El Príncipe Predilecto no aparecía por ninguna parte, y Gudú, acostumbrado desde niño a no prescindir de él para ninguna empresa, experimentó por primera vez en su vida un extraño sentimiento: la sensación de que había olvidado algo, un arma, una orden, una advertencia. Algo le faltaba, y si hubiera sido capaz de amar, tal vez en aquellos momentos habría llorado. Pero aunque no le amara, tener junto a sí al Hermano Protector —desde un día en que, siendo niño, le defendió de la burla y patadas de los criados— le había parecido tan natural como el día y la noche, como la sed y el agua, como su brazo derecho o el aire que respiraba. No sentía pesar, es cierto, pero sí una desazón e incomodidad tal, que anduvo inquieto durante muchos días: y en vano envió hombres por toda la comarca, sin resultado. Cuando, al fin, se le ocurrió enviar un emisario a las tierras del Sur, donde Predilecto tenía sus posesiones —aunque, sin él saberlo, despojadas por orden suya—, ya había desaparecido todo rastro de su hermano. El emisario regresó diciendo que sólo abandono, muerte y soledad reinaban allí, junto a las ortigas y la maleza. En muchas leguas a la redonda, aun habiendo recorrido alquería por alquería, sólo miseria e ignorancia halló entre sus escasos habitantes. Y sólo un pastor le dijo: «El Príncipe ha muerto». Y como nada más pudo conocer, regresó con el convencimiento de que allí no había puesto el Príncipe sus plantas.
Tan preocupado estaba el Rey en esta cuestión como en el adiestramiento de los que, orgullosamente, llamaba «sus cachorros», en la denominada Corte Negra. La elección de futura esposa se retrasaba en manos de su madre, a quien encargó de buscar no una, sino varias candidatas, y de origen lo menos brumoso y delicado posible.
La Reina, que aplazaba de día en día, y con gran desánimo, la reunión para la elección de posibles candidatas, se vio sorprendida por la visita de su hijo. Sin mucha ceremonia —más bien ninguna—, Gudú se hizo escuchar:
—Madre —dijo—, deseo que mi tío, el Príncipe Almíbar, reanude la Historia que quedó inacabada.
—¿Qué Historia?
—La Historia de nuestro pueblo y nuestra estirpe. Ardid permaneció un instante pensativa. Luego dijo:
—Sí: el buen Margrave Olar hizo grandes cosas dignas de tener en cuenta; y también, por supuesto, vuestro padre —por la frente de Ardid galoparon innobles hechos, cruentos, dolorosos y amorosos hechos, que ahuyentó, como ahuyentaba los insectos en torno a su lámpara de estudiosa Reina—. Pero, sin duda alguna, vos mereceréis más adelante mejor capítulo. ¿No creéis oportuno esperar?…
—¿Por qué? —se impacientó Gudú—. Debe constar mi vida del principio al fin, como la de Sikrosio, que, según veo, pasáis a la ligera…
—¡Oh, Sikrosio! No fue un ser honorable.
—Honorable o no, existió. Y tal vez sin él mi padre no hubiera jamás soñado ni podido llegar a Rey. Así pues, madre, decid al Príncipe que reanude la Historia. —Curiosamente, sólo nombraba con este título a Almíbar y Predilecto; si bien, para este último, como era meticuloso y prefería ahorrar confusiones, solía añadir la palabra hermano.
—¿Y por qué lo deseáis con tanta premura?
—La Historia es la única forma de sobrevivir en la memoria de las gentes, madre; la única forma de salvarse del olvido.
Un frío extraño, como sutil nevada, cayó de improviso sobre el corazón de Ardid. Miró a su hijo con inquietud; mas éste parecía abstraído en el vuelo de una importuna mariposa que le rondaba, con insolente vuelo.
—¿Y por qué…, por qué, hijo mío —rara vez así le nombraba—, queréis perdurar en la memoria de las gentes?
Un ligero estremecimiento, precisamente allí, en aquel jardín tan hermoso, donde el sol brillaba y las mariposas osaban coquetear sobre la frente del futuro Rey de Olar, parecía regresar.
—Porque el ejemplo de un Rey es para otro Rey como un faro: le indica los peligros y arrecifes de la costa-repuso Gudú, que, por cierto, jamás había visto el mar.
