Estaba ya avanzado el verano cuando la joven Lontananza no pudo ocultar por más tiempo su estado de embarazo. Ello le causaba temor, pues no sabía cómo tomaría el Rey aquella novedad, y las reacciones de Gudú eran tan impenetrables como sus pensamientos. Juzgaba, y con razón, que después de cinco meses de disimulo en que, ayudada por las otras dos muchachas, había intentado oprimir su cintura y dar flexibilidad a su talle, lo mejor era que, aconsejada por ellas mismas y por Indra, y dado que Gudú parecía en verdad satisfecho, se lo dijera aquella noche al Rey, mientras en amigable compañía bebían y cenaban:
—Señor, he de comunicaros una nueva que, si bien me llena de gozo, no sé cómo será tomada por vos.
—Habla de una vez —dijo Gudú, con aire distraído—. Sabes que no tolero los rodeos, cuando más sencillo es caminar en línea recta.
—Pues, Señor, lo cierto es que, si no me equivoco, espero un hijo de vos, mi Señor y Rey.
—¿Qué dices? —casi gritó Gudú, pues (que él supiera) tal cosa le ocurría por vez primera.
—Así es —añadió, temblando, la muchacha—. Pero os pido que, si ello os desagrada, me dejéis retirarme al aposento de las mujeres, y con ellas vivir: aunque suplicándoos que me dejéis guardar al niño conmigo.
Gudú quedó perplejo ante esta revelación. Al fin, hizo levantar a la muchacha de su asiento, y ordenándola acercarse, apoyó su oído en su vientre, palpándolo tan rudamente que Lontananza sofocó un grito.
—No tiembles, estúpida —dijo Gudú—. No hallo crimen en tal cosa para castigarte por ello, puesto que, en tal caso, a mí mismo debería castigarme también.
Y riendo, con su risa cortante y breve, la apartó, diciendo:
—No es mala idea la tuya: vete en buena hora al departamento de las mujeres y ten allí a tu hijo. Y si éste crece fuerte y sano, como espero, mándamelo decir. A la edad conveniente, ingresará entre los Cachorros. Pero si es enfermizo o tarado, o mujer, guárdalo contigo o tíralo a los perros, según desees o juzgues, y no me vuelvas a molestar en lo que te reste de vida.
Con lágrimas en los ojos —aunque ocultando el rostro, pues sabía la aversión que sentía Gudú hacia el llanto— se retiró, seguida de la triste mirada de sus dos amigas.
—¿Qué ocurre? —dijo Gudú enfadado—. ¿Qué funeral estamos celebrando? Alegrad esos rostros (que, a decir verdad, ya empiezo a conocer en demasía) si no queréis reuniros con ella.
Así pues, las dos muchachas compusieron sus sonrisas, si bien con íntima pena, tanto por Lontananza como por ellas mismas. Y la cena terminó sin incidentes.
Pero aquella circunstancia hizo cavilar a Gudú sobre el hecho de que, en verdad, no había dado aún heredero legítimo al trono. Y como su reciente ley ordenaba sucediese así, de forma que sólo la estirpe legítima ciñese la corona, en cuanto rayó el alba apresuróse a enviar un emisario a Olar, pidiendo a su madre el cumplimiento rápido de sus órdenes. Ya que el clima se ofrecía cálido y propicio, debía solucionar tales problemas antes de emprender la más audaz empresa, planeada detenidamente, y que habría de llevarle nuevamente a las estepas.
En Olar, la Reina y su Corte arrastraban aquella vida lánguida y monótona que siguió a la desaparición de Tontina y de Predilecto. El desánimo mantenía a Ardid en una rara apatía, poco común en ella. Poco a poco, fue descuidando su acicalado aspecto y, si bien seguía siendo una hermosa y madura mujer, no se cuidaba de ocultar con afeites el paso del tiempo, ni de escamotear entre las trenzas las canas que, día a día, invadían sus rubios cabellos. Aunque —más quizá por un sentido estricto de sus obligaciones que por gusto propio— seguía ofreciendo en el Castillo recepciones y bailes, donde podía observar a las hijas menores de los nobles, y proyectar, desde la sombra de su camarilla, enlaces pertinentes, o deshacer los que juzgaba poco pertinentes, lo cierto es que no hallaba en estas cosas el placer de antaño.
Por contra, empezó a interesarse más por el pequeño Príncipe Contrahecho, y a menudo pedía a su Camarera Mayor, Dolinda, le trajese con ella. Y ambas le miraban jugar, y observaban sus progresos —en verdad parcos, pues la criatura era enfermiza y lenta, aunque dulce y cariñosa como pocas—, y opinaban sobre lo que mejor le convenía, tanto en lo tocante a vestidos como a futuros estudios. Un secreto instinto les hacía mantener medio ocultos aquellos encuentros, y aun la misma presencia del niño: tácitamente, preferían que permaneciera olvidado de todos, excepto de ellas dos.
—Es hermoso —solía decir Dolinda, arreglándole el juboncillo que ella misma bordara con infinito amor—. ¿Visteis jamás rostro tan inteligente, ojos más dulces, cabellos más dorados?
—Tenéis razón —decía Ardid, acallando la vaga melancolía que tales palabras despertaban en ella—. Es lindo de veras.
Y contemplaba pensativa el pálido semblante, las débiles piernecillas que aún no lograban sostenerle como a su edad era debido, la profusa maraña de cabellos rojos e hirsutos que, como cerdas de escoba, brotaban de su cabeza demasiado grande. Sólo el Trasgo, a veces, asomaba la cabeza para opinar:
—En verdad que, para ser humano, no parece tan feo como los otros: es delicioso.
«Porque se parece más a ti que a niño alguno», pensaba Ardid, enternecida. Y asentía también a las opiniones de su viejo amigo, que a la sazón andaba muy ocupado —según decía— en descubrir un filón de vino que, a su entender, y guiado por el olfato, no debía andar lejos de allí.
—Pero, Trasgo querido —le decía Ardid por las noches, asomándose al hueco de la chimenea—, sube ya, que las brasas van a morir y no tendrás buen lecho en mi gabinete. Además, entiende de una vez que éstas no son tierras de viña, y deberías regresar al Sur, si tal cosa deseas. ¿No tienes bastante vino en las bodegas? En verdad que eres caprichoso.
Pero el Trasgo fingía no oírla o, en todo caso, emergía sólo por breve rato, diciendo:
—No sabéis de qué habláis, niña: el difunto Volodioso, que amaba tanto el precioso elixir como yo, intentó plantar una viña por aquí, y tengo para mí que empieza a dar buenos resultados.
Nada podía distraerle de aquella obsesión. En tanto, entre sueño y sueño, el Hechicero se ocupaba laboriosamente de copiar en pergaminos las batallas de Gudú y sus victorias, para guardarlas cuidadosamente en El Libro del Reino. Y Almíbar, lánguido y soñoliento, se entretenía a solas jugando contra sí mismo interminables partidas de ajedrez, moviendo ora las blancas ora las negras. Pero como no podía dejar de tomar partido por algún color, lo cierto es que se hacía tantas trampas a sí mismo, que a menudo la propia Ardid no podía evitar amonestarle por aquellos desmanes impropios de un caballero, por otra parte, tan pulido y pundonoroso.
—Si es contra mí mismo, querida mía, poco deshonor me acarrea, creedme.
—Pues jugad contra un paje, o contra cualquier otro: porque temo os aficionéis en demasía a costumbre tan reprochable.
—No existe contrincante digno de mí, hermosa mía —respondió Almíbar, con dulce sonrisa—. Excepto el Trasgo: y éste, según parece, dirige su atención hacia otros asuntos.
Cierto día, Ardid se asomó a la ventana que daba sobre el Lago. Una suave neblina ascendía de sus aguas, perfumada y embriagadora, aunque impregnada de un remoto calor que ella creía perdido. Y dijo:
—Dios mío, qué triste es envejecer…
—¿Envejecer, hermosísima mía? —Y Almíbar la abrazó, besándola con fervor—. No lo diréis por vos ni por mí, que estamos en la flor de la vida…
La Reina calló, enternecida. Pero, poco a poco, su sagaz mirada fue apercibiéndose de que entre los más jóvenes componentes de la Corte se cruzaban miradas de inteligencia y risas reprimidas cuando Almíbar, solemne y envarado, presidía como Maestro de Ceremonias cualquier banquete o baile. Y este descubrimiento clavaba punzadas en su corazón, de suerte que a menudo la melancolía y el desánimo la invadían.
Y en tan lánguido clima se deslizaba la vida de Ardid cuando, ya avanzado el verano, una carta del Rey, de manos de un veloz y sudoroso emisario, hizo vibrar nuevamente su indomable vigor:
—¡Cielo santo, qué perezosos somos! —clamó, mientras recorría la estancia a grandes pasos—. ¿Es posible que hayamos permanecido ociosos tanto tiempo, sin habernos apercibido de que el Rey ordenó elaborar la lista de candidatas a desposarle? Rápido, amigos míos, celebremos camarilla y veamos de solucionar este descuido cuanto antes.
Y con su acostumbrada actividad, cerró de golpe tableros de ajedrez y cofres de juegos. Y, asomándose al hueco de la chimenea, conminó al Trasgo a acudir prestamente a su presencia.
Así, salieron todos de su sopor o individuales obsesiones, y aquella noche leyeron nuevamente con gran detenimiento El Libro de Linajes —si bien, prescindiendo del elaborado por el Hechicero, cuyos frutos dieron tan amargos resultados—. Una vez examinadas todas las posibilidades, Ardid llegó a la conclusión de que, en verdad, poco había donde escoger. Gudú —como temía, y acertaba— no era partidario de mujer mayor de veinte años, ni fea, o gorda, o tuerta o totalmente imbécil.
