Contrariamente a lo ocurrido con Tontina, el Rey Gudú pareció muy satisfactorio y agradable a la Princesa Gudulina —ya Reina de Olar—. Desde su primera noche en la Nave Nupcial, mostróse hacia su esposo tan bien dispuesta y placentera, como arisca y altanera su antecesora. Y tranquilizado al respecto, Gudú pasó con ella muy agradables días y noches; y en todo lo que duró el viaje, no dudó en felicitarse y felicitar mentalmente a su madre por elección tan conveniente. Pues si Gudulina era poseedora de auténtica doncellez —cualidad que Leonia estaba no sólo lejos de poseer, sino tan siquiera de recordar—, de su madre había heredado el fogoso temperamento que un joven Rey de la catadura de Gudú había menester. Y así, no sólo halló en él simple atractivo —algo que poseía desde niño, pese a no poder considerársele bello en el estricto sentido de la palabra—, sino algún encanto rudo, pero muy intenso, despertaba desde muy tierna edad y se hacía evidente a gran parte del sexo femenino. Prueba de ello fue que la propia Leonia no fue ajena a él, sino muy al contrario, como se apresuró a dar a entender al propio interesado.
Sea como fuese, lo cierto es que de día en día Gudulina se sintió poderosamente arrastrada hacia él. Algo había en ella, apenas sofocado, un grito que llegaba desde el confuso río de su sangre paterna —de tan dudoso como indescifrable origen—. Y este misterioso río que surcaba sus venas manifestaba una pujante tendencia hacia los seres del sexo opuesto menos refinados —de los que Gudú era hermoso y contundente ejemplar—. Pues aún recordaba Gudulina el bullir de sus venas cuando, siendo aún niña, contemplaba desde las ventanas de sus dependencias —que podían considerarse una especie de cautiverio— el ir y venir de los rudos marinos y la piratería en general; truhanes y comerciantes de oscura mirada y aún más oscuras intenciones, hormigueaban por la cara menos amable de la Isla. Persas, egipcios, misteriosos nórdicos de lengua indescifrable, rubios como la plata y tan quemado el rostro por el sol del Sur, que se tornaban rojizos. Llegados en naves de silueta amenazadora y bella a un tiempo, en todos ellos descubría Gudulina aquel vivo y espoleante imán que, en más de una ocasión, casi estuvo a punto de defenestrarla. Y no en vano, la sagacidad y madura experiencia de su madre la mantenían semiencerrada, pues Leonia reconocía en la mirada de la niña antiguos y muy violentos resplandores. Y juzgaba que, dada la curiosa naturaleza de los varones —si bien a ella la ponderada doncellez de nada le había servido, ni falta alguna le hiciera— y puesto que Gudulina no poseía, evidentemente, sus cualidades de astucia, inteligencia, traición y desparpajo en general para usar veneno o hacha —según requiriese la naturaleza del elegido como más oportuno o prudente—, ni estaba destinada a fundar Reino alguno, sino a dar cuantos hijos pudiera a cualquier Rey conveniente, lo mejor era conservar intacta aquella doncellez, requisito tan extraño como inexplicablemente precioso a la mayoría de la muy curiosa especie masculina. Podía considerárselo preciado tesoro, ya que, además de su riqueza y su nada despreciable aspecto, todas estas cualidades, reunidas, podían aportar un futuro estimable. No se equivocaba Leonia. Así, la doncellez de Gudulina fue valorada y justipreciada en el momento de las transacciones matrimoniales con la Reina Ardid. Buena tajada sacó de ello, para decirlo vulgarmente —que es como le gustaba hablar, y por supuesto pensar, a la sin par Leonia—. Desde el cautiverio primero hasta las delicias del himeneo, pasó Gudulina con tan pocos melindres como alegría. El gusto por ello, en vez de disminuir, aumentaba y se enriquecía de forma poco común, en tan joven, guardada, ignorante y en verdad candorosa criatura.
«Tiene Gudú la salvaje mirada de los persas, la crueldad glacial de los rubios y misteriosos nórdicos, las rudas formas revestidas de afectuosa intimidad de los berberiscos, y la ausencia de perfume artificial que deja aspirar el agreste, un tantico acre, un mucho excitante, en verdad, perfume del animal en bruto», meditaba Gudulina tras sus éxtasis amorosos, a los que se aficionaba sin vislumbre de tregua. Pero si bien Gudú no se sintió defraudado por tales cosas, a mitad del viaje empezó a rehuirla, aunque tan levemente, que ni ella —ni tal vez él mismo— lo notó. Por lo que el viaje, en su última fase, continuó tan felizmente como se iniciara.
El otoño había ya madurado cuando alcanzaron tierras de Olar. El suave perfume de octubre y sus ligeras brisas hicieron a Gudulina temblar como una hoja:
—¡Qué pronto llegó el invierno, amado mío! —dijo castañeteando los dientes como un perrillo persa—. En verdad que vivís en crudas regiones…
—¿Invierno? —respondió Gudú, sarcástico—. Invierno es lo que conocerás el día de mi cumpleaños.
Pero ella creyó que estas palabras encerraban un obsequio envuelto en pieles de zorro, u otras prendas más preciosas, y sonrió, halagada. Muy reciente estaba aún la boda, y todavía Gudulina no había tenido ocasión de exponer, con todo lujo de detalles, su verdadero y cautivador temperamento: pues, si bien en belleza no llegaba, ni con mucho, a la que a su edad desplegaba Leonia, no se equivocaba su madre al juzgarla poco inteligente y con su pizquita de mal carácter, a pesar de su perenne sonrisa y las alegres carcajadas con que sembraba aquí y allá sus no muy bien hilvanadas frases. Si no la creía bien dotada en cuanto a habilidad o buen manejo de la conversación, tampoco se había percatado de la predisposición que Gudulina ostentaba al parloteo. Pero no la superaba Leonia en su capacidad de lucha, tesón y dotes de austeridad en los malos tiempos. Tal vez tampoco había llegado a apreciar el grado de gandulería, glotonería, ignorancia y falta de curiosidad que ornaban a su hijita. Pero larga era la vida, largo el matrimonio —aún más que la vida, si cabe— y tiempo habría por delante hasta descubrir en tan joven esposa las mil gamas, los variados matices que componían ciertos y misteriosos tesoros.
«El tiempo —pensaba— acaba resolviendo todas las cosas, buenas o malas, de este mundo». Y así, cuando, mientras con gesto mimoso se arrebujaba en el pecho, Gudulina preguntó: «¿Qué opináis, querido mío, de la casual coincidencia de nuestros nombres?», quedó paralizada al oír un seco: «Falta de imaginación por parte de tu madre». Y por vez primera entendió la conveniencia de medir sus palabras antes de enviarlas, tan profusa como irreflexivamente hiciera hasta el momento, a los oídos del Rey. Aquella primera lección —al menos por el momento— tuvo resultados satisfactorios.