Y, en tanto lo decía, abrió las dos manos, con ojos atentos hacia el vuelo de aquel verde insecto que le estaba importunando.
—Es una buena razón —dijo Ardid, mientras sentía un cierto alivio. En aquel momento, creyó ver pasar por la frente de Gudú un silencioso e innumerable cortejo de jinetes: reyes destronados, reyes triunfantes, tristes reyes y reyes anónimos y olvidados; y todos venían e iban hacia el mismo país de la ignorancia y de la duda.
Gudú cerró las dos manos y atrapó el insecto. Estuvo contemplando sus manos unidas, y Ardid creyó escuchar, muy dentro de sus oídos, el aleteo indefenso de aquella aturdida y osada mariposa.
Pero, de súbito, Gudú abrió las manos y la dejó huir. La sorpresa que este hecho insólito —insólito en su hijo, claro está produjo a Ardid, fue causa de que de nuevo el recelo, el temor y una vaga desazón regresaran a ella. Escudriñó los ojos de su hijo, y de nuevo la tranquilidad llegó a su ánimo. En los ojos grises de Gudú no había ni la más remota sombra de piedad, o algo que se le pareciese.
Gudú había manifestado —y así lo hizo llegar a la Corte y Asamblea— que no veía razón para denominar Olar al Reino, si Olar era la ciudad capital y Olar el Castillo y Corte. De forma que, para evitar confusiones, junto a las nuevas leyes de sucesión por él dictadas, ordenó que todas sus tierras y las que aún podría añadir a su país, llamaríanse Reino de Gudú —aunque popularmente seguiría siendo el Reino de Olar—. La Asamblea, que desde la autocoronación del Rey habíase replegado lentamente a la misma oscuridad en que la mantuvo el Rey Volodioso, nada tuvo que objetar, excepto estampar su firma —o signo que así pareciera— en el pergamino de la conformidad. Y como, por otra parte, y a gran diferencia de Volodioso, Gudú no regateaba su esplendidez con ellos, y a sus hijos les nombraba rápidamente capitanes, si estimaba eran dignos de ello, y como aquella tierra daba hombres, si no en exceso inteligentes, sí arrojados hasta rayar la ferocidad, Gudú descubrió que para ello sólo precisaban un jefe en quien confiar tanta gloria. Así mismo, prodigábales posesiones, mando y riqueza, de modo que la Asamblea tenía sobrados motivos —aparte del supersticioso temor que los ojos del Rey les inspirara— para admitir y sellar con su asentimiento cuanto éste tuviera a bien disponer.
Los únicos cuya opinión no se consultaba eran, como de costumbre, las gentes que no poseían bien alguno. Llevaban siglos en el olvido, y aunque de tarde en tarde brotaba la rebeldía, tal era su ignorancia y pobreza, que acababan descuartizados y expuestas sus piltrafas, de forma que, para escarmiento de su rebeldía, se mantuviera grabado en todas las molleras por mucho tiempo.
La reconstrucción del viejo Castillo Negro quedó terminada cuando el invierno ya tocaba a su fin. Y si bien no provocó la admiración de los espíritus delicados y soñadores, aunque sí perturbó la sensibilidad de Almíbar por la inarmónica distribución de sus volúmenes y contornos, lo cierto es que Gudú se halló altamente satisfecho de los resultados. Las dependencias interiores, utilizadas para vivienda de sus gentes, como la suya propia, no revestían lujo ni comodidad alguna. No había más que pieles negras —robadas a las Hordas— con que cubrirse, paja y hojarasca para dormir, y los más imprescindibles enseres de uso. Pero sus rebaños estaban bien guardados, y mandó buscar dos pastores en los contornos para que cuidasen de ellos. Y aquellos hombres, montaraces y que apenas sabían hablar, y que los campesinos tenían como medio brujos —pues se les atribuían tratos con el Diablo y relaciones sexuales con cabras—, se sintieron satisfechos de asegurar el comer y beber, como jamás lo fueron antes. Su feroz temperamento se aficionó al manejo de las armas, tal y como contemplaban hacer a menudo a los que habitaban aquel Castillo. A su vez, tornáronse pastores-soldados, y sus exhibiciones a imitación de lo que veían a los soldados y a los cachorros divertían sobremanera a Gudú: y con ellos reía como jamás le había visto reír nadie: esto es, con auténtico regocijo.
