Gudú no regresó de inmediato a Olar. A pesar de que Ardid envió un emisario con la noticia del nacimiento de Gudulín, el Rey no mostró excesivos deseos por conocer a su hijo. Antes bien, ya sabedor del hecho, se mostró satisfecho: especialmente porque tratábase de varón. Con tal noticia pareció conformarse. Como su padre, si bien no llegaba en su exageración a confundir los niños antes de los doce años con conejos o gallinas, lo cierto es que las criaturas de tan corta edad no excitaban ni su curiosidad ni su entusiasmo; aunque se tratara de su propio hijo. Mucho más le atraían las andanzas y progresos de sus Cachorros —en quienes parecía depositar más esperanzas que en su propia dinastía, al menos mientras no advirtiera que los miembros de ésta estuvieran capacitados para desengañarle, enorgullecerle o decepcionarle.
En tanto, con sus soldados, decidió celebrar la victoria y solución del problema de los Desfiladeros. Mientras aún humeaban los restos de quienes tan denodada como inútilmente habían resistido y muerto allí dentro, creyó oportuno conducir a sus muchachos al linde de las estepas, pues suponía que su contemplación, unida a las lecciones con que les preparaba para tal empresa, les haría compartir su sueño.
—Ahí tenéis, ante vuestros ojos, el llamado Mundo Desconocido —dijo, adentrándoles hasta las orillas del Gran Río—. Pero tened por seguro que para vosotros no habrá, si no lo hay para mí (y no lo habrá), ningún Desconocido posible. Os aseguro que hasta todo cuanto alcance, y abarque, la mirada de Gudú, de Gudú será; y, por tanto, también vuestro. Porque vosotros sois la parte más importante de mi ejército, y mi ejército es la parte más sustancial de mí mismo… y de Olar.
Cuando oyeron la segunda parte de este discurso, tanto capitanes como soldados creyeron que sus oídos les engañaban. Jamás a Volodioso se le había ocurrido decir algo parecido a soldado alguno, mucho menos a muchachos aún sin experiencia. Pensaron que Gudú rompía muy viejas tradiciones e iniciaba otras cosas, muy distintas y sorprendentes para ellos. Gudú no era ignorante de lo uno ni de lo otro. Y si bien en esto procedía por astucia y aun por cautela —sin menoscabo de que, llegado el momento, cumpliese lo que con tanto aplomo prometía—, lo cierto es que sus soldados no eran tratados como la mayoría de los soldados, ni su ejército como la mayoría de los ejércitos. Era Rey espléndido, generoso, aunque severo con sus soldados, y no es raro que contara día a día con más adictos, buenos guerreros, como menguaban sus enemigos. Por lo menos, en el Reino de Olar y sus tierras conquistadas.
Entretúvose en las fortalezas y guarniciones de las estepas más de lo que parecía natural en tan reciente padre como victorioso Rey. Y los días pasaban, y el verano iba aproximándose, y Gudú no regresaba a Olar.
Aún no se habían apercibido totalmente, ni el sagaz Rey ni sus compañeros de armas, del cambio operado en Yahek. Como éste era, al fin y al cabo, hombre de pocas palabras y ruda expresión, aunque su rostro y ademanes hubieran sufrido, tras dar muerte a Lisio, un cambio notable, pronto se acostumbraron todos a su nuevo aspecto y, por tanto, no llegaron a extrañarlo demasiado. Pero sí lo notaba él mismo, de suerte que, a partir del instante en que vio a aquel que había considerado y amado como hijo —tanto o más que al propio, a quien apenas veía—, no podía apartar de su mente la imagen del valiente muchacho muerto a sus pies. Y no podía mirar el filo de su espada —que continuamente afilaba, ante las chanzas de sus compañeros— sin un estremecimiento. Un dolor tan vivo le atravesaba en el curso de estos recuerdos, que su ánimo decaía de día en día, aunque quienes le rodeaban no se apercibiesen cabalmente de ello. Aunque no todos: pues alguien sí había notado tales cosas en Yahek. Alguien que siempre, de lejos o de cerca, le seguía a donde fuera, aun a costa de la fatiga y de la ancianidad.
Yahek permaneció aún en las estepas, donde le reintegrara Gudú, pues pensaba que mejor le serviría allí. Su sustituto en la Corte Negra, y ahora Maestro de los Cachorros, el joven Barón Silu, cumplía bien su cometido. Y la Anciana Bruja de la Estepa pudo comprobar cuán decaído mostrábase el ánimo de Yahek, y cuánto buscaba soledad y silencio, antes tan dado a la compañía de los soldados, a la comida y la bebida. Había perdido el gusto por todas estas cosas, y lo perdía más y más, de día en día. «Yahek sufre —se decía, con íntimo deleite—. Así alimenta mi dolor y prolonga mi fuerza».
La esposa de Yahek, Indra, le aguardaba en la guarnición, junto a las otras mujeres —como era costumbre establecida por Gudú—, y, cuando su marido regresó de los Desfiladeros, también vio algo en sus ojos.
—¿Estás herido? —indagó ansiosa. Él nada respondió; antes bien, rehuyó tanto sus preguntas como su compañía. El niño de ambos crecía hermoso y fuerte, y sólo con él, a veces, solía entretenerse brevemente Yahek. Pero la vista del niño, que antes le alegraba, ahora recrudecía el dolor que sintiera al hundir el filo de su espada en el pecho de Lisio. Y más de una vez, mirando los ojos de su hijo, creyó ver cómo se cerraban los ojos de aquel a quien había dado muerte; y le parecía que Lisio era el único a quien había causado tal daño —siendo, como eran, incontables sus víctimas—. Así, incluso la vista de su propio pequeño rehusaba, con lo que Indra empezó a sufrir mucho ante un comportamiento que no atinaba a descifrar.
Al fin, día llegó en que el regreso de Gudú a Olar, para conocer al futuro Rey, no pudo demorarse más. Aconsejado por sus mismos hombres, sin ganas, pero con el convencimiento de que, un día u otro, tal cosa debía suceder, emprendió el regreso. Pero esta vez dejó bien organizado —y con mayor cautela— el orden y mantenimiento de los Desfiladeros.