Llegaron, por fin, a Olar. El otoño teñía las colinas de escarlata, y las lejanas y abruptas enramadas de los bosques parecían incendiarse. El Lago reflejaba un sol maduro, como fruta en sazón, y un perfume envolvía a Gudulina con la sensación de hallarse en el lugar exacto que le correspondía en esta vida. Bordeaba el Lago la regia comitiva y se oía ya el clamor de las gentes que aguardaban tras la muralla y que deseaban agasajar como convenía a los jóvenes monarcas y su augusta madre. Ardid sintió dentro de sí, en dulce y tenue agonía, el dorado resplandor de una Isla que, súbitamente, se había convertido definitivamente en recuerdo, en un imaginado y ya perdido paraíso, antes de ser gozado. «Hay mucho que hacer —se repetía impaciente, en tanto recobraba el brillo acerado de su mirada—. Veremos qué tal han llevado las cosas, durante nuestra ausencia, aquellos ancianos». Y sin reparar en el epíteto, que, si bien afectuoso, no halagaría a los aludidos, hicieron su entrada en Olar.
Con toda la dignidad y majestuosa apariencia de que eran capaces —y una vez más apreció Ardid de cuán poco (si se exceptuaba a Almíbar)—, fueron recibidos por la Asamblea de Nobles. Y fue entonces, al ver a su querido y viejo Almíbar, a su leal amigo, cuando la estremeció una punzada en el corazón. «¡Santo cielo! —se dijo, con inconsciente crueldad—. ¡Cómo va vestido! ¡Qué mamarracho, qué carencia de buen gusto, dignidad y buen sentido!… ¿Adónde va el pobre con sus falsos rizos, que a la legua se ven teñidos, y esa pluma en el sombrero, que más parece la cola de un buitre hambriento? Señor, qué falta de auténtica elegancia, qué ignorancia de la realidad: no tiene ya edad para esas cosas». Y al mismo tiempo le pareció ver que habían empequeñecido sus ojos, que sus mejillas se habían convertido en lacios mofletes y que, en suma, se ofrecía a su mirada como un hombre que fue bello, y por tanto era más patético e insoportable su declive, y lo juzgó pesado, fondón y cargante.
Pero no ocurrió así con Almíbar. Una verdadera agonía había sido la vida para él desde el día en que ella partió y vio desaparecer su comitiva por el camino del Lago, hacia el Sur. Muchas veces hubieron de consolarle el Trasgo y el anciano Hechicero, y aun secarle algunas lágrimas, ante el prolongado silencio de la amada, que ni tan sólo una triste palomita mensajera le enviaba. Ahora, al contemplarla descender de su carroza, y aunque el día declinaba, el sol se levantó de nuevo en su corazón. La halló más bella que nunca, y no se equivocaba, pues lo estaba. No sólo por la adquisición de nuevas y exóticas vestimentas que mucho la favorecían, sino por el resplandor que traslucía: cierta y vieja llama que brota a veces, en el fuego moribundo en las hogueras, más hermosa que sus hermanas, aunque destinada, como todas, a brillo fugaz y apagada ceniza. Con los brazos extendidos, sin cuidarse de toda ceremonia o disimulo, avanzó hacia ella, tembloroso y con los ojos llenos de lágrimas. Pero le paralizaron una glacial mirada, un mohín de desagrado y un seco: «Reportaos, imprudente… ¿Qué estupidez es ésta? Guardad vuestras efusiones para más tarde…, majadero». Aquel «majadero», jamás oído antes en tan exquisitos como amados labios, hundió un puñal en su corazón; tan profundamente que ya, jamás, nada ni nadie podrían arrancarlo de él.
No acabaron ahí las desdichas de Almíbar. Por el contrario, aquél fue el principio de una muy dura y triste pendiente aún por recorrer.
Aquella misma noche, y los días siguientes, aunque Ardid intentaba disfrazar sus sentimientos, lo cierto es que, si bien no era notoria la sagacidad de Almíbar en otras cosas, un fino y despierto sentido, cuya raíz era el grande e inquebrantable amor que sentía por Ardid, le advertía de su desvío. Ella le evitaba con mal disimuladas muestras de cansancio y aburrimiento, y al parecer totalmente absorta en retomar las riendas de aquella Corte y Trono que, aunque las apariencias pudieran indicar lo contrario, estaba muy lejos de su ánimo abandonar. Aunque la corona de Reina pasó a las sienes de Gudulina, sólo era mera fórmula: en Olar no había —ni hubo jamás— otra Reina que la Reina Ardid.
Entre unas y otras cosas, mientras avanzaba el invierno, Almíbar notaba cómo ella se zafaba de él. Aunque le tratara con tierna condescendencia —ya que no con amor—, su presencia sólo despertaba en ella irritación y cansancio. Y aunque nada decía, una fina y cruel daga se clavaba más profundamente y ahondaba su herida día a día. En lugar de mejorar su aspecto, éste se empobrecía cada vez más. Almíbar intentaba remozarlo y ocultar los estragos que la edad y la pena infligían tanto a su físico como a su ánimo. Pero cuanto más se afanaba en ello, más ridículo y hasta grotesco antojábasele a Ardid. A través de trajines, afanes y hábiles reorganizaciones en que se ocupaba su inquieto temperamento, se filtraba un secreto, como pócima embrujada que había bebido y ya no podía olvidar; un difuso deseo de acallar, cuanto antes, el último destello de un tardío y sabroso resplandor, del que sabíase alejada para siempre. Y así, mientras los días transcurrían para ella en febril agitación —hubo en la Corte renovación de costumbres: más refinamiento, novedades que traían fragancias juveniles a las húmedas estancias. Los más jóvenes las acogían con entusiasmo, los viejos sentíanse cada vez más incómodos y desplazados—, nadie reparaba en un solitario y muy herido corazón que agonizaba lentamente en la vasta indiferencia del mundo.
2
El regreso a Olar fue para Gudú muy reconfortante. Estaba harto ya de convivencias familiares. La coronación, que Ardid intentó revestir de gran esplendor, fue por expreso deseo suyo de una brevedad sorprendente. Pocos días después manifestó las muchas atenciones que requería de él su famosa —y secretamente criticada— Corte Negra. Sin hacer caso de las, primero tímidas, luego fastidiosas súplicas de Gudulina, que intentaba acompañarle, la dejó en manos de su madre, y partió con Randal al encuentro de los que constituían, al menos por el momento, la razón de su vida, y entre los que tan a gusto y a sus anchas se encontraba.
La Corte Negra no sólo no había sufrido alteraciones que desmereciesen a los ojos de su Rey, sino que, en manos tan expertas y leales como las de Yahek, ofrecía unas perspectivas que, si bien a otro hubieran parecido de una austeridad y rudeza rayanas en lo siniestro, complacieron profundamente a Gudú. Hasta el punto de dedicar breves y concisas —por supuesto—, pero significativas y halagüeñas palabras de felicitaciones a Yahek. Éste las escuchó con gran placer, y fue a explayar su orgullo sumergiéndose materialmente en una tinaja de vino, junto a sus camaradas.
Recién entrado el invierno nació el hijo de Lontananza, pero como se trataba de una niña, no lo comunicaron a Gudú. El niño de Yahek y la recién nacida muchachita se criaban juntos, pues las dos madres habían hecho excelente amistad. El Rey ni tan siquiera recordaba el origen de estas cosas: otras muchachas sustituyeron a Lontananza y a sus antecesoras. En tan agradable compañía, Gudú sintió que respiraba de nuevo los aires de libertad y optimismo que estimulaban sus ambiciosos proyectos.
