En el Castillo Negro, Gudú despertó del largo tiempo de placer y ocio, y con nuevas energías se sumió en viejos sueños y proyectos que, ahora, según pensaba, parecían factibles.
Durante su ausencia, la Corte Negra habíase mantenido viva y en buena forma. Se tuvieron que ampliar los recintos, e incluso el departamento de las mujeres fue también renovado, pues aunque algunas ya sólo en las tareas de cocina y cuidado de los soldados se empleaban, no era tan escaso como antaño el afluir de jovencitas en florida edad.
A las órdenes del joven Barón Silu y sus ayudantes —que tan provechosamente habían asimilado sus enseñanzas—, tomaba cuerpo el viejo sueño tanto tiempo acariciado. Gudú comprobó con agrado los progresos de los Cachorros: algunos habían ascendido a soldados, en tanto que un nutrido grupo de los más jóvenes ascendieron en jerarquía y valor. Con íntima satisfacción, tuvo constancia de la admiración que sentían hacia su Rey y del entusiasmo que les invadía ante las empresas que él les prometía llevar a cabo. A su vez, pudo comprobar que los jóvenes nobles que se añadieron a su Corte Negra descollaban con idéntico ardor y esperanza, quizá movidos unos por codicia, acaso otros por admiración y algunos, acuciados por un mismo o parecido sueño. Aunque aquel sueño seguía escondido, sólo para él, en lo más profundo de su ser. Únicamente en la noche, en compañía de los Capitanes, bebiendo o comiendo con ellos, solía expresarse en términos que sus comensales no entendían totalmente. Pero sus palabras les enardecían y les sumían en tan singular como antiguo veneno: la atracción de lo desconocido, la búsqueda y dominio de aquello que podía constituir un misterio para la mayoría, aun asaetado por sombríos presagios o terroríficas leyendas, propagadas de boca a boca.
—Fantasías de campesinos —solía decir, al resplandor del fuego que enrojecía la luz de sus ojos—. No existen misterios que un hombre valeroso no pueda desentrañar: y ahí tenéis la prueba de algo que puede dominarse, algo que atemorizaba a nuestras gentes, y aun quitó el sueño a Volodioso el Engrandecedor…
Así diciendo, señalaba a los Cachorros procedentes de las estepas y con más insistencia todavía, al joven Rakjel, que ahora se había convertido en uno de sus más fervientes y prometedores guerreros.
Sus planes no eran complicados, pero parecían seguros. Mientras finalizaba el invierno, se entregó de lleno a perfeccionar la organización y el avituallamiento de su ejército. Creó un sistema de comunicaciones con todas las fronteras vulnerables, a través de torres y vigías apostados de forma que, rápidamente, ni un solo día transcurriera sin recibir noticias de su estado.
La cría y cuidado de los caballos capturados a las Hordas merecieron gran atención. Para ello destinó Gudú a los mejores caballerizos, y les recompensaba, si cabe, más que a sus jinetes. La caballería pesada era muy importante, podría decirse que se trataba del puño ofensivo de su ejército. Gudú conocía, tanto por sus lecturas como por el ejemplo de su padre —había estudiado minuciosamente cuanto se relacionaba con sus batallas y conquistas—, la gran importancia que ésta revestía. Ahora él se enorgullecía tanto de sus caballos como de sus hombres.
Había equipado a todos ellos sin regateo: cota de malla, lanza, espada y algún armamento secundario. La caballería ligera ofrecía a sus ojos un inmejorable aspecto: destinada a hostigar, perseguir y explorar, bien provista de arcos y jabalinas, montaban aquellos veloces caballos oriundos de las estepas, que con tanto afán habían cuidado proveerse, no sólo él, sino su padre y aun su abuelo. Eran el orgullo de su vida, y aun podría decirse que su pasión. Porque la pasión también puede anidar en cualquier lugar del ser humano aunque no resida precisamente en el corazón. En la mente, quizás, es más poderosa. En cuanto a las armas llamadas secundarias, Gudú sabía ahora —y esto por la experiencia adquirida en las propias contiendas— que se trataba de algo muy valioso: aquella maza, hacha, espada corta, o incluso aquel rudimentario artilugio fabricado por el propio soldado, resultaban muy eficaces durante el combate. Aquellas armas que podríaseles llamar personales, comunicaban a quien las poseía una fuerza especial, casi mágica. Y así, desde sus más altos Capitanes hasta el último soldado, Gudú dejaba a sus hombres en completa libertad para portarlas, y aun fabricarlas según su elección.
Reanudó el reclutamiento de todo joven sano que en los alrededores se hallase, y sólo dejó en aldeas, burgos y alquerías aquellos que se mostraron imprescindibles para el mantenimiento de las tierras de los nobles, que no hubieran perdonado mayores tropelías. Los campesinos, que llegaban a regañadientes o llorando —en ocasiones, encadenados— a la Corte Negra, a poco, ante el insólito y benévolo trato allí recibido, olvidaban en su mayoría familia, mujer, hijos, simientes o vacas, para enardecerse en futuras glorias y prebendas junto a Gudú; o esperaban un botín que, sus confusas e ignorantes mentes, imaginaban de variada y disparatada forma. Pero estas cosas bastaban al Rey: la esperanza de que existía y podía manejar algo —aun revestido de las más peregrinas formas— que podía arrastrar a los hombres, que ardía en ellos con mayor incentivo que el terror o el hambre.
Una y otra vez pasaba revista a sus soldados, una y otra vez se decía que ni su padre ni su abuelo habían reunido jamás un contingente de hombres como el suyo. Su infantería podía, ahora, organizada y obediente, convertirse en un sólido muro erizado de picas, apoyada por bien adiestrados arqueros. Ahora no existían ni la confusión ni el desorden de otros tiempos: todo movimiento de tropa era estudiado y ensayado bajo una inflexible disciplina.
Cuando se anunciaba tímidamente la primavera, Gudú pudo envanecerse de contar con algo que, hasta el momento, parecía el mejor adiestrado y bien provisto contingente de tropas conocido: constituía a todas luces un verdadero ejército.