—Pues, si no me equivoco —dijo, pensativa, cerrando el libro—, sólo tres candidatas parecen posibles: la Princesa Dursia, hija del Rey de las Montañas Sudestes, cuya candidatura no me atrevería a apoyar calurosamente, ya que su padre se arruinó materialmente contra su vecino del Este, y andan, según creo, maltrechos y labrando ellos mismos sus propias tierras; la hija del Señor de los Valles Oríndicos, que es gente pacífica pero sin interés de ningún tipo, tal que ni tan siquiera Volodioso, lindante a sus tierras, juzgó valían la pena invadir; la última, que a mi juicio (si bien con recelo y suspicacia, que no sabría definir, pero que ya se esclarecerá) merece más halagüeñas perspectivas, es la hija de la propia Reina Leonia.
—Aquel bebé rollizo —rió bobamente Almíbar—. Oh, querida, no está en edad de dar hijos a nadie.
—Querido, hace años, quizá cuando la visteis por última vez, sería un bebé. Pero tened en cuenta que, a la sazón, cuenta quince años, y a juzgar por lo que aquí se dice, no es fea, ni tan estúpida como, por ejemplo, la hija del Señor de los Valles, que nunca acierta de primer intento llevarse el pan a la oreja o a la boca…
—No es posible —dijo Almíbar—. Debe haber un error…
—En tal caso, saldremos de dudas —dijo Ardid, más por cortesía que por verdaderas dudas.
Y como verdaderas dudas no le cabían en modo alguno, envió nuevamente al emisario, con la lista, exigua, pero debidamente informada, a Gudú. Otra opción era casarse con una noble muchacha de su propio Reino. Cosa que, con todo respeto, no creía aconsejable.
A poco, llegó la respuesta del Rey. Su mensaje era parco: «Id a por la hija de Leonia. Pero observadla bien, y escribidme al respecto de cuanto la oigáis decir y veáis hacer. Y como sólo en vos confío para tal menester, bueno será que para ello vayáis vos misma a visitarla. Luego, si quedamos convencidos, seré yo quien vaya a la Isla y me casaré allí. Pues si antes no la veo, nada decidiré al respecto, aun fiando en mucho —como fío— vuestra sagacidad».
Apenas la Reina Ardid terminó de leer aquella misiva, levantó los ojos, inundados de una luz muy particular. «Ay, la Isla de Leonia… ¿existirá alguna niña en el mundo, que no sueñe con ella? …». Y de pronto la volvió a ver, con un dolor y amor inmensos, recuperando su corazón de siete años. A través de una piedra azul, horadada y partida en dos mitades, su mirada de niña pudo atisbar, por vez primera, una isla que giraba sobre sí misma, como un sueño imposible de alcanzar, «la Isla de Leonia…».
Con acento que despertó la curiosidad de Almíbar —que a su lado dormitaba, tras una espléndida y madura noche de amor, pues los años sazonaban sus relaciones, en lugar de marchitarlas, y ésta era la única zona o aspecto de Almíbar que no declinaba—, murmuró: «La Isla de Leonia…».
—Almíbar, debéis acompañarme en un viaje singular.
—¿Un viaje? —rezongó Almíbar—. Oh, queridísima, sabéis que los viajes, últimamente, no me parecen tan atractivos como antaño…
—No es un viaje corriente, querido mío —y le tendió la misiva de Gudú.
Apenas Almíbar posó los ojos en ella, se quejó, suavemente, de dolor en riñones, espalda y miembros inferiores. Por lo que, sin duda, los viajes por mar no eran aconsejables para él.
—Pues bien —Ardid saltó del lecho con recuperado brío—, si no me podéis acompañar, deberé iniciar sin vos tal empresa: puesto que, si habéis leído con detenimiento la misiva del Rey, mi presencia allí es imprescindible.
—¿Vos a la Isla de Leonia? —pareció despertar Almíbar, con súbita inquietud—. Oh, Ardid, niña mía, no sabéis qué decís: es una isla muy agradable, pero no aconsejable a mujer sola…
—Si os referís a las murmuraciones que el vulgo propaga sobre las relaciones que Leonia mantiene con la piratería y demás aledaños, mucho me duele recordaros que, si prestáramos oídos a otras gentes que no sean los aduladores habituales, iguales o mayores calumnias o deformaciones malignas escucharíamos de cuanto en esta recta y severa Corte acontece. Querido, sabido es que la envidia y maledicencia humana no tienen fin. Pues si bien la inteligencia tiene un límite, la tontería y la malicia no tienen fondo visible o alcanzable.
—En todo caso —dijo Almíbar, con creciente desazón—, os ruego me llevéis en el alma y pensamiento, como a vos os guardo yo en los míos.
—Descuidad —dijo Ardid, iniciando su tocado mañanero—, eso es habitual y cotidiano, querido. Tanto como comer, beber y respirar el aire. Os amo, y eso basta.
Pero una oscura vocecita repetía en sus entrañas que el único ser humano que amó la Reina Ardid —excepto a Gudú, el Maestro y el Trasgo, aunque de forma distinta y diversa— era el cien veces maldecido Volodioso; y aunque Almíbar, y todos (excepto tal vez su anciano Maestro), le habían olvidado o lo ignoraran, ella no dejaba pasar un solo día sin que, de alguna forma —aun la más impensada, como el súbito piar de los pájaros que anunciaban la primavera, o su regreso hacia el Sur—, lo recordase.
Así pues, el ajetreo, las prisas, las órdenes, las severas advertencias y precauciones con que rodeaba Ardid todos sus actos, renacieron con el verano en la Corte de Olar.
«La Reina ha rejuvenecido», decían los jóvenes. «El último verano», suspiraban los viejos, con melancolía. Y ella, en tanto, renovó afeites, probó peinados, desempolvó lienzos y galones, ordenó bordados y mandó deshacerlos y descoserlos, con súbitas inspiraciones que, a decir verdad, sumían en secreta desesperación tanto a Almíbar —que disponía y organizaba con buen tino tales encomiendas— como a sus sufridos y leales —a fuerza de años y vicisitudes, así como de recompensas o castigos maestros, sastres y bordadoras.
Y estaba madura y espléndida la Reina, como la propia estación, cuando, al fin, besando en la frente y mejillas a sus íntimos, y acompañada de su fiel Dolinda y algunas damas, pajes, sirvientes y soldados, partió siguiendo la ruta del río, como era costumbre, hacia el cálido Sur, en cuyo puerto más próximo —cercano a las tierras de su padre— se embarcarían hacia la isla soñada.
«Soñada, soñada», se decía, al tiempo que su corazón despertaba de las recientes brumas, rumbo al Sur. Y en su mente de nuevo revivían aquellos tiempos, aquella luz; y recordó a Predilecto, y lloró un poco por él; y a Tontina, y lloró otro poco por ella. Pero en verdad, ¡cuán placenteras eran aquellas lágrimas! Lágrimas que manaban de una secreta y aún intacta ilusión, de una perdida o jamás gozada infancia.
Y así, cabalgaban rumbo al Sur, un día en que el calor hacía desfallecer a todos, cuando una suave brisa disipó el sofoco, y un viejo y entrañable olor hizo saltar a Ardid de los muelles cojines de su litera y asomar su rostro al sol, a las costas, al mundo, en suma.
—¡El Sur! —gritó, como una muchacha cualquiera que busca caracolas y caparazones marinos, para fabricarse brazaletes y collares, que vaga descalza por la arena y acerca su oído al nácar de las moradas marítimas, para oír, eternamente, el suave respirar del mar. Igual, pues, que tantas muchachas, antes y después de ella, saltó hacia el sol y corrió en pos de aquella que era su tierra, su reino y su vida. «Éste es mi país —se decía, descalzándose como antaño, sintiendo cómo sus plantas recibían el calor del mundo—. Ésta es mi tierra». Y así, abandonó la comitiva a la orilla del mar, y en él se bañó, desnuda como antaño, y dejó sueltos sus cabellos, plata y oro mezclados, y dejó que el mar se asomara a sus ojos y sintió sal en sus labios y en su lengua. «Ésta es mi tierra, éste es mi reino, ésta es mi vida», decía, aún dormida, en tanto la comitiva se encaminaba hacia el puerto.
Cuando llegaron al puerto, atardecía. Y allí esperaba, amarrada, la nave que Leonia enviaba gentilmente en su busca. Pues sólo con lanchas pescadoras contaba el Reino de Gudú, tan vuelto de espaldas al mar como lo fue el de Volodioso. Entonces llegó hasta ellos el murmullo de un gran clamor de voces y vaivén de gentes.
—¿Qué tienen las gentes del Sur, Dolinda —dijo Ardid a su camarera y única amiga—, que tan distintas las hacen de nuestras gentes?
Y la propia Dolinda abría los ojos y miraba aquí y allá con asombro y estupor; y en su corazón de muchacha tardía, casada con hombre viejo, imposible madre, una desazón dulce y maligna crecía, viendo y oyendo a aquellas gentes de rostro dorado, cabellos revueltos y ojos punzantes, que vendían frutas y cintas de colores, y ánforas, y collares de cuentas, seguramente sin valor, pero tan lindos como jamás esmeralda o rubí le parecieron.
—Oh, Señora —dijo al fin—. Bien dice mi esposo que no debemos fiarnos de gentes del Sur: pues envenenan el corazón y engañan los sentidos.
—Sea como sea, querida —dijo Ardid, aspirando el aire salado, el suave y dorado perfume de la costa marina—, sea como sea, bendito veneno y benditos sentidos.
Y sin apercibirse del asombro de Dolinda, Ardid saltó a tierra con agilidad que recordaba los tiempos, ya lejanos, en que fue conocida como La Más joven Reina.
Por supuesto que la escrupulosa y nunca olvidadiza Ardid había enviado emisarios a Leonia, enterándola de sus propósitos. Y por supuesto que, al tiempo que embarcaba en la nave, repasaba mentalmente la respuesta de aquella mujer —hasta el momento, legendaria, fantasmal y tumultuosa como una tormenta; y ahora, casi de improviso, tan cercana y carnal como ella misma—, que contestaba a su misiva con no menor y aún más enrevesada y superior ceremonia: «Querida Reina Ardid, hace mucho, mucho tiempo que deseo conoceros… Y nada me alegra más que vuestra visita y pretensiones respecto a mi hija. Así pues, mucho me place deciros que hace tiempo deseo y aguardo el placer de una larga parrafada —aquí se quebraba en insólito tono la tan bien ornada misiva, si bien no dejó de alegrar, como alegra la pimienta el guiso más insulso, el ánimo de Ardid— con mujer y Reina de tan sagaz conducta, y tan sureño como noble origen».