La escuela de Yahek y sus disciplinados Cachorros crecía en vigor, astucia, fuerza y sabiduría. Los jóvenes soldados de Gudú aparecían a los ojos del Rey como los mejores. Y tuvo la grata sorpresa de recibir, a poco, la visita de algunos jóvenes nobles: muchachos de catorce, dieciséis y aun veinte años, que, unos desoyendo el consejo de sus progenitores, y otros acuciados por ellos, vinieron a ofrecerse a la Corte Negra con mal veladas ansias de gloria, botín y cuanto se presentara, si bueno parecía.
Gudú eligió a los que le parecieron mejores, y aun a algunos de los que no le parecieron tan buenos. Su astucia le aconsejó no rechazarlos por no acarrearse el disgusto de los padres. Sabía, por lecturas y por cierta experiencia, que los nobles, en general, eran gente díscola, dispuesta a revolverse contra su Rey al menor motivo, y aun sin éste. De forma que los encuadró en lugares donde mejor podría aprovechar su talento, si alguno poseían. Y así hubo un lugar para cada cual, pues como jóvenes que eran, y de raza belicosa, alguna aplicación podía dárseles, aun en el caso de que fuera escasa su mollera. Como Capitán de ellos colocó al noble Jovelio, que tan bien le sirviera —junto a su gloriosamente fallecido hermano Iracundio— en la última batalla. De este modo, la nobleza de la sangre no se vio menospreciada por hallarse a las órdenes de plebeyos como Randal o el propio Yahek. De suerte que, la naciente y ya floreciente Corte Negra, primero engrosada por chiquillos plebeyos y vagabundos, fue a su vez entroncada con sangre noble.
«Dentro de poco —pensaba Gudú— nos hallaremos en condiciones y bien dispuestos para emprender mi sueño: cruzar el Gran Río y avanzar a través de las estepas».
—Mientras exista un palmo de tierra ante nosotros —confiaba a sus íntimos, entre sorbos de buen vino y vapores de ensoñada gloria— y si todos mis proyectos marchan en la buena dirección que llevan hasta el presente, la primavera nos llevará de nuevo al Este. Dejemos pasar el invierno en dura disciplina y entrenamiento y os juro que, si el ánimo no desfallece (y os aseguro que no desfallecerá), el porvenir de Olar, y de cada uno de vosotros, no será despreciable.
Estimulados por las palabras del Rey, amén de la codicia, la ambición, el sueño de la gloria y el ardor de su sangre, bebieron con fruición y entusiasmo, y brindaron por la Gloria de Olar, del Rey, y de cada uno de ellos en particular.
De tarde en tarde, Ardid enviaba a Gudú un emisario que, más o menos discretamente, indicaba al Rey la conveniencia de no descuidar sus obligaciones conyugales. Y aunque con cierta desgana, éste obedecía a su madre, pues la tenía por muy buena consejera.
El Rey hacía frecuentes visitas a Olar, pero no tardaba más de dos días en regresar a las Tierras Negras, Castillo Negro y Corte Negra, allí donde su gente, y su vida, en suma, le aguardaban y retenían con lazos mucho mayores que una esposa, una madre y una Corte que poco o nada ocupaban su mente.
3
Otra sangre ardía en aquellos momentos no con menores deseos de batalla. Y si desprovista de codicia o de gloria, no de justicia y venganza. Desde el día en que el joven Lisio huyó de los Cachorros del Rey, un largo sendero, duro y peligroso, había recorrido el muchacho hasta el presente. Aquel invierno memorable —en su vida, y en la de otras vidas, además de la del Rey Gudú estaba ya muy lejos de su memoria.
Otra sangre ardía en deseo similar o aun mayor a la de Gudú y Lisio. Una venganza aún más fiera y violenta. Bancio y Cancio, a quienes sus hermanos Ancio y Furcio habían dejado al margen de sus proyectos y, en definitiva, a salvo de una muerte cierta, vivían, desde aquella estrepitosa derrota en los Desfiladeros que pareció borrar del mundo la rama de los Soeces, una miserable existencia. Cuando la noticia de aquel fracaso llegó a sus oídos, se hallaban ambos en su hedionda cámara, bebiendo, jugando a los dados y discutiendo, en compañía de dos muchachas extraídas del famoso lugar donde Gudú había conocido por primera vez un aspecto de la vida que, al parecer, no juzgó desdeñable. Pero como astutos que eran, sabían que Gudú no se dejaba dominar por él. Es más, sabían que Gudú no se dejaba dominar por nada fuera de sus secretos sueños de poder y gloria, y de aquel raro instinto de que se valía para rodearse de las gentes adecuadas: las que desbrozaban su camino hacia una riqueza que ellos no entendían, el poder y esa implacable ansia por desvelar todo cuanto se mostrase ante sus ojos tan imposible como desconocido.
Apenas llegaron a sus oídos las noticias del triunfo de Gudú y la muerte de sus hermanos, el pánico les invadió. Degollaron a las dos mujeres que les acompañaban, vistieron sus ropas y, por aquel secreto pasadizo que desde su guarida les llevaba al exterior, huyeron disfrazados y tan comidos de miedo como de odio y desesperación. En sus maldiciones estaban incluidos tanto Gudú como Tuso y sus dos hermanos, por haberles desplazado de sus planes. Aunque secretamente les bendecían, pues de esta forma tenían más probabilidades de salvar la piel, que si hubieran tomado parte en fraternal abrazo contra Gudú.
Escondidos en la espesura, ocultándose en los bosques, meditaron sobre lo que les parecía más indicado dada su situación. Y así pasaron algunos días. Fingiéronse mendigos, recorrieron cautelosamente las aldeas del contorno y, poco a poco, se fueron aproximando a los lugares donde se había desarrollado el drama de su familia. Al fin, trabaron conocimiento con algún soldado de los que vigilaban a los cautivos que explotaban las minas. Como parecían mujeres viejas —y en verdad feas—, despertaron primero mofa, y luego compasión. Y aunque recibieron más de un puntapié, y más de un peligro sortearon, lo cierto es que, poco a poco, los centinelas, soldados y capataces se acostumbraron a su presencia. Y no sólo dejaron de molestarles, sino que de cuando en cuando recibían algún mendrugo, junto a los perros.
Aunque romos de inteligencia, traidores por naturaleza y desconfiados hasta el punto de espiarse mutuamente como a los peores enemigos —y tal vez no les faltaba razón para ello—, lenta pero minuciosamente, Bancio y Cancio llegaron a urdir un plan que, si bien en principio parecía tan descalabrado como imposible, una insospechada circunstancia vino a consolidarlo y darle forma viable, y aun esperanzadora. Fue ésta la aparición de un joven harapiento, valiente, duro y animado de un fuego que ni su edad ni sus pobres harapos hacían presumible. Así fue como, tras un tiempo plagado de proyectos trazados y destrazados, disputas e ires y venires entre las gentes, con la astucia y la apaleada discreción de canes vagabundos, llegó un día en que conocieron al joven Lisio.
Largo y no exento de peligro había sido su camino hacia el País de los Desfiladeros, desde aquel día en que, entre las abandonadas minas de las Tierras Negras, reunió cuantos víveres y armas pudo, y partió en busca de sus hermanos de desdicha.