En esta ocasión, eligió como jefe de los destinados a tan dura como ingrata tarea —gentes desertoras de las colinas, que a él se entregaron y en él se refugiaron, más todo campesino que logró reunir por los alrededores, con lo que acabó por despoblar tan de por sí solitaria región—, a un joven de quince años, de origen estepario, que, en la actualidad, habíase convertido en uno de sus más valientes y adictos soldados y tenía por nombre Kar. Había sido capturado, casi niño, junto a otro joven llamado Rakjel, durante la conquista hacia el Gran Río. En ambos intuía Gudú madera de guerrero, de héroe y aun de Rey; y él consideraba cuidadosamente estos valores y estos peligros, pues tampoco ignoraba la súbita negligencia —por leve que pareciese— en los viejos soldados. Su piedad no era notoria, pero sí su capacidad de estímulo hacia la juventud y la codicia, que bien administrados, podían serle de gran utilidad y provecho. Así mismo, diole a Atri y Oci, los dos ex pastores, como ayudantes. Y con el resto de sus tropas, inició el regreso a la ciudad, en pos de días que imaginaba tan aburridos como inevitables.
Intentaba reconstruir en su mente a Gudulina; pero su rostro se había medio borrado, y el recuerdo que le dejara le pareció, salvo algunos momentos placenteros, en general, monótono y pesado. Había empezado a aficionarse tanto por la raza de las estepas, que a menudo eran sus compañeras de lecho las muchachas de las tribus sometidas. En ellas hallaba un incentivo que no tenía comparación —a su parecer— con las mujeres de su raza. Muchachas de trenzas negras y largos y sombríos ojos, de tan pocas palabras como ardientes y aun violentas maneras —si bien en sólo determinadas circunstancias—, y que unían a un temperamento salvaje, arisco e incluso feroz, la rara suavidad de la pluma y la enigmática y misteriosa inmensidad de su tierra.
Cuando se hallaban ya cerca de Olar, díjole Randal algo que le dejó en verdad pensativo:
—Señor: tened cuidado. Pues si os dejáis atraer por la raza esteparia, puede llegar un día en que de conquistador paséis a conquistado, y no sería bueno para vos ni para Olar que llegarais a descubrirlo demasiado tarde.
Aparte del respeto que le merecía Randal, el mejor y más admirado de sus Capitanes —y Gudú no escatimaba admiración a quien la merecía, y en esto se reflejaba como hombre inteligente—, tal sinceridad había en aquellas palabras, y tanta auténtica preocupación, que Gudú juzgó conveniente tolerarlas, y no sólo tolerarlas, sino reflexionarlas.
No obstante, aún no habían llegado a Olar cuando Gudú también reflexionó sobre otro aspecto de Randal: para desgracia del leal soldado, ya era viejo. Pero guardó en su mente con gran cautela aquella observación, y nada hizo, ni dijo, que demostrara que se había apercibido de ello.
Había enviado ya a Olar emisarios anunciando su regreso. Y con tal noticia, no sólo la Corte —que fingida o sinceramente se manifestó alegre—, o el pueblo —que sólo por la esperanza de alguna prebenda o festejo podía alegrarse de aquella nueva—, también, y las que más, y sinceramente, dos mujeres se sintieron profundamente conmovidas. Y con ellas el anciano Hechicero, ya casi al borde de extinguirse. Pues el Trasgo —de ágiles movimientos pese a sus tres siglos largos— le ignoraba totalmente, como si nunca le hubiera conocido. Ahora centraba toda su ternura en el nuevo Príncipe, al que creía su padre, Gudú.
Sin embargo, aunque mucho y muy tiernamente se emocionaron con aquella noticia Ardid, como madre, y el Hechicero, como viejo Maestro y cariñoso amigo, la una, cansada por la preocupación que sentía por los dos niños —aunque de distinta forma por cada uno de ellos—, el otro, un tanto desvaído por su ancianidad, lo cierto es que, quien en verdad sintióse ante la proximidad de Gudú, no sólo emocionada, sino totalmente conmocionada, fue la enamorada Gudulina.
Desde el punto y hora en que fue enterada de tan fausta nueva, mil y una vez hizo y deshizo su peinado, cambió sus ropas, embadurnó de afeites su rostro y ensayó sonrisas y miradas ante el espejo.
—Eres linda, eres joven —díjole Ardid, fatigada al fin por tanta consulta y tanta prueba—. Ten por seguro que esto, mejor que ningún otro adorno, va a servirte.
Pues sabía cuán poco sensible era su hijo a todo lo que no fuera sustancia en bruto, valedera por sí misma y en perfecto estado de ser utilizada. Pero también sabía Ardid que estas cosas era inútil decírselas a Gudulina. Así pues, dejó que continuara en tan fatigosas como esperanzadas probaturas… «Al fin y al cabo —se decía—, nadie podrá arrebatarle la ilusión de la espera, como podría hacerlo la cruda realidad».
Era ya verano, si bien tan tierno que podía aún confundírsele con primavera, cuando llegó Gudú a Olar. Mucha fue la alegría de Ardid cuando el clamor llegó hasta ellos, pero también escuchó con pena al anciano, que le pedía: «Niña querida, ayúdame, llévame a la ventana, pues quiero ver al Rey». Y con asombro, comprobó cuán penoso era levantarse de su asiento para el anciano. Desde hacía ya mucho tiempo —durante todo el invierno y la primavera— solía permanecer en el gabinete de la Reina, al amor de su fuego; pero el fuego no parecía reavivar su cada vez más diminuta persona, que sólo la compañía de Ardid y del Trasgo —aunque éste aparentaba ignorarle— parecía mantener con vida. Junto a la alegría de ver nuevamente a Gudú, Ardid sintió la súbita tristeza, la muy dolorosa sensación, de comprobar cuán poco tiempo iba ya a gozar de aquella compañía que ella, quizá, no atinó a valorar debidamente.
