XIV. LAS RAÍCES DEL AGUA

En tanto, en la cámara de Tontina, la Reina madre y las doncellas sustituyeron el rico y pesado traje de Tontina, por ropas mucho más sutiles y ligeras: no habían hallado, ni en la Isla de Leonia ni en parte alguna, tan transparente y delicado tejido como aquél. De suerte que, comprobaron, con íntima y sobrecogida admiración, no había riqueza en vestido comparable a la pura y simple belleza de Tontina, en su más cándida y natural expresión. Ni peinado que mejor sentara a su rostro que el esparcido y libre torrente de sus largos cabellos. Ardid murmuró:

—En verdad que sois rubia, desde la punta de vuestros cabellos a la punta de vuestros pies: ni el sol ni la luna juntos, ni el invierno ni el otoño uniendo sus resplandores, ni la primavera y el verano tejiendo sus respectivos amaneceres, hallarían Princesa o Reina más rubia que vos.

Y tomando aliento, tras rapto tan sincero como impulsivo, perfumó a Tontina de pies a cabeza. Luego, tomándola de la mano, y precedida de las doncellas que portaban antorchas, la condujo hasta la puerta de la Cámara Real. Y allí sintió que una dulce y rara congoja subía a su corazón, y besándola suavemente en la frente, dijo:

—Entrad, Reina de Olar, y en todo sed amable y complaciente con el que es vuestro esposo, Rey y Señor.

Y dejándola allí —tan quieta y muda como permaneciera durante toda la ceremonia y el banquete— se alejaron, cada una a sus aposentos, con un retenido suspiro donde se mezclaba, a partes iguales, añoranza, ternura y una remota y casi olvidada tristeza.

Tontina atravesó el umbral y las dos estancias que, divididas por tapices de espesura y pesadez que estimó excesivos, la separaban de la cámara misma. Y una vez alzó este último tapiz, halló a Gudú, con evidentes muestras de impaciencia. El ruido de sus pasos apenas podía amortiguarse en las tupidas pieles que cubrían el suelo. Pero cuando alzó el rostro y vio a Tontina, la arruga que fruncía su ceño desapareció y, con su risita breve y ronca, opinó:

—Os habéis hecho esperar, mi Reina, pero al veros, estimo que en gracia a vuestra belleza tal cosa puede disculparse.

Y así diciendo, la tomó en sus brazos y besó con tal ímpetu, que Tontina creyó encontrarse bajo el más violento temporal que pudiera hallarla desnuda y sola en pleno bosque. Una angustia insoportable la invadió, y como bajo tan brusco y duro abrazo la piedra azul se hundía esta vez en su carne con auténtica saña, gimió de tal forma que, sorprendido —jamás le ocurriera antes cosa igual—, Gudú la soltó.

—¿Qué ocurre? —dijo—. ¿Acaso os he lastimado?

—Así lo creo —murmuró Tontina, apenas sin aliento. Y llevándose ambas manos al pecho, cayó de rodillas y temblando sobre el suelo. Y tanto era su temblor y su palidez, que Gudú, perplejo, atinó a decir:

—Tal vez la ligereza de vuestra ropa (que, por otra parte, mucho me place) hace que sintáis frío: aproximaos más al fuego y reanimaos. Si bien creo que, en breve, yo mismo conseguiré daros más calor que si en las llamas mismas os hallaseis.

Con la máxima delicadeza de que supo echar mano —y que pareció a Tontina un brusco empellón—, la acercó al fuego. Y una vez allí, acarició los brillantes cabellos y, sintiendo tan suave y resbalosa seda entre sus dedos, dijo:

—Qué hermosos cabellos tenéis… y qué bella sois, en general. Si el tiempo y mi insolencia no apremiaran, sólo en contemplaros me detendría…

Y tornó a abrazarla y besarla. Pero esta vez su abrazo produjo tal repulsión y horror en Tontina, que ni fuego, ni abrazo, ni besos mitigaban su frío: antes bien, lo acrecentaban de tal forma que creyó que moría aterida entre aquellos brazos y bajo aquellos labios. Entonces, un rayo tan cruel como luminoso se abrió paso en su confusión; y otros labios y otros brazos acudieron a su mente; y otros besos —si bien, sólo presentidos y deseados— le advirtieron que estaba muy lejos de conocer ni el primero ni el último beso de amor. Muy claro llegó entonces a sus oídos el penetrante grito de la lechuza y, bruscamente —tanto que nadie jamás imaginó posible en tan suave criatura—, apartó al Rey de sí. Encendida por una violenta y, a un tiempo, dulce ira, con sabiduría que llegaba a su lengua y a su entendimiento —hasta aquel momento sumidos, según parecía, en la cálida ignorancia de su infancia irreversiblemente abandonada—, dijo:

—No son vuestros besos ni vuestros abrazos quienes me devolverán el calor: es el calor de la vida el que me falta, y mi vida no está en vuestra vida.

—¿Qué galimatías es ése? —se impacientó Gudú, más asombrado que enfadado, pues en su interior no dejaba de estimar que tal rechazo y rebeldía componían una picante sustancia que no había gustado hasta el presente—. Tengo para mí que debéis abreviar las gazmoñerías en que sin duda habéis sido instruida, y pasad rápidamente a la segunda y verdadera fase de esas enseñanzas. Dad, pues, por zanjado este preámbulo, y no olvidéis que soy hombre y Rey poco paciente.

—Vos sois quien habla en lenguaje que no entiendo —dijo Tontina, al tiempo que se incorporaba y retrocedía hacia el tapiz que separaba la cámara de las otras estancias—. Y permitid os diga, mi Señor, que sois aún más necio de lo que a primera vista me parecisteis.

—¿Qué estupideces oigo? —dijo Gudú, encolerizándose al fin—. Venid aquí y cerrad la boca, pues ni siquiera en vos se quiebra la opinión de que una mujer, cuanto más callada, más hermosa parece.

Él intentó sujetarla, pero Tontina sabía hurtar sus brazos y sus torpes y ansiosas manos tan ágilmente como jamás criatura ni animal alguno él viera antes. Tal vez la ayudaron mucho en ello su afición a los juegos que, hasta muy reciente época, tanto practicó. A medida que escapaba una y otra vez de sus brazos, retrocedía y atravesaba en su huida las dos estancias anteriores. La ira se adueñó de Gudú de tal forma que su garganta parecía hervir, y jadeando como si se tratara de una cacería difícil, logró, al fin, apresarla contra la última puerta de su cámara. Y allí, oyó decir a Tontina:

—Sois necio y grosero. Y sabed que no deseo vuestros besos ni vuestros abrazos, sino otros besos y otros abrazos, y que no os amo en absoluto ni os amaré jamás: pues es otro a quien amo y a quien amaré hasta el último día de mi vida.

—Estúpida —rugió Gudú. Las últimas palabras de Tontina le sorprendieron por parecerle inexplicables—. ¿Qué me importa vuestro amor, ni lo que vos sintáis? Lo que yo pueda desear y juzgar como bueno, deseable y bueno será.

—No para mí —respondió Tontina. Y con un hábil escamoteo se desasió nuevamente de sus brazos y corrió a refugiarse tras un alto asiento de respaldo—. Debéis saber que también yo soy Reina, y mujer de inquebrantable voluntad. Y lo que estimo justo para mí, lo será para vos. Y como justo, debo deciros que ni bajo tormento lograréis de mí un solo beso. Dejadme en paz acudir en busca de quien en verdad amo, y con quien en verdad deseo hallarme.

Sólo entonces alcanzó Gudú el verdadero significado de sus palabras:

—¿Entonces, vos misma confesáis tener un amante? Tened por seguro que las leyes son duras con mujeres como vos, y no por Reina os libraréis de ellas: antes bien, más duro seré, por ello mismo y para escarmiento de otras. Retirad, pues, esas palabras, si son disimulo de una mal aprendida, ineficaz y contraproducente coquetería.

—Repito y juro lo que digo —respondió Tontina, con voz firme—. Es otro a quien yo amo, y otro a quien iré a buscar: no a vos, grosero y ridículo Gudú, que no merecéis ser Rey, ni tan sólo esposo de la mujer más vil.

Aquí, la ira del Rey llegó a su punto culminante. Desapareció totalmente su deseo, y ya ni la belleza de Tontina veía. Sólo ocupaban su mente la ceguera de su gran indignación y su soberbia, tan incomprensiblemente heridas. A grandes voces llamó a la Guardia y, al punto, ordenó que condujeran, en calidad de prisionera, a la Reina, y la encerraran en la más oscura mazmorra.

Tontina no opuso resistencia y se dejó conducir, tan suavemente que la propia Guardia, asustada y sorprendida, sentía al verla cómo se ablandaban sus entrañas. Aunque, naturalmente, bien se cuidaron de no demostrarlo.

Una vez se hubieron llevado a la muchacha, Gudú reflexionó. Pero se hallaba tan excitado, y tan grande era su ira, que no alcanzaba a ordenar sus pensamientos. Al fin, mandó recado a su madre, diciéndole que precisaba verla a solas, con la mayor urgencia.

