De regreso a Olar, y tras aquella triste ceremonia, Ardid tuvo las primeras nuevas directamente llegadas de su hijo. Y leyó en su misiva, una y mil veces, hasta entender su significado, algo que la llenó de horror. Pues, como primera medida a los desmanes de sus hermanos gemelos Bancio y Cancio —y por si el asunto del Príncipe de los Desfiladeros servía de pretexto a tal revuelta—, Gudú ordenaba que, sin dilación, se diera muerte al pequeño Contrahecho.
Aún estaba a su lado Dolinda, y aún enjugaba ésta sus lágrimas por el viejo amigo que, en horas tan tristes como al parecer olvidadas, habíales dado luz y esperanza. Ardid la miraba y no acertaba a decirle nada. Y tal era la expresión de los ojos de la Reina, y tal la palidez de su rostro, que Dolinda reparó en ello, y dijo:
—¿Qué ocurre, Señora? ¿Alguna nueva desgracia viene a anidarse a tantas como en pocas horas hemos recibido?
—Así es —dijo Ardid. Y desfallecida, se dejó caer sobre un asiento. Contempló entonces, frente a ella, el pequeño escabel donde el pequeño Gudú solía sentarse para hablar con ella. Y al verlo —a veces, tan nimias cosas, pensó, pueden desencadenar los actos más dispares—, un llanto furioso se adueñó de su voluntad. Y tomando la misiva de su hijo la rompió en mil pedazos y la arrojó al fuego. Enjugándose las lágrimas, dijo a la desconcertada Dolinda:
—En verdad, Dolinda, que por primera vez desobedeceré al Rey; pero te juro, por mi vida y por la suya, que no habré de arrepentirme jamás por ello. Escúchame bien: toma al niño Contrahecho que tienes como hijo, y con gran sigilo y secreto llévalo a través del pasadizo que conoces tan bien como yo, hasta mi cámara… Y luego, muéstrate llorosa y enlutada, como si lo hubieras perdido.
Al ver el espanto con que Dolinda acogía sus palabras, añadió, con tono que demostrase la gran confianza que en ella depositara:
—No temas: aunque Gudú ordene su muerte, con mi vida he de defender a este niño de todo mal. Si en verdad quieres salvarlo, habrás de hacer cuanto te digo, y mostrarte ante todo el mundo —incluso ante tu esposo— como si tal cosa hubiese sucedido.
Dolinda lloró, sin disimulo, y realmente horrorizada. Pero entendía que su Señora tenía sobradas razones para ordenar la prisa en tales cosas, y se apresuró a cumplirlas, aunque su corazón rebosara llanto y horror. Y también por vez primera el odio nació —si bien aún tímido— en aquel corazón que otrora amara al pequeño Gudú casi tan tiernamente como ahora amaba al pequeño y desgraciado Contrahecho.
Fue aquél un largo invierno: tan largo y cruel como la memoria de las gentes no recordaba. Pues el frío, la inquietud y el temor se unían a aquella larga y rara epidemia que parecía brotar del Lago y se extendía por todos los corazones: la Tristeza. En formas variadas, pero pertinaces y empedernidas, asoló el Reino —o al menos gran parte del Reino— y, especialmente, la pacífica, esplendorosa y, hasta el momento, floreciente ciudad de Olar.
Favorables a Gudú fueron varias cosas. Primero —y no la más insignificante, por cierto—: el hecho de que tanto sus hermanos Bancio y Cancio como el inocente y justiciero Lisio —de quien, por otra parte, no tenía noticias— ignorasen que por aquellos días había invadido y dominado parte de las estepas que se extendían tras los Desfiladeros hasta el Gran Río. Como primera medida, Gudú había ordenado avanzar por aquel lado a Yahek y a la mitad de sus más adiestradas tropas, mientras él, por el otro, atacaría a los insurrectos. Gozaba de antemano con aquella perspectiva; pues suponía que desde Occidente y Oriente no sería difícil aplastar a quienes —aun pertrechados en sus inaccesibles Desfiladeros— no podrían resistir por mucho tiempo el asedio que les aguardaba: el hambre, el frío del invierno y la escasez de armas y hombres no iban a favorecer su victoria.
Lisio apenas contaba dieciséis años. Pero si los casi diecisiete años de Gudú no podían medirse con otros de su edad, tampoco así los de Lisio: a través de distintos caminos, estaban hechos de pasta muy semejante. Pues si bien en iguales circunstancias, de Lisio no podría decirse que hubiera sido semejante a Gudú, quizá Gudú habría sido igual a Lisio. Si el azar lo hubiera permitido, acaso el uno y el otro hubieran hallado, en cada uno, el único y verdadero amigo, compañero y hermano —la sangre poco tiene que hacer en estas cosas, pese a la común creencia de esta tierra.
Y así, cuando Gudú avanzaba con sus tropas hacia los Desfiladeros, Lisio, desde la más alta cumbre de las Rocas Gigantes, oteaba la tierra y las sendas por donde su gran enemigo se acercaba. Y tales eran su odio, su deseo y su fuerza, que incluso había olvidado las causas personales que le habían conducido hasta allí. Pues si en un principio el incentivo fue un dolorido y atropellado amor por sus hermanos, innata conciencia de avasallada dignidad, sed de justicia y otras aún misteriosas razones que se anunciaban en su mente, algo se sobreponía a todas ellas. Sus anhelos no se centraban ya únicamente en el rostro angustiado de Lure, ni en las palabras de su abuelo, ni tan sólo en la esperanza de redimir a todos los Desdichados. De improviso, sólo un objetivo le espoleaba: dar muerte a Gudú. Y acaso —quién podría asegurarlo—, si Gudú hubiera mostrado benevolencia y perdón, y aun inusitada generosidad hacia los que fueron su primordial razón de lucha, igualmente el odio persistiría en él, e igualmente le mataría si en su mano estuviera. Y repetía, con su deseo, sin saberlo, lo que su abuelo dijo en cierta ocasión a Predilecto: «Si tú fueras Rey generoso, nosotros también te odiaríamos; y por todos los medios trataríamos de borrarte de la faz del mundo». Pues incluso para el último Rey —tal y como un Rey podía ser o significar para Lisio y todos los Lisios de la tierra—, sólo había una posibilidad: y ésta era su total y absoluta desaparición. Él se convertiría así en Rey de un Reino más complejo, más intrincado, más difícil. Un Rey con mil cabezas, un Rey con mil coronas, crueldades, generosidades y dominios. Mientras escrutaba el horizonte y oía el sordo golpe de su corazón, Lisio era también Rey, un Rey infinitamente más verdadero de lo que pudieran ser jamás Bancio y Cancio —y todos los Bancios y Cancios de la tierra—, si lograran alcanzar un trono que, en su creencia, les perteneciese por ser hijos, como eran, de un Rey reconocido. Y en tanto el día se alejaba, la noche, grande y negra, invadía nuevamente la tierra de Lisio y de Gudú.
Lisio tenía razones con que alimentar su esperanza: conseguir la revuelta de los Desfiladeros fue mucho más fácil de lo que pudiera imaginar. Tras el primer mensaje, prendió la chispa: una chispa semejante a la que un día supo encender Gudú en su propio Castillo. Y como el hambre y la desesperación, junto al relajamiento de quienes les guardaban a la fuerza, eran pasto propicio; y no fue despreciable la tarea que efectuaron los gemelos bastardos del Rey Volodioso, muy hábiles en sembrar discordias, odio y, especialmente, codicia; así, los primeros en sucumbir a tan doradas como traidoras promesas fueron los capitanes de aquellos soldados que, unos a la fuerza, otros por pura inercia, permanecían en el hasta entonces, infane Desfiladero. Y sólo a ellos —que no a Lisio ni a los infelices que se consumían en las minas— mostráronse los hermanos tal y como eran: prometieron a aquellos soldados un sinfín de beneficios, tanto materiales como gloriosos, y excitaron su codicia.
Mientras los Desdichados soñaban con la libertad y el fin de su dura existencia —y lo cierto es que con muy poco se hubieran conformado—, los soldados corrompidos por Bancio y Cancio esperaban otras cosas: no estaba lejos de su mente reducir nuevamente a aquellos desgraciados a su actual o peor condición. La riqueza que controlaban y pasaba por sus manos había encendido en varias ocasiones su ambición. Si no fuera por las temibles y legendarias estepas que, desde siglos, se les antojaban peores que el infierno, y por el miedo que —unido a su vieja ignorancia y apática sumisión— el nombre de Gudú les suscitaba, tiempo haría, tal vez, que más de uno de ellos hubiera llevado a cabo una fuga, provisto de nutrido botín. Rumiando de tarde en tarde supuestas e imposibles riquezas, se nutrían sus sueños de soldados campesinos.