Así, le condujo con cariño y dulzura hasta la ventana; y comprobó cuán frágiles eran ya sus brazos, cuán inseguras sus piernas, cuán temblorosa toda su persona. Con un estremecimiento, se dio cuenta de cuánto había empequeñecido: quizás, en un imposible, remoto y misterioso deseo de regresar a la infancia. «Ay, Hechicero —se dijo, conteniendo importunas lágrimas—, bien cierto es que es triste y efímera la condición humana». Y volviendo la mirada hacia el Trasgo, lo halló, a su vez, transfigurado. No le había reprochado como debiera sus continuas y cada vez más copiosas libaciones, ni vigilado su estado de contaminación. El Trasgo, que se apresuró —entre raros tropezones, antes imposibles— a adelantárseles hacia la ventana, aparecía enrojecido en demasía, de la cabeza a los pies —algo así como una muy madura vid a punto de perder todo su fruto—. Al verles, la confusión y la pena de Ardid aumentaron hasta tal punto que ya sólo para ellos tenía ojos, y descuidó incluso dirigir su mirada hacia aquel a quien había dedicado, no sólo su vida, sino la de tan fieles y ancianos compañeros.
—Queridos —dijo al fin—, ahí está: ahí está nuestro tesoro, nuestra esperanza, nuestro bien. Y en verdad que podemos sentirnos orgullosos.
—¿Quién es ése? —dijo el Trasgo, con indiferencia y cierto desencanto—. No le conozco.
Y regresó a su agujero; pues el único niño que amaba ahora, dormía, y el Trasgo no quería importunar sus sueños.
Gudulina debía esperar al Rey junto a lo más florido y representativo de la Corte. Recibirle con una reverencia y decir: «Señor, mi corazón se alegra de volveros a ver». Pues todas estas cosas constaban en alguna parte, tal vez en alguna pequeña nota de El Libro de los Linajes, o especificado en las leyes de protocolo, o quizá residía sólo en la memoria de los más viejos. Pero en algún otro lugar existía una ley que, sin haber sido escrita por hombre o mujer alguna, recorría, como el viento y el tiempo, toda la especie humana, a la que pertenecía, ejemplarmente, la joven Reina Gudulina.
Así, cuando, muy engalanada, aguardaba junto a la madre del Rey y el Barón Presidente de la Asamblea de Nobles, la última arena de oro cayó en el reloj de su paciencia. Y, súbitamente, vio que el cielo enrojecía con la despedida de un día, y que la noche —tan luciente noche como ninguna otra le pareciera— llegaba y amenazaba con huir: tan deprisa, que el tiempo era el peor enemigo. Y supo que ni batalla ni Corte Negra alguna podían rivalizar en tan cauta como irreparable lucha. Una noche, una hora, un minuto, valían más que la más esplendorosa joya.
Cuando llegaron los ladridos de los perros y el son de las trompetas, y luego la música, y penetraron por las ventanas del salón de recepciones Gudulina, ante el estupor de la Asamblea y la reprobadora —aunque levemente tierna— mirada de Ardid, surgió de las respetuosas, apretadas y ceremoniosas filas y, atropellando sirvientes, pajes y aun músicos, que se disponían a llevar a los labios flautas y otros instrumentos que juzgaban apropiados para la ocasión, a punto estuvo de derribar al joven Abad de los Abundios —cuya colérica expresión ignoró—. Y así, cruzó recintos y patios, y justo a tiempo llegó para ver cómo su Rey, y su amor, en una sola pieza, atravesaba el puente levadizo, entre los clamores a medias esperanzados, a medias temerosos de la plebe, y los de placer salvaje de los soldados, y entraba en el Patio de Armas.
Algo mágico, misterioso, sucedió entonces: aun por breve espacio de tiempo —o quién sabe si por largos siglos, pues estas medidas escapan al usual medimiento que del tiempo suelen hacer los humanos— quedaron dos simples criaturas, suspensas, frente a frente. Gudulina, parada en el Patio, miraba al Rey. Y el Rey frenó su caballo y miró a Gudulina. «¿Quién es ésta?», pensó el Rey. «¿Quién es éste?», pensó la Reina. Y Rey y Reina desaparecieron; y ante los ojos de Gudulina apareció un hombre joven, tan gallardo y tan hermoso que el más gallardo y hermoso hombre hubiera palidecido en su presencia. Y a los ojos de Gudú, la más atractiva y misteriosa mujer hubiera parecido débil sombra a su lado. De suerte que Gudulina, levantando graciosamente con ambas manos el borde de su larga falda de ceremonias, corrió hacia él: y había tal brillo en su mirada, que a su lado el día moría definitivamente. Y le pareció a Gudú que jamás mujer alguna le miró con tales ojos ni tal sonrisa. Pues la borrosa imagen de una niña soñadora y entontecida, sumisa e ignorante de hacía un año, se había esfumado; una mujer rebosante de juventud, esplendorosa, aparecía bañada con el brillo dorado de la misteriosa piel del Lago; y su sonrisa sólo podía compararse a la gloria, a un recóndito descubrimiento de sí mismo. Y a su vez Gudulina vio que un hombre poderoso, lleno de gloria, rebosante de vida, descendía del caballo y hacia ella iba. Y por primera vez —y quizás última— vieron los soldados la sonrisa —que no risa breve, seca y escalofriante— del Rey. Y así veía a Gudulina —como si la viera por primera vez—, al tiempo que sus ojos en algo parecido a arena de oro y sueño se inundaban. Y Gudú besó unos labios que ni la más fresca fruta que ofrecieran a sus resecos labios de soldado en la aridez de la estepa, hubiera gustado.
Ante el jubiloso clamor de los soldados —cuya maliciosa sonrisa pareció de pronto llenar de alegría tan austeros como sombríos recintos— y el cándido asombro de los pajes —que jamás vieron cosa semejante—, el Rey y la Reina se abrazaron, se besaron y se contemplaron; y aun volvieron a besarse, una y tantas veces, que todos y cada uno de los soldados, y todos los presentes, sintieron la ácida punzada de una ausencia, de unos labios, de unos besos distantes ya de aquel lugar, y tal vez de su corazón. Gudú pronunció muy breves palabras, y en voz muy baja, en aquella orejita que como dorada caracola se pegaba a sus labios: y todas las palabras, y el rumor del mundo, y el fuego que en la tierra ardía, quedaron sumidos en un vasto y remoto espacio, cuando Gudulina oyó decir a Gudú, de forma que sólo con su amor y su atento oído de muchacha amante lograba descifrar: «En verdad que eres hermosa».
