decía, con la misma inocencia de un niño que se pregunta por qué el sol desaparece todas las noches, por qué se desnudan los bosques en invierno, por qué los hombres no recuerdan el último día de su infancia.
Aquella Reina cautiva era de pronto, para él, su raza, su patria, su memoria y su esperanza. Ya no era una terrible mujer, ya no era una malvada bruja, ya no era la imagen del terror. Era una hermosa, fascinante mujer que no se parecía a ninguna otra, y en ella residía toda la belleza de la tierra.
Así llegó un día en que Rakjel comprendió que se hallaba totalmente enamorado de Urdska, y que este amor era superior a cuantos sentimientos de lealtad y afecto experimentara hacia Olar y su Rey. Renacía en su memoria las gentes, las gestas, las leyendas y hasta las canciones de su origen estepario, y esa estepa se abría ante él, y dentro de él, como una sangre, antigua y recuperada. Él era el joven Rakjel, el nieto del Gran Rakjel. Él era la esperanza de su vejado y humillado pueblo.
Urdska fingió corresponder a su amor. Y una noche en la que ella y Rakjel descansaban entrelazados en el lecho, entró Ravja en la tienda, temblando de miedo y de dolor. Gudú había mandado devolver a Urdska a su joven hermana, y esto colmó la ira y el odio de la Reina de las estepas. Fue el gran error de Gudú: él, que no sabía amar, tampoco era consciente de lo que puede acarrear el desamor.
—Tú nos vengarás —dijo Urdska a su hermana—. Conduce a Rakjel hasta las tribus dispersas, preséntale como el jefe que esperan desde hace mucho tiempo, y armaos contra el Rey Gudú y combatidlo hasta darle muerte.
Y una noche larga, encendida e inabarcable como son las noches de las estepas, Rakjel, en unión de la joven princesa Ravja, huyó y traicionó al Rey Gudú. Un nuevo fuego, mucho más verdadero, mucho más profundo que el que le animara a seguir al Rey de Olar, le empujaba. Armaría de nuevo a sus tribus, llevaría con él toda la sabiduría que aprendió en la Corte Negra, sus tretas, tácticas y añagazas, y desde lo más profundo, no sólo de su pueblo, sino de sí mismo, recuperaría por fin el verdadero sentido de su vida.
Cuando Gudú se enfrentó a esta inesperada traición, Urdska le recibió con la más sarcástica de sus risas, parecida al aullido de los chacales. Pero aquella risa, contradictoriamente, no sólo no despertó la ira de Gudú, sino que espoleó su deseo de ella. Ya hacía mucho que deseaba hacerla suya —para humillarla y para honrarla—. Y aquella noche entró en su lecho y en su vida, sin ser consciente de que, en realidad, era ella quien entraba en la vida de él. Tras esa noche, el Rey quedó subyugado por el magnetismo de aquella mujer. El viejo sueño llegaba hasta él revestido de un deslumbramiento que si hubiera sido capaz de sentirlo, hubiera podido llamarse amor, pero que no era más que otra manifestación de su única pasión: la estepa.
Desde entonces, se sucedieron las noches más largas en la vida de Gudú. Noches sin fin, sin alborada que las serenara, como si fueran lo único posible, apenas interrumpidas por unos días tan breves como suspiros. Y en las vastas noches esteparias, bajo un cielo surcado por tenues resplandores, donde de cuando en cuando el lejano estallido de un relámpago alertaba del eco de remotísimas tormentas, Gudú recorría a lomos de su caballo aquellas llanuras tan interminables como su curiosidad o su incipiente desesperanza, y se acercaba y merodeaba, como mendigo o ladrón, aquella tienda en la que permanecía cautiva la imagen de su deseo.
