Se cumplía el décimo día, después de estos acontecimientos, cuando la Reina Ardid oyó un conocido golpeteo redoblando suavemente en el hueco de la chimenea. Era el martillo de diamante del Trasgo. Llena de exaltada impaciencia, asomó su cabeza por el hueco y le llamó quedamente. El Trasgo apareció en seguida, dando cabriolas sobre los leños apagados.
—Querida niña, tantas noticias te traigo, y de tan grave importancia, que debes darme cuanto antes un sorbito del precioso líquido. He respetado hasta el máximo tus advertencias, pero ya he alcanzado el límite de mi capacidad de contención.
—¿Qué pasa? —murmuró Almíbar, despertando de su duermevela.
Aquélla era la placentera hora en que reuníanse en la cámara de la Reina y ambos se abandonaban a sus transportes amorosos. Almíbar iba dejando atrás lo que parecía una eterna juventud —tan hermoso y gallardo era—, y el caso es que tras sus lances amorosos, un dulce sueño solía invadirle.
—Querido mío —dijo Ardid—, no te sobresaltes: es el Trasgo.
—¿Dónde está?
Almíbar aún no podía verle. Sólo cuando éste aparecía muy borracho, y el resplandor fugaz de su roja pelambre lanzaba destellos —otro, no avisado, lo hubiera tomado por el sol o el reflejo del fuego sobre algún bruñido metal—, adivinaba su presencia.
—Aquí, querido —dijo Ardid—. Pero te suplico silencio, pues trae importantes nuevas para nosotros.
—Bien, querida, ya me lo contarás después.
Almíbar cerró los párpados dulcemente y, ahuecando la almohada, se entregó de nuevo al mundo de los sueños. Aunque la Reina le tenía al corriente de cuanto ocurría, lo cierto es que Almíbar no había llegado a integrarse plenamente en el meollo de todas las cuestiones que se debatían en la camarilla de los íntimos. Su amor hacia Ardid lo llenaba todo, y fuera de ese amor y de su belleza no atinaba a ver cosa alguna: mucho menos al Trasgo. La Reina acababa de rebasar los treinta años, pero se cuidaba y acicalaba cuanto le era posible; y era en sí misma de tan sana y lozana hechura, a un tiempo que fibrosa y cimbreante, que muchas doncellas de quince años parecían, a su lado, pájaros estrujados por un niño maligno.
—Te lo prometo —dijo Ardid. Y, sentándose, sacó de su arca un frasquito donde guardaba un añejo muy caro al Trasgo, cuya sola vista ya pareció embriagarle. Se llevó los labios al frasquito, bebió, y tras chascar la lengua contra el paladar —cosa que hizo un pésimo efecto a Ardid, ya que lo había visto hacer a muchos hombres de distinta condición—, se aprestó a hablar a la Reina:
—Querida niña, horadé tenazmente la piedra y llegué a la cámara de Tuso. Me senté en el hueco de la chimenea y le vi muy ocupado en escribir y sellar un pergamino. Estaba sentado a su lado Ancio, que, por cierto, se urgaba la nariz con sus dedazos sucios, lo que le valió un palmetazo del Consejero. Y éste le dijo entonces: «Óyeme bien, estúpido: manda rápidamente un emisario al Desfiladero de la Muerte, portando esta encomienda. Y una vez allí, haga éste el canto de la codorniz, y encienda una fogata que apagará y volverá a encender hasta tres veces. Entregue esto a un hombre, con aspecto de pastor de cabras, y aguarde hasta recibir respuesta. De inmediato, que regrese lo más rápidamente le sea posible. Pero el emisario debe ser de confianza plena, pues van nuestras cabezas en el envío». «Ay, no hay nadie de confianza —dijo Ancio, entrecerrando los ojos—. Sólo podría ir yo mismo o mi hermano Furcio. Porque los gemelos son cobardes, y podrían dejarse apresar: amén de que, si no saben andar el uno sin el otro, tampoco pueden caminar juntos dos leguas sin enzarzarse en disputas y emprenderla a mandobles el uno contra el otro. En estas andanzas, en el mejor caso, tardarían tres veces más que un emisario cachazudo». «¡Sea quien sea, cumple este encargo… si un día quieres ser Rey, animal!», gritó Tuso. Como verás, no usa ceremonia alguna cuando a solas están: más bien diríase que le trata sin respeto alguno. Pues bien, Ancio tomó el pergamino sellado, y dijo: «Dime lo que has escrito». «A su hora lo sabrás», contestó Tuso. Pero por muy desconfiado que sea Ancio, como no sabe leer se