Gudú empezaba a impacientarse por la tardanza de Predilecto. Según sus cálculos, si él y el Hechicero no habían perecido en el camino, ya debían estar de vuelta al campamento. Tenía a Predilecto por un ser poco menos que inmortal. Estaba tan acostumbrado a su servicio incondicional, y siempre eficaz, que no concebía pudieran apartarle de él, ni tan sólo por algo tan cotidiano y corriente como la muerte. Y de tal forma crecían su impaciencia y su indignación. Todos los días enviaba un grupo de soldados a otear el horizonte por donde suponía debía llegar su hermano. Y todos los días, las constantes negativas le sumían en una sorda, aunque contenida cólera, pues no era dado a hacer ostentación de sus sentimientos, y desde muy niño sabía que mejor era ser él su único conocedor.
La vida en el campamento, aunque en lo que a disciplina militar se trataba estaba sujeta a muy grande y estricta severidad, no se regía por las mismas formas de la que podía llamarse vida privada de los soldados y del mismo Rey. Gudú había reflexionado sobre la conveniencia de que sus hombres tuvieran en gran estima servirle no sólo por la fuerza de los beneficios obtenidos, sino porque, aun sabiendo que las empresas que se proponía llevar a cabo serían duras y temerarias, tal y como las presentaba a quienes le seguían, igual de grande era su magnanimidad en todo lo demás, y difícilmente aquellas gentes le hubieran defraudado o abandonado.
La mayor prueba la tuvo cuando, tras el botín y victoria sobre el País de los Desfiladeros, el propio Yahek y sus hombres solicitaron formar parte de su aún escaso y no bien armado ejército. Gudú sabía que para alcanzar cuanto se proponía, debía incrementar este ejército como jamás otro Rey ni señor alguno hubiera sospechado. Consideraba que la política que hacia ellos practicaba era mucho más convincente que el terror, el sentido del deber —muy escaso, ciertamente— o el hambre misma: tres cosas de las que, únicamente, se sirvió su valeroso e indudablemente emprendedor padre. Pero él era, a su vez, hijo de Ardid, y la astucia de la madre había arraigado en su ser con la misma pujanza que la ambición y el espíritu combativo, dominador y poderoso de su padre y madre unidos.
A menudo, larvaban y maduraban en su mente proyectos que no necesitaba anotar, pues se grababan en su memoria de tal forma que nadie los hubiera podido arrancar de allí donde brotaban. Y no era extraño que, en la noche, apagadas casi la totalidad de las hogueras —excepto las que mantenía la Guardia—, Gudú abandonara la tienda y se acercara a la linde de las estepas. Contemplaba allí, al resplandor de la luna, cómo ante su mirada se extendía el extenso y desconocido mundo que tan ardientemente deseaba conquistar y desentrañar. «No me detendré jamás, mientras me quede vida —se decía, contemplando aquella vasta tierra despoblada y espantosamente solitaria—, hasta que ni un palmo de tierra quede oculta a mis ojos y hollada por mi pie. No puedo soportar la sensación de ignorancia. Destriparé el mundo y contemplaré sus despojos; y lo que de él me plazca, o sirva, lo guardaré; y lo que considere superfluo, o dañino, lo destruiré. Y mis hijos continuarán mi labor, y mi Reino no tendrá fin por los siglos de los siglos: pues el mundo, de generación en generación, sabrá del Rey Gudú, de su poder y su gloria, de su inteligencia y su valor, y mi nombre se prolongará de boca en boca y de memoria en memoria, y reinaré (más que mi padre) después de muerto». Esta ambición le inspiraba una codicia infinitamente mayor a todos los tesoros de la tierra.
En verdad que era austero en su persona —excepto en lo que a las mujeres, el vino y la sensualidad se refiriese— y no tenía ningún apego ni al oro, ni a la riqueza en sí misma, como albergaba su madre, y albergó su padre, y albergaban cuantos —excepto Predilecto— le rodeaban. Había contemplado, con frío y desapasionado asombro, la embriaguez de los hombres que se repartían el botín, y le parecía que en comparación a lo que él soñaba y deseaba —y no había aún alcanzado—, aquello era tan banal como los juegos de un niño que se cree soldado con una espada de madera. Lo mismo sentía respecto a los demás bienes que, según observaba, tan encarnizadamente perseguían todos los hombres: tanto nobles como villanos. Se sentía naturalmente atraído por el sexo opuesto, y gustaba del vino, y era de apetito que correspondía a su naturaleza extraordinariamente vigorosa, pero ninguna de estas cosas le hacían esclavo de ellas y, de todas y cada una de ellas, si el caso convenía, podía prescindir. Sólo se sabía prisionero de aquel íntimo deseo, de aquel sueño, de aquella fiebre de la que a nadie hacía partícipe. Pues esta sed era mayor que todas las sedes, y esta hambre, mayor que hambre alguna.
Al contacto con la agreste y dura naturaleza que muchos días conoció, el Rey Gudú pareció crecer y endurecerse aún más, de suerte que, si ya se acercaba a los dieciséis años de edad, se le hubiera podido tomar por un hombre de veinte. Y cuando al fin, un día, los vigías anunciaron que en la lejanía se divisaba el polvo levantado por una pequeña comitiva, y que ésta era la de su hermano Predilecto, impaciente y ansioso montó en su caballo y él solo galopó para adelantarse a su escolta y recibirle. Cuando vio a Predilecto, halló en él algo extraño que le instó a agudizar su prudencia. Aún no podía calibrar si aquel cambio era bueno o malo, cuando a su vez, también Predilecto le halló distinto: pues había crecido, y atezado su piel, y sus brazos y piernas se habían hecho más robustos, como los de un soldado muy curtido. En su mentón había nacido una suave pelambre de color negro cobrizo, como su cabello. De pronto, se parecía más a su padre. Este parecido impresionó tanto a Predilecto, que el afecto que Gudú le inspirara siempre, se acrecentó junto al afecto que guardaba hacia su padre. Mirándole, se dijo que, pasara lo que pasara —y aunque sus encontrados sentimientos le habían abierto los ojos hacia el mundo y los hombres, y aun hallándose muy lejos de sentir las mismas inquietudes del Rey—, seguiría fiel, dispuesto a defenderle y ayudarle, tal y como había prometido a la Reina. Y que su lealtad no sería jamás empañada por sentimiento personal alguno. A decir verdad, la clase de sentimiento que pudiera tentarle a semejante cosa, se hallaba muy lejos de su mente: tan sólo se trataba de un vago y estremecido aleteo.
Cuando, al fin, los dos hermanos se hallaron a solas en la tienda de Gudú, éste le dijo:
—Príncipe, os veo algo extraño…
—No es nada importante —contestó Predilecto— ni debe preocuparos… Lo cierto es que algo se clavó en mi pecho, por accidente, y desde ese momento no veo cómo liberarme de un agudo dolor que me traspasa y al que no hallo remedio.
—Mostrádmelo. Y si algo se os clavó, ¿por qué no os lo arrancasteis?
—Porque no ha sido posible… Cuantas veces lo intenté, cuanto mayor era el dolor, cuanto más parecía adentrarse en mi carne, manaba de la pequeña herida tanta sangre, que así lo he dejado, por temor a desangrarme en el camino.
Y así diciendo, mostró su pecho a su hermano. Y Gudú observó la gran mancha oscura que cubría el cuero de su coraza. Entonces, se aprestó a decir:
—Habéis sido imprudente, hermano: no podéis permitiros perder fuerza ni vida, en un momento en que tanto preciso de vos. Pero aguardad, que Yahek, el antiguo Jefe de los Mercenarios, y ahora soldado de nuestro ejército, conoce remedios, practica tornillos y sabe detener la sangre de las heridas, ya que de su madre, que era ducha en estas cosas, lo aprendió… Ahora reparo en que el Maestro no os acompaña. ¿A qué es debido?
—Aquí os lo explica vuestra Señora Madre —dijo Predilecto. Pero su voz parecía debilitarse y, mientras tendía el pliego a su hermano, sintió cómo llegaba a su límite la fuerza que le acompañara hasta allí. Tan intenso era el dolor de su pecho, que su rostro palideció como el de un muerto. Tuvo que hacer acopio de toda su voluntad para no desfallecer.
—¿No me preguntáis por vuestra esposa, entonces?
—¡Ah, sí, es cierto! —dijo Gudú, enfrascado enteramente en la lectura de la misiva. Y una vez hecho esto, comentó—: Me parece acertado lo que mi madre dice: si ese invento suyo tan prodigioso puede servirme desde allí, mejor será no tener que cargar con lastre tan incómodo como la persona de un viejo torpe y atolondrado. Y por cierto, mi esposa… ¿es tan bonita como su retrato? Porque en estas cosas, sabes que se exagera mucho. Espero no haber sido engañado, pues en tal caso, sabré corresponder con creces a su ultraje.
—Es mucho más bonita —dijo Predilecto, en tanto sus ojos se nublaban y el dolor le arrancaba un frío sudor, y sentía desvanecerse ante sus ojos cuanto le rodeaba—. Más bonita que mujer alguna…
—¿Qué os pasa? —dijo Gudú, sujetándole por los codos. Y viendo que verdaderamente su hermano ofrecía un aspecto más de muerto que de vivo, llamó urgentemente a Yahek.
El hombre entró en la tienda, sin tardanza. Tendió a Predilecto sobre las pieles que servían de lecho al Rey, le despojó de la coraza, y quedó inmóvil ante la herida que descubrió en el pecho del Príncipe.
—¿Qué ocurre? —se impacientó Gudú—. Daos prisa, Yahek. Hemos esperado demasiado su regreso, para retrasarnos ahora por un simple rasguño…
—No se trata de un rasguño, Señor-murmuró Yahek.
Y Gudú vio que el soldado palidecía: lo notó por el tono verdoso que súbitamente invadiera su rostro, por lo común tan oscuro como el de un sarraceno.
—Se trata de una grave herida —añadió el soldado—. Y perdonadme, si no puedo curarle.
—¿Cómo que no puedes? —dijo Gudú, con tal brillo en los ojos, que no dejó lugar a dudas al soldado.
De modo que, aún con manos temblorosas, como quien se lanza a un precipicio, intentó extraer la piedra que tan malignamente se aferraba al pecho de Predilecto. Pero Yahek había olido ya un conocido perfume, del que su madre, siendo aún niño, le había advertido el peligro: las heridas que emanaban tal perfume, si bien eran de dulzura tal como sólo el más precioso jazmín podía exhalar, resultaban mortales. Y es más, nadie debía ni podía curarlas si, a su vez, no deseaba sucumbir del mismo mal. Por tanto, fingió hacer lo que en realidad no hacía, y con las manos manchadas de sangre se volvió a Gudú y murmuró:
—Cerca de aquí ronda, hace unos días, una anciana que se dedica a recoger raíces y hierbas misteriosas. Señor, por sus rasgos, he visto que pertenece a la raza de las estepas, aunque mezclada, como yo, seguramente superviviente de alguna aldea arrasada por vuestro padre. Si a bien lo tenéis, y animada a ello como yo sé hacer, creo que sabrá curar al Príncipe con más tino y delicadeza que yo; o, por lo menos, conocerá algún cocimiento o cosa parecida que le reanime.
—Pues tráela —dijo Gudú. Estaba profundamente disgustado por lo que tenía por un estúpido incidente—. No tardes en volver con ella lo justo, sino menos de lo justo.
Así lo hizo Yahek. La encontró junto a la espesura. Como solía, se hallaba platicando, en suave murmullo, con una muchacha que recientemente acompañaba al Rey y que éste llamaba Lontananza. Ambas enmudecieron al verle acercarse, con lo que Yahek, que tenía mucho olfato para estas cosas, y hacía tiempo le había sorprendido la profusión de hermosas criaturas que rondaban la tienda de Gudú —aparecían y desaparecían de forma harto frecuente—, intuyó cierta oscura relación entre ambas. Aquella vieja, además, le inspiraba ciertas sospechas de brujería. Se dijo —conocedor, por su madre, de algunos aspectos de estas criaturas— que, si como parecía, más bien se mostraba benévola, tal vez podría aprovecharse de ello.
—Buena anciana —dijo con la mejor de sus voces—, si me seguís a donde os conduzca, y obedecéis al Rey, no tendréis motivo para (según vengo observando, sois bruja) morir en la hoguera como está mandado. —Así consideraba Yahek revestidas sus palabras del mayor tacto y delicadeza posibles.
La anciana le miró largamente con sus ojos negros y brillantes, en los que parecía anidar todo el odio de la tierra. Y al sentir aquella mirada, el rudo Yahek notó cómo su piel se erizaba.
—Lindo soldadito —dijo la anciana suavemente, aunque no podría hallarse en el mundo ser más ajeno a tal epíteto—, el hijo de tu madre, de feliz memoria para mí, no debería decir tales cosas. Pero, puesto que, si no acudo a su tienda, el Rey te desollaría antes de quemarme, te acompaño gustosa si con ello he de evitar dos contratiempos tan poco halagüeños.
—¿Y acaso sabéis vos, asquerosa carroña —dijo Yahek, ya en su forma natural de expresarse y, a pesar suyo, preso de terror—, quién fue la madre que me trajo a esta cochina tierra?
