XII. UNA PIEDRA EN DOS MITADES

Desde el momento en que su hermano Predilecto partió, el Rey Gudú se sintió azotado por una espera impaciente. Habían llegado al linde de las estepas: allí donde la tierra del Rey Gudú se detenía, como temerosa de unas extensiones que no parecían tener fin. Y aunque lo habían visto, y muchos hablaban del Gran Río, lo cierto es que nadie quería adentrarse, y tan sólo Yahek y sus duros ex mercenarios sentían especial interés por tal empresa. Existía desde los tiempos del Rey Volodioso, una guarnición exigua que de tarde en tarde se relevaba. Los pocos hombres que de allí regresaban a Olar, lo hacían totalmente embrutecidos y aniquilados por una soledad sin límites. Apenas reconocían a sus familias ni a sus amigos. A medida que el tiempo les mantuvo en el confín del Reino, de cara a las estepas, sus ojos, sus miradas, parecían atacados por alguna suerte de ceguera especial: la contemplación, acaso, de la tierra sin fin, de la vastísima llanura que sólo rompía el viento, el lejano aullido de los lobos, el reverberar de un sol que, en ocasiones, enloquecía. Si bien en los últimos tiempos, raras fueron, y de escasa importancia, las incursiones a tierra olarense llevadas a cabo por dispersos o solitarios guerreros de las Hordas, otro enemigo mucho más cruel y maligno les aniquilaba: la espera y la proximidad de lo desconocido; la ignorancia y la vastedad de una soledad a la que apenas se asomaban y que parecía no tener fin.

Éste fue, pues, el aspecto que ofrecieron a sus ojos aquellas regiones, cuando por primera vez el joven Rey Gudú se asomó a ellas. Restos de aldeas carbonizadas, viento y lejanas nubes de polvo o rara niebla, inmensidad abandonada, lejanía, silencio y aullidos de alimañas: el eco de los muertos, en suma. Por el Norte, los bosques avanzaban, espesos y negros, hasta la linde de la estepa. Y la pequeña fortaleza, medio ruinosa, albergaba a soldados que, en tan dura existencia, parecían incluso haber perdido el don del habla.

La llegada de Gudú y su pequeño pero audaz y reorganizado ejército, sacudió aquel silencio donde sólo parecían romper la uniformidad del tiempo los lentos vuelos de los buitres y las aves de rapiña.

Gudú instaló su campamento en la ruinosa fortaleza, extendiéndolo con tacto y astucia a lo largo de la línea que separaba ambos países. A poco, algunas gentes empezaron a salir de los bosques. Primero con timidez, luego con esperanza, se les fueron uniendo. Lentamente, atraídos por el olor de los cabritos asados, el balar de los rebaños y las voces y risas de los soldados, entraron en contacto con ellos: eran leñadores y pastores, a su vez, moradores de zonas tan agrestes. Pertenecían a Olar, ya que Volodioso les había sometido hacía años, pero sólo para cobrarles tributo. Veían, de tarde en tarde, un emisario de aquel Rey que les había derrotado y, en puridad, esclavizado. Por contra, este nuevo Rey aparecía, si rudo y dando muestras con frecuencia de una severidad aún más estricta que la caprichosa crueldad de Volodioso, mucho más razonable y magnánimo.

Así que, a poco, su ejército se había reforzado con casi un centenar de hombres, jóvenes y fuertes. Y Gudú les había prometido pagarles y vestirles. Así lo hacía, y los soldados empezaron a sentir por él una viva admiración. Los relatos de su extraordinaria victoria contra el País inexpugnable de los Desfiladeros crecían, y se adornaban en labios de quienes la contaban de tal modo, que aquel muchacho apenas salido de la infancia iba tomando ante sus ojos y su imaginación proporciones de invulnerable criatura.

Las gentes del Norte practicaban, aunque en secreto, la religión de sus antepasados. Y aunque Volodioso era Rey cristiano y a la cristiandad sometía las gentes y tierras que añadía a su país, duro resultaba a menudo, si no imposible, conseguir que tales órdenes se cumplieran en lo profundo, aunque externamente se fingiera lo contrario. Gudú, en cambio, mostró una tolerancia que mucho tenía de indiferencia en estas cosas: tanto le importaba un dios como otro —dijo una vez a Yahek, que secretamente adoraba al dios de su madre—, puesto que en ninguno tenía excesiva confianza y no veía, por lo menos en la práctica, gran diferencia de unos a otros. Así pues, al menos momentáneamente, juzgó que en tales cosas mejor era no entrometerse, y dio libertad y holgura a tales manifestaciones. Así ganó una batalla, al parecer humilde, pero profundamente sólida e importante para lo que realmente se proponía. «Tiempo habrá —se decía— de que, si tal conviene, tornen las cosas a ser de otro modo. Entretanto, y tal y como las llevo, me parecen oportunas y eficaces».

Como había tolerado que sus hombres arrastrasen tras sí —si bien que a prudente distancia— su cortejo de mujeres y chiquillos, aunque estaban sujetos a un entrenamiento fuerte, duro y cotidiano, del que anteriormente jamás habían sido objeto, no se hallaban en modo alguno descontentos con tal jefe y Señor. Pero también era cierto que la menor falta de disciplina, el robo entre los hombres y bienes del campamento, o cosas parecidas —como las riñas provocadas por culpa de alguna mujer—, eran severamente castigadas. Así que buen cuidado tenían de evitar tales lances. Pues en semejantes casos, la crueldad de Gudú podía llegar a extremos jamás sospechados: incluso los ejemplares castigos infligidos por su padre, se antojaban a su lado banales y tolerables.

Alguna vez, el Rey mismo tomó alguna mujer de las que merodeaban en torno a sus hombres. Unas por hambre, otras por verdadero deseo de compañía, otras porque no tenían otra elección que aparejarse con un soldado y beneficiarse de sus privilegios, o morir de hambre y frío entre las ruinas de sus aldeas. Pero jamás mostró interés particular por ninguna y, en general, ninguna era lo suficientemente bella ni refinada como para interesarle particularmente.

Sin embargo, a poco de hallarse acampados en la linde de las estepas, Ondina acertó a localizar el manantial que su severa y purísima abuela tuvo a buen hacer fluir, hacía tiempo, por los alrededores. Y flotó por el agua de los riachuelos, atisbando las costumbres y predilecciones de aquellas gentes. Así, al fin, llegó a distinguir al Rey y le observó con detenimiento. Gudú solía entretener su espera entre largas charlas con Yahek y la caza por los bosques cercanos. También solía, a menudo, sentarse en un altozano que dominaba la estepa, y hacia ella dirigía sus ojos, con avidez y sed. Su corazón latía y su imaginación se espoleaba con los relatos de algún ex mercenario, que más o menos veladamente dejaban entrever pasados contactos —bien que muy moderados— con aquellas gentes y tierras. La idea de adentrarse en el grande y vasto mundo desconocido y dominarlo y desentrañarlo —cosa que no logró su padre— le enardecía. Él mismo, a veces, siguiendo las huellas de cuanto aprendiera del Hechicero, trazaba a su vez algunas cartas donde podían limitarse los contornos de las tierras lindantes, de los bosques y todo aquello que abarcaba su mirada. Y llegó un momento en que estos dibujos, si bien más escuetos y rotundos que los de su anciano Maestro, dábanle una idea bastante exacta de cuál era el lugar donde se hallaba y cómo era este lugar.

—Dicen —le explicaba a veces Yahek, junto a la hoguera que hacía brillar su piel cobriza— que tras el Gran Río, la estepa se detiene bruscamente y allí el mundo acaba. Y quienes llegan allí, se precipitan en el abismo insondable de la Eternidad. Por lo que, a juicio de muchos, las Hordas en sí mismas son espectros demoníacos de aquellos que murieron sin confesión, y allí cayeron para siempre… Por ejemplo, aquellos que cometieron incesto, o se mancharon con la sangre de su madre o de sus hijos… Por tal, ahora son sólo espectros huidizos como diablos, y como diablos aparecen y desaparecen.

—A fe mía —dijo Gudú— que jamás vi diablo alguno entre ellos que no chillara como criatura humana y carnal, si se le aplicó un tizón ardiendo.

—Pero… —añadió Yahek con gran recelo en la voz— recordad a la muchacha cautiva, aquella que quemasteis por bruja: ni un quejido se oyó de sus labios.

—Porque el humo la asfixió antes —respondió Gudú—. Y aún creo que me excedí en generosidad, ante su insolencia.

Pero tales razonamientos, si bien guardaba silencio respetuoso, a la vista estaba que no lograban convencer al viejo guerrero. Había tomado por mujer a la hija de Usurpino, y si bien ésta en un principio le arañó y le cubrió de insultos, llegó un momento en que pareció reverdecer toda ella en una rara juventud. Y si no aparecía bella a los ojos de Gudú, sí presentaba ante todos algunos matices de lozanía y plenitud, que suavizaron su expresión, hasta volverla no sólo apacible, sino incluso complaciente con Yahek. Hasta el punto que éste la liberó de sus cadenas, y ella le preparaba la comida y escogía para él bayas y frutos con que, de improviso, el nacimiento de la primavera y el deshielo habían inundado los bosques.

Este fenómeno no se limitó a la mujer de Yahek, sino que un raro aire pareció desentumecer y aliviar a todos los componentes del campamento. La primavera iniciaba su acostumbrado ciclo de amor a la vida, por ruda y primaria que fuese. Algunas cabras y ovejas parieron cabritos y corderillos. Y al mismo tiempo, alguna mujer alumbró un niño. De suerte que un eterno balido parecía recorrer el campamento, tanto humano como bovino. Y aunque el Rey parecía ajeno a este fenómeno, un día, adentrándose en el bosque tras un ciervo, fue objeto a su vez del conocido y antiquísimo embrujo.

A su entender, Ondina ya había observado lo suficiente de los seres humanos como para iniciar, por su cuenta, la primera experiencia. Estaba tan encaprichada con ello y tal era la curiosidad que sentía por conocer aquellas sensaciones, que sólo la magnitud de su estupidez podía compararse a la violencia de sus deseos. Fiel al pacto que había acordado con el Trasgo, decidió iniciarse con el Rey Gudú, ya que, en puridad, su sentido de la honorabilidad así lo aconsejaba —su abuela la había instruido muy minuciosamente en tales asuntos—. Al contemplarle de cerca y en carne y hueso, Gudú le pareció menos desagradable de lo que había supuesto en un principio. Era muy joven, lo que le predisponía favorablemente en relación a sus gustos. Tenía fiereza en la mirada y agilidad y fuerza en sus movimientos, así que juzgó no era bocado despreciable. Pues si sus preferencias se decantaban hacia los de facciones más delicadas, suave cabello y graciosos movimientos —sus cánones de belleza se aproximaban más a los que rigen la beldad del tritón que la del hombre—, algún escondido encanto tendría para ella, una vez tomada su figura humana.

Así pues, llegado el momento en que Gudú daba alcance a su presa y se disponía a lanzar la jabalina, Ondina escamoteó el animal entre los árboles y, emergiendo del agua la cabeza como le aconsejara el Trasgo, bebió un sorbito del elixir maravilloso. Este elixir la convirtió al punto en una muchacha de una insólita belleza, pues, dado que las ondinas y sirenas —y todo ser acuático en general, sean lacustres, fluviales o marítimas— tienen más semejanza con los humanos en cuanto al concepto de la belleza que cualquier otro de especie alguna, se dijo que, si bien con humana armadura y sólido contenido, no transparente y susceptible a placer y dolor, su nueva naturaleza era muy parecida a ella misma. Y no olvidando la recomendación del Trasgo, que la advirtiera de la imperfección del elixir, tapóse con cuidado las orejas con sus largos cabellos, que retenían el reflejo del manantial y el oscuro y verdeante de los bosques. Sus ojos se habían tornado más cálidos y verdes, como los altos helechos y como el joven liquen que cubría las piedras de la orilla. Y su carne, de por sí azulada y nacarada, se volvió ahora suavemente rosada y oro. Y como no disponía de ropa, tal y como estaba, por lo que había atisbado, juzgó no desagradaría al Rey. Sentóse, pues, a la orilla del manantial, y comenzando a trenzar su larguísima cabellera, cuando, con el estupor que tal visión podía causarle, no tardó en divisarla el joven y avispado Gudú.

Conocedor como era de estas cosas, pues sus experiencias en tal terreno habían aumentado de forma prodigiosa, atinó a decirse que, en situaciones como aquélla, la imprudencia y falta de cautela podían estropear resultados felices. Así pues, avanzó con sumo tiento y sigilo, ocultándose entre los helechos y altos juncos —sin suponer que, pese a ello, Ondina le veía por el rabillo de sus largos y relucientes ojos—. Sólo cuando estuvo casi a su lado —y sujetándola fuertemente por un pie, en previsión de que una fuga asustada le privase de cuanto se prometía—, dijo, con la más suave entonación que encontró:

—¿Qué haces aquí, hermosa muchacha? ¿Quién eres y de dónde vienes? No te he visto nunca y me extraña, porque estas regiones han sido minuciosamente exploradas y recorridas por mí.

—Oh, Señor —dijo Ondina, súbitamente conmovida por una sensación desconocida que la estremeció hasta los huesos. Pues el contacto de la mano de Gudú en su pie desnudo fue la primera experiencia que le cupo en suerte sobre los placeres humanos. Y a fe que nada ingrata le pareció.

—Soy una desvalida muchacha que, despojada de todo, va errando de aquí para allá, en busca de algo con que subsistir…

—Verdad que habéis sido despojada al máximo —dijo Gudú, con una leve sonrisa—. Y aunque lamentándolo por vos, no puedo menos de congratularme por lo que, por su causa, tengo ocasión de contemplar.

Asiéndola con la otra mano del otro pie, la atrajo hacia sí. Si bien con modales no en extremo refinados —pues la arrastró sobre la hierba y los helechos, aunque cuidando de que su cabeza saltara sobre las piedras y su espalda y fina piel no se arañaran en la hojarasca—, la recibió luego en sus brazos, y besó su boca. Fácil es suponer el resto de aquel encuentro. Pues a su vez Ondina experimentó la primera y nada baladí sensación humana en su carne. Y presa de una íntima y punzante alegría, juzgó que, si bien los humanos poseían curiosas costumbres y procedimientos, el amor del más hermoso y grácil tritón era una pura imbecilidad si con aquello se comparaba. Claro está que su recién adquirida carnadura humana contribuía con mucho a tal conclusión. Así fue como, no obstante, al contacto de la piel y la carne, conoció por vez primera la Alegría, cosa, hasta aquel momento, totalmente desconocida, tanto por ella como por los de su especie.