Desolada, llegó la Reina. Sus trenzas sueltas y su desaliñado porte hacían patente la prisa con que saltó del lecho para acudir a tan insólito requerimiento. El rumor confuso de los que abajo aún celebraban, ebriamente, los frustrados esponsales, llegaba a sus oídos, cuando oyó decir a Gudú:

—¿Qué clase de bruja siniestra me buscasteis por esposa? Has de saber, madre, que esa Tontina, que el diablo confunda, ha osado rechazarme.

—Hijo querido, calmaos —dijo Ardid, intentando recuperar el ánimo—. Aunque vos tal vez no lo sepáis, es costumbre en muchacha de alto linaje resistir en un principio los impulsos del varón…, pero tened por seguro que tales escrúpulos pasarán pronto, y mucho me equivoco si no llegará el día (y muy cercano, a mi ver) en que sea ella quien os persiga por vuestras dependencias, y seáis vos quien la frene en sus impulsos…

—No digáis tonterías, madre —barboteó Gudú. Y dio tal puñetazo sobre la silla tras la que poco antes se refugiara Tontina, que, bien sea por la humedad que pudría la madera en aquellos lugares, bien porque la carcoma había celebrado inmensos festines en sus patas, bien porque la ira y la fuerza vigorosa de Gudú unidas eran irresistibles, ésta se desmoronó entre el crujir de sus astillas.

—No sólo me ha rechazado, sino que, clara y sucintamente, ha manifestado desear a otro. Y por ello, según me ha hecho saber, todo contacto conmigo le repugna, pues es otro contacto el que, al parecer, añora. Y para que os lo grabéis bien en la mollera —y la miró de la forma que Ardid atinaba prudente no contradecir ni desobedecer en modo alguno—, os ordeno que la entreguéis mañana mismo al verdugo, la queméis viva (a ser posible con leña verde), y cuando se haya reducido a cenizas, me enviéis éstas en una vasija, para recordarme la candidez que he mostrado en este asunto. Para que no vuelva a repetirse en lo sucesivo. También os comunico que en este momento parto para mi Castillo Negro, y allí aguardaré las noticias del cumplimiento de cuanto os digo. Cuando la vasija en cuestión se halle en mi poder, en lugar bien visible la pondré. Y allí estará hasta que se decida la que habrá de ser, a la mayor brevedad posible, mi futura y auténtica esposa. Esto os ordeno llevar a cabo; pero abandonad todo sueño de linajes puros, extraños y complicados: aprestaos a presentarme un buen racimo de mujeres sanas, princesas o pseudoprincesas, que no alteren con fútiles cuestiones el curso de mi precioso tiempo. Ahora, pues, salid, y sabed que no toleraré la menor dilación… En los momentos presentes, Tontina se halla encerrada en la mazmorra que mi Guardia personal os tendrá a bien informar.

Dicho lo cual, a grandes voces ordenó ensillar su caballo y conducir a la Reina a la mazmorra susodicha.

—Permitidme, al menos, una cosa —dijo Ardid, recuperando, si bien con gran dificultad, el dominio de sus pensamientos—. Y ello es que, para evitar escándalos que a nada bueno podrían conducirnos, y estimando que la fiel Guardia está al corriente de lo acontecido (y, como según llega a mis oídos, nuestros invitados y todos en el Castillo andan aún inmersos en el mediado banquete, y de nada se han apercibido), dejéis que lleve el cumplimiento de ese castigo en el más riguroso secreto. Propaguemos la noticia de que la propia Tontina, víctima de cualquier maleficio (de los que, afortunadamente, abundan en su linaje), ha muerto en su noche de bodas…, digamos que por propia iniciativa…

—Haced como gustéis, pero guardaos mucho de no acatar mis órdenes —dijo Gudú—. Y ahora, id sin dilación a cumplirlas.

—Aún otra cosa, hijo mío —dijo Ardid, sujetando a su expeditivo vástago por una punta de aquella camisa tan ricamente bordada para la ocasión y que, al parecer, muy poco impresionara a Tontina—. Afuera está la Guardia de Tontina… y tened por seguro que esos soldados tan intachablemente marciales, vestidos y armados, no aceptarán como buena cualquier cosa: algo debemos hacer con ellos.

—Mi Guardia personal, con Yahek al frente, dará buena cuenta de ellos al amanecer —dijo Gudú—. Por muy bien trajeados que estén, dudo que puedan hacer frente a Yahek y los suyos.

Y desprendiendo de un tirón la camisa de manos de su madre, la lanzó sin miramientos por sobre su propia cabeza; y a grandes voces reclamó sus cómodas ropas de soldado.

Atribulada, Ardid descendió hacia las mazmorras seguida de los soldados. Y aunque bien hubiera querido llamar en su ayuda al Hechicero o al Trasgo, la imponente actitud de aquellos soldados no le aconsejaban, por el momento, tales desvíos. Así pues, siguióles resignadamente y, al fin, estremecida de frío y horror, pisó las más lúgubres dependencias de aquel Castillo.

Un soldado descorrió el enorme cerrojo, enmohecido y cubierto de orín. La luz de la antorcha iluminó, y descubrió, sentada en el suelo, a la Princesa.

—Dejadnos solas —dijo Ardid, secamente. Y entró, cerrando la puerta tras sí.

—¿Qué has hecho, desgraciada? —gimió. Y aunque deseaba con todas sus fuerzas recuperar su dureza y severidad, la vista de la princesa le impedía de todo punto conseguirlo—. ¿Te das cuenta de que has labrado tu desgracia? Apresúrate, rectifica tus imprudentes palabras, y tal vez, aunque no estoy segura de ello, consigamos que el Rey te perdone.

—No —dijo ella—, no lo haré.

Y nada más pudo conseguir de ella.

Así pues, salió de la mazmorra. Hacía muchos años, mucho tiempo, que no sentía tanta congoja, tan infinita tristeza. Y se dijo: «Acabé imaginando que Tontina era en verdad una hija, y que me amaba: así me lo parecía, y así suavizaba esta honda pena de saber que mi hijo no me amará jamás». De improviso se sintió inmersa en un sueño. Era un sueño anterior, y no sabía con certeza si lo había soñado o vivía realmente lo que desfilaba ante sus ojos: lo cierto es que se hallaba en las almenas de la Torre Vigía, con su amado Almíbar, esperando la llegada de Tontina. La vio al fin. Pero no era su carroza: la que avanzaba sobre la hierba era una nave. Y en aquel país de gentes sin mar, nadie la comprendió —y acaso ni la vio—. Sólo Ardid sintió una punzada en el más escondido lugar de su ser, porque ella sí vio en otro tiempo cruzar el horizonte siluetas parecidas que, después, bajo el viento y el sol, intentaba recuperar, aunque ésta era mucho más esbelta, mucho más hermosa, mucho más fina… «No obstante —se dijo—, ¿cómo llegaba así, sobre la hierba?, ¿cómo avanzaba más allá del Lago?, ¿cómo aparecía entre los abedules y desaparecía entre ellos, y se reflejaba, o lo parecía, para desaparecer de inmediato en la tersura negra del agua? …». Ardid contuvo el aliento. La nave parecía deslizarse sobre un trineo, en una inexistente nieve. Entonces bajó la escalera, abandonó la Torre Vigía y dejó perplejo a su buen Almíbar, que murmuraba extrañas cosas, arrebolado y como ausente del mundo.

«¡Ven acá! —le gritó, angustiada—. Baja de ahí: ya no eres el Vigía». Pero sí lo era, aunque la sabia Reina lo ignorara. Porque la sabia Ardid ignoraba muchas, muchas cosas.

Cuando se reunió al impaciente y selecto grupo de la más estricta Corte, Ardid apareció de nuevo serena. Pero al ver cómo se elevaba el puente y sentir algo como un resplandor en torno, no pudo evitar que sus manos temblaran. Pues, ¿qué había visto? ¿Tan neciamente fantasiosa se tornaba? ¿Acaso —y le dirigió una furtiva mirada de despecho, ligeramente punitiva— Almíbar la había trastornado con sus viejas historias de viejos seres de viejos mundos y muy barridas tinieblas?

Pero rápidamente se recompuso. Levantando la cabeza, miró a la Guardia con toda la severidad de que era capaz y, entonces, su sagaz mirada le desveló que aquellos hombres, tan rudos y fieros, sentían un gran pavor o dolor —no podía esclarecerlo por llevar a cabo, en la persona de la Princesa, el castigo que Gudú ordenara. Así fue como, súbitamente, recordó a aquel que, en los momentos de apuros, estimaba siempre como más útil, más fiel y más competente:

—Soldados —dijo—, ordenad al Hermano Protector de nuestro noble Señor y Rey Gudú, el Príncipe Predilecto, que cumpla las órdenes de mi hijo.

—Así se hará, Señora —respondió el Capitán de los soldados.

Y a las luces adivinó Ardid el alivio que tal encomienda les producía. Sin más, fue hacia las escaleras; pero aún se volvió para decir a aquellos hombres:

—Y no olvidéis decirle que, a su vez, recoja las cenizas de la que fue, por tan breve tiempo —y reprimió un inoportuno suspiro—, nuestra joven Reina. Luego, yo las entregaré sin dilación al Rey. Y decidle que todo debe ocurrir antes del amanecer. Y, al amanecer, advertid a Yahek de lo que el Rey ha ordenado: que aniquilen a la Guardia de la Princesa Tontina, de forma que no quede huella de cuanto ha ocurrido. Y sabed que vuestras vidas dependen del cumplimiento estricto de cuanto se os ordena y del secreto que respecto a todo ello sepáis guardar.