—En verdad que os expresáis con finura —sonrió la anciana. Con tal dulzura que ni el día ni la noche juntos, ni el mar ni la estepa unidos, ni el cielo ni el infierno en amoroso abrazo hubieran resultado más dispares que aquella sonrisa y la expresión de sus ojos—. En gracia a vuestra gentileza, os diré que sí la conocí, y muy bien: y más de una vez, siendo muy niña, fue su único sustento la leche de una cabra que yo tenía… Y que así, junto a mí vivió lo suficiente para engendrar en su vientre y alegrar el mundo, arrojándole una criatura tan deliciosa como Yahek, el antiguo mercenario y hoy soldado del asesino de su padre.
—Cierra el pico, pellejo, y trae toda suerte de hierbajos —le cortó Yahek, que sentía un frío siniestro calándole los huesos—. Porque presumo que tendréis que cuidar una herida de las que no querría abierta en mi carne.
Entonces, Lontananza, que había permanecido en silencio, palmoteó con inoportunidad sin igual y gritó alegremente:
—¿Puedo verlo? Tal vez sea útil a la anciana, pues aprendí a restañar heridas y a curar desgarrones… —No dijo que tales heridas y tales desgarrones hubieran sido igualmente consolados sin su mimo, ya que pertenecían a criaturas de antemano ahogadas. Pero Ondina, que había tomado la forma de una hermosa mujer de ojos y trenzas negros como las nativas de aquellos parajes, hallaba en cualquier cosa motivo de gran diversión.
—El Rey dirá si es oportuna vuestra presencia —dijo Yahek—. Si os exponéis a tal posibilidad —aunque no os lo aconsejo—, acompañadme.
Emprendieron los tres el camino hacia la tienda real, pero Lontananza, como más joven y ligera, llegó primero. No necesitaba presentación alguna, puesto que su naturaleza le permitía salvar todos los obstáculos materiales que se alzaran a su paso. Haciendo una graciosa inclinación ante el Rey, indagó con vocecita que recordaba el viento entre las dunas de la estepa:
—Oh, Señor, ¿puedo ayudaros? Tengo alguna experiencia en estos trances. ¿Dónde está la herida que os inquieta?
El Rey la miró con desconfianza, pero al fin sonrió complacido y, señalando el lecho de Predilecto, dijo:
—Ve y afánate; y si consigues arrancar una piedra que lleva clavada en el pecho, te recompensaré con creces.
En aquel momento, Yahek y la vieja entraban tumultuosamente en la tienda. Pero cuando la anciana se aproximó al lecho del Príncipe, quedó tan muda de terror y tan pálida como antes le ocurriera a Yahek. Y ambos vieron y oyeron cómo, lanzando una risa tan dulce y huera como no era capaz de lanzar criatura alguna, Lontananza decía, mientras hundía sus delicados y largos dedos en la herida:
—¡Oh, qué cosa más sencilla! ¡Señor, os juro que ninguna otra herida es más fácil de curar que ésta!
Y con un gracioso movimiento mostró en su mano la aguda, horadada y partida piedra azul. Entonces, la sangre de Predilecto salpicó su pecho. Con un grito desgarrador, Ondina soltó la piedra, que rodó bajo las pieles donde el Príncipe languidecía. Y llevándose las dos manos al corazón, gimió:
—¡Señor, he sentido como si una espada me atravesase el corazón!
—¡Insensata! —murmuró la vieja en un susurro—. Nunca debiste hacer eso… —Y acercándose a Predilecto, que abría los ojos con expresión de asombro, le aplicó un misterioso ungüento que extrajo de entre los pliegues de su capa. Le cubrió luego con hierbas de color azul, y dijo—: La piedra está ya fuera de él. Pero cuidad la herida, pues podría aún sangrar tanto que llegara a morir.
Así diciendo, dejó a su lado la cajita que contenía el ungüento, y las hierbas azules. Y luego pidió permiso para retirarse.
—Adiós en buena hora —dijo el Rey, a quien la presencia de los ancianos, en general, no agradaba, y la de aquélla, en particular, repugnaba mucho—. Si no tenéis adónde ir, podéis permanecer entre mis gentes y participar de nuestros alimentos, y beber de nuestra agua y vino. Pero si me llega noticia de brujería alguna por vuestra causa, tened por seguro que arderéis como resina…
—Muy grande y generoso sois, Señor —dijo la anciana, cuyos párpados velaban el fuego de odio de sus ojos—. No tendréis motivo para lamentar vuestra generosidad con una pobre e inofensiva anciana.
Dicho lo cual, salió rápidamente de la tienda, seguida de Yahek. Únicamente Lontananza permanecía de rodillas en el suelo, junto al lecho de Predilecto, apretándose el pecho con ambas manos y gimiendo suavemente.
—¿Qué pasa ahora? —se impacientó el Rey, cansado ya de aquella confusa historia—. ¡Teneos con más dignidad, y no me importunéis con llanto, que aborrezco! Sabéis que no soporto las lágrimas ni los lamentos: antes prefiero sentir sobre mi piel el roce de un reptil venenoso, que esas ridículas debilidades.
—No lloro, Señor —dijo Lontananza, con voz desfallecida—. Sólo ocurre que he sentido un gran dolor. Pero, ved, ya ha pasado.
Y apartando las manos, pudo verse que sólo unas gotas de sangre rompían la tersura de su hermosa piel, puesto que en apariencia no había herida alguna, ni señal de que espina o aguja se hubieran clavado en ella.
—Sois demasiado sensible a la vista de la sangre —dijo el Rey, con fría sospecha—. Especialmente tratándose de mujer tan habituada a curar heridas…
—No me impresionan ni la sangre ni las heridas —dijo Lontananza, sonriendo de nuevo. E incorporándose, añadió—: No sé qué ha podido ocurrir. Tal vez algún mal aire me dio esta mañana, cuando me bañaba y peinaba en el manantial…
Pero como de nuevo el delicado rosa volvía a sus mejillas, y lucía su sonrisa, Gudú la sujetó alegremente por las trenzas y dijo:
—Idos ahora, y ya os llamaré cuando desee vuestra compañía. Graves cosas he de tratar con mi hermano.
Lontananza abandonó la tienda, y el Rey contempló a Predilecto.
—En verdad —dijo, pausadamente— que os hallaba extraño. Pero más extraña es, a mi ver, la causa de vuestra herida…
—Tampoco yo puedo explicármelo —dijo Predilecto, que, al parecer, había recobrado súbitamente fuerzas y color. Y se afanó en buscar la piedra, ahora desprendida de su cadena.
—Si lo que buscáis es tan precioso para vos —dijo Gudú—, os diré que está entre los pliegues de la piel que os cubre. Pero no entiendo cómo puede interesaros recuperar lo que tanto daño os causó…
—Es una preciosa joya que me dio vuestra madre hace años —dijo él. La encontró, con alivio, donde Gudú indicaba y, ante el estupor del Rey, volvió a ensartarla en la cadena, en torno a su cuello.
—Pese a lo que haya sucedido, sea o no culpa suya, lo cierto es que por nada del mundo querría perderla. Con ella, por vez primera, vuestra madre me dedicó las palabras de una madre. Y esas palabras permanecen para mí tan grabadas en la piedra como en mi corazón.
—Pues no veo joya alguna —dijo Gudú, molesto—. Es una vulgar piedra, y rota, por añadidura. Pero si os gusta, nada tengo que oponer. Veamos ahora, hermano: ¿os sentís fuerte para acompañarme en lo que me propongo?
Apenas Predilecto se había puesto en pie, volvió a sangrar de tal manera, que de nuevo el color huyó de sus mejillas. Al advertirlo, el Rey añadió:
—Permaneced acostado, hasta que esa herida cicatrice. Si la vieja no ha mentido, esas porquerías que ha dejado ahí contribuirán a curaros. Y si ha mentido, la desollaré viva y poco a poco, hasta que halle remedio más eficaz.
Y con muy mal talante, mandó que trasladaran a su hermano a su tienda. Montó en su caballo y se lanzó a recorrer los contornos, para aplacar la irritación que le inspiraban y retenían tan increíbles y ridículas cosas. Al pasar junto al manantial, vio sentada en él, en actitud extrañamente melancólica, a la siempre alegre Lontananza. Detuvo su montura, y le dijo:
—Id a la tienda de mi hermano, muchacha. No os separéis de su lado y cuidad su herida con el mayor esmero, pues preciso de él más que de nadie en el mundo.
—Así lo haré —respondió la muchacha, con súbito brillo en los ojos—. Perded cuidado, que le atenderé como si de vos mismo se tratara.
2
Se cumplía el tercer día de su forma nueva, y mientras se dirigía a la tienda donde yacía Predilecto, Lontananza se dijo, con rara y desazonada alegría, que jamás había experimentado antes en ninguna de sus correrías de tienda en tienda una sensación tan profunda que parecía sacudir todo su ser como un relámpago: «Es muy hermoso pensar que dispongo de siete días para permanecer junto al hermano del Rey. Y que jamás, ni aquí ni en parte alguna, vi criatura más hermosa que él. Poco valdré yo si, a su lado, no consigo los más placenteros momentos de mi existencia».
Así, con el ánimo tan lleno de ilusiones, entró en la tienda de Predilecto y, viéndole dormido, se sentó en el suelo, junto a él, y contempló su rostro. Tenía los ojos cerrados, y tan brillantes cabellos, de un castaño suave y dorado, y tan hermosas facciones como nunca otro le había parecido. Tomó su cabeza entre las manos y besó sus labios. Pero estaban casi tan yertos como los de aquellos muchachos que reposaban en el fondo de su jardín. Le besó repetidas veces, y notó con gran decepción que sus besos no eran correspondidos. La inundó un sentimiento jamás conocido antes: una larga y honda sensación de abandono, una inmensa soledad, un interminable y difuso ahogo subía desde su corazón hasta sus ojos. Parecía que un árbol misterioso le hubiera crecido dentro y extendiera en ella sus ramas, y clavara en todo su ser hondas raíces. Súbitamente, creyó oír el viento, y llegaba hasta ella de tal forma, que parecía una advertencia. Y se cubrió el rostro con las manos. Entonces, descubrió algo raro en ellas: al igual que sangre, una sustancia tibia y mojada las llenaba. Pero no era roja, ni de color alguno. Asombrada, se dijo: «Acaso, esto es el llanto. Acaso, esto es la tristeza». Y miró nuevamente al hermano del Rey, y comprendió que, si él no respondía a sus besos ni a su amor, desde aquel instante el mundo y cuantos seres lo habitaran —por hermosos y divertidos y curiosos que fueran— ya nada podrían significar para ella.
Sumamente confusa, y anegada en una oscura zona que, hasta entonces, jamás pudo suponer existiera, se dijo: «¿Por qué éste y no otro cualquiera? ¿Por qué éste y ninguno más que éste? Pues, si me parece más bello que ninguno, lo cierto es que, para mí, la belleza ya no es tan importante como antaño, ya que entre los hombres aprendí a apreciar otras cualidades, tanto o más placenteras que la hermosura. Y muchas veces abandoné a uno joven y bello, por otro más viejo y rudo porque poseía la estrella en la frente que nos es negada a las criaturas del agua. No es el color de su piel, ni el de sus cabellos, ni la gracia y fuerza de su cuerpo, ni la juventud, ni siquiera la luz que tengan esos ojos que aún no he contemplado. ¿Por qué, pues, éste y no otro?». Y así pasó toda la noche junto a él, arropándole con toda la dulzura de que era capaz y acariciando su cabello, y besando sus cerrados labios y cerrados ojos. Y no hallaba respuesta a aquellas preguntas, ni explicación a aquellos sentimientos.
Así, cuando rayaba el alba y Predilecto despertó, quedó muy sorprendido de ver a su lado una muchacha tan linda y frágil como, lógicamente, no esperaba encontrar en el campamento.
—¿Quién eres? —preguntó asombrado.
Al oír su voz, Ondina sintió que su ser se estremecía hasta lo más hondo. Tomó la mano de Predilecto entre las suyas y dijo:
—Querido Príncipe, soy Lontananza, y el Rey me ha ordenado que os cuide hasta que vuestra herida esté cicatrizada.
—En verdad —dijo él, tratando de incorporarse— que estoy avergonzado: pero quiero que sepáis que antes de ahora jamás estuve realmente enfermo, y si alguna vez recibí una herida, no tuvo importancia y en seguida cicatrizó. Por tanto, no comprendo lo que ahora me ocurre.
—Es culpa de una piedra tan sólo, que yo misma extraje de vuestro pecho —dijo ella. Apoyó sus manos en los hombros de Predilecto y le volvió a tender sobre su lecho. Y con una exaltación de todo punto nueva y desconocida, inclinó hacia él su rostro y le besó con pasión como jamás antes sintiera. Pero Predilecto la apartó con dureza:
—¿Qué hacéis? Si pertenecéis al Rey, sabed que esto puede costaros la vida, y tal vez la mía.
—No pertenezco al Rey —dijo ella, inmersa ya en la terrible y extraña embriaguez que la llenaba—. Tan sólo soy vuestra, pues así lo dijo vuestro hermano.