No obstante, algo ensombrecía sus esperanzas y confundió un tanto sus ideas: pues llegaron noticias de las guarniciones esteparias sobre la extraña conducta de Yahek. Parecía dominado por algún mal hechizo: se creía perseguido por cierta vieja Bruja de las Estepas, a la que culpaba de mal de ojo. De la noche a la mañana, limpiaba continuamente el filo de su espada, e insistía en que ésta aparecía manchada de sangre fresca. «Cosas comunes a quienes permanecen largo tiempo en la linde de la estepa —dijo entonces Rakjel—. No hagáis caso de ello, mi Señor. Estas cosas suceden, y pasan en el fragor de la batalla: Yahek está desesperado y padece la enfermedad que conlleva la inactividad de la guarnición; eso es todo». Pero Rakjel había sido discípulo aventajado de Yahek y Gudú sospechaba que el gran afecto que sentía hacia su maestro le hacía hablar así. «En su momento se comprobará todo esto —pensó—. Si las cosas son así, nada cambiará. Pero si son como temo, Yahek pasará a la reserva, y Rakjel, en quien cada día confío más, le sucederá». Y nada de cuanto pensaba lo manifestaba, para no herir a los ambiciosos y jóvenes nobles, en especial al Barón Silu, que mostraba tanta valentía como ambición sin límites.
Gudú trepó escaleras arriba hacia la noche, que se había apoderado de cuanto alcanzaban sus ojos. Impelido por un deseo acuciante que ni siquiera podía explicarse, ascendió a la torre más alta del Castillo Negro, allí donde los vigías oteaban el confín más alejado del horizonte, al acecho de posibles amigos o enemigos. Rechazó toda compañía —incluido el propio vigía— y se enfrentó, solo, a la gran tiniebla del mundo, a la enorme y oscura pregunta de lo desconocido. Se sintió solo bajo la inmensidad de un cielo que parecía ignorar o despreciar palabras o memoria, que anulaba o reducía a la nada innumerables sabidurías anteriores —presentidas, leídas, o totalmente desconocidas—… Un escalofrío le atravesó, como un rayo. Si no hubiera tenido tan clara conciencia de haber nacido Rey, se habría arrodillado.
Encarado a la oscuridad, sólo una palabra acudió a su mente, tan inquietante como arrinconada: «Dios». Esta palabra brotaba a menudo de labios de su madre; desde muy niño la oyó pronunciar. El Abad de los Abundios era quien, al parecer, estaba en el secreto de aquel nombre, aunque se mostraba reticente a dar explicaciones concretas. Y aún más: se insinuaba ante quienes le escuchaban, como poseedor de las claves de algún tesoro no fácilmente alcanzable. «Mi madre y yo acatamos este misterio, la clave que sustenta el Monasterio y las Abadías de los Abundios… y cuantas iglesias y capillas han poblado nuestras tierras, a menudo costeadas por la Reina. Pero ni la Reina ni yo creemos ciegamente en las palabras del Abad de los Abundios. Así pues… ¿quién es Dios? ¿Por qué razón persiste su nombre, por qué se entrelaza en los recuerdos y varía su rostro, aquí o allá, según quien lo pronuncie?…».
Inesperadamente, de lo más alto y lejano de la noche, surgió una voz, renació, pues era una voz antigua, una voz que se remontaba a aquel día en que Sikrosio conoció el terror. Y Gudú creyó entrever en el gran cielo la enorme cabeza, misteriosa y agorera, de un Dragón. Pero antes de que pudiera afirmarse cabalmente en esta visión, tal y como se deshacen las nubes en el cielo, aquella imagen había desaparecido. Tan sólo la tersa y negra noche se extendía de nuevo, inmensa y sobrecogedora, sobre él.
Casi al instante le asaltó una sospecha. «Tal vez yo no tengo deseos, acaso soy únicamente el instrumento de innumerables deseos anteriores…». Y entonces deseó no desear nada; sentirse y saberse solo: sin pasado, sin futuro; inmensamente solo, una estrella errante en la inabarcable oscuridad del universo.
Poco a poco, como si despertara de un sueño, fue levantando la cabeza. Sabía que le estaban esperando, Olar le estaba esperando. Y tuvo miedo. El antiguo terror regresaba a él desde remotas regiones. Como herencia y maldición, llegaba hasta él, ahora. Y por primera vez se preguntó quién era realmente. ¿Sólo aquel que su madre había decidido que fuese? ¿Y qué había decidido para él? Ser, acaso, el arma esgrimida de otro deseo, de otro misterio, de los muchos que le empujaban siendo niño, por pasillos prohibidos, en pos de algo que no comprendía, ni sabía si ansiaba o aborrecía. Acaso algo que quería destruir o aniquilar para siempre. O, por el contrario, algo que secretamente anhelaba sobre todas las cosas conocidas.
Recordaba las enseñanzas recibidas del Hechicero, las revelaciones que le hacía: al parecer, desde tiempos muy lejanos hubo —y aún, secretamente, había— grandes Reyes del Bosque. Enormes árboles con nombre propio —Irmansul era uno, y otros, y otros más, habitantes de las misteriosas tierras septentrionales, como la Encina Sagrada…—; y eran Reyes, verdaderos Reyes que a su llamada muda, secreta, rendían pleitesía pueblos enteros.
La negrura de la noche no tenía respuestas, ni para ésta ni para ninguna otra pregunta. Entonces, pensó que él era un privilegiado, puesto que había tenido acceso a manuscritos y enseñanzas muy antiguas, donde había constancia de otras vidas y anhelos, y derrotas y victorias llevadas a cabo por hombres contra los hombres, mucho antes de que nacieran él y su padre y su abuelo. Pero sólo le eran verdaderamente inteligibles batallas y derrotas, victorias, esplendores, ruinas; no los grandes vacíos que se abrían entre unas y otras… Esos grandes vacíos, ¿qué significaban?… Eso no lo aclaraba nadie; ni los manuscritos ni el mismo Hechicero que los había poseído y se los transmitió como un tesoro.