«¿Qué querrá decir esta pajarona? —se preguntaba Ardid, camino del muelle—. ¿Quién habrá chismorreado en sus orejas sobre mi origen? Ah, el Sur, después de todo, siempre será el Sur». Y reprimiendo una risita cómplice, avanzó hacia la nave que, con todas sus velas desplegadas, saludaba al viento en su arribada.
—Hermosa luz, en verdad, Señora —murmuró, estremecido de placer, su Paje Mayor, en tanto la ayudaba a descender.
—Hermosa, es cierto —dijo Ardid—. Y hermoso el mundo, en verdad.
La nave se llamaba Estrella del Adriático —nombre exótico y peregrino—, y su Capitán, un hombre de tez oscura como corteza de nogal, y cabellos largos, negros y rizados, les dio la bienvenida con toda clase de reverencias y zalemas. Tan blancos eran sus dientes y tan claros sus ojos, que Ardid sintió como si una suave brisa que trajese tiempos lejanos acariciara su espalda, nuca y contornos. Con graciosa reverencia, dijo el Capitán:
—Reina y Señora, si así lo deseáis, incendiaré la Estrella del Adriático, con toda su tripulación dentro, yo mismo incluido. Y, por otra parte, si deseáis poner rumbo a la Isla de la noble Leonia, lo mismo os conduciré, aun contra temporales o malignas sirenas; y es más, contra el mismo tridente de Neptuno.
—¿Qué dice este hombre? —se asustó Dolinda.
—Niña querida, es el lenguaje del Sur —murmuró tranquilizándola.
Y dirigiéndose al Capitán, le dedicó la mejor de sus sonrisas, mientras con el tono más suave entre los muchos tonos suaves de que disponía, manifestó:
—Capitán, estimo más conveniente para todos, dirigirnos a la Isla de Leonia, donde, si no me equivoco, nos aguardan. Reprimid para más tarde, si ello se terciase, vuestro cautivador ofrecimiento.
—Así será, Reina y Señora… —dijo el Capitán, al tiempo que murmuraba, lo suficientemente bajo para que no le mandaran desollar vivo, y lo suficientemente alto para que halagara como un leve perfume los oídos de Ardid—: …, y por Júpiter, que muy apetitosa mujer.
—¿A quién convoca? —dijo la curiosa y fascinada Dolinda.
—Bah, viejos dioses, viejos mundos, viejos tiempos —respondió Ardid—. Algo oí de ellos a algún esclavo. En resumen: cosas del Sur, querida. No prestes mucha atención a ellas, o serás tratada de ruda o excéntrica.
Pero el sol y las palabras, y los viejos dioses y los viejos tiempos, y la piel y los ojos y la voz y el olor de las gentes, aunque no siempre perfumadas, sí excitantes, la iban calando como si sorbiera un vino de gran potencia: no sólo por los labios, sino por los ojos, la piel y hasta los cabellos, que despeinaba la brisa hasta el punto de que, ya entrados en la mar, no quedaron sujetos trenza ni rizo. Y así, el sol y el viento levantaron la sangre en sus mejillas y la luz en sus ojos. Y sin cuidarse de que avanzaban mar adelante, poco a poco convertidas en criaturas cada vez más parecidas a las que les rodeaban, también iban sumiéndose en un velo de nocturnidad y estrellas insólitamente grandes, cuya mirada les atravesaba como afilados y dulcísimos puñales.
—Es hora de dormir —advirtió Dolinda, inquieta, al apercibirse de que el sol se hundía en el mar.
—¿Dormir? ¡Qué disparate! —dijo la Reina—. El sueño llega pronto al Sur: pero las ganas de dormir sólo las trae el primer sol…
Y ordenó les sirvieran comida y bebida. Y jóvenes marineros de piel tan negra como ébano o dorada como frutas maduras, sirviéronles uvas, pechugas de paloma confitadas, almendras, miel, y queso tan tierno y blanco como jamás probaron antes.
—Qué hermosura —dijo Ardid, escanciándose el final de una delicada ánfora, que contenía elixir tan exquisito que tuvo remordimientos por no haber llevado consigo al Trasgo—. ¡En verdad, aquí la vida es vida!…
Y satisfecha, al parecer, de tamaña redundancia, juzgó que por el momento pondría punto final a sus desvaríos; y ordenó preparar su litera que, comprobó con deleite, estaba cubierta de seda roja y cojines de plumas. Allí reposó, entonces, embriagada de sol, del redescubrimiento de cómo pueden albergar los ojos negros singular mirada, y del chispeante vino, que tampoco escaseó en la cena.
Había entrado sobradamente la mañana cuando la Isla de Leonia apareció, radiante, entre la espuma, las brumas y el sol. Y como a pocas brazadas se hallaría a su alcance, el Capitán ordenó despertaran a la Reina y sus acompañantes, que dormían con la placidez y dulzura de los niños.
—Así es esa gente del Norte —dijo el Capitán a su Segundo, un sarraceno de mirada feroz y dulce sonrisa—. Tú les oyes y crees que son gente de durísima especie; y apenas beben dos traguitos, se tumban a dormir como bellacos. Asco de mundo, querido Solmantuanimán, asco de mundo: ¡qué pocos quedamos y qué triste agonía nos aguarda!…
Y dicho y hecho, escudriñó a su derredor y se aseguró no acusaran demasiado retraso, porque por más nimias faltas, la radiante y cruel Leonia podría tenderlo al sol, untado en miel, hasta que las hormigas apenas dejaran su recuerdo en este mundo.
A poco, abanicándola y acercando a su nariz pomos de jazmín y menta, dos jóvenes negros despertaron a Ardid; y en bandeja de plata le ofrecieron té, aguamiel, queso y frutas.
—Señora y Gran Reina —dijo uno de ellos, cuyos negros bucles rozaban los dorados aros de sus lóbulos—. El Capitán, mi dueño, os manda avisar que la Isla de la Reina Leonia se aproxima a vos, como la abeja a la rosa, como el sol a la azucena, como la luna a los amantes.
«Qué cosas tan gratas y estúpidas dices, esclavo», pensó Ardid, recuperando dulcemente la noción del día.
—Las islas no se acercan a las naves, sino al contrario… —dijo—. Vete, y avisa a tu Señor, de que pronto estaré dispuesta para desembarcar…
Y al tiempo que despertaba a Dolinda, que aún dormía junto a ella, dijo:
—Abre los ojos, mujer: lo que vas a ver hoy no se te borrará de la memoria en tanto vivas…
¡Ay, la memoria, la maldita y amada memoria!… Ardid revivía en unos instantes todo el olor, el color, el sonido que acompañaron los primeros días de su vida… «Y qué cosas tan misteriosas son la vida y la memoria», se dijo.
Laváronse en jofainas de plata y se perfumaron delicadamente con pomos de esencia que encontraron junto a ellas.
—Péiname con esmero, Dolinda —dijo Ardid, excitada como en sus buenos tiempos—. Coloca broches de perlas y esmeraldas en mis trenzas y esparce polvillo dorado en mis cabellos, para disimular las canas. En verdad, deseo aparecer lo más agradable posible.
—Sois muy hermosa, Señora —dijo Dolinda—. Tan hermosa como la más joven, y aún mucho más: pues vuestra sabiduría y vuestra experiencia maduran en vuestros ojos como granos de uva al sol.
—Veo que pronto aprendiste el lenguaje del Sur —dijo Ardid, halagada—. Pero no olvides que voy a cumplir los treinta y dos años, y que a mi edad, tal vez por cuidarse menos o por no disponer de medios a su alcance, otras parecen ya viejas, achacosas y aun desdentadas…
—Pero no vos —Dolinda le ofreció un espejo—. Y juzgad por vos misma, Señora.
Y al hacerlo, la propia Ardid tuvo que admirarse de su aspecto. Pues ni a los quince ni a los veinte años ofrecía tan singular y sazonada plenitud: y enturbió sutilmente tal apreciación el inoportuno pensamiento de que, tal vez, si como era ahora la hubiera conocido Volodioso, no la hubiera relegado tan fácilmente. «No sólo se trata de mi aspecto exterior —reflexionó, en tanto dejaba el espejo sobre la cómoda—. Existe otra clase de belleza que sólo puede alcanzarse tras la primera juventud, y poco antes de la vejez… Quizá se trata únicamente de la belleza de la vida, del conocimiento, del amor… y el desamor. Pero, en suma —y suspiró levemente—, presiento que esta belleza es frágil y fugaz, como el falso verano que, en ocasiones, invade los campos del invierno y hace brotar cándidas flores, cándidas hierbas que al día siguiente amanecerán segadas de la tierra».
En éstas, a grandes voces, se anunció la arribada a la Isla. Aunque las gaviotas y los gritos, y las rápidas pisadas de los marineros, y el olor a la tierra y a los hombres la habían anunciado de antemano.
La Isla era pequeña, aunque parecía inexpugnable a todo asalto, ya que estaba rodeada de acantilados y arrecifes, donde las olas se estrellaban con ímpetu inexplicable, pues aquel mar parecía tan suave como los ojos de un niño. Por sobre las rocas, Ardid atinó a descubrir una muralla que a trechos se le antojó rosada, a trechos dorada y, a trechos, de un verde tan profundo como el musgo o la yedra.
Una vez anclaron, descubrieron graciosas escalerillas talladas en la propia roca. Y mientras los jóvenes marineros-esclavos tendían a su paso una alfombra de complicado dibujo, que Ardid supuso de origen berberisco, por la empinada escalera descendían dos hileras de apuestos soldados, vestidos y armados con envidiable riqueza. Si bien, pensó Ardid, no tenían comparación con la marchita y misteriosa Guardia de la Princesa Tontina, habíalos, eso sí, de muy distinta catadura y vestimenta, pues si unos eran altos y fornidos, otros eran delgados y nerviosos; y si unos tan rubios como el sol, los otros negros como la noche; y también los había de rojas barbas y feroz mirada, y de oscuros y rizados cabellos y claros ojos. Y así, pudo comprobar Ardid que mientras unos portaban sables curvados, los otros ostentaban rodelas, y aun otros, escudos largos y puntiagudos. Había quienes lucían aros, y perlas o brillantes, en las orejas o la nariz, y quienes portaban collares de colmillos arrancados a fieras desconocidas, y amuletos de toda especie de huesos u otros materiales que no alcanzó a catalogar.