—Aguardad —dijo él—. Sólo si oigo de sus labios semejantes palabras, os creeré. Y aun así, sabed (pues bien lo veis) que estoy muy débil y, por ahora, sin ganas de otra cosa más que de dormir…
Con dureza jamás usada antes con mujer alguna, Predilecto se dio la vuelta y cerró los ojos. Y a él mismo extrañaban sus actos y palabras, pues, aunque la muchacha le parecía muy bella, no sentía deseo alguno de recibir sus besos. Sorprendido, comprobaba que era verdad cuanto decía, y no sólo por devoción al Rey. Pues sintió que aunque no se hallara en la gran debilidad que le postraba, sabía que en aquellos momentos tampoco hubiera deseado a aquella mujer ni a alguna otra. «¿Qué me ocurre? —se dijo, asustado—. Lo cierto es que sólo deseo una cosa en el mundo, y ésta es dormir, dormir… y acaso, jamás despertar». Y con tan agridulce sensación, se volvió a dormir profundamente.
Estaba ya el sol mediado, cuando entró Gudú en su tienda. Ordenó a la muchacha que les dejara solos, y despertó a su hermano.
—¿Qué es esto? —dijo—. Parecéis muy débil y desganado…
—Así es, Señor —dijo Predilecto—. Pero si lo deseáis, me pondré en pie; y creed que lo deseo tanto o más que vos, pues jamás antes me ocurrió algo semejante.
—Es curioso —dijo el Rey, pensativo—. Siempre fuisteis de naturaleza robusta, y nunca vi que herida alguna os postrase de forma semejante. Pero, me digo que, tal vez, os alegrará la vida la compañía de la muchacha que os he enviado. Procurad divertiros con ella: os aseguro que es sabia en esos lances. Si sabe comportarse en el cuidado de heridas como en el placer, muy pronto os sanará. Así, tal vez, os devolverá el arresto y las ganas de vivir que, alarmado, compruebo no bullen en vos como de costumbre.
—Ciertamente —sonrió Predilecto—. Os agradezco que hayáis pensado tanto en mí. Pero si he de seros sincero, no creo que esa muchacha pueda aliviarme más que los ungüentos y hierbas de la anciana hechicera…
Gudú sonrió con picardía.
—Si guardáis algún escrúpulo sobre el hecho de arrebatarme, aun con mi venia, la compañía de esa jovencita, os diré que poco me importa y que otras hay (en extraña abundancia y a cuál más bella, os aseguro) por estos parajes. Entiendo que más la necesitáis vos que yo. Así que podéis hacer cuanto os plazca en este sentido; y no seré yo quien os lo reproche. Antes bien, si ello contribuye a alegrar vuestros ojos y haceros desear la vida, mucho me felicitaré de ello. —Y con aquella peculiar risa que a partes iguales helaba la sangre o la volvía a calentar en quien la escuchaba, golpeó fraternalmente el hombro de Predilecto y salió de la tienda.
Cuando Lontananza regresó, Predilecto fingióse dormido. Y así lo hizo, aún, durante aquel día y el siguiente. Pero al fin, y conmovido por los muchos cuidados y la ternura que ella le dedicara, notó que la herida mejoraba mucho y que las fuerzas volvían a él. Al fin, al cuarto día, sonrió a la muchacha, incorporándose. Y más pronto de lo que él podía suponer, ella le abrazó y besó de tal forma, que quedó sobrecogido. Y aunque su mente, y su ser todo, permanecía lejos de allí y de sus brazos, lo cierto es que correspondió a sus caricias, y Lontananza consiguió, y aun superó, cuanto deseaba de él.
Pero llegó para Ondina el último día de su plazo como Lontananza. Debía, pues, según lo establecido, tomar una forma diferente. Y su corazón se inundó nuevamente de aquella desconocida agonía que la sobrecogiera al principio de esta aventura. Aunque el joven Príncipe se mostraba cariñoso con ella, lo cierto es que ella no sentía lo que otras veces con otros hombres. Algo se abría paso en su atormentado sentimiento y le decía que lo que de él recibía, no cumplía lo que otras veces juzgara totalmente satisfactorio. En su lugar, un amargo dolor, una bruma que ella adivinaba tristeza, la anegaba. De improviso, ella deseaba que él sintiera por ella lo mismo que ella sentía por él, y estaba muy claro que esto no sucedía, y que más por complacerla respondía a sus abrazos que por complacerse a sí mismo. «Acaso —pensó— no me encuentra suficientemente hermosa». Y como se acercaba el final de aquel último día, le dijo: «¿Qué clase de mujer es la que más os agrada? Creo que no es alguien como yo». Predilecto la miró con aire ausente, y al fin dijo: «Sois muy bella. No tenéis de qué quejaros en este sentido. Y os digo que mucho me agradáis, y que pocas muchachas he visto tan bonitas y tan graciosas y atractivas como vos». «Entonces —dijo ella; y sin saber la razón, estalló en lágrimas—, ¿por qué no me amáis?». Predilecto quedó muy turbado y no supo contestarle. Al mismo tiempo, se dijo a sí mismo: «A menudo me he preguntado por qué no he conocido el amor». Y en este pensamiento latía una dolorosa duda que, sin decírselo a sí mismo, arrojaba de sí y a sí mismo se ocultaba: como si en aquel descubrimiento adivinara el mayor mal que pudiera alcanzarle en este mundo.
—No lloréis —dijo al fin, acariciándola—, el amor tiene muchas formas de manifestarse, y sabido es que todos los hombres y mujeres tenemos distinta manera de interpretarlo.
—No, a fe mía —respondió Lontananza—. Por lo que sé al respecto, sólo vos sois diferente para mí y, acaso, por ello os amo de esta forma. —Y así diciendo, salió de la tienda, pues el día acababa, y con el día, su plazo.
Regresó al manantial y, cuando el sol se hundió en el confín de las estepas, se sumergió en las aguas y flotó de un lado para otro, refrescando su ardorosa mente. Y, cosa muy particular, en vez de sentirse tan ligera e inconsistente como en ocasiones anteriores le ocurriera, algo pesaba dentro de ella, y en este peso latía el recuerdo incomprensible y persistente del joven Príncipe Hermano del Rey.
Así estaba cuando un pececillo dorado atinó a quedársela mirando muy asombrado. Jugueteó en su derredor, con ojos muy interesados.
—¿Qué estás mirando? —le dijo ella, molesta—. Has de saber que soy la Ondina Nieta y que no tolero impertinencias.
Al oír estas palabras, el pececillo se estremeció y pretendió huir, pero Ondina lo sujetó por la cola.
—Dime qué mirabas —dijo—, y prometo no decir nada a mi abuela.
—Me llamaba la atención algo desusado en vos —dijo el trémulo pececillo, intentando inútilmente escapar—. Sólo eso; pero os aseguro que no había ánimo de desacato en mí, ni nada parecido.
Ondina lo dejó marchar, pero quedó muy asombrada. Y a poco, oyó los pasos de la vieja Bruja de la Estepa, su amiga, que buscaba a la orilla del manantial ciertas plantas que sólo alumbran y se abren a la luz de la luna. La llamó, y cuando distinguió sobre el agua la cara de la anciana dijo:
—Anciana, algo extraño me ocurre.
—No necesitáis decírmelo —respondió ella en voz muy queda, tanto que sólo las hierbas de la orilla y Ondina la podían oír—. En verdad que habéis sido imprudente, y mucho me ha asombrado tal cosa, sabiendo como sé que sois nieta de quien sois, cuya sabiduría permanezca pura y descontaminada por el tiempo sobre el tiempo a través y antes del tiempo y después del tiempo…
—Ahorrad protocolo, que Ella no está aquí —la interrumpió Ondina, impaciente—. No sé a qué os referís.
—No debisteis tocar la piedra del Príncipe Hermano, y menos aún extraerla: pues su sangre os ha manchado y ha hecho brotar una simiente maligna en vos. Temo que hayáis empezado a contaminaros.
—No podía saberlo —se lamentó Ondina—. Mi abuela me habló en muchas ocasiones de esto, advirtiéndome de cuantas cosas debía evitar para no contaminarme, pero tan largas y prolijas eran las listas de estas cosas que me obligó a memorizar, que jamás retuve ni una sola… Sólo sabía que la contaminación debía ser evitada a toda costa, pero no llegué a aprenderme de memoria las trescientas mil veintitrés ocasiones que acechan a una ondina: y comprended que no es extraño. Ella conduce y conoce las Raíces del Agua y, por tanto, su sabiduría es muy superior, y en comparación a ello, estas cosas son pura y simple nadería. Pero yo soy sólo una ondina, y según dicen, de la más fina calidad (como nieta suya). Por tanto, también de las más estúpidas entre las estúpidas. No es posible reprocharme una ligereza.
—Así será si lo decís —dijo la Bruja de la Estepa—. Pero es difícil poner remedio a esto que os ocurre; aunque, sin duda, alguno habrá que yo desconozco. Sois muy tierna, y tierna es la raíz que ha brotado: creo que, de alguna forma, podría detenerse el mal. Pero sobre todo, querida niña, procurad frenar un tanto vuestra regia estupidez, para al menos no olvidar una cosa: que no debéis, bajo ningún pretexto, intentar permanecer ni uno más de los días establecidos en la misma apariencia humana, aunque os duela. En caso contrario, las cosas tomarían un giro poco recomendable.
—No veo por qué ha de dolerme —murmuró ella, aún con voz vacilante—. Decidme lo que sabéis de estas cosas, buena Bruja.
—Ah, ya lo entenderéis por vuestra propia experiencia, niña estúpida y hermosa entre las más hermosas y estúpidas —respondió la Bruja. Y en su voz había sincero halago, fruto del afecto que Ondina le inspiraba—. Ya lo sabréis vos misma algún día. Yo soy demasiado vieja para rememorar tales cosas; pero tened por seguro que algún día las conocí, y por su causa arrastro mi vejez entre humanos, contaminada y casi mortal, recurriendo a bebedizos, hierbas y emplastos, como cualquier hechicero vulgar de origen humano. Sabed, eso sí, que la piedra que arrancasteis del pecho al Príncipe no era otra cosa que la honda y grave herida del deseo, el sueño y el amor. Difícil va a seros hallar correspondencia en él. ¿Queréis un consejo? Intentad olvidarlo.
—Así lo haré —dijo Ondina—. Pero no comprendo por qué razón, si la piedra fue arrancada, persiste el amor…
—Porque la piedra no es su amor, sino el vehículo o arma de que el amor se valió para marcarle. Y únicamente el amor fue quien la empujó y hundió en su carne. Y si bien sé que la experiencia ajena de nada sirve, ni para los humanos ni para los no humanos, no olvidaré deciros que por culpa de un hombre (un joven guerrero de la estepa, hijo de Larkaikio) llegó la causa de mi perdición. Por jugar a los humanos con la misma inconsciencia que vos, le amé y me contaminé; y de él tuve una hija, desdichada como sólo puede ser el fruto de tal entronque. Y de esta hija, y de su unión con otro humano del Este, y aún más nefasto, nació ese Yahek. Tened por seguro que mi odio hacia mi nieto no tiene límites: sólo ese odio puede salvarme de la contaminación total. Y si algún día le amara, aun por leve que fuera este amor, yo desaparecería en cenizas que el viento de la estepa esparciría, y llevaría la peste de la tristeza y de la desesperación hacia todas las tribus que la recibieran.
—Es triste vuestra historia —dijo Ondina—. Y no quisiera caer en semejante desgracia. ¿Qué puedo hacer?
—Creo que deberíais consultar a vuestra abuela —dijo con gran respeto la Bruja de la Estepa—. Sólo ella conocerá algún remedio para un brote tan tierno.
—¿Cómo es ese brote? —dijo Ondina, con voluble curiosidad—. No puedo verlo, y me intriga.
La Bruja de la Estepa se inclinó más hacia el agua y murmuró:
—Es como un hilillo rojo, tan sólo. Apenas un diminuto tallo, en apariencia efímero.
—Pues grande debe ser su fuerza cuando, siendo tan débil, me consume de ansias por volver a los brazos de mi amado Príncipe.
—Es fuerte —contestó la anciana, suspirando—. Si no lo fuera, no me veríais como me veis, siempre siguiendo de lejos a ese maldito nieto, para que mi odio no se apague. Al ver su rostro, al oír sus palabras y contemplar sus actos, se me revuelve el ser en ira, y me hace meditar el peligro que encierra para mí si el odio se extinguiera.
—Si consiguiera odiar al Príncipe… —insinuó, pensativa, la atribulada Ondina. Pero en seguida, su ánimo se encrespó, como bajo un rayo poderoso, y dijo—: ¡Oh, no, no: ni por todas las contaminaciones posibles deseo odiarle! El amor es mucho más intenso, mucho más hermoso, a pesar del dolor que produce, que todo sentimiento conocido hasta el presente.
—¡Ah, reflexionad, reflexionad! —clamó la Bruja de la Estepa—. Y creedme, consultad a vuestra abuela. Creo que aún os queda suficiente noche para ir y regresar, sin que por eso faltéis al pacto que pondría en entredicho vuestra pureza en el honor de los lacustres.
—¡Allá voy! —dijo la insensata Ondina—. No tardaré, buena anciana…
Y veloz, mucho más veloz que el agua —que dominaba— y que el tiempo —que tenía bajo sus manos—, llegó al Lago de Olar. Y así, trepó por los ocultos manantiales hasta alcanzar la Cueva del Manantial, donde, por lo común, residía su abuela, la Dama del Lago, y donde tenía su sede el taller de Raíces del Agua más importante y principal de la Comarca.