El Rey sintióse realmente satisfecho de aquel encuentro, y considerando que, al lado de aquella criatura, la más joven y agraciada muchacha del campamento semejaba un serón mal relleno, la instó a acompañarle al mismo, diciéndole:

—Muy hermosa me pareces, aunque algo inexperta en estos lances. Pero como estoy consumiéndome en una espera que se me antoja aburrida, antes de iniciar una empresa de mucho interés, creo que no será fatigoso para mí instruiros en algunos detalles que han de beneficiaros mucho a vos, tanto como a mí mismo. Por tanto, creo que os llevaré conmigo al campamento, y repetiremos estas cosas cuantas veces nos sea placentero y agradable a ambos.

—Así será, si lo deseáis, Señor —dijo Ondina, muy divertida—. Y nada debo oponer a ello, pues, como sabéis, nada ni nadie tengo en el mundo.

—Pues ambas cosas serán remediadas —dijo Gudú, alzándola hasta su caballo y llevándola a la grupa—. Si bien, para entrar en el campamento, bueno será que os cubráis con mi capa.

Dicho y hecho, así lo hizo. Y cuando llegó al campamento con tan insólita carga, huelga decir que las miradas quedaron prendadas de aquella adquisición, y que dejó sin habla a más de un bravucón.

El Rey ordenó entonces que confeccionaran y tejieran, con lana de oveja de las que se proveían e hilaban las mujeres, una túnica y unas medias para su hallazgo —como la llamó, pues desconocía su nombre—. Como todas sabían que una orden del Rey no debía ser aplazada más de lo conveniente y razonable —y aún mucho más rápidamente de lo razonable y conveniente—, lo cierto es que seis mujeres tejieron hasta el alba. Pero aquella noche, en la tienda del Rey, cuando Ondina recibió sus primeras y preciosas enseñanzas en el arte que tanto deseaba conocer, no precisó en verdad la túnica en cuestión. No obstante, cuando volvió a lucir el sol, Ondina pudo salir de la real tienda sin necesidad de cubrirse con el manto de Gudú. Y experimentó entonces una curiosa sensación de placentero deleite al vestir por primera vez aquella rara cosa que, a lo que veía, resultaba imprescindible para circular, por lo menos, entre las gentes de aquella zona.

Añadió bayas silvestres, helechos y alguna que otra fruslería al trenzado de su larga cabellera. Y así, a la tarde, puede asegurarse que el mismo Gudú quedó paralizado de asombro ante la belleza y esplendor de tan agreste como delicada criatura.

—¿Cuál es tu nombre? —le preguntó, al fin, aquella noche. Pero Ondina había olvidado consultar este detalle al Trasgo, y como su inteligencia no llegaba a tanto, se limitó a sonreír, con lo que al Rey se le antojó gran encanto y misterio, y en verdad no era otra cosa que profunda estupidez.

—Bien, en tal caso te llamaré Sonrisa —dijo. Y como la cuestión en sí no revestía excesiva importancia, Sonrisa la llamó aquel día y los restantes, hasta que se cumplió el décimo de su encuentro. Y entonces Sonrisa desapareció sin dejar rastro.

Mandó buscarla el Rey por los alrededores y él mismo batió el bosque en su busca: pues, comparadas con Ondina, las demás muchachas le producían profundo hastío sólo mirarlas. Sin embargo, bastante contrariado, hubo de resignarse a su pérdida. Y casi la había olvidado cuando Ondina, deseosa de repetir tan divertidas y curiosas experiencias, tomó un nuevo aspecto femenino: y esta vez optó porque sus cabellos fueran del color del cobre batido y tuvieran sus ojos la espesa y lenta dulzura de la miel, y su mismo tono dorado. Había aprendido algo más de las costumbres humanas, de forma que tejióse ella misma una túnica de musgo y plantas acuáticas, que tenía el tacto del más suave tejido. Y así, entró ella misma en la tienda del Rey aquella noche. Y éste quedó maravillado de su aparición y de su diligencia y buen ánimo por complacerle. Por lo que, pensó, no podía decirse que fuera un ser desafortunado.

Y como tampoco esta vez la mujer dijo su nombre, decidió, por cuenta y decisión propia, llamarla Dorada. Y nada hubieron de objetar a ello, ni la muchacha ni cualquier otro (como, por otra parte, era de esperar).

Así sucesivamente, Ondina fue tomando variados aspectos que, espoleada por la imaginación de cuanto veía y oía, le producían gran diversión y regocijo. Y como, en cierta ocasión, a punto estuvo de que el Rey descubriera sus orejas puntiagudas —cosa, al parecer, inevitable, contra la que no existía, ni existe, elixir alguno—, atinó a trenzar su cabello y cubrirlas con dos rodetes, tal y como viera hacer a alguna mujer del campamento. Y con espinos silvestres los sujetó, de forma que se sintió más cómoda y segura, al tiempo que, en verdad, bonita y aseada en extremo.

Pero Ondina era tan caprichosa como el propio Gudú, y si bien el joven Rey no le desagradaba en absoluto —incluso le tenía por hermoso y atractivo—, lo cierto es que sus ojos fueron posándose aquí y allá: y halló jóvenes de aspecto muy saludable y prometedor entre los soldados. Así que, de vez en vez, y a escondidas, a ellos se presentó también. Y, cuidando de no ser vista por el Rey en estas ocasiones —rápidamente habría despojado al beneficiario, de la presa y de la vida a un tiempo—, probó otras nuevas y divertidas aventuras con muy distintos muchachos. Y hasta con granados y curtidos soldados: que sus nuevos conocimientos le abrían caminos de gran contento, antes insospechados. Y se decía que, si aquello era lo que su abuela, la Dama del Lago, despreciaba, como peligrosos caminos de humana contaminación, bienvenida fuera la tal contaminación, que tan placenteras ocasiones daba para adquirir sensaciones infinitamente más sustanciosas que las ingrávidas caricias y helados besos —agua por medio— de los gráciles y ya a todas luces insoportables tritones. Tal como el Trasgo se había dicho en un tiempo, la contaminación —si es que llegaba— bien valía lo que daba a cambio. Pues en verdad, jamás Ondina se había divertido tanto, ni de tan variada y agradable manera. Los hombres —pensaba, al regresar al manantial, cumplido el trato de los diez días— no eran en modo alguno tan despreciables como durante cuatrocientos años su abuela habíase esforzado en hacerle comprender. «Pobre abuela —se dijo—. Más le valdría abandonar un poco tanta pureza, tanto poder y tanta sabiduría y probar de cuando en cuando un sorbito, aunque fuera, de las muchas y encantadoras delicias que puede ofrecer la humana y mortal naturaleza. Cuántas cosas ignora, la pobre, desde su inmenso saber».

Por todo ello no es extraño que, al poco tiempo, cundiera entre los soldados la idea de que era aquélla una región poblada de complacientes y hermosísimas muchachas: cosa que, cuando llegaron allí por primera vez, estaban todos —Rey incluido— muy lejos de sospechar.

2

Todavía no había llegado Predilecto —cuyo viaje se demoraba, dadas las muchas paradas que requerían la debilidad y vejez del Maestro—, cuando la Reina Ardid tuvo motivos para un nuevo y esta vez, más grave sobresalto.

Estaba en su cámara, rodeada de sus doncellas y acicalándose para la comida, cuando fue avisada urgentemente por Almíbar de que algo muy peligroso les amenazaba.

—Es el caso —dijo el Príncipe, consternado— que la Princesa Tontina ha decidido súbitamente que este Castillo es aburrido y monótono, que está cansada ya de jugar a la Boda con Gudú y que se dispone a marcharse, con todo su séquito. Para que no dudéis de lo que digo, podéis comprobarlo vos misma, pues con gran ajetreo y órdenes contradictorias (como es su costumbre) está haciendo el equipaje, ha mandado enganchar la carroza y sus mudos e impávidos soldados (eso sí, irreprochablemente y sin una mota de polvo en sus atuendos) ya se disponen a partir.

—¿Qué estáis diciendo? —se consternó Ardid.

El Trasgo, que permanecía sentado sobre la cómoda, opinó:

—Nada de esto es extraño, querida niña: en vano os he dicho que Gudú debía haber regresado ya, y si este matrimonio se hubiera llevado a cabo, poco podría hacer ella en otro sentido. Pero escasa autoridad demostráis hacia vuestro hijo, que, aunque Rey, hijo vuestro es al fin y al cabo: y según lo que he aprendido entre vosotros, este asunto parece ser de cierta importancia.

—¿Y qué puedo hacer yo, si mi hijo no acude? —dijo Ardid—. Tres emisarios le he enviado ya, y con escasa fortuna. Como no le lleve yo misma la Princesa al campamento, cosa que no juzgo delicada ni pertinente, no veo otra forma de que esa boda se lleve a cabo. Y si no se lleva a cabo, deberemos devolver los tesoros que trajo en dote, y emprender nuevamente la búsqueda de otra Princesa tan libre de toda sospecha de entronques viles, como ésta; y será difícil, pues harto trabajo nos dio al Maestro y a mí hallarla. Y como mi amado Maestro permanece retenido por Gudú, creedme si os digo que, yo sola, desconfío de hallar alguien tan conveniente y beneficioso como ella. ¿Por qué, Trasgo mío, no podía reunir la Princesa, además de belleza y linaje, un poco de cordura? Triste es reconocer que de lo último anda tan escasa como el más necio de los pájaros.

—No creo lo mismo —dijo el Trasgo—. No es en modo alguno estúpida. Lo que ocurre, querida niña, es que en estas tierras os regís por criterios muy dispares a los de las remotas Regiones de los que Nunca Pasan. Y de esta forma, poco entendimiento puede haber entre vosotros.

—Sea como fuere, la cosa es que estamos en un aprieto —dijo Ardid, prendiéndose presurosa en el cabello la última aguja—. Ea, vayamos y veamos qué puede hacerse.

Así diciendo, salió de la estancia. Y no tardó en convencerse de cuanto su querido amigo le decía. Las habitaciones de Tontina eran un puro hormigueo de pajes y muchachos que, portando cofres sin ton ni son, de aquí para allá, desbarataban más que ordenaban, con las prisas del viaje. Lo que no dejaba de ser una suerte.

Todos los muñecos aparecían alineados, vestidos con sus mejores galas, junto a las codornices, las palomas, las ardillas y los cachorros, que, al parecer, eran quienes mostraban mayor formalidad, orden y sensatez. Pero las muchachas discutían sobre los trajes que debían vestir, y la misma Princesa estaba sumida en la perplejidad, pues había perdido un zapato y no sabía dónde ni cuándo. Por esta causa, se afanaba buscándolo debajo de la cama. Y como llevaba en brazos un cachorro y sobre su espalda correteaba una codorniz y un par de ardillas tironeaban juguetonamente de aquellas trencitas tan curiosas que le enmarcaban suavemente el rostro, la Reina se dijo que ya no estaba para semejantes trotes. Se agachó a su vez y, asomando bajo el lecho principesco su rostro, sofocado por el esfuerzo, clamó:

—Os ruego, Princesa, que salgáis inmediatamente de ahí debajo y escuchéis lo que tengo que deciros.

A pesar del protocolario «os ruego», había un tono tan peculiar en su voz, que Tontina, mirándola como en ocasiones parecidas mirara a su Aya Basilisa, se aprestó a obedecer. Mientras sacudía migas y desprendía del vestido de Tontina algunos madroños dorados, díjole Ardid:

—Estoy en verdad desolada y os confieso que altamente irritada por el absurdo rumor que ha llegado a mis oídos: alguien que pretende malquistaros en mi afecto ha osado propagar el embuste de que pensáis partir, dejando plantado (como vulgarmente se dice) nada menos que al Rey.

—No es embuste —dijo Tontina con aplomo—. Es verdad, Señora.

—Pues no creo que estéis en vuestro sano juicio —dijo la Reina, revistiendo sus palabras de aquella severidad que tanto afectaba a Tontina—. Y así quiero que os conste.

—No hay para tanto —dijo Tontina, con candor—. Al fin y al cabo, en todas partes quieren que nos vayamos: mi augusto padre, el Rey, por ejemplo, se puso muy contento al recibir vuestra petición, porque, según dijo, estaba harto y medio loco de soportarnos. Por tanto, os aseguro, Señora, que vais a quedaros más contenta que ahora, cuando nos hayamos ido.

—Ésta es una opinión que se aparta del meollo de nuestro asunto —dijo Ardid, comprendiendo con todo su corazón al Rey Padre—. Pero habéis hecho una promesa, y como Princesa de sangre intachable, sabéis que vuestro honor os impide una desconsideración semejante. Y no lo dudéis: esta ofensa no será olvidada por el Rey, de cuya severidad tal vez habréis oído hablar.

—¿Qué Rey? —dijo Tontina, en verdad más atenta a las dos ardillas que a la conversación—. ¿Mi padre? Oh, no es severo. Más bien es algo blanducho.

Al oír esto, todo el séquito de la Princesa —animales incluidos, y esto lo podía apreciar bien la Reina Ardid, ducha en descifrar el lenguaje de las aves y de toda clase de habitantes de los bosques— pareció muy regocijado.

—No tengo el honor de conocer a vuestro padre, que estimo y respeto —prosiguió Ardid, con el mayor dominio de su voluntad, pues desde hacía mucho rato deseaba propinar un par de bofetones a Tontina—. Me refiero a mi hijo y futuro esposo vuestro, el Rey Gudú.

Tontina hizo un gesto parecido a aquel, tan vago y enigmático, de cuando preguntó qué clase de piedrecitas eran las que lucía Ardid en su broche. Luego, arrugó levemente la nariz, síntoma en ella de profundo fastidio, y añadió:

—Oh, si os referís a esa historia de la boda y todo eso, ¡bah, Señora, ya me cansé de jugar a casarme con el Rey Gudú! Ahora tenemos otros proyectos —y sonrió con una malicia que, realmente, era la máxima expresión de candor presenciada por Ardid. Esta sonrisa fue coreada con exclamaciones de entusiasmo por la insoportable chiquillería. Y Ardid tuvo que revestirse nuevamente de Basilisa para decir:

—No se trata de ningún juego. Es algo muy serio, muy grave y en verdad muy peligroso. Por tanto, no me obliguéis a propinaros un castigo que estoy lejos de desear.

La Princesa se encogió de hombros, con aire resignado. Parecía, de pronto, la imagen de la desolación.

—Creí que me había librado de estas cosas —murmuró—. Pero, como siempre, me han engañado.

—Vos sois, y lamento decíroslo, quien nos ha engañado: a mí, a este país y al Rey. Pues si una Princesa promete algo (así me lo inculcaron en mi infancia, y no lo he olvidado), debe cumplirlo hasta la muerte.

—¡Qué aburrimiento! —dijo Tontina, pensativa—. ¡Qué aburrimiento tan grande!