Nada, nadie revelaba el significado de un signo o una secreta llamada hacia la que encaminar su curiosidad, su ansia de no sabía qué, para lo que ni siquiera vislumbraba una meta. Pero ardía, ardía en ella; y no podía apagarla. «Somos un Reino pequeño, un Reino del cual casi nadie tiene noticia, allí, donde el Gran Rey impera; somos un Reino surgido de la nada, y nadie en Occidente se acuerda de nosotros. Pero yo, yo …». Aquí su voz naufragaba como una barquichuela en la tempestad. Luego, pensó: «Yo soy el Rey de Olar, soy de la madera de los Reyes del Bosque, que vivían aún después de ser talados…». No se le ocurría otra cosa, pero en esas palabras concentró toda su fuerza. Se afirmaban ahora en la memoria los grandes y misteriosos troncos que sólo podían abarcar tres hombres cogidos de la mano. Tan viejos eran aquellos árboles, que casi nadie sabía o recordaba cuándo fueron jóvenes; permanecían en pie, poderosos y feroces, reclamando, exigiendo siempre algo. No atraían únicamente a grupos de muchachos y muchachas, a hombres y mujeres, a niños y niñas y a toda clase de criaturas de la hierba. A su sombra llegaban, y les rodeaban, pueblos enteros: tribus, jefes y mandatarios de oscuras e inquietantes procedencias, no integrados —aunque lo fingieran— en lo que el Abad, y su madre, y el mismo Hechicero, le habían descrito como la Cristiandad. Y sabía también que bajo sus ramas se hacían ofrendas y se llevaban a cabo ceremonias y ritos que se remontaban a tiempos muy oscuros; y, ahora, reconocía en lo más hondo de su ser esa voz, una larga voz que llegaba hasta él desde muy lejos, en el relámpago del terror, junto al viejo Dragón de Sikrosio. «Los Reyes del Bosque…», se repetía. Él era Rey también. Él era el Rey, su madre lo sabía Rey cuando le llevaba en su vientre, aun antes de su nacimiento; tal y como las raíces de la Encina Sagrada saben todo de las altas ramas, siempre cubiertas de hojas, aun en el más crudo invierno. Y rememoraba el recóndito temblor que, a veces, le había sorprendido en la voz del anciano Hechicero cuando le instruía en estas cosas, y en otras muchas. A él debía su conocimiento de la lengua latina, y por él podía leer, y escribir, y recordar… ¿Cuántos, de quienes le rodeaban, aun los de más alta alcurnia, podían vanagloriarse de semejantes cosas? Y sin embargo, aquel temblor en la voz de su anciano Maestro se repetía y le inquietaba en su memoria y en todo su ser. Era un temblor que no agitaba la voz de cuantos le rodeaban. Era otra clase de temblor, que no tenía nada que ver con el valor, o el coraje, o la cobardía.
Gudú sacudió la cabeza, sus negros cabellos le azotaron la frente, y un aliento callado, como alguna palabra impronunciable, se escapó de sus labios. El grande y temible mundo que obsesionara a su padre y a su abuelo, regresaba a él. Pero él era, sobre todo, un hombre; y este convencimiento, de pronto, desvelaba otra pregunta sin respuesta: ¿Era realmente un hombre un Rey? Había oído decir a su madre, en cierta ocasión, que las mujeres de Olar parían hijos, pero sólo ella había parido un Rey. Y la negrura de la noche no respondía a estas preguntas, ni a ninguna otra. Sobre él, y ante él, se extendía la inmensidad del misterio de la vida y del mundo.
Cerró los ojos, con la vaga esperanza de que en la noche de sus párpados pudiera descubrir algo más que en el silencio que abarcaban sus ojos abiertos. Y no vio nada. Nada.
Descendió escalón sobre escalón, con lentitud, hasta su cámara. Y una vez allí, de nuevo volvió a sentirse él mismo, él solo; hombre, pero, sobre todo, Rey, tal y como había querido, y probablemente conseguido, su madre. Y en la memoria de un Rey residían, como piedrecillas depositadas en el fondo del agua —piedrecillas tenaces, acaso sólo valoradas por mentes y ojos de niño—, espinas clavadas en el recuerdo, preguntas sin respuestas, lejanas afrentas que duelen más que dardos o flechas clavadas en la carne, o quizás en algún otro lugar desconocido, ese que las gentes llaman corazón. A él, hacía mucho tiempo, le habían encerrado el corazón en una urna. Pero nadie había encerrado en parte alguna su memoria, y ella le devolvía puntualmente la curiosidad, aquella que le empujaba desde niño a traspasar los límites prohibidos y adentrarse por oscuros y húmedos pasadizos, y asomarse a una zona donde, al parecer, acechaba el enemigo. Y el enemigo que se ocultaba y acechaba a aquel niño de cinco años, persistía y persistía; y el niño de entonces ahora era el Rey.
Se vio de nuevo, sentado en su escabel, frente a su madre. Ella le enseñaba a mover peones, reyes, reinas y ejércitos minúsculos sobre un tablero. Eran juegos de astucia, en los que su madre parecía, entonces, más astuta que él. Pero cuando él ganó la primera batalla a su madre, Ardid se mostró la mujer más feliz del mundo. Incluso llamó a su lado al Hechicero, y los tres celebraron, alegremente, aquella victoria. Ahora, al revivir aquella escena, reconoció que, a menudo, y sin darse cuenta cabal de ello, reproducía en su imaginación aquellas tardes: el tablero en las rodillas, entre su madre y él. Y creyó escuchar, de nuevo, el golpeteo de la lluvia en el alféizar, nudillos que golpeaban y llamaban en alguna puerta escondida de su pasado. Todo residía en su mente, todo sucedía en su imaginación, y él lo sabía. No era ligero ni irreflexivo en sus proyectos y decisiones; no era visionario ni apasionado al estilo de su padre o de su abuelo: sus pasiones eran de muy distinta naturaleza. Como si las tuviera ante los ojos, veía desarrollarse batallas y conquistas: paladeaba victorias, no dudaba ni un segundo de su poder.