Tuvo que aguardar un tiempo, hasta que los nuevos manantiales que elaboraba en aquel instante la Dama, encontraron sus rutas. Apartando espumosas cataratas, Ondina asomó su preciosa cabeza entre las manos de su abuela, que a pesar de contar ochocientos años, era Fuerza Alta y Purísima, jamás Contaminada en Varias Generaciones, y ofrecía el aspecto más hermoso y joven imaginable, tanto, que apenas parecía un poco mayor que su nieta. Sus larguísimos cabellos se esparcían por varias leguas a través de los manantiales, y eran de un tono que iba del verde pálido como noche de junio, al dorado en sazón del sol sobre los lagos otoñales. Y sus ojos tenían el fulgor de los fuegos submarinos, agujas de oro que atravesaban corrientes, rumores, viento perdido y joven —ese que a veces venía a caer entre las piedras de la gruta y que en su juvenil inconsciencia llora por no encontrar salida. Entre sus tareas se contaba conducirlo, como puede hacerlo una muchacha con un pájaro perdido, hacia el Viento Madre—. Al contemplar a su nieta, la ira inundó sus ojos, y gritó de tal forma que dos embarcaciones que en el Mar del Sur habían tomado una corriente de su jurisdicción, zozobraron.
—¡Qué veo, qué veo en ti, desdichada entre las desdichadas, qué veo que has deshonrado para siempre mi estirpe fluvial!
Y con el mismo iracundo desconsuelo que hubiera mostrado una severa madre terrestre al descubrir que su hija soltera se hallaba embarazada, posó los ojos, como candentes alfileres, en la carne de Ondina, allí donde la casi invisible venilla roja había tomado asiento. Y como no necesitaba oírla, porque todos los pensamientos de Ondina eran transparentes para ella, enteróse de cuanto había ocurrido. Ondina, temblando de miedo, sólo supo decir:
—Abuela, Abuela Purísima, proporcionadme, al menos, un calmante. El dolor que me traspasa es sutil, pero tan agudo, que no me da reposo.
—¿Calmante? —gritó la Dama, de tal forma que aquellas naves que, en su zozobra, aún se mantenían en parte fuera del mar, se hundieron estrepitosamente hacia el fondo y ninguno de sus tripulantes pudo contarlo—. ¡No hay calmante, para tal desdicha!
No obstante, entendía aquel amor. Aunque, por supuesto que a su manera, esto es: un raro eslabón que la encadenaba a los actos y sentimientos de la nieta, una especie de ligamento hecho de sutilísimos hilos de luz y raíces del agua, le impedían desentenderse de sus pensamientos, sueños y zozobras, que sabía muy fuertes y poderosos.
Recompuso el grave talante que la distinguía, permaneció unos momentos pensativa, y dijo al fin:
—Sólo puedo decirte una cosa: no trates de humanizarte para él de ningún modo. Eso sería tu total perdición, y tu vejez. Si aún quieres permanecer, en parte, dentro de nuestra fluvial especie, lo único aconsejable es que le lleves a él a tu especie, y no vayas tú a la suya; esto es, que consigas contaminarle, de modo que sucumba y se funda en tu sustancia.
—¿Y quedará, entonces, como los de mi jardín?
—Más o menos —dijo la Dama—. En verdad, más menos que más.
—¿Muerto, como ellos dicen?
—De eso estáte segura —dijo la Dama—. Tan muerto como pueda estarlo el muerto más muerto. Pero, naturalmente, intacto, para que puedas contemplarle, adorarle e incluso besarle.
—Muerto no lo quiero —dijo Ondina, con voz tan oscura, que las aguas todas parecieron nublarse—. ¡Muerto, no!…
—¡Aguarda! —dijo la abuela, alarmada. Temía una insensatez aún mayor y sin remedio posible—. ¡Aguarda: déjame consultar las Raíces del Agua!…
Al fin, mirándola con profunda pena —que en los de su especie se manifestaba como el oscurecimiento total de la luz que emanaban su cabello, sus ojos y su piel—, dijo:
—Ondina, nieta querida, niña mía, sólo puedo asegurarte una cosa. Si tú no descubres el modo de que él vaya a tu mundo, nadie lo conocerá. Si tú no sabes llevarlo al tuyo, nadie sabrá. Y ten por seguro que no veo solución satisfactoria a esto. Pero recuerda aquella sirena y lo que ocurrió con su amor hacia el joven Príncipe de los Ojos Negros. Recuérdalo y tenlo bien presente. No repitas su insensatez. Y otra cosa te digo: jamás perdonaré al Trasgo que veo reflejado ahora en el agua de tu mirada, y adivino su grave estado de contaminación. Ni a ese llamado Hechicero, chapucero humano, mal contaminado de nuestra especie, que, en su ignorancia e imperfectos métodos, no atinó que si existía un solo ser a quien no debía mezclar en la historia de Gudú Rey era a ti, o a cualquiera de los que en este Lago anidan.
—¿Por qué? —dijo ella.
—Porque este Lago crece y crece por las lágrimas derramadas de tantos y tantos desdichados. Y aunque Gudú no puede llorar, bien cierto es que ha hecho, y hará aún, derramar abundantes lágrimas a los demás. Y las lágrimas de su madre no serán las menos abundantes. Así pues, ese par de chapuceros (el Trasgo del Sur y el Hechicero) no atinaron en descubrir, en sus malas imitaciones, algo tan elemental. Y por ello tendrán su castigo, bien te lo aseguro. Nunca serán perdonados por mí. Nunca. Y ahora, vete, que tu vista me ofende más que la vista de cualquier otro contaminado, aunque fuese el Trasgo mismo.
Aunque no se lo confesaban abiertamente, y manifestaban tolerancia ante ellos, y se favorecían en lo que era menester, lo cierto es que entre los submarinos y los subterráneos —los trasgos eran los que, junto a los gnomos, se movían más y mejor en el humano elemento— nunca hubo auténtico entendimiento ni simpatía.
—¡Fiarse de un trasgo, de un Trasgo del Sur, por añadidura! —no pudo menos de reprocharle la Dama—. ¡Fiarse de un trasgo! Sabido es que sólo sirven para empujar gente al fondo del Lago. Ondina estúpida debías ser, para fiarte de un trasgo, y por ende contaminado de las dos peores vías: vino y amor hacia humanas criaturas. Vete, vete de mi vista antes de que se desencadene la ira y no deje una sola nave sobre los mares. —Y movida por la insobornable forma de justicia que la caracterizaba, añadió—: En verdad, no sería justo…
Cuando Ondina desapareció en la corriente, de nuevo hacia el manantial del Este, la Dama murmuró para sí:
—Amor, amor…, eso será bueno para los humanos, si bien a ninguno que no sea de simple naturaleza y poco seso, produce más que trastornos. ¡Amor! ¡Qué semilla estúpida y molesta! Y a fe mía que algún día lograremos extirparla para siempre. Sólo esta seguridad puede consolarme…
Al alba, según lo establecido, Ondina tomó una forma distinta. Esta vez, procuró que fuera la más bella y sugerente, de forma que ninguna otra, hasta el momento, podía comparársele. Mientras se peinaba con cuidado, procurando que los nuevos rizos ocultaran sus orejas, una sombra se proyectó sobre ella. La Bruja de la Estepa se acercaba.
—¿Qué noticias traes, niña? —dijo—. ¡Pocas veces he contemplado un aspecto más apetitoso que el tuyo!
—¿Así lo crees? —Incomprensiblemente regocijada, Ondina se volvió hacia ella como si nunca hubiera reflexionado sobre las calamidades anunciadas por su abuela.
—Así lo espero, pues ardo en deseos de encontrarme junto a mi Predilecto.
—¿Qué dices? —se asustó la vieja—. ¿No has hallado remedio de estas lacras en los consejos de tu abuela?
—¡Bah! —dijo Ondina, bailando sobre el musgo—. ¡Bah! ¡Cosas de una vieja Dama que no sabe ni conoce lo que es el amor!
Y dejando muy escandalizada, a la vez que asustada, a la anciana, se lanzó hacia el campamento con intenciones poco recatadas.
Pero también el día había amanecido para las empresas del Rey. Y hallándose Predilecto muy recuperado de sus males, Gudú se dedicó de lleno a planear una incursión en toda regla hacia las estepas. Estaba ya alineado y bien pertrechado todo su ejército, y tan sólo quedaban, en el campamento, las mujeres, los niños —«Cómo habían proliferado, por cierto», comprobó Gudú—, enseres y rebaños. Y los no muy numerosos soldados de la guarnición.
Ondina los contempló muy admirada. Luego de observar formados a los soldados en la linde de las estepas, se acercó a una mujer que ordeñaba una cabra. Aunque ella lo ignoraba, se trataba de la mujer de Yahek. Ondina dijo:
—¿Qué veo? ¿Hacia dónde van esos hombres?
—Tú eres nueva, sin duda, en estas tierras —contestó la mujer, mirándola de arriba abajo con escasa simpatía—. Brotáis como hongos en estos parajes… Y sois desvergonzadas y putas como gallinas.
Ondina no entendía la animosidad de aquellas palabras, y limitóse a decir:
—Aquel que veo allí, cuya espada brilla más que ninguna, ¿es el hermano del Rey?
—Así lo dicen —respondió de mal talante la mujer—. Aunque tengo mis dudas… A lo que parece, mucha lagarta disfrazada de inocencia anda por el mundo.
—Pues si es él, me parece más hermoso que ninguno.
Entonces los ojos de la mujer se iluminaron, y su pecoso rostro, aunque no bello, se encendió. Y dijo, con profunda ternura:
—Oh, no; el más gallardo y fuerte entre todos es aquel cuyo cráneo reluce como el sol poniente: ése es mi Yahek.
Y ambas, con la mano como una visera sobre los ojos, contemplaron el objeto de sus predilecciones, que ajenos a tales cosas, se aprestaban a cumplir las órdenes de Gudú.
Indra, la mujer de Yahek, cubrió con una mano su vientre y, con aire risueño y confidencial, añadió:
—Por cierto, que espero un hijo de él, y siento como si estallara de alegría todo mi ser.
—¿Un hijo? —se maravilló Ondina. Y a su vez apoyó la mano en aquel vientre, y exclamó—: ¡Qué cosa más singular!
—¿Singular? —dijo Indra, airada. Recobró su hosquedad, y apartando de un manotazo la mano de Ondina, añadió—: Tú sí que eres singular, y además necia.
Recogió el cuenco de leche recién ordeñada, y se alejó. Ondina quedó, entonces, sumida en sus meditaciones:
—Un hijo, qué cosa más extraña… Esta experiencia no la he conocido.
Se miró el vientre, terso y suavemente dorado, que había dejado al descubierto, olvidada de ceñirse la túnica.
Pero la Bruja de la Estepa la oyó y, acercándose a ella, la cubrió precipitadamente.
—Insensata, insensata —le dijo, en un susurro—, no caigas en tal cosa, que si esto sucede, no tendría remedio vuestra desgracia. Afortunadamente, el plazo acordado de diez días te impide llegar a cometer locura semejante. Porque voy comprobando que verdaderamente eres la más imprudente entre las imprudentes…
—Diez días, tan sólo —súbitamente la voz de Ondina se apagaba—. Diez días… ¡qué cosa más triste!
—Pues en otras ocasiones, se te hacía largo —recordó la Bruja—. Muchas veces te vi mudar de aspecto y de varón con alegría.
—Pero ahora —respondió ella, con un suspiro— quisiera que mi aspecto no variase, y que en este mismo aspecto me amase siempre aquel en quien siempre pienso. Oh, Bruja estimada, poco saben los de otras naturalezas lo que este sentimiento reporta a quienes lo hemos llegado a conocer. Mi abuela me aconsejó convertirlo a mi naturaleza, como única solución. Pero yo sólo le quiero tal como es y no de otra forma. ¡Parece imposible que nadie pueda entender algo tan simple!
—Tampoco lo entendía yo, en tiempos, ni tú misma antes de ahora… Quiera tu suerte que, a cambio, no te vea depender del odio. Pues esa otra cara del amor no es tan placentera, aun con estar tan próximas las dos, que ni uno solo de tus preciosos cabellos de oro las separa.
3
Aún no había salido el sol, cuando, entre dos árboles gemelos de la espesura, Gudú recibió las valiosas instrucciones de su madre.
Exactamente la clase de información que deseaba. Dos silfos —que él no vio— pusieron en sus manos un primoroso y bien dibujado pergamino, donde Gudú contempló, meditativo, las inmensas regiones llanas y peladas que se detenían al borde del Gran Río. Una sola nota le llegó, de mano del Maestro: «Mi Rey y Señor, no crucéis el Gran Río. Allí, os aseguro, continúan las mismas configuraciones —aún más anchas, y más llanas, si cabe— que las que veis. Allí no hay nada más que tierra desértica, y soledades sin límites posibles de abarcar en un solo pergamino. No crucéis el Gran Río, os lo ruego: vuestro padre y vuestra madre amarga experiencia tuvieron de tal empresa que, además, no fue llevada a cabo. Sabed que, muy probablemente, el mundo se corta ahí con gran estrépito, y os enfrentaríais a hordas dispersas, de tácticas y costumbres guerreras totalmente desconocidas. Ningún ejército al uso podrá vencerles, aunque sea más numeroso. Tened presente cuanto os digo». No añadió que las posibilidades de desplazamiento del Trasgo, en lo referente al Gran Río, terminaban allí; y que más allá, otras especies subterráneas tal vez horadaban caminos secretos, pero no se trataban ni se reconocían con los de esta orilla, como solía acontecer. Y no lo dijo porque tenía el convencimiento de que Gudú no hubiera entendido ni una sola palabra de estas cosas.