Oler de nuevo el viento, percibir el suave crujido de la hierba y los matorrales inclinándose a su paso enardecía su pasión. Aún era joven, aún podía desear y soñar. En uno de aquellos inmensos amaneceres presenció algo que había oído referir a muy viejos soldados. Una historia fantasmal que le parecía desvarío senil o fantasiosa imaginación olareña, y a la que nunca había prestado atención: la visión de los guerreros muertos, cruzando el cielo, arrollando las nubes y aun el mismo resplandor del sol. Porque, según había oído desde niño, los grandes y verdaderos guerreros no morían jamás. Sus fantasmas repetían, cielo adelante, la más gloriosa de sus batallas, aquella en la que habían dejado su vida, convencidos de su razón, enloquecidos por su fe. Y mientras se preguntaba qué clase de fe sería aquélla, les vio. Les vio en el inabarcable cielo que pesaba sobre la estepa, como otra estepa misma, tan grácil, transparente o tenebrosa como la que él hollaba. Les vio tan claramente como podía ver sus manos o la crin de su caballo: eran legiones de jinetes a la vez transparentes y reconocibles, que galopaban hacia algún lugar indescifrable, sobre nubes aún no desprendidas del último resplandor de la noche, y su galope era un largo aullido, más que el eco de cascos en las dunas.
Antes de él, y quizá mucho después de él, otros les habían visto o les verían. Y aunque hasta aquel momento él había dudado de semejantes historias —tan desgarradoramente inútiles como dolorosas—, ahora las reconocía. Como si despertaran de un viejísimo y olvidado sueño, desperezándose polvoriento en lo más hondo de su ser. Eran sus ojos los que contemplaban el galope de aquel cortejo de sombras alargándose hacia el confín del firmamento estepario. Y eran sus oídos los que oían el largo ulular, el último grito de su desbandada, hasta que se perdió cielo adelante; y sólo quedó rebotando en sus oídos el eco de unos cascos ya remotos, el eco del tiempo, de alguna desaparecida gloria, de alguna desaparecida derrota. Y ambas cosas no importaban nada, pues ambas eran lo mismo: olvido y polvo.
Al fin, estalló el día, pero quedaban huellas, huellas imborrables en la memoria: el galope furioso de una huida, pisadas de hombres y animales muertos, de lealtades y traiciones, de valor y cobardía, odio y placer. Todo latiendo aún bajo el páramo del olvido, empujado por el viento, por el tiempo. Y cuando ya desaparecieron cielo adelante, algo gravitaba aún en el aire: el más puro silencio.
Así comenzó una nueva etapa en la vida del Rey. Ya no atacaba, ya no aparecían enemigos en el horizonte, donde plantó nuevamente sus enseñas. En Gudú había nacido y crecido un nuevo sentimiento. No era amor lo que le encadenaba —aunque él no reconociera esta cadena—. Tal vez odio, tal vez un oscuro rencor cuyo origen no podía alcanzar, lo cierto es que ya no podía prescindir del objeto que lo inspiraba. La vida parecía carente de todo interés sin aquella pasión. Urdska era la encarnación de todo cuanto deseaba, y la conservaría a su lado costase lo que costase, como otros desean encadenar el amor.
Y pasaba el tiempo entre la pasión que le inspiraba la Reina y el aparente y cada vez más encendido amor de ella, aunque siempre se mostraba despectiva y parecía estar reservándose una última sonrisa para quién sabe qué día y qué instante.
Y cuando ella le pidió que la llevase a Olar, no pudo alejar de su mente escenas que de niño le habían fascinado, historias que oyó de labios de su viejo Maestro o que había leído en algún libro, en los que los grandes reyes, los emperadores, entraban en su país, después de la victoria, con un rey o una reina encadenados. Por eso le contestó a Urdska que debía entrar en Olar arrastrándola tras él como la gran prisionera. Pero nada opuso ella a esta advertencia. Y Gudú dejó en aquellos parajes soldados, guarniciones y fronteras. Su enseña ondeaba en el viento del atardecer cuando regresó a Olar, victorioso y lleno de gloria, aunque envejecido y con dos largas cicatrices en el rostro. Contaba ya veinticuatro años.
Mientras tanto, en Olar, también había pasado el tiempo para Gudulina. Cumplía ya veintitrés años, siete Gudulín, y casi cinco los gemelos Raigo y Raiga.