Tan sólo los que eran simples soldados, de la más baja extracción y condición, ignoraban lo que a sus espaldas se urdía. Pero si en astucia y traición los Príncipes gemelos eran artífices sin igual, en valor y sentido guerrero superábales Lisio, que había frecuentado la propia escuela de Gudú, cuyas enseñanzas aprovechara tan bien. Sin él, nada hubieran logrado, y, por el momento —se decían—, con él habían de contar, y de él y los suyos servirse.
En verdad, sólo cuatro de aquellos que habitaban el Desfiladero conocían el verdadero sentido de aquella revuelta que se iniciara con tan lícitas ansias de vida y libertad: los Príncipes Soeces y dos capitanes llamados Larko y Godonio. Pues el tercer capitán, el anciano Yoro, un viejo soldado que asumía el mando supremo de aquel lugar, que en tiempos sirviera a Volodioso, y que había sido enviado a aquella suerte de destierro por Gudú cuando pudo comprobar la decadencia del que otros días fuera uno de los más heroicos soldados de su padre —pues a los ojos de Gudú, las viejas glorias, viejas y pasadas eran, y poco o nada contaban en sus planes—, permaneció fiel, viejo y nostálgico. Y fácil presa fueron, él y sus pocos adictos, de Cancio y Bancio: de suerte que, tras breve resistencia, fueron vencidos, y murieron. Y nadie —ni siquiera Gudú— valoró, ni tan sólo imaginó, su final: un triste e inútil sacrificio. Nadie les recordó en Olar, nadie se cuidó de conocer sus tumbas, excepto los sombríos gnomos del Desfiladero, que, a veces, acudían por los subterráneos a contemplar lo que la especie humana hacía con sus semejantes, y el valor que tal especie concedía, por contra, a las ínfimas piedrecillas y metales de las minas, restos —abandonados y desechados por ellos— de los resplandecientes tesoros que en tan profundo lugar tallaban y pulían, allí donde la naturaleza humana no hubiera conseguido penetrar jamás.
Después de las matanzas, los gnomos llevaban los huesos humanos de aquí para allá, según entorpecían el camino que horadaban; y si alguna vez, en la oscuridad de la tierra, aquellos huesos relucían, pensaban que si no fuera por pertenecer a tan mezquina especie, serían materia cincelable. Sólo un joven trasgo, de apenas cuatrocientos años, atinó a guardar una falange del que fue glorioso soldado Yoro. Pues como joven que era, creía que en ocasiones aquel huesecillo desprendía un calor extraño parecido al resplandor que tienen algunos ojos cuando no se ha cumplido, por supuesto, la llamada edad de la razón. Pero es de suponer que, con los siglos, llegaría a olvidarlo y tenerlo como capricho juvenil de escasa importancia; llegaría a tirarlo, tal y como tiran los hombres viejos juguetes de su infancia, piezas de escaso o nulo interés.
El día de su partida de Olar, tras enviar emisarios a Yahek para que, bordeando los Desfiladeros, le diesen cuenta de su plan y órdenes —avanzar por el lado de las estepas de forma que, entre ambos, cercasen a los insurrectos y les rindiesen—, Gudú tuvo ante sus ojos los primeros indicios de la rebelión: aldeas incenciadas o destruidas, humo, cenizas y cadáveres que las alimañas se apresuraban a devorar. Habían bajado lobos de las montañas, empujados por el frío y atraídos por el conocido fragor con que su instinto, tiempo y tiempo anterior a su nacimiento, avisábales de festín. Y al igual que los ojos de los lobos relucían a la entrada de los bosques, llegaban también los buitres, los cuervos y las raposas, y todo rapaz, en fin, que sospechase podría sacar algún provecho de tanta desolación. Y también los humildes pájaros del frío, las pequeñas criaturas que huyen entre la hierba y los curiosos, inocentes y menudos habitantes de los campos, acudían a contemplar —junto a gnomos y trasgos—, por distracción, estupor o pura curiosidad, cuanto llegaban a cometer tan extrañas como incongruentes criaturas. Y en tanto avanzaba el frío y el invierno se ensanchaba sobre la tierra, y alcanzaba desde las cumbres el llano, así avanzaba Gudú por un lado y Yahek por el otro. Lisio había aprendido las artimañas que valieron a Gudú su victoria en la última contienda sobre los Desfiladeros. Sólo con prudencia y arrojo podría enfrentarse a tan poderoso enemigo. Organizó su gente y la dispuso en el Desfiladero, de forma que pudieran dominar al enemigo —como venía sucediendo hasta la llegada de Gudú—. Deseaba convertir de nuevo aquel lugar en la inexpugnable fortaleza que siempre fue. Pero Lisio no era el Rey Gudú, que enardecía y aterrorizaba a partes iguales, entre órdenes severas y promesas de botín; ni Gudú era el Rey Volodioso, tan buen guerrero y hombre audaz como escaso en ideas renovadoras. Y tampoco contaba Lisio, en su ardiente deseo de venganza y libertad, con el poderoso enemigo invierno ni —en caso necesario— con la posibilidad de una retirada hacia las estepas o los bosques. Pues la perspectiva de una larga y al final derrotada defensiva, cercada la fortaleza por el hambre y el rigor del clima, no figuraba en su mente de muchacho inexperto y excesivamente confiado.
Por otra parte, las romas entendederas de Bancio y Cancio, si bien duchas en la urdimbre de traiciones y falsedades, no despuntaban en tácticas o argucias guerreras, como tampoco eran, a su vez, partidarios del valor ni de cualquier clase de lucha abierta.
Además, otros planes muy distintos se cocían entre ellos y los dos capitanes insurrectos; y cada uno, tanto si era contra hermano o contra aliado, fermentaba cualquier traición, y la codicia encendía ánimos y despertaba en ellos una clase de fuegos que Lisio, en su inocencia, tomaba por coraje justiciero y valeroso impulso.
Como las desgracias y esperanzas de los que nada tienen no precisan de emisarios, la noticia de su revuelta había llegado muy pronto a los alrededores. Así, gran parte de aldeanos y campesinos, que arrastraban tan mísera o parecida existencia en las vecinas aldeas, se habían unido a los del Desfiladero. De modo que, cuando el ejército de Gudú fue avistado en la lejanía, los de dentro del recinto eran tanto o más numerosos que los que se avecinaban. Lisio habíales armado y dispuesto como mejor pudo. Contaban incluso con las abundantes piedras de aquellos parajes, que a guisa de proyectiles arrojaban al enemigo desde lo alto de las peñas. Las flechas y el pequeño arsenal que guardaban consigo los que, hasta entonces, fueran sus guardianes, reservábanlas de forma prudente y sin despilfarro.
Niños, ancianos y mujeres —las de más edad o más débiles, pues las jóvenes, si buenas eran para el trabajo, mejores se mostraban imbuidas de esperanza y valor en la lucha— fueron apostados como vigilantes. Lisio organizó entonces un sistema de señales de fuego, que tanto en la noche como el día creaba entre ellos un lenguaje de órdenes y avisos. A poco, también se les unieron algunos pastores que conducían sus rebaños en las proximidades de la montaña, doblados, como estaban, a fuerza de impuestos y tributos. Y aunque eran escasos los que tenían la desventura de habitar parajes tan desolados —lo mísero del terreno y la proximidad de las Hordas no invitaban a poblar en ellos—, muchos más de los que esperaba Lisio se unieron a él en la lucha o colaboración. A poco, las laderas de aquellas colinas que otrora sirvieran a Gudú para ocultar sus hombres a la vista de las confiadas huestes de Usurpino y Tuso, ahora hallábanse pobladas por ellos: agazapados en la enramada, se aprestaban a cumplir las órdenes de Lisio. Lástima que sólo tuvieran piedras y toscas lanzas fabricadas con sus propias manos, aunque con la destreza en manejar sus ondas alcanzaban a gran distancia el blanco, con asombrosa puntería de pastores —como gentes que en la espesura sobreviven y están avezadas a ello desde la infancia.
Entre los variados defectos que podrían achacarse al Rey Gudú, no se contaban ni la ingenuidad ni mucho menos la imprevisión o la estupidez. Y si aquellos pastores y leñadores conocían el terreno, por haber pasado allí sus vidas, no menos lo conocía Gudú, aunque a causa del profundo estudio y la contemplación de los extraños dibujitos del anciano Hechicero, aquellos mapas que tanto asombraban y confundían a Yahek y sus hombres, incapaces de comprender la utilidad que en ellos veía su joven Rey. Y su joven Rey reunía además en su persona la astucia de todos sus hermanos Soeces juntos —incluidos Tuso y Usurpino—. Valor y coraje tampoco le faltaban y, por distintas razones, le sabían muy capaz de enfrentarse a las emboscadas de Lisio y su gente. Y conociendo, como conocía, las posibilidades y dificultades que ofrecía la región, envió por delante, y en misión de gran disimulo —de forma que no se adivinara su bélica condición—, un puñado de exploradores para que le informaran de cuanto ocurría en el nido de sus enemigos. Cuando regresaron, pusiéronle al corriente de todo lo que habían visto, oído o averiguado.