Aunque fue en la primavera cuando él escapó de la Corte Negra y, en su inocencia, creía que en verano arribaría a los Desfiladeros, lo cierto es que el frío le sorprendió aún muy lejos de allí y, aterido, tuvo que guarecerse muchas veces en grutas y abandonadas ruinas de aldeas —de las muchas que las guerras de Volodioso y las más recientes de Gudú sembraron por aquellos parajes—. Tan grande era su desfallecimiento, que más de una vez perdió la ruta y hubo de volver sobre sus pasos, y reanudar repetidamente un camino que ya creía recorrido.
Y tiempo tuvo para rumiar su amargura, su desencanto hacia los que creía hermanos, si no de sangre, sí en la desesperación.
Aunque los días templaron su amargura y decepción, y en cierto modo llegó a entender su flaqueza, puesto que sólo odio y malos tratos habían conocido, incluso les perdonó, no decreció su sueño vengativo. Al tiempo que su decepción, este sueño crecía y se espoleaba en el odio y en el ansia de vengar a los que tan injusta y duramente fueron tratados. Fue así avanzando, guiado tan sólo por su instinto y el curso del sol y las estrellas, tal como su abuelo le enseñó de niño. Pronto se acabaron sus víveres, mucho antes de lo que su inexperiencia le hizo creer, y tuvo que dedicarse a cazar. De esta caza, y de algunas raíces que, para no morir de hambre, aprendió a elegir desde niño, junto a sus hermanos, se alimentó durante el camino, cada vez más lento y más duro.
Al fin, cierta mañana en que el cansancio y las privaciones le hacían vacilar sobre sus pies, notó cómo ante sus ojos —que sabían ver en la oscuridad y otear en la lejanía como el águila— medio se borraban los contornos de árboles y tierras. Allí estaban —y las adivinaba más que veía—, sueño o delirio de fiebre, las Rocas Gigantes, tantas veces descritas por su abuelo, que guardaban el paso a los Desfiladeros. Allí estaban las negras siluetas, los gigantes que les daban nombre. Y con esta adivinación o visión, cayó de bruces. Sintió cómo su corazón golpeaba contra el suelo, como un sordo tambor que desde tiempo y tiempo atrás —antes de su vida, pero en la misma ruta de su sangre— latía lenta pero ininterrumpidamente, hasta que llegara un día en que su eco se extendiera por toda la corteza de la tierra, como no lo lograría el sueño de Gudú.
En la fría mañana se anunciaba un invierno que habría de ser crudo. Muchas aves ya habían emigrado al Sur, y sólo las nubes, lentas y cambiantes, huían quién sabe hacia qué países o mares. Lisio permaneció tendido, en la fría tierra, como asido al golpeteo todavía débil, pero indomable, de su corazón. El sol fue adueñándose del helado firmamento y, lentamente, bajo sus pálidos rayos, su cuerpo renacía, olía la tierra húmeda las raíces; y el viento que ahora llegaba a su frente, a diferencia del frío que atenazaba sus movimientos, parecía quemar. Abrió al fin los ojos y vio huir hacia su madriguera dos animalillos. Esto le hizo pensar en otros agujeros, otras madrigueras donde sus aún hermanos permanecían y, sin saberlo ellos, retenían para él todo el vigor del mundo. Así recibió de nuevo su fuerza, la sintió penetrar por su aterida piel, poro a poro, y reanimarle como un vino misterioso.
Las nubes se adelgazaron, se abrieron y alejaron lentamente. El sol envió más calor y, poco a poco, Lisio fue incorporándose. Oyó manar, cerca de allí, una fuente. O quizás era un arroyo. O acaso un río… Aunque él no lo sabía, estaba muy cerca del lugar donde, tiempo atrás, Predilecto detuvo su espada sobre la mirada despavorida de su hermano. Allí donde, otro hermano, le dio muerte violenta, sin piedad alguna, sin el más remoto sentimiento de duda, remordimiento o pesadumbre. Y algo flotaba entre los juncos, algo parecido a una voz que narraba aquellas cosas. Aunque sólo los juncos y las piedras, y acaso una asustada nutria, las escuchaban con el mismo pavor que oían el vuelo de los buitres o el suave hollar la hierba de la raposa. Sólo los trasgos, los elfos y acaso las criaturas fluviales podrían entender aquel lenguaje, y poco podían afectarles estas cosas. «Humanas rencillas, hediondas podredumbres, necias historias», comentaría a lo sumo la carpa con el transparente silfo, o el cándido elfo que asomara sus ojos de rocío entre la hierba.
Y Lisio tampoco oía otra cosa que no fuera el latir de su odio contra el pecho, ni veía más que el rostro moribundo de su abuelo, o los desesperados ojos de Lure. Incluso las palabras de su abuelo casi habían desaparecido de su memoria, y sólo una, negra y luciente, llenaba su pensamiento: «venganza». Y se repetía esta palabra en el latido de su corazón, y en el latido de otros corazones lejanos —en el tiempo pasado, en el tiempo que aún habría de venir— por los misteriosos caminos de la especie humana.
Siguiendo el rumor del agua, Lisio encontró el río. Refrescó el ardor de su frente y bebió. Le pareció que al beber se llenaba de vida, una vida renovada y sabia. Se sentó entre los juncos y, por vez primera, que él recordara, las lágrimas caían en sus manos manchadas de tierra, y se mezclaban al barro del mundo donde le había tocado nacer. Pero no eran lágrimas de tristeza, sino lágrimas de odio. Pues ni el recuerdo de Lure lograba devolverle la lejana ternura que, en tan largo camino, tal vez había perdido para siempre. «¿Por qué no maté aquel día al Príncipe Predilecto?», se dijo. Y con ira, secó sus ojos, y con ira tuvo fuerza para incorporarse, sin reparar que acaso centraba aquel sentimiento en la criatura que menos merecía odiar. Pero quien con vanas esperanzas estimula el corazón ajeno, hiere más que aquel de quien sólo mal se espera. Y el recuerdo de su quebrada fe, del sueño roto, de su pisoteada esperanza, le llenaba de ira. «La ira», se dijo, «la ira…». Un descubrimiento, una nueva forma de estar vivo. Y allí mismo deseó matar, con mil muertes que pudiera, al que no tuviera valor, o fuerza, para vengar la vida de un hermano. Sin saberlo, se repitió las mismas palabras de Gudú: «No vacilaré: una sola duda significa la muerte para los de mi raza y para mí mismo».
Avanzó prudentemente, medio oculto entre los juncos del río, hasta alcanzar, al fin, el Desfiladero. Le llegó entonces el olor, el humo, las voces del campamento de los soldados que defendían o guardaban aquella entrada, y el piafar de un caballo. Luego lo vio avanzar, con su jinete, y oyó sus cascos alejándose. El eco los repetía entre las grandes piedras. Planeaba la forma de trepar hacia las rocas y adentrarse en el interior de aquella especie de inmensa fortaleza natural, superior a cuantas un hombre pudiera levantar sobre la tierra, cuando oyó voces muy cercanas, y se tendió entre las jaras, anhelante.
—Bestia —decía una de aquellas voces, si bien en voz baja y silbante—. Bestia inmunda: acabaré contigo y te despedazaré, y tus pingajos serán devorados por los buitres. Pero atino que serías un bocado demasiado dañino, incluso para ellos. Mejor sería convertirte en cenizas: pero vivo, quiero verte arder vivo, lentamente…
Y aquella sarta de malos deseos se quebró en un conocido sonido: el entrechocar de armas. Alzó la cabeza y, con gran estupor, comprobó que dos ancianas mendigas, de aspecto muy lastimoso, esgrimían sendas espadas y se atacaban con saña ejemplar —como si se hubiera tratado de Cachorros de Gudú.