Y como estas palabras no las esperaba Ardid, las tomó por abandono. Así, sentándose frente a la Princesa y tomando sus manos entre las de ella, dijo más suavemente:

—Querida hija, reflexiona lo insensato de este viaje, que… Pero Tontina levantó la cabeza, sorprendida:

—¿Insensato el viaje? Oh, Señora, no sabéis de lo que estáis hablando. —Y volviéndose a sus acompañantes, añadió, con aire de gran divertimiento—: Dice la Reina que nuestro viaje es insensato. ¡Nada en el mundo es más divertido y cuerdo! Mucho más que jugar a bodas un día tras otro, con el Rey, si viene, o con quien sea. En verdad, Señora, tenéis ocurrencias muy graciosas.

—Pues espero ver la cara de vuestro padre cuando os vea regresar —dijo Ardid, tan desconcertada como ofendida—. No creo que le oigáis decir nada divertido cuando os vea, por «blanducho» que lo juzguéis.

—¿Volver con el Rey, mi padre? —se asombró candorosamente Tontina—. Señora, decís cosas muy ocurrentes. En modo alguno volveremos con él. Además, temo que ni siquiera nos abriría la puerta de su palacio. No, de ninguna manera. Nos vamos a muy distinto lugar, ¿verdad, Once? —dijo, volviendo la cara, iluminada de ilusión, hacia la ventana.

Allí descubrió Ardid, entonces, al primo de la Princesa, el extraño Príncipe Once, que, según comprobara Ardid, de tan peregrina forma protegía a la muchacha.

—¿Pues dónde, si puede saberse, pensáis dirigiros? —exclamó Ardid con tono de incrédula altanería.

Once balanceaba las piernas, según su costumbre, y con su mano libre —la otra permanecía siempre bajo el manto— mordisqueaba una manzana.

—Nos vamos «Por ahí» —dijo—. ¿No oísteis hablar de ese lugar? Es raro, todo el mundo una vez, al menos, desea irse «Por ahí».

El entusiasmo con que estas palabras fueron recibidas impidieron ya hacer audible la voz de la Reina. Por mucho que ésta buscase desesperadamente el tono de la fementida Basilisa, nadie le hizo caso, y menos que nadie, Tontina. Ni sus ruegos ni sus amenazas eran atendidas, de forma que, al cabo de un rato, creyó haber perdido la voz o estar hablando con espectros.

Abandonó la habitación y se retiró a reflexionar, de muy mal talante.

Cuando, al parecer, todo el equipaje de la Princesa estaba cargado en el carrito y ésta, arrojando besos sin ton ni son con la punta de los dedos, se disponía a subir a la carroza, la Reina tuvo una súbita inspiración: prescindiendo de todo protocolo y ceremonia, bajó corriendo la escalera y, antes de que el cochero azuzara a los caballos, lanzóse a la carroza, abrió la puerta y, jadeando, dijo:

—Princesa, mucho me temo que cometéis un error. De ninguna manera devolveré a vuestro padre los cofres de vuestra dote. Tened por seguro que conmigo los guardaré, y no dudéis de que la ira de mi hijo y mi propio despecho os hallarán en parte cualquiera donde esté ese «Por ahí».

—Podéis quedaros con ellos, Señora: vuestros son —dijo Tontina con encantadora sonrisa—. Yo sólo me llevo mi íntimo y precioso tesoro secreto.

En efecto, sobre sus rodillas descansaba aquel cofrecillo menudo, el único que no había podido abrir Ardid. Los ojos de la Reina relampaguearon de tal forma que la Princesa y todos los componentes de su séquito —exceptuando, por supuesto, a los impávidos y mudos soldados— quedaron con la boca abierta de pasmo.

—Oh, Señora, qué bonito —dijo al fin Tontina—. Volvedlo a hacer, os lo ruego. Por ir detrás de todos, mi primo Once no ha visto cómo podéis lanzar relámpagos con la mirada.

En vista de que la Reina parecía petrificada, Tontina añadió:

—Señora, bendecidnos y besad a mis muñecos, pues no os habéis despedido de ellos y están muy desconsolados.

Eligió dos de aquellos que, en profusión, cubrían los almohadones de su carroza. Los aproximó a las mejillas de la Reina, al tiempo que, ella misma, fingía un beso con un suave chasquido de sus sonrosados labios.

—Adiós, adiós, queridos todos —dijo Tontina, volviéndose a saludar con la mano a los estupefactos y lívidos soldados del Castillo—. Adiós, hermanitos, que seáis muy felices, os caséis y tengáis muchos hijos.

Dicho lo cual, la comitiva partió. Y el puente levadizo se abrió por sí solo y la Princesa Tontina, sus muñecos, cachorros, palomas, perdices y codornices, sus ardillas, sus impávidos soldados y su tranquilo primo, el Príncipe Once, salieron del Castillo de Olar en dirección a un lugar tan peregrino como era «Por ahí».

Sólo entonces los entumecidos resortes de la Reina revivieron. Con la mayor rapidez mandó enjaezar su propio caballo y, con una pequeña escolta de soldados —bastante deslucida, en verdad—, emprendió su persecución. Jamás hubiera imaginado que aquella extraña carroza, si bien no parecía perder la compostura en lo más mínimo, consiguiera alcanzar tamañas velocidades: así cruzó la ciudad, entre los vítores y la admiración del pueblo, a los que la Princesa, desde la ventanilla de su carruaje, correspondía enviando los acostumbrados besos con la punta de los dedos. Jadeando, Ardid vio cómo, al paso de la extraña carroza de Tontina, los centinelas se convertían en impávidas estatuas y las puertas se abrían sin necesidad de resortes.

Al verles traspasar la muralla Este de la ciudad, espoleó su caballo y, seguida con dificultad por su achacosa Guardia, alcanzó a ver cómo la comitiva llegaba al Lago —al parecer con mucha parsimonia, pues sus siluetas, en tonos resplandecientes, de forma muy hermosa, se reflejaban en el agua.

Estaba ya a punto de alcanzarles y ordenar su arresto —si bien con inquietud, a la vista de una Guardia mucho más joven y nutrida que la suya—, cuando algo llenó de esperanza auténtica y gozo inenarrable su atribulado ánimo. Si su cansada vista no la engañaba —y confiaba en que así fuera—, apareció frente a la comitiva de Tontina, como un deseo hecho realidad, y en dirección opuesta —de forma que cortábales la retirada—, un grupo mucho más reconfortante: eran soldados de Olar, y a su frente iba el Príncipe Predilecto seguido —tal y como su corazón le indicó, más que sus mismos ojos— por un asnillo a cuyos lomos cabalgaba, torpe y cansinamente, su queridísimo Maestro.

—¡Benditos seáis, por los siglos de los siglos! —murmuró Ardid. Y espoleando su montura, allí se dirigió, el peinado deshecho, las trenzas sueltas y al viento, tal como, hacía muchos años, el Trasgo y el Hechicero la vieran galopar por aquellas mismas colinas.

Sólo cuando todo aquello había pasado, mucho tiempo después, rememorando los hechos de aquella curiosa y extraordinaria tarde, Ardid sentía un estremecimiento de alivio y espanto a partes iguales. Y así, el escondido afecto que guardó siempre para el Príncipe Predilecto, reverdecía y se intensificaba en su corazón al evocar tan oportuna aparición y sus felices resultados.

Cuando rápidamente, informado de la situación por la Reina —y ayudado por sus propios ojos y la rapidez de su inteligencia—, Predilecto mandó rodear la carroza con sus guardias —que, si bien desenvainaron sus espadas, parecían tan impávidos y parsimoniosos como si de un juego se tratara—, el Príncipe Once se acercó a la carroza y, abriéndola, dijo con insólita alegría:

—¡Qué divertido, Tontina! ¡Nos persiguen!

Un grito de alegría surgió de allí dentro, y Tontina saltó al suelo. Perdiendo el otro zapato, como tenía por costumbre, y riendo a grandes carcajadas, echó a correr por la suave pendiente, seguida en alborozada carrera de todos los demás muchachos, aves y animalillos. El sol brillaba de tal forma sobre el Lago, que los ojos de Predilecto sufrieron una repentina y deslumbrante ceguera: sin ver a la Princesa, sólo tuvo noticia de ella por aquella precipitada huida. A galope, se dispuso a seguirla, pues sólo su manto, blanco y luciente como si estuviera cubierto de la más reverberante nieve, flotaba entre la verdura intensa de aquella primavera ya madura. Iba a alcanzarla cuando la Princesa tropezó y rodó por el suelo hacia el Lago. Pero entonces, el Príncipe Once espoleó su montura y, espada en alto, se interpuso entre ellos. Con gran sorpresa, Predilecto vio a un jovencito, casi un niño, que llevaba una corona de oro sobre los rubios cabellos, y cuyos ojos brillaban tan alegremente como si todo aquello formara parte de un lance muy divertido. Quedó, pues, sorprendido, a su vez la espada en alto.

En aquel momento un pequeño grito de auténtica desolación surgió de la garganta de Tontina: en su rodar, se había detenido a causa de unos arbustos, allí donde empezaba a florecer la rosa salvaje. Muy satisfecha, contemplaba a los dos príncipes, cuando, aquel cofre, íntimo y precioso tesoro secreto, se deslizó de su falda y rodó, a su vez, en dirección a las aguas del Lago. Ardid, que todo lo contemplaba anhelante, espoleó su caballo hacia aquel cofrecillo, presa de gran excitación. El cofre, dando tumbos contra las piedras, se abrió; un sinnúmero de objetos que, a la distancia que la separaba de ellos, no podía distinguir, relucieron al sol, desparramándose sobre la hierba. La Reina detuvo su montura. Descabalgó, y con el pecho agitado y las mejillas rojas —como en un tiempo lejano que ahora, súbitamente, renacía en ella y en torno a ella—, se precipitó sobre aquellos relucientes objetos que, unos, se perdían entre la hierba y, otros, se hundían en el Lago. Mucho tiempo después, a veces —con lágrimas en el fondo de sus ojos— lo recordó: aquella tarde la empujaba más una curiosidad remota, gozosa y exaltada, que auténtica codicia.

Sólo cuando se agachó, y uno a uno, entre las tímidas flores silvestres, bajo las zarzas y las ortigas, recogió aquello que componía el íntimo y precioso tesoro secreto de Tontina, un suave abandono la hizo sentarse sobre la hierba. Y, con una decepción que, curiosamente, la llenaba de melancolía, alineó en su falda piedrecitas de río, cuentas de vidrio de tonos irisados, un diente infantil… Levantó los ojos y vio a Tontina como jamás la viera, ni jamás pudo suponerla: sentada, a su vez, bajo el arbusto, tapada la cara con las manos, sollozaba inconsolablemente.

Lentamente, Ardid se levantó y se acercó a la Princesa. La rodeó con sus brazos, la meció suavemente en ellos, le secó las lágrimas con su propio pañuelo y, mientras ordenaba sus revueltos cabellos y enjugaba sus lágrimas, la besó en las mejillas como no había hecho nunca, quizás —o tal vez sí lo hizo, en un tiempo perdido—. Y así, la iba consolando y llevándola con ella, mientras decía:

—No llores, hijita; volvamos a casa —dijo casa y no Olar por primera vez en su vida—, y te prometo que, si eres buena, recuperaremos el tesoro. Te aseguro que te daré muchas más cosas tan preciosas como éstas, y las podrás guardar ahí. Te juro, por mi honor, que nadie te las arrebatará.

—¿Decís verdad, madre? —dijo Tontina, al parecer, consolada entre sus lágrimas. Y pensó Ardid que de nuevo la llamaba madre, en vez de Señora.

—Yo cumplo lo que prometo —dijo Ardid—. Tendréis prueba de ello.

Y mientras los muchachos recogían y guardaban, entre lloros y risas mezclados, lo que quedaba de aquel íntimo, precioso y ya no secreto tesoro, todos habían olvidado el viaje. Y mansamente regresaron al Castillo.

Sólo Predilecto, estupefacto y temeroso, se retrasó. No había contemplado el rostro de Tontina, pero sí oído su voz, lejana y rara: una voz que no era de muchacha, ni de muchacho, ni de niña ni de niño. Una voz honda y leve, estremecedora y ligera como la brisa que, súbitamente, agitaba la superficie de las aguas. Y antes de que el sol desapareciera en el Lago, algo brilló sobre la hierba. Predilecto se detuvo y, desmontando, se agachó para recogerlo. Aquél era el último vestigio del tesoro de Tontina. Al tenerlo en la palma de su mano, el corazón de Predilecto se estremeció, y un viento fino y oscuro se detuvo en él. Pues aquélla era la mitad exacta de la piedra azul, horadada en el centro, que cierto día le regalara —como también preciado tesoro— la Reina Ardid. Y conmocionado, se aprestó a devolverla al cofre secreto.

3

Aquella noche, apenas llegaron al Castillo, todos los muchachos —y la Princesa— subieron a acostarse rápidamente. Estaban visiblemente cansados y casi se dormían por el camino.

Entonces, la Reina abrazó con lágrimas de felicidad a su viejo Maestro. Y, contemplándole, una espina pareció clavarse en su corazón: de pronto le veía tan atropellado y enjuto, tan verdaderamente viejo, que su corazón se llenó de pena. «Viéndole todos los días —se dijo—, no me doy cuenta de lo anciano que es… Yo ¿también estoy envejeciendo, sin darme cuenta? …». La Reina le hizo servir la comida y bebida en su propio aposento, y llamando al Trasgo, se entregaron los tres a la dulzura del reencuentro, y a colmarse de expresiones afectuosas.

—Ay, querida niña —dijo el Hechicero, algo más repuesto—. Si en algo me estimáis aún, rogad al Rey que no vuelva a llevarme a la guerra: no lo resistiría.

Entonces dijo el Trasgo:

—Si es así, querido Maestro, creo que podré ayudaros: jamás pude suponer que el Rey precisara de vuestros dibujitos. En adelante, podréis proporcionárselos sin que requiera de vuestra compañía. Desde aquí mismo se los haréis llegar.

—¿Y cómo? —dijo el anciano, conteniendo su llanto—. Semejante descubrimiento no se me puede achacar, y muy difícil lo juzgo, aun contando con que me reste vida para llegar a disfrutarlo.

—No os aflijáis —dijo el Trasgo—. Como la tierra que cubre nuestras excavaciones es transparente techo sobre nuestras cabezas de trasgos, conozco el contorno y configuración de los terrenos mejor aún que si los contemplara desde el aire. Así, desde ahora grabaré en mi espalda tales contornos, como sabéis puedo hacer. Y vos, por vuestra parte, los trasladaréis a pergaminos. De suerte que, una vez acabados, podamos enviárselos.