Pero ahora no se trataba del enemigo conocido, ni de las pequeñas y escurridizas tribus esteparias que su padre y él mismo habían derrotado. Ahora se enfrentaban al Enemigo verdadero: la estepa, el terror de Sikrosio, el imposible sueño de Volodioso; el Este, el Gran Enemigo Verdadero se abría como una trampa. Y no podía imaginarlo, no sabía. Sólo podía imaginar el inmenso vacío donde acababa el mundo —el suyo—, y donde, acaso, nacía otro muy distinto.
En la soledad de su guarida, Gudú meditaba y releía las empresas de otros hombres, el pensamiento de otros tiempos, las glorias y derrotas de otros ámbitos. Frente al fuego, con los pesados y viejos libros en las rodillas, le sorprendió el alba sin haber dormido apenas: Eneas, Alejandro, Escipión, Vegecio, Julio César…, allí reencontraba la clave de tantas y tantas experiencias desaparecidas y deseadas. En su interior maldecía las tinieblas que, inexplicablemente para él, arrastraba el mundo conocido.
«Oscuridad por todas partes. A la oscuridad de una larga noche hemos venido a parar nosotros. Pero hubo un tiempo, una luz, que alguien añora. Mi madre dice que la conoce, que viene del Sur… Pero no lo cree. La Reina es una mujer valiosa, me alegra tenerla como madre; pero no logro descifrar qué secreto guarda para sí y no me revela. Sabe algo que no dice… Otros hombres, otros tiempos, otra luz… Y Gudú, el Rey Gudú, yo, saldré de las tinieblas e incendiaré el mundo». Fantaseaba, soñaba, creía. El alba llegaba, como la primavera y los primeros pájaros que aleteaban tímidamente por el renacido verdor entre el deshielo. Lejos quedaban los tiempos en que, sólo guiado por su intuición y la ayuda del Hechicero, por su audacia y osadía, venció al Rey de los Desfiladeros. ¡Qué torpes le parecían ahora aquellas primeras victorias! La excitación se adueñaba de él, abría los postigos de su ventana y esperaba el sol: no para complacerse en las primeras campanillas azules ni en los tímidos brotes del musgo naciente, sino para constatar que las nieves se alejaban de la estepa y que el rigor del invierno quedaba atrás. «Hechicero, viejo Maestro: yo te saludo», reía, con una carcajada que apenas emergía de su garganta. Se sentía fuerte, había logrado afianzar la sucesión del trono: tres hijos, que no uno, quedaban tras él. Y si la pequeña Raiga mostraba las dotes de su abuela, sería cosa de estudiar, si fuera preciso, una ley que le permitiera ascender al trono.
Así divagaba Gudú, cuando llegó su gran día. Partió, con nieve aún en las veredas. Llevaba consigo parte de su leva de la Corte Negra y gente de armas de Olar. En el camino se les añadieron las pequeñas guarniciones del Norte, donde languidecía Randal en delirios de antigua grandeza. Y como guardia personal, designó a siete Cachorros, entre ellos Rakjel, que parecía beber el aire, y observábale cautamente Gudú: su perfil oscuro, las aletas dilatadas de su nariz corta y ancha, la suave pelusa de su mentón. Los Cachorros de Olar se burlaban de él porque le creían barbilampiño. Pero así eran todos los de su raza, y también el fuego de sus ojos negros, rasgados y menudos, sobre los pómulos acusados. Por encima de las orejas, caían sus trenzas cortas, negras, bailoteando junto a las sienes. Algún joven Cachorro le imitaba porque comprendía que protegían del filo de la espada. Y súbitamente Gudú tuvo un estremecimiento: era una peregrina idea, un estúpido recuerdo: la frágil, infantil, incorpórea Tontina también se peinaba así. Sacudió tan singular recuerdo y, sin embargo, la escondida voz que como savia de Reyes del Bosque brotaba de sus ramas, murmuró en su oído: «¿Qué esconderá el oscuro vientre del mundo?».
Llegaron a las estepas más rápidamente que en anteriores expediciones. Les habían precedido cuadrillas de prisioneros, momentáneamente liberados de sus condenas por hurto, homicidio u otra clase de delitos —por los que hasta entonces se pudrían en las mazmorras de Olar—, destinados ahora a allanar la vía que les conducía hacia el Este. «No debe desperdiciarse ni un solo brazo útil», había ordenado el Rey. Y así, mientras algunos veían en su gesto un Rey magnánimo, otros, más avisados, o que mejor le conocían, admiraban su sagacidad.
El antiguo pastor Atre —convertido en veterano Maestro de Armas— había quedado al cuidado de los Cachorros aún residentes en Olar, y su hermano Oci —o hijo, o quién sabe qué, pues jamás se puso en claro— seguía al cuidado de sus rebaños y caballerizas. Y partía Gudú con la satisfacción de conocer cuán escrupulosamente se cumplían todas sus órdenes. En su ausencia, como jefe supremo de la Corte Negra dejó al Barón Silu —con lo que colmó la vanidad de su hueca cabeza y se aseguró su lealtad, puesto que las importantes decisiones no partían de él, sino de sus adiestrados guerreros—. Suponiendo, cautamente, que las cosas marcharían por buen camino, su espíritu se alegraba al contemplar nuevamente el resplandor del sol naciente sobre la inmensa soledad de las estepas.
Allí, la vieja guarnición habíase convertido, con los años, en una ciudad donde residían las mujeres de los mercenarios y soldados, y los niños aún demasiado pequeños para ingresar en los Cachorros. Pacían por doquier los rebaños, se oían golpes de martillos y yunques en las fraguas, y abundaban las tiendas de suministros. «Existe una clase de hombre, especial, innumerable, aunque discreto e inagotable… Son gentes que aparecen de improviso, sin saber cómo ni de dónde, dispuestos a vender, a poner precio, a proveer, a dar y tomar, donde sea y como sea», reflexionó Gudú, a la vista de aquella discreta prosperidad.
