X. LOS HERMANOS

En el Castillo Negro Gudú repasó a los mercenarios. Les hizo formar con toda la seriedad de que eran capaces, y les contempló despacio. Comprobó que los había de muchas razas y guisas: los unos medio desnudos, apenas tapados con pieles, con cabellos hasta la cintura y largas barbas, negras o rojas; los otros completamente pelados de cabeza, de modo que sus cráneos brillaban como el cobre, al resplandor de la hoguera en la que se calentaban; y otros, abrigados como podían y con cinturas ceñidas de cuero. Pero todos iban armados hasta los dientes, y aparecían fuertes, con ojos relampagueantes, y cubiertos de cicatrices, lo que le satisfizo mucho. Luego revisó a sus propios soldados. Eran de aspecto corriente y menguadamente armados: algunos llevaban coraza, la mayoría cota de malla, y bastantes iban descalzos. En general pudo apreciar que iban mal pertrechados y que no presentaban el fiero aspecto de los mercenarios.

Los de mejor planta pertenecían a Almíbar, porque Almíbar cuidó siempre del prestigio de sus hombres. No eran muchos, pero valerosos hasta lo increíble, y bastante bien armados y vestidos, tanto es así que la mayoría llevaba coraza, unos de hierro y otros de cuero, bien guarnecidos, y de aspecto menos deprimente que los demás. También habían acudido algunos nobles, con sus hombres. Aunque no numerosos, la mayoría de ellos, en su infancia, se habían dedicado más a robarse entre sí y disputar por unas tierras, que por asuntos guerreros. Por tanto, su aspecto no era ni valiente ni adiestrado. El más importante entre éstos era el Barón Iracundio, que poseía una nutrida mesnada, al que acompañaba su hermano menor, joven de aspecto un tanto desmedrado y evidentemente confuso.

Solamente un par de nobles, cuyo feudo lindaba con el de Usurpino, no habían respondido a la llamada, y Gudú supuso que estaban dudando si unirse a él o al enemigo, por lo que, sin dilación, les envió un mensajero, conminándoles a presentarse en el término de cuatro jornadas, pasadas las cuales, y si no tenía noticias suyas, caería sobre ellos y sus tierras como si del enemigo se tratara.

Todos quedaron bastante admirados de la audacia de Gudú, y especialmente sus capitanes, pues tras ordenar que se calzase y diese de comer a toda aquella desordenada tropa, les reunió en privado y se dispuso a estudiar con ellos el asunto. Esto les maravilló mucho, y los por primera vez consultados —al menos en apariencia— capitanes, opinaron que no había tiempo que perder en conversaciones: en pocos días tendrían al enemigo encima. Un enemigo que, como bien suponían, era muy numeroso y mejor preparado que ellos.

Gudú les escuchó con atención, y cuando hubieron callado, tomó la palabra. Como no se tenía noticia de aquel Reino, lo primero que hizo fue pedir al Hechicero que le trajera aquellos extraños dibujos que de niño le llamaban la atención. El Maestro los llamaba Cartas Geográficas, y allí, en delicados colores que iban del azul profundo al tenue verde esmeralda, pasando por ocres y sombras, se contemplaba, como a vista de pájaro, el Reino de Olar y sus reinos vecinos. Exceptuando, claro está, las Tierras Desconocidas de donde llegaban las Hordas: desiertos espantosos, donde todo ser humano moría de sed y hambre, les separaban de ellos. Y se sabía de un peregrino que por error se adentró allí, y contó que, tras miles de calamidades, había vislumbrado en su confín azules y altísimas murallas que, si no fuera por el color y el brillo, podría tratarse de montañas inaccesibles.

Observando los delicados dibujitos, en los que, incluso, a ratos perdidos el Hechicero había incluido casitas, las blancas iglesias que la Reina había hecho edificar —mantenía excelentes relaciones con la Iglesia, y en especial con los Abundios—, castillos, ríos, bosques, las murallas, e incluso las cabañas de los Desdichados, Gudú se irritó un poco al ver aquel inútil hormigueo de cosas que no interesaban, pero se contentó en contemplar con fruición las tierras lindantes al Reino de Usurpino, y al espacio que, tras el gran barranco de los Gigantes de Piedra, enfilaba hacia el vecino país. Sabía, ya que lo oyó desde muy niño, que a no ser por aquel Desfiladero, aquella especie de embudo rocoso y montañoso, sus tenebrosos bosques y el supersticioso temor que inspiraba a los hombres, haría muchos años que, o bien el Reino de Usurpino sería suyo —tal y como su padre Volodioso hizo con otros, añadiendo uno tras otro a la Corona de Olar y sin dejar tierra llana, feraz o vinícola en los alrededores o lejanías que no uniese a la suya—, o bien el suyo propio pertenecería hoy a Usurpino.

Los capitanes apenas podían contener la impaciencia, pensando que Gudú perdía el tiempo con resabios infantiles en un momento tan crítico. Pero entonces, teniendo a su lado al viejo Maestro —del que se deshizo en elogios que dejaron a toda la Asamblea boquiabierta—, les explicó cuánto y con qué provecho había aprendido de aquel hombre, tan humilde y sin embargo tan sabio.

El mismo Hechicero se sentía incómodo —su modestia era relativamente cierta—, pero muy ilusionado al oír que aquel discípulo que él tenía como poco atento y bastante díscolo, se presentaba de improviso como un alumno más que aprovechado y sagaz. Escuchó complacido cómo Gudú instruía a toda aquella gente analfabeta, sobre los mapas y otras cosas que él había pacientemente trazado años atrás.

—Ahora ved una prueba más de la sabiduría de nuestro Maestro, a quien todos debemos venerar sin el menor recato. Pues hora es ya que contemplemos, de una vez, cómo es y hasta dónde llega el Reino de Olar, que mi noble padre supo crear y nosotros engrandeceremos y aseguraremos en nuestra medida. Pues él es quien ha sabido hacer, con gran tino y precisión, adivinar y trazar los contornos de esta tierra: sus montañas, sus ríos, sus praderas, sus bosques, las regiones del Sur, con sus viñedos, que afortunadamente nos proporcionan una ventana asomada al mar; e incluso, ahora, la Isla de la Reina de Leonia.

Tanta admiración causaron aquellas palabras que, a codazos, pisotones y empujones, todos querían descubrir cuál era su tierra, dónde estaba su castillo, dónde su casa; y mucho maravillaba la Isla de Leonia, de la que todos hablaban pero muy pocos conocían.

Entonces, el Rey mandó degollar una cabra y traer su sangre. Y tomando una pluma de ave muy aguda —como había visto hacer al Hechicero, espiándole durante noches y noches, y en cuya cámara había logrado entrar, limando su cerradura, y cuyo cofre había escudriñado, y cuyo pergamino había robado—, dijo:

—Mirad esta línea roja que desde el Castillo de Olar trazo —y la trazó, mojando la pluma en la sangre—. Y de este modo os marcaré mi ruta. Para que todos sepáis por dónde iremos y adónde llegaremos —y la línea roja se detuvo en el macizo que, con mucho primor, representaba la inexpugnable zona de los Desfiladeros. Y llegando allí, con una solemne cruz, tachó el Reino de Usurpino. Y dijo—: Pues así, como acabo de hacer, juro solemnemente borrar del mundo y del recuerdo los nombres del Reino de nuestros enemigos. Y en su lugar, el nombre de Olar, como aguas de un mar que nadie puede contener, invadirá esta tierra hasta el fin del mundo.

Mordió el extremo de la pluma de halcón y dijo que no debían acudir en masa al enemigo, como tenían por costumbre, sino que, muy arteramente, le engañarían y conducirían a trampas «exactamente como se hace con la caza del jabalí, el corzo y todo lo demás».

