XI. EL ÁRBOL DE LOS JUEGOS

Tontina, la Princesa, llegó cuando estaba a punto de nacer la fría primavera del Reino de Olar. Y poco antes de su llegada —aproximadamente sería en el momento en que la nave de su padre bajara desde los fiordos del Norte por el Gran Río—, arribara al punto de los Bosques que ya pertenecían a las regiones conquistadas anteriormente por Volodioso.

Se trataba de unos bosques muy oscuros, donde las gentes vivían llenas de temor: circulaban historias sobre apariciones y brujerías, gnomos y trasgos de enemistad evidente hacia la humana naturaleza. Y era por ello que las aldeas de aquella región aparecían muy esparcidas y escasas, y sus habitantes eran gentes salvajes y muy silenciosas, que odiaban tanto al Rey Volodioso —de su hijo Gudú no tenían noticias— como a los piratas del Norte que, en ocasiones, les invadían, robaban e incendiaban. Estos piratas, rubios y de largas trenzas, tenían sobrecogida la zona, de suerte que, en tiempos lejanos, el Rey Volodioso había instalado allí una guarnición pequeña, al mando del Duque Simonork. Este hombre, de aspecto poco pacífico y costumbres más que rudas, mantenía en una paz sustentada en el terror aquella orilla del río que, en definitiva, señalaba el confín del Reino por su zona Norte.

Simonork, por cuestiones geográficas, fue el encargado de recibir a la Princesa: en tanto divisara la nave, tenía ordenado ayudarla a desembarcar, con todo honor, de forma que nada faltase a ella ni a su comitiva. Luego, debía acompañarla hasta la ciudad y el Castillo donde el Reino de Olar tenía su sede. De esta forma estaban dadas las órdenes, cuando un emisario del Duque Simonork llegó con una extraña noticia que dejó perpleja a la Reina Ardid: en efecto, la nave de la Princesa Tontina había arribado a través del Río Azul, y Simonork se había aprestado a cumplir las órdenes. Lo cierto es que la nave se hallaba anclada en la linde del país, pero sus componentes —Princesa incluida— no parecían dispuestos a pisar tierra. Como muy bien entendía Simonork, sus usuales maneras de insistir en los reacios a cumplir sus mandatos —en este caso, simple ruego— no eran oportunas ni adecuadas en el caso presente. Y como la Reina tenía buena noticia de este hombre, mucho había insistido sobre el particular, además de haberle rogado que procurase presentar un aspecto menos feroz y desaseado que de costumbre.

—Pues, ¿cuál es la razón de esta negativa? —preguntó la Reina al fatigado emisario. Había galopado sin tregua, puesto que bien conocía las reacciones que la poca diligencia despertaban en su Señor.

—En verdad, Señora, no existe una negativa —dijo el emisario—. Pues la Princesa y sus gentes —que os confieso, son curiosas de veras— no se niegan a desembarcar. Lo único que ocurre es que no lo hacen.

—¿Y qué arguyen, para ello? —se impacientó la Reina—. Supongo que Simonork les invita de la mejor manera.

—No lo dudéis, Señora —dijo el emisario—, y a fe mía que todos estamos muy admirados de la gracia y dulzura con que lo hace. Pero tanto la Princesa como su gente se ríen, y no desembarcan.

—¿Se ríen? —se extrañó Ardid—. Explicadme mejor eso.

—No puedo explicar más —dijo el hombre—. Porque no ocurre otra cosa: cuando mi Señor, con muy cumplidas razones, les insiste en el hecho, la Princesa (que es muy bella y joven) y sus acompañantes se asoman a la borda, nos tiran objetos muy raros y, como digo, se ríen. Sólo en una ocasión la Princesa (que Dios, por otra parte, guarde muchos años) ha dicho: «Bueno, hay tiempo, algún día bajaremos». Y desde entonces han transcurrido muchos días, mi Señora.

—¿Qué objetos os arrojan? —dijo la Reina, sin entender ni una palabra de todo aquel incidente.

—Pues, algo así como pedazos de pastel, semillas de melocotón, y alguna que otra bolita de vidrio como ésta.

Y sacándose del bolsillo una pequeña esfera de color azul, la depositó en la mano de la desconcertada Ardid.

—Creo —dijo ésta al fin— que debo ir yo misma a su encuentro. Acaso le ofenda que sólo un Duque vaya a esperarla. Quizás hemos cometido una grave falta de tacto.

Y se dijo que mucho tenían que aprender todos —ella incluida— en cuanto a modales refinados, ya que de una auténtica y verdadera Princesa se trataba, y no de una Princesa falsa, como ella: que si bien de cuna noble, ninguna gota de sangre real circulaba por sus venas, sólo la heredada de un Señor con más afición al cultivo de la vid y la obtención de vino que otra cosa. Pero este secreto sólo podía compartirlo con su amado Hechicero, ya que ni el propio Almíbar conocía su verdadero origen. Y el Hechicero, cuyo consejo tanto le habría valido en aquellos momentos, se hallaba todavía en compañía de Gudú. Llamó entonces al Trasgo y le consultó la cuestión:

—No entiendo bien el asunto —dijo éste, que andaba muy alicaído, e incluso temeroso, desde la partida del Hechicero. No solía recorrer los pasadizos del Castillo, como antes, y permanecía oculto la mayor parte del tiempo—, pero de todos modos, lo reflexionaré.

A poco, regresó por el tubo de la chimenea de la Reina, y dijo:

—Hay algo que intuyo y no puedo aclarar. Pero de lo que estoy seguro es de que ninguna animosidad anida en esa actitud. Más bien pudiera tomarse como inconsciencia juvenil. A lo que parece, respecto de lo que nos ocupa, las estrellas de este mes están de acuerdo en una sola cosa: que la Princesa Tontina y su séquito se encuentran muy bien en la nave y no tienen ganas de bajar a tierra: pero no por un motivo especial, sino simplemente porque no tienen ganas de hacerlo.

—Mucha inconsciencia me parece ésa para una futura Reina —dijo Ardid, recuperando su tranquilidad—. Pero, en fin, sólo tiene once años, así que tiempo habrá de hacerla cambiar, en éste y en cualquier otro sentido.

—¿Sólo once años? —dijo el Trasgo—. Oí decir uno más.

—Lo dije —explicó Ardid— porque no me pareció oportuno enterar a mi hijo de que se trataba de alguien tan escandalosamente joven. Tengo la sospecha de que a mi hijo le placen mujeres más maduras. Pero como es tan linda y de sangre tan pura, no debíamos desperdiciar esta ocasión. Tiempo tendrá, en este Castillo y junto a mí, de madurar convenientemente.

—Así lo espero —dijo el Trasgo, aunque con un algo de duda en la voz.

Ya se disponía la Reina a emprender el viaje en busca de la futura nuera, cuando otro emisario llegó, si cabe más sudoroso y exhausto que el primero, con la noticia de que por fin, y en el momento más impensado, la Princesa y su séquito habían descendido de la nave y se encaminaban —precedidos de Simonork, y a través de los oscuros bosques, siguiendo la ruta que el Río Oser marcaba— hacia el Castillo de Olar.

—En verdad que es caprichosa —dijo Ardid, disgustada, mientras ordenaba a Dolinda deshacer su equipaje. La perspectiva de aquel viaje le había ilusionado, ya que, dado su temperamento, sólo la prudencia y el sentido del decoro real la hacían permanecer en Olar. Y muchas veces, mirando hacia la lejanía, añoraba la libertad perdida, aquel andar a su antojo por campos y viñedos, descalza y con las trenzas sueltas.

A partir de aquel momento, una desconocida atmósfera, algo como una brisa ensoñadora, pareció adueñarse de la ciudad de Olar y sus cercanías, especialmente hacia el Norte. Era algo extraño, como un perfume sutil y rumoroso, que hacía flamear los tapices de las ventanas y paredes, que levantaba los cabellos de las damas y los niños con dulzura y encanto muy particular; y daba a la luz una transparencia —a juicio de Almíbar— musical.

—¿Musical? —se extrañó Ardid, frunciendo las cejas—. Almíbar, querido, a veces dices cosas extravagantes: jamás vi que la luz tuviera música.

—Oh, querida niña —intervino el Trasgo, que con él se entretenía, por pura cortesía, en una partida de naipes, y en vista de que el aludido nada respondía. Se había quedado sólo con la boca un poco abierta, como era habitual en él: síntoma de atinadas reflexiones o absurdas palabras—, muchas cosas existen que tú no has visto nunca, ni verás jamás.

—Si hablas como los de tu raza, pocas conversaciones vamos a mantener, Trasgo —dijo la Reina, ofendida.

—No hablaba ahora con mi lengua, sino con la vuestra —dijo el Trasgo del Sur, arrojando un naipe que derrotó a Almíbar de un golpe—. Y deberías, querida niña, reflexionar a veces sobre algunas cosas que nuestro Príncipe Almíbar te dice, por extrañas que las juzgues. Pues no sólo para los trasgos, sino para los humanos, existen cosas que están y permanecen vivas entre los hombres, y que pocos de ellos ven o entienden. Y nuestro Príncipe es de estos pocos elegidos…, aunque no pueda verme ni tenga en los ojos gotas de luna, como tú.