La feroz y sanguinaria pelea duró hasta que una de las dos mendigas logró desarmar a su contrincante: la espada contraria voló por los aires y vino a caer tan cerca de donde él se hallaba, que a punto estuvo de clavársele en el hombro. Lisio se apoderó de ella, mientras con un mal reprimido grito, semejante a silbido de víbora, y dispuesta a degollarla como a un puerco, la mendiga vencedora se lanzaba sobre la que, caída en el suelo, se tapaba ominosamente la cabeza, como despidiéndose de este mundo para siempre. Sin embargo, y antes de que tal cosa ocurriera, la atacante resbaló en el barro y vino a caer junto a su víctima. Entonces, la que tan resignadamente se despedía de la miseria humana, cobró ímpetu y, con una risita baja y siniestra —que recordó a Lisio otra risa odiada y conocida—, se lanzó sobre su compañera: ambas rodaron entonces entre el cieno, distribuyendo aquí y allá golpes y puñetazos. La fuerza, el ánimo —o tal vez las rencillas—parecieron mitigarse entre ellas; y a medida que los golpes languidecían, parecieron calmarse. Quedaron, al fin, en el suelo y a cuatro patas, una frente a otra, como dos fatigados animales. Brusca y sorprendentemente decidieron dar por terminadas sus cuestiones y, sacudiéndose como mejor pudieron el barro que las cubría, se sentaron entre los juncos e intentaron localizar las zonas de su cuerpo más magulladas. Desciñéronse de sus harapos, y Lisio comprobó con sorpresa que no se trataba de mujeres, sino de un par de larguiruchos, amarillentos y feos cuerpos varoniles. La espada de la última —o último— había caído un tanto lejos de donde él se hallaba. Pero aun así, se deslizó suavemente a sus espaldas y logró apoderarse de ella. La guardó en su cinto, junto a la suya propia, y se dispuso a aguardar los acontecimientos.
Una vez comprobadas sus magulladuras, los estrafalarios personajes dedicáronse a cubrirlas amorosamente con cieno y yerbas: tal como solían hacer los soldados o los luchadores heridos. Y a poco, se inició entre ellos esta apacible conversación:
—Hermano, creo que, considerando la confianza con que ya nos movemos por este lugar, hora sería de entablar conversación con los Desdichados y prender la primera esperanza, junto a la primera rebeldía.
—No sé, no sé —dijo el otro, frotándose una rodilla que comenzaba a hincharse—. Si tuviera que fiarme de ti, hace tiempo penderíamos los dos de una cuerda. ¿Qué hubiera sido de nosotros si hubiéramos llevado a cabo el plan anterior? Recuerda cómo por puro milagro o azar no lo pusimos en práctica, y cómo comprobamos con nuestros propios ojos la grosera armazón de todo lo proyectado, cuando…
Y así, frase por aquí, comentario por allá, Lisio llegó a comprender, aunque someramente, tan enrevesadas cuestiones. Aunque no llegó a calibrar la forma en que pretendían llevarlas a cabo, lo cierto es que estaban guiados por una sola intención: soliviantar a los sometidos Desdichados contra los soldados —según ellos, relajados en extremo— y organizar una revuelta contra el Rey Gudú. A todas luces, aquellas intenciones coincidían con sus propios deseos.
Su primer impulso fue unirse a ellos, con gozosa y feroz alegría. Pero la experiencia de tantas amarguras pasadas y los desengaños que sufriera durante su corta vida, le aconsejaron prudencia y reflexión. Algo había en aquellos semblantes y aquellos comentarios que no despertaba su confianza. Debía ser cauto, pensó, antes de darse a conocer y unir las mutuas ansias de venganza.
Les vio entonces sentarse, muy juntos, y se les acercó, sigiloso, por detrás. Llevaba ahora una espada en cada mano, y estaba dispuesto a luchar con ambos brazos, para lo que había sido adiestrado y era particular gloria y orgullo tanto de los Cachorros como de Yahek y del mismo Gudú. Tan silenciosa como cautelosamente se había deslizado hasta el momento, avanzó hacia las dos escuálidas espaldas. Con delicadeza, pero sin que ofreciera dudas sobre sus intenciones, apoyó la punta de sus espadas en ambas nucas, y en voz tan baja como ellos hablaban, y tan roncamente como ellos, murmuró:
—No os mováis, o seréis degollados como cerdos aquí mismo.
Tan sólo por el convulso temblor de aquellas nucas, abundantemente pobladas de rojiza maraña, podía sospecharse que ambos aún vivían. Lisio pensó que ambos estaban, o muy famélicos, o muy asustados. Así que creyó oportuno añadir:
—Volveos, y no hagáis nada que pueda demostrar aviesas intenciones, pues tan raudo soy con la espada como con la vista. Lentamente, dieron ambos la vuelta a su pescuezo.
—¿Qué pretendéis, noble señor? —murmuró al fin uno de ellos, tan quedamente que Lisio más adivinó que llegó a oír sus palabras.
—Nada malo, si os portáis bien —Lisio sentía cómo iba cimentándose su fugaz esperanza—. Y si es cierto lo que no ha mucho oí de vuestros labios, tal vez no sólo conservéis la vida, sino también la esperanza de conseguir lo que, creo entender, es vuestro deseo.
—¿Qué oísteis, nobilísima criatura? —murmuró el otro, por cuyos temblorosos labios surgía la voz como un tenue silbido de agua hirviendo en cazuela rota—. No…, no sé a qué podéis referiros…
Pero así como la esperanza de cumplir su venganza iba consolidándose en Lisio, también iban recuperando su maligna cautela los gemelos Bancio y Cancio. Aunque tildaban de noble señor aquella inesperada y aterradora aparición, ni su aspecto ni sus andrajosas ropas revelaban noble cuna. Un rayo de esperanza se abría paso entre el pánico que les atenazaba.
—Habéis hablado de una revuelta, de una conspiración que llevará a todos los Desdichados hasta las puertas de Olar: y una vez allí, acabar con la vida de tan mal Rey como mal hombre es Gudú el Odiado.
Una débil sonrisa curvó la boca de ambos gemelos.
—Así… es —dijo al fin Bancio.
—Cierto… —musitó Cancio.
—Pues bien —añadió Lisio—. Decid quiénes sois y por qué estáis aquí: por vuestras ropas no parecéis lo más florido de la nobleza, y si vuestras palabras corresponden a vuestras verdaderas intenciones, habéis encontrado en mi persona más bien aliado que verdugo. Tened por seguro que por muchas ofensas que hayáis recibido de Gudú, y por mucho que deseéis su muerte y las dulzuras de la venganza, nadie vive que haya más razones que las que anidan en mí para desear lo mismo que vosotros. Tenedlo presente: soy más joven, más fuerte y sin duda alguna más ladino que vosotros juntos: guardaos bien de engañarme, porque en tal caso no llegaríais al anochecer con la cabeza sobre los hombros.
Dicho lo cual, tan fuerte sentía y oía el latido de su corazón, que por momentos temió se grabara en el mismo aire que los tres respiraban. Al fin de su discurso, Bancio levantó los brazos, mientras gritaba:
—¡Hermanito!