Presurosamente —demasiado presurosamente, dado su regio porte— se sumergió en las oscuras profundidades que le conducirían, de vuelta, a su cámara.

Y de nuevo el sueño la atrapó entre sus garras: y se vio a sí misma, inclinada sobre el lecho donde la Princesa parecía morir de alguna extraña dolencia; aquel en que una flor apareció en su pecho y la sanó. Y de nuevo la veía, como arrastrando un extraño trineo.

—¿Qué arrastras, niña?

—Mi trineo. Es mi trineo.

—Niña mía, estamos en primavera, abandona el trineo. No temas: la nieve está lejos.

—No temo a la nieve, madre, sólo temo a la primavera.

Ardid tomó su mano. Pero apenas la rozó, la soltó, como si hubiera atrapado una de aquellas codornices ensangrentadas y moribundas que sus hermanos solían traer, colgadas al cinturón, y que aún vivían, pero ya estaban temblando dentro de la muerte. Sintió entonces un frío muy grande, y contempló el rostro blanco, los párpados cerrados de Tontina. Y se estremeció de nuevo ante las delgadas, frágiles y sedosas trencitas que, paradójicamente, eran el peinado de un antiguo, rubio y muy temido guerrero. «La primavera», se repitió Ardid, sin conocer lo que decía, ni desear conocerlo. «Tan sólo a la primavera…».

«Es tan joven —resumió al fin, espantando como solía sus fantasmas—. Es aún tan joven… Tiempo vendrá donde no temerá ni al invierno, ni al sol, ni al hombre… Tiempo habrá aún, para no temer a nadie…». Y aunque una súbita idea —«… excepto a sí misma»— bullía en su mente, también la apartó en las grutas de la memoria. Seguramente, junto a otros muchos recuerdos, igualmente inoportunos y demoledores.

Hallábase aún Predilecto en el jardín cuando, como la repetición de un sueño o un recuerdo olvidado, llegaban ahora hasta él una escena y unas palabras:

—¡Tenéis tanto sol! —decía Tontina, levantando la mano para protegerse—. ¡Vais tan deprisa!… Deprisa crecen las flores, deprisa el viento barre el polvo y las hojas secas y la hierba quemada…, pero allí, de donde yo vengo, el gran frío nos preserva de estas cosas, y estamos tan cerca de nuestros orígenes, que podemos recordar la vida de las estrellas.

—¿Qué dices? —se extrañó Predilecto—. No te entiendo… Ella se reía como si hubiera oído una broma.

—¡Tú no necesitas entender! —decía, tirándole graciosamente de la barba (cosa que le dejó muy confuso, pues tamaña falta de respeto no la hubiera perdonado sino a través de la sangre)—. Sabed que la nieve y los grandes hielos conservan las pisadas de los hombres, y sus llantos y sus risas, mucho más que el ardor y la viveza sureña… Sí, es cierto; allí de donde vengo, no crecen las flores que veremos el día en que tú y yo lleguemos a conocernos. Pero en cambio, cuando esas flores hayan muerto, tus pisadas y mis pisadas caminarán juntas por tundras donde el hielo permite eternas huellas humanas: bien poco es —suspiró—, pero más efímeras son las rosas o el aroma de las fresas.

Predilecto sintió que algo nacía y moría en su interior. Por un momento estuvo seguro de haber alcanzado, por fin, la respuesta a sus innumerables dudas: pero pesaban muchos soles y muchas espadas y muchos aventados amores u odios sobre él; y todo se redujo a polvo, y con el viento se dispersó. En cambio, en las eternas nieves de la princesa Tontina, las palabras imponían sus huellas y horadaban en el tiempo; y en él persistirían hasta que un sol definitivo devorase el mundo para siempre.

Las voces y pisadas de los soldados, y la luz de sus antorchas, interrumpieron sus cavilaciones. Y así, acudió a su encuentro, en demanda de lo que sucedía a tales horas, pues no parecía tratarse de cosa baladí.

—Señor —dijo el Capitán de la Guardia, con voz excesivamente vacilante— os traemos una grave encomienda.

Brevemente, expuso al Príncipe las órdenes del Rey, su hermano, y las de Ardid, la Reina. Y apenas hubieron comunicado tan ingrata orden al Príncipe, dejáronle solo, y en su mano depositaron las llaves de la mazmorra. Y lo hicieron con tal gesto que no parecía sino que tales llaves quemaban como hierro candente.

«¿Qué es lo que oigo? —se dijo el estupefacto Príncipe—. ¿Es cierto o es un sueño, que he de cumplir orden tan horrible, ni aun llegándome del Rey, mi hermano, a quien juré obedecer y proteger con mi vida?». Y era tal la confusión y dolor que aquello, le producía, que ni el horror de semejante orden podía sacarle de un enorme asombro e incredulidad. Pero allí estaban las llaves en su mano. Pesaban como las palabras de los soldados, y en ella se grababan como a punta de fuego.

Ondina se había ido, nadie estaba con él en aquel instante. La muchacha había retornado a la Corte Negra, inundada de pena, para no ver ni oír nada que a él pudiera recordarle. Y él echó de menos una presencia, alguien con quien compartir noticia tan cruel. Nueva que se negaba, desde lo más profundo de su ser, a aceptar.

—No la llevaré a cabo; una y mil veces, no —murmuró como última resolución…

Y comprendiendo que si no obraba con rapidez, el peligro que corría Tontina sería todavía mayor, se dirigió con toda premura a la mazmorra. Abrió aquella siniestra puerta y descubrió, sentada en el suelo, sobre la paja, a la reciente y muy joven Reina.

Ordenó a los soldados que la sacaran de allí. Y viéndola vestida con tan ligera ropa, quitóse a su vez el manto de terciopelo verde que Almíbar le regalara, y, sin mirarla, le ordenó que se abrigase con él. La dejó custodiada por sus hombres y volvió de nuevo al jardín. Una vez allí, les dijo a los soldados:

—Marchaos, y decid a la Reina que cumpliré prontamente sus órdenes.

—Si preciso fuera —dijo el Capitán que les mandaba, con voz trémula—, podéis llamarnos.

—Tengo a mis hombres conmigo —respondió Predilecto—. Y podéis observar que jamás reo alguno se prestó más dócilmente al sacrificio. Decid a la Reina que, una vez consumadas sus órdenes, entregaré las cenizas tal y como me ordenó.

Y una vez los soldados del Rey partieron, los hombres de Predilecto, visiblemente afectados, preguntaron si debían formar la pila de leña de la hoguera, y dónde.

—Aquí —dijo Predilecto—, junto al Árbol de los Juegos.

Y en tanto los hombres cortaban la leña, él ordenó enjaezar su caballo. Y una vez todo estuvo a punto, mandó traer a la Princesa. Y cuando sus hombres la traían y cruzaban el jardín, la luz de las antorchas temblaba en el viento, y el cabello de Tontina flotaba en la noche, como si de otra y más brillante hoguera se tratase. Entonces, el Capitán de sus hombres dijo, rodilla en tierra:

—Señor, os rogamos nos dispenséis de contemplar el sacrificio, pues aunque templados en las mayores atrocidades, ninguna como ésta nos ha llegado al corazón, y tememos rebelarnos ante semejante crueldad.

Y aunque temía las represalias que tan audaces palabras podrían suscitar en Predilecto, éste dijo:

—Ve con tus hombres, y permaneced en vuestros puestos, pues para tan sumiso reo sólo preciso de mi autoridad.

Los hombres partieron. Solos, a la luz de dos débiles antorchas, Predilecto y Tontina se miraban. Y aunque la Princesa se hallaba con ambas manos encadenadas, y creía llegada su última hora, tal era la expresión de sus ojos, que nadie diría sino que por primera vez conocía la felicidad.

Apenas los últimos hombres desaparecieron, y aunque Predilecto conocía la fidelidad de aquellos que de niños le habían acompañado desde las tierras cálidas del Sur hasta las frías tierras de su padre, y no dudaba que todos, hasta el último de ellos, adivinaba cuáles eran sus deseos e intenciones, no dio reposo a su inquietud hasta que sólo oyó el viento, que arrastraba quemados restos de algún último y fantasmal espectro de lo que tal vez fueron flores o tiernos tallos silvestres. Entonces, miró a Tontina. Y sintiendo estallar lo que por tanto tiempo guardaba —y no quería a sí mismo decirse—, con manos temblorosas desató sus cadenas, y oyó cómo ella decía:

—No tiembles, Predilecto, pues este momento vale para mí más que una vida entera junto a Gudú.

—Callad, os lo ruego —dijo el Príncipe. E hincando su rodilla, y sin atreverse a mirarla, añadió—: Aunque bien sé a lo que me expongo, os juro que nadie os tocará mientras yo viva. Y si vuestra vida vale mi muerte, poco precio me parece ésta para salvaros.

Entonces Tontina se inclinó hacia él y, arrodillándose junto a Predilecto, le abrazó tan estrechamente, que toda la fuerza y voluntad de rechazo desaparecieron en él.