La Reina supuso que estas palabras iban destinadas a mitigar el enfurruñamiento que la pérdida de aquella baza había ocasionado a Almíbar. Pero mucho se equivocaba. Y Almíbar, que desde hacía algún tiempo empezaba a divisar borrosamente la silueta del Trasgo, especialmente al atardecer, dirigió a aquella silueta rojo-dorada una amable sonrisa de agradecimiento.

—Me digo —continuó la Reina, asomándose a la ventana— que toda esta historia se deberá acaso a que la primavera está cerca.

—Sí —dijo el Trasgo—. Andando por el subterráneo del campo Sur he visto cómo la primavera empujaba la tierra con todas sus fuerzas. Le dije: «¿Qué estás urdiendo?», y ella contestó: «Tengo prisa: este año debemos brotar muy temprano, porque alguien viene pisándonos los talones». Tal vez, pienso ahora, se refería a la Princesa y su séquito.

La Reina calló, con una sonrisa de tolerancia. Estos comentarios, que antaño la irritaban, poco a poco iban causándole una ligera y espumosa alegría. «Pobrecillos míos —se decía—, están haciéndose viejos los tres». Y miró con ternura al Trasgo y al Príncipe, recordando, con el corazón inundado de amor filial, la anciana faz del Hechicero. Si bien, de entre los tres, Almíbar era el que presentaba un aspecto más lozano: aún eran cobrizos sus largos bucles, y el azul límpido de sus ojos tenía el candor y la dulzura de los de una jovencita. Aunque había sobrepasado ya los cuarenta años nadie le hubiera dado más de veinticinco. O, al menos —y aquí Ardid estaba muy lejos de suponerlo—, así se lo parecía a ella.

Lo cierto es que cuando la comitiva se halló ya muy cerca de la Puerta Norte de la ciudad, dieciséis pajes lujosamente trajeados, de los más apuestos que se hallaron, anunciaron, con el largo grito de trompetas doradas —sólo en ocasiones muy especiales se hacían oír desde las torres almenadas del Castillo—, la llegada de la Princesa Tontina, futura esposa del Rey y futura Reina de todos aquellos que en Olar vivían.

—Es muy azaroso —manifestó la Reina, vigilando los pliegues de su traje de terciopelo verde musgo, especialmente encargado a la Isla de Leonia para tal ocasión, mientras aguardaba en lo alto de la escalinata— que mi hijo Gudú no esté aquí para recibirla. Tengo entendido que estas criaturas tan escrupulosamente reales tienen una susceptibilidad muy delicada —a su mente llegó la famosa Princesa del Guisante—. Pero ¿qué vamos a hacer? Cinco emisarios le he enviado ya, y con ninguno, hasta hoy, ha regresado.

—No temáis —murmuró el Trasgo. Sentado en el último escalón, observaba, entre los pliegues del vestido, la ceremonia—. Tengo para mí que la Princesa no va a reparar en eso. Por contra, mucho deberíais cuidar algún detalle que a ella le chocará, y del que vos no os habréis apercibido.

—¿De qué se trata? —se impacientó Ardid—. Podías haberlo dicho antes.

—No me refiero a nada en particular —repuso el Trasgo—. Son cosas que veo saltar de aquí para allá, en las palabras del viento.

—Pues bien, guardaos esas cosas si no podéis darles una explicación más concreta —dijo Ardid, molesta.

Como encargado de estas ceremonias, Almíbar hizo abrir de par en par las puertas del recinto y bajar el puente. Dos hileras de soldados, los mejor hallados entre los pocos hombres hábiles que había dejado el Rey en el Castillo, aguardaban a ambos lados; y todos los pajes, criados, nobles y damas, así como la Asamblea, aparecían revestidos de sus mejores galas, dispuestos a recibir, muertos de curiosidad, a su futura Reina.

—He oído decir —deslizaba una joven dama al oído de otra que tanto ella como su séquito son de muy curioso porte.

—No olvidéis —respondió su amiga, algo versada en algunas cosas— que son de muy lejanas tierras, y que sus ropas y modales deben ser diferentes a los nuestros.

—Espero que nos traiga noticias de modas y adornos, así como afeites, que puedan causarnos gran placer —dijo una tercera, un poco más a la derecha—. Estoy ansiosa por variar un tanto la rutina de nuestros peinados. Según oí, no trenza sus cabellos, sino que los deja caer, a su natural aire, sobre la espalda.

—También oí que no blanquea su rostro ni lleva pendientes —dijo otra, aproximándose más al grupo cuyos comentarios le interesaban más que la ceremonia en sí—. Cosa muy chocante.

—Cierto —dijo la primera—, pero tal vez otras cosas en ella puedan abrirnos los ojos, pues los pocos hombres que nuestro buen Rey nos dejó disponibles, están ya tan ofuscados por la edad u otros tropiezos, que cada día se hace más arduo atraer su atención.

En éstas estaban cuando el Duque Simonork avanzó por el puente a lomos de su caballo negro —según rumores, lo quería infinitamente más que a sus ocho hijas, ya que le cupo la desgracia de no engendrar varón—, que llenaba de admiración, por su brioso porte, a todo el mundo. Descabalgando en el centro del patio adornado con las primeras y tímidas flores que habían brotado en el campo apenas dos días antes, hizo una ruda pero muy briosa inclinación ante la Reina y su Corte.

—Este Simonork —dijo la doncella que habló segunda— no es un hombre demasiado joven ni demasiado bello. Pero os digo que si me cortejara, no sería yo quien le rechazase. Pues se me hace un hombre de particular atractivo, aunque no refinado.

—Ah, querida —dijo la última en hablar antes—, no creáis que sois la única en pensar eso. Tiene algo particular que lo distingue y hace agradable.

—Lo que le distingue —dijo aquella que habló segunda, y que tenían por más letrada y aguda, aunque tal vez demasiado sincera para prosperar en la Corte— no es en verdad ningún misterio, queridas, es que, exceptuando al Príncipe Almíbar y algún que otro soldado, que no cuentan para el caso, ese Duque es el más joven de cuantos hombres hemos podido contemplar en cuarenta días. Y aún más: es su duro y fornido aspecto lo que nos advierte de lo placentero que sería, si el amor lo llevara a nuestros brazos, no estrechar en ellos un pollo desplumado.

Todas contuvieron la risa tras los pañuelos, y aguardaron. «Señora, tengo el honor de anunciaros que, sin tropiezos de importancia, la muy noble Princesa Tontina y su séquito, a quienes escolté y guié desde el Río Azul hasta aquí, se halla a las puertas de este Castillo, que a vos y vuestro augusto hijo cobije por muchos años».

Esto era, en verdad, lo que tras muchos esfuerzos el fraile de la guarnición le había hecho aprender. Pero Simonork, que hacía mucho más tiempo no veía más mujer que las harapientas campesinas que de vez en vez merodeaban por las cercanías de la guarnición Norte —ni muy lindas, ni muy perfumadas—, a la vista de tantas damas y tan lujosamente ataviadas, se azaró en suma y sólo salió de sus labios un torpe:

—Señora, ahí está, como mejor pude, y fue bien duro.

Afortunadamente, nadie prestaba atención a su discurso, ya que todas las cabezas y ojos se dirigían hacia la puerta por donde la Princesa debía entrar. Esto le salvó, con gran alivio suyo, de la relampagueante mirada de aquella Reina famosa por su amor al protocolo. El cuello blanco y mórbido de la hermosa Ardid se estiraba más de lo conveniente hacia el mismo punto; y sus ojos negros relucían, y sus oídos se agudizaron más de lo habitual.

Así, ante el asombro de todos, y precedidos por los toscos soldados de Simonork, apareció ante la maravillada Corte de Olar la Guardia Real más extraordinaria que jamás vieran sus ojos. Ni tan siquiera los que traían nuevas del lujo de Leonia podían haber descrito algo semejante: hay que decir, pues, que ocho soldados precedidos de un arrogante y emplumado capitán —cosa insólita, en verdad, entre aquellos que componían la Corte de Olar, ya que, hasta el momento, sólo usaron las plumas para escribir, los pocos que esto hacían, y si eran de un vivo color, para adornar algún gorro de caza—, aparecieron montados en ocho caballos —nueve, contando el del Capitán— de una total blancura que sólo el que Ardid montara en un lejano día podía comparárseles en resplandor y prestancia. Y todos aquellos soldados iban vestidos como verdaderos príncipes: corazas bruñidas; collares de refulgente pedrería; cascos brillantes como la plata, que ocultaban casi sus rostros, y lanzas que, al menos en la luz de la mañana, brillaban como si fueran de oro; y además, de sus cintos, también dorados, pendían espadas de empuñadura afiligranada —como ni los más ricos nobles osaban lucir incluido el Rey—, y calzaban finos zapatos de antílope, teñidos así mismo de azul. Huelga decir el estupor y envidia que se apoderó de cuantos contemplaban tan insólitas cosas, máxime cuando los nueve iban vestidos idénticamente —cosa que jamás se consiguió en los soldados de Olar, si exceptuamos la Guardia de Almíbar; pero mucho distaban en lujo y magnificencia de éstos, ya que, a su lado, se les hubiera tomado por andrajosas huestes de algún derrotado barón del Sur.