—Hay que bautizar esta ciudad —comunicó aquella noche a su fiel Yahek—. Y en honor a tus bravos servicios la llamaremos Ciudad Yahekia.
El viejo guerrero quedó mudo al oírlo. Sólo el tono ceniciento que adquirieron sus mejillas y su calva indicó el grado de emoción que le producían tales palabras. Pero ignoraba que tal emoción era atentamente observada, en sus menores detalles, por su Rey y Señor. Y tal vez, no con las intenciones que él hubiera apetecido.
Tras la cena, reunióse Gudú con sus Capitanes, el noble Jovelio y el valiente Rakjel. Y bebieron copiosamente, como en los viejos tiempos.
—Muy pronto, partiremos hacia la frontera —dijo Gudú—. He estudiado todos los detalles que creo importantes de esta empresa, y os serán comunicados, y recibiréis mis órdenes y la relación de vuestros cometidos, en general acuerdo. Tened en cuenta que, hasta el momento, sólo escaramuzas y pequeñeces sin importancia nos han mantenido fuertes. Ahora es cuando comienza nuestra gloria. —Y añadió despaciosamente, para que hasta en lo más profundo de la más obtusa mente quedaran grabadas sus palabras—: Nuestra, digo, no mía: pues la gloria del Rey Gudú es y será siempre repartida entre quienes la han secundado y hecho posible. Y tanta más gloria, y tanto más poder, tendrá quien más dé y quien más obtenga en esta lucha.
Levantó su copa y brindó solemnemente con sus hombres, que, mudos de placer —cada uno a su manera—, libaron con el que les destinaba a tan extraordinarias empresas.
Al amanecer, partieron hacia el Gran Río, donde aguardaba la guarnición fronteriza. Allí, Gudú dijo a sus hombres:
—Despedíos de vuestras mujeres, pues pasará mucho tiempo antes de que volváis a verlas.
Así lo hicieron los hombres.
Yahek entró en la tienda de Indra, que, junto a la nueva Lontananza y los niños, estaba preparando el yantar. Se sentó sombríamente cerca del fuego. Los dos niños jugaban en el suelo: ambos eran lindos, tostados por el sol y fuertes como cabritos.
—¿Dónde está esa bruja? —dijo, bruscamente.
—No es ninguna bruja, Yahek —respondió Indra—. Te lo ruego, olvídala: es una pobre vieja que no daña a nadie. Y has de saber que a menudo contempla con ternura a tu hijo.
—¡No debes consentirlo! —rugió Yahek, levantándose. Y desenvainando su espada contempló el filo con ojos desorbitados—. ¿Está sucia de sangre, de sangre fresca? ¡Te he dicho que no la uses para degollar cabritos, maldita mujer!
Jamás la toco, Yahek —dijo Indra, con cansancio. Había oído aquella frase infinidad de veces, e infinidad de veces tomaba la espada y fingía limpiarla de una sangre inexistente, tal como ahora se disponía a hacer, cuando Yahek se la arrebató y volvió a envainarla.
Después, cogió al pequeño y dijo:
—Sus ojos respiran odio… ¿Qué me odien?
—Nadie te odia —dijo ella, suavemente.
—Sí, esa mala bruja hace que mi hijo me odie. Te prohíbo que se acerque a él: y ten por seguro que si me entero de ello, te cortaré en dos. Ahora, ven, he de partir con el Rey y no sé cuándo volveré. Quiero despedirme de ti…
Pasó con ella la noche. Pero se revolvía, inquieto, y sus sueños fueron, al parecer, atroces: tanto, que gemía y decía que se veía bañado en sangre, y murmuraba: «He matado a un hombre». Como si no hubiera matado muchos mas de los que podría recordar en todo lo que le quedaba de vida.
Al amanecer, se fue. Y dejó a las dos mujeres llenas de pena y de zozobra, pues las dos habíanle tomado cariño: una como esposa, y otra, casi, como si fuera su propia hija. Mientras tanto, la ignorada hija del Rey y Lontananza despertó y asomó su cabecita por la tienda. Y como viera en la lejanía a los hombres formados, y bajo el cielo y el naciente sol resplandecer el casco de Gudú, corrió hacia ellos, dando gritos de júbilo. Su madre salió en su persecución, azorada. Y llegó a tiempo de sujetarla para que no se metiera bajo los cascos de los caballos.
—Nunca te acerques a ellos, Gudrilkja —dijo—. Nunca, hija mía.
—¿Quién es? —preguntó la niña, en su media lengua. Y vio Lontananza que sus azules ojos tenían la misma expresión colérica y centelleante de los ojos de Gudú.
—El Rey —dijo Lontananza—. Vámonos; el Rey siempre está lejos, y nadie le puede alcanzar.
—Yo seré Rey —dijo la niña.
Al oírla, la madre se estremeció, y le tapó la boca con la mano.
—Las mujeres no son Reyes —dijo—. ¡Y creo que es suerte para nosotras!
Pero la niña estuvo tres días diciendo a sus amiguitos y a todos cuantos la escuchaban, que con los años crecería, montaría en un caballo negro, su cabeza reluciría como el sol y sería Rey.
Cruzaron el Gran Río y, como en anteriores ocasiones, sólo la soledad y el silencio parecían aguardarles.
—No os fiéis, Señor —dijo Rakjel al tercer día, tras varias incursiones infructuosas—. Los Diablos surgirán de la tierra en el momento más impensado.
—Lo sé —dijo Gudú—. Tú fuiste uno de esos Diablos, y en verdad que mordiste la mano de Yahek, que aún conserva la cicatriz de esos dientes. Pero ya ves: el Rey Gudú sabe domarlos y, si lo juzga atinado, colmarlos de honores.
La rara sonrisa de Rakjel brilló en su cara atezada. Tenía colmillos de chacal, y esa sonrisa, sin saber bien por qué, complació vivamente a Gudú. Súbitamente, le dijo:
—Rakjel, desde este momento asciendes a Capitán.
Rakjel dejó de sonreír. Sus ojos, estrechos, negros y brillantes como caparazones de escarabajo, relucieron. Inclinó levemente la cabeza y murmuró:
—No os arrepentiréis, Señor.