—¿Qué hacéis, Señora? —dijo—. Os ruego contengáis el escaso agradecimiento que debéis a una acción que más obedece a egoísmo propio que a verdadera compasión. Pues si supiera que habéis muerto, mi vida no valdría más que la de cualquier ahorcado de entre los más miserables.

—Callad —dijo Tontina, poniendo su mano sobre los labios del Príncipe. Y a su contacto ambos quedaron mudos, y el mundo parecía borrarse a su alrededor, aquel mundo que tiempo atrás Tontina juzgara hermoso.

Aún pasó algún tiempo, antes de que Predilecto hallara alguna palabra con que iluminar tan oscura y, a la vez, luminosa turbación. Y dijo:

—Os lo ruego, Princesa, no prolonguéis mi sufrimiento. Subid conmigo a mi caballo, y en él os llevaré allí donde una vez soñabais y, según dijisteis, habríamos de conocernos…

—Ese lugar es mi tierra —dijo Tontina, con tal luz en los ojos, que por sí solos parecían llenar de resplandor cuanto miraban—. La única tierra y el único país que me pertenece: pues vos solo sois mi patria, y vos solo mi raza.

Y así diciendo, le abrazó de nuevo, y sus rostros se rozaron, y el mundo se borró alrededor. Predilecto olvidó su fidelidad a Gudú y a la Reina, y a todo juramento que no fuera aquello que, como un dogal sutil y férreo a un tiempo, lo ataba a la Princesa.

—Señora —dijo penosamente, pues muy cerca de sus labios estaban los labios de ella, y muy cerca de sus ojos, los ojos de ella—, no hagáis tal cosa: ya no sois una niña, y no debéis portaros como en el tiempo en que tal fuisteis, cuando nos contábamos historias y jugábamos juntos…

—No soy una niña, bien lo sé —respondió Tontina.

Y su voz parecía lejana y próxima a la vez: como si brotara del centro de su ser y, a un tiempo, huyera por sobre la línea del horizonte.

—No lo soy: el último minuto del Primer Plazo está acabado, y entraré en un Nuevo Plazo que colmará mi vida hasta la última gota. Por eso sé que soy una mujer y que os amo.

Y al oír el acento de aquella voz, Predilecto supo que todo cuanto él deseaba y temía decir estaba dicho. Sus labios se unieron por vez primera, y sus cuerpos se estrecharon uno junto al otro. Y, al fin, Tontina dijo:

—Éste es el primer paso del fin, Predilecto: y os suplico, por lo que podáis amarme, que lo prolonguéis mientras sea posible. Pues si el primer beso de amor debiera ser el último, no quiero presenciar el fin.

—No habrá nunca fin —dijo Predilecto.

Y besándola una y mil veces, sintieron como si bajo sus cuerpos brotara un tiempo nuevo y viejo a la vez: un tiempo en que el jardín de Ardid había florecido misteriosamente y el Árbol de los juegos resplandecía. Así lo sentían sobre ellos; bajo sus ramas heladas creyeron que brotaban de nuevo todas sus hojas, y que como lluvia de oro caían y les cubrían. Ni la escarcha ni la agostada y húmeda tierra del jardín muerto eran verdad para ellos; ni el frío de la noche, ni la oscuridad, ni la pálida frialdad de la luna. Era el sol, tan cálido y maduro como jamás estuvo, el que lucía sobre las vides, los almendros y los olivos. Y no era el helado viento que agitaba la espesura de los bosques lo que les llegaba, sino el rumor de un mar tan azul como jamás contemplaran otros ojos que aquellos que, libres de toda ceguera humana, sabían mirar a través de una piedra horadada. Y sentían o sabían que el mundo tal vez fue, o podía ser, o sería, hermoso.

Y se amaron de tal forma, que en mucho tiempo —antes y después de ellos; y en tierras aún muy lejanas a las suyas, o en siglos remotos, a ambas orillas del tiempo— no llegarían a amarse igual dos criaturas humanas.

Sólo cuando una luz dorada comenzaba a rozar las copas de los árboles, Predilecto despertó del sueño profundo y lúcido que había conocido por primera vez. Alzó la cabeza y vio amanecer un nuevo día. Sintió frío, estrechó más a Tontina contra él, y creyó despertarla también, diciéndole:

—Hemos de huir, porque está amaneciendo; y nadie debe hallarnos aquí. Algún lugar habrá en el mundo, donde podamos ocultarnos de toda la ira, la maldad y el egoísmo de la tierra.

Pero un frío más grande —uno que partía de sí mismo— le llegó, al contemplar cuán blanca y fría estaba la piel de la Princesa. La abrigó más, y la apretó contra su pecho, diciéndole:

—¿No oís? ¡Debemos apresurarnos!

Pero los ojos de Tontina estaban abiertos, y era su transparencia igual a la que algunos días de sol ofrecía el mar, que podía verse en ellos el fondo. En las pequeñas playas, la arena de oro y las algas y el suave deslizarse de los pececillos dorados revivían ahora en su memoria, contemplándoles. Oyó entonces la voz de Tontina: era una voz lejana, como si de alguna bóveda muy alta —tal que el cielo mismo— bajara; o brotara de una azul profundidad.

—Mira —murmuró. Y su brazo, blanco y dorado, se tendió hacia la luz que del cielo iba naciendo, sobre la negrura de los bosques. Allí van los que fueron mis amigos: van a enterrar a una niña que llamaban Tontina.

—No van a enterrarla —dijo Predilecto, poseído de súbito terror, estrechándola más y más—. No murió, está aquí conmigo, y nadie la apartará de mí.

—Tontina murió —repetía ella, como el extraño eco de su propia voz—: yo soy una mujer, y te amo.

Entonces vieron un cortejo que avanzaba entre la luz del amanecer, sobre las largas estepas celestes: y lo componían sus jóvenes amigos, precedidos por el Príncipe Once; y no faltaba ninguna ave, ni ningún ciervo ni mariposa. Conducían en andas una niña que, en verdad, parecía muerta. Y todos los muchachos y muchachas, y la misma Tontina muerta, eran traslúcidos. La luz seguía su camino, y las nubes del amanecer, su ruta hacia otros desconocidos países. Y todos parecían en seguida las huellas de sí mismos: reflejados en el cielo como los árboles se reflejan en el agua, sin saber si eran ellos o su recuerdo.

—¿Adónde van? ¡Llámales! —dijo Predilecto, lleno de angustia—. Llámales; y diles que se detengan, que no has muerto, que estás aquí, y que esa muchacha que van a enterrar no es la Princesa Tontina.

—No puedo llamarles —dijo Tontina. Y esta vez su voz era más remota y más ligero su peso—. Olvidé sus nombres; y aunque no los hubiera olvidado, no me oirían. Porque regresan allí de donde vine y a donde siempre van, y de donde siempre volverán; y aunque les siguiera, las murallas de esa ciudad están para mí cerradas para siempre y no podría entrar en ella… Son sólo espectros de unos juegos, de unas voces: espectros de nombres y juegos y canciones. Pero tampoco deseo ir allí, ni estar con ellos.

—¿Qué dices? ¿Adónde van, que de tal forma se funden en la nada? ¿Cuáles son esas murallas que no se abrirán más para ti? Yo derribaré todas las murallas, y allí irás, si lo deseas…

—No deseo ir, porque Tontina ha muerto —repetía ella; y su voz ya no era sino el eco de sus propias palabras, llevado por el viento, en la tenue música que desde la luz brotaba—. Tontina ha muerto. Soy una mujer, y te amo.

Al fin, el viento cesó. La configuración de las nubes y la ruta de la luz tomaron con el día, que brotaba desde todos los rincones del cielo, un nuevo aspecto. Y el amanecer escondía voces y huellas de muchachos, y el mismo eco de las palabras de Tontina: que entre sus brazos estaba, inmóvil, ahora con los ojos cerrados y los labios mudos. Un gran frío le llenó y, aterrido, se sintió repentinamente el hombre más solitario de la tierra. El Árbol de los juegos seguía yerto y helado, y el surtidor de la fuente no manaba, y ninguna flor ni hoja de oro aparecía sobre la escarcha y la tierra yerma que fue jardín de Ardid.

—Háblame —suplicó Predilecto, temblando de horror. Y un duro y frío dolor le atravesaba—. Despierta, despierta, mírame… Pero ella no despertaba ni le veía ni parecía oírle. La depositó con gran cuidado sobre el suelo, y vio avanzar al sol por encima de las ramas heladas del Árbol de los Juegos: y, lentamente, éstas se derretían, y una lluvia desolada, más triste que llanto alguno, caía sobre él y sobre las raíces. Y por más que sobre Tontina se inclinaba y besaba sus fríos labios y le hablaba, ella no parecía ya sino el recuerdo de sí misma, o de lo que, tal vez, sería algún día.

Ahora sabía Predilecto cuán horrible podía ser el mundo; pero sólo podía pensar en aquella blanca y bellísima criatura que, tendida en el suelo, permanecía insensible a él y a todo cuanto en la tierra existe. Era horrible el mundo, en verdad; y horrible el día que avanzaba sobre las ramas del árbol muerto, y horribles los tímidos gritos y aleteos de los pájaros invernales que surcaban de sombras la frente de Tontina, y la tierra toda. Horrible y sin sentido: un hombre como él, ligado a juramentos vanos, a vanas lealtades, a tristes ecos de palabras que habían ya huido con el día, con la noche y con el tiempo; un hombre tan solo y tan perdido como él en la vasta soledad de la tierra.