El mayor de aquellos pastores-soldados se llamaba Atre, y era hombre ya entrado en años, y tuerto por añadidura, pero tan vigoroso como sólo se recordaba al Rey Volodioso y, en el presente, al propio Gudú. El mismo Yahek habíale retado en ocasiones a luchar sin armas, y salió vencido; por lo que, desde entonces, admiró secretamente a Atre. Y éste, por contra, sintió un tierno afecto por él. De suerte que un día le dijo: «Vamos a hermanarnos, viejo lobo». «¿Cómo es ello?», preguntó Yahek, que era simple y curioso como un campesino. Y Atre contestó: «Raja tu brazo hasta que te sangre, y yo haré lo mismo, de forma que así unamos nuestras sangres: y hermanos seremos». «Bueno —dijo Yahek—, no me importará, aunque hiedas a estiércol, ya que has podido vencerme. Pero ten por seguro que mi espada no reconoce hermanos, y con la espada te vencería en dos vueltas de hoja». Así lo hicieron. Y después de celebrarlo con abundante vino, Atre dijo a Yahek: «Ahora, Hermano Lobo, enséñame a manejar la espada como tú». «Ni lo sueñes —dijo Yahek—. Pues no dormiría tranquilo en lo que resta de vida».
Por otro lado, el segundo de los pastores —que unas veces decía ser hijo de Atre y de una extraña criatura mitad cabra y mitad mujer, y otras decía haber sido engendrado por el propio Diablo en vientre de mujer— contaba, al parecer, unos veinte años. Era alto y fornido —aunque menos que Atre—, y tan estúpido que mantenía constantemente la boca abierta, por lo que a menudo sufría las bromas de los soldados y cachorros, que se la llenaban de piedras, atinando de lejos y como blanco de su puntería. Pero él —llamado Oci— se prestaba muy agradablemente a tales demostraciones, pues tenía tan fuertes los dientes, encías, lengua y paladar, que era capaz de detenerlas hasta llenar su boca a rebosar, y luego escupirlas con tal fuerza que en más de una ocasión llegó, con ellas, a atravesar la cabeza de alguna estúpida y curiosa gallina de las que pululaban a sus anchas por dependencias y recintos de todo el Castillo. Y más de una anidó en algún rincón de la oscura escalera, de suerte que los soldados solían buscar los huevos allí y beberlos crudos, pues, por su origen campesino, tenían esto como sustancia en verdad de gran fuerza y vigor para sus músculos y cuerpos.
Las mujeres, instaladas en dependencias aparte y separadas por una empalizada de madera, tenían permiso para salir y entrar a su antojo, ya que tan contentas se hallaban con sus hombres, bien alimentadas, y cuidando de sus muchachos hasta los seis años, en que ingresaban en los Cachorros y se adiestraban a las órdenes de Yahek y Randal. Cocinaban y aseaban —según su entender, que era más bien parco— las habitaciones del Rey y las suyas propias.
A veces, la Bruja de las Estepas merodeaba por las dependencias de las mujeres. Pero prefería los bosques, y halló un tronco hueco donde cabían enteramente tanto ella como sus cuencos de barro, así como su yacija de hojas y paja. De esta forma, tenía siempre al alcance de su vista a Yahek, para que no pudiera mitigarse su odio. Las mujeres solían llamarla para dormir a sus hijos, pues la anciana sabía contar historias acompañadas de canciones que, al oírlas, todos los niños, por rebeldes que fueran, cerraban los ojos, como si sus párpados se llenaran de fina arena. Solamente permanecía alejada de una mujer, a cuyo hijo jamás quiso dormir, ni tan sólo mirar: y ésta era Indra, y el niño de ésta y Yahek se llamaba Krhin.
Gudú mandó instalar un gran taller de herrería y armas, y para ello envió a sus hombres en busca de los diez mejores maestros en tales oficios. Unos vinieron de grado, otros con resignación, y dos con cadenas, pues el Rey solía ser expeditivo en sus decisiones y poco amigo de discutirlas con nadie —y menos con los propios interesados—. Pero, de grado o por fuerza, aquellos hombres allí quedaron, y de sus fraguas y talleres salían las mejores armas y las más templadas hojas del Reino.