Y no se equivocaba Gudú en esto —como, en general, parecía no equivocarse en nada—, pues el invierno y el amor habían madurado en ella de tal forma, que la niña caprichosa y charlatana, la glotona y curiosa Gudulina de la Isla de Leonia, la pequeña cautiva de su doncellez, se había tornado en una criatura que casi llegaba al mentón del Rey —y el Rey era el hombre de más alta estatura (exceptuados los misteriosos saqueadores del Norte, de pelambre dorada y ojos azules) que había ella conocido—. Ahora, la piel de Gudulina aparecía suavemente dorada por el sol del verano. Su cuerpo se había redondeado y estilizado tan armoniosa y equilibradamente, que en más de una mente abrigaba la sospecha —abonada por el misterio de su origen paterno de que quizá no era totalmente criatura humana. Pero de humana y bien humana criatura se trataba, y así lo pensaba, por lo menos, el Rey, cuando la estrechaba contra sí y sentía el fluir de la sangre en su garganta, en sus labios y en su pecho. Y repitió, tanto para sí como para ella, lo único que se le ocurría: «En verdad, eres hermosa». .
Por tanto, no extrañó a nadie que apenas comenzado el banquete con que se festejaba el regreso del Rey, y como si se tratara de nupcial banquete, los jóvenes esposos abandonaran a sus invitados.
«Ésta es la más bella noche», pensaba Gudulina; y el mismo Gudú se decía: «Es particularmente hermosa, esta noche». Y lo era: pues el aire cálido, la hierba y las flores llevaban su perfume a todos los rincones de Olar. Por propia iniciativa, y sin que su madre hubiera de recomendárselo, Gudú se bañó prolijamente. Cuerpo desnudo sobre su cuerpo desnudo, despojados de todo ornamento superfluo, Gudulina supo que jamás, aderezada con los más ricos ropajes, ni ciñendo corona alguna —a excepción de aquel áspero y brillante cabello negro que entre sus dientes tenía el sabor de un muy antiguo y deseado aroma— sintió a Gudú como Rey, entre todos los reyes de la tierra. Y de tal forma la admiró Gudú, que, cuando el alba les sorprendía en importuno pero inevitable sueño, dijo:
—Mucho y muy bien habéis madurado, y aprendido, durante este tiempo… ¿Acaso os aleccionó algún maestro?
—El amor es mi maestro —dijo Gudulina, con la cabeza apoyada en su pecho. Y acariciaba su piel, y aspiraba su olor, y bebía aquella respiración que distaba mucho de los espesos perfumes de la Corte de Leonia: pero nada parecíale tan embriagador, tan pleno y tan deseado.
Y en aquel instante algo vibró, con la delicadeza y dureza sólo posibles en el cristal. Una vibración tenue como el eco, o el recuerdo; dura y frágil a un tiempo, capaz de derribar un muro o despertar un corazón. Y esa vibración amenazó, por un instante, estallar en mil pedazos la urna que apresaba el corazón del Rey. Pero el sortilegio era muy poderoso, o la naturaleza del Rey poco propicia a tales cosas. De suerte que, de inmediato, la vibración cesó, y de nuevo el corazón del Rey permaneció a salvo.
—¿Amor? —dijo. El sueño venció al fin, a pesar de tan intenso encuentro, y no pudo meditar como debía tan insólita como exótica palabra.
Pero lo cierto es que el amor estaba allí; que amor respiraba toda la estancia; que reposaba sobre las viejas pieles que cubrían el lecho, y que amor, en suma, cerraba los ojos de Gudulina. Y acaso, si no le hubieran incapacitado para tal cosa, también hubiera conocido el Rey Gudú, aquella noche, tan raro como extraordinario acontecimiento humano.
Pero si no el amor, sí la curiosidad retuvo a Gudú al lado de la joven Reina. Una desazón nueva le impulsaba a desentrañar el misterio que en ella y junto a ella sabía retenerle, con tanta fuerza como lo desconocido que se abría tras las estepas; el misterio de un sentimiento que él no captaba, y le parecía tan nuevo, excitante y maravilloso, que hacía que sus días pasaran sin aburrimiento, y le llenaba de placer sus noches. De vez en vez —con amargura desconocida—, se decía que había algo que él parecía haber olvidado o perdido: y este pensamiento le desasosegaba, y deseaba recuperarlo, o descubrirlo. Así, si no amor, sí su curiosidad, el indomable deseo por dominar lo que no dominaba, la enorme ansia por desentrañar lo que no desentrañaba, tuvieron la virtud de retener al Rey en la Corte de Olar. No sólo hasta la espléndida primavera en la que el pequeño Gudulín acababa de cumplir su primer año —acontecimiento al que no prestaron demasiada atención sus padres—, sino también durante el verano, otoño, invierno y otra prometedora primavera.
Entonces, se aficionó, como su padre, a la caza; y a las cacerías llevaba consigo a Gudulina y a lo más florido de la Corte —blanca o negra—. Y puede decirse que jamás Olar vivió dos años más largos, espléndidos y alegres que aquellos. Los ancianos, en su mayoría, habían muerto, y los jóvenes de su edad llenaban ahora el Castillo, los contornos y los bosques, con tal pujanza, alegría y riqueza como jamás, ni en tiempos de Volodioso ni en los mejores días de Ardid, se gozara en Olar. Llegó de nuevo el verano a las tierras de Olar. El Rey tenía diecinueve años largos y la Reina dieciocho, y ni se apercibían del paso de los días, ni de la inexorable caducidad de todas las cosas. Sólo Ardid, que veía crecer a Gudulín y Contrahecho, al mismo tiempo que envejecer y consumirse al Hechicero, y al Trasgo perder día a día el poco seso que aún le quedaba, constataba que la vida es demasiado breve para cuanto de ella se espera, y el mundo demasiado versátil e imprevisible para tomarlo tan en serio como ella, en su ardiente juventud, hiciera. Pero Ardid había dado el primer paso hacia el último camino, y tan débiles eran sus razones como la inconsciente felicidad de Gudulina: que creía aún que la vida y el amor son cosas que no pueden acabar.