Los Desfiladeros y sus ruinas ofrecían un total abandono. Sólo se oía el grito de las aves agoreras, repetido por el eco, en su oscura garganta. Gudú acampó con sus hombres a cierta distancia, y allí permaneció, al parecer sin ánimo de ataque, durante algún tiempo, como aguardando a ser atacado por los emboscados que se ocultaban en los arbustos. Aunque en verdad Gudú esperaba la lenta desmoralización de los insurrectos —arma que tan útil le fuera en la lucha anterior— y, al mismo tiempo, el avance de las tropas de Yahek desde la estepa. Transcurridos dos días y parte del tercero, antes de que uno de sus reptantes y disimulados emisarios le avisase de la proximidad de Yahek y sus hombres, una insólita y precoz nevada —pues se adelantó mucho a lo acostumbrado— vino a sorprenderles. Y tan copiosa era que, unida a una violenta ventisca, contrarió en gran manera sus planes.
En el interior del Desfiladero la inesperada nevada no fue, naturalmente, bendecida, pero hallábanse mejor preparados para enfrentarse a ella. Resguardados en sus puestos, contemplaban a distancia el resplandor de las hogueras. El campamento del Rey parecía aguardar alguna misteriosa y amenazadora contraseña, antes de iniciar su ataque.
No sólo para los proyectos de Gudú resultaba desfavorable la inusitada precipitación del invierno. Igualmente, y si cabe con más crudeza —pues de las estepas venían los fríos vientos, y desde ella avanzaba la nevada—, sorprendió a Yahek y sus hombres, de forma que el avance hacia el Desfiladero llegó a hacerse penoso, y hasta parecía imposible. De suerte que así se retrasaron notablemente, y con ello a punto estuvieron de alterar el curso de aquella pequeña escaramuza, que para el Rey y su gente apenas si revestía importancia.
No un día, ni dos, se prolongó aquella nevada, sino cuatro. Y durante su transcurso, podría decirse sin exagerar, los copos no cesaron de caer ni el viento de soplar con tal furia, que ni las rocas parecía pudieran resistir su embate, ni el fuego, ni apenas los hombres. Tal cantidad de nieve llegó a acumularse en las colinas y en las cumbres que guardaban la entrada del Desfiladero, que Lisio y su gente empezaron a temer que aquellos inesperados elementos no iban a serles tan favorables como en un principio creyeron. Para colmo de sus males, un alud vino a precipitarse sobre los hombres concentrados al pie de una de las entradas. Causó muerte y gran desconsuelo, junto a considerables pérdidas. Y aún después la nieve seguía cayendo y el vendaval arrastrando cuanto hallaba. El viento traía hasta ellos el aullido de los lobos, estremeciéndoles: en el breve silencio que se abría, de tarde en tarde, aquel aullido llenaba sus corazones de terror paralizando casi sus latidos. Porque no se trataba únicamente de aullidos hambrientos: en aquellos prolongados lamentos, inundados de ira, les llegaba la furia, el desamparo y la desesperanza de sus propias vidas. Era el lobo, el lobo que merodeaba en torno a los lejanos días de su infancia, era el lobo que se acercaba a las cabañas, a los poblados, en la noche de los niños. El grito largo, tenebroso, del miedo que nunca pudieron arrojar de su memoria ni de sus sueños.
Unos y otros —los que en el Desfiladero se disponían a defender y atacar, y los que desde el campamento se disponían a atacar y vencer— llegaron a perderse de vista. Y también cesaron todos los ruidos. Un silencio blanco, espeso y creciente, parecía bajar del cielo y brotar del suelo, y tan grande era su desconcierto que, aunque no acalló los deseos de venganza o de lucha, vino a sumirles en una sorprendente inmovilidad, en una larga y extraña espera. Como si todo, la ira, la astucia, la venganza se hubieran helado, quietas e intemporales, en el gran frío, en la gran indiferencia de la tierra.
2
Mientras pasaba aquella espera en los Desfiladeros, también el frío y el invierno, e incluso una ligera nevada, cayeron sobre la ciudad de Olar. Se tiñeron de blanco las almenas de la muralla y del Castillo. Y mientras veía caer los copos de nieve, la Reina Ardid meditaba y agudizaba todos sus sentidos, en espera de noticias. A medida que veía cubrirse de blanco lo que fuera su Jardín, recordó que sólo lo retenía florecido en su memoria. Y la invadió una lenta tristeza, o quizá nostalgia, y como no acertaba a definir de qué, creyó que sentía acaso de algo que aún no había conocido.
El tercer día de nieve la sorprendió mirándose en aquel espejo que Almíbar le regalara un día, ya lejano —o, al menos, muy lejano parecía, e inmóvil en el recinto de su memoria—. Descubrió así, de pronto, que lo que fue una corona de leonado fulgor, rubia y espléndida cabellera, también aparecía ahora nevada.
Y comprendió que jamás primavera alguna derretiría aquella nieve: ni el sol conseguiría dorarla de nuevo. Estuvo quieta, contemplándose durante mucho rato. Y luego, no ordenó a Dolinda que preparara polvo de oro para disimular las primeras nieves de su sien, ni encargó tocados de terciopelo para ocultarlas, sino que, lentamente, peinó con dulzura y cuidado sus cabellos, los trenzó y los acarició. Y se dijo que, tal vez, le traían un raro y extraño consuelo. Como si en ellos pudiera enterrar su vago dolor, su vaga pena; y se tratara, al fin, del último destello de una larga y despaciosa despedida.
A partir de aquel instante, volvió más sus ojos a las cosas que antaño considerara minucias, ocupaciones de orden secundario: vigilar, por ejemplo, el sueño de su Maestro; preocuparse del pequeño Príncipe Contrahecho que, escondido en la ya medio abandonada mazmorra del Hechicero, correteaba y reía entre las redomas y los atanores como si se tratara de un niño afortunado. Y suspiraba, día a día, sin tregua, por la súbita desaparición del Trasgo. Pues desde el día en que le reprochó tan duramente su parte de culpa en la muerte de Almíbar, no había vuelto a asomar su roja cabeza, ni por el hueco de la chimenea ni por parte alguna. Inútilmente Ardid le llamaba durante las largas noches invernales, en tonos que iban desde la súplica al enfado, desde el cariñoso requerimiento a la burla mordaz o la amenaza. Ni siquiera la pequeña ánfora de vino que colocaba todos los días junto a las brasas, logró que apareciera. Esto la tenía tan inquieta y apesadumbrada que, en el Castillo, todos notaron el inexplicable velo que ahora cubría los poco antes tan brillantes y escrutadores ojos de la Reina Ardid.
—¿Por qué no viene, Maestro? —preguntaba al anciano Hechicero, mirando hacia los rescoldos del hogar.
—No lo sé —respondía él suavemente—. De veras, niña, que no lo sé…
Y Ardid notaba que, por vez primera, su anciano Maestro no le decía toda la verdad.
Entretanto, Gudulina lloraba la ausencia de Gudú. Y era inútil cuanto hacía su suegra para consolarla. Le decía que Gudú no era un ser al que pudiera dominarse, ni siquiera convencer de algo fácilmente. La joven Reina Gudulina se hallaba hasta tal punto prendada de Gudú, y de manera tan enfermiza, que ni el anuncio de un hijo lograba arrancarla de su postración y tristeza.
Pero no sólo Gudulina era víctima de aquella especie de maligna enfermedad. La Tristeza ascendía desde la capa de hielo que cubría el Lago, y trepaba y se filtraba en la ciudad y en el Castillo por ranuras, resquicios y ventanas o puertas. Todos la sentían, y muchos dejaban que se apoderase de ellos, y más que nadie, las mujeres: pues Gudú habíase llevado a casi todos los hombres de Olar, y los que no estaban con él, se aprestaban y adiestraban en la Corte Negra a las órdenes del Barón.