Casi al mismo tiempo, Cancio prorrumpía en sollozos.
—¡Hermanito! —repetían a dúo. Y repetían tan dulce como poco apropiada palabra. Pertenecer a la familia de aquellas criaturas, pensó vagamente Lisio, no parecía creíble.
A poco que él bajó las espadas, Bancio manifestó:
—Somos tan desdichados como el más desdichado de los que sufren ahí dentro… y en todo te ayudaremos, tan sólo nos des aliento para demostrártelo. Pues si odias a Gudú, ¿cómo no le odiaremos nosotros si ante nuestros ojos tuvo como alegre pasatiempo no sólo colgar a nuestros abuelos, padre y tres indefensos hermanos, sino que antes osó encadenar, atropellar y vejar a nuestra madre… para matarla después?
Bancio siempre fue el más imaginativo de los Soeces.
—¿Y cómo escapasteis vosotros? —se extrañó Lisio—. No tengo al Rey por hombre compasivo.
La larga parrafada de su hermano gemelo impulsó a Cancio, y de inmediato surgió la continuación, tal como tenían por costumbre: cuando la voz del primero se agotaba de inventiva, la del segundo reanudaba la tal historia; y cuando ésta, a su vez, se iba extinguiendo, la primera se reanudaba en el punto exacto de la narración.
—Porque, para nuestra desdicha (ojalá hubiéramos sido torpes e inhábiles como rucios), bien conocida era nuestra pericia en la dura tarea de las minas: y a fuer de mineros, somos orfebres. Y tan singulares y refinados, que el más innoble pedrusco parecería zafiro en nuestras manos.
Y así se prolongó la historia, hasta llegado un punto en que Lisio se sintió confuso y embotado. Estaba muy débil y fatigado, y aunque estimó que alguna exageración había en aquel lamentable relato familiar, no dudó en que ésas y aún peores cosas haría Gudú si lo creyera oportuno. Dijéronle los dos hermanos que habían llegado a inspirar tal confianza en sus guardianes, que habían logrado escapar vistiendo ropas de mendigas. En la esperanza de rescatar, junto a sus compañeros de lágrimas y penas, al menor de sus desdichados hermanos que, niño aún, fue allí conducido y consumíase, como débil llama, en la oscuridad de los horrores, el hambre y la depauperación.
—También tengo yo ahí a mi hermana, si no ha muerto —confesó Lisio, con ira y dolor—. El mismo deseo y causas parecidas nos han venido a unir. Escondámonos entre la maleza y meditemos sobre lo que mejor nos conviene: yo he sido adiestrado en la lucha, y os juro que si es verdad cuanto me habéis dicho, llegará a nuestras gentes con nosotros el primer mensaje de esperanza y rebeldía.
Guardó las espadas —que aún no juzgó prudente devolver a los hermanos— y contempló cómo de nuevo se convertían en horrendas mendigas. Permanecieron así unidos —para mal del valeroso pero inocente Lisio— en aquella empresa que por motivaciones tan distintas les conducía a un mismo fin.
Al menos en una cosa no habían mentido los gemelos. Lo mejor del ejército de Gudú no estaba en los Desfiladeros. Pues, si bien tanto los gemelos como Lisio —y esto fue fatal para ellos ignoraban la nutrida hueste que tras el desfiladero mantenía los límites de la nueva tierra ganada estepa adentro, lo mejor de sus soldados estaba allí, y la otra mitad, no menos escogida, permanecía con él en la Corte Negra.
Los soldados que en la región guardaban a tan famélicas y peligrosas criaturas, como eran los Desdichados, no sólo eran los más débiles, viejos e inhábiles, sino que, debido a la escasa preocupación que tan míseros cautivos ofrecían, se habían relajado en disciplina y cautela. Y añadíase a esto que no atinaron a valorar el hecho de que, la mayor parte de aquellos hombres no eran verdaderos soldados de corazón, vocación y deseo, sino simples campesinos, obligados por el terror y la violencia del Rey a asumir tal profesión, que estaba muy lejos de sus verdaderas apetencias. La desgracia personal, el tiempo y la dureza de la vida les habían vuelto casi insensibles, incluso a sus recuerdos. Por tal causa, habían perdido todo vestigio de familia, hogar y techo. Y, así, arrastraban una vida que, aunque cubría sus necesidades físicas como jamás lo había hecho su anterior existencia, en muchos corazones latía aún la confusa nostalgia de un tiempo en que alguien les reconocía como hijos, padres o hermanos. Y aquélla era el arma más poderosa —aunque aún ignorada— de que, en tan arriesgada empresa, dispondrían.
Y aunque, como dijera su abuelo, el invierno no era la estación más propicia para llevar a cabo sus sueños de libertad y justicia, en invierno tuvieron que ser realizadas. Y aquella circunstancia —en verdad contraria— fue tan poderosa y opuesta a sus esperanzas como benigna y poderosa fuera otra.
En tanto que en Olar los días se sucedían cada vez más fríos y oscuros, más frío y oscuro era el vacío donde el corazón de Almíbar naufragaba. Día tras día, noche tras noche, la indiferencia cruel y alguna que otra vaga alusión salida de los adorados labios de Ardid, iban como alejándole del mundo, es decir, de la felicidad, que era su mundo.
Y llegó un día en que tan desdichado y abandonado se sintió que fue a refugiarse en la soledad de su cámara. Y raramente salía de ella, pues únicamente a solas reverdecía en su mente la imagen de una Ardid sonriente, tierna y dulce: una niña sabia, de siete años, que le arrebató el corazón. Y él debía parecerle bello entonces, en vez de un desdichado mamarrracho, o un importuno majadero. Su retiro coincidió con aquel día en que ella, impaciente, le dijo: «¿Por qué, en vez de importunarme con caricias que ya no son propias de nuestra edad, no os dais cuenta de lo inapropiados que resultan esas ridículas ropas y colorines con que os cubrís? ¡Desterrad para siempre esos risibles rizos, que a fuer de falsos, se aperciben en extremo inadecuados para quien bordea la ancianidad… si no ha dado ya el primer paso hacia ella!», «¡Oh, niña querida! —le había respondido él—. ¿Cómo dices tales cosas, si sabes cuánto vigor y pasión aún conservo para vos, y qué total entrega de ello os hice y juré mantener para siempre?». «Ni soy niña ni sois niño, excepto en la cortedad de vuestras opiniones —respondió la irritada Ardid—. Conque guardad para el dulce recuerdo tales cosas. En el presente, somos maduras y muy atropelladas criaturas, y me parece grotesco que penséis así».
La indignación que tales palabras causaron al anciano Hechicero, y al mismo Trasgo, les obligó a clamar a dúo: «¿Cómo puedes decir semejantes cosas a tan noble y buen amigo? ¡Oh!, ¿cómo puedes decir semejantes cosas? …». Hasta el momento, su frialdad y despego hacia Almíbar había despertado silencios de reprobación en el anciano Maestro y ausencias muy prolongadas del Trasgo —que no quería presenciar tales cosas—, pero en aquel momento pareció colmarse su discreción: el Trasgo asomó su cabeza estremecida de horror por el hueco de la chimenea —que poco visitaba últimamente—, y el anciano se incorporó de su duermevela. A dúo, lanzaron las mismas exclamaciones de reproche y pesar.