—¿Pero cómo? —dijo Ardid, sospechando que el Trasgo, si no por vejez, al menos por contaminación, empezaba a dar muestras de su decadencia—. No veo la manera de que lleguen a su poder, con la rapidez oportuna, si se halla lejos de nuestro Castillo.

—¿No os dije alguna vez —el Trasgo parecía fatigado por la incomprensible falta de visión de la Reina— que, aunque los tengo por vanidosos y de inconsciencia suprema, conservo cierta amistad con los silfos? Me deben favores sin cuento, ya que su vanidad e inconsistencia les ponen a menudo en trances apurados: máxime si se considera que el poder de estas criaturas es el mínimo concedido a nuestra especie. Así que, no dudo, cabalgarán raudamente en el viento, a lomos de la brisa y de cuantas corrientes aéreas dispongan —y son muchas—, para transportar y depositar, con la necesaria prontitud, en la tienda del Rey tales dibujos.

—Ah, Trasgo querido —dijo el Hechicero, abrazándolo—. Sois un amigo de excepción.

Y esperanzado con la ilusión de poder terminar su vida en su cómoda —al menos para él— mazmorra de las Adivinaciones, el Hechicero y sus amigos se retiraron a sus lechos hasta el nuevo día.

Como tenía por costumbre, apenas éste alumbró, Ardid se levantó. Dispuesta a no dejar ni un solo cabo suelto, y conociendo, como creía ya iba conociendo, las reacciones de la Princesa, llamó a su presencia al Príncipe Predilecto.

—Príncipe querido —le dijo, con la solemnidad y dulzura tan cara a ella, recobrada tras los últimos desconcertantes sucesos—, no se os ocultan las graves dificultades que he tenido que arrostrar durante la ausencia de mi hijo, y la dificultad que supone tratar con una Princesa auténticamente real, sin entronques sospechosos… Es por ello que estoy inquieta por la tardanza de mi hijo, y espero tener noticias de su regreso cuanto antes. Pues, si la boda no se realiza en muy breves días, temo surja otra nueva complicación, a todas luces imprevisible, dado el carácter de la futura Reina, que Dios guarde.

Muy azorado, Predilecto dio a conocer a la Reina los planes —a su juicio temerarios y de todo punto desaconsejables— que se proponía llevar a cabo el Rey Gudú. Y más azorado aún, explicó a la Reina la encomienda que el Rey mismo le hiciera: casar a la Princesa rápidamente, aunque representando él, en su nombre, el papel del novio. Así —según Gudú—, podía llevar a cabo sus proyectos, sin prisas embarazosas; y la Princesa, en cambio, quedaba legalmente sujeta al Reino y a su misma persona.

La Reina escuchó con mucha atención estas cosas. Y cuando habló al fin, comprobó Predilecto, con sorpresa, que aquellas cosas no le parecían tan descabelladas. Muy al revés, pareció aceptarlas como buenas —o al menos, dadas las circunstancias, como las mejores—. Y dijo:

—Entonces, lo más urgente es que la boda se celebre en seguida. Y en cuanto a la idea de penetrar en las estepas, difícil será disuadirle de ello. Parece constituir la obsesión familiar de la dinastía que con tanto esfuerzo estamos labrando. Haga, pues, Gudú lo que le parezca, ya que por el momento no ha dado muestras de llevar las cosas a la ligera, y sus razones tendrá para haber decidido la cuestión de su boda en esos términos.

Con lo que el asombrado Predilecto llegó a la íntima conclusión de que más le importaba a Ardid retener en Olar a la Princesa que abrazar de nuevo al hijo cuyas ideas, sin duda, gozaban de toda su confianza.

—¿Habéis visto ya a la Princesa? —dijo entonces la Reina, más familiar y abandonando el protocolo. Su tono, ahora, se revestía de intimidad y deseos de compartir impresiones.

—No, Señora —dijo Predilecto—. Apenas pude verla de espaldas, cuando corría hacia el Lago…

—Pues os confieso, querido Predilecto —dijo Ardid; y esta vez el tono confidencial alcanzó un puntito de cotilleo, si bien discreto y moderado—, que albergo una ligera duda: tal vez mi hijo no se equivocó cuando, al oír su nombre, torció el gesto; y tal vez me equivocaba yo, cuando le dije que en su tierra esa palabra no significaba lo mismo que en la nuestra.

Y pasando rápidamente a otra cuestión, añadió, con dulce y dubitativa entonación:

—La verdad es, hijo mío, que desde que llegaron a Olar, algo extraño ocurre en el Castillo. No sabría explicártelo: es como si un aire musical, o una brisa o, mejor dicho, una melodía de todo punto excéntrica nos rodeara, empujara las cortinas, los tapices, las puertas, las ropas… Algo como una escondida canción, audible e inaudible a un tiempo.

Y comprobando la mirada de asombro que se traslucía en los ojos del Príncipe Predilecto, recompuso su gesto y añadió:

—Claro está que eso pueden ser fantasías de una mujer que ya ha dejado lejos la juventud, abrumada por la soledad y las preocupaciones. Con deciros que ni uno solo de los bailes ni recepciones, ni acto alguno de los preparados para la estancia de la Princesa entre nosotros, ha sido posible llevarse a cabo… Esa criatura es mansa y escurridiza a un tiempo, dulce e insolente, mal educada y exquisita hasta lo incomprensible: pero no según su capricho o humor (cosas que, por humanas, si no agradables, al menos pueden entenderse), sino que todas esas cosas a la vez, parecen amasadas en el mismo pan, cocidas en el mismo horno… Vaya —resumió, tal vez más para sí misma que para su oyente—: la Princesa Tontina es de una candidez y sabiduría tales que, en conjunto, os aseguro producen el más extraño efecto.

Luego, con volubilidad rara en ella, pasó a otra cosa.

—¿Sabéis una cosa, Predilecto? Desde hace algún tiempo, vengo apercibiéndome de lo destartalado y poco acogedor que es este Castillo. Más aún, estimo que no sólo el Castillo, sino todos sus habitantes no ofrecemos el aspecto de suntuosidad y aseo que sería deseable. Vos mismo, querido, ¿desde cuándo no os habéis quitado ese jubón de cuero, tan mugriento?

El rostro de Predilecto se cubrió de un ligero rubor, y se aprestó a decir:

—Señora, no se trata de un jubón, sino de una coraza. Pero es verdad que, entre unas y otras cosas, perdí la cuenta del tiempo que la llevo puesta.

—Pues eso —dijo la Reina, al tiempo que, sin ceremonia alguna, le tomaba por los hombros y le hacía girar, examinándolo de arriba abajo— debe solucionarse rápidamente. No sois, en modo alguno, feo, y un poquito de aseo y cuidado no os vendría mal. También sería oportuno —añadió, con aire de concentrada reflexión— que os perfumarais algo: despedís un olor nada agradable a leña quemada, monte y sangre, que se hace notar cuando estáis cerca.

—Oh, Señora —dijo el Príncipe, no sabía si más asombrado que avergonzado—. Nunca me dijisteis nada al respecto. Y no olvidéis: vengo ahora mismo de un lugar donde estas cosas no tienen la misma importancia que en la Corte…

—Bueno —dijo Ardid—. Daos un buen baño y pediré a Almíbar que os proporcione ropas más adecuadas. Yo misma —añadió con fingida modestia— no ofrezco el aspecto que me corresponde. Por tanto, hora es ya de que me procure algunos detalles de mayor refinamiento, gusto y cierta riqueza. Sé que mi país ha pasado malos momentos, y la austeridad era la joya más preciada que lucía en mi persona, pero la verdad —su voz tomó nuevamente un cálido y ronroneante matiz de confidencia—: en este momento nuestro tesoro se ha enriquecido. Y no sólo por las riquezas que ha conseguido el Rey Gudú en el País de los Desfiladeros, sino por el incalculable valor de las joyas que Tontina aportó como dote. Así pues, creo llegado el momento de que esta Corte se inicie en el esplendor a que, sin duda, está destinada.

—Se hará como decís, Señora —dijo Predilecto. Aunque, en verdad, venían a su mente los horrores de la reciente campaña y la miseria de los Desdichados. Y aquella amargura que invadía su espíritu de un tiempo a esta parte, crecía por momentos. Por tanto, osó decir:

—Señora, si me lo permitís, juzgo que un detalle no sería desdeñable en Reina y Señora de tan indudable buen sentido: y esto es que, al tiempo que una presencia hermosa y suntuosa, no sientan mal a una Reina, como sois vos, los gestos de generosidad y magnanimidad para quienes nada poseen y tanto necesitan.

—Habláis como el caballero que sois —respondió solemnemente Ardid, mientras le acariciaba levemente la mejilla con la punta de sus dedos—. Y tened por seguro que no lo olvidaré.

—¿Es cierto, Señora? —murmuró Predilecto, esperanzado.

—Tan cierto como que soy la Reina Ardid —contestó ella. Pero, en el supuesto de que tales proyectos se hubieran formulado seriamente en su ánimo, lo cierto es que aún no desaparecido el Príncipe de su presencia, ya los había olvidado.

Almíbar halló en el fondo de sus cofres un traje de suave paño color verde musgo, un cinto con incrustaciones de plata, y alguna otra fruslería; todo ello le venía ya muy estrecho, pues lejano quedaba el tiempo en que su torso y su talle lucían tan apuestos como flexibles. Con algún ligero retoque de los Maestros Sastres que se trajo de la Isla de Leonia, y dirigidos por él mismo, el azorado e incómodo Predilecto ofreció —tras el concienzudo baño y las nuevas prendas— un aspecto verdaderamente radiante.

Cuando Ardid le tuvo de nuevo en su presencia, quedó maravillada.

—Sois hermoso como pocos —dijo, satisfecha, esta vez dando ella vueltas a su alrededor, en vez de obligarle a él a darlas—. Y creo sinceramente que, si debéis representar al Rey en ceremonia tan importante como es su boda, no haréis un papel que pueda humillarle… allí donde esté.

Con vaga amargura, Predilecto condujo su imaginación hacia los lugares donde, en aquel momento, el Rey Gudú debía oler tan mal y ofrecer un aspecto tan lamentable y mugriento como ofrecía él mismo días antes. Pero, para no empañar el amoroso y maternal recuerdo de la Reina, prefirió guardarse de todo comentario.

—Ahora —seguía diciendo Ardid, cuyos ojos brillaban con aquella luz especial que los hacía inolvidables—, ha llegado el momento de que conozcáis a la Princesa, vuestra futura Reina, y que, con el tacto y los caballerosos modales que siempre os distinguieron, le hagáis saber la decisión del Rey.

Entonces comprendió Predilecto la última verdad de aquellas cosas, y el porqué Ardid había guardado para el final comunicarle tan importante como desagradable encomienda. Tanto azaro y angustia le invadieron ante la perspectiva de tener que decir a la Princesa cuanto se esperaba de ella y de él en tan señalada ocasión, que, venciendo su natural prudencia, dijo:

—Señora, ¿no creéis que vuestro tacto femenino podrá llevar a cabo con mejores resultados que yo una comunicación como ésa?…

—Oh no —contestó ella, con semblante que no dejaba lugar a dudas sobre la decisión tomada—. Vos sois el Protector, Guardián y Más Leal Hermano del Rey. A vos, pues, corresponde tal honor, y no seré yo tan egoísta que, por precipitación y amor maternales, os prive de él.

Predilecto calló; sabía por experiencia que, tratándose de Ardid, ninguna otra cosa cabía oponer. La Reina dijo entonces, bajando la voz, en tono ligeramente confidencial:

—Antes de la presentación oficial, desearía que observases a hurtadillas a nuestra preciosa criatura. Así, tal vez, observándola (aunque, por supuesto, ocultamente), os sea más fácil hallar las palabras con que deberéis ponerla en conocimiento de la voluntad de mi hijo.

—Será como decís, Señora. Entiendo que la bondad que experimentáis hacia mí os guía, para insinuarme tal cosa… Pero os confieso que jamás espié a nadie tras puerta ni tapiz alguno, y que ello, aun conociendo la nobleza de tal propósito, me repugna.

Pero la Reina ya le había tomado de la mano, y no le oía. Entre las raras y nada estúpidas cualidades que ornaban a aquella criatura, se contaba la de no oír lo que no deseaba oír y, por contra, escuchar —aunque a ella no fuera dirigido— lo que mucho le interesaba.

Le guió, pues, con gran sigilo, hacia una puertecilla que, disimulada —si bien conocida por casi todos los componentes de aquel destartalado Castillo—, conducía a un corredor convencionalmente secreto. Este corredor, por un lado, llevaba directamente al trono y, por otro, a las dependencias destinadas a la Princesa —no habían sido elegidas al buen tuntún por Ardid, como era de suponer.

De esta forma, avanzaron en sigilo y alcanzaron un punto en que, ocultos tras un grueso tapiz, la Reina miró significativamente a Predilecto. Tras ponerle un dedo sobre los labios, tomó con delicadeza la cabeza del muchacho entre sus manos y la aproximó a cierto agujero que horadaba sus pliegues.

—Ved y oíd atentamente —deslizó en voz muy baja al oído del muchacho—. Y luego, venid a contármelo todo.

Y con gesto de gran dignidad, que a las claras demostraba que una Reina no puede permitirse tales acciones —aunque sí ordenarlas—, regresó por donde había venido, dejando estupefacto, molesto, avergonzado y muy atropellada la honestidad del pobre Príncipe Predilecto.

En un principio, Predilecto nada veía. Su ojo permanecía pegado a aquel agujerillo del tapiz, pero tan grande era la vergüenza que sentía, y tal era su confusión y la amargura de sus encontrados sentimientos, que aunque allí estaba su ojo, ni su pensamiento ni su mirada percibían otra cosa que el brillo dorado de la luz. Y sólo al cabo de un rato, cuando su corazón dejó de latir desacompasadamente, distinguió vagamente algunas cabezas de muchachos y, luego, el murmullo de sus voces y sus breves y agudas risas. Así estaba cuando, súbitamente, acertó a interponerse entre él y la luz una cabeza de muchacha; pero estaba de espaldas a él, de forma que sólo podía contemplar su nuca: y ésta era de un rubio tan claro, sedoso y brillante, que despertó en él un viejo recuerdo de la infancia. «Yo he visto unos cabellos como ésos… —se dijo, lentamente, a través del brumoso camino de su memoria—. En alguna parte, en algún tiempo». Y, entonces, oyó nuevamente la voz de Tontina: voz que, como el día en que ella perdió el cofre del íntimo y valioso tesoro, le llenó de desazón y congoja.