Así, llegó el deshielo. El río creció, las orillas verdearon entre la última escarcha, y se cubrieron los ribazos de campanillas azules y redondas flores amarillas como diminutos soles. Las muchachas más jóvenes de los contornos bajaron a las orillas del río, y los hombres las miraban desde las almenas de la muralla del Castillo Negro. El mismo Rey, un día, atinó a pasar a caballo junto al bosque, y cerca del río vio a dos campesinas jóvenes, que se lavaban y acicalaban junto al agua. «Hace tiempo —pensó— que aquellas hermosuras que me rodeaban, ahora escasean, si no es que han desaparecido…». Dicho lo cual, se aproximó a ellas cuan suavemente pudo. Al oír los cascos de un caballo, ambas se adentraron en el agua, despavoridas, y trepando a una especie de islote que de él emergía, estrechamente abrazadas, le miraron temblorosas.
—No tenéis de qué asustaros —dijo el Rey, descabalgando—. No voy a mataros ni haceros nada que no os agrade sobremanera.
Entró en el agua, y con ella hasta las rodillas tendió su mano a la que le pareció más linda y joven: una muchacha de unos catorce años, de pelo rubio oscuro. Iba muy pobremente vestida, y, al mirarla de cerca, Gudú juzgó que estaba demasiado flaca y probablemente hambrienta. Pero, con la experiencia que iba acumulando en éstas como en tantas otras cosas, pensó que mejor ataviada y alimentada, en nada tendría que envidiar a las más hermosas que él había tenido el agrado de conocer.
—Ven conmigo —dijo el Rey—. Te juro que nadie te hará daño: antes bien, te daré de comer cuanto quieras, y un vestido mil veces mejor que el que llevas puesto.
—Os lo ruego, Caballero —dijo la mayor—. No os llevéis a mi hermana pequeña, pues mi madre moriría de pesar.
—Pues no recibirá ningún pesar, si tu hermana conmigo viene —dijo Gudú, un tanto impaciente. Excepto el desagradable episodio de Tontina, no solía resistírsele muchacha alguna—. Tu madre recibirá dobles raciones de víveres, y la libraré de impuestos durante unos años… ¿A quién pertenecéis?
—Al Barón Rucindo —dijo la mayor—. Y sabed que es Señor de mal talante.
Al oír esto, Gudú rió con fuerza y, asiendo a la muchacha, la arrastró tras sí hasta la orilla, en tanto decía:
—Decid al Barón que el Rey Gudú ha tomado para sí una de sus vasallas; y tened por seguro que no tendrá objeción que hacerme.
Al oír tal nombre, las muchachas palidecieron. Y la hermana mayor salió del río con rapidez, y desapareció campo traviesa, en menos tiempo del que había necesitado para llegar al río.
En tanto, la menor temblaba de tal forma y con tal espanto le miraba, que Gudú se sintió molesto. Golpeándole ligeramente con el pie, dijo:
—No me mires como un conejo a un jabalí, estúpida, y sígueme. Ten por seguro que no vas a arrepentirte.
La montó a la grupa de su caballo y con ella regresó a la Corte Negra. Llamó entonces a un viejo soldado llamado Relisio, que, por faltarle la media mejilla que le arrebató un guerrero de las Hordas —en tiempos aún de Volodioso—, era muy respetado, tanto por los hombres del Castillo como por el propio Rey; de aquí que, dada su edad y conocimiento, habíale nombrado su intendente.
—Relisio, envía a este pájaro asustado a las dependencias de las mujeres. Decid a Indra que le dé un vestido limpio, que la ordene bañarse y peinarse, y que le dé de comer cuanto desee. Y si dentro de una semana ofrece un aspecto más lozano, me la envíe.
Pues Indra como mujer más refinada y entendida que las otras mujeres, tenía para estas cosas mayor tino y gusto.
—Así lo haré, Señor —dijo Relisio.
Al cabo de unos días, la muchacha fue enviada a Gudú.
—Unas cuantas raciones suplementarias y unos metros de tela pueden hacer tantos milagros en los soldados como en las muchachas —dijo Gudú, satisfecho. Pues la muchacha, aseada, peinados en suaves trenzas sus cabellos dorados, con la piel más clara y lustrosa y los ojos brillantes, ofrecía un aspecto inmejorable. Incluso sonrió cuando, al preguntarle su nombre, con una torpe reverencia, enseñada por Indra, dijo:
—Arandisca, Señor.