—¡Qué estúpido! —dijo Gudú—. En fin, al menos para empezar, algo me sirve esto…
Estudió largo rato aquellos contornos y, a su vez, trazó sobre ellos las líneas rojas que creyó oportunas. Más tarde, reunió a Predilecto, Yahek, Randal y al resto de sus capitanes. Les instruyó en lo que creía más conveniente, para que aquellas órdenes y aquellos trazos se inscribieran en lo más hondo de sus molleras, con la misma rotundidad que él los trazó.
En los días siguientes, Ondina no logró el amor de Predilecto. Y la tristeza la invadía de tal forma que la última noche fue a llorar al manantial.
—Procura olvidar —dijo la Bruja, acariciando sus cabellos—. Intenta, por ejemplo, frecuentar otros muchos varones. Escucha: entre los prisioneros veo un joven, de cabello negro como el ala del cuervo, tan valiente y aguerrido como el que más. Está herido, ve a consolarle, cuídalo, y tal vez recompongas tu ánimo. Tengo observado que, a veces, la profusión de estas variaciones mitiga el amor mismo. Inténtalo, al menos. Y recuerda a Gudú, pues le has olvidado muchos días, y, tras jornadas tan duras, le veo un tanto deseoso de mujer. Tenlo presente: si no cumples el pacto establecido, se agravarán las cosas para ti…
—Lo intentaré, buena Bruja —dijo Ondina, entre lágrimas—. Lo intentaré.
Y así, tomó nueva forma y acudió al encuentro de Gudú, que no la rechazó. Y de Gudú pasó a otro joven guerrero, que le pareció muy curioso y distinto de cuantos conocía. Por algún tiempo —los días que con él estuvo— creyó que olvidaba un tanto a Predilecto, comprobando que entre las distintas razas y condiciones, y la humana naturaleza, había —pensó— gran variación de formas de amar, cosa que estimulaba su insaciable curiosidad. Pero en lo más hondo de su corazón, estas cosas eran sólo ligeras distracciones, y ni un solo momento borraba de su pensamiento y de su infinita nostalgia al único entre todos, aquel que le hacía olvidar cuanto el mundo contenía de hermoso, maligno, placentero o inane. Y así, en lo profundo del manantial, mutación tras mutación, lloraba.
—No le mires, no le veas, y así, tal vez dejes de amarlo —le decía a veces la Bruja esteparia, que la apreciaba.
—¿Que no le vea, que no le mire? Mucho habéis estropeado en la memoria vuestra juventud si eso decís: aunque no le mire, le veo, aunque no le vea, le amo. Creo que no hay remedio para mí.
Y los días pasaban, tanto para ellas como para el resto de los seres, humanos o de cualquier otra especie.
Gudú cenó con Predilecto, Yahek y Randal. Y mientras devoraba la carne del cabrito asado y bebía abundante vino, decía, manchando con sus dedos la superficie del pergamino que configuraba sus nuevas tierras:
—¿Veis? No existen verdaderos misterios en la tierra que un hombre no sea capaz de desvelar. Yo lo hago y lo haré siempre. No habrá Desconocido frente a mí, no habrá Misterio, jamás, frente al Rey Gudú. Y el Reino de Olar se extenderá en tanto mi curiosidad y mi valor me empujen. Tenedlo presente: allí donde llegue Gudú el Invencible, todas las tierras serán parte de Olar. —Así se adjudicó, en vida (y muy joven, por cierto), su adjetivo póstumo.
Pero en verdad que despertaba el fervor y la admiración de sus soldados y de cuantos le rodeaban. Sólo Predilecto se mostraba pensativo y sombrío, tanto como valiente en la batalla, leal compañero, hermano y protector… Y estas cosas no pasaban desapercibidas a la sagaz mirada de Gudú, aunque no hallaba explicación a aquella expresión taciturna y a su manera de mostrarse tan concentrado. Observó que, apenas había ocasión para ello, Predilecto se alejaba del campamento y permanecía en soledad, como si sólo así pareciera hallarse a gusto. Como si toda compañía —incluso la del Rey— importunara algo misterioso y desconocido que dominaba todos sus pensamientos.
—¿Qué te ocurre? —díjole al fin Gudú—. Te veo diferente, y aunque tu herida es ahora apenas una cicatriz cerrada, y la fuerza y el vigor que respiras saltan a la vista, algo parece que te obsesiona y te mantiene alejado de mí, aunque te vea a mi lado.
—No lo sé, Señor —contestó Predilecto—. No acierto a explicarme esta especie de alejamiento que me inspiran todas las cosas: y creedme que mucho medito sobre ello y no encuentro una razón suficiente a estas preguntas. Pues, si muchos pensamientos y dudas me torturan a veces, algo alienta en mí que domina todas ellas y me postra en estado tan peregrino.
4
—¿Dudas? —Fue lo único que Gudú entendió de tales confidencias—. ¿Qué clase de dudas?
—Sobre la utilidad de cuanto llevamos a cabo, no sólo vos y yo, sino el mundo en general —intentó explicar Predilecto.
—¡Ah! ¡Cosas de frailes! —contestó Gudú, aliviado—. No prestéis oído a eso. Estimo que leíais demasiado en la época de nuestras lecciones. Esas cosas conducen a la gente a los conventos o a actitudes extrañas y estúpidas. Despejad vuestras ideas y centraos en lo que más pueda sernos útil: a vos, al Reino, y naturalmente, a mí.
—Así lo hago —dijo Predilecto—. Os aseguro que me aplico a ello con toda mi fuerza.
Pero poca fuerza debía de ser aquélla, puesto que su sombrío y retraído talante no disminuían.
Las dudas de Predilecto no frenaron la ambición de Gudú, que ganó su primera batalla contra las Hordas, clavó en el límite del Gran Río sus enseñas y ordenó levantar fortalezas de madera para contener sus acometidas, aunque éstas no dejaron de hacerse patentes: tras aquella primera victoria, en varias ocasiones y de impensada manera, las Hordas surgían de nuevo. Cruzaban el río e intentaban recuperar el territorio perdido. Así, aún varias escaramuzas —si no batallas— se sucedieron. Y pasó tiempo —mucho tiempo— antes de que, por fin, una aparente calma, más duradera que las otras, reinara en aquellas latitudes.
Algunos guerreros esteparios fueron absorbidos por el ejército de Gudú, tentados por la generosidad con que éste les trataba. Pero eran los menos numerosos, estrechamente vigilados y sometidos a la indiscutible experiencia y capacidad de mando de Yahek. Conocía bastante de su lengua y costumbres, y esto también fue útil a Gudú. Pero la mayoría de los guerreros de las Hordas se negaron a formar parte del invasor, por lo que fueron decapitados o quemados vivos —según el grado de su jerarquía—. Sus extraordinarios caballos, en cambio, fueron bien acogidos y alimentados.
En estas cosas había transcurrido casi un año. El frío que anunciaba un nuevo otoño, y la proximidad de un nuevo invierno y un nuevo cumpleaños de Gudú, le alcanzaron cuando, por fin, parecía que las márgenes del Gran Río se hallaban aquietadas. Llegado este momento, Predilecto le dijo:
—Señor, estimo que es hora de que regreséis a Olar: pues si no lo habéis olvidado, allí os aguarda vuestra esposa, y no creo que se aparte de vuestros proyectos el aseguraros una descendencia sin intromisiones ajenas o nefastas en cuanto a la sucesión. Si, como recuerdo, esta cuestión os tenía preocupado, no es éste el peor momento para que cumpláis tales requisitos.
—Es verdad lo que dices —admitió Gudú, aunque de mal agrado—. Pues bien, dejemos aquí las tres cuartas partes de los hombres al mando de Randal, y regresemos a Olar con Yahek: y el resto. Esto no es precisamente de mi agrado, pues os confieso que la sola idea de la Corte de Olar me abruma. He de deciros una cosa: hijo de soldado soy y soldado moriré. Por tanto, sólo entre soldados, y en este campamento, me siento a gusto. En mi cabeza bulle algo que estimo muy atinado, y que además puede compaginar en buena armonía todas mis obligaciones. Habréis visto que, entre las gentes que nos siguen, han nacido nuevos súbditos de Gudú —y emitió su peculiar y escalofriante risita—. Pues bien, he pensado que en el Castillo Negro, y no en la ciudad de Olar instalaré mi verdadera Corte. De manera que todos esos niños, y cuantos lo deseen o juzgue yo oportuno, serán instruidos según mi forma de pensar y guerrear. Y así, mantendré una Escuela de Guerra que será, con el tiempo, el mejor y más adiestrado ejército del mundo conocido. Unos crecerán allí, y otros se incorporarán a ellos. Y allí acudirán algunas de estas mujeres, o las que les sucedan, para solaz de mis soldados; y las que yo estime convenientes, para mí mismo. Ya que no será del agrado general que las lleve conmigo al mismo Castillo de Olar donde mi esposa legítima reside. Tú participarás en este sentido de los mismos derechos, y sin limitaciones… Ésta es una idea largamente meditada, y se llevará a cabo con buen éxito.
—No sé qué deciros, Señor —dijo Predilecto. La idea le desagradó profundamente, aunque sin hallar palabras con que oponérsele—. Intuyo que algo no marchará bien en este asunto… Os ruego lo meditéis con calma.
—Ya lo he meditado —contestó Gudú con voz que hacía abandonar todo intento de discusión—. Y tened por seguro que nada fallará. Te juro, Predilecto, que mi verdadera Corte será la Corte Negra, compuesta de soldados y cachorros de soldados.
Dio las órdenes pertinentes para que, tal como dijo, se iniciara el regreso a Olar.
Llegado ya el principio del otoño, y dejando allí a Randal y a la mayoría de los hombres, partieron ellos con Yahek y el resto de los soldados. Cada mujer quedó libre de elegir su camino, y pudo comprobarse que la mayoría partía con las huestes de Gudú. Todas las que tenían hijos —y había muchas— se dirigieron hacia Olar con el Rey. Sólo las que no estaban ligadas a tal condición, permanecieron en el Este, en los campamentos de las estepas.
El regreso de Gudú a la ciudad y Corte de Olar se hizo lento y premioso. Pues, como ningún deseo sentía de que aquel instante llegara, iba entreteniéndose mucho en el camino, tanto para cazar como para enviar a Yahek y algunos soldados —e incluso lo hacía él mismo, en ocasiones— internarse en las espesuras, en pos de algunos muchachitos que, atemorizados y hambrientos, vagaban de aquí para allá. Muchos de ellos habían sido privados de sus padres, para seguir al Rey en su lucha contra Usurpino; y, aunque había pasado más de un año de aquella guerra, con él continuaban: o en las fortificaciones que les defendían de las estepas, o muertos. Sus madres habían perecido o fueron enviadas como trabajadoras a las nuevas y productivas viñas. Ellos vagaban, casi como animales, medio muertos de hambre y frío. «De ahora en adelante —dijo Gudú a Yahek—, no espantes o pases a cuchillo a esas criaturas: antes bien, atráelas y aúnalas a nuestra comitiva; les alimentas y les prometes seguir las huellas de su Rey Gudú. Y no olvides enardecerles, explicándoles cómo y de qué forma vencí al Usurpador del País de los Desfiladeros, así como al reciente guerrero de las Hordas Feroces; y tampoco olvides decirles que si obedecen cuanto les diga, serán alimentados y vestidos como jamás soñaron, y alcanzarán gloria y honores: pues el Rey Gudú no es, en absoluto, ni tacaño ni olvidadizo con quienes bien le sirven».
Así lo hizo Yahek. Y en estas cosas, el viaje se alargaba en demasía y amenazaban ya las primeras heladas, cuando al fin divisaron las Torres Negras y luego las oscuras almenas del Castillo Negro, cuya historia estremecía a los campesinos de Olar.
Una vez allí, Gudú detuvo, por el momento, su viaje. Envió hombres en busca de desperdigados campesinos por los alrededores. Cuando los tuvo delante, eligió entre ellos los más diestros albañiles: tenía planeado ensanchar el medio ruinoso Torreón, de forma que tuviera otras muchas dependencias. A su vez, instaló alrededor las tiendas para que, en tanto las obras estuvieran acabadas, pudieran todos albergarse. Y esta iniciativa constituyó el primer paso a lo que él había denominado la Corte Negra.
Ya con las nieves primeras, recordó que estaba próximo su cumpleaños. Y juzgando que ya había hecho esperar a su prometida demasiado tiempo, preguntó a Predilecto:
—Dime, hermano, ¿en verdad es hermosa la Princesa, mi esposa?
—Es la más hermosa de cuantas vi —se apresuró a contestar el Príncipe. Y al punto lo dijo, se estremeció y quedó, al parecer, como sorprendido de sus propias palabras.
—Si así lo decís, os creo, pues soléis elegir bien y en este terreno tenéis un probado buen gusto —dijo Gudú, riendo—. En vista de lo cual, mañana, o pasado, o el otro a más tardar, tomaré unos cuantos hombres de escolta, y con vos me dirigiré a Olar.