Los capitanes parecían confusos, y alguno que otro se decía que Gudú, aun en vísperas de cumplir quince años, no había dejado la infancia del todo, por lo que íntimamente se sintieron muy desdichados. ¿Iban a ser conducidos a la muerte y la derrota por un niño imbécil, mandón y descarado? Con palabras no se ganan batallas, ni con dibujos, ni con altanería, pensaban.

Pero allí estaba Predilecto. Hacía rato notaba la zozobra en aquellos rudos hombres, y sus dudas. Así que tomó la palabra y, con su voz suave y persuasiva, les convenció de la razón de Gudú. «Id con fe a lo que él os conduzca, pues yo veo que tiene mucho seso todo lo que dice, y es más, el Rey Gudú quedará en la memoria de las gentes por su inteligencia y forma de llevar la batalla». Todos sabían —los rumores corren rápidamente— que si bien el Rey no era extraordinariamente brillante en sus lecciones, no podía decirse lo mismo de Predilecto; y que si el pequeño Gudú dio siempre indudables muestras de valentía, fuerza y arrojo, no menos podía decirse de Predilecto. Así que bajaron la cabeza y, encomendando su alma a Dios o al Diablo —según sus conciencias—, se aprestaron a obedecer aquel extraño plan, del que, hasta el momento, no tenían antecedentes. Gudú parecía complacido.

Prestamente se dirigió al Salón de la Asamblea, convocó a los nobles, a la Reina y a sus capitanes, y, ante el asombro de todos —y especialmente del interesado—, dijo:

—Mi noble Maestro, preparaos para el viaje, porque me vais a acompañar.

—¿Yo? —gimió el anciano, que sintió erizarse los pocos cabellos que aún merodeaban lánguidamente por su rosada calva—. ¿Qué tiene que hacer un anciano achacoso en semejantes lances? Sólo la daga de madera de un niño que juega a soldados podría yo sostener…

—No es para manejar la espada, sino la astucia y la sabiduría, para lo que os necesito. Y os ruego que no me repliquéis y hagáis lo que os digo. Que os preparen cómoda litera y enjaecen dos mulas, que atino os serán más suaves que los duros lomos de un corcel, y os den todo lo que os sea preciso. Y, sobre todo, oídme bien, mandad instalar en ellas vuestro preciado cofre y cuanto contiene dentro.

—Señor —murmuró el anciano, cuyos labios temblaban—, Señor…, ¿cómo suponéis que pueda yo seros útil en una cosa así? La guerra no tiene nada que ver con mi ciencia.

—Más de lo que supones —dijo Gudú, impaciente—. Obedecedme, y no me discutáis más.

Ay de aquellas noches lúcidas, cuando descubrió en el cofre del Maestro retazos de historias, historias de hombres muy anteriores a él, que dominaron el mundo. Tenían nombres extraños, y procedían de aquel Occidente que, al parecer, inspiraba un especial y respetuoso temor a Olar. No por su fuerza o enemistad, que no existían, sino por una palabra, una palabra transmitida misteriosamente de padres a hijos, desde el primer Margrave: «Olvido». La única palabra que le inquietaba y no comprendía. Pero también de Occidente llegaban hasta él, aun cubiertos de polvo e incomprensión, ecos de victoria, de tácticas guerreras, de batallas ganadas, de grandes emperadores… Él las conocía. Al menos, en los retazos escritos que había logrado reunir el Hechicero.

Gudú ordenó a sus capitanes que procuraran dormir hasta el amanecer, conservando fuerzas, pues al rayar el alba partirían. Y ordenó al Hechicero que borrara prestamente todas aquellas banalidades que había añadido al dibujo —casitas, iglesias, corrales de cabras, y algún que otro hombrecito con que el Maestro se había complacido en adornar los áridos mapas—. Recomendó que dibujase varios más, sin estas cosas, con la mayor rapidez que le fuera posible.

Después se echó a dormir, cosa que, ante el pasmo de su madre y los demás, no tardó en hacer profundamente y sin muestra alguna de inquietud, miedo o recelo. El Hechicero, un tanto avergonzado, obedeció a Gudú: borró entre suspiros casitas y gentecilla —había llegado incluso a dibujar parejas paseando junto al Lago—, y se apresuró a fabricar unos cuantos más, en algunos pergaminos que guardaba siempre debajo de su cama. Y así, todos contuvieron su zozobra e, imitando al Rey, procuraron dormir y aguardar al nuevo día.

En un aparte, la Reina llamó a Predilecto.

El Príncipe acudió a ella, y con la rodilla en tierra besó su mano.

—Predilecto, hijo mío —dijo la Reina. Y, de pronto, aquellas palabras cobraron un acento distinto, y en su garganta sintió como si un cálido y húmedo manantial se abriera: y a sus ojos, como una fuente, el manantial asomó, mientras decía—: Predilecto, os ruego que protejáis y defendáis a nuestro Señor, el Rey, como me jurasteis un día.

—Señora, así lo haré —dijo el Príncipe. Y alzó la cabeza sorprendido, pues en su mano había caído una gota brillante. Y miró a la Reina, y, por primera vez en su vida, vio que la Reina Ardid lloraba.

Pero lo que no vio la Reina ni Predilecto ni persona alguna, es que, arrebujado en lo más hondo de las brasas ardientes, estremecido de dolor, el Trasgo del Sur, por vez primera en su declinante existencia, también lloraba. Sus lágrimas eran como rojos cristales encendidos, y cubrían su martillo de diamante, y le rodeaban como perlas de un tristísimo collar de rocío, que, ya, no iba a desprenderse jamás de aquel racimo que le brotó y le crecía en el lugar del corazón.

Ya anochecido, llegó Gudú con sus hombres a las tierras lindantes con el Desfiladero de los Gigantes de Piedra. Allí empezaba el Reino de Usurpino. Antes de que la polvareda de sus huestes avisara al enemigo de su proximidad —aunque ya se avistaba la humareda de las aldeas por ellos incendiadas—, pudo apreciar Gudú que las incursiones de devastación habían cesado, y que, enterados del avance de sus tropas, estarían organizándose a la entrada del Desfiladero mortal, como era costumbre en ellos, ya que esta táctica les había salvado durante tanto tiempo de la dominación de Volodioso y sus antecesores.

Gudú ordenó al Hechicero que avanzara sobre la nube y vigilara la posición del enemigo. El Hechicero estaba medio dormido, hambriento y malhumorado por ser conducido, muy a su pesar, a semejante tropelía. ¡Y todo por culpa de aquellos malhadados dibujitos que un mal día descubriera el pequeño Gudú, con su manía de curiosearlo todo, en el arca de sus más preciados bienes! Dijo entonces que la atmósfera no se prestaba a conjurar la nubecilla que le permitía merodear por las alturas y verificar aquellas cosas. Pero Gudú le conminó sin ninguna contemplación:

—Hechicero, si no posees algún encanto que te permita obedecerme según tus propias artes, yo tengo un buen medio de hacerte cumplir mis órdenes. Esto es, te envío encadenado entre dos de mis mercenarios para que arrastrándote o volando (como mejor te parezca, porque el método me tiene sin cuidado) me informes y traigas en un dibujo claro (y por supuesto libre y limpio de fruslerías sin interés) la situación de esos hijos de perra.