—Feo es el nombre —dijo Gudú—. Bueno, te llamaré Lontananza, como otra muchacha tan bonita como tú, de quien guardo buen recuerdo. Espero que sepas cumplir tu cometido igual que ella.
Dicho lo cual, mandó instalarla en su cámara, y desde aquel día le acompañó.
La muchacha embellecía día tras día, y el Rey dijo:
—Dentro de un mes, a lo sumo, desaparecerán los callos de tus manos y pies: de suerte que ningún detalle te faltará.
—Gracias, Señor —dijo la nueva Lontananza—. Pero quisiera saber algo de mi madre y hermana, a quienes prometisteis ayudar si yo os obedecía.
—¿Eso dije? Bien, en todo caso, me parece justo. Dime dónde habitan, y allí enviaré a mi gente a cumplir mi promesa.
—Oh, Señor —dijo Lontananza, con voz titubeante—, en verdad que somos la familia de uno de aquellos herreros que aquí trajisteis. Y desde entonces, mi madre y hermana rondan este lugar con la esperanza de verme, aunque ya les envié recado y algún alimento a través de las mujeres.
—Pues bien —dijo el Rey—, hazles saber que no deben ocultarse, y es más, si tu madre puede llevar esta vida, le permito reunirse con tu padre. En cuanto a tu hermana, también puede ingresar en las dependencias de las mujeres, y no dudo que hallará pronto algún árbol en que ahorcarse a gusto.
—¿Qué queréis decir, Señor?
—No lo tomes a pies juntillas —dijo Gudú—. Me refiero a que hallará buena acogida entre los soldados, y aun podrá elegir entre los más generosos, pues andamos escasos de criaturas tan jóvenes y agradables como vosotras. Habrás observado que la mayoría de las mujeres son madres, y no demasiado tiernas. Y si bien a falta de pan buenas son tortas, no vendría mal reforzar esas dependencias con nuevos elementos de mejor calidad.
—Así se lo diré, Señor —dijo Lontananza. Y besó con veneración la mano de aquel que, en épocas aún no muy lejanas, odiaba y tildaba de bestia entre las bestias.
Con esto, la noticia cundió por los alrededores. Y si bien algunas madres guardaron a sus hijas con temor, otras, por contra, simulando ir en busca de hierbas junto al río, acercábanlas a las proximidades de la Muralla Negra. Y otras jovencitas, por propia voluntad, hasta allí se llegaron: de suerte que, a medida que el buen tiempo avanzaba, y las hierbas y plantas, y todas las flores del campo, asomaban sus cabezas en el bosque y las colinas, y descendían en tapices azules, rojos y violetas, blancos y dorados, hasta el río, así las muchachas en edad y hechuras diferentes fueron acercándose y aun entrando, y aun permaneciendo allí con buen ánimo. Dispuestas a no abandonarlo, mientras tuvieran ocasión de ello.
Así, Lontananza fue acompañada por otra muchacha, llamada Iliona, y, algún tiempo más tarde, por otra, de nombre Cinzia. Y las tres fueron instaladas en la cámara del Rey, y aunque disputaban a menudo y reñían por cualquier cosa, lo cierto es que buen cuidado tenían de que estas cosas no llegaran al Rey; pues, en el fondo, sentíanse a gusto las tres juntas —ya que la sola compañía del Rey no era, en suma, en extremo amena, salvo en los momentos de amor—. Y ficticiamente, sentíanse como princesas —cosa que nunca habían soñado antes—, contábanse cuentos y tejían juntas bellas telas, y aunque de tarde en tarde las soliviantaba algún mal aire que encendía celos o mal humor, y se pinchaban los dedos con las agujas de tejer, o se tiraban de las trenzas, lo cierto es que no se sentían dispuestas a cambiar su puesto por el de antaño, ni a privarse de su mutua compañía. Y como entre los soldados también cundió la posibilidad de llegar a entablar amistad con las recién llegadas, verdad es que no sólo el bienestar y la aparente alegría reinaban en la Corte Negra, sino que sus gentes aumentaban de forma sorprendente.
—Estos soldados jóvenes —pensaba Gudú— algún día serán viejos, y estos cachorros de soldado, algún día hombres. Es por ello que no debe parar la anexión de nuevos cachorros-soldados, ni debe descuidarse tal adiestramiento. Si las cosas marchan como espero, mi ejército no tendrá rival, ni en estas tierras ni en parte alguna del mundo.