Y como la marcha de las obras le interesaba más que ninguna otra cosa, aún se demoró un día, y otro, y otro, y muchos más. Estaba ya madurado el invierno, y un gran frío azotaba los bosques y las tierras. Ondina permanecía con él: ora de una, ora de otra forma. Y había aprendido a tomar aspectos de tal disparidad —aunque siempre bella—, que Gudú no sabía si se aficionaba a la misma criatura o era otra muy nueva y diferente. Ondina procuraba —aunque sentía que se agudizaba y crecía aquel dolor desde el centro de su pecho— no mirar jamás a Predilecto, ni hacia donde él dirigía su mirada. Pero en vano, pues allí donde sus ojos ponía, los de él veía, y aquel a quien ella abrazaba, él era. Por muchos y variados hombres o muchachos, de cualquier especie o condición, que intentara conocer y anegar en ellos su único recuerdo perdurable, sólo a uno deseaba, a uno solo acariciaba y unos únicos labios besaba.
Y, cierta mañana invernal en que el viento azotaba los árboles de la cercana espesura y el primer fuego de las rudas cocinas brotaba en la naciente Corte Negra, mientras el Maestro Yahek despertaba a los muchachos, los alineaba en el reducto del Castillo y se disponía —como todos los días— a adiestrarlos en el manejo de las armas, en la disciplina y en la admiración sin límites hacia el Más Grande Rey, Gudú, Predilecto dijo a su hermano:
—Señor, muchos días han pasado tras el que habíais decidido regresar a la Corte de Olar.
—Es cierto —dijo Gudú. Y con repentina decisión ordenó—. Hoy mismo, pues, elegid los hombres, partamos allá y acabemos de una vez con el enojoso asunto. Al Reino le precisa legalizar y prever la sucesión de mi propia estirpe, y, al tiempo, apuntalar cuantas cosas queden allí descuidadas. Vamos a consumar esa maldita boda, como si de otra batalla se tratase.
Y mientras sus soldados reían —como tenían por costumbre— cuantas chanzas se le ocurrieran a Gudú, Ondina sintió que su dolor se intensificaba ante la idea de verse privada —aunque sólo de mirarle se trataba— de la presencia de Predilecto. Por unos instantes, pensó en sumirse en el manantial y, siguiendo las profundidades del río —cuyas márgenes vigilaban los soldados— seguir a Predilecto, allí donde éste tuviera a bien dirigirse.
5
En el transcurso de aquel tiempo, muchas cosas habían cambiado, también, en Olar. Y si bien estas cosas, por pertenecer al reino de lo oculto —tanto de la humana naturaleza como de otra cualquiera— no parecían visibles, sí se dejaban sentir.
El primero de todos los cambios, por tratarse del más evidente, era el efectuado en la Princesa y futura Reina de Olar. A partir del día en que —por última vez— perdió su zapato, llorando y pidiendo a Predilecto que no la abandonase, su carácter antes expansivo y al parecer desprovisto de toda regla que no fuera seguir sus propios impulsos, tornóse serio, meditativo y altamente majestuoso. Ciertamente, en los últimos tiempos, los juegos con su curioso séquito no parecían atraerla tanto como antes, pero desde el citado día, los rechazó por completo. Y así, por vez primera, una hoja se cayó del Árbol, luego otra y otra, y Once y los muchachos las recogieron y guardaron en el cofre de Tontina, puesto que, se decían, seguramente el otoño había llegado.
Tontina dejó que Ardid ordenase su nuevo peinado; y la Camarera Mayor, Dolinda, lo trenzó, y curvó, y sujetó de mil formas y maneras, a cual más complicada y ornamental, en torno a su rostro, que —a decir verdad— iba adquiriendo mayor y más profunda belleza. Pues no sólo había crecido, sino que toda ella se había transformado de tal forma, que nadie —nadie que nunca se hubiera asomado antes y después al infinito túnel luminoso de sus ojos, transparente aún a través de la seriedad y grave compostura que la revestían— hubiera reconocido a la niña que, cubierta con una capa de piel blanca, había llegado por vez primera al Castillo de Olar. Ahora, ninguno de los muchachos de su séquito hubiera podido dar cariñosos tironcitos de las diminutas trenzas que, entonces, bailaban junto a sus sienes. Ni tampoco, por supuesto, nadie la contradecía ya, ni discutía, ni se enfadaba por cualquier otro motivo, ante tan imponente seriedad y digno porte. Tal y como no hubieran osado hacerlo con la propia Reina Madre Ardid.
Y cuando entraron en aquel invierno, cierto día, Tontina dijo a Ardid:
—Señora, bueno será que me instruyáis en mis deberes de Reina esposa, pues aunque mi Señor y Rey, Gudú, tarda en llegar, algún día lo hará y debo estar preparada para no aparecer ante él como niña de poco seso.
—Mucho me place, querida, cuanto dices —dijo Ardid, satisfecha—. Y créeme que desde hoy me ocuparé de ti.
Así pues, guardó pluma y pergaminos y se dispuso a llevar a cabo la instrucción de la Princesa. Pero atinó que, antes que en los detalles mismos de la noche nupcial —y su astuto instinto le decía que, para ello, mejor sería aguardar a la víspera misma del acontecimiento—, debía pensar en cuanto es pertinente y usual en el comportamiento de una Reina que, a todas luces, no tenía precedentes por aquellas tierras —ya que su propio caso, por supuesto, era en todo muy diferente y especial.
Así, consultó con sus habituales amigos. Y si bien Ardid no se había apercibido, también en ellos se había producido un cambio.
Cierto día, el Hechicero dijo:
—Querida niña, mi mazmorra es fría como un témpano: bueno sería trasladarme a algún lugar donde el fuego ardiera en buena chimenea. Sabes, como yo, que mis fuegos no despiden más calor que el de los descubrimientos —en caso de que se produzcan—. Y tengo para mí que, en los últimos tiempos, ando bastante torpe en estas cosas. Por tanto, me pregunto si mis miembros entumecidos no tendrán que ver en ello…
—Con gusto, querido mío —dijo la Reina, que, también en los últimos tiempos, familiarizaba bastante los tratamientos entre sus íntimos—. Sube a donde quieras cuando quieras: sabes que puedes andar a tu antojo en este Castillo.
Así lo hizo el anciano, y se instaló en una pequeña dependencia que antaño sirvió a Dolinda —antes de casarse— y ahora solía permanecer cerrada e inhabitada, muy cercana a la de la misma Reina.
Otro que, en verdad, había sufrido una transformación notable era el Trasgo. La última cosecha fue pródiga en sumo, y se acarrearon desde el Sur tantos odres como jamás en vida de Volodioso, ni de cualquiera antes, pudiera recordarse —aunque la gran sabiduría y sentido económico de Ardid no fue en absoluto ajeno en ello e incluso mandó incluir la mitad de lo que atañía a tierras de Predilecto, antes siempre respetada—. Así pues, el Trasgo recuperó su alegría de vivir, al tiempo que su contaminación alcanzaba extremos peligrosos. No sólo Almíbar podía por fin contemplarlo a placer, sino que casi todo ser humano, a poco soñador o sagaz que fuese, podría divisarlo. Tanto es así, que más de un susto se llevó, y Ardid le suplicó con mucho encarecimiento que no saliera de los subterráneos o, a lo sumo, del caño de las chimeneas. Y aunque el Trasgo así lo prometió, a veces rondaba por los bosques, totalmente ebrio, y en ocasiones incluso entabló conversación con algún muchachito de los que iban a por leña, si bien muy vagamente y de forma tan poco creíble, que éstos no tardaban en creer que se habían quedado dormidos, o que su propia hambre —que no solía faltar entre los humildes campesinos— les hacía desvariar y ver alucinaciones. Por lo que los parajes por el Trasgo visitados en sus locas correrías de borracho, no tardaron en despertar ciertas sospechas de brujería entre las gentes, y pronto fueron abandonados, por más y mejor leña que en ellos se encontrara.
Pero de todos los síntomas de contaminación que el Trasgo denotaba, tal vez el más grave lo constituían las extrañas confusiones que, si bien no frecuentes, a veces le hacían desvariar la memoria: así, en alguna ocasión creyó que Ardid aún no había rebasado los diez años, y en alguna otra pidió con insistencia a la Reina le dejase ver al pequeño Príncipe Gudú, por quien tanto se desvelaba y que permanecía tan desconsideradamente oculto a su vista, que ni horadando todos los subterráneos imaginables daba con él. Si bien estas cosas sólo ocurrían cuando probaba el mosto más añejo —aquel que celosamente se conservaba en el barril-madre—, por lo que Ardid lo tomaba como simples delirios de beodo y no les prestaba demasiada atención. A veces le reprochaba su afición, es cierto, pero con mucha menos preocupación e insistencia que antaño.
Tal como había decidido, Ardid llamó al Hechicero, y como en los últimos tiempos venía observando con demasiada frecuencia, tras llamar repetidas veces a su bien cerrada puerta, ésta la halló semiabierta, y a su amigo y Maestro durmiendo apaciblemente junto al fuego. A sus pies, como ya era también usual, divisó acurrucado al Trasgo, que parecía hallar buen acomodo —mejor aún que en las brasas— entre los pliegues de aquella venerable y muy vieja túnica.
—Queridos míos, os necesito —dijo Ardid, besándoles en la frente—. Debéis aconsejarme en todo lo que corresponde hacer con una Princesa de sangre purísima como nuestra Tontina. Ella misma me ha pedido la instruya en estas cosas. Y como sabéis, mis tareas están más cerca de las preocupaciones de un hombre que de las propiamente femeninas, y no atino a saber en qué se ha de fundamentar tal aleccionamiento. Presumo que mis tretas y ardides anteriores no sean del todo aconsejables a nuestra futura Reina.
—Así lo creo —dijo el Hechicero, disimulando su bostezo y restregándose los ojos—. Pensemos, pues… Trasgo querido, alcánzame El Libro de los Linajes, ya que tus ágiles y jóvenes piernas son más ligeras que las mías.
—A fe mía, no hace mucho me creíais más viejo que vos —dijo el Trasgo, con malicia—. Pero si os conviene… En fin, en seguida os alcanzo el libro; y presiento que mi memoria en estas cosas, irá más allá de lo que vuestro erudito libro pueda esclarecer.
Así lo hizo y, al fin, tras estudiar en él algunas cosas, llegaron a la conclusión de que la Princesa debía dedicar sus días a bordar en oro, seda y plata, hasta llegado el momento en que Gudú tuviera a bien conocerla.
—¿Bordar? —preguntó Ardid, inquieta—. No nunca tal cosa, Maestro querido.
—En verdad, niña, que no se me ocurrió —dijo éste, perplejo.
—No hay que preocuparse —dijo el Trasgo—. Según tengo entendido, no es preciso bordar tanto ni tan escrupulosamente… de lo contrario, las ilustres y reales criaturas habrían cubierto el mundo de bordados. Con tal de que lo finja, y suspire de tanto en tanto, podrá ofrecer una imagen más o menos exacta de lo que debe ser o parecer una Princesa.
Así lo entendió Ardid, y ordenó trajesen dos bastidores, finas telas y no menos finas madejas de seda, oro y plata. Sentóse con Tontina frente a la ventana de su gabinete y así, ambas pinchaban y despinchaban aquí y allá, un poco por este lado y un poco por el otro: pues Tontina en todo imitaba a la Reina, y cuando ésta —ignorante de cuanto podía ser un bordado— sembraba pinchazo tras pinchazo, con suspiros de más o menos intensidad, a su vez ella empezó a hacer lo mismo. Poco tardaron en darse cuenta de que aquellas sesiones no eran en absoluto amenas. A poco, Ardid, nerviosa, se pinchaba repetidas veces en el dedo. Y ambas, pinchazo por un lado, suspiro por otro —bostezo sobre bostezo—, siguieron así días y días. De tarde en tarde, Tontina explicaba algunas cosas a Ardid, que ésta consideraba hasta cierto punto interesantes —todo nuevo conocimiento era útil para ella.
Pero un día quedó alarmada ante un comentario de Tontina. Repasando con el dedo índice el polvo acumulado al borde de la ventana, la Princesa dijo, pensativa:
—Creo, madre, que si es mi deber dar un hijo al Rey, debería suprimirse de nuestras costumbres y tradiciones la invitación a Hadas Madrinas, pues siempre queda alguna olvidada, y ésta suele jugarnos malas tretas… Ni siquiera mi bautizo, tan seleccionado y expurgado, se libró de un ligero rencor…
—¿Qué decís? —se inquietó Ardid—. Explicadme la causa de esa circunstancia: espero no revista graves consecuencias…
—Oh, no, por supuesto —dijo Tontina intentando imitar en todo el tono de su suegra, a quien de día en día estimaba y admiraba más—, no es grave, simplemente curioso.
—Explicaos con más detalle, y reflexionaremos juntas el caso —respondió Ardid. Aunque tanto la Princesa como ella misma sabían que sólo decidiría ella la cuestión.