Gudú no descuidaba la Corte Negra, y puntualmente acudía allí para inspeccionar y controlar el progreso de sus muy avanzados Cachorros —cinco de los cuales pasaron a soldados— y el adiestramiento de sus soldados —tres de los cuales pasaron a Capitanes—. Pero eso no impedía, ahora, su puntual regreso a Olar y, allí, dar testimonio a su joven esposa de que, además de Rey y Reina, también eran hombre y mujer, y dueños de una esplendorosa juventud. Por eso, más de una joven noble le amó también: y en verdad que no fue rechazada.
Un día, estaba ya anunciándose el nuevo otoño cuando algo vino a cambiar totalmente las cosas. Era una mañana madura y bella, y Ardid gozaba de la creciente hermosura de su renacido jardín, cuando descubrió que el débil tallo que creciera de entre aparentes cenizas, se había convertido, de arbusto, en joven árbol; y que en torno a él jugaban dos jóvenes Príncipes —aunque uno de ellos, por pequeño y contrahecho, bufón y juguete del otro parecía—. Contenta, fue a comunicar a su anciano Maestro cuán extraña y hermosa y precoz era la aparición de aquel nuevo árbol. Acudió a su cámara —de la que apenas salía— y, besándole en la mejilla —le pareció que el anciano dormitaba, o despertaba suavemente—, dijo:
—¿Recordáis un árbol que, en tiempos, fue llamado el Árbol de los juegos? Pues en verdad que ha crecido de forma maravillosa y rápida. ¿Tenéis noticia vos, querido mío, de la razón de tanta maravilla?
Pero la sonrisa huyó de sus labios, y el frío inundó su cuerpo todo, y un gran temblor se apoderó de sus manos.
—Maestro, Maestro —balbuceó. Y llorando, y gimiendo, se arrodilló a su lado. Y así, abrazada a sus rodillas, y sumida en un silencio que ni lágrimas ni dolor podían romper, halláronla sus doncellas.
El Rey fue avisado de que alguna grave circunstancia se cernía sobre su madre. Y temió —por vez primera— que aquella que siempre tuvo como sagaz y sabia consejera, le faltase ahora. Interrumpió así su partida de caza, y al galope acudió en su busca. Se sabía aún muy joven como para prescindir de tan certera como sabia criatura, y no podía imaginar su ausencia. Cuando subía precipitadamente la escalera que le conducía a su cámara, recordaba que su madre no sólo jamás había defraudado al Rey, sino que, en más de una ocasión, le evitó un grave error. Con ánimo tan preocupado, entró en la cámara de su madre. Pues si el amor a ella le llevara, no hubiera mostrado semblante más demudado. Al verla viva, aunque postrada por incomprensible dolencia, respiró aliviado.
—¿Qué ocurre, que tanto me habéis alarmado? —dijo, inclinándose hacia ella. Y entonces vio que los brazos de su madre se aferraban en un abrazo insólito, del todo punto inexplicable, a las rodillas de un anciano, al parecer inánime.
—Ha muerto —dijo Ardid—. Ha muerto mi querido Maestro.
—¿Y por eso habéis osado interrumpir mi caza? —dijo Gudú, violentamente. Pero salvábale de la ira el alivio de comprobar que se trataba de tan nimia nueva—. No volváis a incurrir en tal error… ¿Cómo mujer tan cuerda como vos puede cometer semejante torpeza?
—Ha muerto, Gudú —dijo la Reina—. ¿No ves? Ha muerto, y jamás veré su rostro ni oiré su voz.
—Y bien —dijo el Rey, impaciente, iniciando la retirada—, ¿qué esperabais? Harto vivió ya, y pienso que, para lo que ya servía, mejor es así, tanto para vos como para él.
Entonces, la Reina volvió hacia él el rostro y, por primera vez, Gudú sintió un escalofrío —si no de terror, sí era portador de un frío desconocido— que recorrió su nuca y su espalda:
—¡Oh, madre! —añadió, presa de estupor. Y tocando las mejillas de la Reina, al punto retiró la mano, como si hubiese tocado un reptil: pues así le pareció el húmedo contacto de su inexplicable y aborrecido llanto.
La Reina, entonces, recuperó su dominio. Precipitadamente secó sus mejillas, y buscó y halló una extraña y nada alegre sonrisa, en tanto decía:
—Sólo se trata de una estúpida debilidad de mujer. Volved a vuestras ocupaciones. Os juro que ésta es la primera y última vez que os expongo a tan ingrato espectáculo.
—Así lo espero —murmuró Gudú. Y se alejó.
El anciano Hechicero no podía ser enterrado en el Cementerio de los Reyes ni en el de los nobles. Por otra parte, tampoco era posible en el Monasterio de los Abundios, puesto que el Abad no lo hubiera tolerado. Así que Ardid dispuso en su jardín una pequeña parcela junto a la sepultura de Dolinda, como última morada de aquel que tanto amó y a quien tanto debía.
El entierro fue íntimo, y tan privado que casi nadie en la Corte tuvo noticia de él. El anciano —a quien, sin saberlo, tanto debían todos ellos— apenas si era recordado. En total soledad, si exceptuado queda el Trasgo que, acurrucado en su hombro, lloraba, aunque no entendía, partió tan entrañable compañero…
Poco después, Gudú decidió que aquella vida cortesana había tocado a su fin. Ordenó que sus soldados se dispusieran para la partida, pues aquel invierno debía retenerle en la Corte Negra, sumido en preparativos de una empresa que consideraba, por el momento, de gran importancia. Ante el llanto y las súplicas de su joven esposa, que no podía comprender, tan bruscamente, el declive del tiempo hermoso ni el color maduro de las hojas, ni el frío viento que traía el aire sobre el Lago, Gudú mostróse impaciente e irritado. Y besándola distraídamente, dijo:
—No podéis quejaros, pues no existe mujer alguna que haya logrado retenerme tanto tiempo a su lado. Y cuando nazca el nuevo hijo que, según decís, se anuncia en vuestro vientre, dadme noticia de su sexo, pero no me importunéis ni con visitas ni con misivas. Pues volveré para conocerle cuando mi tarea de Rey, más importante que tales minucias, lo juzgue oportuno. Y ya que bien asegurada parece la sucesión —si éste nace, y el otro muriese—, creo que he cumplido sobradamente en esta ciudad y en esta Corte con mis obligaciones.