Y estos proyectos, junto al deseo de cruzar el Gran Río hacia las Estepas, enardecían sus sueños y espoleaban su ambición. «Gudú, Gudú —se decía a sí mismo las noches en que bebía junto a sus soldados—, tu nombre y tu Reino se extenderán a través de la tierra y el agua, a través de los siglos y los hombres».
Con el buen tiempo menudearon justas y entrenamientos entre soldados y cachorros. Y en verdad que ni Gudú ni todos los que componían la Corte Negra tenían ocasión de aburrirse. Poco a poco, el Rey olvidó a su hermano Predilecto, y de día en día sentíase más seguro de sí, más libre y, en suma, el más poderoso e indestructible de los hombres. Y con ello, llegó a la conclusión —si bien no pensada, sino acarreada por el transcurso de las horas y de los días— que no existía mejor protector de un hombre, ni de un Rey, que ese mismo hombre o ese mismo Rey.
2
No obstante, no todos gozaban de la misma sensación de bienestar en aquella especial y nunca vista u oída Corte.
Durante los primeros días de su creación, cuando todavía sólo era un solitario y sombrío Torreón amurallado y aún no se habían terminado de levantar murallas y dependencias, Gudú estimó que había pocos muchachos útiles para el adiestramiento. Ciertamente, la mayoría eran aún muy pequeños, y el más nutrido grupo lo formaban aquellos que, famélicos y vagabundos, se unieron a ellos a través de un camino que aparecía sembrado de ruinas y destrucción. Un día, Gudú ordenó a sus hombres que fueran en busca de muchachos en edades comprendidas entre los ocho y los doce años, y que con ellos los trajeran. «Por fuerza o por gusto, pero —añadió— mejor por lo último: pues si con gusto llegan, con más gusto se quedarán y con mejor voluntad aprenderán».
Sus hombres fueron trayéndole grupos de chiquillos más o menos atemorizados, más o menos entusiasmados. Y como juzgó que estos últimos eran los más aptos y los que mejor resultado daban, se dijo que la admiración era un buen camino para enardecer las mentes infantiles; así, envió a sus hombres enarbolar la bien aprendida relación de sus hazañas y honradez, de forma que calentaran los cascos de toda la chiquillería en buen estado con que tropezaran. Este sistema dio mejor resultado que los anteriores, hasta el punto de que, como más tarde hicieron las doncellas o mujeres de cierto buen aspecto, los chiquillos afluyeron y rondaron las murallas del Castillo Negro, hasta conseguir ser admitidos en él. Y esto Gudú tampoco lo ignoraba: un señuelo tan grande como la admiración y ambición de llegar a ser un gran y bien pertrechado soldado, amén del pan, la carne y unas ropas que sustituyeran los harapos, no eran el menor aliciente para ellos.
Cierto día le había advertido Randal que, según había comprobado en sus campañas con Volodioso, el Sur estaba poblado de niños hambrientos. Volodioso había explorado sus tierras, sin dejar resquicio, y entre ellos había atisbado los más fieros rostros, la más aguda inteligencia y los más valientes gestos. «Pues id al Sur —dijo Gudú—. Y acarread de entre ellos cuantos tengáis a bien».
Envió Randal un grupo hasta las tierras de Predilecto, y allí recolectó cuantos muchachos apreciaron útiles. Y el Castillo del hermano del Rey fue —como todo lo demás— víctima de aquella búsqueda y captura. Es así como los muchachos que en un tiempo se refugiaron allí con Amer, volverían a ser conducidos al Norte.
Un año había transcurrido desde entonces, y los muchachitos que entonces contaban diez años, contaban ahora once, y los que contaban ocho, nueve. Y el que a todos ellos mandaba y conducía —y en quien todos mantenían la esperanza de que Predilecto cumpliera sus promesas—, el llamado Lisio, era ya un adolescente de oscura y fiera mirada y altivo porte.
—No os abandonaré —dijo a los demás muchachos.