Y más que ninguna otra mujer, se hallaba la infeliz Dolinda presa por la maligna dolencia. Al tiempo que se dejaba apoderar por la Tristeza y permitía que en su carne y sangre se cebara, mientras el color de sus mejillas y el oscuro azul de sus ojos se apagaban, algo aún más fuerte y más dañino iba devorando su corazón. Su naciente odio hacia el Rey crecía ahora, y de tal forma, que hasta el sueño y las ganas de vivir la abandonaban de día en día. A veces, llegábase a Ardid tan desolada y enfebrecida, que la Reina no reconocía en aquella extraña criatura, dominada por un fuego que no llegaba a entender ni adivinar, a la antaño alegre, sumisa y un tanto vana Dolinda, quien pedía, no ya, como al principio, a través de lastimosas súplicas, sino con violenta y sorda desesperación, la dejase contemplar, siquiera por el hueco de la mohosa cerradura, al pequeño Príncipe Contrahecho. Ardid juzgaba peligroso, y aun perjudicial, satisfacer su deseo, y se negaba a ello. Entonces recibía tal mirada de la antaño sumisa Dolinda, que un estremecimiento recorría sus venas, y acababa accediendo a su petición. De modo que la Dama pasaba su tiempo espiando por las rendijas al niño que llegó a creer hijo suyo: y casi llegó a perder la razón. Llegaron a Ardid noticias de su desvarío, pues doncellas y pajes lo comentaban sin rebozo. Supo así que Dolinda se mostraba pródiga en extremo con ellos. Había repartido dinero, vestidos y aun alguna joya, para que la ayudasen a ver a su pequeño. Su esposo, ya medio inválido, al enterarse de sus dispendios, sufrió un ataque de ira de tal magnitud, que murió al amanecer.
Aquella muerte provocó gran impresión en la Corte: no porque extrañara su fallecimiento, sino por las circunstancias en que se produjo. Una sutil malquerencia y desazón invadió la Corte, y una sombra se deslizaba por cámaras y corredores. Dolinda había sido tolerada a regañadientes, y a veces adulada por la predilección que le mostraba Ardid. Pero ahora su presencia era evitada y menospreciada, e incluso llegó a ser blanco de mal disimulada hostilidad. En vano Ardid intentó justificar las extrañas ocurrencias que de día en día mostraba la viuda. Empezó a vestir pobremente, y ordenó a sus doncellas y pajes, y hasta a los más humildes sirvientes, compartir con ella sus comidas. E incluso ella bajó a las dependencias de los criados, y con ellos comía y vivía. Si bien estas cosas no llegaron a comprobarse, se decían y comentaban. Ardid no atinaba a poner fin a tales desmanes.
Pero el día en que Dolinda manifestó que estaba dispuesta a repartir sus tierras y bienes entre sus servidores —que en verdad no eran suyas, sino de su difunto esposo—, la voz de los nobles se levantó airada. Y a consecuencia de la violenta ira de que fue objeto, murió también, en un breve espasmo, el viejo Barón Presidente de la Asamblea de Nobles.
Estas dos muertes acabaron por soliviantar la ya muy resentida y desazonada, así como despoblada de varón —medianamente vigoroso al menos—, Corte de Olar. Se reunió la Asamblea, y solicitó a la Reina Ardid y a la Reina Gudulina su asistencia. Debían elegir nuevo Presidente. No pudo negarse Ardid, y aunque mucho le costó convencer a la apática y llorosa Gudulina —que sólo se ocupaba en enviar largas misivas a su esposo, repletas de amor y pasión—, finalmente se avino a cumplir el requisito y acompañar a su suegra. Y en tan memorable día, Ardid hubo de frenar el dolor de su corazón al verse obligada —junto a su aprobación por el nombramiento del nuevo Presidente de la Asamblea, el Barón Linko, primo del difunto esposo de Dolinda, también anciano, pero de aspecto más saludable que su pariente— a consentir la decisión unánime de castigar a Dolinda con la desposesión de su herencia, y la reclusión en sus habitaciones, como en tiempos ella misma había sido castigada por Volodioso.
La actitud de la Asamblea no dejaba lugar a dudas, y Ardid comprendió aquel día que no sólo había nevado en sus cabellos y en Olar, sino que también el invierno se había filtrado en su energía, en su astucia y en su voluntad. De suerte que hubo de acceder, bien a su pesar, y no halló fuerzas ni argumentos necesarios para oponerse a aquel castigo que mucho le dolía. Y aun fue alarde de su poder persuasivo que pudo salvar a Dolinda de ser considerada y juzgada como bruja o endemoniada, y dar con sus huesos en la hoguera —como algunos querían—. Con gran pena, pues, hubo de firmar y sellar con su aprobación aquella triste decisión.
En la madrugada del cuarto día —cuando la nevada se había recrudecido en las tierras del Desfiladero—, Dolinda fue confinada en sus habitaciones. Y Ardid no tuvo valor para verla y ni tan siquiera para enviarle unas palabras de consuelo.
Pero aún no había llegado la noche de aquel día, cuando su indómita naturaleza se rehízo de tales golpes. Buscó al Hechicero, y una vez estuvo en su presencia se apresuró a pedirle que conjurase de algún modo al Trasgo, como antaño, para suplicarle algo que mucho necesitaba. Hacía ya tiempo que el Maestro no practicaba ninguna clase de experimentos, ni tan sólo los más inocentes. Únicamente leía, leía, leía… y ahora, en su antigua Cámara de las Investigaciones, solo el pequeño Contrahecho correteaba y curioseaba a su antojo sin que para nada él se opusiese.
—No puedo —dijo el Maestro—. No puedo, querida niña.
—¿Cómo que no podéis? Me niego a creer tal cosa.
—Lo he olvidado —dijo el anciano, suspirando—. Lo he olvidado casi todo.
Y como no podía sacar nada más de él, comprendió que el anciano no mentía. El Maestro —se daba cuenta, con pena y desazón— era muy viejo, mucho más viejo de lo que nadie —ni ella misma— podía calcular. Desde el patio, violentos ladridos llegaron hasta sus oídos y Ardid se estremeció, se abrigó más en su manto de piel y sintió que las llamas del hogar no bastaban para calentar sus ateridos miembros. Se aproximó más al fuego, y pensó en la soledad. En una soledad que nada tenía que ver con aquella que, en tiempos, conociera ocultándose entre las ruinas del Castillo de su padre; ni la que sufrió durante el confinamiento en la Torre Este. Ésta era una soledad distinta, nueva, espantosamente desconocida. En la Corte de Olar, y en ausencia de Gudú —pese a todo—, seguía siendo, de hecho, la única soberana. Pero de pronto se abría ante sus ojos el vacío que supondría que su anciano Maestro partiera de este mundo, como había partido Almíbar. Las lágrimas nublaron sus ojos, y sus manos temblaban mientras atizaba el fuego. De nuevo llamó, quedamente, y sin esperanza, al Trasgo.
Pero el Trasgo tampoco acudió esta vez.
Al día siguiente supo que Dolinda se había dado muerte, colgándose de su cinturón. Un cinturón de terciopelo y oro, que ella le regaló el día de sus esponsales. Ardid pidió quedárselo, y así lo hizo. Y junto a la mano marfileña de Almíbar, lo guardó en el fondo de aquel cofre que un día ya lejano cobijara también media piedra azul, horadada. Y allí quedaron estas cosas, acaso aguardando un tiempo en que, tal vez, nada significarían para nadie.
Por aquellos días, el Príncipe Contrahecho cumplía seis años y Gudú diecisiete. Por raro azar, ambos habían nacido en días semejantes, si bien con signos distintos y dispares destinos. Sólo el Tiempo, protector de Once, podría conocerlos, mientras caprichosa o intencionadamente se entretenía tejiendo al derecho y al revés.
Ardid mandó enterrar a Dolinda en lugar secreto, pues los que morían sin confesión, o por manos del verdugo, no tenían derecho a reposar en lugar sagrado. Así, fue sepultada en su propio jardín, bajo las cenizas del Árbol de los Juegos. Sólo ella, así, podía conocer la tumba, y llorar, y soñar, junto a la blanca piedra que con sus propias manos colocó, para no olvidarla jamás.
3
La nevada cesó en tierras de los Desfiladeros, antes que en las estepas. Y cuando la nieve dejó de caer, se aplacó el viento. Entonces, Gudú ordenó a sus hombres atacar —si bien en falsa maniobra— la boca del Desfiladero. De esta forma, el aluvión de piedras y teas ardiendo que recibieron, les avisó de los puntos donde se hacían fuertes las improvisadas tropas de Lisio y sus Desdichados. Retiró Gudú a sus hombres, y les ordenó permanecer nuevamente a la espera.