Y partió. Entonces, Gudulina buscó a Ardid y, sollozando, apoyada la cabeza en sus rodillas, preguntaba: «¿Por qué es tan corto el amor?», y la Reina nada contestaba. Y a su vez, en la más grande soledad que jamás conociera —pues ni el pequeño Gudulín ni el dulce Contrahecho lograban llenar el gran vacío de su corazón—, pensaba: «¿Por qué es tan corta la vida?».
El propio Rey Gudú andaba perplejo y en silencio junto a Randal. Y al tiempo que dudaba en enviarle al confín norteño, a las tan pacíficas como en verdad agónicas regiones donde la guarnición de un caduco barón guardaba los límites del Reino por aquel lado, dijo:
—Randal, dime, ¿conoces algo más grande y bello que la gloria?
—No sé, Señor —respondió el soldado, que inútilmente intentaba ocultar su ya avanzada edad. Y añadió, titubeando—: Acaso, tan sólo el amor.
—¿El amor? —se extraño Gudú. Y espoleando su caballo, dijo, con su breve y peculiar risita—: ¡Eso no existe! Verdaderamente, Randal, creo que eres hombre acabado.
Y el invierno reunió de nuevo a los soldados junto al Rey.
Como siempre ocurría en ausencia de Gudú, la Corte languidecía, y el amor de Gudulina, de nostálgico y lloroso, tornóse en furioso y enloquecido. A menudo, escapaba en su corcel, y paseaba su embarazo por los bosques, rondando de lejos las almenas negras del odiado recinto que la separaba tan cruelmente de Gudú. Y anochecido, regresaba a Olar con semblante sombrío y ojos brillantes que, ya, habían olvidado, al parecer, las lágrimas. Poco a poco se tornó áspera y cruel con sus doncellas, y hosca con la Reina. Empezó a circular por la Corte la sospecha de que portaba un maligno encantamiento. Por todo lo cual, la Asamblea de Nobles envió batidas por las aldeas, en busca y captura de algún hechicero, bruja y demás ralea culpable. Fueron conducidos a la hoguera un par de ellos, de forma que la no hacía demasiado tiempo alegre plaza del mercado, se tiñó de un negro, grasiento y peculiar humo que, pese a la distancia, incluso llegaba a las ventanas del Castillo y estremecía a Ardid.
La misma Reina empezó a ser causa de murmuraciones: pues reverdecía su leyenda, y más de uno rememoraba un tiempo en que de muy extraña forma llegó a Olar, y de más extraña forma aún llegó a ocupar el trono. Pero estas murmuraciones se acallaban al considerar cuánto se habían enriquecido, y la muelle y regalada vida que proporcionara a aquellos que compartían tan oscura memoria. Así, las bocas se sellaban y el invierno avanzaba, sin que nadie se ocupase del curioso carácter que, en tan tierna edad, mostraba el pequeño Príncipe Gudulín: futuro Rey de Olar en virtud de las tan duramente conseguidas nuevas leyes de sucesión.
Gudulín, que cumpliría pronto tres años, era una linda criatura de grandes ojos negros —que recordaban a su abuela— y crespos cabellos —que recordaban los de su padre—. Y mostraba una rara afición: clavar cuanto objeto punzante hallaran sus inquietas y gordezuelas manos, en la carne de quienes se prestaran a tal cosa. Con deleite singular observaba el dolor, y con más deleite aún buscaba y guardaba en sus bolsillos agujas, punzones y espinos, cuando aún apenas se mantenía sobre sus piernecillas —que mucho recordaban, también, las de aquel otrora ignorado o despreciado Príncipe Gudú, objeto de la burla de criados y parientes—. Cuando recorría, como su padre, unas veces a cuatro patas, otras apoyándose torpemente en los muros, los vastos pasillos, un mismo espíritu aventurero y curioso parecía guiarle. Y muy vigilantes debían andar su aya, las doncellas y la propia Reina —pues Gudulina parecía ignorar su presencia excepto para rechazarle por importuno y molesto—, para conseguir que no se zafara de sus cuidados y escapara como una ardilla de sus vistas.
Martirizaba a su juguete-bufón el pobre Contrahecho, cuya carne, de por sí triste y amarillenta, a menudo aparecía señalada por la contumaz y maligna afición del Príncipe. Pero nada decía el pobrecillo pues, creyéndose sirviente, a los sirvientes imitaba: y sabía no era aconsejable, a los que a tal clase pertenecían, mostrar quejas ni rebeldía alguna contra quien se tenía por dueño de sus vidas.
Sólo alguien no solía separarse —y podía hacerlo— del pequeño Príncipe: el viejo Trasgo, que en él y por él vivía. Y como las punzadas no podían dañarle, antes bien le producían regocijo, a gusto y con hartura clavaba el niño en él cuantos punzones o agujas le placían. Desde la cuna, Gudulín podía verle. Creía Ardid —que de inmediato lo notó— que era a causa de su avanzada contaminación. Ahora casi todo el mundo —si se hubieran tomado la molestia de interrogarse por súbitos e inexplicables reflejos, bruscas sacudidas y fugaces sombras— sin demasiado esfuerzo le habría visto. Por todo ello, Ardid mucho sufría por él. Era el último amigo verdadero que le quedaba, aunque ya pocas conversaciones de sustancia pudiera mantener con él: pues andaba preso, tan borracho como obseso, por la compañía de Gudulín. Trasgo era el último refugio de su solitario corazón, pues si amaba mucho al pequeño y gran afecto y compasión sentía por Contrahecho, ninguna de estas criaturas podía suplir en ella la desaparición de un tiempo joven, apasionado y bello, y que ya sólo era posible recuperar —aunque únicamente como el agua recupera el reflejo de los árboles, y el cielo el brillo de los días en el recuerdo.