Poco a poco fue comprendiendo de qué se trataba aquello a que estaban jugando: y era aquél un viejo pasatiempo al que, en su niñez, cuando vivía en el Sur, solía jugar con los hijos de los viñadores. «¿Cómo se llamaba aquel juego?», pensó. Pero, por más que lo intentaba, no lograba recordar el nombre y esto, al parecer tan fútil, le desazonaba por momentos, hasta el punto de que le daban ganas de apartar el tapiz, entrar en la estancia y averiguarlo. Sólo la prudencia —aquella prudencia y tino que tan buenos servicios prestaran a Gudú y a la Reina, ya que no a sí mismo— le detenía. Y oyéndoles jugar, se decía que muy poco era lo que veía y oía, para proporcionarle una idea exacta de las palabras con que debería dirigirse a la Princesa, y enterarla de los deseos de Gudú. En estas cavilaciones se hallaba, cuando una voz fresca de muchacho sonó en sus oídos, y aunque la voz no era áspera, creyó sentirlos atravesados por un dardo. Aquella voz —en la que reconoció al raro acompañante de Tontina, que llevaba corona de oro y cuya espada le cegara junto al Lago— dijo:

—Ah, Tontina, el Príncipe Predilecto quiere jugar con nosotros: y es una suerte porque, desde que llegamos aquí, siempre falta uno para nuestros juegos.

—¿Dónde está? —oyó decir a la Princesa.

Lleno de horror ante aquellas palabras, Predilecto cerró los ojos. Sentía que el sudor bañaba su frente como no lo había sentido nunca antes, ni siquiera en vísperas de la batalla contra Usurpino.

—No vale si lo digo —oyó decir al muchacho—. Está jugando: hemos de encontrarlo nosotros…

En su angustia, Predilecto percibió gran confusión de risas, voces y carreras. Y tal terror y angustia le embargaban, que no acertaba ni tan sólo a mover, no ya un pie, sino un solo dedo de su mano. Así fue como, súbitamente, alguien descorrió el tapiz y, entre empujones y algazara, cayó sobre él, de forma que su cabeza vino a golpear su pecho con tan mala fortuna, que la aguda piedrecilla horadada que cierto día le diera Ardid, y que él tan celosamente guardaba bajo el jubón, sobre la misma piel, se clavó en su carne, con agudísimo dolor. Abrió entonces los ojos y al resplandor de la luz que iluminaba la habitación, y del gran fuego que ardía en la chimenea, pudo ver a una muchacha, de apenas diez u once años, que se estrechaba contra él. Así mismo, vio que sus brazos y los de ella estaban entrelazados. La cabeza de la muchacha se alzaba, sonriente y curiosa, ligeramente sofocada por la carrera, y reconoció en sus facciones y en su transparente mirada la que había contemplado como el retrato de Tontina. La Princesa, empujada por los demás muchachos, se estrechó aún más contra él, de forma que la piedra se hundió un poco más en su carne: y era tal el dolor que sintió, que no pudo reprimir un leve gemido.

—¿Qué os ocurre? —dijo Tontina, súbitamente seria. Y, de improviso, su rostro quedó totalmente inmerso en aquella seriedad tan profunda y misteriosa que, en su día, estremeció a la Corte y a la misma Reina.

—No es nada —dijo débilmente Predilecto, en tanto deshacía su involuntario abrazo con una brusquedad que a él mismo le sorprendió—. Perdonadme, os lo ruego…

—¿Perdonaron? ¿Por qué? —dijo la Princesa, recobrando su expresión alegre.

—En verdad, no debía estar aquí —dijo él—. Pero lo cierto es que me había extraviado, y…

Pero notaba la mentira en su lengua, con tan acre sabor que se detuvo. Entonces oyó decir al extraño muchacho:

—¿No queríais jugar? Así me lo parecía. Es una lástima, pues nos faltaba uno, y veníais tan oportuno…

Todos los muchachos mostraron su desencanto; hasta que Tontina dijo:

—Si no quiere, no podemos obligarle.

Pero le había tomado de la mano y le arrastraba tras sí, de forma que, antes de darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, Predilecto se halló en el centro del grupo y sentado junto a la Princesa.

—Estáis pálido —dijo ella. Y sacando un pañuelo del puño de su vestido lo acercó a su frente, con ánimo de enjugarle unas gotas de sudor. Pero él la rechazó, aún más bruscamente.

Tan asombrada quedó Tontina y tal expresión de pena leyó en sus ojos, que no pudo menos de decir:

—No quise ofenderos, Señora. Perdonadme.

—A los guerreros no se les hace esas cosas —dijo con aire de falsa sabiduría uno de los pajes más menudos—. No les gustan la compasión ni los cuidados: para eso son guerreros.

—¿Sois un guerrero? —dijo Tontina muy interesada, volviendo a guardar el pañuelo.

—Soy el Príncipe Predilecto —dijo él, esforzándose en dar un tono natural a su alterada voz—. El Protector y Guardián del Rey, nuestro Señor.

—Entonces, eres su hermano —dijo Tontina, con sencillez. Y añadió—: Creo que os estamos molestando. Pero tenía mucho deseo de conoceros después de lo que nos ha contado sobre vos mi primo, el Príncipe Once —y señaló al extraño muchacho que, en tanto, se había sentado sobre la mesa y balanceaba las piernas.

—¿Vos? —dijo Predilecto—. ¿Me conocéis acaso?

—Sí —dijo él, con la calma y suavidad que le caracterizaban—. A veces, el Tiempo, cuando teje del revés, me cuenta historias de gente que aún no ha llegado. Y otras, cuando teje al derecho, de gente que nunca llegará.

Aquel galimatías aumentó la confusión de Predilecto: pero al parecer, tal explicación era de una claridad indiscutible para aquel curioso grupo.

Sólo Tontina, que le miraba muy fijamente, explicó —o así se lo pareció:

—Tal vez no sepáis esto, Predilecto: Once es el menor de los Once Príncipes Cisnes que una malvada Reina encantó. Su hermana, la Princesa Leonor, empezó a tejer para ellos once túnicas de ortigas para devolverles su naturaleza humana, pero el Tiempo le jugó a Once una mala pasada, ya que Leonor no pudo, por falta de tiempo, terminar la manga de su túnica, y anda durante el día con un ala en lugar de brazo. Desde entonces, el Tiempo lo tomó bajo su tutela. Por eso puede montar en su corcel que galopa al derecho y al revés; al Norte y al Sur, al Este y al Oeste; y al revés nuevamente.

—La verdad, Señora —dijo Predilecto, tratando de hallar una luz sobre tanta oscuridad—, que no entiendo nada de lo que decís.

La Princesa hizo un gesto de extrañeza. Pero los demás muchachos y muchachas, y el mismo Príncipe Once, habían hallado alguna cosa que atrajo su interés con más fuerza, y, alejándose hacia un lugar más apartado, discutían y examinaban algo. Sólo Tontina permanecía a su lado. Al fin, le dijo:

—En verdad, Predilecto, que sois muy extraño.

Lo que de ninguna manera podía explicar Tontina a Predilecto —puesto que ni ella lo sabía— era que de aquel mismo Tiempo, pero Tiempo Futuro, la habían regresado a ella hasta el Reino de Olar. Y que la historia de los Once Príncipes Cisnes aún no había sucedido: ni siquiera había nacido el hombre que la recogería y escribiría muchos años después. Así que, al parecer, todo entendimiento entre ellos era imposible.

Pero ocurrió entonces que Predilecto miró con más detenimiento a la Princesa, y sus ojos se enlazaron como si algún invisible hilo los envolviera. Y así, sin poder apartarlos de los de la muchacha, murmuró, como en sueños:

—Lo cierto es, Princesa, que aunque no parezca posible, tengo la seguridad de haberos conocido mucho antes de ahora.

—Sí —dijo ella—, yo también tengo esa sensación: nos hemos conocido mucho. —Entrecerró los ojos como tratando de recordar, y al fin, con radiante expresión que acabó de sumirle en la más espesa de las brumas, añadió—: ¡Oh, ahora atino! No nos hemos conocido: es que tenemos que conocernos mucho, que no es lo mismo. Por eso, también yo guardaba en mi memoria vuestra persona y vuestra voz.

Entonces, sacó de su manga algo, como una joya secreta:

—Ésta es la piedra gemela de tu piedra —dijo. Y parecía hablar más para sí misma que para el Príncipe. Pero él también sentía un raro y desconocido ahogo, como el aleteo de un miedo. El mal que ese miedo le anunciaba, era a la vez deseado y aborrecido. Y desprendiéndose de la suya propia, que se le había clavado en la carne poco antes, con mucha suavidad la limpió de sangre, en tanto le decía:

—No es la piedra gemela, Señora, es una sola piedra partida en dos.

Y asombrándose de sus propias palabras, cada uno tomó su mitad y, uniéndolas, vieron que coincidían exactamente.

—Es muy hermoso —dijo ella, entonces, con una rara e insólita gravedad en la voz.

—¿Qué es hermoso? —preguntó Predilecto, suavemente.

—El mundo —dijo ella—. El mundo es hermoso.

Y guardó la piedrecita envuelta en su pañuelo: y ambas cosas, con gran cuidado, las ocultó en su muñeca.

Aquellas palabras inquietaron a Predilecto. Pues, se dijo, sólo una niña podía hablar así: ya que él, en todos los años de vida recorridos, había comprobado, paso a paso, que el mundo era cada día transcurrido menos hermoso. Nada dijo, porque le pareció que, si lo hacía, algo muy precioso se rompería allí mismo, entre los dos, y en los dos, para siempre.

En aquel momento, regresaron en tropel todos los muchachos y, sentándose en corro, le aturdieron con su conversación, con su lenguaje y, sobre todo, con su rumor. Pues aquel rumor que, como halo o brisa les envolvía, poco a poco fue distinguiéndose como aquel extraño viento, coro o música luminosa de que le hablara Ardid. La cortina que cubría la ventana se agitó, y por entre sus pliegues entró el aire cálido de la noche y el perfume intenso de las enredaderas que trepaban muros arriba, hacia las habitaciones de Tontina. No sólo vio sino que oyó el resplandor, puesto que era como una música en el balanceo de las cortinas y en el flotante vaivén de los cabellos de aquellas criaturas, y creyó recuperar algo: algo que había sido suyo, y ya no tenía.

Era ya de noche, con inquietud lo comprobaba, pero ese algo le retenía con fuerza en aquella habitación y no podía en modo alguno abandonarla. Nada decía a Tontina de lo que hubiera debido decirle y, por contra, asistía y se mezclaba en peregrinas explicaciones que asombrosa y suavemente iban poco a poco esclareciéndose en su entendimiento. Si no las comprendía totalmente, tampoco se sentía ajeno a su significado. Y aunque era de noche —y bien lo sabía—, un rumor dorado resplandecía en los bordes de la ventana, y el trozo de cielo que encuadraba parecía hecho de penumbra submarina y luz rosada.

Y así, mirando hacia aquel resplandor, que a su vez era una vieja y extraña y muy recóndita melodía hecha lo mismo de voces y sonidos, como de historias que ya había olvidado, y otras que en adelante conocería, comprendió que el Tiempo, protector de Once, había salvado de él mismo a aquel niño cisne para siempre: le había detenido entre sus dedos y, a lomos de su corcel, galopaba sobre el mundo sin fin y sin freno, y así persistiría, niño en el tiempo, mientras el Tiempo exista. Y por eso Once debía llevar su ala-brazo —que no era brazo, sino ala de cisne, como todos sabían, y él también lo sabía ahora— eternamente oculto por su manto. Así estaban las cosas, y así eran las enrevesadas y a un tiempo transparentes cosas que ellos le comunicaban, de forma que una fuerza muy sutil y poderosa le retenía allí. Sí, sí, hubo un tiempo, allá en el Sur, en que la luz y los colores y aquel intenso y delicado perfume le pertenecían… ¿Quién se lo había arrebatado? ¿Quién se había apoderado de su infancia y la había arrojado lejos, como un despojo?… ¿Qué se había hecho de aquel niño que andaba entre viñedos y miraba el mar… Uno que no murió, ni fue enterrado, y, sin embargo, no estaba aquí?…

Al fin, Tontina le llevó de la mano a la ventana y le mostró, en el erial y resto abrasado del que fue jardín de Ardid, el alto, resplandeciente, extraordinario Árbol de los Juegos: aquel cuyas hojas, todas y cada una de ellas, explicaban minuciosamente los juegos y las aventuras, las rosas perdidas y las no nacidas, el color de la maldad y la risa de la tontería adulta. En fin, la Historia de Todos los Niños.

—Y ahora que tenéis asegurado un sueño divertido —dijo Tontina, notando que sus ojos se llenaban de arena dorada (la fina arena de las playas de aquel Sueño, el que transporta al último instante y al primer instante)—, espero que el Trasgo del Sur os conduzca bien, y que mañana nos visitéis de nuevo: pues sois el más divertido y el mejor entre todos los muchachos que he conocido. —Dicho lo cual, se recostó entre los cojines de pluma y quedó tan profundamente dormida que un silencio oscuro y denso ganó la estancia.

Predilecto se encontró entonces en medio de un tropel de niños y muchachos que, acomodado cada cual según mejor le placía, dormían profundamente en una estancia sin luz; y sólo el rescoldo de los leños y las últimas brasas producían chasquidos breves, estallantes, «como —se dijo— sería, si es que así fuera, la risa de los trasgos». Allí abajo, el Árbol y el jardín y la noche toda se habían apagado.

Salió de puntillas. Ya estaba en los oscuros y húmedos pasillos, y se dirigía a ninguna parte, sin saber adónde, cuando se notó como si acabara de salir de un sueño. Y al fin olvidó casi todo lo que había visto y oído o, tal vez, imaginado. Sólo esta frase permaneció en su memoria: «Sois el muchacho más divertido y el mejor de cuantos he conocido». «Muchacho —pensó, con tierna condescendencia—. A fe mía que hace tiempo dejé de ser muchacho». Y, sin que hubiera razón para ello, se dijo que la Princesa sólo tenía, a lo sumo, once años y él, entre los hombres heridos y atravesados por su propia espada, había cumplido los veintitrés.

—Niños, niños, ¡qué absurdas criaturas! —murmuró, en tanto buscaba el aire fresco de la noche, con que aliviar su frente.

4

—Señora —dijo el Príncipe, con sonrisa que denotaba un alivio indudable— creo que estamos en un buen camino: lo que vi y oí en la cámara de la Princesa, me ha hecho comprender la forma en que debo comunicarle las órdenes del Rey. Tened por seguro que no será difícil, pues, a lo que creo, todo lo extraordinario que parece rodear a la Princesa, se debe a algo muy simple: la Princesa es una niña.

—Si así lo aseguráis, ninguna noticia me placería más —dijo Ardid, satisfecha. Pero añadió:

—Sí, es verdaderamente una niña; aunque a los trece años —mintió deliberadamente— pocas lo son aún. Tal vez es ésta la razón por la que parece tan extraña y, a menudo, desconcertante.