—Qué hombres tan arrogantes, Señora —murmuró Dolinda.
—La Reina os envía su Guardia personal —dijo el Capitán. Y añadió—: A nadie, ni al propio Rey de las Hespérides, prodigó tal honor.
—Son apuestos —admitió Ardid, en tanto constataba que Leonia elegía bien a sus hombres. Pues, fuera como fuera su color, catadura o porte, no había uno solo feo, ni como hecho al descuido. Y tuvo la sospecha de que Leonia, aunque viuda, no malgastaba su vida privada.
Escoltadas por gente tan decorativa, sentáronlas en palanquillas de palo rosa y, así, a hombros de fornidos esclavos negros vestidos de seda roja, relevados a media escalera por no menos fornidos esclavos blancos vestidos de seda negra, llegaron a las puertas de la muralla. Vista de cerca, sus piedras irisaban al sol como los caparazones de algunos insectos que, de niña, hallara Ardid entre las ortigas: igual, quizá, que el lomo de las salamandras doradas.
Las puertas de la muralla se abrieron para ellas. Y en carroza abierta, atravesaron jardines de insospechado verdor y hermosura, donde naranjos, limoneros, cerezos y otros árboles altos y oscuros, que no conocían, trepaban por la escarpada ciudad. Con asombro descubrieron que todas las fachadas y muros reverberaban al sol, y que sus techos estaban cubiertos de unas lascas rojas.
Al fin, apareció a sus ojos el Palacio de Leonia. Y en verdad que en nada se asemejaba a los tenebrosos castillos que ellas conocían. Estaba hecho, a partes iguales, de blancura e irisadas piedras que relucían al sol; y sus torres aparecían rematadas por graciosas cúpulas, doradas unas, verdes otras.
—Hay un poco de todo, como veréis —dijo el guía—. Nuestra Señora y Reina, la sin par Leonia, no es amiga de sujetarse a moldes estrictos. Ella tiene por norma tomar de aquí y allá lo que mejor estima.
—Buena filosofía —comentó Ardid, íntimamente compenetrada con Leonia.
Fueron muy suntuosamente instaladas en Palacio. Ardid contempló, extasiada, el pequeño jardín que se abría a los pies de su ventana, donde un par de surtidores la hicieron recordar, entre el verde césped, aquel jardín que un día tuvo y había descuidado lamentablemente. «Tontina debió plantar algo allí, me parece: incluso había un árbol sorprendente… Pero no estoy segura. No estoy segura de nada de lo que ocurrió en el tiempo de Tontina. En fin, alejemos estos pensamientos inoportunos. Cuando regrese a Olar, intentaré reverdecer aquel pequeño rincón de mi jardín… Ah, hora es ya que dé reposo a mis preocupaciones y me detenga un poco en pequeñeces que, acaso, son la más dulce sustancia de esta vida. Sí, creo que ha llegado esa hora para mí…».
Ardid sonrió con nostalgia, recordando el tiempo en que buscaba bayas silvestres y raíces con que alimentarse, junto a su amado Hechicero. «Dios mío —reflexionó—, ni Almíbar ni mi querido Maestro han experimentado ilusión alguna por este viaje, en que hubiera deseado su compañía, pero…». Secretamente, una vocecita le decía que no, que prefería hallarse allí sin otra compañía que la fiel y un tanto bobalicona Dolinda.
Así divagaba Ardid cuando, tras un descanso suntuoso y apacible, sazonado por mil exquisitos detalles, desde bandejas donde se ofrecían exóticas frutas y sorbetes, en escarcha o nieve, a manjares que no osaba probar por desconocidos, fue enterada de que la Reina Leonia se hallaba solícitamente presta a recibirla. Pues si bien antes no lo hizo —explicaba—, fue porque suponía que tras viaje tan pesado, Ardid deseaba reposar.
2
Leonia era mujer, al parecer, de edad más que mediana. Así lo calculaba Ardid, que en estas cuestiones era ducha, teniendo en cuenta que en su más tierna infancia, cuando aún habitaba el Castillo de su padre y correteaba por la playa, veía en su imaginación —como todas las niñas— la silueta de la isla famosa, según qué luz y según qué días le eran propicios. Y el nombre de Leonia ya era dorado y suntuoso en las palabras de quienes lo repetían. Por tanto, y aunque desde aquellos tiempos habían pasado por lo menos treinta años, la singular y legendaria criatura, de quien tantas cosas buenas, no tan buenas o francamente malas se decían, le fascinaba.
Así que, al verla, por primera vez en su vida quedó sin aliento. Pues si nadie la hubiera tomado por una tímida adolescente, ni por una joven señora recién desposada, la verdad es que Leonia distaba mucho de representar a la anciana que ella había forjado en su imaginación. Era alta y robusta, aunque no gruesa. Más rubicunda que rubia, sus mejillas estallaban de esplendorosa salud, y tenía ojos tan vivaces, alegres y brillantes, que disimulaban la ligera imperfección de su nariz, algo remangada y un tanto insolente. Lo mismo podía decirse de las comisuras de sus labios, gordezuelos y sospechosamente rojos. Aquí sí que Ardid descubrió alguna aportación suplementaria a la que hubiera podido prodigarle la naturaleza.
Pese a la fama de riqueza, talento, suntuosidad y refinamiento que la rodeaba —unida a otras famas menos virtuosas—, Leonia prescindió de todo aquel protocolo a que tan aficionada se sentía Ardid —que había compuesto para la ocasión la más grave y regia de sus actitudes—. Avanzó hacia ella con ambos brazos extendidos y, con voz llena y jugosa que sorprendía aún más que su aspecto, por la estallante juventud que encerraba, exclamó:
—Querida Ardid, venid, venid y dejad que os abrace. Hace mucho tiempo deseaba tener el placer de veros a lo vivo, pues mucho y bueno he oído sobre vos.
Ardid observó, maravillada, que los brazos que hacia ella se extendían, aparecían libres y desnudos, como los de una campesina; y que si bien eran un tanto gruesos, lo cierto es que se ofrecían turgentes, tersos y duros como los de una mujer de veinte años. Así mismo, con mezcla de estupor y reserva, vio cómo los labios de Leonia se fruncían en forma de anillo, dispuestos a besuquearla sin miramiento alguno. «En verdad, esta gente del Sur queda ya muy lejos de mis costumbres…», pensó, ofreciendo resignadamente sus mejillas a tales efusiones. Y recomponiendo el gesto, sonrió a su vez y dijo dulcemente:
—Oh, Leonia, querida. Tanta o más es mi alegría, pues si oísteis hablar de mi persona, ¿qué no habré oído yo de vos, puesto que en tanto y tan bueno me superáis? —Aquí se detuvo, asustada de haber recuperado tan pronto el lenguaje natal. «Señor —se dijo— no estoy tan lejos de estas gentes como me figuraba».
Mientras Leonia, tomándola cariñosamente por el brazo, la invitaba a subir al jardín donde, según explicó, «a aquella hora el sol ya mitigaba sus impiedades estivales, y sólo la dulce sombra y el perfume de la hierba rozarían la delicada piel, como tratándose de mujer norteña, de la Reina Ardid». Y dijo otras muchas cosas por el estilo, pero Ardid ya no pudo mentalmente retenerlas en su totalidad.
—Y ahora pienso, mi estimada amiga —concluyó Leonia, prescindiendo más y más de toda expresión formularia—, que vuestro tiempo es precioso y no debo entreteneros con futilidades, cuando tantas y tan serias cosas hemos de tratar. Una vez puntualizadas éstas, las olvidaremos jocosa y gozosamente, aunque por desgracia —y suspiró, con los ojos en blanco, pero jamás un suspiro estuvo menos cargado de malicioso regocijo— por pocos días. Luego podremos dedicar tantos días como tengáis a bien (nada me produciría mayor placer) a las delicias de vivir.
Antes de obtener respuesta, palmoteó con sus manos gordezuelas, y los esclavitos y pajecillos que por su Jardín Privado pululaban —unos dando de comer a exóticas aves de mil colores, otros recogiendo ramilletes con que adornar profusión de búcaros, otros portando refrescos y frutas y dulces, otros simplemente mirando al vacío y pensando en sabe Dios qué—, desaparecieron como por encanto.
Un imponente Guardián de piel oscura y turbante plateado, que llevaba al cinto una espada larga y curvada, cuya vista producía escalofríos, cerró las puertas del Jardín Privado, y sólo el batir de alas de innumerables pájaros y el suave balanceo de la hierba, mecida por brisa tan perfumada y agradable que en nada desdecía de lo dicho por Leonia, acompañó a ambas Reinas, sumidas en estrecha compañía y amigable soledad.
—Sentaos, querida —dijo Leonia sacudiendo su larga falda carmesí—, y prescindid de todo protocolo, pues en verdad que tengo ganas de hablar por fin, aunque sea por poco rato, de mujer a mujer.
Sentóse Ardid, en la alfombra de finos dibujos que reposaba sobre la hierba, al lado de Leonia. Ésta se despojó prestamente de la corona y, dejándola a un lado, se abanicó con brío, ayudándose de un fino pañuelo de seda que sacó, entre vaharadas de encontrados perfumes, de su opulento y nada recatado escote.
—Ved, amiga mía —dijo, con un leve jadeo que no escapó a la curiosa sagacidad de Ardid, y aproximó ella misma un dorado carrito donde reposaban dos copas de finísimo labrado y una garrafita—. Todo trato, como debéis saber, ha de comenzar con un buen traguito de nuestras inapreciables reservas. Tomad esta copa y bebed sin remilgos, pues el vino es una de las más profundas y sabias vías de comunicación humana que en el mundo existen.
«Y no humanas… ¡Santo cielo, qué bien lo pasaría aquí el Trasgo!», pensó Ardid. Un traguito capaz de volver lúcida la más empedernida y espesa lengua la reconfortó.