Con lo cual el Hechicero se apresuró a rebuscar en su cofre, afilar plumas y tintas, y maldiciendo por lo bajo, sentóse junto al fuego y se dedicó a la fabricación —o conjuro— de la nubecilla. Pidió un sapo —cosa que no tardó en serle proporcionada—, raspaduras de uña de rapaz, que tampoco fue difícil, y una piedra azul del fondo del río. Esto último, pensó, no sería fácil de conseguir; pero se equivocaba, pues un mercenario de cabello largo y rojo resultó ser hombre capaz de moverse en el agua como si fuera de la especie de las truchas, y a poco emergió con la boca llena de guijarros, azules y de todos los colores, que escupió a sus pies con aire triunfal. El Hechicero sacudió su vestido, salpicado de lodo, piedras y repugnantes residuos fangosos, observó con rencor a cuantos le rodeaban, y demandó unos minutos de soledad, para concentrarse.

—Tendrás soledad —dijo Gudú—, pero no tanta como para salir corriendo. Si huyeras, te alcanzarían mis hombres y te colgarían de los pies hasta que en tu cuerpo no quedara ni un soplo de humana condición. Y, como un colgajo, te echaríamos al fondo del río, donde te devorarían peces malignos: porque tú no sabes defenderte de ellos, como cualquier mercenario.

«Ay de mí, ¿cómo pude creer algún día que sentiría hacia mi persona agradecimiento por cuanto le enseñé?… El agradecimiento está ligado sutilmente al amor y al odio, y yo mismo le privé —aun a mi pesar— del primero de estos sentimientos… ¿Será acaso el último el que algún día me llegue a profesar?…».

Temblando y odiando por primera vez sus habilidades, el Hechicero comprendió que nada le quedaba por hacer sino formar la estúpida nubecilla que, si bien le permitía sobrevolar como una fea mariposa por sobre campos y vallados, no le protegía en absoluto de flechas ni cosa parecida, de las que suponía muy bien provisto al enemigo. Así que se despidió con pena de cuanto había sido la enjundia de su vida hasta aquel momento: echó un vistazo al Libro del Pasado, se detuvo unos minutos en la contemplación de los días en que Ardid era niña, estudiosa, en… —aquí, su viejo corazón se derretía—, el día en que descubrió su habilidad para conjuros y escudriñamientos… Y finalmente se dispuso a efectuar la pócima cuyo vapor formaría la nube conductora hacia —sin duda alguna, según creía— la más cruel de las muertes que para él cabían: atravesado como un pollo y aplastado contra las rocas, pues, presumía y con razón, la caída no sería dulce. Y si quedaba aún con vida, a pesar de las agudas rocas del Desfiladero, buena cuenta de él darían los feroces soldados de Tuso y Usurpino. A lo que tenía oído, no eran la clase de gente entre la que hubiera deseado pasar el fin de sus días.

2

El Hechicero formó una nube de la especie deseada, lo más espesa y sólida que le fue posible, y, ante la mirada severa de Gudú, saltó sobre ella, diciendo:

—Te abrazaría y besaría, querido Gudú, en recuerdo al tiempo en que tan nefastas cosas te enseñé; pero como se que no eres partidario de esta clase de efusiones, sólo te digo que mandas a las tinieblas a tu viejo e inapreciable Maestro, y que sin mí, pocos dibujitos vas a poder hacer de toda esa gente, o lo que sea. Porque para lo que a arte se parezca, tu cabeza está más vacía que una avellana hueca. Por tanto, si el corazón no te sangra ahora (porque eso es imposible y admito que improcedente en ti), al menos, sí debe inquietarte mi suerte.

La respuesta de Gudú fue un puntapié que quedó sin destino, no sólo por el respeto que le inspiraba su Maestro, sino además por la rapidez con que el Hechicero se alzó sobre las cabezas de los boquiabiertos soldados. A decir verdad, le invadió en aquel momento una punzadita de orgullo que, ante la indignada actitud de Gudú, le hizo revolotear coquetonamente unos minutos sobre ellos. Satisfecha esta humilde revancha, el Hechicero se dirigió, con ánimo decaído y tembloroso cuerpo, arropado en la nube como en un inmenso chal, hacia las tenebrosas alturas de aquellos Gigantes de Piedra que, en el atardecer, ofrecían un aspecto más amenazador y poco tranquilizador que nunca.

Algunos pájaros inocentes le acompañaron festivamente en su vuelo. Y él, que les sabía estúpidos como pajes de Corte, los ahuyentó agitando el gorro, mientras decía:

—Al menos vosotros, majaderos, liberaos: que pronto me pareceré a un gallo desplumado, si no a algo mucho peor. Y no deseo ofrecer a vuestros ojos semejante espectáculo.

A poco, ya sobre el Desfiladero, distinguió algunas fogatas y resplandores que le indicaron el lugar en que se hallaban apostados los malignos enemigos, ya que, las enormes montañas impedían a Gudú y sus gentes distinguir ni tan sólo el resplandor. Pero juzgando, y con razón, que tales datos no serían suficientes, y que si con tan débiles informes regresaba, Gudú haría con él un escarmiento del peor gusto, calculó que morir de una forma u otra, a decir verdad, poca diferencia se llevaba, y que si por contra salía triunfante, Gudú podía recompensarle muy bien. Acaso le proporcionaría material abundante y una pieza mejor y más grande en las mazmorras, donde podría dedicarse, sin miedo a ruidos molestos ni curiosidades peligrosas, a sus interesantes investigaciones. Pensando esto, se enrolló de tal modo en la nube, que apenas si podía distinguir algo, y tuvo su momento de confusión. Conjuró entonces, suavemente, a la Rosa de los Vientos, y una vez la tuvo cerca recobró el Norte, y descendió, como una vaporosa nubecilla de primavera, con gran precaución y tino, sobre las oscuras regiones donde se agazapaba el ejército enemigo.

No tardó en divisarlo con bastante claridad. Sacó de entre los pliegues de su túnica el pergamino, y trazó con habilidad y delicadeza el dibujo que, a su juicio, interesaba a Gudú: terreno y lugar donde se hallaban acampadas y dispuestas las gentes de Tuso, Usurpino y los Soeces. Por cierto que, si bien a Tuso y Usurpino no los vio por ningún lado —los supuso en aquellos momentos dentro de sus tiendas—, atinó a divisar a Furcio, emborrachándose con un par de soldados y promoviendo más bulla de la prudencial en tales circunstancias.

Nadie se fijó en aquella nubecilla temblorosa que, un poco por aquí, un poco por allá, flotaba sobre los soldados. Estaban en verdad anhelantes e inquietos pensando en la futura batalla, de lo que el Hechicero se felicitó: «Los soldados —se dijo— son gente un tanto especial. Tan agudos y avizores en muchas cosas, y tan distraídos y tontunos en otras». Claro, que no acertó a cavilar que, hasta el presente, ninguna nube había estropeado ni decidido batalla alguna —como no fuera en el mar y cargada de truenos—. Por lo que, envalentonado, descendió un poco más y curioseó por el campamento. Comprobó entonces que los soldados de Usurpino no eran ni mucho más numerosos, ni estaban mejor armados que los de Olar. Con gran alegría, se alzó nuevamente sobre las cumbres y regresó a donde Gudú y sus hombres le aguardaban.

Apenas había descendido lo suficiente, Gudú le retuvo por el borde de la túnica, y de un tirón lo puso en el suelo, cosa que disgustó mucho al Hechicero. Pero, comprendiendo que no era momento ni lugar para quejas ni reclamaciones, extrajo de los pliegues de su túnica su dibujito y lo mostró con orgullo a Gudú.

—Espero que no os hayáis equivocado —dijo el Rey—. No toleraría que el dibujo fuese imperfecto, puedo aseguráoslo, Maestro. El Hechicero estaba demasiado confundido por los bruscos acontecimientos para apercibirse de la amenaza de aquellas palabras. Así que sonrió con beatitud, mientras el Rey contemplaba el dibujo con gran concentración.