Esta vez, aquella espera inquietó seriamente a Lisio. Sabía que si bien Gudú había sufrido algunas pérdidas, no eran para él importantes, mientras que para ellos constituía un derroche inútil, tanto en hombres y armas —o lo que por tal usaban— como por el hecho de descubrir sus posiciones al enemigo. Mandó variar éstas, aunque poco podía esperar de ello. Sin embargo, en el interior del Desfiladero, los ánimos no decaían. Aquellas gentes ignorantes tomaron por primer triunfo lo que tan sólo había sido mero tanteo por parte de Gudú. Y lo celebraron con tal regocijo, que Lisio, contemplándoles, sintió crecer su odio, mezclado con una gran congoja: ahora, Lure se había convertido de joven y linda hermana, tal como la vio por última vez, en una escuálida y avejentada criatura. Muchos de sus amigos habían muerto, y otros estaban tan desfigurados y depauperados, que su sola vista le encendían un dolor y una ira incontenibles.
Lisio ordenó racionar los víveres y reunir en lugar seguro los pocos rebaños de cabras que aún quedaban junto a las minas. Bloqueó éstas, y en su interior depositó todo el material extraído, de forma que, llegado el día de la victoria, pudieran emplearse y repartirse en bien de toda la comunidad. Allí, en lo más hondo de su pensamiento y corazón, comenzaba a forjarse tímidamente un sueño, un sueño del que brotaba y se articulaba un país, con leyes más justas que les llevarían una nueva vida. En la noche, tras la cruel nevada, desde su puesto vigilante, vio por vez primera un cielo terso y negro donde pálidas estrellas relucían, tan lejanas y misteriosas, tan desconocidas como el corazón de los hombres. Un suave viento agitaba sus cabellos y, aunque helado, le pareció un viento bienhechor, portador de algo parecido a una benévola consigna. Iro, su inseparable perro, miraba también hacia lo alto, tendido a sus pies. Y súbitamente, le asaltó la pregunta de qué significarían tan altas y enigmáticas luces: ¿qué habría en ellas?, ¿qué ojos o qué voces, tal vez, las hacían brillar…? «Acaso —se dijo, estremecido por algo parecido a un vago presentimiento— ahí arde alguna fuerza, algún mundo, alguna clase de vida que contempla y aprueba nuestra lucha…». No sabía leer ni escribir, no sabía nada. Apenas si le habían legado leyendas, terrores, supercherías y brujerías que despreciaba. Había crecido y aprendido tan sólo en el dolor, la humillación, la pobreza y los consejos de viejas y hechiceros.
Aquella noche, y desde hacía tanto tiempo en que parecían dormir, despertaron las palabras de su abuelo. Algo, como un grito largo y oscuro, un grito que no era audible sino que nacía de sus propias entrañas, le decía que la continuidad de aquellas palabras, de padre a hijo, de hombre a hombre, habría de traerle una victoria más sólida y perdurable que la que pudiera conseguir tras la batalla del Desfiladero. Y así, empujado por un furor repentino, un extraño impulso rompió su meditada paciencia, todas las lecciones aprendidas. Mientras los hombres de Gudú permanecían acampados y aparentemente inactivos, mientras los de Yahek avanzaban penosamente a través de la nevada estepa, Lisio dio orden de atacar: primero a los hombres de las colinas, y luego, a los que acechaban la entrada al Desfiladero.
Gudú recibió su ataque con bastante aplomo, limitándose a rechazarles; y no les persiguieron hasta el interior del Pasadizo de la Muerte, sino tan sólo hasta su entrada, como eran superiores en destreza y en armamento, poco les costaba. Lisio ya sabía todo esto, aunque algo flotaba en su mente: una advertencia que no lograba entender, un raro presentimiento, un desconocido enemigo le acechaba; y empezó a invadirle la desesperanza. Por tres veces atacó a Gudú. Y cuando empezaba a planear alguna forma de salir por la parte posterior del Desfiladero y rodearles, los vigías le informaron de que les amenazaban también desde las estepas. Una sospecha se abrió paso en su ánimo, a medias esperanzado: quizá fueran las Hordas. Pero su temor se trocó en desconcierto al descubrir que de hombres de Gudú se trataba, y no de Hordas. Y por muy feroces que éstas fueran, no le hubieran llenado de tanta desesperación como comprobar que se trataba de Yahek y sus hombres.
Así, cuando a su vez ambos ejércitos acamparon en torno, cercando su inexpugnable y —de pronto lo supo— inútil fortaleza, Lisio entendió que el odiado y joven Rey sólo un arma pensaba esgrimir contra ellos: el hambre, la paciencia, el tiempo y, al fin, el fracaso de tan desesperada lucha. Esta arma, por sí sola, conseguiría agrietar aquella fortaleza: tan impenetrable para los que aguardaban fuera, como imposible de abandonar por los que resistían dentro.
Sólo la desesperación de una lucha suicida, el azar o la muerte podrían sacarles, a Lisio y a los suyos, de aquel lugar, convertido en monstruoso cepo.
Otra nevada, y otra y otra se sucedieron. Y el frío, los lobos y el hambre acabaron con las menguadas fuerzas de aquellos que inútilmente resistían el asedio. Poco a poco, en grupo o solitariamente, abandonaron sus puestos. Unos huyendo, otros ofreciéndose voluntariamente, buscando refugio, llegaban los famélicos supervivientes a las gentes de Gudú.
Y éste aguardaba en su bien pertrechado campamento. Había previsto todas las posibilidades y en esta confianza resistía el invierno, sin que menguaran el diario adiestramiento ni la moral de sus tropas. Y así llegó el día que juzgó oportuno y adecuado para sus planes. Sus hombres, en hilera y a caballo, de altozano en altozano, esperaban órdenes. Debían conducir al más escogido y mejor adiestrado grupo de los impacientes Cachorros que aún en la Corte Negra aguardaban la promesa del Rey: contemplar de cerca por vez primera el fragor de un combate y, si el Rey lo juzgaba oportuno, tomar parte de una clara e indudable victoria. Aunque Gudú no la consideraba en sí misma importante, sí podía servir de lección viva y práctica a sus adiestradas y bien elegidas criaturas.
Por tanto, aprovechando la calma de unos días que los expertos pastores —vigías a su servicio— anunciaron menos rigurosos y exentos de posible nevada, Gudú compuso una lista de Cachorros selectos. Y entre los diez muchachos elegidos, dos había —aunque él no lo sabía— que fueron antaño compañeros, y más que compañeros, casi hermanos, del desdichado Lisio.
—Antes de la primavera —anunció el Rey a Randal— se habrá acabado la resistencia de los sitiados; habrán agotado ya sus víveres y ni tan sólo les quedará leña para calentarse, pues los bosques se hallan fuera del Desfiladero, y la paciencia y resistencia tienen un límite. O muertos o en desesperada lucha —tan insensata como improbable— les sorprenderemos. No será gran tarea vencerles, y pienso que no debemos desperdiciar vidas ni armas en cuestión tan insignificante. Otras empresas debo iniciar de mayor importancia, y harta paciencia he derrochado en ésta para demorar otras cosas mucho más productivas o útiles. Pero creo que una lección como ésta, no es mal comienzo para una vida de soldado; y los Cachorros tienen derecho a ella.
Y así, con el gesto casi paternal de un hombre que por primera vez recompensa a su hijo, Gudú firmó la lista y, sin dilación, la envió a su Corte Negra.
Cuando llegaron los Cachorros elegidos, los reunió el Rey en su propia tienda. Ante sus ojos encendidos, explicó y expuso los detalles de la situación. Tras advertirles que jamás cometiesen la insensatez de refugiarse en lugar donde no tuvieran asegurada la salida, enardeció sus espíritus, al tiempo que sus paladares probaron por vez primera —como si de auténticos soldados se tratara— el vino. Pues hasta conseguir el grado de soldado, prohibíase la bebida en la Corte Negra. Así, una vez más, Gudú dio muestras de su prudencia y conocimiento de sus hombres. Y los dos Cachorros, antiguos amigos —antiguos hermanos de Lisio— ni sabían que el que tan mal conducía a sus enemigos era el propio Lisio, y ni se acordaban de su pasado, en aquel —para ellos— tan glorioso momento como estaban viviendo. Si Dios había estado siempre ausente de sus vidas y de sus pensamientos, Dios era, en tales circunstancias, solamente posible en la persona de tal hombre y tal Rey: su cien mil veces admirado Gudú. Y si alguna vez soñaron con un futuro más benigno que el que habían conocido en su corta existencia, en el presente ese sueño no tenía mejor ni más radiante encarnación que la emulación y el ciego servicio a tal Rey y tal hombre, que mostrábase Rey y hombre poco común.
De todas estas cosas, bien sabía aquel que entre senderos subterráneos resplandecía a veces —según qué noches, según qué rutas— con un huesecillo que casi parecía pulida gema. Aquel que un trasgo muy joven conservaba, entre otros tesoros más refulgentes.