Gudú comunicó la nueva graduación del muchacho a sus hombres. Y aunque notó el despecho del noble Jovelio, fingió ignorarlo.
Como si las palabras de Rakjel albergaran invisibles lazos de comunicación con los de su raza, lo cierto es que los Diablos aparecieron aquel mismo día. Pero la táctica guerrera de las Hordas era siempre la misma, y Gudú la conocía. No se trataba de un ejército: sólo de un grupo, aunque rápido y valiente. Acabó venciéndoles y, aunque capturaron algunos prisioneros, nada importante se produjo. Y la estepa, por contra, permanecía inalterable ante sus ojos: ancha, larga, indescifrable.
Cuatro veces aún mantuvieron esta clase de luchas y esta clase de efímeras victorias sobre los dispersos grupos tribales. Y de nuevo el silencio, la inmensidad y la soledad se sucedieron. Ni tan sólo atisbaron campamentos, asientos de tribus o poblados, como ocurriera anteriormente, en alguna ocasión.
Fue entonces cuando Rakjel solicitó permiso para hablar a solas con el Rey. Gudú le recibió en su tienda.
—Señor —dijo Rakjel—, debo deciros algo que, en verdad, no estoy seguro de conocer muy bien. Pero escudriñando en mi memoria, tropiezo con frecuencia en el recuerdo de una historia oída durante mi infancia a los guerreros de la tribu: y empiezo a decirme que, acaso, sea cierta.
—Habla pronto —dijo Gudú—. Y decidiré si es creíble o no. Como él mismo bebía, ofrecióle una copa, y Rakjel bebió despacio y brevemente. Al fin, secó sus labios con el antebrazo, por primera vez miró de frente a Gudú, y dijo:
—Es el caso, Señor, que si esa historia es cierta, no hemos tomado el buen camino. Pues en vez de adentrarnos en la estepa debemos remontarla río arriba. Así, podremos llegar hasta el Brazo Gigante —así llaman los de mi raza a un brazo del Gran Río que se adentra hacia el Este, estepa adentro—, y allí, en su centro, se ensancha de tal forma que no llegan a divisarse sus orillas, de modo que forma un gran lago. Y en el centro de este lago hay una isla.
Al llegar aquí, Rakjel calló, como si le invadiera la desconfianza o el temor.
—Prosigue —ordenó Gudú, vivamente intrigado—. ¿Por qué te detienes?
—Señor, es que… en verdad, esta historia entraña un gran peligro. Pues dice la leyenda que si algún extraño intentara llegar hasta allí, o comunicara a hombre de otra tribu —y aún peor, de otra raza— su existencia, morirá traspasado por tantas lanzas como palabras tenga su historia.
—No morirás de esos lanzazos —dijo Gudú—. Ni tales patrañas son ciertas ni tú eres un diablo: yo te tengo por hombre de carne y hueso y en absoluto despreciable.
—Lo sé —dijo Rakjel. Pero al finalizar la historia su voz se había vuelto jadeante, y un leve temblor agitaba sus labios—. Por vez primera en mi vida me atrevo a aconsejaros y hablaros de tal cosa: pero según dicen, en esa isla se alza la ciudad más extraordinaria del mundo. Tales son sus riquezas, que en su comparación todas quedan empalidecidas. Mas esa ciudad está totalmente amurallada y gobernada por una Reina: y esa Reina es mujer tan feroz, sanguinaria y valerosa como el más intrépido y valiente de los guerreros. Une a su valor y fuerza una astucia tan sutil y poderosa como sólo una cabeza de mujer es capaz de albergar; y es tenido como cierto que ella misma monta en un caballo tan veloz como el viento, y blande lanzas y espadas como el más avezado de los soldados; conduce su ejército ella misma, y es temida y respetada por todos; y nadie se atreve a enfrentarse a ella.
Gudú permaneció pensativo un buen rato. Entre ellos dos ardían y crepitaban las llamas, y por un rato sólo se oyeron los estallidos de la húmeda madera, mientras apuraban lentamente sus copas. Al fin, habló:
—¿Qué es lo que en verdad deseas decirme? ¿Qué beneficio hallaría el Rey Gudú venciendo a esa Reina… si es que existe?
—¡Vencerla, Señor! —los ojos de Rakjel brillaron entonces como las llamas—. ¡Ah, Señor, vencerla sería un sueño muy caro!… Tened por seguro que si os arriesgarais a tal empresa, sería fácil que se os unieran importantes tribus de la estepa: esa Reina es tan temida y odiada como codiciadas las riquezas de su ciudad. Pero tened por seguro que no es empresa fácil. Aunque si vuestra fama ha cundido por la estepa… acaso sería posible. Con el acicate de vuestras victorias aumentaríais el número de hombres, y sus conocimientos de estas tierras, que tanto deseáis conquistar, os beneficiarían.
—O, tal vez —añadió lentamente Gudú—, por contra, esa Reina representa para las tribus su más valiosa ayuda… y tal vez, también, esa Reina sea tu propia madre. Con lo que, acaso, todas las tribus se reunirían contra el Rey Gudú. Y tal vez, una vez más, contra el Rey Gudú pretendas tú luchar, y al Rey Gudú vencer. Rakjel no movió un solo músculo de su rostro.
—No es mi madre, Señor, ni jamás la vi —contestó, al fin, con calma—. Pero si mi madre fuera, no dudaría en arrebatarle esa ciudad, si como hijo suyo me hubiera abandonado. Y tened por seguro que esa Reina es tan vengativa como poderosa, y a ningún hombre salido de su cuerpo y de su sangre dejaría en manos enemigas.
—Salvo para urdir su venganza, con la paciencia de tu raza, maldito diablo —rió brevemente Gudú. Aunque fingía una apacible actitud, espiaba ansiosamente el menor movimiento de Rakjel.