En éste podían apreciarse las posiciones del enemigo, y todas las particularidades del terreno. Según indicaba, el enemigo no había variado sus rutinarias costumbres y se hallaba situado en la forma habitual, que, debía reconocerse, le había dado excelentes resultados hasta el presente.

Comprobó entonces que las huestes de Usurpino eran más numerosas en infantería que en caballería, y que ocupaban una posición defensiva sobre la suave colina que obstruía el acceso al fatídico Desfiladero. Como era habitual, Usurpino había colocado en primera línea su infantería, detrás, los arqueros, y en último término, en reserva, la caballería.

Luego de contemplar en silencio estas cosas, Gudú se retiró a su tienda, en solitario. En ella permaneció algún tiempo, mientras su gente —en especial aquellos nobles que habían acudido a su llamada, con sus respectivas huestes— se deshacía en dimes y diretes, salpicados de abundante desconfianza. En sus rostros no aparecía síntoma alguno de euforia ni de tranquilidad. «¿Adónde nos llevará este adolescente, tan desconocido como sospechoso? …». Podía leerse el recelo en todos los ojos, especialmente en los del Barón Iracundio. Pero ¿acaso alguno de ellos, acostumbrados a la molicie y bienestar proporcionados por la pacífica y enriquecedora regencia de la Reina Ardid, sería capaz ahora de urdir cualquier cosa que no fuera perder irremisiblemente frente a las fuerzas de Usurpino y las extraordinarias condiciones orográficas que les protegían?… Ay, cómo lo lamentaban ahora.

Cuando, al fin, Gudú salió de la tienda, reunió a su alrededor a cuantos capitanes y nobles disponía. Les contempló uno a uno, con una calma y frialdad verdaderamente sorprendente en un muchacho de su edad. Y por primera vez, más de uno de ellos tuvo ocasión de estremecerse y admirar a partes iguales aquella mirada, aquellos ojos grises y pálidos como la escarcha, que en adelante iban a respetar y obedecer como corderillos.

Según los dibujos del anciano Hechicero —de cuya veracidad y minuciosa exactitud Gudú no dudaba en absoluto—, ellos disponían, para sus maniobras, de una extensa explanada bordeada de bosques, frente a la colina que obstruía el paso al Desfiladero de la Muerte.

Gudú, entonces, expuso:

—Amparándonos en la oscuridad de la noche, excavaremos fosos y dispondremos hileras defensivas de estacas agudas. En los bosques que bordean los laterales de la explanada, mantendremos oculta la mayor parte de nuestra caballería y arqueros. En la explanada, y en primera línea, frente a la colina, colocaremos parte de nuestra infantería, respaldada por un cierto número de caballería. Pero todo en evidente minoría, para engañar al enemigo. Atacaremos en grupo pequeño, pero con gran vocerío y ruidos de toda especie, de forma que ellos nos supongan, o todo el ejército, o gran parte de él. Una vez trabado combate, al filo del alba debéis gritar a grandes voces, y como si todo estuviera perdido: «¡Gudú ha muerto!, ¡Gudú ha muerto!». Y a continuación, replegaos en una retirada precipitada. Tened por seguro que ellos se lanzarán con todas sus fuerzas en vuestra persecución, para aniquilaros (como viene ocurriendo, según mis noticias, en todo tiempo anterior). Pero ahora será distinto, porque en esta retirada los conduciréis hacia nuestra celada: la que les aguarda en los bosques. Vuestra muy superior caballería, los arqueros mejor elegidos y el resto de la infantería caerán sobre ellos envolviéndoles y cortándoles la retirada. Así, podremos vencerlos y destruirlos sin perdón.

Aquí Gudú lanzó su peculiar y escalofriante risita. Acto se la sustancia de su plan ordenó al Hechicero que preparara plumas y tintes, y de su propia mano dibujó el último ataque, de suerte que la victoria parecía cosa simple y terminada. Y luego dijo al Hechicero:

—Una vez terminada y ganada esta simple e inocente batalla, tú la reproducirás con todo primor, para dejar constancia, de hoy en adelante, de cuantas empresas guerreras lleve a cabo con mi ejército.

Cuando oscureció, comenzaron los preparativos que ordenó Gudú. Transcurrieron entre la impaciencia de sus capitanes y soldados, así como del noble Iracundio y de su hermano menor, que eran hombres valientes, pero de mollera un tanto espesa.

Avanzada la noche, sentados uno junto a otro en la enramada de la colina, Predilecto, que a todas estas cosas venía prestándole su incondicional ayuda, dijo a su hermano:

—Señor, si me lo permitís, os diré algo que pienso.

—Decid —exclamó Gudú. La noche era muy fría y tan oscura que sus rostros no podían verse.

—Estimo que esta forma de guerrear no es noble.

—¿Qué dices? —dijo Gudú, con leve ironía—. No sé de dónde has podido sacar la creencia de que la guerra es noble. La guerra no es noble en absoluto y, por tanto, hay que hacerla y tomarla como es.

Predilecto quedó sobrecogido por estas palabras. Había participado en justas, había acompañado a su padre en ligeras escaramuzas contra las revueltas del Norte, pero jamás había librado una verdadera batalla. Y aunque había oído algunas historias en las que estas batallas se describían, donde los reyes que en ellas habían triunfado, y los que habían perdido, eran, al parecer, extraordinariamente nobles, atinó a pensar que su hermano Gudú era un ser complejo y extraño; pues si bien había tenido sospechas, y más tarde crecientes certezas, de que no se movía ni un solo cabello de su persona a impulsos de compasivo o afectuoso sentimiento, aquello no se le había presentado jamás con tal claridad.

Aunque íntimamente se había dicho en más de una ocasión que la muerte y la sangre le desagradaban, que la crueldad le repelía, había sido educado de forma que tales sentimientos debían mantenerse ocultos, como síntomas de debilidad. Íntimamente no se avergonzaba de ellos, pero jamás hubiera osado manifestarlos en público. Él había crecido creyendo —o desatendiendo examinar profundamente esta aceptación, más que creencia— que la guerra, tan asidua y pertinazmente cultivada por su padre, era noble en sí misma, y no exenta de heroísmo y gestos generosos. Por todo lo cual, la desapasionada reflexión de Gudú le sumió aún más en el cada vez mayor número de confusiones que, día a día, se iban adueñando de su persona.

—¿Por qué entonces, si no la consideráis noble, parecéis gozar de ella, y hasta practicarla o provocarla?

Este pensamiento, tras los últimos acontecimientos, le hacía entrever, vagamente, que había sido objeto él mismo, como un simple peón de ajedrez —juego al que tan aficionado era Gudú—, de las maquinaciones de su hermano pequeño: el interés por los Desdichados y la piedad por el joven Príncipe nada tenían que ver, en realidad, con los auténticos móviles de Gudú.

Pero éste dijo:

—Que sea noble o no lo sea, no hará perder mi tiempo en cavilaciones. Es útil para nuestra causa, y con ello basta. Predilecto juzgó que mejor era callar y guardar para sí sus escrúpulos y sus confusiones. Su deber y juramento —de lo único que, ya, estaba seguro todavía— era, al fin y al cabo, defender de todo mal a su hermano menor. Pensó que guardaría para mejor oportunidad aquellas discusiones con el ya indiscutible Rey de Olar. Pero íntimamente se alegró una vez más de que la suerte le hubiera salvado del trance de ser Rey algún día. Y recordaba las palabras de su padre, de su hermano y del anciano minero, cuando el fragor del Desfiladero les avisó prontamente de la proximidad del ataque.