En seguida, la Reina se dedicó a sus preparativos. En primer lugar, planeó el momento solemne, no por el hecho en sí, sino por lo que representaba, en que debía producirse el encuentro entre Tontina y Predilecto, y la encomienda que, respecto a la ceremonia nupcial, había ordenado el Rey.

—Nada de niños entrometidos —dijo Ardid al Príncipe Almíbar, encargado de estas cosas—. Queden a solas Predilecto y la Princesa, de forma que ella no se distraiga con juegos.

—Querida mía —dijo Almíbar con aire un tanto ausente—, no sé si servirá de mucho: si la Princesa quiere distraerse de la conversación, no dudéis que, sin necesidad de recurrir a su extraño séquito, hallará motivo para ello.

—Pues, sea como sea, evitemos tal cosa en lo que esté en nuestra mano —resumió ella.

Aquella misma mañana la Princesa fue enterada de que, aunque por poco tiempo, debía despedir a todos sus habituales acompañantes, porque estaba obligada a recibir la visita del muy noble Príncipe Predilecto, Hermano y Guía, Protector y Guardián del Rey Gudú.

Con rara docilidad, la Princesa se aprestó a cumplir las órdenes. Muy apurada, rogó al Príncipe Almíbar:

—Noble Señor, os ruego esperéis un instante, pues me doy cuenta del desorden que hay aquí, y quiero ponerle algún remedio antes de recibir a ese Príncipe tan importante.

Y revistiéndose de aquella insólita gravedad que inesperadamente la invadía, mandó retirar muñecos y toda clase de insólitos objetos personales que provocaron la ensoñadora sonrisa de Almíbar. Y así, aunque dando muestras de una idea muy particular sobre el aseo y orden que debe imperar en una cámara principesca —muñecos y objetos eran precipitadamente ocultos tras los tapices, bajo almohadones y en toda clase de escondrijos—, Tontina pidió que la dejaran sola. Y, sentándose con toda corrección en una silla —si bien ensayó en tres, hasta hallar la más adecuada—, dijo:

—Señor, decid al Príncipe Predilecto que estoy dispuesta a recibirle.

Naturalmente, Ardid se había instalado con la mayor comodidad posible tras el tapiz espía. Y aunque su mirada no podía abarcar mucho a través del indiscreto agujerito, lo cierto es que sus oídos eran finísimos por naturaleza, y no resulta arriesgado aventurar que hubiera podido oír crecer la hierba.

Predilecto aguardaba con aire solemne la orden de entrar en la cámara de Tontina. Desde tiempo atrás, tenía la sospecha —casi certeza— del lugar donde en aquellos momentos se hallaba la Reina. Por lo que, si bien no acertaba a desentrañar la profunda razón de aquel espionaje, una desazón mayor de la que aquella certeza le producía, se abría paso en su ánimo. Revistiéndose de la mayor solemnidad y total carencia de intimidad o familiaridad posibles, entró en la cámara de la Princesa. Y le tranquilizó comprobar en ella una actitud igualmente solemne, y con la apariencia de no haberle visto ni hablado antes.

Ante ella, Predilecto hizo una de sus más espectaculares y celebradas reverencias. Comprobó, con alivio, que las duras jornadas en el Este no habían menguado su capacidad de gentileza, y dijo:

—Señora, mucho os agradezco el honor que dispensáis al Hermano, Guardián y Protector de vuestro augusto prometido, recibiéndome sin protocolo alguno y en estricta soledad: pues he de partir sin dilación una vez hayáis escuchado la misiva que para vos me envía el Rey. Y cumplirla, así mismo, a la mayor brevedad.

—Hablad —dijo ella, en un tono que, por su serena dulzura y, aunque suave, indudable altivez, sorprendió a la misma Ardid—. Si tanta prisa tenéis, no os entretengáis en palabras que no sean del todo necesarias. Os libero, pues, de cualquier protocolo.

—Gracias, Señora… Mi Señor, el Rey Gudú, a quien sirvo, respeto y amo más que a mí mismo, me ordena deciros que, dada la importancia de la empresa que le retiene, muy a su pesar, lejos de su futura esposa, y como no desea demorar la boda, me envía a mí en su lugar y en representación de su Real persona, para que la boda se celebre prontamente. Y luego que esta ceremonia se haya verificado, sin posible demora, regrese junto a él.

Un silencio que a Ardid se le antojó excesivo —y al propio Predilecto— hizo esperar la respuesta de Tontina. Pero al fin, con la misma entonación dulce, firme y grave que había mostrado antes, dijo:

—Si así lo desea el Rey Gudú, así se hará. Decidlo, pues, sin dilación a mi augusta futura madre, la Reina Ardid.

Ardid estuvo a punto de lanzar un suspiro de alivio, pero se contuvo a tiempo y, precipitadamente, regresó por el pasadizo. De suerte que así, no pudo oír lo que sin duda habría desbaratado todas sus ilusiones.

Apenas había terminado Predilecto su gentil reverencia y se disponía a retirarse ante el gesto con que amablemente la Princesa le despedía, cuando ésta hizo algo insólito y desconcertante. Algo que, a su juicio, no sólo una Princesa de tan clara estirpe, sino la menos ceremoniosa de las damas no habría osado hacer en su presencia: con súbita malicia en sus brillantes ojos —que habían tomado en aquel instante una suave transparencia dorada—, Tontina le hizo un significativo y nada regio guiño. Y antes de que el joven saliera de su azorado estupor, la joven Princesa saltó de la silla y, colgándose de su cuello, lanzó sonoras carcajadas, mientras decía:

—¡Sois el más divertido de todos! A nadie, a nadie, ni siquiera a Once, se le hubiera ocurrido un juego semejante.

—Por favor, Señora —dijo Predilecto con voz alterada. Se desprendió cuan rápidamente pudo de aquel abrazo, y añadió—: Os lo ruego, no hagáis esto: estáis muy equivocada si creéis que de un juego se trata, pues sólo la verdad y nada más que la verdad habéis oído.

—Pues aunque sea la verdad… —dijo Tontina, un tanto asombrada de su actitud (Predilecto vio con una indefinible pena, que no tenía ninguna razón de ser, que ahora ella ocultaba tímidamente los brazos a la espalda, para evitar un nuevo abrazo)—. Aunque sea verdad: es un juego bonito.

Sus ojos le miraban tan serios ahora, que tuvo la impresión de que había un deje extraño en su voz, como un temblor apenas cierto, como una levísima tristeza.

Y así quedaron, uno frente a otro, sin saber qué decirse. Y estaban callados, y como asombrados de ver algo que nunca habían visto; o escuchado algo que jamás habían oído; como si acabaran de descubrir lo que nadie antes de ellos había conocido nunca, aunque, fuera tan conocido y tan distinto y tan viejo como el mundo.

El Príncipe Almíbar se anunció entonces y, precediendo a la Reina, entraron ambos con rostros alegres en la cámara de Tontina.

—Querida —dijo la Reina—, creo que mi querido Príncipe Predilecto os ha comunicado ya los deseos del Rey.

—Así es, Señora —dijo la muchacha. Pero seguía mirando a Predilecto de tal forma, que el muchacho pensó que probablemente no oía, o, al menos, no entendía, lo que le decía la Reina. Y en esta misma actitud, y en el mismo silencio que, de improviso, había llegado a ella y la invadía totalmente como una nueva y misteriosa naturaleza, oyó la alborozada y a todas luces presurosa enhorabuena de Ardid; y también sus diligentes, pero al parecer muy elaboradas con antelación, órdenes y consejos para que la ceremonia se celebrase sin dilación. Y tan entusiasmada estaba, y tan feliz parecía enumerando los preparativos y menudencias que para tal acto serían necesarios, que no vio ni oyó otra cosa que sus palabras, a pesar de que el repentino y denso silencio de Tontina y del propio Predilecto eran tan visibles y audibles como sus personas y sus voces.

Sólo cuando Predilecto se retiró, junto a Almíbar, y quedaron solas, acertó a ver la Reina un resplandor distinto en los ojos de la Princesa:

—¿Lloras, hija mía? —dijo, atrayéndola hacia sí. Y mientras la besaba en la frente y alisaba sus hermosos cabellos rubios, añadió—: No es cosa de importancia, ¿sabes? Todas las muchachas lloran la víspera de su boda.

Y se retiró, sin apercibirse de que en la mano derecha, fuertemente apretada en el puño, hasta sentir dolor, Tontina se aferraba —con desespero desconocido y terrible— a la mitad que le correspondiera de cierta piedra horadada y azul. Con súbita congoja, Tontina se dijo por primera vez que, acaso, contrariamente a lo que siempre creyó, el mundo no era hermoso.

Los problemas y vicisitudes de Ardid no habían llegado a su fin, como tan confiadamente creía.

Apenas había transcurrido la mitad de la tarde, fue llamada urgentemente por dos de las muchachitas que acompañaban a la Princesa:

—Venid, Señora —le dijeron, tan llorosas y azoradas que trabajo tuvo para entenderlas.

Explicaron que su Señora, la Princesa Tontina, se hallaba en verdad en trance de muerte. Desolada corrió la Reina ante tales noticias: y en verdad que halló a Tontina tendida en el suelo, y tal ardor había en sus mejillas y tal brillo en sus ojos —que por otra parte no veían ni conocían—, que temió por un instante que aquellas desdichadas e insensatas emisarias no se hallaran lejos de la verdad.

Suspendió, si bien por contrariedades momentáneas, la ceremonia nupcial, y se apresuró a llamar al Hechicero en su ayuda. El anciano entró en la estancia, y aun mucho antes de observar a la postrada Tontina, recorrió con astuta mirada la sala en general, las cabezas de muñecos que asomaban por doquier y las asustadas flores que, al borde de la ventana abierta, esperaban ansiosamente su veredicto. Entraba a su través el más puro y perfumado aire que podía respirarse en el Castillo, y una vez observadas minuciosamente todas estas cosas, en vez de aproximarse al lecho, acercó su cabeza al hueco de la chimenea y llamó:

—Amigo, ¿has reconocido y recogido algún síntoma del tradicional veneno?

El Trasgo apareció con rapidez inaudita —en los últimos años se hacía cada vez más remolón— y dijo:

—Algunos. Abre su mano derecha.

El Hechicero se aproximó a la Princesa y, tomando su mano fuertemente cerrada, la abrió: contempló algo, y volvió a cerrarla inmediatamente.

—Dime —dijo Ardid, impaciente—. ¿Qué es?

—Nada de particular importancia —contestó el anciano—. Aunque te lo explicara, dudo que lo entendieras. Has de saber, en cambio, que según presumo, lo que ocurre es vulgar y pasajero, y en suma: no reviste interés especial.

—Sea como fuere —dijo Ardid golpeando el suelo con el pie, cosa que no hacía desde los tiempos lejanos de su infancia—, date prisa en hallarle cura, porque sabes que la boda urge.

—Ten calma —dijo el Hechicero, con voz cansada y triste—, ten calma, Ardid: la vida sigue la vida, y a la vida, la muerte. Ante estas cosas, poco podemos los humanos.

—¿Va a morir? —se alarmó la Reina.

—No en este trance —dijo el anciano—. Pero morirá, tenlo por seguro, como tú y como yo.

—Bueno, pues apresúrate —se impacientó ella—. Conoces lo delicado de la situación, y conviene dar remate cuanto antes a asunto tan enojoso.

Sin embargo, en vez de retirarse, se sentó junto al lecho de Tontina, mirándola. Y mientras el Hechicero se inclinaba sobre el pecho de la niña y escuchaba su corazón, y escudriñaba el fondo de sus ojos —que parecían ciegos— y tocaba levemente sus oídos —que parecían sordos— y colocaba un ramito de orégano entre sus labios —que parecían privados de todas las palabras—, y luego dejó el mismo ramito sobre el corazón de la Princesa, Ardid no dejaba de mirarla. Al fin, en un impulso raro en ella, tomó entre las suyas la mano que, laxa —aunque cerrada como una concha—, caía entre los pliegues de su lecho. Y así, con aquella mano pequeña que tenía el color mezclado del ámbar y la nieve, intentó abrirla; pero aunque con sólo presionarla levemente lo había conseguido el Hechicero, ella no podía hacerlo. Más que una mano cerrada parecía un cofre cerrado: como aquel que contenía el peregrino tesoro, ya sin secretos. Y dijo:

—¿Qué guarda aquí, Maestro?

—Nada de interés, querida niña: una piedra del río.

—Ah —dijo ella. Y sin saber por qué, suspiró y repitió, como para sí misma—, una piedra del río.

Y pensativa, tal vez un largo tiempo, tal vez un solo instante —nunca podría saberlo— oyó decir con voz aliviada a su Maestro:

—Oh, ¡así que buena!

—¿Qué es eso? —preguntó Ardid, curiosa e impaciente. Y vio que la ramita de orégano se había trocado en una flor de largos pétalos, hermosa y resplandeciente. El Hechicero la tomó delicadamente entre el pulgar y el índice, y dijo, guardándola en los pliegues de su túnica:

—En verdad es una flor muy útil: sirve para innumerables conjuros y no es frecuente la oportunidad de asistir a su nacimiento. Pero, para explicártelo claramente, te diré que la Princesa no está enferma, sino tan sólo… ¿cómo podría decírtelo?, ha sufrido una metamorfosis.

—¿Qué dices? —se alarmó Ardid—. No irás a decirme que va a convertirse en rana o en cierva, como según pudimos comprobar, sucedió a algunas de sus antepasadas…

—No, no es eso exactamente —dijo el anciano, pensativo. Entonces, el Trasgo asomó la cabeza bajo el lecho y, encaramándose al respaldo de la silla de la Reina, dijo:

—Es sólo una especie de contaminación.

—¿Contaminación? —dijo Ardid, más nerviosa de lo aconsejable—. ¿Qué clase de contaminación?

—En verdad —dijo el Trasgo—, lo que ocurre es que dejó de ser, si no totalmente, sí en parte, quien era. Es decir, que saltó la barrera del Plazo Establecido.

—Pero ¿queréis volverme loca? —se lamentó Ardid—. Hablad en mi lengua, os lo suplico.

El Trasgo y el Hechicero cambiaron impresiones en voz baja y, al fin, el Maestro dijo a Ardid:

—Verás, la vida humana está compuesta y condicionada por plazos que, de una u otra forma, pueden tener su prórroga o su fin. En este caso, un plazo ha vencido: pero a lo que parece, con ciertas prórrogas. En definitiva, y para elegir una fórmula que puedas alcanzar, te diré simplemente que la Princesa Tontina ahora ha abandonado a Tontina sin dejar de ser Tontina… Y créeme, no hay motivo, al menos por ahora, de alarma. Pasarán seis o siete días, a lo sumo, y Tontina volverá a levantarse del lecho, a ver, y oír, y hablar. En suma, a comportarse normalmente. Y tengo para mí, que al menos en el aspecto que a ti te place, se comportará mucho más normalmente de como lo ha hecho hasta el presente.