Entonces, vio dos piernas de muchacho balanceándose en el aire. Alzó la cabeza y descubrió, sentado en una rama, como solía, al Príncipe Once.

—¿Cómo puedes sonreír —dijo— si el mundo ha muerto? ¿Cómo puedes sonreír si el mundo no responde ni ve ni oye?

—Eso pasó hace tiempo. Hace tiempo, desde el día en que tú te alejaste y ya no nos escuchabas. Tontina murió entonces, no ahora.

—¡No murió! —dijo él—. Tontina no estaba muerta cuando sentía mis besos y respondía con su amor al mío.

—Pero ésa no era Tontina —respondió Once, con la tranquilidad que le distinguía—. Esta que está en tus brazos es la que cumplió el Segundo Plazo: y como mujer, te amaba, y de ti recibió el Primer Beso de Amor y el último… La verdadera Tontina ahora está jugando.

—¿Jugando? ¿Qué dices? No confundas más mi angustia, porque no puedo vivir sin saber dónde está, y qué piensa, y qué dice…

—Nada. No dice nada. Está jugando a No Volver Nunca.

—Entonces, dime —y le obligó a bajar del Árbol, y le zarandeó por los hombros; pero era tan frágil que le sentía entre sus manos como si zarandease viento y sombras, o remotas imágenes medio olvidadas—. Dime quién fue el que causó un dolor tan grande en ella, porque le perseguiré hasta el fin de la tierra, y mi espada no tendrá clemencia para él.

—No entiendes nada —respondió Once, al parecer asombrado. Y súbitamente se agachó y recogió del suelo una hoja, hermosa y dorada, que brilló entre sus manos—. No sabes que ni la espada ni el odio ni toda la venganza de la tierra podrían nada contra esto: pues ni atravesándole con tu venganza y tu espada y tu odio matarías a quien causó eso que llamas tanto mal. En verdad, ella está simplemente así: lejos. Y juega a No Volver.

—Pues si ella desea volver a su hogar —dijo Predilecto, mientras las lágrimas pugnaban por afluir a sus ojos (pero tanta era su costumbre de retenerlas, que cristalizaban y aguijoneaban sus entrañas)—, si allí desea ir, ten por seguro que allí la llevaré; aunque tenga que recorrer todas las vidas y todos los caminos.

—No entrará nunca más: porque voluntariamente dejó atrás aquella ciudad, y sólo quienes la abandonan por propia voluntad no pueden atravesar nunca sus murallas.

—¿Cuál es esa ciudad? Con uñas y dientes cavaré una rendija para que a ella regrese, si en ella era feliz entonces.

—No sé si era feliz: era niña. Y esa ciudad, como tú la llamas, no es propiamente tal, pues sólo se trata de la Historia de Todos los Niños, de donde venimos y adonde regresamos, por los siglos de los siglos, Nosotros, Sus Amigos los de Siempre.

Oyó entonces, aunque ya aventado, el último aleteo de las codornices, el cuchicheo de las ardillas y un coro de voces que no se sabía bien si discutían, reían o lloraban por algo.

—Entonces, ¿qué puedo hacer?

—Nada —dijo Once—, nada.

—Pues óyeme bien —respondió Predilecto; y súbitamente todo su dolor, un dolor que se remontaba a su partida del Sur, cierta madrugada, en que se despidió de sus amigos los viñadores, y del sol y del mar, regresó a él, a través de una piedra horadada—. Ten por seguro que nada ni nadie nos separará, y mientras vida me aliente, y aún después, estaremos unidos por todos los que en la tierra sepan lo que es amar, y llorar, y aborrecer, y gozar, y acongojarse, y pelear y, en suma, sentirse el más feliz, afortunado, valiente, solitario y cobarde entre los hombres nacidos y por nacer.

—En tal caso, será como dices. Así nadie podrá destruirla. Y como el primer beso de amor despertó y mantuvo intactas a sus abuelas, su primero, último y único beso de amor, el que la ha matado, podrá guardarla intacta, a condición de que tú seas su Guardián. Y en verdad, que nada ni nadie, ni ahora ni después de muertos, logrará separaros.

—Dime qué debo hacer, tú que eres niño también y tanto la conocías.

—Su Guardián ahora es tu recuerdo —dijo Once. Y desenvainando su espada de oro y diamantes, añadió—: Sígueme: la conduciremos allí donde nadie pueda hallarla, ni destruirla, ni separarla de ti… excepto tu memoria.

Predilecto tomó a Tontina en sus brazos y siguió a Once. Con él salió del recinto amurallado y ascendió por las colinas, y dejó atrás Olar y los bosques. Y sólo cuando entraron en la Gruta del Manantial la depositó en el suelo: y con yedra perenne y escarcha recién nacida la cubrieron. Y la guardaron para siempre, en el oculto cofre del más íntimo y preciado secreto del Príncipe Predilecto.

Había allí una huella curiosa. Una huella larga y esbelta, estilizada, en cuyo vacío vagaban rumores y gritos submarinos. Había también rodelas: infinidad de rodelas de madera, de brillantes colores. Y dijo Once:

—Es el espectro de un Rey o un Príncipe que murió antes que ella —aunque ella aún tenía que nacer—. Y ése es su féretro: va así, con las armas de su gloria y sus sueños, hacia el otro lado de la vida.

—No sé qué dices —murmuró Predilecto, desfallecidamente.

—Va hacia la Pradera de la Gaviota, corcel del mar, con su fiel perro a los pies, su escudo y su mejor caballo negro. Así está escrito en el vacío. Y en esta ausencia, Tontina encontrará tal vez el nuevo principio del fin: eres tú.

Cuando se halló de nuevo solo, tan absolutamente solo, entre los despojos que desvelaba el día naciente, mientras el sol descubría, en toda su fealdad, abrojos, cieno y hielo sucio, allí donde antaño floreciera un jardín por dos veces florecido…, y del Árbol sólo cenizas quedaban, oyó la voz de los soldados que decían:

—Señor, la Reina reclama las cenizas.

Y le tendían una vasija azul —del mismo color de las piedras que se pulían en el fondo del río—. Y con las cenizas del Árbol de los Juegos llenó aquella vasija y la entregó a los soldados, para que la llevaran a Ardid, de nuevo única Reina de Olar.

2

En la cámara de Ardid, los íntimos se hallaban en un estado lamentable. Almíbar y el Hechicero sollozaban sin rebozo, y el Trasgo recogía sus lágrimas, pues, según decía, eran buena simiente de Martillo: pues sólo de lágrimas como aquéllas brotaban los diamantes que horadan la tierra y les conducen bajo las pisadas de los hombres.

—No lloréis más, os lo ruego —se impacientaba la Reina, si bien su voz temblaba como el cielo antes de la lluvia—. No lloréis más, queridos míos: otras niñas hay en la tierra, y tan lindas y tan dulces como la Princesa Tontina. No lloréis más, secad las lágrimas y pensad un poco en nuestros problemas.

Pero Almíbar —y díjose Ardid, de nuevo, cuán gordo y fofo se volvía por días— secábase sin rebozo la nariz y los ojos con un pañuelo bordado, regalo de Leonia, mientras decía entrecortadamente:

—¿Era preciso…, era preciso, Ardid, segarla de la tierra?

Y el Hechicero, a su vez, ocultaba el rostro entre las amplias mangas de su túnica rezurcida y viejísima —ahora atinaba en ello Ardid—, diciendo:

—Bien, querida…, ¿era preciso hacer tal cosa?

—Así lo ordenó el Rey —dijo ella—. Y el Rey es el Rey.

Pero su argumentación, si bien no hallaba réplica, no detenía tanta desolación. Y sólo el Trasgo no lloraba: pues sus lágrimas estaban sólo ligadas a Gudú, que no le conocía; y sólo en el dolor que le infligía que no podía verle, solían brotar: y además a través del vino.

—Era su último Plazo —repetía, de tanto en tanto. Si bien, como era ya cada vez más frecuente, sus amigos no le entendían—. El Plazo es el Plazo, ¡qué le vamos a hacer! No sé por qué os extrañáis tanto: todo sucedió tal y como debía suceder. No sé a qué viene tanta consternación.

Aunque, naturalmente, nadie le hacía caso.

—Ya amaneció —dijo la Reina—. Ahora, los hombres de Yahek destruirán su Guardia. Y quiera que nadie, sino ellos y nosotros, sepa lo que en verdad acaeció. Pues tengo para mí que ni su padre ni todo su linaje nos lo perdonarán…

—¿Su padre? —dijo el Trasgo, asombrado—. ¿Cómo puedes decir eso? Harto tiene ahora con su nueva esposa, que le dará nuevas hijas y, a su vez, nuevas preocupaciones traerán. Ten por cierto que su padre ya la ha olvidado, como olvidó a anteriores Tontinas…

Y en efecto, la Reina procuróse, con ansiedad, noticias de lo que ocurría. Y, al tiempo que los hombres le traían la vasija azul con las cenizas —que ni pudo tocar, y ordenó fueran enviadas prestamente a su hijo—, enteróse de que los hombres de Yahek habían cumplido su cometido.