—Mi Hada Madrina Mayor creyó prudente obsequiarme, entre otras prendas, que según dicen están a la vista, con la destrucción de cualquier encantamiento, tales como dormir, o medio-morir, durante cien años, sólo aniquilado a través del primer beso de amor, ya que no parece que estas cosas tuvieran un resultado demasiado satisfactorio. Podía darse la circunstancia —como en el caso de mi augusta tatarabuela— de que la princesa desencantada resultase cien años más vieja que su esposo. Y aunque en su apariencia nada había que lo demostrase, lo cierto es que su mentalidad, aficiones e ignorancia de muchos acontecimientos, llegaron a hacerla, con el tiempo, un tanto cargante para él. Y por lo que respecta a la de la piel blanca como la nieve, oí rumores de que el esposo, que mucho la amaba, tuvo que soportar durante toda su vida las continuas visitas y alojamiento en el Castillo de siete enanos estúpidos y feos en extremo, que le desagradaban profundamente y que se veía obligado a tratar con la misma deferencia que si fueran sus cuñados. Así pues, ningún encantamiento de ese tipo tendrá efecto en mí, puesto que me liberaron de todas esas zarandajas de los primeros besos de amor. Pero he aquí que el Hada Segundona, que andaba siempre muy resentida respecto a las supremacías de su hermana gemela el Hada Mayor, si bien no fue olvidada (como ocurrió con aquellas otras tan vengativas), se sintió molesta por tener que donarme sus gracias después de su hermana; y así, tras concederme el candor, la alegría de la inconsciencia, y otras cosas así que, os confieso, nunca entendí bien, dijo, con una risita sospechosa, que mi primer beso de amor sería el último beso de amor. Y aunque nadie logró explicarme tal cosa, pues nadie la entendía, lo cierto es que, desde que soy mujer casada, esto me preocupa.
—Bah, si de tal cosa se trata… —dijo Ardid, aliviada aunque no tranquilizada. Volvió a pinchar aquí y allá en el bastidor, y añadió—: No debéis preocuparos: tengo para mí que así sucede a todo el mundo, tanto si eres víctima de encantamientos, maleficios, dones o cualquier otra cosa. No os estorbará solucionar muy pronto una cosa así, pues si bien el amor es placentero en su primera fase, tórnase amargura, si es que no extremoso fastidio, con el tiempo. Si gustáis las mieles de un primer beso de amor, y tan fácilmente elimináis ese veneno de vuestro ser, no veo por qué debáis sentiros preocupada, antes bien felicitaros de ello.
—Pero —dijo Tontina, reflexivamente—, también con ello termina mi plazo.
—¿Qué plazo?
—No sabría decíroslo exactamente. Es una suerte de plazo al que estoy sujeta, y condiciona mi amor y mi vida. Temo que expire el día en que, verdaderamente, me convierta en mujer: y eso es algo que deseo, os confieso.
—Todo el mundo depende de plazos más o menos semejantes, querida hija: todos cumplimos esos plazos, pues si no fuera así, la vida se detendría y nadie se haría viejo ni moriría: lo cual, os confieso, a la larga debe resultar un tanto desalentador.
—Si así lo creéis, así será. Vuestra sabiduría no tiene par, ni en esta Corte ni en ninguna otra. Nadie me dio tan clara explicación sobre estas cosas…
Cuando, por labios de la inocente Tontina, que tanto se confiaba a ella, supo de todas aquellas historias de durmientes y hadas, de ogresas y madrastras, tuvo para sí que ser suegra y madre en tales familias entrañaba riesgos asaz peligrosos para ser recompensados por algo tan digno y estimable, aunque poco satisfactorio, como la pureza de la sangre y de la estirpe. Y llegó a la conclusión de que si para conseguir ser un producto de tal pureza, era preciso sujetarse a tradiciones tales, bautizos de exhaustivas listas, madrastras —que al parecer afluían como verdaderas bandadas en sus vidas— y sueños tan desconsideradamente largos, se sentía más segura en su mediocre origen de hija de barón sureño, aunque no muy rico, no muy noble, no muy honesto, no muy bien relacionado, y derrotado, por añadidura.
—No temáis, niña querida —dijo al fin—. Creo que este entronque con alguien tan valeroso como renovador, como será, sin duda, el matrimonio a que os habéis prestado, librará nuestra estirpe de tan molestas, aunque respetables, cosas.
—Así lo espero —dijo Tontina, al parecer también aliviada.
—El mundo avanza, y con él la sensatez. Así pues, hora es ya de ir puliendo las tradiciones —puntualizó Ardid.
Así estaban las cosas, cuando un gran espanto revolvió la ciudad. Y aunque de aquel espanto no se libró Ardid ni la propia Tontina, lo bendijeron secretamente, por ser causa de la interrupción de sus fingidas labores, convertidos a la sazón los bastidores en dos puros coladores, tachonados aquí y allá por gotas de sangre, seca o fresca, pero nada bella, según les parecía. Sus dedos martirizados, por la aguja y la ineptitud, y sus largos suspiros, más auténticos que sus bordados, iban tejiendo pensamientos y sentimientos mudos.
Así, cuando Ardid fue notificada de que habían sido avistadas tropas belicosas acampadas al otro lado del Lago, y que sus hogueras y gritos guerreros se oían y veían en el viento frío del atardecer, dio un puntapié al bastidor que cayó en los leños de la chimenea y ardió plácidamente, ante el regocijo del Trasgo.
—¿De qué te alegras, insensato? —dijo Ardid, falsamente incomodada—. ¿No sabes que estamos amenazados y que mi olvidadizo hijo Gudú anda aún lejos de nosotros, con lo más florido de nuestras tropas?
Con la rapidez que era en ella una virtud, en trances semejantes, y perdición, en otros, mandó abrir las compuertas, para que los ciudadanos y todo aquel que se hallase aterrorizado —como era costumbre— pudieran refugiarse en el recinto del Castillo. Y al tiempo que ordenaba formar a sus tropas, los escasos y ancianos barones y caballeros que quedaban en Olar —dado que los nobles jóvenes estaban con Gudú— acudieron en tropel con cuantos hombres disponían, manifestándose —según sus propias palabras— dispuestos a morir, antes que rendirse, aunque temblando tanto de frío como de temor, pues los años de blandura y abandono no habían endurecido sus carnes ni su espíritu.
Ardid maldijo en su interior la fatal atracción que Volodioso y Gudú experimentaban hacia las estepas. «Si al tiempo que incapacitarle para el amor, hubiéramos podido incapacitarle para la fascinación de lo desconocido…», murmuró. Pero el Hechicero dijo: «Querida, en tal caso (aunque te confieso que imposible, al menos para mi ciencia), mal Rey sería quien no sienta esa clase de fascinación, que empuja a los hombres a dominar, someter y conquistar». «Bien —dijo Ardid—, dejemos eso. Lo hecho, hecho está, y nada adelantaremos con ello. Pero siempre temí que los gemelos Bancio y Cancio nos jugarían una mala pasada».
La presentación oficial de Tontina al Rey revistió, como largamente soñara Ardid, suntuosidad y espectacularidad como jamás se viera en Olar. Rápidamente, de cofres y arcas, surgieron las ricas prendas que para tal efecto se guardaban y que en previsión trajeron —hacía demasiado tiempo— de la maravillosa Isla de Leonia. La propia Ardid vistió para esta ocasión a su nuera. Tan sólo con la ayuda de Dolinda, Artisia y tres jovencitas al servicio de éstas, que acercaban peines y alfileres, adornaron a la futura Reina de Olar con las mismas galas que luciera el día de la boda por poderes. Fue cepillado y alisado el traje bordado en perlas, y el manto de armiño cubrió sus hombros, graciosamente echado hacia atrás, de forma que no ocultara la magnificencia del vestido. Y fue calzada con aquellos zapatos de nácar y perlas que estrenara el día de la boda —y uno perdiera, si bien que por última vez—. Y cuando hubieron trenzado, y retorcido, y combinado de mil maneras los luminosos e increíblemente rubios cabellos, que se deslizaban como agua entre los dedos, y hubieron prendido en ellos broches de piedras rojas y verdes, descubrió Ardid, con asombro, una peregrina joya que pendía sobre su pecho.
—¿Qué es esto? —preguntó—. Una piedra azul, partida y horadada… Creo haberla visto antes en alguna parte.
—Señora —dijo Tontina, cubriéndola con ambas manos—, os ruego que no me ordenéis desprenderme de ella. Es el único vestigio de aquello que yo llamaba —aunque ahora entiendo que muy tontamente— mi Secreto e íntimo Tesoro.
—Ah, bien —dijo Ardid, aunque un leve resquemor, que no acertaba a definir, la invadió—. Pero creo que deberíais ocultarla bajo el vestido…
Así lo hizo Tontina, pero con tanta precipitación que el extremo agudo de la piedra se clavó en su carne, y un dolor tan vivo la inundó, que estuvo a punto de desfallecer.
—¿Qué es esto? —se alarmó Dolinda—. ¿Os encontráis mal, Princesa?…
—No es nada —murmuró al fin Tontina. Recuperó el tono rosado de sus mejillas y sonrió, aunque de forma tan melancólica que su sonrisa hizo brotar lágrimas de todas las mujeres—. ¡Ya ha pasado!…
—Todas las muchachas, en estas ocasiones, suelen sufrir desmayos y desfallecimientos —dijo Ardid, con sonrisa de suficiencia. Aunque, a decir verdad, conocía tales cosas sólo por referencias, ya que jamás las experimentó en su persona.
Una vez acicaladas todas las damas, se dirigieron hacia el Salón del Trono con solemne paso y gran boato, por orden de nobleza y jerarquía escrupulosamente trazadas por Ardid. Allí, según instrucciones maternas, aguardaba Gudú —a quien su madre envió recado presuroso de que, al menos por una vez, se abstuviera dar muestras de impaciencia: ya que el protocolo exigía una ligera impuntualidad en la persona de Tontina—. A su vez, le suplicaba encarecidamente que se bañase y trocase sus ropas de soldado —que sospechaba hediondas— por el traje ricamente bordado que le enviaba; y que, a ser posible, usase el perfume que el buen Almíbar había traído para él, dada la ocasión, y que gentilmente tenía el honor de ofrecerle.
Aunque con aire resignado —la prudencia le recomendaba seguir los consejos de su madre, que tenía por sabia—, y negándose a escanciar el perfume en sus rizados y negros cabellos, indomables en verdad a todo acicalamiento —al menos, por una vez—, pero limpios, Gudú se armó de toda la paciencia de que era capaz. E incómodo dentro de aquellas ropas —pues no habían tenido en cuenta la expansión habida en dos años por su vigorosa naturaleza—, le apretaban y tironeaban por todas partes, amenazando descoserse en varios puntos. Con la corona ciñendo la cabeza, la espada de su padre al cinto y el regio manto rojo que fuera de Volodioso cubriendo sus espaldas, aguardaba, sentado en el trono, rodeado de todos sus nobles, caballeros, pajes y lo más escogido y aseado de sus capitanes. Yahek se había bañado, a su vez, por orden del Rey —él mismo estimaba que su olor superaba a cuantos conocía o tenía noticia existieran—, y su cráneo rojizo y brillante atraía las miradas, hasta el punto de distraer la atención de cualquier otra ostentación capilar, con gran descontento de los nobles.
Junto a Gudú, en pie y a su derecha, el Príncipe Predilecto aparecía vestido, nuevamente, con el traje que le regalara Almíbar. Si bien, según observó, le quedaba ahora muy ancho. Por lo visto, el tiempo transcurrido había afinado su silueta —aunque no ablandado sus músculos y nervios— más de lo que fuera previsible. Y era el más modestamente ataviado de cuantos allí se hallaban. La propia Ardid, al hacer su entrada en la estancia, ceremoniosamente, tras lanzar rápida pero certera mirada sobre todos, y hallándolos en general satisfactorios, vino a reparar en ello. Y se dijo, con el vago remordimiento que a veces le embargaba contemplándole: «Ay, no atiné a su debido tiempo que esta noble criatura, siendo el mejor hermano, el más leal y generoso de cuantos soñara para mi hijo, aparece hoy como el peor trajeado y el peor atendido de todos… Pero me hago el firme propósito de que, en adelante, corregiré y compensaré tales descuidos». Aunque tal propósito fue a acompañar, de inmediato, otros similares que aún aguardaban su realización.
Pero la Princesa no veía ni pensaba lo mismo. Jamás había visto antes a su esposo, y parecía natural que su primera mirada fuera para él. Pero lo cierto es que le pareció entrar en una estancia sólo poblada por sombras, más o menos vagas. Y únicamente una figura, de pie junto al trono, se hizo visible para ella. Y en aquel momento sintió, más que pensó, que jamás nadie, ni en la esplendorosa y fantasiosa Corte de su padre, ni en parte alguna, vio criatura más radiante: sus cabellos castaños tenían el reflejo dorado de la vida —pues el resplandor de toda la vida posible en el mundo, le aureolaba como una corona—, y sus ojos, de un azul oscuro y brillante, parecían retener la luz del mundo: aquella luz sobre el mar en las noches transparentes del Norte, donde ella había nacido; y también la luz de aquel país, donde las viñas maduraban como un reguero de oro al sol, y los almendros y cerezos se cubrían de nubes blancas como la nieve y rosadas como el amanecer. De la luz de los fiordos y de la luz del Sur, fundidas, nacía para ella el Príncipe Predilecto. Y la vida, en su esplendor apagaba cualquier otro brillo, y su rostro borraba cualquier otro rostro, y su mirada otra mirada. Y ensimismada en estas cosas, tropezó con los tapices de la Isla Leonia, que tan cuidadosamente habían sido desembarcados, enrollados, guardados y, a su vez, desenrollados y extendidos sobre las húmedas piedras del rudo Castillo, para la ocasión. Al tropezar, nuevamente el dolor de la piedrecilla se hundió, un poco más, en su pecho.