El Capitán se distinguía por lucir dorada coraza con una extraña flor que, según le daba la luz, parecía ora un lirio ora un cisne. Y esta enseña cambiante lucía en todos los estandartes de la Princesa, y en los pequeños gallardetes que, en manos de seis pajes de a pie, todos rubios de ojos azules, vestidos de seda verde, seguían a los soldados y precedían la carroza principesca. Y llegados aquí, las damas sintieron como si el corazón quisiera salírseles por los ojos, y los cuellos se alargaron de tal forma, que todos hubieran deseado ser cisnes, aunque por breves instantes. La carroza, de rara madera de color de rosa, estaba finamente trabajada, y presentaba incrustaciones en marfil —materia de la que sólo habían oído hablar a los que visitaban la Isla de Leonia, pero que no habían visto jamás—, y llevaba grabado en sus portezuelas el mismo escudo del lirio-cisne en oro y pedrería.

Cuando Almíbar, con la boca más abierta de lo acostumbrado, tuvo ante sí tales magnificencias, sintió una punzada en el corazón, y sus ojos se nublaron de lágrimas. Súbitamente, su jubón, sus collares, sus medias y sus zapatos, amén de su sombrero de tonos castaño-dorados, con hebilla de oro, le convertían, en vez de en el elegante y caprichoso Príncipe por el que se le tenía —y en verdad le tenían todos—, en algo semejante a un buhonero presumido y de gestos groseros: como aquellos que, en sus viajes a la Isla de Leonia, veía merodear por el puerto, chillando y ofreciendo sus baratijas, mientras pretendían adivinar el porvenir, arrancar muelas malignas, tumores y mal de ojo. Tan humillado se sintió con esta íntima comparación, que su cabeza se hundió miserablemente entre los hombros, y la única pluma de ave del Paraíso —que la misma Leonia le había regalado en su último viaje, como cosa prodigiosa y de suma elegancia jamás vista— que lucía prendida en la antedicha hebilla, antojósele se desmayaba sobre su frente, y la imaginó tan rala y rígida como puro espinazo de pescado. Aquellas que sus ojos contemplaban eran plumas, aquellos eran jubones, aquellos eran collares, hebillas, caballos, prestancia… elegancia, en suma —se dijo, con resignada amargura—, elegancia pura y simple, propia de una auténtica estirpe real escrupulosamente limpia de entronques sospechosos.

Dos pajes avanzaron entonces, Y rodilla en tierra uno de ellos dijo:

—Éstos son los presentes que os ofrece nuestra Señora la Princesa —no dijeron el nombre— como si la Princesa fuera la suma de todas y la mejor de ellas.

Ante los atónitos ojos de Ardid, apareció el contenido lleno a rebosar de las piedras y perlas más refulgentes, grandes y extraordinarias. Había rubíes y esmeraldas como huevos de paloma, topacios y diamantes de tamaño jamás imaginado. Una exclamación de asombro —al tiempo que de envidia incontenible— salió de todos los pechos.

Ardid, entonces, reaccionó a toda aquella sugestión:

«No perdamos el control. No olvidemos que, según el Libro, esta Princesa, Princesa por excelencia, es una criatura rescatada al Tiempo y, en este caso, no al Tiempo Pasado, sino al Futuro. Así es que todas estas vestimentas y joyas, aún por nosotros desconocidas, no son más que leyenda, leyenda pura… Sí, todo parece envuelto en polvo de mariposas: aquel polvo de oro que cuando era niña dejaban sus alas en mis dedos, y desaparecían en un soplo… Porque están, pero ¿son o no son? Mientras mi deseo de ellos aliente, alentarán ellos: bien me lo advirtió el Trasgo. Y el Maestro dijo… ¿qué dijo? Sí: acaso con un solo parpadeo de indiferencia, o de contrariedad, ellos y todo el Tiempo regresado del Futuro desaparecerán como polvo de oro al soplo de una niña descuidada o maligna. Ay Ardid, Ardid, tal vez te estás enfrentando a algo que, por vez primera, no puedas controlar… Y el Futuro, tan inventado, acaso recordado premonitoriamente (porque sé que el recuerdo puede venir del Futuro), ¿qué nos acarreará?…».

Una palabra llegó hasta ella: una palabra que en momentos de melancolía había oído a su esposo Volodioso, una palabra que portadores de un cofre tomaba la forma de aquellos pájaros grises, sin nombre, que le habían coronado, y que ahora, con el peso levísimo de sus patitas y sus plumas grises, iban hundiendo, día a día, su estatua de piedra en el suelo barroso del Cementerio. Recordó aquella palabra, que más que palabra era un siniestro alarido, mudo, surgido de sus mismas entrañas, más aún, de las entrañas de su memoria: OLVIDO. «Del Oeste, el olvido», rememoró, casi como el eco de otra palabra pronunciada mucho, mucho antes.

Ardid se estremeció. Pero aún quedaba en ella el espíritu de una niña con ojos de ardilla, de corazón valiente y ambición desmedida. Ambición, sobre todo, de venganza. Venganza que la había llevado hasta allí, hasta aquel día, hasta aquel momento preciso.

«Somos un tropel estrafalario y engreído, disfrazado de Corte —se dijo la Reina, mortificada—. Pero somos la realidad, el presente, y hemos de poner fin a tales mamarrachadas en lo sucesivo. Pues, si es verdad lo que me cuentan mis emisarios, muchas riquezas ha conquistado mi bendito hijo en el País de los Desfiladeros». Por lo que, componiendo su más lúcida y esplendorosa sonrisa —tan envidiada en la Corte, ya que no le faltaba ni uno solo de sus dientes, y éstos eran de blancura y fuerza tan singulares que podían partir en dos una nuez, muy limpiamente, no en vano en la niñez los había frotado con raíces que el Trasgo le procurara, y los enjuagaba a diario con el elixir de perla que su Maestro había preparado en un momento de frívolo capricho—, se apresuró a descender las escaleras, con los brazos amorosamente extendidos, hacia la carroza que en aquel instante se detenía en el centro del patio.

Un paje de singular gracilidad, se aprestó a abrir la portezuela, colocando antes en el suelo un cojín de tal suntuosidad, que bien lo hubieran deseado en Olar para reposar en él la corona. Una vez abierta esta puertecilla, saltó con gran presteza, salvando de un grácil salto que despertó un coro de risas frescas —diríase infantiles— en el séquito, una figura menuda, envuelta en un manto de blanquísimas pieles que la cubría enteramente, desde la capucha hasta el menudo pie calzado de piel blanca. Sin gran ceremonia y con paso verdaderamente gracioso —a su lado, el más insinuante correteo de las doncellas de Olar se hubiera semejado al balanceo de una vieja oca—, avanzó hacia la Reina. Pero, en vez de la delicadísima reverencia que todos esperaban ansiosos, a tenor de lo visto, para retenerla en sus mentes y ensayarla en el secreto de sus cámaras, la Princesa corrió hacia la Reina y se colgó de su cuello. Y vieron unos delgados y armoniosos brazos enfundados en brillante azul surgir del manto blanco; y oyeron una risa muy particular, que tuvo el don de despertar un suave escalofrío en todos los presentes. Y aún no había decidido Ardid —tan rápida para tales cosas como los destellos del sol en el agua— qué actitud debía tomar ante el insólito saludo, cuando la Princesa dejó caer el manto al suelo —al mismísimo suelo, y no en las manos del paje que la seguía—. Entonces apareció la criatura más extraña, y a un tiempo más bella, que ojos de Olar habían contemplado. Pues si su vestido era mucho más sencillo, y sin adorno alguno, que el que lucía la Reina, de tal forma sus pliegues se mecían al compás de sus movimientos, y era tal la gracia del cuerpo al que se ceñía, que no hubieran hecho otra cosa que estorbar en él frunces, galones, joyas, collares o aderezo alguno.

El aire de la mañana era tan brillante y tenue —como si se tratase del auténtico primer día de la primavera—, que los cabellos de la Princesa resplandecieron sobre su espalda y hombros —tal como se murmuraba— sin más complicación que un detalle en verdad curioso: junto a las sienes, y rozando sus mejillas, se agitaban dos delgadísimas trenzas, iguales a las que, en alguna ocasión, habían visto a los guerreros norteños. Eran hilos de luz, suaves y sedosos como el viento sobre el Lago. Aquellos cabellos eran de un color tan extraordinario que la Reina no pudo evitar decirse: «Yo creía que mis trenzas eran rubias como el oro. Así me lo decían todos y yo misma lo veía, pero al ver los cabellos de esta criatura, se me antojan los míos del más basto cañizo… Esta Princesa es la Princesa más rubia de todas las princesas rubias que en el mundo hayan existido. Esto es ser rubia, y lo demás, rastrojos de maíz».

La Princesa, en tanto, besó a la Reina —que recibió desprevenida tales efusiones, no usuales en aquella Corte, excepto en la más estricta intimidad—. Después, con una voz muy particular —una voz que no era de mujer, ni de muchacha, ni de niña; una voz suave pero oscura y brillante a un tiempo; una voz como llegada a través de muchas jornadas de niebla, atravesada por un sol naciente, como si rozase, estremeciéndola, la superficie del agua; una voz que, para decirlo de una vez, no había oído jamás nadie en ser humano alguno ni, pensó Ardid, en ser de especie alguna—, dijo:

—Buenos días, madre, deseo que hayáis dormido mucho y bien. Nunca había osado nadie decir tales palabras y menos que a nadie a la Reina Ardid —pues, entre otras cosas, se sospechaba que dormía con un ojo cerrado y otro abierto—, a más de que estaba ya muy avanzada la mañana y, en aquella Corte, según las severas costumbres de Ardid, la jornada comenzaba poco después de rayar el alba. Aún añadió la Princesa:

—Madre, tenemos hambre.