—Bien decís —manifestó Ardid, secando delicadamente sus labios con el diminuto lienzo bordado que, con campechana actitud, le ofrecía Leonia—. Es exquisito.
—Exquisito y añejo —sentenció Leonia chascando la lengua, si bien tan ligeramente que sólo oídos de ardilla como los de Ardid podían captarlo—. Lo uno reviste de mayor gloria a lo otro.
Sorbo va, sorbo viene, gloria ensalzada, gloria paladeada, lo cierto es que aún no se había mediado la deliciosa garrafita, cuando Leonia, desprendiéndose no sólo de todo protocolo, sino de la más elemental corrección, dijo:
—Lanzándonos al asunto: exponed esa cosilla que anunciabais en vuestra misiva.
—¿Cosilla? —se desorientó Ardid.
—Está bien —añadió Leonia—, resolvamos esto cuanto antes y dediquémonos a temas más placenteros.
—Bien, si así lo estimáis… Repito mi propuesta de matrimonio entre vuestra hermosa hija y mi (no es momento para disimulos vanos) apuesto y nada despreciable hijo, cuyo brillante porvenir no habrá pasado inadvertido a tan sagaz soberana como vos…
—Porvenir espléndido, si las cosas van como hasta ahora —aseveró Leonia, y llenó nuevamente las copas—. Lo que inició el gran Volodioso, parece que vuestro hijo lo supera con creces…
—Mucho me place lo hayáis apreciado así —respondió Ardid, llevándose la copa a los labios con evidente placer—. Es grato conversar con mujer tan sagaz como vos.
—Os creo: máxime cuando, como supongo, debéis a menudo tratar con varones de mollera espesa y entendimiento tan enmohecido como sus arterias. A lo que oí, en la Corte de Olar os rodeáis más de embotados vejestorios que de gallardas y despiertas mentes.
—No debemos exagerar —sonrió Ardid, levemente mortificada—; ya sabéis lo que las malas lenguas resentidas pueden propagar.
Y añadió, sin saber muy bien por qué:
—Lenguas son sólo lenguas…
—Indudable, lenguas son sólo lenguas —asintió Leonia, con escaso entusiasmo—. Y volviendo a lo nuestro, creo que, si llegamos a un acuerdo, debemos tratar ahora las mutuas condiciones…
Como mujeres que eran de talento en tocante a cálculos, regateo, sagacidad comercial y finura en detalles, estuvieron un rato en lo que la Reina Leonia llamaría el tira y afloja de los negocios. Y aún no declinaba el sol cuando escanciaron nuevas copas y brindaron otra vez con mejillas impregnadas de atardecer, y ojos que aún retenían su resplandeciente despedida. El feliz acuerdo de aquel matrimonio había sido llevado a cabo.
—Ahora —dijo Ardid, tras una ligera vacilación—, quisiera conocer a vuestra hija. Pues aunque no dudo será mejor aún de lo mucho bueno que sé de ella, la promesa hecha a mi hijo (cuyo anterior matrimonio no dio el resultado que esperábamos) me obliga a llevar a cabo este requisito.
—Naturalmente —dijo Leonia. Y le propinó un inesperado palmetazo en la rodilla; cosa que llenó a Ardid de confusión, pese a que el vino, poco a poco, la había aclimatado ya a las familiares formas de la Reina isleña—. ¡Es algo muy comprensible!
Tomó del carrito una campanilla de oro —que encantó a Ardid como el más precioso juguete podría encantar a la más pobre de las niñas— y la hizo tintinear alegremente sobre su cabeza: de forma que todas las aves se soliviantaron en guirigay ensordecedor. El imponente Guardián del Jardín Privado asomó prestamente rostro y orejas para acatar con respetuosa reverencia la orden de que la Princesa fuese conducida a su presencia.
Poco tardó en hacerlo la Princesa. Tan poco, que Ardid, ducha en estas cosas, la adivinó escondida tras la puerta del jardín. A poco, vio avanzar a su encuentro una doncella bonita y graciosa. Sus largos cabellos aparecían caprichosamente enlazados y, a la vez, sueltos con descuido. Sonriente, hizo una ligera reverencia y dijo:
—Mucho me honra, Señora, tengáis a bien recibirme.
—Acércate, hijita, y besa a la Reina Ardid, tu futura suegra. Así lo hizo la muchacha y, al inclinarse sobre Ardid, ésta comprobó la frescura de sus doradas mejillas, la suavidad de sus cabellos de color caoba y la tierna mirada de gacela de sus ojos castaños, bordeados de largas pestañas. «Será gorda si no se cuida —pensó, no obstante, ante la prominencia de sus pequeños pero rotundos senos, y la curva de sus caderas—. Aunque ahora está lo que se llama en buen punto». Y la besó entonces, tan tiernamente como supo, y sabía mucho.
La Princesa tomó asiento a su lado, en un mullido cojín sobre la alfombra, con envidiable agilidad, superior a la de su madre. Mordisqueó una nuez con dientes blancos, sanos y agudos. «Será buena madre», se dijo Ardid, complacida, comprobando la turgencia de sus desnudos brazos y la lozanía que dejaba al descubierto su amplio escote. «No tiene el encanto ni el resplandor que rodeaba a Tontina —pensó—. Pero es mil veces más conveniente, y además muy bella». Dando fin a su minucioso aunque disimulado repaso, manifestó a Leonia:
—No podía soñar para Reina de Olar criatura más indicada que vuestra hija.
—Así lo espero —respondió Leonia—. Y ahora, querida hija, termina tu nuez y vete, que la Reina Ardid y yo hemos de tratar aún ciertos asuntos en privado. ¡Ah, juventud! —añadió inesperadamente, con los ojos alzados al incógnito del gran cielo—. ¡Juventud… qué lejos estás, y qué fugaz es tu esplendor!
Con evidentes muestras de contrariedad, que se manifestaron con un ligero puntapié al gato persa de Leonia —súbitamente aparecido bajo las amplias faldas de su madre—, la Princesa se levantó, y dijo:
—No lo dudo, Señoras: vuestros graves asuntos no son aptos para los oídos de una doncella tan ignorante como yo.
Madre e hija se miraron entonces a los ojos: y ambas ofrecían tan idéntico relampagueo, que Ardid no dudó del viejo dicho: «De tal palo, tal astilla». Para romper el tenso silencio que acompañó ambas miradas, preguntó:
—Y, decidme…, ¿cuál es vuestro nombre? Pues ahora caigo en que no me ha sido comunicado.
Leonia murmuró cantarinamente:
—Es cierto, no os lo había dicho… Pues bien, mi hija se llama Gudulina.
—¡Oh, qué encantadora coincidencia! —respondió Ardid, al tiempo que pensaba: «Ah, pajaronas, ahora veo que llegó a vuestros oídos la poca gracia que hizo a Gudú el nombre de la pobre Tontina… Bien, te llames como te llames, su mujer serás; y, tenlo por cierto, cachorrilla de raposa, le darás tantos hijos como seas capaz».
La Princesa Gudulina —o como quiera que hasta entonces se llamara— desapareció tan graciosa y aterciopeladamente como llegara.
—Linda, fresca y lozana —comentó Ardid apenas la muchacha desapareció—. Creo que tanto debo felicitaros como felicitar a mi hijo, y a mí misma, por unir en lazos de matrimonio a tan deliciosa criatura con el Rey de Olar.
Leonia sonrió con expresión halagada, y de nuevo se precipitó a escanciar vino en la copa. Ambas lo paladearon en menudos tragos y embelesada expresión:
—De mujer a mujer —manifestó al fin Leonia con mirada soñadora—. Os voy a confesar una cosa.
—¿Qué es ello, Leonia? —se interesó Ardid, llena de curiosidad.
—Pues os confieso, que el verdadero motivo por el que vuestro difunto esposo, mi querido y buen viejo Volodioso —y Ardid no se sintió ofendida por tales expresiones de familiaridad, antes bien, las consideró con cierto regocijo—, no se zampó de un trago mi Reino, es por el profundo convencimiento que tenía, como astuto que era, de que si intentaba tal cosa, yo le echaría toda la piratería encima.
Las dos mujeres no sólo habían dejado la corona en la hierba, sino todo protocolo real, y sus risas se mezclaron durante un buen rato.
—Así pues —inquirió Ardid, aguijoneada por la curiosidad—, ¿es cierto lo que…, en fin, lo que se dice de que tenéis dominados (naturalmente, por vuestro poder y majestad, además de sabiduría) a esos feroces depredadores del mar?
—¿Qué decís, querida? ¿Sabiduría, majestad?… ¡Oh, Ardid, Ardid! —y le guiñó un ojo, al tiempo que volvía a golpearle la rodilla en expresivo palmetazo—. ¡Oh, Ardid, Ardid!…
Y sus risas subieron de tono, como el vino subía una y otra vez al borde de sus copas.
De improviso, todos los sueños de una niña, o tal vez de muchas niñas, se alzaron suavemente ante y entre ellas dos: una Isla, donde ocurría todo lo que las niñas deseaban o no deseaban. El encuentro y desencuentro de los sueños: la Isla de Leonia, y el mar, que todo lo acepta y todo lo devuelve a la arena. Algo agonizaba y a la vez nacía en el corazón de la Reina de Olar: aquella que fue la pequeña Ardid de ojos de ardilla, la que pudo ver al Trasgo del Sur gracias al Goteo de Luna que anidaba al fondo de su mirada, y la desengañada Ardid, que amó y no fue amada. A veces, el dolor y la alegría se aúnan como viejos y secretos cómplices.
Poco más tarde, se descalzaron y desciñeron los apretados corpiños.
—Ah, qué placer de vida, Ardid —dijo Leonia, ya sin rebozo alguno—. ¡Qué placer de vida, en verdad!… ¡Mil vidas que tuviera, mil veces elegiría esta vida mía!
—Así me lo parece —dijo Ardid, alcanzada por una súbita aunque dulce envidia—. Así me lo parece: rebosáis felicidad y gozo de vivir.