Impacientes, en la explanada, los soldados aguardaban la señal de Gudú. Todo ocurrió tal y como el joven Rey había planeado. El ataque en masa, con gran lujo de gritos y alharacas para engañar en su número al enemigo de la colina. Gudú, dando muestras de una serenidad y un temple impropios de sus catorce años, aguardó fríamente, entre el fragor de los salvajes gritos de los soldados del Desfiladero y el galope de sus veloces caballos —robados, según se decía, a las Hordas Feroces—. Cuando amanecía, los de Olar se retiraron, tal y como ordenó Gudú. El ejército de Usurpino, creyéndoles vencidos, les persiguió levantando ecos ensordecedores entre las piedras del Pasadizo de la Muerte. Y, así, cayeron en la trampa.

Los de Olar se abatieron entonces sobre ellos. De entre los bosques surgían arqueros, caballería e infantería en superior número. Les envolvieron, sin escape posible. Y la sorpresa y el pánico cundieron en las valerosas pero poco astutas filas enemigas, de suerte que la lucha se trocó a poco en una carnicería embriagadora. Gudú, sobre su corcel, marchaba a la cabeza de los suyos y, uniéndose al Barón Iracundio y a Yahek, el Capitán de los Mercenarios, que aguardaban en el lado opuesto, arrasaron materialmente al grueso de las fuerzas de Usurpino. Por vez primera Gudú blandía la espada de su padre, Volodioso el Engrandecedor, roja de sangre. Y por primera vez, su brazo y su espada penetraron en la carne de otros hombres: atravesaba vientres, riñones, pechos, y surgía de nuevo, como un relámpago, entre las hogueras donde los cuerpos se revolcaban en el suelo. Predilecto, si bien combatía con valor a su lado, se estremeció al ver aquella figura de muchacho, que crecía y crecía como un gigante. Y su mente, en el fuego y en el hierro, en la sangre y en el largo gemir de los heridos, reconstruía la estatua de piedra de su padre. Solitaria y abandonada por todos, sólo recibía, al atardecer del verano o la primavera, la visita de algunos pájaros que, en la gran soledad, conversaban misteriosamente con sus ojos ciegos y su boca muda.

Y tal como dijera Gudú, ya estaban los soldados enemigos materialmente machacados cuando no se hizo esperar la prevista reacción de Usurpino y el resto de sus fuerzas. De modo que, cuando juzgaron que los hombres de Gudú —que a su vez habían sufrido grandes pérdidas— eran fácil presa, surgieron del Desfiladero y, cayendo sobre ellos, se adentraron en la última y fatal trampa, pues fueron sorprendidos por la espalda y, cortándoles toda posibilidad de retirada, la violencia del combate tomó sus más crueles aspectos. Hasta que el amanecer, ya entrado, empujó la derrota hacia la vasta zona de las largas noches, y la victoria de Gudú sobre Usurpino apareció ante sus ojos, entre ensangrentados restos y cuerpos mutilados, entre los muertos y la sangre.

En el fragor y el polvo, Gudú avanzaba sobre su corcel. A su lado, manchado de sangre, Predilecto le seguía, en el silencio sólo roto por el viento de la madrugada. Fue extendiéndose entonces, paso a paso, el espectáculo de la derrota. Vio tendido y muerto, a sus pies, al anciano Tuso: y sintió un extraño frío, pues el viejo Consejero aparecía caído sobre su espalda, y a su lado un hombre más joven y más robusto aparecía, también, con el cuello abierto. Y en aquel momento vio únicamente a dos ancianos, y súbitamente un gran dolor le anegó. Sólo veía, allí, la muerte de dos hermanos que en el último momento se habían asido el uno al otro: las manos del más joven estaban aferradas a las ropas sanguinolentas del más viejo, y la mano del más viejo —aquella mano que había deseado tanto tiempo gobernar— caía lacia, casi dulcemente apoyada en la frente del más joven.

—Míralos, Señor —dijo con voz ronca y estremecida—. Eran hermanos, y se amaban.

Pero Gudú no le escuchó. Le vio espolear su caballo y avanzar hacia dos siluetas que, en la bruma, huían hacia el río. Y sabiendo quiénes eran aquellos y cuál era su deber, le siguió, con el espíritu batido por mil contrarios sentimientos. Cuando llegó al borde del río, oyó el entrechocar de las espadas y vio cómo Ancio y Gudú luchaban con saña, como sólo dos hermanos son capaces de atacarse en este mundo.

Predilecto buscó ávidamente con la mirada, hasta descubrir el caballo vacío del otro hermano. Y sólo entonces, entre los juncos, una sombra que se arrastraba como un reptil, le indicó la presencia del menor de los Soeces, a tiempo de evitar, cayendo sobre él, que su traidora lanza se clavara en la espalda de Gudú. Y estaba sobre él y levantaba su espada presto a terminar con su vida, cuando vio los ojos de Furcio, clavados en él con un desespero infinito. Entonces, su brazo se detuvo: Furcio estaba desarmado y se aferraba a su ropa, como las manos de Usurpino se aferraban a las de Tuso. Un frío grande le detuvo, y escuchó la voz del pequeño Soez, que por primera vez no le pareció la voz de una miserable y repugnante criatura, sino una muy honda llamada, que latía en su misma sangre, en sus últimas venas y en lo más profundo de su ser.

—¡Déjame vivir, hermano!…

Pero un galope se acercaba: el corcel de Gudú arrastraba de un pie el cadáver degollado de Ancio. Cayó sobre ellos, como si de nuevo la noche hubiera nacido del cielo, y la espada del hombre que les diera la vida a todos ellos, le atravesó el corazón.

Luego Gudú se volvió a mirar a Predilecto, sonriente. Su frente y sus manos estaban salpicadas de sangre, y sus ojos tenían un brillo como jamás ni la luz de la noche ni la luz del día habían conseguido arrancar de su mirada.

—Nunca vaciles, Predilecto. Porque te matarán o me matarán. Y aquellas palabras —tan claras en la mañana, que hasta en el oro del cielo parecían escritas— no eran solicitud, sino amenaza.

3

Hacía ya mucho tiempo que los mercenarios de Olar no conocían la alegría de la victoria. Los últimos años de Volodioso les desangraron en inútiles batallas contra un enemigo solapado, diezmado y feroz que, aun siendo inferior en número, jamás les proporcionó la embriaguez del triunfo, ni la codicia del botín.

Así que, la tan soñada como imposible entrada en aquel legendario Desfiladero de la Muerte y la consiguiente asolación del Reino de Usurpino, resultaba algo totalmente nuevo para los más jóvenes, y casi olvidado para los más viejos. Luego, haciendo uso de la promesa dada por Gudú a los soldados y a los mercenarios, éstos cumplieron ampliamente sus ansias de botín y muerte. Y pocos días más tarde, lo que fue el Reino inexpugnable y misterioso de los Desfiladeros, se había convertido en un montón de ruinas carbonizadas y de muerte. Las desperdigadas gentes que sobrevivieron se refugiaban, aterradas, en la montaña, y los restos de sus rebaños, diezmados y perdidos, sembraban de balidos quejumbrosos el batir del viento entre las rocas. Parecían voces humanas.

Indra, la hija de Usurpino, y una muchacha bella y extraña que la acompañaba, fueron encadenadas y llevadas a presencia de Gudú. El Rey contempló detenidamente aquella que le había sido destinada por Tuso como futura esposa. Era una mujer cercana a los treinta años, gruesa y aterrada, cuyas rojas trenzas aparecían deshechas sobre los jirones de su ropa.

—No sé a quién puede gustar semejante arpía —dijo.

Los ojos de Indra despidieron fuego y le escupió en la cara. Entonces, limpiándose la saliva con mansedumbre, Gudú miró al Capitán de los Mercenarios. En los ojos de éste vio brillar una conocida luz:

—Si te place, tómala —le dijo.