Asombrosamente, el asedio duró mucho más de lo que el Rey había previsto. Si bien el invierno fue largo y el frío intenso, llegó al fin el tiempo del deshielo y aún continuaba todo como en un principio, pues ni los de fuera atacaban ni los de dentro daban muestras de intentarlo. O los sitiados contaban con más refuerzos, víveres y capacidad de aguante de los previstos, o algún plan tan sabio como imprevisible —e improbable— les mantenía en tan heroica como inimaginable resistencia. La primavera se anunciaba en el aire, en la tierra; y la batalla no tenía lugar. Ni la batalla ni signo alguno que indicara que, allí dentro, aún vivían gentes: excepto la débil humareda que en ocasiones podían percibir los finos olfatos de Cachorros y soldados.
—Paciencia —decía el Rey—, tened paciencia. La nuestra es más soportable que la de ahí dentro.
Y en verdad que lo era.
El invierno pasó, también, con más pesar que alegría en la Corte de Olar. Los días se sucedían melancólicos, monótonos. Y la preocupación invadía a las gentes. Se había apagado el bullicio en la ciudad. Los comerciantes moderaron el riesgo en sus negocios, pues, precavidamente, atinaban que en tales circunstancias la prudencia no estaba de más; y no debían exponer su dinero en operaciones que, dada la inseguridad reinante —o esto es lo que creían—, podían llevar al traste sus economías. Tampoco la Reina animaba los días con bailes y festines. Lo más florido de la población varonil —tanto en Olar como en aldeas y contornos— hacía sentir su ausencia. Monótonos y tristes pasaban los días para ancianos, mujeres y niños. Y más tristes transcurrían para quienes, en la pobreza, padecían aún más rigurosamente el peso de la austeridad que se notaba en la Corte. Ardid era buena administradora —como tenía probado—, y si bien los tributos no menguaron, sí la prodigalidad.
Finalizaba el invierno cuando una noticia vino a animar tan apagada Corte y, especialmente, su sombrío Castillo. Y ésta fue el inesperado nacimiento del primer hijo del Rey, que en las cuentas de todos se adelantó. Y ante el regocijo general, éste fue varón; de modo que la alta torre, cubierta por una caperuza azul —capricho de Volodioso— lució espada de oro indicando que el recién nacido era Príncipe, y no Princesa. Pues si Princesa hubiera sido, hubiera lucido espada de hierro —si lucir pudiera…
En señal de gran regocijo y ventura, Ardid ordenó que por dos meses se liberase de tributos a la población y contornos de Olar. Como en tales circunstancias tal prodigalidad no esperaba el pueblo, mucho les alegró ver manar de nuevo la famosa fuente de vino gratuito, según era costumbre —¿desde cuándo?…, ¿desde quién …?—. Y generosa ración de harina fue repartida, también, entre los míseros. Con todo lo cual Ardid supuso —y bien— que levantaría los decaídos ánimos y, tal vez, un resplandor de orgullo —si no de afecto— renacería en algún desventurado corazón de cuantos componían la población más sufrida y necesitada del Reino.
Poco después anunció que el bautizo del heredero sería festejado como convenía. Y también entonces las damas, e incluso algún provecto varón, sintieron el calor de una efímera, aunque muy dulce, ilusión. Así, el recién nacido fue festejado como merecía y bautizado en el Monasterio de los Abundios con el nombre —en verdad poco original— de Gudulín.
A excepción de la madre y la abuela —y por supuesto del anciano Maestro—, quien mostró más entusiasmo por el recién nacido fue el infeliz Príncipe Contrahecho. Suponiendo que el tiempo había borrado de las mentes a tan efímera como desgraciada criatura, la Reina consultó con el Hechicero la posibilidad de convertir al pequeño Contrahecho en paje, o sirviente, destinado a acompañar y distraer al recién nacido —cuando éste fuera capaz de apreciar tal cosa—. Y así, le vistió de forma que semejaba un bufoncillo, y fingiéndole regalo de la Reina Leonia, empezó a mostrarlo junto a la nodriza del Príncipe, y así le presentó a la propia Reina Gudulina, tan ensimismada en la contemplación de su hijo —cuya presencia parecía sorprenderla casi tanto como la obsesionaba el recuerdo de Gudú—, que apenas le dirigió una mirada. Ardid respiró aliviada, pues, se dijo, aquélla era la única forma de conseguir que Contrahecho tuviera medianamente asegurada su amenazada existencia. El recuerdo de Dolinda, de los días y años que pasaron juntas en la Torre llegaba a Ardid cada vez que contemplaba aquel niño.
Como era criatura de gran bondad y dulzura, se mostró muy contento con su nuevo vestido. Y hacía sonar insistentemente sus cascabeles de oro ante la cuna de Gudulín. Día llegó, al fin, en que el recién nacido dio muestras de notar su sonido y, con gran regocijo de los que tal cosa presenciaron, dirigió su mirada hacia él. Si esto fue puro azar o no, el hecho se consideró como bueno, y el pequeño Contrahecho quedó asignado a la compañía y regocijo de tan tierna criatura.
Cuando estas cosas sucedieron, el tiempo había pasado más a prisa de lo que la propia Reina creyera. Pues estaba ya entrado mayo y las flores y la hierba lucían en todo su esplendor. Gudulín cumplía dos meses, y su padre no había dado fin todavía a lo que, en principio, considerara revuelta sin importancia —y de rápida solución—. «Dios mío —pensó—: el verano está en puertas».
Recibía noticias de los Desfiladeros, y muchos conocían la angustiosa situación de los que allí se resistían. Pero sólo en aquel momento, tanto ella como la Corte y la ciudad —y el Reino en suma— atinaron a sorprenderse de la increíble resistencia de Bancio y Cancio —de quienes, por otra parte, nada se sabía—. Esto fomentó tan encontradas opiniones, que hubo de reunirse la Asamblea de Nobles. Demandaban a Gudú una explicación a tan larga como extraña resistencia, y a tan rara como misteriosa desaparición de los hermanos Soeces. «¿Habrán muerto?», se preguntaban. Incluso llegó a esparcirse el bulo de que fueron vistos, cabalgando, por la cercana arboleda: pero sólo apresaron, en su lugar, a dos vagabundos y un leñador que, para su desventura, tenían cabellos tan rojos como los príncipes insurrectos. Ninguna otra cosa llegó a aclararse. Gudú envió recado a la Asamblea diciendo que, si él y su gente daban prueba de paciencia, cuánto más debían darla quienes padecían más regalada espera. Con lo que, nuevamente, languideció la Corte, y languidecieron los comentarios.
Pero algo conmovió mucho más a la Reina Ardid que el nacimiento de su nieto. Y esto fue que, estando ella junto a Gudulín y Contrahecho, mientras Gudulina espiaba pisadas o rumores que la avisaran del regreso de Gudú, y el anciano Hechicero dormitaba, un conocido martilleo retumbó en el hueco de la chimenea. Sólo Ardid pudo oírlo, es cierto, pero tal fue su sobresalto que no pudo dominarse y, saltando de la silla, se aproximó a la apagada chimenea. Con la mano en el corazón, arreboladas las mejillas, aguardó, aguardó… hasta que, al fin, una roja cabeza se hizo visible en el hueco negro. Entonces, Ardid notó que las lágrimas empañaban sus ojos. Se arrodilló junto al hogar y permaneció así, quieta, muda, dejando que las lágrimas resbalaran por su mejillas, y sin atinar a decir nada. Una niña descalza corría de nuevo entre los viñedos, una vengativa e inocente criatura que no había muerto, pero… Y cuando, al fin, apareció el Trasgo, fue como si su ausencia no hubiera tenido lugar, como si el día o la noche anterior hubiera participado de la ya desaparecida camarilla íntima. Dio un raro volatín en el aire y dijo, con severidad que no ocultaba su recóndita alegría:
—¿Ves cómo lo encontré? ¡Sí, querida niña!, no vuelvas a jugarme una mala pasada, porque no sé si caería en la tentación de convertirte en sapo… ¿Cómo pudiste creer que no lo encontraría? Sabes que me gusta el vino y que no quiero que desaparezca de mi vista. Así que guarda tus bromas para el pobre viejo que ahí dormita, y no vuelvas a esconderme al Príncipe Gudú, si no quieres que me enfade de verdad.
Así diciendo, tomó la jarra y bebió hasta la última gota. Sentóse luego al borde de la cuna y contempló a Gudulín. «Cree que es mi hijito —comprendió Ardid, que sentía doblarse su corazón bajo un peso grande y dulce a un tiempo—. Cree que es mi Príncipe Gudú…». Y sin cuidarse de ocultar sus lágrimas, sin decir nada, sonrió tiernamente al Trasgo.
A poco, vio cómo Contrahecho se dirigía al Trasgo con gran naturalidad, diciendo:
—¿Sabes, Trasgo?, soy el juguete del Príncipe.