—Y no sólo eso —dijo Leonia, con la súbita seriedad, perfumada de vides, que acompaña las libaciones—. Y de oro, y de riquezas, y de la mejor flota que pueda haber.
—Sabía que erais acaudalada —comentó Ardid—. Y oí decir que poseíais una flota mayor que la de tres Reyes del Mar juntos…
—Así es. ¿Reyes del Mar? Reyezuelos ambiciosos, estúpidos y ebrios como odres. ¡Bah! Palidecen de envidia al contar mis naves, o la parte de mis naves que permito asomen hasta sus feas narices. Y además, creedme, el comercio, además de remunerativo, es hermoso. He de admitirlo: soy Reina, soy poderosa, soy rica…, y soy, además, aventurera. Aventurera, querida Ardid, hasta el meollo de mis huesos. Esta Isla es, en realidad, un antiguo corazón, una antigua luz, un antiguo amor, una antigua vida…, aunque, tristemente, pronta a desaparecer. El día en que yo muera (y no lo olvidéis, Ardid querida), la Isla partirá conmigo, y jamás regresará —Leonia suspiró—. Tal vez podrán recordarnos, imitarnos, desearnos, difamarnos o condenarnos; pero nunca, nunca más volveremos. Y nuestra desaparición (como todas las desapariciones, tenedlo por seguro) abrirá un gran vacío… en el mundo. Un gran vacío… —su voz se volvió entonces tan débil como el eco de un suspiro.
El sol se ocultó, definitivamente, y la hierba despidió su aroma con tal pujanza, que infinidad de murmullos brotaron por doquier: ligeros, leves cánticos de seres nocturnos y luminosos, verdeantes chispazos bajo el gran cielo que resplandecía aún en el recuerdo del día recién desaparecido.
La voz de Leonia adquirió de pronto un tono bajo y tan profundo que diríase surgido del oscuro vientre del mundo:
—Todo termina, querida. Y no os oculto que quizá yo soy la última Reina, y que ésta es la última Isla.
—¿Qué queréis decir?…
—Algo muy sencillo y complicado a un tiempo, pero que vos entenderéis bien, no sólo por sagaz, sino por las gotas de luna que os fueron concedidas al fondo de los ojos. Esto no es el Sur: esto sólo es el Sur del Norte. El verdadero Sur está, estaba, estará más allá…
—¿Más allá…?
—Sí, más allá: más al Norte, al Este, al Oeste y al Sur. Aquí queda sólo el mundo de Leonia, y Leonia ha sido la última Reina y la última Isla, porque estamos condenadas a desaparecer. Somos el último reducto de una muy antigua, muy sabia, muy hermosa y desaparecida vida…
—Pues, ¿y el verdadero Sur?
—Del verdadero Sur queda ya poco. Por ahí andan, enredándose en el mismo ovillo, unas veces al derecho, otras veces al revés, hombres sin tino, navegantes, poetas y derrotados.
Y añadió, con un suspiro tan fuerte que enmudeció a los grillos, y cerraron sus alas las mariposas de luz, y ocultaron su verde resplandor todas las luciérnagas:
—Sí, querida, somos el último reducto de los sueños.
Y así diciendo, se levantó, no muy ágilmente, y ordenó:
—Traed luces, escanciad más vino y servidnos una abundante cena, pues estamos fatigadas de ser reinas y madres. Ea, seamos nuevamente mujeres.
Recuperó su risa, y tomando a Ardid por la cintura, pasearon lentamente de un lado para otro, ligeramente vacilantes, mientras decía:
—Querida Ardid, concededme el honor de asistir al banquete que dispuse en vuestro obsequio. Así, espero no me defraudéis, y obsequiad con vuestra presencia nuestra cena de medianoche; vos y vuestras hermosas Damas Acompañantes.
—¿Medianoche… banquete…? —murmuró Ardid. Por primera vez creía que el suelo se desvanecía impalpablemente bajo sus plantas.
—Así lo espero, con verdadero deleite. Estará ahí lo más florido y encantador de mi Corte.
—Con placer —dijo Ardid.
Ya en su cámara, Dolinda la recibió un tanto inquieta. Y mientras la ayudaba a desvestirse, se tendió sobre un lecho materialmente inundado de cojines de pluma, y cuyo dosel estaba rodeado de cortinas transparentes que flotaban graciosamente al menor soplo. Por las ventanas entraba el perfume de la noche, tan fresco y delicioso que Ardid cerró los ojos, presa de una alarmante voluptuosidad.
—Señora —murmuró Dolinda—. Os ruego no os durmáis… Desearía comentaros algunas cosas que me tienen desazonada…
—Hablad, hablad sin rebozo —dijo Ardid con insospechado brío—. Os escucho.
—Pues… Oí muchas cosas…
—No perdisteis el tiempo, cosa que me alegra. Pero abreviad en lo posible, querida, pues tanto vos como yo debemos reposar ahora para mostrarnos frescas y fragantes en el banquete de medianoche.
—Oh Señora…, ¿en verdad pensáis asistir a tal banquete?
—¿Y por qué no?
—Pues…, si resumo en breves palabras lo que he visto y oído, debo advertiros de que la noble Leonia no frecuenta compañías honorables… Sí, así es: sus mejores amigos no son otros que ciertos lobos y bandidos que surcan los mares robando joyas, barcos, doncellas y cuanto atinan a echar mano… Y no sólo son amigos suyos, sino que, a su vez, ella les protege; y al otro lado de la Isla (el que desde nuestras costas no podemos apercibir), no solamente el terreno se transforma y muestra, en lugar de feroces e inexpugnables acantilados, suaves playas y ribazos de dulzura sin igual… bordeadas de islotes igualmente bellos, aunque utilizados por ella de modo poco digno, pues allí suele refugiarse toda la piratería que asalta el ancho mar, y allí conciertan y negocian sus deshonestos tráficos y mercaderías y toda la inmoralidad que en el mundo cabe ni nosotras podemos imaginar; ésa es la fuente de todas sus riquezas. Y habéis de saber, Señora, que tan amable y placentera, tan fastuosa y pródiga Reina, es cruel como el más cruel de los guerreros de la estepa, pues la falta más nimia la castiga con el potro, y la falta mediana, con torturas sin límite, y la falta grave… ¿qué os puedo decir? Tan refinada es en sus torturas como en aplazar y prolongar agonías, al igual que es refinada amante y sabia en prolongar sus placeres más íntimos y secretos. Creedme, Señora: Leonia es una criatura peligrosa, y si no desecháis mi consejo, humilde, pero no falto de amor y solicitud, creo que, si habéis ultimado con ella los detalles del negocio que aquí os trajo, lo más conveniente sería regresar prestamente a nuestra tierra.
Aunque sumida en los espumeantes vapores que la mecían, Ardid no dejó de enterarse punto por punto de cuanto su fiel y atemorizada camarera le decía. Así que, una vez oídas estas lamentaciones y recelos, le dijo:
—Querida Dolinda, sois algo tarda en entendimiento. En definitiva, los negocios son los negocios, y éstos no se rematan a la ligera, como si se tratase de un burdo cosido. Dejadme hacer, que yo sé bien lo que hago y pruebas tenéis de ello. Prestaos, en cambio, a acicalarme y acicalaros como, llegado el momento, conviene para asistir a tan importante banquete.
—Pero, Señora… ¿Vamos a cenar, en verdad, con truhanes?
—Truhanes o no truhanes —respondió Ardid, bostezando—, los negocios son los negocios.
Y sumiéndose en placentero sueño, puso punto final a la discusión.
3
Truhanes o no truhanes lo que allí encontraron, lo cierto es que la entrada de Ardid y sus damas en el jardín de los Banquetes fue para ellas un espectáculo que jamás olvidarían, y serviría de conversación, y aun germen de leyendas, en los espesos inviernos de Olar.
Bajo las grandes y rojizas estrellas, antorchas y lámparas de mil especies brillaban en profusión; finos pebeteros esparcían mil perfumes y aromas; mesas largas y tan bajas que permitían sentarse a ellas sobre mullidos cojines de seda multicolor, aparecían esparcidas sobre la cuidada hierba y ofrecían el espectáculo más fastuoso que en comida, bebida, ornato, luz y música contemplaran sus encandilados ojos.
La misma Reina Leonia presentó a la Reina Ardid, con la arabescada fraseología de la Isla, a los carísimos y dilectos amigos de su corazón. Y, al parecer, tenía preferencia en rango y ascendencia a un cierto Príncipe de Escorpio, que ostentaba la estatura de tres hombres corrientes superpuestos, y cuyos largos cabellos negros se enredaban a ambos lados de sus mejillas en sartas de pedrería. Vestía un complicado jubón, donde compadreaban dragones marinos, pájaros azules y enigmáticas estrellas. En su partida oreja izquierda brillaba la amatista más grande que ojos humanos podrían contemplar —ni aun imaginar—. Y tras este imponente Príncipe de Escorpio, de cuyo cinto pendía la espada más curva de cuantas curvadas y escalofriantes espadas podía hallarse, había otros cuyos títulos y méritos sonaban tan suntuosos como sus dueños. Todos tenían en común la imponente musculatura y la desaparición, si no total, de algún apéndice físico: tal como una oreja, lóbulo, ojo, mano, pie o incluso nariz —como aquel que cubría su deficiencia con un curioso capirote de seda bordado en zafiros—. Habíalos para todos los gustos o disgustos, preferencias o caprichos, pues podía atisbarse entre ellos algún delgado y flexible Príncipe, Rey o Emperador —que por títulos no parecía andaran faltos—, de piel dorada y barbas amarillas, cuidadosamente dispuestas en bucles ungidos por alguna olorosa y brillante sustancia que se repartía entre maraubina o aroma de jazmín, sin olvidar remotas vaharadas, ora de sándalo, ora de ajenjo. Lo cierto es que muy alto era el grado de alegría que les inundaba a todos.