Yahek, no se hizo repetir la orden y, arrastrándola por las cadenas, se alejó con ella. La otra era una muchacha de unos veinte años, de largas trenzas oscuras y ojos alargados hacia las sienes. Tenía la piel de un tinte dorado, y en toda su persona había una extraña y salvaje belleza. Al punto, Predilecto recordó la historia de la Princesa de las Hordas y reconoció en ella una mujer de su raza.

—¿Quién eres tú? —preguntó Gudú con voz más suave.

Pero ella se negó a contestar, de modo que el muchacho se impacientó.

—Está bien —dijo—. Atadla a un árbol en tanto medito lo que debo hacer con ella.

Entonces Predilecto se aproximó al Rey y le habló así:

—Esta mujer es oriunda de las estepas, mi Señor. Y algo en ella me dice que es una mujer de alta alcurnia, posiblemente cautiva de Usurpino. Tened en cuenta que puede traeros muchos males, pues una mujer así fue la perdición de vuestra madre, y a punto estuvo de ser la vuestra. Si la guardáis con vos, es seguro que os traerá mucho mal. Presiento que esa raza debe ser alejada de nosotros, y no debemos tener roce con ellos: quédense ellos en sus tierras y nosotros en las nuestras. Las estepas no pueden ser habitadas por los hombres de nuestra raza, ni podremos jamás llegar más allá del Gran Río: ni siquiera nuestro padre lo consiguió. Pero no la matéis; dejadla vivir y regresar con los suyos. De este modo os aseguráis su agradecimiento, y tal vez quede zanjada para siempre la incursión de sus guerreros en nuestro país.

—Ah no —dijo Gudú—. Si es cierto lo que me dices, lo único que veo con buen criterio es hacer un escarmiento con ella.

El Hechicero, que había permanecido medio oculto en la enramada, como le ordenara Gudú, apareció ahora lleno de terror. Se aproximó a Gudú, y dijo:

—No, mi Señor. No lo hagáis. Creedme: por mis conocimientos sobre algunas cosas os digo que no debéis matar a esta mujer. Antes bien, como dice vuestro hermano, dejadla volver con su gente.

—Pues ya estoy cansado de oír tonterías —dijo Gudú, irritado—. Y como prueba de que pienso terminar con toda clase de supersticiones y brujerías, declaro bruja a esta mujer. Así que, siguiendo la costumbre de nuestro país, ordeno que se la queme viva y que sus cenizas se esparzan hacia las estepas: de suerte que sus hermanos de raza entiendan mi advertencia. Pues todos han de saber, allí donde llegue mi voz y mi espada, quién es y cómo es el Rey Gudú.

Y había tal soberbia y embriaguez en su voz como jamás le habían oído antes.

Inútilmente Predilecto y el Hechicero intentaron disuadirle. Aquella misma tarde mandó rodear de leña el árbol donde había atado a la muchacha. Y le preguntó:

—Dime tu nombre, y tal vez te salves.

Pero viendo que ella seguía en silencio, mandó a dos hombres prender la leña. El fuego se alzó, crepitando, y una espesa humareda negra envolvió a la muchacha. Predilecto azuzó a su caballo y se alejó hacia el río, pero Gudú ni siquiera lo advirtió. Contempló fríamente cómo el fuego prendía las ropas de aquella enigmática e imperturbable criatura. Sólo entonces un destello sombrío pareció sacudirla enteramente y, lanzándole una mirada que recordaba el rayo en la tormenta, dijo, con un alarido que estremeció el aire hasta el confín de las estepas:

—¡Rey Gudú, tú sucumbirás en la más vulgar, la más simple, la más triste de las causas!

Luego el fuego prendió y la abrazó de forma que no quedaron a poco sino cenizas y huesos calcinados.

—Recogedlas y traédmelas —ordenó el Rey.

Así lo hicieron, y una vez habían reunido aquellas cenizas en una vasija, él las tocó con una enorme curiosidad y las aplastó entre sus dedos, escrutándolas. Y al fin, con un fuego muy fiero en los ojos, a pesar de que sonreía, las arrojó lejos y gritó:

—¡Iremos a las estepas!

Yahek era un hombre fornido, de cráneo pelado, con el torso cruzado por una inmensa cicatriz. Iba envuelto en pieles de lobo, y un collar de cobre y dientes de jabalí rodeaba su cuello. Desde el primer momento, Gudú pareció sentirse extrañamente fascinado por él: aunque la fascinación de Gudú jamás le hacía olvidar la realidad que le rodeaba. Pero aquella inmensa curiosidad de otras gentes y otras tierras que, sin duda alguna, heredara de su padre, tomaba en él proporciones mucho mayores. Es así, que una vez que el Rey decidió asomarse a las estepas, de las que tanto oyera hablar aunque jamás había visto, desatendió los razonamientos de Predilecto y las quejas del anciano Hechicero, para acercarse, en cambio, a Yahek. Deseaba preguntarle, ya que junto a su padre había luchado contra aquellos hombres, cuanto sabía de ellos.

Los mercenarios que habían quedado vivos —unos cien hombres, aunque algunos heridos— y el resto de los soldados acamparon entre las ruinas del que fuera Castillo de Usurpino y anteriormente del Rey Argante. No tardaron en dar con los grandes tesoros que había allí acumulados, y aunque Gudú mandó guardar en cofres la mayor parte, fue largamente generoso con ellos y respetó el botín de los primeros momentos, como debía ser. El Barón Iracundio había muerto, pero no su hermano menor, el noble Jovelio y este joven, tan estúpido como valiente, seguía a todas partes a Gudú con admiración perruna, aunque le doblaba en edad.

Al cabo de los días, habían reunido los rebaños dispersos, y como Gudú no olvidó acarrear vino, vivaqueaban en la alegría de aquel triunfo, sin sentir pasar las horas. Mucho había aún por escudriñar y hallar, pues no estaban las mejores cosas a flor de tierra, pero los hallazgos menudearon y, al fin, lentamente, por entre ruinas y rocas, fueron apareciendo famélicas criaturas, supervivientes de los habitantes de aquel lugar. Todos fueron hechos prisioneros y, junto a los capturados en la batalla, encerrados en una empalizada circular que mandó construir para el caso. Entonces Yahek le dijo:

—Señor, permitid que os diga algo. He hablado con mis hombres y hemos decidido que, si vos lo tenéis por cosa sensata y a bien, preferiríamos dejar esta vida que llevamos, siempre a sueldo de algún que otro señor, y sin muchas perspectivas. Después de ver la forma como sabéis conducir un ejército, y vuestra generosidad, mucho nos gustaría integrarnos en vuestras filas como soldados, ya que, según vemos, debéis reorganizar el Ejército de Olar. Y aún he de deciros otra cosa: hablando con estos infelices —se refería a los prisioneros—, he podido ver que hay entre ellos, aunque depauperados y heridos, muchos hombres jóvenes que, bien alimentados y algo mejor vestidos, estarían dispuestos a formar parte de vuestros soldados; pues, a lo que he oído, ningún afecto sentían por su anterior Rey, ni por el que acabáis de derrotar. Y tan sólo en la seguridad de poder comer y vivir al amparo de tal Señor como sois vos, se dejarían matar por su Rey.

Gudú reflexionó sobre estas palabras:

—Dejadme meditar lo que habéis dicho —repuso al fin— y mañana os daré una contestación.

Esta vez consultó con Predilecto cuanto le había propuesto Yahek.