Entonces, Ardid reconoció la dureza de sus palabras y, presa de remordimiento, se apresuró a acariciar la cabeza de su viejo y fiel amante. Dulcificó el tono, aunque el falso acento de sus palabras y el contacto no menos falso de su mano no podían engañar su sensibilidad, que era la sustancia misma del hijo del Hada, Almíbar. Añadió Ardid, entonces: «Querido mío, no toméis estas palabras en todo su aparente rigor: pues si bien hay algo de verdad en ellas (el tiempo, ¿sabéis?, se desliza inflexible para todos), no es totalmente exacto lo que os dije… no me anima ningún desvío hacia vos, a quien sabéis amo de veras. Pero daos cuenta de que muchas son mis preocupaciones, y estoy fatigada a fuerza de contener los insensatos impulsos de Gudulina, que (si yo no lo remediara) galoparía hacia la Corte Negra en busca de Gudú: sin apercibirse de lo que tal acción podría acarrear, tanto a ella como a todos nosotros… Ea, hermoso mío, recomponed esa dulce sonrisa que tanto adoro, y olvidad mis palabras… en parte».
Pero Almíbar no halló ni aquella sonrisa ni ninguna otra sonrisa más en lo que le quedaba de vida. Y así, silencioso, discreto y lleno de pena, se sumió en la soledad. Y en ella pasaba los días, y en ella veía cómo avanzaban el invierno y su tristeza.
Hasta que ya no salió más de su cámara: allí le era servido su escaso yantar —del que antes tan gozosa como puerilmente gozaba— y su escasa bebida —que antaño libaba con alegre ánimo—. Y vino a enflaquecer tanto, que sus ropas caían desmayadamente sobre sus carnes. Buscó el viejo traje de terciopelo verde que, en ocasiones, prestara a Predilecto. Y probándoselo, vio que volvía a ceñírsele con holgura. Pero no tuvo ánimos para alegrarse de ello, pues ni un solo día vino a visitarlo Ardid, ni una sola vez se acercó a compartir su comida, como en tiempos más felices. Poco importaba, pues, que ella viese cuánto había adelgazado, y poco importaba nada: excepto pasar su tiempo junto al fuego, viendo, en su recuerdo y en su memoria, a aquella Ardid suave, cariñosa y cómplice que guardaba en lo hondo de su corazón como su único bien en este mundo. Dejó que sus cabellos se deslizaran naturalmente sobre sus hombros, sin rizos ni tinte; dejó libre su cuello de encajes y dorados; en verdad, nadie hubiera reconocido en tan sobria y enjuta criatura al antaño atildado, robusto y sonriente Almíbar.
Pero no sólo a él llegaba la Tristeza: la Tristeza moraba en el Lago, se acercaba a las costas, inundaba la luz y se filtraba en el viento. Y la Tristeza —que fue algún día Ondina, sonriente y enamorada criatura— flotaba aún sin memoria, trocada en doliente e inundado corazón, y entraba por rendijas, ventanas, puertas, ojos y labios: hasta posarse, lentamente, sobre conciencias y corazones. Y Tristeza-Ondina también llegaba a Ardid; y Tristeza-Ondina llegaba al Hechicero; y Tristeza-Ondina llegaba al Trasgo que, martillo en mano, horadaba sin cesar, y no tanto buscaba brotes de viejas vides como deseaba alcanzar un escondite, donde creía que alguien había ocultado al pequeño Príncipe Gudú, que no se apartaba de su memoria, sin reconocer al Rey adulto. Porque el vino tiene esta doble vertiente: confunde y adivina a un tiempo, y recuerda y olvida en un sueño común. De tal forma que, ni tan siquiera un Trasgo tan experto como él lograba hallar aquel escondite. Aquel racimo que brotara, verde y tierno, en el centro de su pecho, se volvía granado, dorado, maduro y repleto. Y con el invierno, crecían todas estas cosas, y se hacían más patentes; aunque no pudieran verlas ojos humanos.
También la Tristeza, en su vagar, penetró en las estancias que un día fueran de Tontina y hoy pertenecían a Gudulina. Y en ella anidó y arraigó con creciente intensidad. Encerrada en aquel Castillo sombrío y, pese a los esfuerzos de Ardid, eternamente inhóspito y mal aseado, Gudulina veía avanzar el invierno. Conoció por vez primera un llanto que nada tenía en común con sus llantos de niña caprichosa, irritada o rebelde. Y las enjutas ventanas no ofrecían otra vista que el oscuro y frío erial donde —según oyó— floreció, en tiempos, un bello jardín que pertenecía a la Reina Ardid. En vano intentó descubrir un Árbol de cuya historia oyó peregrinas y contradictorias versiones: pues en el lugar donde se había alzado, al decir de camareras y doncellas, sólo un oscuro montón de tierra, semejante a cenizas petrificadas, se mantenía visible. Y al tiempo que crecía la Tristeza en ella, también crecía un violento y cada vez más arraigado amor y deseo hacia Gudú. Y ese amor y deseo no la reconfortaban ya, como al principio de su matrimonio: antes bien, la sumían en un desconocido sentimiento que lentamente la ahogaba. Sólo la Reina Ardid, en su hábil manejo de criaturas y destinos, lograba aplacarlo a medias. Y entre promesas de tiempos más lisonjeros —todo, al parecer, sería mejor en primavera— y súbitos desfallecimientos y desánimos, llegó un día en que descubrió que, al menos, su amor había dado algún fruto: pues, con estupor e indefinible alegría, no exenta de temor, comprobó que, por fin, Gudú tendría un heredero.
Presurosa fue a confiárselo a la Reina. Y estaban las dos tan maravilladas con la nueva, a la par que dulcemente entristecidas —cada una por distintas razones—, cuando otra nueva mucho más turbadora y temible sacudió el Castillo.
Con la arribada de un sudoroso jinete-emisario, les llegó la noticia de que una grave revuelta —más que en revuelta, amenazaba convertirse en guerra— se alzaba en el País de los Desfiladeros. Los desaparecidos Bancio y Cancio, al frente de toda aquella desharrapada muchedumbre que desempeñaba trabajo y cautiverio en las minas, a los que se habían unido parte de los soldados, se alzaban con un largo grito. Y este grito venía, acompañado del incendio de varias aldeas, en dirección a Olar.
No es extraño que la conmoción que causó tal noticia a todo el mundo, dejara ignorante de algo que, en aquel mismo instante, ocurría a poca distancia de la cámara donde la Reina Ardid y la Reina Gudulina se comunicaban la entrañable noticia.
Y sucedía ajena a todos, y más que a nadie, a la propia Ardid. Hallándose Almíbar sumido en su gran pena, vino a notar que sobre sus rodillas se marcaban unas pequeñas y húmedas manchas, y comprobó cuán lenta y suave y silenciosamente lloraba, tanto que ni sabía enjugar en un pañuelo tales excesos. Levantó los ojos hacia la ventana y descubrió, entre lágrimas, una figura grácil y encantadora sentada en el alféizar, balanceando las piernas. Una vaga dulzura llegó a su memoria, que, si no lograba mitigar su pena, sí pareció llenarle de un tibio calor.
—¿Qué haces ahí, Príncipe Once? —dijo, sorprendido—. ¡Hace mucho tiempo que te fuiste!
—No sé —dijo Once—. No estoy capacitado para medir el Tiempo como vosotros. Pero vengo a hacerte compañía.