quedó sin conocer el contenido. Esa misma noche se reunió —pues ten por seguro que no lo he perdido de vista— con el pequeño Furcio y le envió con la encomienda. Porque has de saber que Ancio y Furcio han llegado a un acuerdo; y esto es que, si Ancio llega a ser Rey, matarán a los gemelos, y Ancio ha prometido —si esto llega— colmar de bienes y riquezas a Furcio. Pero he podido adivinar, por la forma como Furcio le miraba, cuando de espaldas a él atizaba el fuego de su pestilente cámara, que una vez estas cosas estén en su punto, Furcio no tendrá ningún reparo en eliminar a Ancio. Así, bajó a las caballerizas y montó en su caballo. Yo, a mi vez, trepé a la cola, y con él viajé cosa de dos días: y te digo que, si bien los Soeces resultan repulsivos, no son en modo alguno alfeñiques. No se dio reposo ni para beber, y comía frugalmente pan y un poco de queso que sacaba del zurrón, tan maloliente como él mismo. Así, llegamos al Desfiladero, e hizo todo lo que el otro le indicó (aunque tengo para mí que posee una curiosa idea de lo que es el canto de la codorniz). De todos modos, como no es tiempo de que cante ningún pájaro, el pastor debió imaginarse de qué se trataba, y a poco le vi: iba tapado como un oso, sólo las pieles que lo cubrían se veían. Bajó, con una antorcha encendida, tomó el pergamino sin decir palabra, y se marchó. Pero yo no fui siguiendo sus pasos bajo tierra, mi conducto habitual: créeme que sólo por no perder de vista a Furcio sufrí la incomodidad de viajar en la cola de su caballo. Y así entré en el Reino inaccesible de Argante el Loco. Ahora, prepárate a oír nuevas muy sustanciosas. Has de saber que el Rey Loco, en verdad así lo parece, adorna sus estancias con cráneos humanos, de manera que tiene mucho en común con las Hordas Feroces. Su Castillo (que he recorrido a conciencia en todos sus vericuetos) es lo más primario y rudo que imaginar puedas, frío y sucio como ninguno: ten por seguro que más confortables eran las ruinas del de tu padre, que lo que vi del que te estoy hablando. El Reino es tan pequeño, que de tal no tiene casi nada. Apenas rodean al Castillo algunos burgos miserables y aldeas de lo más pobre: sólo son comparables sus moradores a los de las minas de las tierras de los Desdichados. Y, en cambio, he podido ver que la tierra que se extiende dentro de las murallas naturales que lo hacen inaccesible es tan fructífera como pocas, y que poseen cantidad de rebaños de cabras y ovejas. En verdad, son gentes montaraces y campesinas, hasta el propio Rey, que todas las mañanas ordeña su cabra predilecta, y bebe su leche en un cuenco. Una vez allí dentro, quedé maravillado con tanta pedrería y oro por todas partes: aunque todo en la mayor suciedad. Entre tapices desteñidos y rotos, y grandes telas de arañas como embudos, se acomodan sus moradores por doquier; pero ellos no parecen dar importancia a estas cosas. Así que el caso es que el emisario pastor no fue al Rey a quien se dirigió, como me imaginaba, sino a otro personaje que me llenó de cavilaciones: un hombre que me recordaba demasiado a otro, aunque más joven y más robusto. Le recibió por una puerta medio oculta en la maleza de la Muralla Sur del Castillo, junto al foso. Entraron juntos, y yo, con ellos. Y de viga en viga fui saltando sobre sus cabezas, hasta que pude acomodarme en el hueco de la chimenea de una cámara pequeña, donde, por lo que vi, habitaba dicho personaje. Éste leyó el papel, y a su vez escribió lo que pude muy bien, desde el techo, conducir con la luz: de modo que todo lo escrito quedara a su vez reproducido en mi espalda; para que tú lo leas, ya que yo no entiendo vuestros garabatos. Además le entregó un cartucho relleno de algo que no pude ver, y luego despidió al pastor, o lo que fuera, pues al quitarse las pieles por el calor del fuego vi que llevaba daga y cota de malla, y tenía aspecto más guerrero que bucólico. Regresó a Furcio, que tomó el pergamino y el cartucho, y regresamos todos (quiero decir, el caballo, él y yo). En este momento, Tuso y tú vais a leer la misma cosa. Con que mira mi espalda, y entérate de todo lo que están urdiendo.