En el vaivén de sus sentidos, Ardid no acertaba a definir si el estremecimiento que reptaba por su espalda se debía al terror o a un muy cálido secreto y quizá prohibido deleite. Y cuando Leonia, con gesto tan dudoso como encantador, dibujando un vago contorno, dijo: «Podéis elegir, Señora, sin el menor escrúpulo o comedimiento, lo que mejor apetezcáis y deseéis», no sabía Ardid, en verdad, si se refería a las bandejas que le ofrecían, repletas de lenguas de flamenco, o a tan variada como fascinante compañía. Y no faltaban también entre sus acompañantes, delicados jovencitos de mirada aterciopelada y cabellos trenzados o rizados de forma tan caprichosa, que para sí quisiera Ardid en la más encumbrada y lujosa de las solemnidades de Olar. El espíritu de Leonia abarcaba todo aquello y aún más: hasta las cacatúas y pájaros exóticos, y danzarines y danzarinas, e incluso tiernos niños de orejas taladradas por anillos de oro, y flores, y bebidas y viandas que se ofrecían graciosamente por doquier. Las damas de Olar retenían lengua y respiración; y Ardid hubo de recurrir a su habitual aplomo y regio porte para no prorrumpir en gritos de admiración como campesina que por primera vez asiste a la feria del mercado.
Aunque la Reina Ardid y sus damas se habían adornado con la totalidad de sus joyas, mustias baratijas parecían al lado de los zafiros, amatistas, esmeraldas, rubíes y diamantes que inundaban a todos los presentes. Y con tal donaire y displicencia los lucían, que no ponían demasiado cuidado en apretar sus broches y cierres, o ajustar las agujas: así que, sin aparente cuidado, los perdían sobre la hierba. Y si por algún sirviente eran devueltos a sus dueños, con distraída expresión los retornaban a su puesto. «Esto es elegancia —se dijo Ardid, en el creciente entusiasmo que la embargaba—. Truhanes o no truhanes, esto es elegancia, porte, distinción y desprecio por lo baladí».
Y satisfecha de haber llegado a tales conclusiones que, a su juicio, ponían al descubierto el meollo de muchos errores cometidos por la humana naturaleza, tomó asiento con la más esplendorosa de sus sonrisas. Y como en verdad era bella, y su tersa y estallante madurez sobrepasaba a la turgente y gordezuela carne, aunque bien repartida, de Leonia, y a la pálida aunque digna y serena belleza de sus acompañantes, los ojos de los truhanes o no truhanes repararon con harta y grata complacencia en ella. Ardid lo notó, y aunque ligeramente asustada, percibía sobre sí sus miradas y el amordazado deseo de murmullos que acariciaban embriagadoramente sus oídos —graciosamente rematados por gruesas perlas del desdichado Rey de los Desfiladeros.
—¡Qué hermosura, Señora! —dijo al fin, dándose aire gentilmente con el precioso abanico de plumas que le ofrecía Leonia—. Sois una anfitriona sin igual.
—Me avergonzáis, Señora —respondió Leonia bajando los ojos (que Ardid descubrió abundantemente teñidos de una sustancia azul y transparente a un tiempo)—. Pobre refrigerio es, en verdad, para tan alta y noble Reina como sois vos.
Y así cumplimentadas, decidieron para su capote prescindir en lo sucesivo de más protocolo, y se abandonaron a las delicias del ágape. Y como Ardid no podía reprimir su admiración ante la exquisitez de los platos y la delicadeza sin igual que los rodeaba —en contraste con las feroces miradas y horrendas (aunque incrustadas de pedrería) cicatrices de los comensales—, la Reina Leonia puso punto final a su irreprimible aunque frenado asombro, diciéndole —mientras ensartaba en una larga aguja de oro el corazón de un faisán:
—Querida, no olvidéis que ésta es una isla, y una isla mujer: y que si bien nadie puede dudar que los hombres son extraordinarios conquistadores, además de otras cualidades bien conocidas, en definitiva las mujeres somos la civilización.
—¿Así lo creéis? —murmuró Ardid, que jamás había oído aquella palabra, pero admiraba de tan audaces términos en mujer que, si bien sabía contar y calcular rápidamente, seguramente no sabía leer ni escribir (para eso disponía de esclavos al dictado)—. No se me había ocurrido. Aunque abrigo mis dudas sobre tales afirmaciones, no las desecho, y es más: las retengo para, durante el largo invierno, estudiarlas a fondo.
Pese al vino, la música, la delicia de los variados platos, las danzas y el revoloteo de pájaros y risas, la conversación manteníase espumosa y grácil. Muy lejos estaban para Ardid las pesadas comilonas de soldados borrachos en que, irremisiblemente, degeneraban casi todos los banquetes de Olar, por suntuosos y solemnes que se pretendieran. Pues aunque Leonia procuraba no cansar a sus comensales con reflexiones que cortaran el buen curso de sus digestiones y libaciones, lo cierto es que salpicaba de excelente pimienta, almizcle, sal y toda clase de hierbas aromáticas su voluble ir y venir, hecho de respuestas, preguntas, apostillas y demás arabescos verbales.
Y entre bocado y bocado, entre halago y cortesía, tanto de parte de Leonia como de sus acompañantes, lo cierto es que, en breves alusiones o cándidas insinuaciones, o maliciosos golpecitos de plumas de avestruz, con las que se abanicaba graciosa e insistentemente —la noche era cálida, y aún más cálida la hacían el vino y el yantar—, Ardid pudo enterarse de cosas tan sustanciosas como la enormidad de sus riquezas, la sagacidad desplegada en los negocios, las dotes de buen mercader y excelente diplomático que adornaban a Leonia.
Escuchando palabras por aquí, palabras y silencios elocuentes por acá, lo cierto es que, entre el perfume de la noche y la ligereza de las conversaciones, que revoloteaban de allí para allá como mariposas —cosa impensable en los rudos modales de Olar—, confirmó Ardid lo que Leonia le contara: que la fabulosa Isla desaparecería con Leonia, junto a su Reino y esplendor, el día en que ella los abandonara, tal como su esplendor y Reino nacieron con ella.
«¿Qué significaba aquello? …». La curiosidad y la confusión llenaban el corazón de Ardid. Y así, como al desgaire —todo era tan confuso y tan locuaz aquella noche, y tan secreto y desprovisto del mismo—, sin apenas darse cuenta —como ocurre, a veces, en los sueños—, supo de los orígenes de la Isla, el Reino, la viudez e, incluso, las circunstancias más íntimas de la vida de tan singular Reina.
A los nueve años —si bien desarrollada y precoz, como se desprendía de los hechos—, Leonia fue la pasión amorosa de un temido Rey del Archipiélago Septentrional; y raptada de su isla natal —una remota y pedregosa región, más al Sur, Sur adentro—, se convirtió a poco en la más gentil soberana de una flota tan rica como sanguinaria. Y no era menos cierto que antes de cumplir los once años había asesinado a su raptor, y que tomando por esposo a su aliado, el famoso Rey de la Piratería Oriental, aumentó —al unirlas— la flota de ambos y su fabuloso botín. Tampoco estaba muy lejos de la verdad —según pudo colegir Ardid, atrapando palabra aquí, comentario allá—, que a los doce años Leonia ya se había desecho del Aliado Oriental y sus gentes y, asumiendo el mando de ambas flotas unidas, descartó la idea de tomar nuevo esposo, para así elegir libremente, acá y acullá, la pareja, como placía, sin fastidiosos ceñimientos a cánones o estilos al uso.
Según pudo entender Ardid, Leonia fue víctima de calamidades y gozadora de fortunas. Vino a perder su flota y riquezas en lucha con el menos temible, menos rico y menos astuto de cuantos piratas surcaran las aguas del mar: si bien ayudado éste por una tempestad que, amén del abordaje y fuego, dio al traste con su Reino marítimo. Y vino a dar con sus tiernos huesos —contaba no más de trece años, según calculó Ardid— a la Isla, por su lado bueno —el que no se ofrecía a la vista del vasto continente—. Quedó fascinada por la belleza que gozaba de aquel otro lado, donde un diminuto archipiélago aparecía magníficamente entre las olas. Allí estuvo alimentándose de la abundante fruta salvaje, y en verdad deliciosa, de aquellos parajes. Con el rubio cabello al viento y sin más cobertura que su dorada piel, fue vista por un Príncipe de los Bajíos. No era demasiado poderoso, pero llevaba incrustadas en las encías, que muy generosamente mostraba al sonreír, una muestra tan completa de pedrería, que hubiera hecho palidecer de envidia la corona de muchos reyes terrestres. Y por ésta y otras misteriosas causas, Leonia se unió a él. Pero ahora no aceptó un nuevo Reino marítimo, sino que por su cuenta y gran experiencia, gracias a la pasión que inspiró en aquel Príncipe de los Bajíos, no tardó en apoderarse de la sonrisa de su calavera. Despojado de todas sus joyas, al parecer yacía enterrado en el centro de la Isla. Y del fruto de la sonrisa de aquel Príncipe, emprendió las depredaciones, que ella prefería llamar transacciones atinadas, comercios sensatos, con toda piratería, pequeña o mediana, que por allí se acercara. Y sobre los cimientos de aquella despojada calavera, levantó el Palacio, y en torno al Palacio, el Reino.
El brillo del sol sobre su desnuda piel y sus dorados cabellos atrajeron a muchos cándidos y desafortunados. Con el tiempo, acudieron otros, no tan cándidos, aunque sí afortunados. Arribaron a sus costas dispuestos a tratar con tan audaz como fascinante criatura. De suerte que llegó a buenos tratos, pactos y convenios. Y tuvo esclavos de todo origen y catadura con que iniciar su obra, y gentiles caballeros y hermosas muchachas poblaron su Corte. Aunque la mayoría de ellos poseían reinos tan suntuosos como flotantes y a la deriva. Aquellos pactos, aquellos convenios y aquellas especulaciones crecieron como la espuma y consolidaron los frágiles cimientos que habían brotado de una monda calavera de siniestra y muy despojada sonrisa. Ningún sello ni firma ni huella ni garabato, dejó constancia de aquellos convenios, pues conocida es la escrupulosidad con que se rigen los que reinan en la mar: y el Reino de Leonia se fundó y cimentó y consolidó sobre aquellos sólidos e indestructibles principios. «En verdad —rumiaba Ardid, entre vapores de suaves y estimulantes bebidas— que me creía astuta, luchadora, fuerte, afortunada y paciente, y tenía mi vida como singular vida de mujer: pero al lado de Leonia, todo lo vivido, sufrido, gozado y ansiado por mí, me parece un mal cosido, a punto de estallar por todas partes».