—Haced venir a Yahek —dijo la Reina, llena de curiosidad, pues algo temía que no sabía decirse—. Y que me explique punto por punto cuanto ha ocurrido.

Un tanto azorado, llegó Yahek y, postrando rodilla en tierra —pues jamás señora alguna como aquella Reina le produjo mayor azoramiento y respeto—, explicó:

—Fue algo extraño, en verdad, mi Señora. Lo cierto es que, bien dispuestos, caímos sobre ellos por sorpresa; y ya me extrañó hallarlos en perfecta formación, y en torno a la carroza de su Señora. De modo que mejor blanco no podían ofrecernos. «¡Rendíos, o sois muertos!», dije (por decir, pues es la costumbre, aunque de cualquier manera bien muertos los tenía en mi intención). Así que, con gran sorpresa, vimos que no se movían, y que en su lugar, impávidos y en verdad majestuosos, si me permitís tal comparanza, permanecían. «Rendíos, cobardes», les grité. Y viendo que seguían como sordos y ciegos y mudos, contra ellos arremetimos (créame, Señora, que con harta furia, pues algo había en ellos que mucho nos imponía). Y así, sin moverse ni alzar espada o lanza, de las que tan bien estaban pertrechados, les atravesamos sin esfuerzo alguno. Cuando, he aquí, que se desmoronaron. Y cuando sobre ellos caímos para despojarlos, pues sabéis que el botín nos está permitido por vuestro augusto hijo, y es la razón de nuestra fortuna, destripándolos con lanzas y espadas, llegamos a apercibirnos que sólo había en su interior esto.

Y así diciendo, mostró un puñado de paja a Ardid.

—¿Esto? —dijo la Reina, asustada—. ¿Cómo es posible?

—Tal como lo oís, Señora. Eran, ¿cómo deciros?…, igual que esos muñecos que fabrican los campesinos para asustar a los pájaros y evitar que devoren la simiente: espantapájaros.

Ardid tomó aquel puñado de paja, que se deshizo entre sus dedos.

—Y así —continuó Yahek—, nos repartimos sus vestiduras. Y he de deciros que, pese a su lujosa apariencia, estaban hechas de tan apolillada y efímera sustancia, que se deshicieron como polvareda entre nuestras manos. Y en cuanto a sus armas, ¡oh, Señora, qué horrible decepción!, dentro de sus vainas, las espadas eran verdes hojas de lirio, como las que a veces usan los chiquillos para fabricarse espadas con que jugar. ¿Y sus lanzas?…, sólo quebradizas cañas las mantenían enhiestas. Y así, tan sólo lumbre y ceniza, paja y polvo, quedó de tan imponente Guardia. Y lo mismo digo —añadió— de la carroza: pues sólo una corteza de calabaza había en su lugar y, a lo que vi, bastante reseca y pasada, como conservada durante muchos años.

Ardid despidió a Yahek, precipitadamente. Corrió a su cámara, donde ella misma vigilaba los cofres que trajera, colmados de riqueza, la desaparecida Tontina. Los abrió, y con desfallecimiento, cayó de rodillas en el suelo. Allí la encontraron sus fieles amigos, deslizando entre sus dedos, con aire ausente, infinidad de piedrecitas de diversos y lindos colores. Una mariposa de oro escapó a ellos: volando alcanzó la ventana y huyó, aterida y desorientada, hacia el vasto mundo.

Ardid permaneció aún algún tiempo en la misma actitud. Y sólo al cabo de mucho rato se levantó, y todos vieron que sus pasos no tenían la acostumbrada gallardía, y que sus hombros se doblaban suavemente.

Fue al cuarto de Tontina y, allí, la miraron todos los muñecos de tal forma con sus ojos de vidrio, que rápidamente salió de la estancia. Y dijo:

—Que recojan cuanto hallen en las que fueron habitaciones de la Princesa Tontina. Y que lo suban todo a la más alta y más lejana torre, bajo el tejado de la Torre Norte, que condenó el Rey Volodioso.

Así lo hicieron: pues en la Torre Norte había un puntiagudo tejado azul, que en tiempos construyó Volodioso, imitación de alguno que llamara su atención. Y bajo aquel tejado, unas vastas buhardillas se enmohecían y alegraban, a trechos, según el sol o la niebla tenían a bien visitarlas.

3

Cuando el día estaba ya mediado, Gudú recibió las cenizas de Tontina. Las colocó en lugar visible, junto a su lecho, de tal forma que, todos los días, al despertar, le recordaran su ligereza en lo que tocante a bodas se refería. Y acariciando a la joven y hermosa criatura que le esperaba al llegar al Castillo Negro, dijo:

—¿Ves lo que les pasa a las mujeres necias? Ésa se llamaba Tontina, y ahora reside ahí, convertida en frágiles cenizas.

Y ante su asombro, la muchacha prorrumpió en gritos de alegría, y, abrazándole, mostró hacia él un entusiasmo que, hasta el momento, había resultado un tanto reacio.

«Ella ha muerto, luego el mal ha cesado», se decía la inocente Ondina. «Ella ha muerto, luego el Príncipe es mío».

Y aún más alegría experimentó cuando, aquel anochecer, Gudú ordenó que enviaran un aviso a Predilecto para que se incorporara prestamente a la Corte Negra, donde, al parecer, se preparaban muchas cosas.

Sorprendido, el Rey —y la misma Ondina— recibió una carta de la Reina que le comunicaba que Predilecto había desaparecido desde el día en que dio muerte a la Princesa; y que de él nadie sabía nada, ni se tenía noticia alguna. Con lo que —temía la Reina—, por las muchas extrañas cosas que tras su muerte habían ocurrido, tal vez algún hechizo se había cernido sobre el hombre; acaso sufría algún castigo, de forma que había desaparecido, tan misteriosa como extrañamente.

—En verdad que es raro —dijo Gudú, pensativo—. Pero no tengo gran fe en cualquier especie de encantamiento o brujería, por evidente que parezca. Créeme: sólo en seres tan evidentes como tú tengo puesta mi fe.

Y, riendo, palmoteó campechanamente el trasero de Ondina. Ésta lo miró entonces gravemente, y se retiró en silencio.

Así que estuvo a solas, Ondina salió al bosque y buscó, entre la espesura, a la Bruja de las Estepas.

—Amiga —le dijo—. ¿Sabes algo? Ando muy confusa: pues ha muerto la que robaba el amor de Predilecto, y ahora que lo tengo libre de tal cosa, él ha desaparecido.

—No sé qué decirte —exclamó la anciana, con aire fatigado—. Son muchos mis años, y las largas caminatas a que me obliga el odio hacia Yahek no dan reposo a mi cuerpo. Muy lejos quedan de mí los asuntos del amor. Y creo que de poco te servirán mis suposiciones.

Pero viendo la tristeza de la muchacha, añadió:

—¿Por qué no sigues el hilo de las corrientes, hacia el Sur?… Tengo entendido que tu Príncipe, allí tenía arraigado gran parte de su origen. Tal vez esté ahora allá, en busca de su perdida felicidad…, o intentando reparar algún mal.

La anciana, si no muy lista, al menos era sabia en vejez, y atinó en parte con su consejo. Pues cuando Ondina se sumergió en el manantial y se dirigió al Sur, ya cerca del mar, en un viejo y abandonado Castillo, vio el caballo de Predilecto y a dos de sus soldados. Aguardó a la noche, anhelante, sabiendo que allí estaba él y que, con toda probabilidad, aquella noche obtendría su amor.

Apenas había quedado solo, Predilecto se sintió invadido de un recuerdo: «Es allí donde tenemos que conocernos mucho». Presa de un solo pensamiento y un solo deseo, en la bruma de la mañana brillaban la crin leonada de su caballo y su lomo color avellana. Lo montó y, jinete sobre su lomo, partió hacia el Sur, hacia las tierras amadas de su madre Lauria. No supo cuánto tiempo —ni si eran años o instantes, o sólo un tiempo anterior a todo lo que le había sucedido—, pero si a alguien encontró o vio en el camino, o le preguntaron alguna cosa, él nada podía decir, ni recuperaba su voz.

Cierto día llegó en que, por fin, reconoció el paisaje: las suaves colinas, las viñas, los almendros, los olivos y el mar. Pero aunque el invierno había llegado allí también y su frío color invadía la tierra, él sintió cómo todo su ser renacía de la bruma —pues la bruma parecía rodear su vida desde el día en que partió a Olar, en busca de su padre, hasta aquel momento—. Al fin, distiguió el Castillo que fue de su madre y aún le pertenecía. Y entonces recordó a los muchachitos de las Tierras Negras, y a su viejo sirviente, que había enviado allí, tiempo atrás. Pero a medida que se acercaba, la niebla trepaba del cercano río e invadía nuevamente el mundo. Y así, entró en el recinto amurallado sin hacerse anunciar: pues las puertas estaban abiertas y podridas, y mohosas las cadenas y cerrojos. La hiedra invadía los muros y penetraba en las estancias. Allí, donde fuera niño un día, sólo encontró polvo, moho y muebles astillados, vestigios de un mundo que ya no era, como si alguien hubiera desalojado todos los recuerdos, entrado a saco y llevado con él todas las cosas. Sólo, en el marco de alguna ventana, un girón de tapiz flotaba al viento. Y las telas de araña, como sutiles velos, brillaban a la luz que entraba por las rendijas.