—Señor —dijo el Príncipe—, no me parece idea desafortunada, y estimo que esa gente más provecho os dará tal y como me lo planteáis que pasándola a cuchillo o dejándola morir de hambre. Y por otro lado, la reorganización del ejército y el regreso a Olar se imponen, pues demasiado tiempo llevamos aquí y ninguna cosa de provecho puede reportaros este entretenimiento. Recordad que la Princesa Tontina —vuestra prometida— está en camino y que habréis de acudir a recibirla, para contraer matrimonio. Aparte de que vuestra madre, y todo el pueblo, os esperan con ansia e impaciencia.

—Ya envié emisarios con las nuevas de la victoria —dijo Gudú, con aire fastidiado—. Pero juzgo que no debemos abandonar este lugar sin antes asomarnos a esas estepas que me queman de curiosidad. Hermano, sabed que no daré tregua a quienes intenten atacarnos, y pienso hacer tal escarmiento con ellos, que nos libre de una vez para todas de esa amenaza.

—Señor, siento contradeciros, pero creo que no sabéis lo que decís. Las estepas son inmensas, nadie conoce su fin y nadie sabe qué es lo que hay detrás del Gran Río que nadie ha cruzado, en sus confines. Sólo hasta allí osó llegar nuestro padre en su última batalla; y eso no fue, como sabéis, bueno para nadie… Además, dejad regresar al anciano Maestro, pues si lo veis palidecer y enflaquecer, como está ocurriendo, comprenderéis que no tiene ni ánimos ni edad para permanecer más tiempo en un lugar como éste. Os implora que le permitáis regresar a Olar, de donde no deseaba salir.

—Se quedará conmigo en tanto me sea necesario —dijo Gudú con dureza—. Y lo que oí decir de las estepas es parecido a lo que siempre oí decir del Pasadizo de la Muerte: ya veis qué fácil ha sido para mí vencerlo. Así pues, hasta que no lo vea con mis propios ojos, no lo creeré.

Al día siguiente, dijo a Yahek que aceptaba su proposición.

De esta forma, todos los hombres sanos y jóvenes que había dentro del campo empalizado, mostráronse muy deseosos de convertirse en soldados de Gudú. Había también algunas mujeres y algún niño.

—¿Qué hacemos con ellos? —preguntó Yahek. Gudú pensó un momento, y al fin dijo:

—Opino que tal vez los hombres no desdeñen la compañía de alguna mujer de éstas. En cuanto a los que no os sean de provecho, matadlos o arrojadlos de aquí. No tardarán en morir por sí solos.

—Es buena idea —dijo Yahek—. En verdad, debajo de la mugre y el hambre que las esconde, hay alguna muchacha bastante bonita. Gudú rió agudamente, y dijo:

—Yahek, dime si es verdad que las estepas son como dice mi hermano Predilecto y la gente en general.

El rostro de Yahek se ensombreció.

—Señor —dijo, al fin—, las estepas son el Gran Desconocido. Os puedo confesar ahora que mi madre perteneció a esas tierras, pero fue hecha prisionera por algunas tropas del Duque Arisankoel, más tarde derrotado por vuestro padre, y así nací yo de uno de aquellos soldados. Mi madre no hablaba nunca del lugar donde había nacido. Sólo una vez me explicó que aquellas tierras no tenían fin y que sus hombres eran más feroces que las alimañas. Y me dijo también que jamás un hombre del Oeste podría adentrarse y sobrevivir en ellas. Nada más me dijo, pero tened por seguro que no me engañó.

—Pues pienso —dijo el Rey— que ya es hora de acercarse por allí.

Aun así, se entretuvieron varios días. Gudú reorganizó someramente el ejército de los supervivientes, y Yahek quedó al cuidado de los ex prisioneros y de adiestrarlos en las armas; permanecían aún dentro de la empalizada y guardados, pero se les repartió comida y, a poco, algunas mujeres empezaron a convivir con los soldados.

Solamente el anciano Hechicero y Predilecto se entristecían y angustiaban más cada día que transcurría. Y cuando llegó el momento en que ya con un mediano ejército recompuesto, llevando tras sí un extraño pueblo de mujeres, cabras, niños y enseres, estaban dispuestos a partir, arribaron al campamento dos emisarios de la Reina, sudorosos y medio muertos de sed. Varios días llevaban buscándolos, y dijeron:

—Señor, os suplicamos de parte de nuestra Señora la Reina, que regreséis, pues la Princesa, vuestra prometida, ha llegado ya a Olar y os aguarda para el matrimonio.

—¿Cómo es posible? —dijo Gudú extrañado—. ¡Si el viaje debía durar treinta días!

—Tantos, y más —dijo Predilecto—, hemos pasado aquí, aunque no os lo haya parecido. Os ruego, pues, que regresemos a Olar, por el bien de todos.

Aquella noticia contrarió vivamente a Gudú.

—Déjame pensar —murmuró. Se alejó solo hacia el río, y cuando al rato regresó, dijo a Predilecto:

—Una cosa se me ocurre: como no estoy dispuesto a regresar a Olar sin asomarme a la verdad de cuanto se oye y sabe sobre las estepas, y por otra parte debo casarme para solucionar todas estas cuestiones legales de sucesión, que tanto nos preocupan, puedes tú regresar con el Hechicero y una pequeña escolta (muy pequeña, en verdad, pues aquí necesitamos hombres), y así, en documento que yo mismo firmaré y sellaré, contraerás esponsales en mi nombre con la tal Tontina. Así la podremos retener, sin que se canse de esperar y se marche por donde vino. Ya sabemos lo impacientes que suelen ser a veces las caprichosas mujeres. Y una vez me haya casado con ella por poderes, regresas rápidamente, pues sin ti no quiero adentrarme donde tú sabes: y ten por seguro que me adentraré. Así, cumple lo que te ordeno, y no te demores ni un día más de lo justo, porque sabes que la paciencia no es mi mejor cualidad.

Dicho esto, todos supieron que nada más había que discutir sobre la cuestión. Partió, pues, Gudú con su gente hasta el linde de las estepas, acamparon allí y se dispusieron a esperar el regreso de Predilecto.

Y éste y el anciano Hechicero, junto a los emisarios y cuatro soldados, emprendieron el regreso a Olar. Predilecto sentía dentro de sí algo que nunca había experimentado antes. Era como un sentimiento de culpa, como si algo le reprochase la conciencia, por un delito o una grave falta que no podía descifrar, porque no conocía el nombre.

4

Antes de la llegada de Tontina, la Reina, que no descuidaba detalle alguno, creyó llegado el momento de avisar a Ondina de que su cometido había comenzado. Así, a través del Trasgo, mandó decirle que debía dirigirse a donde Gudú se hallaba, y emprender sus metamorfosis, tal y como habían planeado. Pues —se decía— siendo tan linda y además la primera mujer que conoce en su vida, no sería bueno se aficionase a ella, y nuestros planes se vinieran al suelo. Como no conozco a la Princesa Tontina más que por su retrato, lo cierto es que tal vez sea mujer llena de artimañas y de mezquina mente, caprichosa, exigente y ambiciosa, y aunque Gudú no sea capaz de amarla, mucho trastorno puede causarle si le retiene por otras cosas: y a fe que, con un rostro como el suyo, tal cosa no es difícil. Aunque ese rostro y esos ojos revelen un candor extraño y fuera de lo común, algo hay en ellos que me produce una rara sensación: no conozco a ninguna mujer, por hermosa que sea, que tenga semejante mirada. Y harto sé que el candor esconde muchas veces las más astutas, si no ruines intenciones.

Por tanto, juzgó que las distracciones que Ondina podía ofrecer a Gudú serían muy convenientes. A pesar de su sagacidad y celo, ignoraba totalmente las correrías de su hijo, y que éste tenía ya una experiencia bastante notable en el terreno que a ella le preocupaba.