—Me parece bien —respondió el aludido—. Eres un hermoso juguete y una hermosa criatura.
Y así, conversaron largamente y de forma apacible. Hasta que el anciano Hechicero despertó.
—¡Oh, Trasgo querido! —dijo—, ¿por qué nos has hecho esto? ¿Por qué nos has castigado con tu ausencia?
—Si te refieres a que he descubierto el escondite, no sé cómo pudiste dudarlo. —El Trasgo rió ácidamente—. Estás viejo, no cabe duda.
Ardid puso un dedo sobre sus labios reclamando silencio, y el anciano, comprendiendo, movió la cabeza. Sólo Gudulina no se enteró de nada: pues únicamente deseaba y soñaba ver aparecer a su amado, lejano y olvidadizo esposo, el Rey Gudú.
Desde aquel día, el Trasgo acudió de nuevo puntualmente a la cámara de la Reina. Al tiempo que el calor avanzaba y que el cielo se hacía más y más brillante, Ardid sentía despertar en su corazón —de forma antes no conocida, muy suave, y tal vez, ahogadamente— que la vida podía ser aún, si no hermosa, al menos soportable. Y quizá reservaría para ella algún desconocido sueño incumplido.
Cierta mañana, se asomó a aquella ventana —ahora pertenecía a la cámara de Gudulina— que antaño fuera suya y de Tontina. Vio cómo la maleza y el descuido invadían el hermoso jardín. Se dijo entonces que, tal vez con esfuerzo y cuidado, acaso pudiera florecer de nuevo. A partir de aquel día dedicóse a ello con tal ahínco, que casi olvidó conversar con sus dos fieles ancianos, llenar de esperanza a Gudulina y cuidar del pequeño Contrahecho. Y todos pensaron que la Reina rejuvenecía.
Lo cierto es que, poco a poco, algunas flores —si bien no tan espléndidas, ni tan coloradas, ni de tan dulce aroma— brotaron nueva y tímidamente entre la maleza del jardín de Ardid. Incluso, de aquel oscuro montículo que parecía cenizas petrificadas y que en tiempos se llamó Árbol de los Juegos, nació un tallo: y día a día iba creciendo. Y acaso —a fuerza de cuidado y vigilancia; a fuerza de mucho amor— llegaría algún día a convertirse nuevamente en árbol.
4
Pero si la llegada del buen tiempo, y el nacimiento del joven Príncipe Gudulín, reanimaron los decaídos ánimos de Olar, no ocurrió otro tanto en el recinto cercado de los que, increíblemente, se mantenían aún en el interior del Desfiladero.
A partir del día en que se divisaron las tropas de Yahek y comprendieron su situación, lo que hasta entonces fuera confianza y esperanza —aunque sustentada sobre muy frágiles cimientos— decayó con igual rapidez como brotara el fuego de la rebeldía. Los primeros en abandonar tan soñadoras esperanzas fueron los Príncipes Gemelos. Y con ellos, los capitanes. Y tras los capitanes, los soldados. Y así, la sorpresa y el desánimo trocáronse en pánico, y el pánico en ira contra quien, hasta muy poco, fuera el más sólido puntal de sus marchitos sueños y esperanzas.
Así, nació una revuelta dentro de la misma revuelta. Encabezada por sus propios capitanes, los soldados volviéronse, por un lado, contra Bancio y Cancio, y por otro, contra el propio Lisio. Únicamente siguieron fieles a éste los que nunca antes tuvieron en su vida mejor cosa que aquella breve y efímera esperanza: los Desdichados de las minas. Enfrentáronse entonces ambos bandos, y si en un principio sólo con amenazas y duras increpaciones se agredían, llegaron a asumir tal cariz, que no era difícil suponer que tomando las armas llegarían a dirimir tan desventurada situación.
Prudente y previsor —tanto por las enseñanzas recibidas en la Corte Negra como por la dureza de su vida—, Lisio había tomado las mejores posiciones: en las bocas de las minas, donde se guardaban los escasos víveres y armas, y en los puntos mejor defendidos del Desfiladero. Así, tanto los Gemelos como los antiguos soldados de Gudú y hasta hacía poco guardianes de los insurrectos, aun siendo en número menores, también lo eran en defensas de todo tipo.
Al fin, su voz se dejó oír sobre las demás. Se aceptaron sus razones —si bien más por fuerza que por convencimiento—, y llegaron a un acuerdo: resistir. Y aunque tan descabellada era la idea como desesperada la situación, pensaban que, duchos como eran en la excavación de la tierra —aunque aquella destreza haría sonreír a los expectantes gnomos y a los curiosos trasgos—, podrían horadar un túnel que les condujese al exterior y, desde allí, subir a las colinas, y luego, atacar, como mejor supieran, y pudieran, al enemigo.
Si difícil y desesperada era semejante empresa, aún más difícil y desesperanzada la tornó la crudeza del invierno. Estaba el ánimo muy maltrecho, y desfallecidos todos los cuerpos y hundidos los corazones, cuando un hecho vino a destruir tan laboriosa, heroica, improbable y esperanzada resistencia.
Una vez más, Bancio y Cancio discutieron las escasas probabilidades que tenían de salir triunfantes de tan descabellado como esforzado intento. Así, tras sucesivas disputas, de las que ambos salieron bastante maltrechos, planearon la huida, aunque para ello debían primero hacerse con gran parte del fruto de la mina, de víveres y de cuanto les fuera de vitalidad. Fingieron el deseo de tomar parte en la excavación —y como, debido a la fatiga de los que horadaban, precisaban de ayuda—, les creyeron y aceptaron. Aunque maltrechos y hambrientos, ambos procedían de una vida más regalada —aunque ya lejana—, y aparecían más fuertes y robustos que el resto. Así, su oferta fue aceptada, y se les permitió penetrar en los pasadizos que sólo los —para su mal— expertos Desdichados eran capaces de recorrer con menos peligro. Así, ayudados por la habilidad que les caracterizaba, lograron extraer y apoderarse, si bien no tanto como deseaban, no de los víveres, que no llegaron a alcanzar, sino de algo que sus romas inteligencias inundadas de codicia deseaban mucho más: alguno de los preciosos tesoros que tanta riqueza proporcionaron al Rey loco de los Desfiladeros y a Gudú.
Entretanto, Gudú envió un emisario, ofreciendo perdón a los soldados desertores, si regresaban a sus filas.
El tiempo iba pasando lentamente; y pasaban también, y terminaban, los días, y con los días, los víveres. Más y más se racionaron, y más y más, los que horadaban en la mina, se aferraban al último jirón de esperanza. Pero primero los más débiles, luego los ancianos, el caso es que empezaron a morir: y a tal punto llegó la mortandad, que las manos de los excavadores debían repartirse entre el túnel y la fosa donde arrojaban los cadáveres.
Así, murió también Lure, y así, vio morir Lisio a otros muchos, incluidos soldados. Y, al fin, una epidemia se propagó entre ellos, hasta que, desesperados, cesaron en su vano intento. Se reunieron cuantos quedaban, junto a la boca de las minas y del inútil pasadizo. Un hedor mortal invadía el aire. El hambre, el frío y el dolor les atenazaban, y aunque la leña aún era en cierto modo abundante, parecía que no habría llama con que calentar sus huesos, ni sus corazones.
—No podemos resistir más —dijo el Capitán Kelio—. De modo que mis hombres y yo hemos decidido aceptar la oferta que nos hizo el emisario del Rey, y solicitar su perdón. Si con ello logramos salvarnos, será extraño, aunque posible. Pero si permanecemos aquí, nuestra muerte es segura.
Largo rato discutieron tal decisión. Bancio se inclinó a admitir las razones del soldado, pero su hermano se oponía. Y cuando éste al fin pareció convencido —aunque ninguno de los dos estaba verdaderamente dispuesto a ofrecer su cabeza a Gudú, puesto que en su ofrecimiento Gudú no les nombraba—, el otro tornóse a la contra. Así, pasándose uno a otro la decisión, y variándola según les convenía, al fin los soldados se impacientaron. Y Lisio, que hasta el momento permaneciera en silencio, dijo, con voz tan clara y serena que dejó a todos suspensos:
—Nadie se rendirá al Rey. Y antes que suceda tal cosa, quien lo intente morirá a mis manos.
Dirigió entonces la mirada hacia los Desdichados, los que verdadera y únicamente tenían una razón, una voluntad clara y comprometida en aquella desesperada empresa. Y vio sus ojos, y sus rostros, donde se asomaba todo el dolor de la tierra. Y añadió:
—Ninguno de nosotros estamos dispuestos a consentirlo.