Y así, en la dulzura, intensidad y abundancia de aromáticas libaciones —ligeras como la luz, pero tan embriagadoras como el aire de la isla—, lo cierto es que la noche iba tornándose cada vez más perfumada, espesa y turbadora. Tan suave, ligera y graciosamente como todo lo demás, fueron apagándose las antorchas, las voces y revoloteos de los pájaros. Llegó un momento en que sólo silenciosos y aterciopelados esclavitos atendían acá o allá súbitas exigencias de todo tipo y especie.
Un vasto, hondo y antiguo aroma invadió a Ardid y a sus damas, y a cuantos allí se hallaban. La penumbra, el dulce abandono de la noche penetraba por piel, ojos, oídos, labios y deseos. «Quizás, ésta es la otra cara del amor, tal y como esta zona en que nos hallamos, es la otra cara de la Isla; esa que todos imaginan y nadie conoce…», se dijo Ardid. Amor: una palabra amarga y temida para Ardid. Un grande y muy ostensible amor —en su vertiente desconocida para ella— soplaba como brisa caliente y refrescante a un tiempo, y enardecía sentidos y corazones. Abandonóse al fin sin rebozo a las insinuaciones de aquella palabra. La sensación, no desprovista de melancolía, de que quizás estaba viviendo por última vez algo que, paradójicamente, no había gustado nunca antes. Y como desde hacía rato, o tal vez siglos —¿quién podía ni quería saberlo?—, sentíase poderosamente inclinada a corresponder las mil cortesías y atenciones exquisitas de un cierto Señor del Mar del Norte, de rubias trenzas y ojos azules —cuyo vigoroso aspecto dejaba tamañito al propio Volodioso—, despertó al tiempo que adormecía sobre un antiguo y recién revelado secreto, y accedió a seguirle por la frondosa senda que partía del diminuto jardín de los Banquetes hacia el lado más cálido y hermoso de la Isla de Leonia.
Abandonada en sus brazos, contempló el famoso, diminuto y fascinante archipiélago donde, según la inocente Dolinda, se llevaban a cabo los deshonestos comercios de la peligrosa Reina. Una vez allí, no tuvo el menor inconveniente en visitar el Flotante Palacio de tan atrayente como estremecedor Señor, ni en conocer su litera, amplia, mullida y tan mecida por el mar como por el vino y el amor.
Al borde del amanecer, en ornada y mullida barca repleta de cojines, se sintió portada no podía saber por quién, no sabía por qué ruta —si rodeando la Isla o volando sobre ella—; y tan discreta como delicadamente fue devuelta a su cámara, que cuando ya muy entrado el sol de la mañana se despertó, no sólo no sintió rubor, remordimiento, vergüenza, temor o cosa parecida, sino que, muy al contrario, saludó gozosamente al día. Comprobó las huellas que la noche y la hermosura de vivir habían dejado en sus ropas, cabellos y piel misma. Y no sólo no se lamentó de ello, sino que, aunque secretamente, deseó que la buena Leonia tuviera la ocurrencia de celebrar prontamente, antes de que se iniciase su regreso, otro ágape, en su honor o en el honor de quien mejor le pluguiese.
Como adivinando aquellos deseos, siguieron aún algunos días, con sus noches y sus ágapes, antes de que Ardid lograra explicar con detalle la misión que allí la llevara. Tratábase de que una vez concertada la boda, el Rey Gudú, rompiendo la costumbre de celebrar en Olar sus esponsales, acudiría a la Isla y en ella se celebraría la boda. Y una vez ésta consumada, con la nueva Reina regresarían todos al tan remoto como frío Olar.
Leonia no ocultó el alborozo y curiosidad que despertaban en ella conocer a tan famoso como joven Rey, y se aprestó a enviar emisarios y a su más lucida nave para que pudieran recibirle en el puerto, con el honor y boato que tan regio Señor merecía, portarle luego a la Isla y allí, con suntuosidad que prometía sobrepasar la más encendida imaginación, celebrar los esponsales. Y arrullada por la grata ilusión de prolongar, aunque fuere siquiera un poquitín más, la estancia en tan maravilloso lugar, Ardid, no obstante, no perdió el tino hasta el punto de olvidar el envío a su querido hijo, en sellado y cerrado pergamino, de advertirle no olvidara cambiar sus ropas de soldado por traje más digno, tomase un buen baño y acicalase sus bellos, rizosos, pero ásperos y aún menos perfumados cabellos.
El Rey no se hizo esperar. Rápido en sus decisiones como en el manejo de la espada, lo cierto es que pronto apareció en la Isla: brusco, contundente, atezado, dominante e imponente. La misma Leonia, al verle, pareció impresionada. Y dijo:
—Querida Ardid, tenéis un hijo de aspecto a todas luces prometedor. Y tendría gran interés en conocerle un poco antes de entregarle a mi hija, pues, como madre —suspiró tan falsa como delicadamente—, comprenderéis el interés que me guía: deseo cerciorarme personalmente de sus cualidades. Mi intuición y experiencia de vieja mujer y vieja Reina —y aquí nuevamente una encantadora sonrisa veló su voz— me inclinan a creerlo dueño de muchas virtudes.
—Así lo comunicaré a mi hijo —respondió Ardid, aunque diciéndose, para su capote, que esperaba que Gudú no defraudara tales esperanzas. Pues comprobó, con inquietud, que si bien éste se había bañado y peinado y vestido con bastante decencia, distaba mucho de albergar las exquisitas maneras y el aspecto usuales en la Corte de Leonia.
No obstante, la Reina pasó con Gudú dos días y dos noches, en profundo coloquio y a no dudar minuciosas recomendaciones. Pasados los cuales, devolvió al joven Rey a su madre, con la siguiente observación:
—En verdad os digo, Ardid, que vuestro hijo Gudú ha satisfecho ampliamente mis esperanzas, y tal como presumí en un principio, reúne la arrogante y soberbia severidad del soldado con las cualidades del más experimentado y sabio varón. Oh, Ardid —añadió en tono más bajo y confidencial, súbitamente desprovisto de toda ceremonia o falsedad—, ¡quién fuera Gudulina!
Ardid quedó muy halagada, si bien un tanto sorprendida del grado de inteligencia y habilidad diplomática de su desconcertante retoño. Pero quedó aún más sorprendida y desconcertada, si cabe, cuando, a su vez, preguntó a Gudú sobre la impresión que le había producido la Corte, las gentes y la Reina misma. En la breve entrevista que tuvo con la Princesa Gudulina, en la que ésta se mostró candorosa pero no estúpida, inocente pero no ignorante, delicada pero no melindrosa, Gudú había asentido con aprobación. Pero en respuesta a su otra pregunta, le confió:
—Gente rica, suntuosa y efímera; durarán poco.
Con lo que nada de extraño tuvo la prisa con que dio remate a una ceremonia nupcial esplendorosa, y tras la que se inició el regreso a Olar.
En su última noche en la Isla, Ardid despertó de madrugada, en un gran silencio. Con súbita decisión, empujada por una curiosidad irreprimible, saltó del lecho y salió de su cámara. Atravesó estancias, descendió escaleras, como si una voz inaudible la condujera. Parecía que el Palacio entero, y la Isla misma, estuvieran deshabitados, no en aquel momento, sino a través de tiempo y tiempo.
Ardid se estremeció, pero su curiosidad fue siempre más grande que sus temores, y, resueltamente, aunque con el corazón palpitante, se dirigió hacia la parte oculta de la Isla: aquélla donde se desplegaba la sensualidad, la dulzura de la vida y todo el placer que ella había conocido. «Sólo a partir de la medianoche se penetra en el archipiélago secreto; sólo a partir de la medianoche, hasta el alba… y yo sé que es el tiempo exacto de los prodigios, de la magia y de los sueños», se dijo. Porque así la había instruido su amado Hechicero, y así lo había confirmado su amado Almíbar, y así lo había reafirmado su amado Trasgo.
Salió al fin, hacia el sol que brotaba lentamente tras los arrecifes, más allá del embarcadero de los Reyes del Mar. Y cuando, por fin, con sus pies descalzos, pisó los guijarros y la arena, el sol asomó enteramente sobre el agua. Entonces, Ardid se detuvo, asombrada, ante un paisaje desconocido. Allí no había ancladas naves, suntuosas y doradas, ni vestigios de fiestas ni placer. Un espectáculo desolado, desierto y reseco se ofrecía a sus ojos. Y el sol naciente únicamente arrancaba destellos a un suelo rocoso, sembrado de cascotes; trozos de loza o mosaicos que algún día fueron hermosos; trozos de espejo roto, que a los primeros rayos del día semejaban estrellas efímeras, fugaces.
«Dios mío —se dijo Ardid—. Todo era un sueño, o un recuerdo… Todo esto son los restos de los sueños, de los piratas que el mar devuelve a la tierra, por inútiles…». Y corrió, corrió, sin sentir el dolor de las heridas que abrían cascotes y rocas en sus pies descalzos, a sumergirse de nuevo en el lecho de su cámara: con los ojos cerrados, y diciéndose que todo aquello no había sucedido, que sólo era el sueño de un sueño, o de miles de sueños…
Le pareció a Ardid que en un soplo había pasado su tiempo cuando, consumada la boda y precedidos por la Nave Nupcial, alejábase con su pequeña escolta de damas, llorosas y suspirantes, de aquel lugar. Junto al último resplandor del sol se borró, tras suave y dorada bruma, la Isla de Leonia. Un frío conocido, pero infinitamente más triste que nunca le pareciera antes, la obligó, tanto a ella como a sus damas, a envolverse en chales. Y, mordiendo el largo lamento que huía de su garganta, se dijo que, por vez primera, entendía las ya lejanas palabras de Volodioso, cuando dijo que la Princesa Salvaje no era una mujer ni un amor. En el cada vez más difuso contorno de la Isla de Leonia, Ardid supo que se despedía para siempre del último jirón de su, tal vez, desaprovechada juventud.