Desde que Gudú les había privado de la compañía de su fiel maestro el Hechicero, el Trasgo y Ardid permanecían casi todo el día juntos. Y como el Rey había vaciado la bodega del Castillo, que tantas alegrías había proporcionado al Trasgo, éste andaba muy triste y quejumbroso, teniendo que conformarse con los sorbitos que, de sus particulares reservas, le proporcionaban Ardid y Almíbar. Con tales cosas, lo cierto era que, si bien podía retardar su estado ya un tanto alarmante de contaminación, su espíritu saltarín había decaído y permanecía largas horas sentado en el hueco de la chimenea sobre brasas o cenizas, oyendo a la Reina y, a veces, jugando con ella alguna partida de naipes: pero esto le daba poco resultado, porque el Trasgo veía siempre las cartas de Ardid o de Almíbar, y el juego adquiría poco interés para él.

—Querido mío —le decía a veces la Reina—, ¿por qué no horadas un poco, como antes? Temo que tu habilidad se enmohezca, si empiezas a portarte como un ser de mi especie, sedentario y taciturno. Deberías visitar el Sur, acaso. Y aunque no debía aconsejártelo, dar un vistazo a los viñedos, cosa que alegrará tu espíritu.

—No es tiempo de vendimia —decía el Trasgo—. Así que poca sustancia voy a sacar de esos viajes.

—Pero alguna bodega habrá en los castillos —decía ella, aunque comprendía que hacía mal.

—No —contestaba él—. Las bodegas están totalmente esquilmadas por el Rey de Olar: ésa es la ley desde los tiempos de Volodioso. Sólo unos pocos conservan a escondidas algunos toneles. Y os digo que mi sentido de justicia y compañerismo me impide cometer semejante felonía.

Pero esto eran puras excusas, y Ardid lo sabía. La verdad era que su contaminación era más grave y avanzada por el conducto del afecto, que por el del vino.

El día que le ordenó visitar a Ondina, el Trasgo dijo:

—Lo haré, tenlo por seguro —y suspiró—. Pero te confieso que ando muy miedoso de que note en mí particularidades extrañas, y acaso ni tan sólo me reconozca. Y aún temo más la presencia de la Dama del Lago, aunque la supongo preocupada en estas fechas con los Icebergs del Norte. De todos modos, haré lo que me dices y en cuanto lo digas.

—Según mis cálculos —dijo Ardid—, la luna aparecerá favorable en la tercera noche a partir de hoy.

—Pues, entonces, iré a ver a Ondina.

Así lo hizo y notó, con angustia, que sus manos temblaban al horadar la profundidad de la tierra, y que ello se producía con más lentitud y trabajo que las veces anteriores. No obstante, al fin sintió la humedad del agua, se dejó resbalar por los túneles del fango y penetró en el verdinegro fondo del Lago.

Ondina estaba coronando de maraubinas un nuevo muchacho. Era rubio, de largos cabellos, y tenía los ojos cerrados. Parecía tener unos doce años. Y Ondina, al descubrir al Trasgo, dijo:

—¿Qué te pasa, Trasgo?

—¿Por qué lo preguntas? —dijo él, tembloroso.

—No sé, parece como si no te distinguiera bien. Estás algo borroso.

—Quizá la luna brilla demasiado —dijo el Trasgo del Sur—. O quizá cruza una barquichuela por la superficie.

—No —dijo ella—, desde que aumenta la desaparición de muchachos las gentes no se atreven a lanzar sus barcas al agua: fíjate cómo las orillas están pobladas de barcas podridas y abandonadas. Sólo algún niño lanza una barca hecha de cañas o de cáscaras de nuez.

—Bien, hermosura. Te veo muy sola. ¿No anda por ahí tu abuela?

—No. Tiene mucho trabajo con los témpanos y se ha ido a los fiordos.

—Ah, bien —dijo él un tanto aliviado—. Pues supongo que recuerdas lo que te prometí no hace mucho tiempo.

—No lo recuerdo —dijo ella.

El Trasgo hubo de repetirlo, y ella flotó suavemente sobre su jardín de muchachos, con una estela de burbujas irisadas.

—¡Qué belleza, qué belleza! —dijo—. Es una suerte contar con un amigo como tú, aunque estás algo raro últimamente.

—Pues si estás dispuesta, el momento ha llegado —el Trasgo le ofreció una copa de vidrio azul, que contenía el bebedizo—. Pero no lo bebas —le dijo— hasta que asomes la cabeza fuera del agua, pues en caso contrario te ahogarías como esos necios.

—Eres una pura hermosura —dijo Ondina—. Dime adónde debo ir y quién es él.

—Debes ir por los manantiales secretos, hasta el borde de las estepas, en la dirección Este y conjunción de la Rosa Curvilínea.

—Oh sí, es fácil. Allí hace pocos siglos colocó un manantial mi abuela.

—Pues allí busca el campamento de Gudú Rey.

—Ya sé quién es —dijo Ondina—. No es demasiado hermoso, me parece.

—No lo creas —dijo Trasgo—. A decir de las humanas, está muy bien. Es muy posible que cuando tomes esa forma, te parezca muy apetitoso. Pero de todos modos, aunque no te lo pareciera, conoces el pacto.

—Sí. Lo conozco y lo respetaré, por la cuenta que me tiene.

—Allí —añadió el Trasgo con voz insinuante— hay muchos mancebos, a cual más bello. Puedes hacer lo que te parezca, hermosura. Siempre que, no te olvides, no mantengas una misma figura humana más de diez días. Y eso, no lo dudes, es más divertido.

—Así lo creo —Ondina flotó gozosamente bajo las maraubinas. El resplandor de la luna, sobre ellos, inundaba de esmeralda el techo del Lago.

—Antes quisiera decirte algo, hermosura —la detuvo el Trasgo, preso de un súbito remordimiento—. Escúchame: tú estás encaprichada por recibir caricias y besos de muchachos humanos, que tan hermosos te parecen. Pero, según lo que he podido atisbar por cámaras y camarillas, para sus expansiones amorosas los humanos tienen costumbres muy curiosas.

—Tanto mejor —dijo Ondina. Sus ojos brillaron como pálidos zafiros—. Tanto más divertido.

—Bueno, hay algo más —insistió el Trasgo para liberarse de todo remordimiento—. Procura no enamorarte de ninguno.

—¿Qué es enamorarse?

—Repito: es difícil de explicar. Para hacerte una idea te recordaré lo que le ocurrió a la joven Sirena, la hija del Rey del Mar del Norte…, ¿recuerdas? Quiso hacerse humana porque amó a un Príncipe de ojos negros.

—Oh sí —dijo ella—. Es la historia que siempre me cuenta mi abuela.

—Pues bien: no olvides qué mal fin tuvo. Y permíteme un consejo: si después de todo —aunque, conociéndote, lo dudo—, llegaras a enamorarte, no intentes jamás humanizarte, no intentes jamás convertirte a su especie; en todo caso, intenta traerlo a él a la tuya.

—No lo olvidaré, Trasgo hermosísimo —dijo ella.

Y rauda y grácil, como un destello de oro, partió en dirección a los manantiales secretos que llevaban al manantial del Este, junto a las estepas.

Cuando desapareció, el Trasgo regresó a Olar. Y como la Reina aún dormía, aguardó al amanecer en el hueco de la chimenea de su cámara.

—Querida niña —dijo, saltando sobre su lecho, apenas ella abrió los ojos—, el encargo está cumplido y Ondina ya ha partido hacia el Este, llena de buenos propósitos. Tengo para mí que he conocido ondinas estúpidas, pero como ésta ninguna.

—Tanto mejor —dijo la Reina muy satisfecha—. La estupidez suele complicar mucho las cosas, pero en casos como éste, resulta el más preciado bien.