Dicho lo cual se volvió hacia los presentes, súbitamente seria. Todos pudieron apreciar entonces que aquella seriedad era también una seriedad muy extraordinaria: porque si bien parecía que hubieran muerto sin remisión, y para siempre, todas las sonrisas del mundo, no era en modo alguno triste ni hosca, ni severa, ni tan sólo impregnada de gravedad. Era simplemente la más cándida, concentrada, atónita y profunda seriedad del mundo. Les contempló a todos, lentamente, y al fin murmuró:

—Qué gente tan divertida.

Palabras que, a todas luces, contrastaban con la expresión de sus ojos. Y éstos, de pronto, aparecieron a todos los presentes como los más inquietantes que jamás sintieran sobre sí. Pues, aunque transparentes como la más lúcida piedra marina, eran a la vez capaces de penetrar hasta los entresijos más íntimos —y tal vez no muy limpios— de todos los ánimos. Unos ojos de un resplandor tal, que parecían poseer luz interna y rechazar toda otra luz, del sol, el cielo, la luna o las mismas estrellas. Y alguno se dijo para sí: «Tal vez esos ojos luzcan en la noche, con toda su pujanza». Pero no eran ojos nocturnos, ojos de ave o de felino que en la noche adquieren todo su significado. Eran ojos que, aun en la más espesa negrura, acaso, serían capaces de iluminar la tierra, como si la luz jamás pudiera abandonarles, o ellos mismos fueran parte de la luz.

Llegado este punto, la Reina recuperó su dominio y gravedad. Tomó entre las suyas las manos de la Princesa y comprobó con asombro que no llevaba guantes, ni anillo, ni brazalete alguno: sólo se enrollaba y desenrollaba, como jugando, un trozo de cinta azul en el índice, en actitud reflexiva. Pasó esto por alto, y dijo:

—Mi queridísima Princesa, os ruego tengáis a bien entrar en este Castillo, que os recibe como a quien iluminará, en su día (desde el punto y hora en que os unáis a mi hijo el Rey Gudú), en soberana y Señora muy amada de estas tierras.

Pero el final de estas frases, tan largamente elaboradas días antes por Ardid, se perdieron en la evidente distracción de la Princesa, que, en aquel instante, se detenía con gran curiosidad en las piedras que lucían en el broche que cerraba el cuello de la Reina madre:

—¿Qué son esas piedritas? —dijo.

La Reina quedó petrificada de asombro.

—Querida hija —dijo al fin, juzgando que este tratamiento tal vez era más adecuado a tan curioso personaje—, mucho me maravilla lo que decís, porque las piedras preciosas que habéis tenido la gentileza de ofrecerme, así como las que adornan a vuestros servidores, son mucho más hermosas que éstas.

—¿Qué? —respondió ella, con aire tan cándido e ignorante como sólo un niño podía expresar—. ¿Piedras preciosas? Ah, ya, ¿os referís a las de ese cofre y las que lucen mis amigos? —y estas palabras dejaron verdaderamente confusa a la concurrencia.

Dicho lo cual, hizo un gesto vago con hombros y cabeza —tan vago que nadie pudo interpretar si era de duda o de súbita revelación o de un gran desinterés—, y sin ningún protocolo echó a correr escaleras arriba con tal rapidez que ni siquiera el pequeño perrito a manchas negras y blancas que apareció entre los pliegues de su manto, pudo alcanzarla. Y mientras subía, la Reina y todos creyeron entender que murmuraba:

—Vamos a ver qué hay tras de esas puertas tan sucias…

Con lo que no es necesario insistir en el hecho de que el anonadamiento general llegó a su punto más alto y explosivo. Almíbar, por su parte, no había logrado cerrar aún su boca, de suerte que casi parecía un horno esperando las hogazas. Pero la Reina en seguida recobró su sonrisa, y con un gracioso ademán dedicado a la Corte exclamó:

—Vayamos todos, pues, con ella. En verdad, no es frecuente ver y escuchar todos los días a una auténtica Princesa. Felicitémonos de ello.

Y seguida de un murmullo, que decidió interpretar como admirativo —y tal vez lo era—, siguió escaleras arriba a tan singular y a todas luces auténtica Princesa, sin el más mínimo asomo de entronques sospechosos o simplemente de categoría más modesta que una línea directamente real. Pero el hilo de sus pensamientos no cesaba, como de costumbre, de ovillar y desovillar la madeja de sus proyectos o simples ocurrencias. «A veces —se dijo, con cierta angustia—, cuando, generación tras generación, se casan entre sí únicamente reyes y reinas, príncipes y princesas, sin darse reposo en otras sangres, surgen criaturas totalmente imprevisibles. Y a veces, como me advirtió mi amado Maestro, vienen a reblandecerse un tanto sus seseras. Una buena dosis de sangre guerrera y violenta, como la de Gudú, arreglará estas cosas convenientemente, para bien nuestro y del Reino».

Aunque a partir de la aparición de la Princesa Tontina en el Patio de Armas, nadie tuvo ojos más que para ella, ni oídos más que para sus insólitas ocurrencias, no acababa allí el séquito, ni todos, al seguirla, pudieron apreciarlo al completo. Así, únicamente los criados y soldados, y algunos pocos más pudieron darse cuenta de que tras la carroza aún había otros ocho soldados, igualmente vestidos con lujo y jinetes sobre idénticos caballos blancos, y seis pajes. Pero más les sorprendió una docena, o dos, o sólo cuatro muchachos y muchachas de no mayor edad que su Señora, y que de tal modo se movían, y jugueteaban, y correteaban, y con voces quedas y quedas risas se llamaban entre ellos, que confundían a quien intentara entenderles o contarles. Y, además, también les acompañaban cachorros de lebrel, palomas, ardillas y varios animalitos más, que sin jaula ni dogal alguno les seguían fielmente. Al fin el último de todos, montado en un caballo de indefinido color —pues no era blanco, ni negro, ni bayo: y de los tres colores parecía, según de qué lado y a qué luz se mirase—, apareció ante ellos un extraño muchacho, al parecer, de la misma edad que la Princesa. Tenía, como ella, tal aire de inusual y principesca apostura, que, aun prescindiendo de la corona de oro que ceñía sus cabellos, y de la espada de oro incrustada en diamantes que pendía de su cintura, nadie podía dudar ni un instante de su muy alta y refinadísima alcurnia. Era rubio, de ojos azules y piel blanca como el mármol. Y como Tontina, no parecía rebasar los once años. Cuando se apeó de su montura, comprobaron que su andar era gracioso y ligero —todo aquel particularísimo séquito tenía la manía de correr en vez de andar—. Siguió a la Princesa escaleras arriba, arengando con frases ininteligibles al resto de los acompañantes. Y le pisaba los talones un joven escudero, portando su escudo y su enseña. Y detrás de ellos, al fin, cerraba tan extraño cortejo un carrito tirado por dos caballitos enanos, con muchos cofres, y un grupo de los soldados del Duque Simonork, con semblantes tan fatigados y desconcertados como jamás en soldado alguno se hubieran contemplado ni aun después de la más estrepitosa batalla, tanto ganada como perdida. Pero entre todos ellos, el más desencajado y de entontecida expresión era el propio Duque, que, resignadamente, entró también en el Castillo. Preparado ya, a lo que parecía, para asistir a la más enigmática y a no dudar, poco aburrida comida real que en su vida recordara, y tal recordaría por todos los años que le quedaban de vida.

El banquete preparado tan minuciosamente por Ardid y su mayordomo, transcurrió de forma absolutamente diferente a cuantos sucedieran hasta el momento.

Una vez la Princesa cruzó aquella puerta —que tan desconsideradamente tachó de sucia, aunque a decir verdad, y si bien por vez primera, muchos comprobaron que no iba en desdoro de la realidad—, desapareció. Y por más que la Reina, con los cortesanos aún en pie ante las mesas dispuestas al efecto, enviara criados, pajes y aun soldados en su busca, el tiempo pasaba y la Princesa no regresaba.

Entonces, aquel extraño muchacho que cerraba el cortejo y al que nadie había prestado mucha atención, avanzó hacia la Reina e hizo una reverencia tal y como todos habían esperado contemplar, por fin, en persona de tal séquito. Y al verla, los que de tal cosa se acordaban, juzgaron semejante en donosura y gracia caballeresca a la que en su día hiciera el Príncipe Predilecto a su padre, el Rey Volodioso. Dirigiéndose a la Reina, con voz tranquila y dulce, dijo:

—Señora, no os preocupéis demasiado. Mi querida prima, la Princesa, no tardará en aparecer. Suele hacer estas cosas.

—¿Quién sois vos? —dijo Ardid, fijándose en él por primera vez, ya que los sobresaltos de aquella curiosa recepción no le daban tiempo a rehacerse de un incidente a otro—. No recuerdo que la Princesa os haya presentado a mí.

—En efecto —dijo el mancebo, con una encantadora sonrisa que conmovió el corazón de todas las muchachas—. Mi amada prima no suele acordarse de estas cosas. Pero creo mi deber deciros que soy el primo, en línea real vigesimotercera, de la Princesa Tontina. Y que, como podéis leer vos misma en este pliego —y de los pliegues de su manto, que le cubría desde el hombro derecho hasta el suelo (de suerte que ocultaba totalmente su brazo), extrajo, con su mano izquierda, una hoja cuidadosamente enrollada y sellada—, soy el Guardián y protector de mi prima, en tanto ella me precise.