Y aunque su edad rebasaba la que los soldados requerían, ofrecióse a ellos voluntario. Y como su aire y sus palabras agradaron a los soldados, lo admitieron y llevaron con ellos. Así, cuando lo presentaron al Rey, éste observó detenidamente su aspecto, y juzgando que aunque menos corpulento que él, no debían ser muy lejanas entre sí las fechas de nacimiento, díjole:
—A lo que juzgo, has pasado la edad requerida, pero si lo deseas, serás probado por Yahek. Y si en menos tiempo que los otros logras aprender más, te quedarás con nosotros y, a la vez, serás el jefe de los Cachorros (aunque, por supuesto, a las órdenes de Yahek, vuestro maestro). Pero si no cumples lo que de ti se espera, te arrojaremos fuera del Castillo, y bueno será para ti no volver a él.
—Así será —dijo Lisio, mirándole a los ojos sin temor; cosa que en verdad admiró y desagradó a partes iguales al Rey—. ¿Qué plazo me dais para ello?
—Treinta días —dijo Gudú, acortando mentalmente el tiempo que ya había previsto—. Y ten presente que jamás contradigo cuanto he dicho.
Pero aunque secretamente —y sin poder explicarse la razón— Gudú deseaba que el muchacho fracasara en su empeño, lo cierto es que, aun antes del plazo establecido, Yahek manifestó —con orgullo que molestó a Gudú, por no entenderlo— que su nuevo y especial discípulo se hallaba en condiciones, no de superar al mejor y más valiente de los Cachorros, sino a los más bravos soldados adultos.
—En tal caso —dijo Gudú—, mañana se celebrarán unas justas que tengan como oponentes uno contra cuatro. Esto es, que si Lisio ha de ser el jefe de los Cachorros, de cuatro en cuatro ha de saber vencerlos. Elige, pues, los mejores entre esos cuatro, y dispón todo para que, cuando raye el alba, tenga lugar el encuentro.
Así lo hizo Yahek, y como entre los Cachorros estaba vedado el duelo a muerte, eligió los cuatro más prometedores. Pasó el resto de la noche entrenando a Lisio, hacia el que había cobrado un gran afecto, como si de algo propio se tratara.
—Hijo —le dijo al fin, cuando juntos reposaban, próximo a rayar el alba—. Déjame llamarte así, puesto que mi propio hijo, aún muy niño para ser adiestrado, quisiera que fuera tan fuerte y bravo como tú eres: ten por seguro que si a ti te vencen y te arrojan de este lugar, yo contigo iré.
—No —dijo Lisio, mirándole de forma que Yahek no entendió—, no me vencerán; porque mi fuerza brota de un lugar más oscuro y violento que mi cuerpo. Y si me vencieran, queda tú con quien es de tu raza, pues conmigo no hallarías reposo sobre la tierra. No soy tu hijo, ni lo podré ser jamás.
—Tus palabras me atemorizan —dijo Yahek—. Y si no ser mi hijo, ten por seguro que por ti velaré, mientras me sea posible, como padre.
Apenas en el Patio de las justas se había levantado el sol, se inició el reto entre Lisio y los cuatro cachorros seleccionados por Yahek. La lucha fue muy dura para Lisio, pero en el primer encuentro venció a todos ellos.
El Rey quedó tan maravillado de Lisio, que al punto olvidó su antipatía hacia él. Y como inclinado más a la lógica de los hechos, que a las vagas premoniciones sin verdadero fundamento, al punto le nombró jefe de Todos los Cachorros, y le entregó de su propia mano una espada recién forjada, en la que podía leerse su nombre y esta enseña: «Quien sirve al Rey Gudú se sirve a sí mismo, a través del tiempo y del mundo». Era larga la frase, pero también lo era la espada, la más larga y pesada que en manos de cachorro se había prestado en la Corte Negra.
Aquella noche, Lisio reunió secretamente al grupo de jóvenes del Sur, y les dijo: «Juro por esta espada que vengaré a mi padre y a todos los de nuestra raza, y juro también que aquel de vosotros que reniegue de nuestra consigna, será el más castigado». Los muchachos juraron a su vez. Pero Lisio no se apercibió de la duda que había nacido en todos ellos. Y en breve podría comprobar cuán frágil es la humana naturaleza, cuán frágiles los humanos juramentos y cuán indefensa una espada de niño —aun con tan larga frase como larga hoja—, en soledad contra el egoísmo y la ceguera que cubre la tierra.