—Podéis pensar como gustéis, Señor —contestó el joven—. Pero si llegáis a emprender esta aventura, podéis atarme a un caballo y lanzarme desarmado al frente de vuestros hombres: y cuando me hayan traspasado tantas lanzas como palabras os he dicho, acaso entendáis la verdad de esta historia, y acaso podáis vencer a la Reina Urdska.
—Es posible que lo haga —dijo Gudú—. No pierdas la esperanza de alcanzar muerte tan singular, Rakjel. Puedes irte.
—Gracias, Señor, por oírme —dijo el muchacho. Y obedeció al Rey.
Transcurrieron varios días sin aparente novedad: pequeñas incursiones de las Hordas, tan débiles y escasas, que ni tan sólo lograron prisioneros. Los Diablos huían sobre sus veloces y pequeñas monturas, y parecían poco dispuestos a presentar batalla.
Pero Gudú meditaba sobre lo que Rakjel le había dicho. Al fin, llegado el quinto día, llamó a Yahek a solas, y le habló así:
—Yahek, mucho sabes tú de las estepas, pues tu madre era de estas tierras. A ti debo muchos conocimientos de sus gentes, y de ti mismo conozco varias cosas. Pero nunca mencionaste la existencia de una isla, situada en el Brazo Gigante del Gran Río, arriba.
El rostro de Yahek se demudó, y súbitamente inclinó la cabeza hasta casi rozar el suelo. Un temblor convulso le sacudió, y Gudú vio que gruesas gotas de sudor se deslizaban por su calva.
—Oh, Señor, Señor —murmuró al fin—, ¿qué clase de perro ha vertido en vuestros oídos tan antiguo como criminal veneno?
—Entonces, ¿oísteis hablar de ello?
—Pero, Señor… ¡no creáis una sola palabra! En todo caso, no les prestéis oído: pues únicamente ahí es donde, en verdad, anidan los diablos del fin de la tierra. ¡Señor, sabed que si alguien revelara tal cosa o aconsejara tal empresa, sería atravesado…
—… por tantas lanzas como palabras tiene su historia! Pierde cuidado, Yahek: no eres tú el maldecido —le interrumpió Gudú.
—Señor, Señor… no prestéis oídos al mal viento de la estepa. Es el viento del fuego y de la sangre, el viento del más cruel de todos los inviernos.
—Levanta la cabeza, Yahek —ordenó severamente Gudú.
Así lo hizo el soldado, y tal espanto vio Gudú en sus ojos, que quedó en verdad asombrado.
—Entiende bien esto, estúpido —dijo entonces, desenvainando su espada—. No hay más infierno ni más diablo que esta espada; ni hay más muertes ni más lanzas que las de Gudú. Por tanto, compórtate como un soldado y escúchame.
Yahek pareció serenarse con las palabras del Rey. Obedeció, y al fin murmuró:
—Ciertamente, Señor, que a vuestro lado cualquier hombre es capaz de acometer la más peligrosa y temible empresa… pero ¡ay de todos los hombres, de todos nosotros, si en el transcurso de tal temeridad nos faltase vuestro apoyo: sería el fin de los fines!
—No os faltará —dijo Gudú, irritado—. ¿Qué te hace pensar tamaña estupidez?
Nada respondió Yahek, y nada más logró oír el Rey de sus labios; por lo que, al fin, le despidió. Y luego, a solas en su tienda, abrió el cofre donde guardaba sus libros y sus pergaminos, y fue trazando líneas y signos sobre los mapas del Hechicero.
Durante dos días enteros, sin descanso, Gudú mandó reunir a los prisioneros recientemente capturados en la estepa. Enterados por Yahek, en su lengua, de que tenían orden de relatar cuanto sabían de aquella mítica historia, isla y ciudad, todos se negaron a hacerlo, aunque algunos de ellos fueron apaleados hasta morir. Al fin, uno a uno fueron repitiendo cuanto Rakiel había dicho.
Gudú ordenó libertar a tres de ellos. Les envió estepa adelante en busca de sus hermanos, y a hablarles vagamente de su proyecto: invitándoles a unirse a su ejército, de suerte que si colaboraban en su empresa y lograban la victoria, serían reconocidos sus derechos. Prometió que respetaría a sus jefes y tribus, como aliados. Allí donde se alzaban sus míseros poblados, edificaría ciudades, y al ensanchar su Reino, les haría partícipes de su fuerza y riqueza. Con todo lo cual, dejaría de hostigarles estepa adentro, y verían muy mejoradas sus condiciones de vida.
—Es un intento muy arriesgado —dijo Jovelio, inquieto—. Señor, no olvidéis cuán vengativa y traidora es esta raza; y cuánto os odia a vos, aún más de lo que odiaba a vuestro padre…
—El Rey Gudú no es el Rey Volodioso —respondió Gudú, altanero—. Y no existe odio que no se aplaque ante la codicia y la esperanza de una vida regalada…
Tal como dijeran Yahek y Rakjel, clavaron en lo más avanzado de la estepa cinco lanzas en forma de V: ésta era la señal de tregua y pacto en aquella tierra.
A partir de aquel momento, los exhaustos y medio desangrados prisioneros fueron nuevamente, más que devueltos, arrojados a la estepa. En tanto, los soldados del Rey formaban estrechas hileras, a la espera de su regreso, su ataque o sus noticias.
Poco después, fueron atacados por los miembros de una tribu. Y eran tan imprudentes —o tan grande era su miedo—, que hicieron prisioneros en gran cantidad, y su dispersa retirada fue cortada con más facilidad que en ocasiones anteriores. Fueron azotados, hasta confesar que la historia oída les causaba tan gran espanto, que preferían morir a manos de Gudú que enfrentarse a la Reina Urdska: puesto que un hombre de la estepa había osado revelar tales cosas, para ninguno de ellos habría ya piedad, fueran o no fueran responsables, por parte de la Reina.
Así estaban las cosas cuando, al día siguiente, una nube de polvo avisó a los soldados de Gudú del avance de caballería enemiga: pero ahora no venían en son de guerra, sino que, llegados tan cerca que podía distinguirse sus rostros, permanecieron quietos en apretada fila, las lanzas bajas. Hasta que, al fin, Gudú ordenó fueran enviados dos de sus hombres en son de paz y en demanda de noticias.