La Reina, un tanto aliviada, tomó el pliego.

—Supongo que vuestro cometido junto a la Princesa es parecido al de su hermano Predilecto respecto a mi hijo, el Rey Gudú.

—Así es —contestó el muchacho, con una graciosa inclinación.

—He oído hablar del Príncipe Predilecto en muchas ocasiones, y siempre en relación a su amor y lealtad hacia el Rey Gudú, su hermano y Señor.

La Reina —y todos los presentes— sintieron un espumoso halago al ver que gentes de tan lejanas tierras y alta alcurnia habían oído hablar de ellos, de su Rey y de minucias como aquélla. La Reina, entonces, leyó el pliego, que, concisamente, pero con el peculiar lenguaje que usaba el padre de Tontina, decía lo mismo que el muchacho acababa de manifestar.

—Así pues —dijo la Reina, admirada—, también sois vos Príncipe…

Y calló, a tiempo, un imprudente: «y a lo que leo, no bastardo».

—Así es —dijo el muchacho—, tal y como mi nombre indica: pues soy el Príncipe Once, el menor de los Once Príncipes Cisnes que todos conocéis.

Aquella suposición era en verdad peregrina. Nadie entendió a qué se refería. Nadie, excepto Almíbar, que súbitamente pareció despertar de su triste sensación de comparsa. Cerrando al fin la boca, tragó saliva, y ensoñadoramente manifestó:

—Oh sí, yo he oído o leído algo al respecto… Ved que atino a comprobar cómo lleváis tapado el brazo derecho, de suerte que todo se esclarece en mi memoria… Y os digo que mucho me complace, al fin, haberos conocido, Príncipe Once.

Nadie entendió nada. Pero, de todos modos, siguieron con gran curiosidad la siguiente conversación que, por cierto, no vino a esclarecer los hechos:

—Mucho os agradezco tales muestras de simpatía —dijo el muchacho—. Y, por mi parte, os digo que desde el primer instante que os vi, también vos, y vuestra elegancia y vuestro noble porte me han subyugado. Os he reconocido como el noble Almíbar, cuyo brazo y fortaleza poseen leyenda.

Con lo que el corazón de Almíbar se sintió renacer, y mirándose disimuladamente en el bruñido metal que solía llevar con él, a guisa de espejo, dijo con la voz animada por una recuperada confianza en sí mismo:

—Oh, gracias, querido Príncipe Once. Sabed que desde ahora contáis con mi amistad y mi afecto. Pero decidme, ¿qué fue de vuestros hermanos, los Diez Mayores, y de vuestra hermana, la dulcísima y bondadosísima Elisa… o Leonor, no recuerdo bien? Os confieso que siempre he sentido una enorme curiosidad por saber qué fue de ellos.

—Es fácil comprenderlo, estimado Príncipe —dijo Once—. Todos nosotros aún no hemos sucedido, excepto para la clarividencia, que es vuestro mejor patrimonio. Como es costumbre, os adelanto que fueron muy felices, y tuvieron muchos hijos.

—Ay, me gusta conocer a alguien que tiene algo en común conmigo, algo que es doloroso y, por otro lado, lleno de amor —y señaló el brazo oculto del Príncipe Once, y su mano cortada.

Esta vez fue Ardid quien pensó: «Esa frase, también la he oído yo». Aunque no recordaba cuándo, ni dónde. Pero la invadió un vago y remoto sentimiento de haber conocido algo parecido en alguna parte, un lugar y unos hechos donde el pecho de un Príncipe lucía una estrella bordada en seda, tan refulgente que ni los hilos de plata ni de oro podían comparársele.

Contempló el escudo del Príncipe, que dos pasos detrás de él el joven escudero portaba. En el centro del escudo y en su enseña, y en el jubón mismo del sirviente, había un cisne de alas extendidas y oscura y tristísima mirada: tan triste y oscura que sólo de verla acongojaba el más duro corazón.

Llegado a este punto, ocurrió el incidente que vino a culminar todas las excentricidades y misterios que en poco rato habían tenido ocasión de presenciar los asistentes. Una risa aguda y ligera, que recordaba el cristalino surtidor del estanque real —aquel que hizo construir Volodioso para conmemorar el día en que vio a Ardid y la reconoció como esposa; aquel que, tras su cautiverio, misteriosamente se secara—, se alzó de bajo la mesa que tan cuidadosamente ornada presidía el banquete, y, apenas los comensales se habían repuesto de su sobresalto, la Princesa Tontina surgió de ella y, acompañada por la risa —aquella risa especial que coreaban los muchachos y muchachas de su séquito—, dijo alegremente:

—¡Ya está bien de juegos por hoy! Vamos a comer de una vez, madre, tengo verdadero apetito.

Y, súbitamente revestida de auténtica majestad y distinción, se sentó con toda compostura a la mesa, exactamente en el lugar indicado, sin que nadie se lo hubiera dicho. A su vez, el Príncipe once ofreció su brazo y acompañó gentilmente a la Reina, que, asombrada y mortificada, presenciaba aquel desbarato de todo protocolo, íntimamente halagada por la cortesía del muchacho, sin parangón en aquella Corte. Comenzó el banquete, y, al parecer, terminó sin excesivas complicaciones ni interrupciones de consideración.

Únicamente de entre todo aquel pintoresco tropel de muchachos, muchachas y animalillos que componían el séquito de Tontina, permanecían absolutamente impávidos, serios, mudos e inmóviles, los lujosos soldados de su Guardia y su hermético, grave, y no menos imponente Capitán.

En el transcurso de aquella larga comida, Ardid susurró a oídos de su querido Almíbar:

—Si tal vez mi hijo se equivocó al torcer el gesto, cuando oyó el nombre de su prometida, quizá me equivocaba yo también cuando le dije que ese nombre no significaba lo mismo en aquellas tierras que en éstas, las nuestras.

Pero tan contento y tan a sus anchas parecía el Príncipe Almíbar, que ni siquiera se enteró de estas reflexiones. Se limitó a mirarla y sonreírle con el acostumbrado arrobo que solía acompañar estas miradas y estas sonrisas.

2

No habían pasado muchos días a partir de aquel en que Tontina llegó al Castillo Olar, y ya toda la Corte —no sólo la Corte, sino la Reina misma y hasta el último de los pinches y poco gallardos soldados dejados allí por Gudú— se hallaba trastocada, inquieta, confusa y desazonada. Como si un raro viento les zarandease, de aquí para allá, sin reposo. Aquel raro vientecillo que desde hacía unos días agitara cortinajes y tapices, árboles y cabellos, se intensificaba por días, y no aumentaba en fuerza, ni en violencia; más propiamente, diríase que se esparcía, hacíase patente y se adueñaba de los ánimos, como si en vez de aire —suave y fresco, pero no frío; rápido pero no arrasador— se asemejara más a perfume que a otra cosa. Y era una suerte de perfume que embriagaba sin que pudiera percibirse con el olfato; y música sin que pudiera ser audible. Y sí, algo como una corriente luminosa, extraña, absolutamente desconocida agitaba a caballeros y a damas, a soldados, a palafreneros, a criados, a doncellas y donceles, a hombres y a mujeres jóvenes o de avanzada edad.

Las costumbres de la Princesa eran realmente imprevisibles. Aceptó encantada las estancias que para ella se habían habilitado sobre el jardín, en el Ala Sur —donde anteriormente tuviera su cámara Ardid—. Pero, poco a poco, estas estancias se habían transformado de tal manera, que nadie hubiera podido reconocerlas. Pues si bien los muebles y enseres eran los mismos, no su posición, de forma que todo parecía igual y totalmente distinto. En su cámara, colocó el lecho en el centro de la habitación, y en la ventana que daba hacia los árboles del que fuera jardín de Ardid en su época de joven Reina, el surtidor del pequeño estanque volvió a alzarse, más pujante y hermoso que antes; y, en tanto avanzaba raramente la primavera, las flores se abrían todos los días, en especies nuevas y colores antes nunca vistos: y trepaban por los húmedos muros de piedra, hasta la ventana de la Princesa. Por sobre el musgo y la desidia de antaño, ahora crecían las enredaderas, y el jazmín se hermanaba extrañamente con la miosotis, y juntos brotaban de un mismo tallo. Y nadie había conocido jamás en aquella tierra flores semejantes. La rosa escarlata platicaba, al parecer, con el viento y el agua, y se mudaba de tallo y se escondía entre los humildes brotes de la campanilla silvestre. Y así todo era allí insensato, ligero, hermoso y trastocado.