—Bien, si así es, tengamos paciencia —dijo Ardid—. Pero ya me parece casi imposible ver el día en que esta muchacha deje de proporcionarme inquietudes y sobresaltos.

—Muy pronto dejará de hacerlo —dijo el Trasgo—. Tenlo por seguro, querida niña.

Y con estas palabras —que no alcanzó en su profundo significado—, Ardid quedó tan cansada que, a poco, se durmió.

—Dejémosla descansar —dijo el Hechicero—. Falta le hace.

—Así lo creo —añadió el Trasgo—. Pobrecita niña, querida… ¡qué sabe ella!

—Querida niña es, en verdad.

Y besándola ambos en la frente, cada uno regresó a su lugar adecuado.

Pero no había pasado mucho rato cuando Ardid despertó sobresaltada. Contempló a Tontina a su lado, que parecía dormida. Arregló los pliegues de su vestido, alisó sus cabellos y, suavemente, colocó sus manos en posición descansada. Entonces, descubrió una cabecita negra que, bajo la almohada, parecía contemplarla. Con una honda y lenta ensoñación, tan vieja como el mundo, tomó aquel muñeco: lo examinó entre sus manos, le dio vueltas y, al fin, volvió a dejarlo junto a la Princesa; al lado de la mano que permanecía tan fuertemente cerrada.

—Es extraño —se dijo—. Nunca pensé, hasta ahora, cuán pronto perdí mi infancia… si es que la tuve algún día.

Y recordó de nuevo aquel muñeco que había enterrado en la cueva, junto al mar; le pareció que apenas había transcurrido el tiempo desde aquel atardecer en que contemplara las siluetas de las cabezas de su padre y su hermano hincadas en las picas, sobre las ruinas del Castillo. Algún día —pensó— iría allí y desenterraría aquel muñeco, y tal vez lo guardaría en alguna parte —en algún cajón, en algún saco, en algún secreto lugar—, donde nada, ni nadie, excepto su tímida y temblorosa memoria, pudieran encontrarlo.

5

Desde que fue enterado de la enfermedad de Tontina, Predilecto se hallaba preso de una desazón que le sumía en profundas inquietudes. Algo extraño sucedía en él, pues lo que tan candorosamente creyó como el único horizonte de su vida —la lealtad, el afecto, el agradecimento, tanto al Rey como a Ardid—, se había tornado día a día más complejo y oscuro. Estas cosas ya no constituían tan simples como incuestionables causas. Eran, por contra, origen mismo de duda, de miedo, de meditación; y de una creciente, aunque vaga y remota, rebeldía. El conocimiento de la Princesa le había sumido en un mar de perplejidad y desasosiego: por un lado, una extraña piedad se apoderaba de él al comprobar cuán ciegamente vivía la Princesa Tontina en un mundo que era del todo distinto a como ella suponía; y por otro, era en aquella piedad donde más claramente se apercibía de que, aunque en distintas circunstancias, él mismo sufría esa misma clase de ceguera.

Casi sin reflexión —cosa en él muy extraña—, montó en su caballo y —como hiciera en otro tiempo, cuando acompañaba a su padre, y no hacía mucho a su hermano— se adentró en los bosques, en busca de paz y serenidad. Y así, sin que tuviera entera conciencia de ello, llegó al borde de las Tierras Negras, donde habitaba el sufrido pueblo de los Desdichados. Entonces, su corazón reavivó la vieja simpatía y amistad por aquellas familias, cuando la joven Lure le había sanado la herida. Y experimentó el gozo de reencontrar tan entrañables amigos. A medida que se acercaba allí, iba descubriendo algo antes nunca pensado: que ellos eran sus únicos y verdaderos amigos, pues nada más que su amistad y afecto esperaban de él; y que sólo su persona era lo que les agradaba, y nada que pudiera beneficiarles en su desesperanza.

Así pensaba cuando entró en la aldea, y con dolor comprobó que las míseras cabañas ofrecían un aspecto desolado, abandonado, yermo. Ningún fuego ardía, ninguna voz resonaba entre la arboleda, ningún niño se perseguía entre risas: hasta los pájaros, al parecer, habían abandonado tan desolado lugar. Un gran silencio se aposentaba por doquier. Así lo respiraba, hasta casi anegarse en él, cuando al fin, entre unas empalizadas, divisó un perrillo gris, de ojos como ciruelas maduras, tan joven y tierno que, al parecer, no había aprendido aún ni siquiera a huir; sólo su curiosidad le mantenía allí, casi sonriente —en verdad, parecía sonreír—. Predilecto desmontó, lo tomó en sus brazos y le prodigó cariñosos nombres, mientras se decía que aquel perrito era, tal vez, el único superviviente de algo atroz que no se atrevía a pensar. Se juró a sí mismo salvarlo de la muerte y conocer la causa de tanta desolación. Así estaba, cuando una piedra, y luego varias, vinieron a caer junto a él. Rápido —como soldado que era—, se aprestó a la defensa, y conminó a su adversario a luchar de frente, si así lo tenía por justo.

Apenas había dicho esto, sin resguardarse, solamente en pie en aquel claro del bosque tan seco y triste, con la espada en alto, cuando un nuevo silencio le rodeó. Estaba ya a punto de creer que había sido objeto de alguna broma por parte de las criaturas silenciosas que habitan los bosques, cuando, lentamente, surgieron de la espesura algunas figuras. Eran de baja estatura, delgadas y harapientas, pero todas portaban toscas armas fabricadas con ramas y piedras afiladas. Y de entre todas, una más que ninguna le llamó la atención, por ser, al parecer, quien las capitaneaba. Al fin, descubrió sus ojos: tan negros y tan fieros como jamás vio otros. Cuando le hubieron rodeado, comprobó que se trataba de muchachos, de ocho o diez años a lo sumo, y que aquel cuyos ojos tanto le impresionaban, alcanzaría los quince. Sin embargo, algo había en él que le devolvió la imagen familiar de un rostro, antaño muy conocido. Al punto, le reconoció, y bajando su espada, dijo:

—¿No eres tú Lisio, el hermano pequeño de Lure?

—Sí —dijo él, y en su voz había un gran rencor—. Lo soy, y te reconozco, Príncipe Predilecto. Vengo a matarte, a ti y a todos los de tu ralea, lobos sanguinarios, que habéis bebido nuestra sangre y secado nuestra vida.

Predilecto sintió cómo aquellas palabras se clavaban en su corazón, igual que dardos. Y una voz interna le decía que no podía esgrimir razón alguna que pudiera desistir a quien las había pronunciado. Así pues, se sentó en la hierba, y dijo:

—Prisionero me doy, y haced conmigo lo que deseéis. Pues si con mi muerte podéis alcanzar la libertad y la vida, estimo que mi muerte será para mí más preciosa que mi vida.

—Tu hermano, el Rey, a quien acompañabas y protegías —prosiguió el muchacho con voz donde se mezclaban lágrimas secas, ya imposibles, y un rencor viejo pero renacido y verde, indomable como junco tierno—, ordenó que esta aldea, ya tan mísera de por sí, fuera evacuada; y todo hombre o mujer, o persona que pudiera ser útil, fue conducida y encadenada, como animales dañinos, hacia otras minas, al parecer más fructíferas que ésta. Y a los ancianos y los desvalidos, mandó asesinar: y si miras hacia tu espalda, verás un cementerio donde cada piedra que luce al sol como un diente de ira, da testimonio de tantas tumbas como cavamos para ellos. Por niños, supimos escondernos, igual que raposos, en el bosque, y no nos encontraron. Pero te juro, Príncipe Maldito, de la estirpe de los Malditos, que pagarás por todos ellos.

—Si es cierto lo que dices —dijo Predilecto, preso de una calma que, extrañamente, se amasaba en un estallido de su muy remota y acallada rebeldía—, creo que no mi vida, sino mil vidas que tuviera no serían suficientes para purgar el gran pecado de ignorancia que he cometido: pues si mis oídos no han oído tamaña iniquidad, ni mis ojos la vieron, no merezco oír ni ver nada más en este mundo. Y ten por seguro que tampoco la vida me será grata, en adelante, con tal peso sobre mi corazón.

Y tomando su espada, la entregó por el lado de la cruz al muchacho. Lisio la tomó prestamente y la alzó contra él. Pero en el último instante, su brazo se abatió, y sus ojos se llenaron de unas ya olvidadas lágrimas. Dejándola caer, se abrazó fuertemente a Predilecto. Y así, todos los niños se les acercaron y les miraban, con sus redondos ojos, donde residía —según sintió Predilecto— todo el pasmo del mundo: el pasmo que produce, en la inocencia, la injusta ley de los hombres. Estrechó a Lisio contra su pecho, y le dijo:

—Lisio, te juro que defenderé vuestras vidas y repararé cuanto daño os he podido hacer.

Lisio se rehízo prestamente y, secando sus lágrimas, dijo:

—Príncipe Predilecto, tú eres tan pobre y tan indefenso como yo. Mi abuelo me lo decía, y veo que no me engañaba. Vuelve a donde viniste y olvídanos, pues nada puedes hacer por nosotros, si nada puedes hacer por ti mismo.

—No hables así —dijo Predilecto, preso de súbita furia—. Nada hay en el mundo que no pueda remediar el valor y la voluntad de vivir. Ten por seguro que así lo haré saber.

—Pero nosotros no lo veremos —dijo Lisio—. Porque mi abuelo bien lo sabía, y antes de morir me dejó por herencia, desde lo más oscuro de su sangre, que un día nosotros invadiremos la tierra: y la tierra será de hombres, no de héroes, ni de reyes, ni de fantasmas. Y así, las leyes tomarán nuevos cauces, y tal vez algún día, el cielo y la tierra podrán llegar a un entendimiento, y la luna bajará a beber de nuestro mar, y la tierra subirá a tomar la luz del sol. Sólo sucederá esto el día en que todos nos miremos a los ojos y escuchemos nuestras palabras, y hablemos la misma lengua: la lengua del amor. Pero ni tú ni yo lo veremos, ni los hijos de nuestros hijos, ni los hijos de los hijos de nuestros hijos. Ésta fue la única herencia que me legó mi abuelo, y así la conservo; para transmitirla de sangre a sangre, de corazón a corazón, de voluntad a voluntad…

Predilecto, muy confuso ante tan, para él, incomprensibles palabras, dijo:

—¿Y cómo conocía tu abuelo esas cosas?

—Porque de voluntad a voluntad, de sangre a sangre, todos los hombres desdichados cuidaron de que su única herencia posible no se perdiera.

Predilecto quedó muy pensativo, y al fin se dijo que, a su vez, él era partícipe de tal herencia, y como tal, no la dejaría perder en vanas palabras, vanos actos, sinrazones y egoísmo que cubrían la corteza del mundo. Tanto es así que, por contra, la horadaría como con lanzas, como con dardos, y desentrañaría la verdad que, acaso, latía en la última piel de las cosas y de la vida.

—¿Y Lure? —dijo, con un raro temblor—. ¿Dónde está?

—Se la llevaron —dijo Lisio—. Con las otras muchachas y muchachos, con los hombres y mujeres, encadenados, hacia las tierras del Este: en el País de los Desfiladeros necesitan nuevos Desdichados.

—Tomad cuanto tengáis con vosotros —dijo Predilecto—, y seguidme. Pues, aunque no rico ni esplendoroso, tengo un Castillo y una tierra, en el Sur; y allí os alojaré, entre los que componen las gentes que me cuidaron en la niñez. Tendréis amparo y cobijo hasta que llegue el momento en que, juntos, levantaremos la ira del mundo contra la estupidez, el egoísmo y la crueldad. Y os juro que no faltaré a mi promesa, y con mi vida pagaré si la traiciono.

Y así, les condujo, y llegados a las cercanías de Olar, les ordenó aguardar fuera de la muralla. Tiempo después, regresó con una pequeña carreta llena de víveres y agua, y ordenó a su viejo y querido ayo Amer que les condujese al Sur, y les alojase y cuidase, tal como él había prometido, en su Castillo y tierras. Cuando les vio partir, bordeando el Lago, hasta desaparecer camino a la tierra de los olivos, de las viñas y del mar azul, algo se partió en su corazón; y una súbita revelación llegó hasta él: «Allí —rememoró— fue donde conocí a la Princesa. Allí, entre las hojas húmedas de una huerta, una tarde remota en que florecían las ramas de los ciruelos y el mirlo cantaba en las ramas del cerezo. Allí, aquella tarde oía yo el manar del manantial, y la luz se volvía verde y oro, entre las hojas; entonces, en aquel momento, yo vi a Tontina, con el cabello suelto y los pies descalzos, y se sentó a mi lado; y juntos, con las manos unidas, nos metimos en el agua; y una cuenta bordada se desprendió y se cayó de su jubón, y con las manos en el agua, juntos la buscábamos, y la perdíamos, hasta que ella se adelantó a mis manos, y el agua y la luz y el mundo entero la tragó».

Como si despertara, el frío del atardecer anunció que la noche volvía, y en tanto regresaba al Castillo, se dijo que aquella niña de su memoria, o de su sueño, que aquélla no era Tontina: pues si Tontina fuera, ahora sería una mujer y no una niña de once años. En el tiempo que añoraba, él tenía diez años, y ella parecía de su misma edad…

Cuando de nuevo atravesó las murallas de Olar, lo olvidó todo: su recuerdo, su revelación e, incluso, su promesa al joven Lisio. Porque un aire repleto de gritos de mercader invadía y corría, como el agua de un poderoso río, arriba y abajo las calles de la ciudad. Y los cascos de los caballos; y la ronda de los soldados que ordenaban cerrar las puertas de la ciudad; y el mismo olor de los guisos; y las voces, y la noche abigarrada de Olar, en suma, eran más fuertes que todos los conjuros, que todos los recuerdos y todas las promesas.

Al cuarto día de su extraña postración —en la que ni veía ni oía ni hablaba—, Tontina parpadeó, y el color volvió a sus mejillas. Pidió entonces que la llevaran al jardín y la colocaran en la hierba, bajo el Árbol de los Juegos. Así se apresuró a hacerlo la Reina: ella misma mulló la suave hierba con las manos, como si de un colchón de plumas se tratase. Y con gran cuidado, allí la depositaron. Los muchachos del séquito y el Príncipe Once vinieron a besarla en la frente. Luego jugaron a las prendas, hasta la noche. Pero Tontina no mostraba el interés anterior por esas cosas, y a menudo se distraía, como si pensara en muy distintas cosas. Once trepó al Árbol y, balanceando las piernas desde una rama, arrancó una hoja y leyó en ella algo que le hizo exclamar:

—¡Tontina, falta uno para que el juego sea completo!…

—Claro —dijo ella, súbitamente reanimada—. Falta el Príncipe Predilecto.