Subió la escalera como dentro de un sueño o de un tiempo, pero sabiéndose fuera del mismo, sólo espectador del mismo, e incluso de sí mismo.

Así, llegó a una estancia pequeña y encontró, sentado en el suelo junto a un débil fuego, a un anciano que, al levantar la cabeza hacia él, reconoció como su fiel Amer. Sin poder decir nada, sus manos se estrecharon, y vio cómo las lágrimas corrían por la mejilla de Amer.

—¿Por qué lloras? —preguntó.

—Todo nos lo quitó el Rey Gudú —dijo—, todo: envió aquí su gente, se llevaron la cosecha y enroló a los muchachos para que fueran a engrosar su Corte Negra. Tan sólo a mí me dejaron, porque era viejo y de nada podría servirles. Y vivo de raíces y bayas, y de lo que algún pastor, a veces, viene a traerme. Pero sabed, Príncipe, que estoy contento, porque, al fin, he vuelto a encontrarte.

Predilecto calló, aunque sentía el dolor punzante de todas las lágrimas que nunca había derramado —pues le habían enseñado que llorar no era propio de nobles varones—, y ardían en su garganta y en sus ojos. Acarició la cabeza de Amer, y sus labios temblaron cuando el anciano avanzó su mano hacia él y dijo, asombrado:

—¿Niño, qué te ocurre? —Y estas palabras le recordaron un día (tendría ocho años) que se cayó de lo alto del cerezo y Amer se acercó a él y, aproximando su tímida mano (que, como ahora, no se atrevía a tocarle siquiera), le hizo la misma pregunta. Y sólo entonces sintió que el hielo y toda la dureza donde el mundo le había encerrado estallaban. Las lágrimas rodaron por sus mejillas, y dijo:

—Me ocurre, Amer, que quise ser un hombre y valiente caballero; un fiel, intachable y leal caballero: y sólo fui hombre estúpido.

—No digas eso, Príncipe —dijo el viejo, horrorizado—. Nadie más noble, fiel y generoso que tú. Nadie en el mundo, tenlo por seguro.

Predilecto sabía que no podría hacerse entender, y así, permaneció junto a él; y con él recorrió los campos, y con el dinero que le quedaba en la bolsa compró en alguna alquería alimento y leña. Y con sus manos le dio de comer y de beber, hasta que una madrugada, Amer, murió. Entonces, se sintió tan vacío e inútil sobre la tierra como jamás creyó podría sentirse mendigo alguno. Lo enterró en el que fuera cementerio de los nobles: en el lugar más alto, allí donde reposaba su propia madre. Luego, tejió una corona con hojas, de esas que nunca mueren, y la depositó encima. Y regresó al Castillo, sin saber qué hacer ni adónde ir.

Entonces, oyó una voz que le llamaba y, sorprendido, se volvió. Vio una joven muy linda, de cabellos negros y ojos tan profundos que recordaban el tono de las violetas silvestres.

—Príncipe Predilecto —le dijo—, he venido a servirte y a amarte: tenme a tu lado y déjame acompañarte.

—Márchate —dijo Predilecto, perplejo y molesto ante tantas mujeres que, sin pretenderlo, se le ofrecían—. Mucho siento decírtelo, pero nada más que la soledad me es grata. Márchate, te lo ruego, y déjame morir.

—No, no debes morir —dijo la muchacha, acercándose a él y tomándole de la mano—. Tú eres el más hermoso, el más joven y el más valiente Príncipe: y yo te amo.

—No digas eso —dijo Predilecto, bruscamente, desasiéndose de su mano. Y se alejó presuroso, con tal dolor y furia en la mirada como jamás Ondina había podido imaginar en él.

Pero ella le siguió y siguió, por las vacías estancias del Castillo; y por más que él la rechazaba, e incluso en una ocasión desenvainó su espada, amenazándola con matarla si no dejaba de importunarle, ella insistía con tal dolor y tantas lágrimas, que, al fin, Predilecto se compadeció. Dejó caer su mano con la espada, y le dijo:

—Si es verdad que me amas, entenderás mejor que nadie que también yo he amado y amo de tal forma, que sólo el objeto de este amor podría calmar mi sed, mi hambre y mi dolor. Así pues, te lo ruego: márchate. Pues mientras tenga vida, y aún después, sólo a ella amaré, y nada en el mundo podrá separarme de su memoria.

Al oír estas palabras, Ondina lanzó tal grito, que el mar se estremeció, y las olas que se estrellaban en el acantilado tornáronse rojas como el vino. Después, recuperando su aspecto fluvial, se hundió en las aguas. Pero Predilecto ya ni siquiera la veía.

En lo profundo del mar, dejándose zarandear de uno a otro lado, Ondina lloraba, entre algas y caracolas, rodeada por el rumor de las corrientes que conducían hasta allí donde moraba su abuela. Pero estas corrientes la atemorizaban, y regresaba, una y otra vez, a la arena, tal y como veía hacer al mismo mar.

—¿Por qué no puedo apartarme de la tierra? —se preguntaba. «Porque amas», parecía decirle el mar; y lo repetía y repetía, pero nunca terminaba de decir algo que ella anhelaba saber. Hasta que, al fin, una pronta inspiración llegó a su mente: «Tomaré —se dijo— la figura de aquella a quien él ama, de suerte que pueda llevarlo conmigo». «¡Cuidado! —gritó el mar entonces. Y se levantó de tal forma que parecía unirse con el viento celeste—. ¡Cuidado, Ondina! No debes tomar jamás una figura que antes existió». «Sólo así lograré atraerle», sollozó Ondina. «¡No lo hagas, no lo hagas!…», repitió el mar. Y lo repitieron el eco de las caracolas y las olas que, lentamente, regresaban de la arena.

Pero ella no les escuchó. Así que, tomando el aspecto externo de la que fue Tontina, avanzó hacia el Castillo.

Halló a Predilecto dormido junto al fuego. Pero al besarle en los labios, tuvo conciencia del error que había cometido. Pues aunque le besaba, no sentía bajo los suyos los labios de él. Y aunque le tocaba, no sentía el tacto de su cuerpo. Desesperada, le gritó que despertara, que la viera; pero él, tampoco la oía. Y sólo cuando el sol entró hasta rozar su frente y, voluntariamente, abrió los párpados, la vio. Sus ojos se iluminaron. Extendiendo las manos hacia ella, quiso abrazarla. Pero no lograba sentirla entre sus brazos, como ella tampoco los sentía entre los suyos.

—¿Por qué haces esto, Tontina? —dijo Predilecto, con tal tristeza que Ondina, a su vez, lloró sin consuelo.

—No llores —dijo él—. No llores: allí donde vayas, yo iré también.

Y Ondina echó a correr hacia el mar, y tras ella Predilecto, de suerte que, cuando ella se hundió en las olas, junto a ella se hundió el Príncipe Predilecto, y junto a la muchacha con aspecto de Tontina se ahogó.

Pero Ondina se desprendió de su cuerpo y, flotando, llegó a la playa. Quedó enredada allí, como una extraña alga, hermosa y quieta. Entonces, tomó entre sus brazos el cuerpo de Predilecto y con gran amor lo estrechó contra ella: pero ya era como los muchachos del fondo de su jardín.

«¿Qué has hecho? —se horrorizó el mar—. ¿Qué has hecho? Has matado al Príncipe».

Ella lo arrastró, corriente arriba, por el túnel submarino que conducía hasta su viejo jardín, en lo más hondo del Lago. Y allí, lo adornó con perlas y maraubinas, pero por más que le besaba y acariciaba, él no respondía ni a sus besos ni a sus caricias. De suerte que, al fin, le invadió tan profundo y oscuro desaliento y tan irremisible era su dolor, que se dejó llevar, sin freno ni voluntad, hacia las corrientes que conducían a la morada de su abuela.

La Dama del Lago la esperaba, y había tal cólera en sus ojos como jamás el agua había reflejado.

—Eres la más estúpida entre las estúpidas —dijo. Pero como Ondina nada respondía y sólo lloraba, de forma que sus lágrimas venían a unirse a las Raíces del Agua, su ira se aplacó y quedó pensativa. Se inclinó sobre ella y escudriñó atentamente sus ojos:

—Si pudiera remediar algo de todo el mal que hiciste —dijo—, tal vez tu ignominiosa contaminación no sería tan irremediable. Y así, condujo los débiles hilos de plata verde y los trenzados surtidores de oro y, levantando sus largos brazos hacia el lugar donde se hallaba la Gruta del Manantial, lanzó hacia allí la gran vía fluvial. De forma que ésta trepó hasta la Gruta, empujó con fuerza la corriente e inundó el recinto, desprendió a Tontina de su lecho de hojas, y la sumergió.

«Retorna a los tuyos, de donde jamás viles aficionados debieron robarte: estúpidas criaturas ensoberbecidas y ambiciosas, asesinos de leyendas no nacidas, hurones de la salvaje inocencia. Vuelve a tus padres, a tus hermanos, de donde jamás debieron anticipar tu pobre y triste vida. Tontina, Tontina: cuando algún día nazcas —si naces—, ya se habrán marchitado todas estas cosas, y sólo los de limpio corazón sabrán recuperar tu imagen; algún día se sabrá quién fue tu abuela, y tu madre, y tú misma. Y así, podrán hablar al mar, y la resina llameará de nuevo… si aún queda un niño que desee haberte conocido. Tontina, Tontina: ¿cómo te dejaste nacer? El mundo no es hermoso; nunca habrá un mundo hermoso: desapareció el día que el mar se heló para siempre en tus islas. Tontina, Tontina: nadie sabe si algún día regresarás, pero, en tanto, navega, no te detengas jamás: porque sólo así podrás salvar algo de lo que para ti pudo ser, un día, la vida».