—Teneos firme, niña querida —murmuró Ardid—. No es momento para desmayos ni alifafe alguno: sois ya la Reina de Olar. Estas palabras tuvieron la virtud de producir en Tontina una fuerte conmoción. Como si bruscamente la sacudieran de un sueño y despertase. Sólo entonces vio a todos los presentes, que la contemplaban extasiados. Y, al fin, sentado en el trono, al Rey Gudú que, contraviniendo las órdenes maternas, levantóse casi de un salto. Y, de pronto, sus ojos grises y brillantes, que resaltaban poderosamente en el atezado rostro, la hirieron como el filo de las espadas. Y súbitamente sintió en su boca un gusto de sangre —como cuando, bordando con la Reina Ardid, se chupaba disimuladamente un dedo pinchado por la aguja; pues el mismo sabor fresco y hondo a la vez, húmedo y oscuro, la embargaba.
Un frío lento y despacioso fue apoderándose de todo su ser mientras buscaba palabras en sus recuerdos o en cualquier rincón de su mente: palabras que huían, como flotantes lucecillas de luciérnagas en la noche, y se deshacían como nubecillas hacia la nave, alta y negra, donde pendían las grandes lámparas de bronce y hierro, en los muros donde las llamas de resina ardían y crepitaban con un fragor que la llenó de un escalofrío inexplicablemente presentido, donde se mezclaban el chocar de espadas, humaredas de incendio, hollín y muerte. Deseó recuperar aquellas palabras tan minuciosamente aprendidas, que —según fue aleccionada— la adentrarían en el Nuevo Plazo de su vida. Eran palabras que hablaban de amor, fidelidad, sumisión, respeto… y algunas cosas más. Pero se perdían, y temía —y sabía— que nunca las recuperaría: porque tal como viera siendo niña, nadie puede retener a las aves cuando emigran del frío hacia las tierras cálidas del Sur.
—Diablos del más oscuro infierno —murmuró Gudú, en dirección a Predilecto, sofocando su risita habitual—. Verdaderamente es más hermosa que su retrato. Razón teníais cuando tan bien la describisteis.
Sin aguardar con aire solemne —como aconsejara Ardid, tras lecturas y comparaciones con ceremonias semejantes—, avanzó hacia la Princesa. Con ambos brazos extendidos, cortó la tímida reverencia que Tontina iniciaba y, elevándola hacia él, la besó. Pero sus labios dejaron en los de Tontina un amargo sabor, mezclado al de la sangre. Sólo atinó a decirse, aturdida, cuán extraño a cuanto había oído resultaba ser el gusto de su primer beso de amor. Y mientras la Corte prorrumpía en gozosas exclamaciones y los músicos llenaban el aire con los sones de sus flautas y dulzainas, pensó qué asombroso le resultaba ahora el hecho de que recibir un beso semejante hubiera sido el motivo que despertara del sueño o arrancase de la media-muerte a sus nobles abuelas. «Qué sabia me parece mi noble suegra, y qué razón tenía cuanto dijo cuando hablamos de este beso y sus posibles consecuencias… No es doloroso perder tal cosa, al tiempo que probarla». Y pensó que los dientes de Gudú —aunque tan blancos como los de su madre— eran agudos como puñales, y que la presión de sus manos en sus hombros era parecida a guanteletes de hierro. Sus ojos le recordaban el hielo que, en las madrugadas, pendía en témpanos de las cornisas y servía de blanco a las piedras infantiles.
De pronto, sin saber cómo ni por qué, en aquel momento, se despidió de Once, su primo, y de sus amigos, los muchachitos y muchachitas de su séquito, y de las perdices, las ardillas, los ciervos, los cachorros… A su vez, se apercibió de que hacía tiempo que no les veía, hasta el punto de no saber dónde moraban. Desde el día en que cesaron los juegos y recogieron del suelo las últimas hojas del Árbol, teníalos por definitivamente perdidos; pero hasta el momento no había tenido clara conciencia de ello. Así, al recibir el beso de Gudú, se hizo más patente en ella el adiós que acompañaba el último jirón de su Primer Plazo: aquel Primer Plazo del que intentó hablar en su día a Ardid y ésta no había considerado importante. Y supo que sus viejos amigos y sus antiguos juegos, junto a las palabras aprendidas y las palabras olvidadas, erraban sin rumbo, o regresaban sin ella a un país que en un tiempo le fue muy familiar y del que ahora ni aun acertaba a recordar el nombre.
La Reina, con un súbito temblor interno que nadie percibió, excepto el Trasgo y el anciano Maestro —que, como de costumbre, la seguía un paso atrás, a su derecha—, desprendió de su cabeza aquella corona que tanto, tanto, le había costado conseguir y, entregándosela a Gudú, arrodillóse en un lujoso cojín —y, por vez primera, sus rodillas crujieron y, también por vez primera, pensó que la vejez no era algo muy remoto, y no imposible para ella—. Pero dijo, con voz clara y firme:
—Tomad esta corona, Rey Gudú, y coronad con ella a vuestra esposa y Reina nuestra, para gloria de Olar.
Y como el Abad estaba hacía tiempo dispensado de ser el principal ejecutor de estas y otras muchas cosas, el Rey mismo la colocó sobre las sienes de Tontina.
—Así lo hago —dijo— y así lo ordeno, para alegría y obligación de cuantos componen este país; sea por años y años, hasta el último día de la tierra…
Quedaron todos muy sorprendidos por estas últimas palabras —en verdad, algo exageradas, y que además no constaban en El Libro de los Protocolos de Coronación, tan escrupulosamente compuesto e ideado por su madre—. Ofreció el brazo a su joven esposa, y se inició el cortejo hacia el Salón de los Banquetes —que era el destinado a las cada vez menos frecuentes reuniones de la Asamblea, ya que no había otro mayor en el Castillo, exceptuando el del Trono.
El Salón de los Banquetes se había adornado a tales efectos de forma totalmente inaudita. Como la estación impedía disponer de flores naturales, Almíbar había ordenado engalanar paredes y puertas con ramos de acebo, verdes como el Lago, sembrados de granos rojos que brillaban como rubíes. El muérdago se trenzó con hilos de seda, y las grandes lámparas cuajadas de velas encendidas a centenares y adornos de todas las clases convertían aquel lugar, por lo común oscuro, húmedo y desapacible, en un cálido recinto luminoso. Grandes troncos ardían en la enorme chimenea, y sobre lecho de piedras —a cuyo alrededor se habían dispuesto las mesas—, un cúmulo de brasas al rojo vivo, estrechamente vigiladas y avivadas por dos sirvientes, caldeaban la estancia. Tapices y alfombras cubrían por doquier las ennegrecidas piedras, y pieles celosamente atesoradas fueron extendidas bajo los pies y sobre los asientos de los comensales, de forma que la dureza y el frío no les incomodaran. Grandes antorchas alejaban la oscuridad, pues, por lo común, y aun en pleno día y más esplendoroso verano, jamás llegaba a lucir el sol a través de tan estrechos ventanales. Ahora, por el contrario, relumbraban el oro y las valiosas piedras de hebillas, collares y broches. Todos parecían más hermosos y más jóvenes, pues el resplandor del fuego es más benigno que la cruda realidad del sol con los rostros que han dejado atrás la juventud. Y como a los jóvenes y hermosos no perjudicaba tampoco, lo cierto es que a todos favorecía. Si algún sirviente o invitado no lucía como era debido, aquellos resplandores disimulaban descosidos o costuras mal cosidas, manchas o ropas descoloridas.
Ardid y Almíbar se miraron con mutua aprobación y halagüeña sonrisa. También el modesto galón de oro, un tanto mortecino y oscurecido por la humedad, que bordeaba la túnica de Predilecto, brillaba como recién bordado. Y su apostura y belleza —que atraían la arrobada mirada de muchas damas— suplían largamente tales descuidos, de modo que su aspecto no desmerecía en absoluto junto al rico traje —si bien estrecho y altamente embarazoso— que lucía el Rey, quien acabó descosiendo una costura con la punta de la daga.
Muy tarde, en verdad, acabaría el banquete. Estaba previsto —tanto en las cocinas como en los pasillos de sirvientes— que se prolongaría hasta muy avanzada el alba. Y para ello el vino corría y, entre plato y plato, un delicado conjunto de músicos amenizaba la velada. Pero los desposados no debían permanecer en compañía de sus invitados hasta tan altas horas. Así es que, con una discreta seña de Ardid, Almíbar indicó al Rey que había llegado la hora de retirarse a su cámara y como parecía establecido, aguardar allí la llegada de su esposa. Por supuesto, el banquete podía continuar sin ellos. Y mientras Gudú se dirigía a sus aposentos, Ardid y sus doncellas condujeron a Tontina a los de ésta.
Nadie reparó, entre unas y otras cosas, en la brusca desaparición de Predilecto. Nadie, excepto una muchacha, de singular belleza, que oculta tras un tapiz lo observaba todo con ávida mirada, y con más atención que a nada ni a nadie, al mismo Predilecto. Sólo ella lo vio salir y sigilosamente, le siguió. Siempre tras él, salieron al jardín donde les recibió la oscuridad y el frío de la noche.
Era el antiguo jardín de Ardid, aquel que más tarde vio crecer en su centro el maravilloso Árbol de los Juegos, escenario de los primeros tiempos de la Princesa en el Castillo. Pero del Árbol y sus doradas hojas ya sólo quedaban el tronco negro y las ramas desnudas. Y allí, el Príncipe sentóse junto al diminuto estanque, donde aún brotaba el surtidor como el eco de una voz. La luna apareció entonces. A su luz, el Príncipe comprobó que el surtidor estaba rígido e inmóvil. Lo tocó y se dio cuenta de que estaba helado. En aquel momento, brillaron las desnudas ramas del Árbol de los Juegos, pero no con sus extraordinarios colores rojo y oro, sino cubiertas de escarcha. Todo vestigio de verdor y de hierba había muerto, sólo hielo y abrojos cubrían el suelo, donde antes crecían flores de toda especie y forma. Y aunque ningún niño jugaba, ni pájaro ni animal alguno correteaba, sí percibió Predilecto el hueco que había grabado allí su ausencia y el eco de sus voces. Sólo los verdes ojos de la raposa y la mirada amarilla de la lechuza, con su impávida sabiduría brillaron como un fugaz aleteo de luz, y le estremecieron.
En las últimas horas de aquella jornada que tocaba ya a su fin, una suerte de cruel y doloroso despertar pugnaba por abrirse paso en sus pensamientos y su corazón. Y otro pensamiento luchaba fuertemente por desvelar un secreto que alentaba dentro de él, y se repetía: «No quiero saber; no deseo saber nada». Pero sabía. Intentaba dominar una ira sorda y un dolor tan grande como nunca antes sintió, que le invadían, crecientes y tan implacables como caen los granos de arena dorada en el reloj. Una desesperada y casi feroz expresión llenó sus ojos e hicieron estremecer a la muchacha que los contemplaba. Huyó la lechuza y la raposa se deslizó rauda hacia las sombras. Ondina contuvo un grito. Y como la sabiduría que rechazaba Predilecto era aguda como el más afilado puñal, atravesó a su vez la estupidez de la muchacha, y entendió que Predilecto amaba a la joven y reciente Reina de Olar, con amor tan triste y sin esperanza como el que la propia Ondina sentía hacia él. «Ah, no, no —se dijo, entre lágrimas. Eran las primeras lágrimas de su vida, amargas como jamás la sal del mar alcanzó, y tan hirientes como jamás fueron los espinos del bosque—. No dejaré que este amor sea el que te aparte de mí». Surgió de la oscuridad y, acercándose a Predilecto, le abrazó y besó con tal pasión y fuerza, que despertó de su ira al Príncipe. Una enorme sorpresa y una gran tristeza le llenaron al verla. Y, apartándola suavemente, dijo:
—No quisiera herirte, hermosa criatura… No sé quién eres, y aunque esto no sería obstáculo para que, en otra ocasión, correspondiera a tus besos, esta noche, te lo ruego, déjame solo, pues sólo en soledad podré respirar y vivir.
—¿Qué decís, Príncipe? —gimió Ondina—. Olvidad lo que leo en vuestros ojos… Ésa en quien pensáis es la esposa del Rey, hermano vuestro, por añadidura…
—¡Callad! —se sobresaltó Predilecto, apartándose de ella horrorizado—. ¿Qué os hace decir semejante disparate?…
—No hay nada oculto para mí en cuestiones de amor —dijo ella—. Yo misma soy víctima de igual veneno. Venid a mí, por tanto, y trataré de mitigar vuestra pena al tiempo que mitigo la mía.
Pero él se apartó de ella, desazonado, mientras le advertía que jamás volviera a pronunciar tales palabras, si en algo estimaba su vida.
Pero ella murmuró, mientras seguía ocultamente sus pasos:
—Ah, estúpido Príncipe, qué poco sabéis de estas cosas… Y estúpida de mí, también, que de tan poco me sirve conocerlas.