Y no era sólo esto, sino que aún vino a sorprender mucho más un hecho. Cierto día, con sumo cuidado, del carro de los cofres que pertenecían al ajuar personal de la Princesa —y que parecían variar de tamaño a su capricho—, se extrajo, entre gran alboroto de órdenes contradictorias —dadas por todos a la vez, pues la Princesa tenía un muy especial sentido del protocolo—, un arbusto de grandes raíces. Y entre todos —la Princesa, el Príncipe Once y aquella bandada de muchachos y muchachas que a veces parecían diez, a veces veinte, a veces sólo tres— lo plantaron bajo las ventanas de Tontina. Una vez estuvo plantado, tomáronse todos de las manos y, dando vertiginosas vueltas en torno —de forma que Ardid, que todo lo veía y espiaba entre tapices desde sus ventanas, se alarmó pensando que acabarían disparados y maltrechos—, entonaron una canción —según juzgó Ardid— estúpida y sin sentido alguno. Pero al mismo tiempo —se dijo—, aquellas voces, que no habían sido educadas en el canto, a menudo desentonadas y poco organizadas, formaban todas juntas un misterioso coro que llegaba al corazón. Oyéndolos, Ardid evocó ciertas cañas horadadas que su hermano pequeño, el de los rizos rubios, había hincado en la playa, allá donde soplaban los vientos del Sur; y cuando esto ocurría, producían un discorde concierto que entonces —y ahora, recordándolo— alegraba su corazón de niña solitaria. Una dulce y muy leve tristeza la invadió, como olvidado perfume. Pero poco después mayor sería la sorpresa que le produjo comprobar que aquel arbusto iba creciendo, no sabía cómo, ya que no lo perdía de vista día a día, y no se apercibía de que aumentara de tamaño. Sin embargo, allí estaba convertido en árbol, en el centro del corro y de las voces, esplendoroso y magnífico, enteramente cubierto de hojas y de flores. Y recordaba el anuncio del sol en su despertar sobre la tierra. Ardid pensó que jamás vio hojas como aquellas, tan suavemente mecidas, que más parecían oro que rubí —no hallaba otra comparación, aunque no le satisfacía, por imperfecta—, y que lucían por sí mismas, como los ojos de Tontina —y, ahora se daba cuenta, como los ojos de todos aquellos muchachos—; sin que ningún otro sol, ni fuego, ni resplandor alguno precisase para ello, puesto que en ellos estaba la luz, el día, la luna y todo fulgor posible. Y se dijo, pensativa: «Si la música pudiera verse, sería como este árbol». Luego, les vio deshacer el corro, y Tontina, como si se tratase de una chiquilla campesina, se descalzó y trepó por él, y desapareció en sus ramas. Y como ella hicieron el Príncipe Once y algunos muchachos y muchachas. Y también algunas palomas les miraban, y otras les seguían, y dos perdices levantaron la cabeza hacia ellos, y cinco cachorros de lebrel ladraron. Y todos se perseguían en torno al tronco ancho y denso, grácil y transparente a la vez, de aquel árbol. Vio cómo arrancaban hojas de él y leían algo en ellas; y con gran desconcierto, los vio discutir entre sí. La Princesa misma discutía; y no por ser ella le daban fácilmente la razón, como estaba mandado y debía suceder, según entendía Ardid. Consternada, vio cómo la Princesa se enfadaba, y en lugar de imponer su mandato, como hubiera debido ser —si no estuviera allí el mundo trastornándose de forma tan increíble—, se hacía a un lado y se quedaba sola, mohína y como llorosa. Luego, vino un muchachito, la besó en la mejilla y dijo: «No os enfadéis, Princesa, que nos falta uno para el juego y sin vos no podremos jugar». Ella, mirando con el rabillo del ojo a los que muy raramente y sin aparente lógica jugueteaban bajo el árbol, dijo: «Una condición». «¿Qué condición?», preguntaron los otros. «Dadme la piedra verde que encontró Tulipa en el camino».

«Ah no», dijo la llamada Tulipa con aire ofendido: «Ésa no». Y Ardid, sin salir de su estupor, les vio discutir, hasta que Tontina buscó en lo profundo de su bolsillo e hicieron extraños y totalmente insensatos intercambios: bolas de colores, piedras, huesecillos… Súbitamente, lo olvidaron todo, porque un muchacho avisó que había peces en el estanque; de suerte que todos corrieron a asomarse a aquellas aguas. Luego de charlotear y meter las manos en ellas, y mojarse los cabellos, pies y rostros, descubrieron el juego del surtidor, y empezaron a salpicarse unos a otros con grandes muestras de diversión y regocijo, hasta que sus mejillas se cubrieron de un tinte rosado, y sus frentes y sus rostros y cuellos brillaban de sudor; y tanto la Princesa como los demás, estaban despeinados, sofocados y, al parecer, muy divertidos. Al fin, sudorosos, descalzos, mojados y sonrosados, se tendieron en la hierba. En tanto, el Príncipe Once, sentado a horcajadas en una rama del árbol, les contemplaba con gran aplomo, balanceando ambas piernas en el aire.

Llegadas las cosas a este punto, la Reina no pudo resistir ni un segundo más la contemplación de tanta y tan incomprensible insensatez. Corrió la cortina, dejó de mirar, y llamó al Trasgo, pues recordó que, entre una y otra cosa, hacía muchísimos días que ni ella lo llamaba ni él se presentaba o la requería con sus menudos martillazos.

El Trasgo estaba, a su vez, asomado y sentado en el alféizar de la ventana. Con gran inquietud, Ardid constató que, aun teniéndole al lado, no le había visto. Dijo en tono quejoso:

—Trasgo, mucho te necesito, y no has sido bueno para estar cerca de mí todos estos días en que ando tan desazonada.

—¿Cómo puedes decir tal cosa, querida niña? —se sorprendió el Trasgo, con evidentes muestras de sentirse dolido—. No me he separado de ti ni un minuto, aunque oculto entre los pliegues de tu vestido. Y me parece raro que tanto haya flaqueado tu memoria, si tienes presente que tantas y tan sabrosas charlas hemos mantenido respecto a estas cosas.

La Reina quedó muy asombrada —parecía que éste iba siendo ya su estado de ánimo natural— y, prudentemente, calló el hecho de que no había reparado en él, ni tan sólo oído su voz. Así pues, le dijo:

—No te extrañe este olvido, porque me veo tan atareada y atribulada, de susto en susto, de sorpresa en sorpresa, que no me reconozco.

—Ya te dije —repitió el Trasgo, como si lo hubiera dicho en más de una ocasión, cosa que ella no recordaba— que no debes tener motivo de asombro, puesto que todo ocurre tal y como debe suceder. No es posible que nada de esto suceda de otra manera…

—Te ruego que hables en mi lengua —interrumpió Ardid con aire desfallecido—. Y ahora, acompáñame a la cámara de la Princesa, para ver si allí encuentro algo que me pueda esclarecer alguna de mis confusiones.

Y sin aguardar su respuesta —aunque sin duda la hubo—, la Reina entró en la cámara de la Princesa Tontina.

Una vez allí, abandonándose a su auténtica naturaleza, que no se detenía en escrúpulos de tal especie —¿cómo, si no, hubiera sobrevivido y llegado hasta allí?—, dedicóse a abrir todos los cajones y cofres que se le ofrecían a mano. Y quedó aún más desconcertada cuando vio lo que contenían: tanto los cofres y arquetas de vieja y tallada madera que Tontina había instalado en aquel aposento como el grande y pesado armario que con ella trajo, aparecían repletos de objetos tan absurdos y extraños para su entendimiento, que al fin sentóse, cansada, en un pequeño escabel, diciendo:

—Ya ves, querido Trasgo, qué es lo que guarda la Princesa en los lugares donde debían estar su ajuar, sus joyas y, en fin, hasta sus afeites, que en más de una ocasión las damas han querido desentrañar cómo consigue esa piel tan tersa y suave, blanca y dorada al mismo tiempo; y ese brillo en los cabellos y los dientes e, incluso, las uñas; y esa finura en el talle y gracia en el andar…

Aquí Ardid se detuvo, pues comprendió que al menos estas dos últimas cosas no eran producto de afeite alguno. Y mostró aquella gran cantidad de muñecos de toda especie y calidad y forma hallados en los cajones: pues los unos iban vestidos de colores como saltimbanquis y buhoneros, y los otros regiamente ataviados, como pequeños príncipes y princesas, y unos tenían la forma y el rostro del Trasgo o cualquier otro gnomo o criatura no humana. Y los había de madera, tan oscura que sus caras y manos parecían de piel negra; otros estaban hechos de asta de reno, y tan blancos como la propia Tontina o su primo Once. Había también algunos con graciosas figuras de animales, aunque de especie vaga y no conocida por ella. Y tenía también la Princesa, fabricado en madera de grande y fresco perfume, un pequeño castillo de almenadas torres y puntiagudas cúpulas doradas, con diminutas ventanas, y rodeado de un foso de aguas cristalinas; y una fuente, que no dejaba de manar entre la diminuta arboleda de un parque minúsculo. Este último lo había hallado debajo del principesco lecho, cosa que la dejó sumida en gran meditación.

Por contra, vestidos, zapatos y guantes hallábanse en gran desorden arrebujados en el fondo de los cofres, y maravilla parecía que, cuando ella los vestía, tan estirados, pulcros, graciosos y aseados se mostraban, con sus variados colores y armoniosos pliegues. Y lo mismo podía decirse de sus zapatos y diademas. Aunque esparcidos por doquier había profusión de anillos, collares y brazaletes, así como pendientes, Ardid advirtió que jamás los lucía, excepto la sencilla corona que, como Princesa ideal llevaba, siempre puesta. «Al menos —se dijo Ardid con un profundo suspiro ésa no parece podérsela quitar… aunque quizá no duerma con ella».