Regresaron a poco, portando la lanza del Gran jefe Largklai, de cuya empuñadura colgaba una espesa y negra cabellera trenzada. Según explicaron, perteneció a un temible adversario del interior llamado Rojklo, hermano menor de Urdska. Desde que le dieron muerte, la Reina había jurado destrozar a su asesino, y a partir de ese momento, el tal jefe y su tribu se veían condenados a vagar sin tregua de un lugar a otro, sin que les fuera posible permanecer un solo día en el mismo sitio. Así, vivían en continuo galope y desazón, comidos de odio y de terror. Por todo lo cual —dijeron—, habían decidido o morir peleando contra el Rey de Olar, o unirse a él contra Urdska.
—Lo último es más sensato —dijo Gudú—. Aunque antes deben someterse a algunas pruebas.
Se sometieron. Y tan duras fueron éstas, que, acaso, más de uno llegó a decirse si no hubiera resultado más pertinente caer en las garras de Urdska, o darse muerte con la propia espada, con tal de dar fin a su miserable existencia. Como primera medida —excepto su jefe Largklai, a quien Gudú trató con deferencia y alojó en una tienda—, fueron desarmados y encadenados. Tras conseguir que dijesen hasta la última palabra de cuanto sabían o sospechaban sobre la maldita historia de Urdska y su ciudad, fueron armados con lanzas de madera y entrenados de tal guisa por los soldados de Gudú —con Yahek y Rakjel al frente—, que buena parte de ellos quedaron prácticamente inservibles, y despreciados por los procedimientos habituales. El resto, en cambio, salió de aquellos lances bien entrenado: y tan feroces y valientes eran, tan desesperados estaban, y tan estrechamente vigilados —pues durante el tiempo en que no eran adiestrados, permanecían prisioneros—, que cuando al fin llegó el día de su partida hacia el Brazo Gigante, casi se sintieron felices.
Ya se anunciaba el verano, y cálido en verdad, cuando Gudú juzgó que tanto los hombres como la estación y el clima se hallaban en su buen punto.
El resto de las pequeñas tribus que por aquellos contornos merodeaban, hizo ostensible su ausencia, su silencio y su respeto. De forma que no tuvieron contratiempos dignos de reseñar.
En la guarnición quedó una parte de sus hombres; y con el grueso del ejército, Gudú emprendió la ascensión por la orilla del Gran Río. A su paso, tan sólo hallaron los poblados abandonados y aún humeantes: pues ni su oferta ni su presencia inspiraban mejores cosas a sus habitantes. Con íntima satisfacción y orgullo, llegado el decimotercer día de su expedición, vieron aparecer ante sus ojos un pequeño poblado, con restos de vida aún recientes. En lugar del acostumbrado silencio, hedor y soledad, tres muchachos de unos diez o doce años surgieron de las calcinadas ruinas. Se acercaron a ellos, los brazos alzados, pidiendo clemencia, y una vez fueron escuchados por Yahek y Rakjel, dieron cuenta al Rey de que aquellos muchachos, enterados y espoleados por su gloria y su fama, deseaban unirse a sus Cachorros.
—Los acepto —dijo Gudú—. Y espero que cunda el ejemplo entre sus compañeros.
Y así fue: pues en adelante, no sólo muchachos, sino algún joven guerrero solicitó unirse a su empresa. Y todos fueron aceptados y adiestrados como tenían por costumbre.
Siguiendo las explicaciones de Rakjel, Yahek, Largklai y los prisioneros, Gudú había trazado la ruta hacia el Brazo Gigante. Y se decía que ya era tiempo, según sus cálculos, de que este Gran Brazo fluvial apareciera a su vista. Pero nada lo hacía suponer así: avanzaban y avanzaban, y únicamente soledad, vacío y miseria iban hallando en su camino. Los días pasaron, y tras días y más días el verano estaba llegando a su más madura edad. Y no había rastro de cuanto esperaban. Los hombres empezaron a dar muestras de fatiga y desconfianza.
Y llegó hora en que el soberbio Jovelio retó en duelo a muerte a Rakjel, por considerar que eran víctimas de una traidora mentira. Antes de que esto ocurriera, Gudú logró apaciguarles, y tal firmeza y confianza había en sus palabras, y en su valiente e indomable actitud, y en su ciega certeza en el éxito de la aventura, que, al fin, la interrumpida marcha río arriba se reanudó.
Y al fin, cuando el propio Gudú temió secretamente que la duda empezara a apoderarse de él, el brillo del Brazo Gigante espejeó en el horizonte. Casi podía oírse en el aire de la mañana latir los corazones de todos los hombres: tanto el del Rey como el de los esteparios a él unidos. En aquel punto, Gudú mandó detenerse a las tropas, y armaron el campamento. Allí, trazaron y perfilaron los múltiples planes que durante todo el camino llevaban urdiendo. Reunió a los jefes en su tienda y extendió ante sus ojos los pequeños dibujos que tanta desconfianza como admiración solían despertar.
De esta forma, Gudú y sus Capitanes planearon la táctica y la distribución de sus hombres para llevar a cabo el primer paso: cruzar el Brazo Gigante a ambos lados de la isla, a distancia suficiente para no ser vistos desde ella. Y una vez al otro lado, se desplazarían de forma que la isla quedara en su parte posterior, rodeada por la estepa y, por el otro lado, el agua. Pero antes debían conocer qué había en aquel lado del río. Pues podían hallarse con otras tantas ciudades como con nutridas tribus guerreras, o con solitarias estepas, e incluso, con el fin de éstas; o con bosques, o quizá con el temido Gran Precipicio donde acababa el mundo, aquel del que se nutrían y del que surgían los malos Diablos, al mando de la más peligrosa y feroz Diablesa: la legendaria, misteriosa y terrorífica Reina Urdska.
Pero Gudú así lo había decidido. Y ninguno tuvo ánimos para contradecirle. Cualquier cosa era ya mejor para ellos que tan larga e incierta espera.