Y así, otra vez se enfrentaron dos bandos, entre la más grande miseria. Tan desfallecidos y cubiertos de harapos estaban, que comprobaron con horror que ni siquiera tenían fuerzas para manejar la espada. A la vista de tal cosa, el pánico se apoderó de ellos de tal manera, que se disgregaron. Y cada uno, como mejor supo, se dejó caer en un oscuro lugar, y éste era la muerte.
Nadie lo veía, pero el invierno había ya levantado el vuelo, y por doquier la hierba apuntaba, y los manantiales renacían en su manar, libres de hielo. Pero Lisio estaba solo, solo donde tuvo lugar la última reunión. Y supo, una vez más, que solo había estado la mayor parte de su vida, más solo que jamás hombre alguno se hallase en la tierra. Y entonces, levantó la cabeza: el cielo aparecía limpio, de un raro azul, cuando bruscamente surcó el aire un grito. Y de nuevo un vuelo negro, lento y agorero, clamó, gritó su ira, y se repitió en miles de cuevas, en miles de ecos. Había llegado el buen tiempo, pero ya no suponía riqueza, ni siquiera para los que sólo contaban con aquel tesoro en la vida… Lisio vio, con horror, cómo las jaras se doblaban, y un cuerpo sinuoso se arrastraba entre ellas arteramente. Se levantó, tan lleno de ira como de calma, y tan silencioso y cauto que no parecía hollar la hierba, cayó sobre uno de los dos hermanos.
—¿Adónde vas? —le gritó, mientras mantenía la espada alzada sobre él.
Y antes de que el desertor respondiera, o atinara en lo que sucedía, otro cuerpo se abalanzó sobre él con vigor inusitado —pues sólo ya parecían sombras quienes de un lado a otro vagaban aún, y muertos los que permanecían quietos, como árboles, o como piedras.
—¡Cerdo! —aulló, silbante, la voz del intruso: e iba dirigida al desertor, no a Lisio—. ¡Cerdo, me robaste! Me robaste y pretendías huir sin mí…
Cancio alzó la daga y la clavó en la espalda de su hermano Bancio. Luego, extrajo lentamente el arma, que apareció teñida de rojo. Y quedó así, quieto, mirándola con desorbitados ojos. El gran cielo seguía allí, sobre ellos; y el viejo Capitán Kelio, que aún seguía a Lisio, recostado en el tronco de un árbol, junto al riachuelo, les miraba, y tanto él como Lisio sentían cerca, como si batieran en sus mismos oídos, un aleteo de aves negras y voraces. Entonces, lenta y trabajosamente, el soldado se levantó y, acercándose a Cancio, le atravesó con la espada: sin esfuerzo por su parte ni resistencia por la del Príncipe. Así que cayó de bruces Cancio sobre el cuerpo de su hermano Bancio; y a su vez, el soldado permaneció muy quieto, mirando su espada, tinta en sangre. Lisio seguía allí, como si jamás fuerza alguna, ni aun la misma muerte, pudiera apartarlo de aquel lugar, mientras oía el correr y manar del agua, en riachuelos y fuentes que anunciaban la primavera y el deshielo; y el batir de alas, que anunciaban la muerte.
—¿Por qué has hecho eso? —preguntó quedamente al Capitán. Y el soldado respondió:
—No eran como nosotros, Lisio.
Y tornó a su lugar, y se dejó caer de nuevo, recostado en el árbol. Y así quedaron los dos, mirando las espadas, la sangre, la hierba que nacía; oyendo el rumor del agua, el batir de las alas y el suave balanceo de la hierba bajo la brisa.
Fue entonces cuando Gudú creyó llegado el momento adecuado. Envió a Yahek, con un grupo de sus más hábiles y escurridizos hombres, a internarse sigilosamente en los puestos claves del Desfiladero. Si posible era entrar en él, avisarían a los que apostó en lugar visible, de modo que, en caso contrario, pudieran retirarse.
Ninguna resistencia hallaron: sólo, entre la hierba naciente y hermosa, cadáveres, hedor, muerte y gusanos. Y así, avanzaron ellos, y tras ellos muchos más. Y cuando llegaron allí donde tan sólo hombres tan inmóviles como piedras quedaban, Yahek lanzó un grito, y envió a sus hombres sobre los supervivientes. Y tras sus hombres él, mientras terminaban con la vida de los que aún quedaban, sin resistencia alguna. Así, fueron muchas las espadas que se unieron en su color a la que poco antes contemplaran el Capitán y Lisio.
Al fin, Yahek se dirigió hacia el único que, al parecer, se mantenía en pie, y le atravesó con su espada. Era el último, y gozoso, se volvió a proclamarlo. Pero alguna interna, misteriosa orden, le obligó a mirar a aquel a quien acababa de dar muerte. Y cuando contempló, a sus pies, aquel último hombre que tenía la cabeza vuelta hacia él, y abiertos los ojos, le reconoció.
Jamás Yahek, en su larga vida de soldado, que a tantos hombres atravesó con su espada, que a tantos hirió y aun maltrató, había sentido como sintió en aquel momento —y su vista se nubló, y sus rodillas se doblaron, hasta caer sobre la hierba, junto a Lisio—. Pues era su hijo, más hijo que surgido de sus entrañas, hijo por amor. Ésta era la primera vez que lo veía como tal, y viéndolo, sentíalo, y sintiéndolo, una daga más aguda que cualquiera atravesó sus propias entrañas: puesto que, verdaderamente, por primera vez veía un hombre muerto, lo que significaba un hombre muerto. Seguramente, quiso decirle algo. Tal vez, deseó preguntarle o recriminarle, o suplicarle perdón, lágrimas, tristeza, horror, soledad. Quería hablarle o escucharle. Pero, Lisio era toda la muerte del mundo, la muerte de la hierba, la muerte del recuerdo, de los deseos, a la que él miraba. Y era su mano quien había llevado aquella muerte, y por eso no sabía ni podía decir nada, y se moría él también sin saberlo, aunque sí lo sentía.
Más tarde, ninguno de sus hombres, ni Gudú mismo, creyeron reconocerle, cuando le encontraron. Porque Yahek, desde aquel día, jamás volvió a ser ni el soldado ni el hombre de antaño.
—En verdad —dijo Gudú, a los decepcionados Cachorros—, no es ésta una victoria ejemplar. Os reservo algo mucho mejor. Pero no está de más que conozcáis y veáis todas estas cosas.
Y los Cachorros, y aquellos dos que fueron hermanos y compañeros de Lisio, pasaron junto a él, y sobre él pisaron. Y ninguno de ellos, excepto Yahek —que lo guardó en su pecho, con su primer horror y sus primeras lágrimas—, lo reconoció.
Como el hecho de enterrar tanto desastre resultaba tan arduo como pestilente, Gudú ordenó apilar los restos de quienes quisieron, por una parte, encarnar la venganza, por otra, la codicia y, finalmente, la inútil y desesperada ilusión de libertad. Mandó hacer con todo grandes piras, prenderles fuego y, acto seguido, regresar. Así lo hicieron. Tras su marcha, por largo tiempo el fuego y el viento se llevaron fragmentos de horror, esperanza, e incluso muerte. Tan sólo calcinados huesos perduraron aún, tiempo y tiempo, entre la hierba. Y entre tanto hueso, y tanta muerte, y tanto humo, y tanta ausencia, algo resplandecía. Algo que era como una piedra pequeña, tan brillante que diríase una llama que no podía apagarse entre las cenizas: eran las brasas de un muchacho que se llamó Lisio.
Luego, las lluvias de primavera las sepultaron en el barro; y en el barro fue lentamente hundida y conducida su pequeña luz hasta la zona donde habitan los trasgos y los gnomos, los que sí saben horadar el mundo con martillos de diamante sin pulir. Así, la halló aquel trasgo curioso y demasiado joven que apenas si contaba cuatro siglos. Y juzgándola más rara y valiosa que la anterior, se apropió de ella; y la contemplaba y acariciaba, a escondidas, en la oscuridad que alienta las entrañas del mundo. Y como por más tiempo y tiempo que pasara, la llama no se extinguía, la acariciaba más aquel trasgo. Al fin, un día, la mostró al más anciano de los gnomos. Éste la observó con detenimiento, y al fin dijo: «Guárdala en buen lugar. Pues no es fácil que esta llama se extinga, y por contra, acaso llegue un día en que prenda grande y viva. Pues he aquí uno a quien nadie conocía, y sin embargo no será olvidado».
El trasgo obedeció aquella orden, y la llama que cuidaba no se apagó: y acaso la vio crecer un día, o la está viendo crecer hoy, o la verá prender mañana, con tal fuerza, y tan extendida, que podría cubrir la corteza del mundo. Pues algunas victorias no son ni gloriosas ni recordadas; pero algunas derrotas pueden llegar a ser leyendas, y de leyendas pasar a victorias.