El Trasgo, ahora, golpeaba con su martillo bajo las torpes pisadas del pequeño Príncipe, y era el verdadero causante de sus continuas escapadas y su continuo perderse por los vastos pasillos del Castillo desde que, un día, viera el niño cómo el Trasgo apuraba con deleite su pequeña ánfora de vino y, arrebatándosela de las manos, agotara en su boca las últimas gotas. Esto regocijó de tal manera al Trasgo que, poniendo un dedo sobre los labios, dijo al niño —que, por su edad, aún no entendía a los humanos pero sí el Lenguaje Ningún— que de un buen y ahora compartido secreto se trataba.
El nuevo hijo que se anunciaba en las entrañas de Gudulina había sido engendrado en la última primavera de la plenitud de su amor. Según calculó Ardid —y ni siquiera en este cálculo se equivocaba—, el parto tendría lugar hacia la Navidad cristiana. Dirigiéndose al Trasgo —que en verdad no la escuchaba— dijo: «Es curioso: todos los niños de esta dinastía nacen en invierno».
Así, poco antes del cumpleaños del Rey, ante el asombro de todos, Gudulina dio a luz no un niño, sino dos. Y como de tal cosa hubo antecedentes —y no gratos— en la familia, no se hicieron demasiadas conjeturas sobre el suceso —aun a pesar de la suposición de brujería o hechizo que pesaba sobre la joven Reina—. Al contrario del anterior nacimiento —engendrado más por obligación que por amor—, este nuevo alumbramiento produjo tal dolor y tan grave estado en Gudulina, que llegó a temerse por su vida. Y ni físicos ni sanguijuelas, ni médicos de más o menos sospechoso origen, llamados a toda prisa —y alguno sacado de la mazmorra—, pudieron asegurar que tan desfallecida criatura reviviría.
Los gemelos eran, esta vez, niño y niña. Y tan parecidos entre sí, que difícil sería distinguirlos si no hubiera sido por tan oportuno distintivo como vinieron al mundo. Fueron bautizados en los Abundios sin boato alguno, con los nombres de Raigo y Raiga. Y, confiados a una joven nodriza, fueron relegados a la estancia de los niños sin que merecieran gran interés, ni tan sólo de la propia Ardid —al menos por el momento.
El Rey fue avisado, al fin, de la gravedad que atravesaba la salud de su joven esposa. Y ante el estupor de la Corte, el monarca envió una concisa misiva en la que enteraba a todos de que, si sanaba la Reina, mucho le alegraría, y si, por el contrario, moría, lo lamentaría en extremo. Pero como ni uno ni otro caso obligaba su presencia en Olar ni desviaba el curso de los acontecimientos, no veía utilidad alguna en regresar, pues —decía— más graves asuntos requerían su presencia y le retenían donde ahora estaba. Su sucesión estaba asegurada con los últimos nacimientos. Nadie volvió a hablar del asunto ni a insinuar la posibilidad de su regreso.
Excepto, naturalmente, Gudulina. En su delirio, sólo pronunciaba un nombre, y este nombre no era el de su madre, ni el de su suegra, ni el de sus hijos, sino tan sólo el nombre que, a su sentir, llenaba el mundo y la vida entera. Y así, con este nombre en los labios, asiéndose a él, venció lentamente la fiebre. Y un día, cuando ya declinaba el invierno, volvió a recuperar las fuerzas y pudo abandonar el lecho. Pero ya no era la Gudulina que todos conocieron, ni la caprichosa, preguntona y un tanto impertinente niña que llegó de la Isla de Leonia, ni la radiante y joven mujer que tan sólo unos meses antes conocía las dulzuras del amor y de la vida. Ahora, un brillo siniestro lucía en su mirada, y a poco, todos —desde la Corte al pueblo— entendieron que la Reina Gudulina había perdido totalmente el seso.
La vida de Ardid no era una vida animada: pues si incoherentes se volvían sus conversaciones con el cada día más embriagado y olvidadizo Trasgo, peor y más deshilvanada —y más triste y penosa— era la compañía de la joven Reina. Ya que ni por un solo instante podía con ella entablar alguna razonable charla, ni tan sólo consolarla de las horribles visiones que la atemorizaban ni de las demasiado livianas esperanzas que, sin apenas transición, la convertían de exaltadamente alegre, en temible y siniestra criatura. Puede decirse sin exageración alguna que los días de Ardid no eran alegres, como alegre no era tampoco aquel invierno. Y por más que volvía sus ojos a los niños, éstos eran aún muy pequeños: y uno por extraño —tanto que le recordaba a su madre, por el brillo de sus ojos, lo que la estremecía—, y por cándido y en extremo sumiso el otro, no podía enderezar en alguna empresa útil su sagaz inteligencia, ni su ánimo todavía vigoroso.
Se aficionó mucho a retirarse en la antigua cámara de su Maestro. Y estando allí, un día, abrió un libro, otro día recompuso un retortero, otro reconoció una palabra: el caso es que, lentamente, sintióse de nuevo más y más interesada en aquello que, a medio aprendizaje, abandonara, aun antes de su muerte, el amado Maestro. Muchos amaneceres la encontraban allí, y muchas noches pasaba en vela. Luego, cavilaba y se decía que, si en un tiempo creyóse no sólo la mujer, sino la criatura más culta y avispada del Reino —y de más allá—, sabía muy poco y mucha era su ignorancia. Y que en la ciencia y el conocimiento de humana o no humana especie, era tan pobre y tan ciega, que ni con mil vidas lograría asomarse a incógnita tan grande, vasta y cegadora. Y así, sin saberlo, espoleábase su curiosidad y su deseo.