—Gracias, querido Once —dijo Almíbar. Y viendo que el muchacho se acercaba a él y se sentaba a sus pies, añadió—: Ya ves: estoy llorando, igual que un niño. Pero ya no soy un niño: soy un pobre viejo a quien nadie ama ni recuerda… —su llanto aumentó, y una lágrima vino a mojar la única mano de Once, que contempló con expresión grave la brillante gotita.
—No eres viejo —respondió al fin—. Tú no puedes ser porque si no eres un niño por fuera, yo (que puedo ver el interior de la gente) sí percibo en ti un niño.
—¿De verdad? —dijo Almíbar con escasa fe—. No puedo creerlo, querido Once.
—Pues es cierto —dijo Once—. Te veo del revés, tan claramente como a pocos distingo del derecho. Y veo a un niño muy hermoso: sabe jugar, sabe manejar toda clase de objetos y disponerlos bien, y lee: lee un libro escondido, que encontró olvidado… Y también es valiente, y tiene un corazón particular: pues veo algo en él.
—Es cierto que sabía jugar —dijo Almíbar—. Y que leía bellas historias, sobre todo en un libro que hallé en lo más escondido y perdido del huerto de los Abundios… Pero ya no sé jugar, ni apenas leo nada… En mi corazón no podrías hallar sino heridas y tristeza.
—No es eso lo que veo —continuó Once, aproximándose a él y mirando con atención hacia su pecho—. Ahí dice: «Un corazón leal merece seguir latiendo».
—¿Eso dice? —se maravilló Almíbar—. ¡Es lo que escribió en mi daga mi hermano el Rey!
—Pues lo copiaría de alguna parte —dijo Once—. ¡Los adultos lo suelen copiar todo!
Así, permanecieron callados, y una gran suavidad llegaba a Almíbar. Y de pronto, pareció que la Tristeza iba abandonándole lentamente, tal como la bruma abandona y se desprende del Lago, en el amanecer.
—¿Y qué otra cosa puedes ver en mi envés? —preguntó Almíbar.
—Vas a jugar —dijo Once, despacio—. Vas a jugar ahora, según parece.
—¿A jugar? Niño, creo que te equivocas: ya no tengo gusto por los juegos: ni siquiera en el tablero de damas, ¡tanto como me placía antes!
—Es un juego mucho mejor —dijo Once—. Vas a jugar a No Volver Nunca.
—¿Sí?
Almíbar quedó pensativo. Y súbitamente recuperó retazos de viejas historias, páginas de aquel libro que halló, medio sepultado, en el huerto de los Abundios.
Entonces dijo, entrecerrando los ojos:
—Ah, temo que no sabré adónde ir… Porque allí (de donde tú siempre vuelves) no me dejarán entrar. ¡No, no me dejarán entrar! —repitió, con un suspiro. Y su voz era igual a la de Tontina cuando pronunció las mismas palabras.
—No —dijo Once—. No podrás entrar.
—Entonces —dijo Almíbar—, ¿adónde iré?
—No lo sé. —Once encogió levemente los hombros—. En verdad, yo no lo sé…
—Dame la mano, al menos —murmuró Almíbar. Once le dio la mano, y Almíbar partió.
En aquel instante, cuando tan desconcertadas, asustadas y conmovidas estaban Ardid y Gudulina, por las dispares y graves nuevas, el Trasgo asomó la cabeza por el hueco de la chimenea. Y con ira extraña, donde también latía un gran dolor, gritó a Ardid:
—¡Oh, Ardid, Señora!, ¿qué es lo que habéis hecho?
Y al mismo tiempo, sin llamar ni dar muestra alguna de respeto ni de ceremonia, entró a su cámara el Hechicero, y clamó, en el mismo tono y con la misma pena:
—¡Oh, Señora!, ¿qué habéis hecho?
Por primera vez ambos la llamaron Señora, en vez de querida niña. De suerte que, ante la sorprendida y aterrada Gudulina —que no vio al Trasgo ni entendió al anciano—, la Reina despertó súbitamente de aquel aislamiento en que se había refugiado. Un súbito dolor, una grande y cruel amargura llenó su paladar, su corazón, sus ojos; y corrió como empujada de negros presentimientos hacia la cámara de Almíbar. Y sólo cuando lo vio allí, con la cabeza inclinada hacia un lado y su única mano extendida —como si en su vacío esperara alguna otra mano, alguna última caricia, algún imposible calor—, comprendió Ardid cuánto había faltado de aquel lugar, cuánto había abandonado aquella mano que —por leal y valiente, y tal vez, más que por ninguna de estas cosas, por niño e inocente— permanecía aún intacta. Y lo vio con tan inútil desesperación, que, arrodillándose junto a él, en sus rodillas abandonó la cabeza. Y lloró. Lloró tanto y con tal sentimiento, y con tan súbito y dulce, y desconocido e inmenso amor, como jamás —ni en tiempos de Volodioso ni en la Isla de Leonia— había llegado a gustar. Pues era tan vasto y singular sentimiento que, si tales cosas fueran posibles —que no lo son—, hubiera podido abarcar la corteza entera de la tierra.
Pero Almíbar ya había partido y, tal y como Once dijo, Nunca Más Volvió.
Mucho sorprendió a la Corte entera, a la Asamblea de Nobles y a la ciudad en pleno —pues cosas tan insólitas y extrañas suelen propagarse con rapidez—, que en momentos tan graves, la eficiente, serena y sabia Ardid prescindiera de cuantas obligaciones y problemas la acuciaran, ante una noticia tan insignificante como la muerte del insignificante y medio olvidado Príncipe Almíbar. Pues todas aquellas cosas quedaron postergadas, por acompañar en su último viaje a aquel que, antaño, tanto gustase de ellos.
Sólo después de que esto sucedió, volvió a ser la Ardid que todos conocían. Y en la fría mañana que sucedió a tan triste día, ella y su fiel Dolinda, y el fiel Hechicero —que sollozaba sin rebozo—, seguidos bajo tierra por el golpeteo de un conocido martillo que resonaba en sus oídos como el más triste lamento, se dirigieron —acompañados de escaso cortejo— al Cementerio Real, y allí, junto a la tumba de su hermano el Rey, fue enterrado con respeto, amor y veneración por la afligida Reina Ardid, aquel que por ella había perdido su humilde y mágico corazón. Sobre la tumba de Volodioso se alzaba su colosal estatua en piedra, que parecía hundirse día a día, más y más, en la húmeda y grasienta tierra. Sus fieles Pájaros Sin Nombre —renovándose sin cesar— se posaban en sus hombros, en su cabeza, en su brazo alzado. Y cuando la última paletada de tierra cubrió a Almíbar, acudieron presurosos hacia él, con lo que Ardid partió de allí con aquella imagen como único consuelo: «Almíbar no está solo: ellos le harán visitas, sin duda. Los pájaros de Volodioso vendrán y marcharán, y volverán y partirán también para él: e irán renovándose, y sucediéndose… en tanto la tierra no resulte demasiado ingrata para ellos».
Y guardó en secreto lugar la mano de marfil, y la daga con su leyenda: «Un corazón leal merece seguir latiendo». Allí, o en alguna otra parte —nadie, ni siquiera Once, sabía estas cosas—, se cumpliría su promesa. Pero únicamente los pájaros hubieran podido asegurarlo.