La Dama proclamó la Muerte Más Hermosa, y llegaron por los submarinos caminos los sirvientes-guerreros, con sus largas trenzas de oro, sus ojos aguamarina y sus rodelas de ámbar. Eran los proveedores de resina, que en las turbas danesas mantenían la llama de unos relatos y cuentos, en la sustancia de sus hermanas, las Sagas. Y les dijo:

—Horadad el hielo, gentiles proveedores de resina: vuestra Princesa irá abriendo camino hacia la Pradera de la Gaviota, pues sólo así arribará el día en que hubiera debido nacer.

Los guerreros silenciosos trazaron en el fondo del Lago largas inscripciones con el filo de sus lanzas. Luego remontaron hasta el manantial y desprendieron a Tontina de su lecho de recuerdos, que ya empezaban a empalidecer: pues aquel que los regaba ya no vivía. Pero aún estaba allí su perfume: y los proveedores de resina siguieron su estela.

Colocaron a Tontina como mejor sabían —ya que aún no habían inventado la urna de cristal de su abuela, aún no nacida—. Así, en el fondo de una nave esbelta y blanca, como talada en hueso, dejaron a la niña sobre el oro de su cabello, que el mar levantaba y volvía azul o esmeralda, e incluso, a trechos, del hondo violeta de las noches. Y el mar, que era con ellos tan respetuoso como noble, abrió su ruta hacia la Pradera Infinita, y cien mil gaviotas gritaron en todas las playas del mundo —del mundo que ellos recorrían a gritos y lanzazos, a impulsos de amor y de sangre, entre destellos de hierro y copas de cristal azul—, de suerte que hubo un gran pasmo en la tierra y en el mar, para todas sus criaturas —excepto, por supuesto, las humanas.

Y los guerreros blancos, que sabían dónde ardía el fuego, remaron sin demora, aunque lentamente —tan lentamente que sólo los cien mil siglos de la Dama podrían apreciarlo—, y se sumergieron en la ruta que llevaba al fondo del Lago.

Y como sabían distinguir un Gran Príncipe de un ruin monarca, encallaron entre las flores minerales del jardín de los Muchachos Ahogados; y entre tantos, sólo uno tenía sobre el corazón una piedra horadada, de color azul. De suerte que, desprendiéndolo de algas y ansiosas flores, lo llevaron sobre su escudo, y en el fondo de una nave lo dejaron.

La nave encendía el mar a su paso, y su alta vela se hinchó entre el vaivén de las mil rutas fluviales: y era grande, listada de blanco y verde. Y así, los guerreros blancos desenvainaron la espada de Predilecto y la dejaron a su lado izquierdo, para que a mano la hallara. Y pusiéronle también el juego de ajedrez con que se entretenía de niño, en el Sur, alineadas las fichas de hueso blanco y negro, porque aún tendría que comenzar una batalla, en algún lado, en alguna misteriosa lid que nunca emprendió antes.

Entonces, la Dama, que lo observaba todo en el pocillo formado entre sus manos, dijo: «Oíd, criaturas del agua: va a comenzar el Gran Viaje. Prestad atención, pues raramente podemos presenciar tan preciosa y difícil huida».

El océano hinchó, a salvajes y doloridos lamentos, las velas listadas en blanco y oro, y blanco y verde; y zarparon las naves, al fin: allí estaban su tablero de damas, sus copas de vidrio azul y la cinta que, a veces, Tontina se enrollaba al índice, cuando quedaba pensativa.

Todas las criaturas lacustres, fluviales y marítimas abandonaron sus palacios de nácar, o de musgo, o de hielo, y acudieron a ver cómo las naves de Predilecto y Tontina afluían a una misma vena marítima. Y así, con solemnidad suboceánica, chocaron y se partieron en miles de diminutas y relucientes astillas: saltó la quilla, la vela y el mástil; rodaron al fondo del mar los escudos pintados, las copas de oro, las piezas de ajedrez, los collares y los emblemas. Sus cuerpos se desprendieron y flotaron, y vinieron a chocar uno con otro, igual que las proas de sus naves. Y alzaron éstas la cabeza, y los dragones de oro tuvieron una última mirada mineral antes de hundirse en el cieno y retornar a lo que fueran: huellas, espectros de naves y de reyes, de batallas y de muerte sinnúmero.

Pero no así Tontina y Predilecto: pues en el espeso lamento del mar, se agitaron cada una de las dos mitades de una sola piedra, horadada y azul; y así, como se cierran las dos hojas de la concha, se ajustaron una sobre otra, tan herméticas como el nácar de las perlas, sobre aquel orificio único, por donde el mundo, acaso, pudiera atisbarse, un día, hermoso. Y cada una de las dos mitades iba indestructiblemente atada al cuello de ambos muchachos.

Y arrastrados por aquella piedra, Tontina y Predilecto ascendieron en el agua y se alejaron, los cuerpos enlazados por una misma cadena y una sola piedra azul, pulida y horadada por las Raíces del Agua, unidas ya sus dos mitades.

—¿Adónde van? —dijo débilmente Ondina, mirando cómo se alejaban en el agua.

—Más allá de las regiones de Nunca y Siempre, donde residen los ecos y las huellas de la Luz, y los reflejos engañosos del mundo —dijo su abuela—. No puedo hacer otra cosa.

—Abuela, te lo ruego, arráncame esta raíz —dijo Ondina. Y su voz sonaba tan desfallecida y tan honda como el agua que despierta eco en las grutas submarinas—. Arráncamela: no puedo vivir con tanto dolor.

—No puedo —dijo ella—. No puedo.

Pero tanto y tanto suplicaba Ondina, y tal era el dolor de sus ojos y de su voz, que al fin la Dama dijo:

—Por ti voy a romper una muy arraigada tradición; pero no sé si lograré conseguirlo. Es sabido que a los que se dejan contaminar, nadie debe ayudarles. Sin embargo, eres mi nieta, y esto no puedo olvidarlo por más que lo desee. Y tampoco puedo olvidar que, después de todo, amaste a un ser humano que, en verdad, hubiera merecido ser fluvial.

Y así, le ordenó dormir, y colocó sobre sus ojos dos perlas negras. Cuando ella dormía, de entre sus propios cabellos extrajo la larga aguja de oro con que marcaba la ruta de las Raíces del Agua. La clavó en el pecho de Ondina y, con todas sus fuerzas, intentó arrancarle la raíz, que ya era tan crecida como nacimiento de coral, y tan dura como éste. Por más que la Dama se esforzaba y hundía su aguja en él una y mil veces, al fin desistió. Y con gran melancolía contempló a su nieta dormida, y dijo:

—La raíz ha arraigado demasiado. Nadie podrá arrancártela. Pero se me ocurre que, si en vez de ella, te arranco la memoria, olvidarás el objeto del nefasto amor y, por tanto, tu dolor se mitigará.

Así lo hizo, y la memoria se desprendió tan fácilmente como la bruma se desprende del techo del agua. Y con ella se perdió. Ondina abrió los ojos y miró a su abuela. Pero la sonrisa fija y quieta que antaño tanto la distinguía, había desaparecido.

—Flota —dijo la Dama—. Aléjate, aléjate, Ondina querida, que tu dolor es un dolor olvidado.

Ondina obedeció, blandamente, y se alejó en el agua. Ya no recordaba a Predilecto, pero la melancolía anidaba en sus ojos y en sus labios.

—¿Ya no recuerda al Príncipe? —indagó un curioso pececillo rojo que la Dama guardaba junto a ella (como algunas mujeres guardan pájaros o flores).

—No lo recuerda —dijo la Dama—, y por tanto, su amor tampoco la hiere como antes. Pero ahí está aún la raíz: y desde hoy, Ondina flotará por todas las orillas del agua, convertida en la tristeza.

—¿Y qué ocurrirá?

—Nada nuevo —dijo la Dama—. A veces se adentrará con la bruma hasta las moradas de los hombres, penetrará con la sal en su lengua y sus palabras, invadirá con su aroma mentes y corazones. Pero esta enfermedad es tan común ahí arriba —y señaló el techo del Lago— como el odio, la venganza o la ambición, o como el amor mismo.

Y así, los ojos de la Dama se oscurecieron, porque sabía que su nieta vagaría sin fin por las costas, las resacas del vino y las orillas de las tempestades, sin descanso. «Estas cosas —se dijo—, ¿a quién importan? No a los humanos, por supuesto». Y regresó a las Raíces del Agua con su aguja de oro, que había quedado teñida —desde aquel día y para siempre— por una sangre fina, delicada, casi transparente.

Desde entonces, a veces, llega hasta el corazón de los humanos un sentimiento extraño: recuerdo, melancolía o deseo. Es Ondina, aunque ellos no lo saben, que ronda sin descanso por playas y litorales.