Y cuando abrió, con íntima excitación, los innumerables tarros y cofrecillos que suponía repletos de maravillosos ungüentos, afeites y perfumes, grande fue su asombro al comprobar que estaban llenos, tan sólo, de cosas tan raras y peregrinas como arena, bien que fina y dorada, piedrecillas pulidas por el río de encantadores tonos e irisaciones, mariposas doradas que, milagrosamente vivas, huyeron volando, y dulces pegajosos que le mancharon los dedos. En el fondo de los cajones también había migajas de pastel y manzanas mordidas; pero no aparecían enmohecidas ni putrefactas, sino que todas tenían el suave aroma y la frescura de las que han sido recién mordisqueadas por limpios dientes de niño. Con lo cual vino a decirse, muy perpleja, que ése era el perfume que tanto intrigaba en la Princesa: un perfume donde se combinaban —y de muy curiosa, agradable y dulce manera— el aroma de las manzanas, el de los pastelillos recién hechos y el de los tallos recién cortados; así como un remoto —y de pronto añorado— aroma a brisa marina, a sal, a rocas y a luz: pues así era el aroma —lo recordaba, súbitamente— del mundo entero cuando ella lo contemplaba por el agujerito de cierta piedra azul que, hacía tiempo, había regalado a Predilecto. Y notando que todas estas cosas arañaban de una forma muy inquietante su corazón, cerró bruscamente cajones y cofres, y quedó muy pensativa.

—Querida niña —dijo el Trasgo—, no te tortures en buscar tu razón en las cosas que viven de espaldas a tu razón. Procura, en cambio, calmar los pensamientos y envolver de paciencia la vida y el ánimo. Atiende a la Princesa cuando te llama madre, y no manches con tu curiosidad de adulta sus cajones, ni abras el cofre de su valioso tesoro íntimo y privado: pues ten por seguro que a esto ni puedo ni quiero ayudarte.

Entonces reparó Ardid en un cofrecillo de madera más pequeño, que había olvidado abrir por lo pequeño y modesto que le pareció.

—¿Ése es el tesoro verdadero, íntimo y precioso de Tontina? —dijo, recuperando su audacia. Y sin atender al Trasgo, intentó abrirlo; pero ni con las uñas, ni con el diminuto puñalito que siempre ocultaba en su manga derecha lo logró.

Muy desolada e inquieta, regresó a su cámara, sin oír ni ver el suave reproche del Trasgo, que le decía:

—Ardid, Ardid, hay muchas cosas que, al parecer, morirás sin comprender. En verdad que los humanos sois una rara especie, y no pasa día sin que me deis motivo de admiración y asombro.

3

Algunos días más tarde, impaciente la Reina por la ausencia de Gudú, envió el último de los emisarios a los Desfiladeros. Y se decía: «Cuando Gudú vuelva, y se case con esta criatura, las cosas tomarán un cariz más sensato, y este viento de locura e insensatez que a todos nos trastorna desde que ella y su séquito llegaron, desaparecerá por donde vino».

Aquella tarde, antes de retirarse a descansar, llamó a la Princesa Tontina, y una vez a solas, con mucha dulzura —toda la dulzura de que era capaz, y a fe que bien sabía aparentarla si le convenía— la hizo sentar en el mismo escabel donde siempre se sentara Gudú para hablar con ella. Y mirando los transparentes ojos de Tontina, dijo:

—Querida niña… —y comprobó que la llamaba como a ella la llamaban el Trasgo y su anciano Maestro: y esto le produjo una emoción remota y muy cálida, de suerte que rectificó rápidamente—, querida Princesa, quisiera preguntarte qué es lo que hacéis en ese árbol plantado en mitad de lo que fue antaño mi jardín.

—Es muy sencillo —dijo Tontina, con evidentes muestras de hallarse pensando en otras cosas. Disimuló finamente un bostezo, pues la habían arrancado del sueño, y añadió—: es el Árbol de los Juegos.

—¿Y qué clase de árbol es ése?

Ardid, intrigada, empezaba a temer que un viento de brujería invadía lentamente el Castillo. Y si bien ella menos que nadie podía reprochar tales cosas a la Princesa, si de ello se trataba, estaba decidida a cortarlo prestamente de raíz.

—Es muy sencillo —repitió Tontina, cuyos párpados se cerraban suavemente—. Es de la clase de los Árboles de los Juegos.

—Pero criatura —se impacientó Ardid. La sacudió suavemente por los hombros, viendo cómo su cabeza se inclinaba lentamente, para que no se durmiera allí mismo—, explícame de qué está hecho, cómo crece, dónde se encuentra…

—Muy sencillo —dijo una vez más Tontina, sin poder evitar, ahora, un cabeceo cada vez más significativo—. Está hecho de Juegos, crece de los Juegos y se encuentra en los Juegos…

Sus ojos se cerraron, y apoyó suavemente la cabeza en las rodillas de la Reina. Pero la Reina, tomándola de la barbilla, la izó nerviosamente e insistió:

—¿Y para qué sirve, y cuál es su semilla, y por qué sabe crecer donde nada crece, y alcanzar alturas sin que por ello se vea alzarse, y extender sus ramas, sin que nadie aprecie cómo se alarga?…

—Señora —dijo Tontina, con un bostezo ahora totalmente desprovisto de disimulo—, preguntadle al Trasgo, que os lo dirá mejor que yo…

Volvió a apoyar la cabeza en las rodillas de Ardid, y esta vez quedó profundamente dormida.

—¿Qué es lo que he oído? —murmuró Ardid, consternada—. ¿Acaso puede verte, Trasgo?…

El Trasgo seguía allí, sentado a sus pies, aunque ella no había reparado en él. Y le oyó decir:

—Me sorprende que no lo supieras, Ardid. Es del todo natural que así sea: aunque, por supuesto, sólo puede verme un instante antes del sueño. Una vez despierta, me olvida hasta el próximo sueño.

—¿Y cómo es eso? —Ardid notaba cómo un temor difuso se apoderaba de ella—. ¿Ha estudiado, como yo, en el libro de algún sabio maestro, y tiene así contaminados sus ojos, como yo?

—No —dijo el Trasgo—. No es extraordinaria, es de una especie corriente. Sólo antes del sueño, hasta el despertar: y olvida, hasta el próximo sueño. Además, algún día también dejará de verme aun antes del sueño, y nunca más nos recuperará: ni a mí ni al Sueño.

—¿Cómo es posible, Trasgo?… No entiendo nada: ¿algún día la Princesa se verá privada del placer del sueño? ¿Qué maleficio es ése?

—No se trata de ningún maleficio —dijo el Trasgo, con voz cansada—. Parece mentira, Ardid, que no lo entiendas. Es una cosa corriente, en una criatura muy corriente. El Sueño a que yo me refiero no tiene nada que ver con la gente que duerme, ni con la gente que descansa… Pero en fin, ya que no podremos ponernos de acuerdo, olvida estas cosas, querida niña, y duerme tú, que tanta falta parece hacerte. No te atormentes, que no ocurre nada de importancia ni de interés particular, ni motivo de inquietud alguno, por descontado, en esta Princesa Tontina. Llévala a la cama, y ocúpate de tu hijo Gudú, que a buen seguro es ya hora de que se halle aquí… Ay —añadió el Trasgo; y unas lágrimas terribles, grandes y brillantes como gotas de alguna lluvia antigua y triste resbalaron de sus ojillos de pimienta—, ojalá que él hubiera podido verme, si tan siquiera fuera de forma tan vulgar y rudimentaria como Tontina. Pero él es (y sospecho que en esto nada tienen que ver nuestras manipulaciones) una criatura extraordinaria. No así esta pobre y vulgar Tontina, que no debe dar motivos de inquietud a nadie.

Dicho lo cual, secó con ambas manos aquellas sus primeras lágrimas, tan oscuramente premonitorias, y desapareció entre los rescoldos, aún vivos y centelleantes, de la chimenea.

Luego, el Trasgo, como cada noche, como tantas veces, como hacía siglos, horadó un caminillo para que el Sueño de Tontina tuviera buen conducto; junto a otros innumerables caminillos, subterráneos y modestísimos, que a su vez conducían a otros tantos Sueños de otros tantos Tontinas y Tontines: tal como ocurría desde el primer día del mundo y seguirá ocurriendo, acaso, mientras la tierra exista. Éstas, en verdad, eran cosas vulgares, sin maravilla alguna para él. Ni siquiera merecía la pena hablar de ellas, y jamás pensó que, aunque por una sola vez, lo haría con un ser a todas luces tan agudo, tan sabio y extraordinario como la Reina Ardid. «Así son de complicadas y misteriosas —se dijo, una vez más— las humanas criaturas».

A pesar de que con mucha frecuencia interrogó a Almíbar, y a la misma Tontina, qué era lo que les entretenía durante todo el día, cuál era el lenguaje que hablaban —puesto que, a pesar de estar compuesto de las mismas palabras que el suyo, resultaba indescifrable su sentido— y de dónde venían realmente, tanto ella como Once, como todos sus acompañantes, incluidos los impávidos soldados —que a decir de los atemorizados soldados de Olar y de toda la servidumbre, jamás hablaban, ni comían ni parecían dar muestras humanas—, sólo le contestaban con tan vagas y enrevesadas formas —incluido Almíbar—, que acabaron por irritarla y hastiarla.

—Almíbar —decía ella, a menudo, usando de todas sus Argucias—, dime al menos cómo supiste quién era Once, y qué cuento es ése de unos hermanos que no acabo de entender.

—Si está muy claro —contestaba Almíbar—. Está escrito, y lo he leído.