La Reina se hallaba en su gabinete repasando minuciosamente las cuentas, y tuvo un gran sobresalto al ver a aquel muchacho, llamado Once, sentado en el alféizar de su ventana:

—¿Qué haces ahí? —dijo, con un vago temor, que le recordaba cuando era niña y descubrió al Trasgo entre las cepas.

—Aguardo —dijo él—. Hace mucho que aguardo, y aún debo aguardar muchos siglos, hasta que me releven.

—¿Quién te relevará? —murmuró Ardid, inquieta. Pues aunque no entendía cabalmente aquellas palabras, su punzante e indomable curiosidad la empujaba, e intuía que su significado estaba muy cerca, aunque no atinase descifrarlo.

—Aguardo el relevo de otro niño eterno. Entonces, regresaré a la Historia de Todos los Niños.

Y así diciendo, con su acostumbrada volubilidad, Once saltó al interior del gabinete y cogió una manzana de las que Ardid tenía en una bandeja —desde la infancia, las manzanas eran su bocado predilecto.

—Reina Ardid —dijo Once—, os traigo una súplica de la Princesa: desea que el Príncipe Predilecto vaya a completar su juego, pues nos falta uno, y sin él, no podremos jugar.

—Sea —dijo Ardid, sin entender gran cosa de lo oído; después de todo, de juegos de niños se trataba—. Y quiera Dios que pronto se recupere, jugando o no jugando. Pues muchos días transcurren desde su mandato, y temo la impaciencia del Rey.

—Pero el Rey es tonto —dijo Once con tal candor que anulaba cualquier represalia—. Y por tanto, sus impaciencias no tienen la menor importancia.

—¿Qué dices, insolente? —clamó Ardid, más asustada que irritada por tamaño desacato—. Sólo en gracia a tus pocos años y linaje, te perdono esas palabras.

—¿Pocos años? —rió Once, divertido—. ¡Oh, qué graciosa sois, Señora! Sabéis tan bien como yo que cuento más de doscientos años, antes y después de los sueños, aunque el Tiempo me tenga atrapado en su malla.

Y sentándose de nuevo en el alféizar, balanceó de tal manera las piernas hacia el exterior, que la Reina, presa de gran vértigo, cerró los ojos. Y cuando los abrió, ya no estaba allí el Príncipe Once.

—Brujos o no brujos —dijo Ardid—, en cuanto se celebre la boda y regrese Gudú, os enviaré a donde merecéis: tanto a esa fementida Historia de Todos los Niños, como a cualquier lugar donde no importunéis más. Si, en verdad, Tontina ha experimentado un cambio, como dicen el Maestro y el Trasgo, creo que nada o poco tenéis ya que hacer aquí.

Intuía vagamente —pero sin error— de qué clase de gente se componía aquel séquito. Y ordenó a Predilecto que cumpliera el deseo de la Princesa. «Afortunadamente cuento, al menos ahora, con esa excelente criatura. Pues si no fuera por él, su fidelidad sin límites y su (por qué negarlo) su poquito de tontería, más duras resultarían mis pruebas».

Y aquí sí que, en verdad, fallaba por vez primera su prodigiosa intuición. Tal vez los afeites que con tanto esmero, discreción y tino cuidaban de su piel, y los corsés que oprimían su talle tenían la culpa: pues desde la llegada de Tontina, éstos la habían privado de apreciar, en su rápido aumento, las finas arrugas, el primer cabello blanco enredado en las rubias trenzas, avisos de que Ardid, ella, había entrado, como cualquier humano, en el primer día de la muerte: esto es, el último de la juventud.

Y aquel viento, aquella música, aquel desazonado batir de alas invisibles, se le hizo insoportable. Mandó que le confeccionaran un tocado de terciopelo negro, con cuidadosos adornos dorados, de forma que cubrieran sus orejas, para no oír susurros y memorias y amores. Y, como se había propuesto, mandó limpiar cortinas y coser descosidos, y barrer y asear; y ordenó revisar las telas traídas en el último viaje a la Isla de Leonia. Mandó entonces a las damas, en reunión femenina, que estudiaran cómo remozar sus vestuarios y procurarles más brillantez y lujo. «Pues en verdad —dijo en aquella reunión femenina, que a todas agradaba tanto— creo que esta Corte adolece de desidia; y en lo tocante a modas y novedades, aseo y pulcritud en nuestras habitaciones, estamos muy atrasados». Así lo corroboraron todas. Muy contentas y excitadas, damas y camareras, el Maestro Sastre de la Isla de Leoma, Almíbar y todos sus ayudantes —y hasta la última y más humilde doncella—, en curiosa y muy amable asamblea —unidos y fraternizados por una misma causa—, permanecieron durante todos los días que duró la enfermedad de Tontina en un continuo rumor de tijeras, murmuraciones, cotilleos y exaltadas vanidades. Parecer más hermosa de lo que en realidad se es no puede considerarse grave defecto, ya que mucho placer inspira y, en general, ninguna maldad notoria.

Día tras día, Predilecto fue requerido a presencia de Tontina, que, por momentos, mostrábase más animosa y parlanchina. Sus mejillas recobraron el rosa-dorado, y la luz de sus ojos y la sonrisa en sus labios eran como el primer día. Pero, también día a día, mostraba menos interés por los juegos y más, en cambio, por la conversación con Predilecto. Él, a su vez, cuando abandonaba su compañía, sentíase como si despertara de algún sueño. Y se decía, con asombro, que sus conversaciones con la Princesa tornábanse por minutos menos inteligibles y, en cambio —cosa que le azoraba—, cada vez más deseadas y placenteras. Así, cuando se retiraba a su aposento, si bien recuperaba su naturaleza —que, cuando con ella se encontraba, creía envuelta en bruma—, el rostro, la mirada, el tacto de aquellas suaves manos y su voz le acompañaban aún largo rato, sin abandonarle, como persistente perfume.

Y fue así que, en aquellas ocasiones, se alejaban del Árbol de los juegos, donde alborotaban Once y los muchachos, hacia el pequeño estanque, junto al surtidor. Allí Tontina pedía que le hablase del Sur: en aquellas ocasiones, tan arrobada le escuchaba la Princesa, que él mismo revivía su extraño recuerdo, su promesa a Lisio y su incontenible y cada vez más acuciante deseo de regresar a su país natal.

Cumplido el octavo día de su guardia, Tontina le dijo:

—Predilecto, creo que ya estoy bien, y por tanto, ayudadme a ponerme en pie.

Hasta aquel momento, sólo había permanecido recostada en una litera. Predilecto la tomó de las manos y ella se levantó sin ningún esfuerzo. Y saltó tan alegremente sobre la hierba, que todos quedaron muy asombrados. Pero más que nadie, los muchachos del séquito: de improviso, habían dejado de jugar, y la miraban con las bocas un poco abiertas y los ojos muy serios, que le recordaban el pasmo de aquellos otros —si bien tan distintamente ataviados— que surgieran del abandonado pueblo de las Tierras Negras.

Un gran silencio se apoderó del jardín. Inexplicablemente, cesaron el rumor del surtidor y el piar de los pájaros y el arpa delicada que mueve los tallos mecidos por la brisa.

—¡Princesa! —dijo Predilecto, muy asombrado—. ¡Cuánto habéis crecido!

Así era. Tontina había crecido de tal forma que casi alcanzaba su misma talla, con ser él de estatura más que mediana. Y también su cuerpo era distinto. Por vez primera, contemplando su mirada, su contorno, su misma sonrisa, Predilecto pensó que no era una chiquilla, sino que se hallaba verdaderamente ante la futura Reina de Olar.

Súbitamente, los dos quedaron muy intimidados y sin saber qué decir. Hasta que, de pronto, cesaron entre ambos todas las palabras, murieron todas las historias antiguas, presentes o futuras, y desaparecieron el desenfado y la felicidad de sus encuentros.

Predilecto hizo una muy cortesana reverencia, que ella devolvió con la misma gravedad y delicadeza. Luego, el Príncipe fue a avisar de todas aquellas novedades a la Reina; aunque su corazón parecía preso de algún frío mortal, de un infinito desánimo, de una irremediable decepción.

Ardid recibió con gran regocijo las nuevas. Y con Ardid, la Corte. Y con la Corte, todos los nobles, las ciudades, los burgos y las aldeas. Y así, anuncióse prestamente la ceremonia nupcial. Y llegado el día, jamás viose a las damas y caballeros tan bien trajeados, ni mejor adornado el Castillo, tanto por fuera como por dentro. Y el Abad Abundio también llegó, no como en tiempos pasados, a lomos de su borriquillo y envuelto en burdo sayal, sino muy ricamente vestido y en carroza.

Así que grandes fueron las fiestas y aunque el vino era muy escaso —ya que en su mayor parte se lo había llevado Gudú, y no era aún tiempo de recolectar la nueva cosecha— y no se pudo ofrecer en la Plaza la consabida fuente de rosado y blanco, sí se repartieron harina, dulces y aguamiel entre los habitantes de la ciudad. Se organizaron festejos, a los que acudieron en gran número todos los saltimbanquis, juglares, titiriteros, buhoneros y malabaristas que rondaban por los contornos con mejor o peor fortuna. Músicos, danzarines, adivinadores del porvenir, y demás gentes, inundaron las calles. Y de la Isla de Leonia llegaron dos barcos repletos de mercancías. Y un regalo de la misma Reina Leonia para la joven desposada: consistía en un traje de boda, rojo como la sangre y tan ricamente bordado con sartas de perlas, que dejó sin aliento a quienes lo contemplaron.

Vestida con aquel suntuoso vestido, muy poco antes de la ceremonia, la visitó Ardid. Y la encontró tan hermosa, tan dulce y pequeñita en el centro de su gabinete como jamás viera antes a nadie. Resplandecían sus cabellos, antes sueltos y ahora recogidos en trenzas que sabia y delicadamente enarcaban su rostro. Y sus ojos, inundados de aquella profunda seriedad, la miraban de tal forma que la Reina sintió levantarse en su ánimo un respeto que jamás experimentó antes hacia ser alguno. «En verdad —se dijo— que a pesar de todo, se trata de una Princesa auténtica: desde la punta de los cabellos hasta la punta de los pies».

La ceremonia se llevó a cabo con la mayor pompa conocida —al menos en aquellos lugares—, y en el momento en que el Abad Abundio bendijo la unión, cincuenta palomas traídas ex profeso del Sur volaron sobre los presentes; las campanas anunciaron el gran acontecimiento y trescientas rosas blancas fueron deshojadas —con mejor o peor fortuna— sobre las cabezas, por pajes ocultos en el coro. Cosa que, a decir verdad, les regocijó mucho más que a los destinatarios de tan fragante lluvia.

Nadie reparó, sin embargo, en que el representante del Rey y la joven Princesa jamás se miraron durante la ceremonia; y que, no sólo una mirada, ni tan siquiera una palabra se cambió entre ellos: sólo los fríos anillos, tan fríos y tan brillantes que ambos a su vez se estremecieron al recibirlos y ensartarlos en sus dedos. Y únicamente el Abad, al unir sus manos, pensó que jamás había tocado otras tan heladas.

Apenas concluido el banquete, Predilecto se despidió de la Reina, y tras su distinguida reverencia, dijo:

—Señora, mucho me agradaría acompañaros en esta fiesta. Pero estimo que mi presencia es más útil junto al Rey que aquí.

—En verdad —dijo Ardid—, que me gustaría que os quedaseis. Pero comprendo que ya os he retenido demasiado. Y también os digo que mi corazón late de inquietud sabiendo a mi hijo privado de vuestra lealtad y vuestra protección. Partid, hijo mío, y decid a Gudú con cuánta ansia y gozo le esperamos.

Así diciendo, y prescindiendo de todo protocolo, le besó en la frente. Luego, mandó al Hechicero le entregara un pliego donde le explicaban la razón de que éste no le acompañara. Casi bruscamente, sin esperar a más, Predilecto se alejó. Y de nuevo revestido con sus ropas de soldado, reunió nuevamente a sus hombres, dispuesto a partir.

Iba a cruzar el patio, cuando vio sentados en las escaleras al séquito de la Princesa, con el Príncipe Once a la cabeza. Permanecían en silencio, con triste expresión, insólito en ellos. Y con ellos permanecían en el entorno cuantos animalillos y criaturas les acompañaban. Todos revelaban el mismo ánimo decaído y melancólico.

Al verle, dio Once un pequeño grito y se lanzó tras él, y con él todos los demás. Con estupor, Predilecto vio cómo le rodeaban, y lloraban, y entre aquel raro coro de voces que tanto le turbaba, le decían:

—No te vayas, Predilecto, por favor, no te vayas: ha llegado el otoño.

—¿Qué otoño? Estamos en verano…

En vano les instaba a alejarse. Le rodeaban, y sin temor a ser pisoteados por los caballos, uno se asía de un pie y otro de la espada y otro de la capa. Y así estaba de acosado, cuando les gritó:

—¡Soltadme, si no queréis que os aplaste!

Entonces todos volvieron la cabeza, y se apartaron de Predilecto. Y a su vez, éste la volvió también, invadido de un terror grande e inexplicable. Y vio a Tontina que corría desesperadamente hacia él, y le gritaba que no se fuera, que no les abandonara. Como de costumbre, había perdido un zapato.

Detrás de Tontina llegaba Ardid, transfigurada de indignación. Al verla, la Princesa dejó caer los brazos con inmensa desolación. Y mirándole de forma que pareció atravesarle, se calló. Cuando la Reina estuvo a su lado, Tontina bajó la cabeza y dijo:

—Perdón, Señora, os lo ruego.

—Está bien —dijo Ardid, jadeante y sofocada—. Espero que ésta sea vuestra última extravagancia.

—La última, Señora —dijo Tontina—. Os lo juro.

Y las vio regresar hacia la puerta, que las devoró, aunque tuvo tiempo de ver cómo Tontina recogía su zapato, y cómo la Reina le ayudaba a calzárselo, y luego arreglaba los pliegues de su vestido, como una madre cualquiera. Y así, las dos desaparecieron dentro de la oscuridad.

Sólo entonces, algo como un viento abrasado le llegó, invadiéndole de una furia salvaje y desconocida. Espoleó su caballo y se lanzó con tal violencia, que sintió que nuevamente se dirigía hacia la nada. Y notaba cómo se clavaba en su pecho —esta vez de forma que su dolor se hacía intolerable— la aguda piedrecilla azul: mitad exacta de la que ahora lucía en su pecho, como joya secreta y muy preciada, la Princesa Tontina.