A medida que acababa el invierno, y la primavera de nuevo se extendía lentamente sobre Olar, Gudulina pareció aplacarse. Pero su aplacamiento extrañó a todos, pues más que tal cosa era una suerte de ensimismamiento que la mantenía horas y horas en profundo silencio y con los ojos tan ajenos a cuanto la rodeaba, que diríase tan sólo contemplaban algo que bullía en su interior. Pese al frío que todavía se hacía sentir —como acostumbraba a suceder en aquellas regiones—, pedía que ensillaran su caballo y, sin escolta, a pesar de las serias advertencias de que era objeto, partía a galope. Y ordenaba esto con tal severidad que nadie, ni doncellas ni criados ni sirvientes, lograba disuadirla; y más de una vez cruzó un rostro dispuesto a acompañarla, con una fusta que aún hería menos que sus encendidos ojos.
Sumida, como estaba, en sus intentos de investigación y recuperación de antiguas enseñanzas, Ardid permanecía ignorante de estas escapatorias. Hasta que un día su Doncella Mayor —ahora llamada Cindra— le advirtió tímidamente de las extrañas incursiones que practicaba la joven Reina en los bosques, y en las enramadas que bordeaban el Lago. Ardid ordenó, entonces, que la vigilasen estrechamente y que, sin ella notarlo, algunos sirvientes y soldados del Castillo la siguieran y protegieran del peligro que pudiera acecharla.
Así se hizo y, contrariamente a lo que esperaba la malicia de quienes la seguían, la joven Reina no tenía citas ni encuentros con ningún joven o maduro varón. Sola, recorría los parajes, y únicamente de tarde en tarde hablaba con algunos pobres muchachitos y muchachitas que, entre temerosos y fascinados como ella, se asomaban a la superficie del Lago. Luego, Gudulina, o bien permanecía largo rato contemplando la luz última del sol en el agua, o se sentaba bajo algún árbol, pensativa y arrebujada en su manto de pieles.
Intrigada por estas cosas, la Reina Ardid siguió a Gudulina y, oculta en la enramada, la vio hablar con los niños, con ellos asirse de las manos, asomarse al Lago y, luego, huir de allí. Y aunque a su vez y repetidas veces ella se asomó al Lago, nada veía, excepto el brillo del cielo y la dorada bruma huyendo o brotando de las aguas.
Hasta que un día, dio alcance a Gudulina, y ésta, al verla, no pareció sorprendida. Al fin, llegadas junto al Lago, Ardid detuvo su montura, descabalgó y ordenó a la muchacha que hiciera lo mismo. Gudulina obedeció, sin resistencia. Y tomándola fuertemente del brazo, dijo clavando sus ojos en los enajenados de la muchacha:
—¿Adónde vas, Gudulina? ¿Qué es lo que buscas… o ves en el Lago?
Gudulina entonces pareció despertar de un largo sueño y, estremeciéndose, se abrigó más en sus pieles. Después, empezó a llorar, muy suavemente:
—No sé, madre —dijo con voz débil (y la nombró así, por primera y última vez)—. No sé: tal vez amor.
Luego, se dejó conducir, sin resistencia, por Ardid, que había quedado sumida en estupor y profunda tristeza.
Envió a sus más leales sirvientes al lugar de estos hechos para que interrogaran a aquellos niños. Al fin, éstos vencieron su terror, y aunque en un principio no querían hablar —pues no querían ser «llevados a la guerra», como ellos decían, o en el temor de peores castigos—, uno de ellos rompió entre sollozos su silencio y confesó que, desde hacía mucho, mucho tiempo —su hermano mayor se lo había dicho en secreto, y otros muchachos y muchachas, ahora crecidos o ausentes, también lo habían visto—, a aquella hora y en aquel punto, bajo la tersa piel del agua, podía descubrirse —reflejados como árboles, barcos o nubes— los cuerpos enlazados y errantes (como naves a la deriva) del Príncipe Predilecto y la Princesa Tontina.
Era un niño pequeño, de ojos brillantes, oscuros y dulces como ciruelas. La Reina se inclinó hacia él y preguntó:
—¿Qué más veis bajo las aguas?…
—Oh sí —dijo el niño, ahora más tranquilo—. Vemos, a veces, un ejército.
—¿Un ejército? —se alarmó Ardid.
—Sí, Señora: pero es un ejército muy extraño. Tienen todos los brazos extendidos, y las manos parecen sujetar lanzas. Pero lo cierto es que sus manos están vacías, y no sujetan lanzas ni cualquier otra cosa: están así, quietos, esperando…
—Esperando… ¿A quién o qué esperan?
—No lo sé: esperan… sólo esperan.
Ardid se incorporó. Un viejo y conocido eco, una sombra, una voz se alejaba ahora de su memoria.
—¿Y qué más?… —indagó.
—Una mujer…
—¿Qué mujer?… .
El niño titubeó, como buscando algo en sus recuerdos.
—Una que llega, a veces, con la bruma… y trepa, y trepa, desde las aguas hasta las aldeas, las barcas, las casas de los hombres…
—¿Conoces su nombre?
—Los hombres la llaman Tristeza.
Al escuchar esto, la Reina ordenó que liberaran a aquel niño y que nunca, nadie, le importunara. Y que quienes oyeron estas cosas, las guardaran para sí y a nadie las repitieran.
Pero cuando se halló de nuevo a solas, cerró los libros y contempló con muy hondo pesar todas las vasijas, probetas, elixires y fórmulas con que su viejo Maestro, y ella misma, pretendían descubrir las entrañas del mundo. Y se dijo que nada llegaría a descubrir y desentrañar con aquellos instrumentos, puesto que tan gran desconocido era el corazón humano, y erraba tan cerca y tan lejos y tan solitario.
Cerró la estancia, guardó la llave en la misma arqueta donde aún conservaba la mano de marfil de Almíbar y el cinturón de Dolinda y, luego, sentóse junto al fuego. Y sintiendo sus manos ociosas y vacías, la Reina lloró. Ahora sabía que no hallaría en los libros del Hechicero, ni en parte alguna, lo que buscaba, algo que había perdido para siempre, aunque no osaba nombrar ni reconocer. Pero a poco, secó sus lágrimas. Muy torpe era la vida, y muy torpe la especie humana, si tal vacío o ausencia podía destruirla. Ella no sólo lo había apartado de su vida, sino que lo había desterrado del corazón de aquel que, hasta el momento, tuvo por su mejor obra.