—¿Dónde? —insistía Ardid.

—En alguna parte —decía él, plácidamente. Y ninguna otra cosa en claro consiguió. Al menos, por entonces.

Poco a poco, fue resignándose a aquella ignorancia, y deseó que la boda se realizase de una vez. A menudo se consolaba —y mucho— recordando los bien guardados cofres repletos de maravillosas piedras que le había traído su futura nuera. Y por nada del mundo hubiera deseado desprenderse de tan fructíferos presentes, a los que, mentalmente, había ya dado su adecuado destino. De tal manera que, entre cálculos y más cálculos, y puntualizando en su Libro de Posibilidades —que tan al día llevaba, y con tanto escrúpulo—, se decía que el Reino de Olar sería el más grande y poderoso de la tierra, a poco que su hijo Gudú no la defraudara. Aunque alguna amargura le correspondiera en tales manejos, estaba segura de haber puesto todos los medios a su alcance para conseguirlo; y a fe —se decía— que había elegido con tino, cuidándose de privar a Gudú de la más perniciosa de las maldiciones: la capacidad de amar.

Así las cosas, espiaba, si bien por pura y simple costumbre, los innumerables juegos a que se dedicaban Tontina, Once, y su extravagante séquito. Y unas veces jugaban a la Máxima Pobreza, de suerte que, descalzos, fingían hallarse en una isla donde debían labrar la tierra para comer, y edificar sus propias viviendas, y en tan estúpidas diversiones se desollaban las manos y se herían; o a la Máxima Riqueza: en que, coronándose unos a otros con flores —y tenían especial predilección por las humildes margaritas, que crecían en la ya muy avanzada, espléndida y precoz primavera—, en profusas hileras en torno al recinto, saltaban los muros con agilidad y frecuencia pasmosas.

Un día, Ardid pensó que debía intervenir en sus ires y venires, ya que, cosa sorprendente, ni una sola vez Tontina se interesó por la presencia o ausencia de Gudú. Así pues, la llamó, y dijo:

—Tontina, seguramente estás extrañada por la larga ausencia del Rey, tu futuro esposo y Señor. Creo que debo explicarte las circunstancias, en verdad importantes, que le retienen aún lejos de Olar.

—Bien —Tontina adoptó un aire de seriedad, a todas luces fingido: era la misma seriedad que adoptaba en los juegos, cuando éstos lo requerían—. En verdad, madre, no tengo prisa para jugar a la boda. Ya jugaremos a eso cualquier día…

—Nada de jugar —interrumpió Ardid, conteniendo su irritación—. Se trata de una boda real y verdadera, y espero que no lo tomes como cosa de juego.

Entonces, Tontina la miró intensamente. Y de pronto, sus ojos se inundaron de la profunda seriedad del primer día, aquella que era real y no fingida, aquella que a todos les estremeció sin saber exactamente por qué. Impresionada a su pesar, dijo Ardid:

—No te alarmes, hija mía, que la cosa no es motivo para ello. Simplemente, deseo hacerte comprender la gravedad de un paso como éste: pues sé por experiencia que ser Reina, y por añadidura Reina de Olar, no es cosa de juego, ni para tomar a la ligera.

Tontina seguía mirándola tan profundamente, que la Reina sintió crecer su malestar. Ante aquellos ojos, tan lúcidos, transparentes y a un tiempo intensos, algo zozobraba en quienes los contemplaban. Algo quizá conocido, muy remotamente inquietante que no se deseaba desentrañar al tiempo que llenaba de curiosidad. Por lo que ante su silencio, añadió:

—Espero no haberte asustado, Princesa Tontina.

Sólo entonces, la Princesa pareció desprenderse de aquella mirada, de aquel indescifrable mundo de luz y de abismo en que parecía inmersa: sus ojos volvieron a lucir con la leve y placentera sonrisa que a menudo jugueteaba en ellos. Y dijo:

—¿Cómo decís, madre? Perdonad, no os atendía.

—Pues ¿qué otra cosa atendíais? —dijo, o casi gritó bruscamente Ardid.

Estaba francamente irritada, y no trató de disimularlo. Tontina, entonces, frunció ligeramente las cejas, y con aire de cansancio, dijo:

—Oh, madre, os lo ruego, no pongáis esa cara, porque al veros con tales ojos y oíros con tal voz, me recordáis demasiado a la fastidiosa Aya Basilisa, que tanto me importunó allí y tan contenta estoy de haber dejado atrás, en el Reino de mi padre.

—¿El Aya Basilisa?, ¿quién era el Aya Basilisa? —la confusión y cierto temor vago, ambiguo, invadieron a Ardid. Jamás nadie le había dicho algo semejante, y optó por guardar silencio, en espera de las necedades que seguramente oiría a seguido.

Frotándose ligeramente la nariz con el dedo índice —gesto a todas luces poco elegante, aunque provisto, como todo lo que la caracterizaba, de un particular e inexplicable encanto—, dijo Tontina:

—Si queréis saber en qué pensaba, os diré que me llama la atención el brillo tan raro que luce en el centro de vuestros ojos: sólo vi algo semejante en las ardillas o en los gnomos.

La Reina se sobresaltó: ningún ser humano había visto, antes de Tontina, la semilla del centro de sus ojos, las gotas de luna. Sonrió azaradamente y dijo:

—Hijita, esos ojos se adquieren con los años: es la vejez.

—¿La vejez? —se extrañó Tontina—. No os veo vieja, sino joven y hermosa. Tal vez —admitió tras un titubeo, con ligera condescendencia—, si es que llegara a vieja algún día, no me importaría mucho parecerme a vos.

Tan convencida estaba de semejante imposibilidad, que la Reina pensó, con suave ternura: «Pues descuida, que más pronto de lo que deseas, esto sucederá». Sin embargo, aunque lista y sabia, ignoraba que las palabras de la Princesa no eran petulancia infantil ni ignorancia de niña estúpida, sino que respondían a una verdad tan profunda, que no era posible ser comprendida por simples oídos humanos. Así pues, Ardid añadió:

—Vería con mucho agrado que, en vez de dedicaros todo el día a juegos complicados y en verdad fuera de la realidad, pensarais de vez en vez en la proximidad de vuestra boda, que os hicierais cargo de que ello ocurrirá más pronto de lo previsible y que debéis reflexionar mucho, y prepararos para tan importante suceso. Creo que si todos los días platicáramos las dos un rato, algunas enseñanzas sobre el particular podré iros inculcando para que, llegado el día de la boda, hagáis el buen papel que todos esperamos de vos.

—Ay —contestó Tontina con voz de fastidio—, esto no es lo convenido: mi padre me aseguró que, si me casaba, acabarían para siempre las aburridas lecciones. Pero, según veo, no era cierto: ¿debo, pues, volver a aquel aburrimiento, a los deberes que retrasan la hora de jugar, a los castigos cara a la pared, a las interminables frases «No he prestado atención debida a mi maestro» que me imponían como penitencia? Os lo ruego, no lo hagáis, porque creo que no podría soportarlo.

—No se trata de eso —dijo Ardid, con la paciencia que ya iba adquiriendo para hablar con la Princesa—. Son simples conversaciones, de madre a hija. Y no habrá castigos ni lecciones de ésas, os lo puedo asegurar. Las lecciones, simplemente, se desprenderán de los ejemplos y enseñanzas que yo os haga saber: como historias hermosas.

—Ah bueno —dijo Tontina—. Siendo así, podemos probar. Y os prometo, entonces, interesarme y pensar más en la boda.

Así, las cosas se cumplieron de esta forma. O al menos, así lo creyó Ardid. Pues si la Princesa atendía con mucha atención y curiosidad a lo que ella, lo más suave y arteramente, intentaba inculcarle, lo cierto es que sus palabras producían un efecto bastante distinto en la mente de la muchacha. Y si cumplió lo prometido en cuanto a pensar en la boda, pronto tuvo ocasión Ardid de comprobar qué es lo que había entendido Tontina tras sus largas explicaciones, y cuál la forma que tenía de meditar sobre ellas.

Tontina sólo se había interesado por la ceremonia que componía una boda real —cosa que le maravillaba y divertía a partes iguales, puesto que a partes iguales le parecía solemne y ridícula—. Y su forma de meditar sobre ello fue incorporarla a sus habituales juegos. Muy favorito era, ahora, el «Juego de la Boda». De suerte que el juego de la ceremonia —interpretado de muy particular manera, como en sus disimuladas vigilancias pudo comprobar Ardid— era llevado a cabo con todo lujo y pormenor de detalles: unos aprendidos, otros mal entendidos, otros deformados, otros inventados por ella misma. Y así, casáronse todos infinidad de veces y de las más variadas formas: Tontina y Once, Once y un paje, dos pajes y una paloma, la misma Tontina y tres pajes, un paje y dos muchachas, una muchacha y una codorniz…, hasta un sinfín de variaciones que hacían hundir en el desánimo a Ardid. Pero considerando que de alguna manera, la idea del matrimonio —aún por peregrina que fuese— ocupaba algún espacio en el pensamiento de tan desesperante e increíble criatura, se conformó diciéndose que algo era algo: y algo, siempre era más que nada.

Y así se hallaban las cosas en la Corte de Olar, el día en que el Príncipe Predilecto y el anciano Hechicero, con escasa escolta y ánimo turbado por la difícil encomienda con que les enviara Gudú, emprendieron el regreso hacia la ciudad.