Pues no habían transcurrido muchos meses —apenas el sol había derretido hasta la última nieve—, Lisio, que bien conocía la tierra donde pisaba, comprendió que el buen tiempo, tan esperado, había llegado. Sabía que el invierno era el peor enemigo de los fugitivos, y la muralla donde se estrellan los más valientes o míseros luchadores. Más de una vez su abuelo le había dicho que el sol del verano era la más preciosa riqueza de los pobres. «El tiempo cálido fortalece el cuerpo y el espíritu —le decía—, y sólo en el verano se atreven los pobres a levantar su cabeza contra el poderoso. Porque en el invierno el hambre es más afilada, la carne aterida tiembla, los ojos se cubren de hielo y de sed. Y si en el invierno los poderosos tienen techos abrigados y leña en abundancia, las raciones se acortan para el pobre, la paja se seca y muere en sus techumbres, y la leña nunca basta a calentar los ateridos cuerpos. Nunca emprendas nada, Lisio, en invierno. Sólo mis palabras pueden defenderte, bajo el sol, de la injusticia y la crueldad humanas: de suerte que lleva mis palabras a tus hijos y éstos hasta los suyos, hasta el día en que los oídos escuchen y los ojos vean, y las conciencias despierten». Y Lisio, tal como lo prometió, no lo había olvidado.
Pero muy grande fue su amargura, su decepción y su ira cuando llegó el día que mentalmente juzgó el señalado y, reuniendo a sus viejos amigos, les dijo que al alba partirían, armados hasta los dientes y con los zurrones repletos de víveres.
—¿Adónde iremos? —dijo el mayor de sus amigos, con desconfianza.
—En busca de nuestros hermanos: hacia las minas del antiguo País de los Desfiladeros. Y en busca de todos los Desdichados que en la tierra moran y a nosotros se unan: y os juro que mi ejército será más numeroso y más fuerte que el del Rey, porque la desesperación es arma que ni Gudú ni sus secuaces conocen.
Pero sus antiguos amigos bajaron la cabeza y nada respondían. Hasta que, al fin, uno a uno, fueron apartándose de él, y sólo halló, a través del cristalino velo de sus iracundas lágrimas, a Iro, su perrillo, que le miraba tiernamente fiel, con todo el sol de la tierra —según le parecía— encerrado en sus redondos y ya cansinos ojos de ciruela.
Con toda aquella amargura, partió solo aquel amanecer, y solo salió al campo y solo se internó en los bosques que tan bien conocía; acompañado, únicamente, del tenue jadeo de Iro, que hollaba tras él las jaras, los helechos y las primeras luces que el verano recién nacido despertaba en la oscura enramada.
Cuando Yahek, consternado, tuvo noticia de su desaparición, en vano lo buscó por todas partes. Entonces, con el corazón atravesado de dolor, siguió los pasos de la Bruja. Y ella le dijo que había escondido a su niño en el hueco del tronco de un roble: porque los robles son criaturas que sobreviven tiempo y tiempo a los humanos. Y la Bruja, que tanto rencor guardaba hacia Yahek, dijo que las alimañas lo habían descubierto y devorado. Ella sola había podido enterrar sus huesos bajo una piedra.
Lleno de pena, como si su corazón estuviera sepultado bajo aquella misma piedra que, según creía, cubría la tumba de Lisio, Yahek sollozó, acaso por primera vez en su vida.
Desesperado y dolorido, regresó al Castillo Negro y halló a Gudú muy irritado. Y éste le dijo:
—No merece la pena un mísero cachorro de alimaña para que así abandones tus deberes.
Por lo que le castigó a diez latigazos que, en verdad, no le dolieron ni la mitad que aquella ausencia. Y todos, menos él, olvidaron a Lisio, y la vida continuó en la Corte Negra sin su presencia.
Sólo cuando ya no se oían cascos de caballos ni voces de soldados, y el verano extendía su tibieza húmeda sobre los campos, y secaba las flores y la hierba y cubría de polvo los caminos, salió Lisio de su profundo escondite entre las viejas minas, cuyos laberintos sólo él, o un trasgo, hubieran logrado escudriñar sin peligro de sus vidas. Y partió, racionando su pan y su agua —compartiéndolos con Iro—, hacia la región montañosa de los Desfiladeros. Escurriéndose paso a paso, desde las Tierras Negras de los Desdichados hasta las gentes sin patria: los que nada poseían, los que ni siquiera tenían nombre. Y a los que pudo proveer —en su medida, harto pequeña— de víveres y armas.