Con gran excitación, la Reina contempló la espalda del Trasgo. Muy gentilmente éste se colocó de forma que ella pudiera leer con comodidad. Y la Reina leyó:
Querido hermano Tuso, Veo que las cosas han tomado un giro favorable y que, después de tanta paciencia, vamos por fin a conseguir los frutos deseados. Tengo ya todo a punto, como planeamos, de forma que el Rey, nuestro primo, será esta noche encarcelado, y, dado los cargos que almacenamos contra él, en breve decapitado. Como tengo al ejército y los nobles bien avisados, las cosas se llevarán con más legalidad de lo que el pueblo está acostumbrado a sufrir de Argante. Y tal como dices, mi hija Indra está en edad sobrada de matrimonio, pues si la memoria no me falla, ha cumplido ya los veinticinco años, y me parece muy oportuno, y como bajado del cielo mismo para nuestra fortuna, el curioso deseo de matrimonio de vuestro joven Rey. Creo que nuestros planes van perfilándose de la mejor manera, incluso superando nuestras esperanzas. Así pues, te envío el retrato de Indra, aunque de cuando tenía doce años, pues ha engordado mucho desde entonces, y se le marca en el rostro en demasía la amargura que la caracteriza. Nuestra sobrina e hija hará un buen papel, os lo aseguro, pues está de sobras aleccionada para la cuestión. Mucho me hubiera gustado ver a nuestro común sobrino, Furcio, pero como no me parece pertinente descubrirme aún ante él, momento llegará para que la desgraciada familia que componemos, tan esparcida y diezmada, pueda volcarse en expansivas demostraciones de afecto. Mucho me gustaría saber qué es de nuestra hermana, la Condesa Soez, pues dicen que casó con un cortesano muy particular, y habita en algún lugar del Sur. La recuerdo estúpida y glotona, y tan perezosa que mejor nos tendrá dejarla aparte en estas cuestiones. Cuando Ancio sea Rey, y mi hija Reina, ya podremos reunirnos nuevamente, y continuar esta labor que, tras largos años, ya empezaba a no verle solución. Así pues, ten por seguro que en el momento en que tú leas estas cosas, el Rey Loco ya estará posiblemente separado de su poca cabeza, y la Asamblea de los Nobles —a los que tanto despreciaba Argante, y tan bien he manejado yo— me habrá nombrado sucesor. Has de saber que las minas no están ni con mucho agotadas, que las piedras preciosas se dan con prodigalidad, y que las cosas se aclaran mucho para nuestro futuro; que, digo yo, hora es ya de ello.
Te besa en ambas mejillas tu hermano Usurpino.
Quedó la Reina sumamente afectada por esta lectura, y si bien la invadieron graves pensamientos su boca sólo acertó a decir —como ocurre con frecuencia en trances semejantes— una futilidad:
—¡Ahora comprendo por qué Ancio se deja tratar como un mulo por Tuso!
Tras este comentario, convocó rápidamente camarilla íntima. Y no tardó en acudir a ella el Hechicero, que despertó a Almíbar. El Trasgo, con evidentes muestras de satisfacción, dejó que el anciano Maestro copiara lo transcrito en su espalda, y se maravillara de la exactitud con que podía conducir la luz. «Cuántas cosas ignoráis los humanos», pensó el Trasgo, pero no dijo nada.
—He visitado las minas —añadió el Trasgo, tras reconfortarse con una ligera libación—, y tened por seguro que las de las pedregosas tierras de los Desdichados son una estupidez sin sentido al lado de las que disfrutan los del Desfiladero de la Muerte.
Allí relucen los diamantes, el oro y los rubíes de tal forma, que (sabéis bien que ésa es mi especialidad) pocas veces he visto nada semejante.
Almíbar —que, aunque no le veía, poco a poco comenzaba a oírlo— dijo:
—¿Por qué no trajiste alguna piedrecita? ¡Ya sabes cómo me gustan los collares!
—Ay, querido —dijo Ardid, acariciándole como a un niño—, ¿cuántas veces tengo que decirte que si un trasgo da una piedra preciosa a un ser humano, ésta se vuelve inmediatamente carbón encendido?
—Ah, sí —dijo Almíbar—, lo había olvidado.
—Pero otra cosa vi recorriendo los túneles subterráneos que muy poco me agradó —añadió el Trasgo—. Y esto es que sobre mi cabeza oí pasos precipitados, y atinando que me hallaba bajo algún pasadizo del Castillo, asomé con cuidado la cabeza. Entonces vi que el personaje que ya sabemos hermano de Tuso acudía con dos soldados armados a una estancia pequeña, donde entraron, y yo con ellos. Allí había una nodriza que tenía en brazos una criatura muy pequeña (me digo yo si tendría sólo algunos meses). Y era una criatura completamente desgarradora, pues su cabeza era grande y su cuerpo pequeño, y tan jorobado y contrahecho como no vi otro. Entonces, el hombre malvado dijo a la nodriza: «Mujer, ha llegado la hora —y, dándole una bolsa donde tintineaban monedas, añadió—: lleva al Príncipe Contrahecho hasta la casa del zapatero Lain, como te tengo ordenado. Y que allí lo guarde y espere mis órdenes. Pero que en modo alguno diga nada de todo esto, pues sabéis que en ello os va la cabeza». «Así lo haré, Señor», dijo la nodriza. Y envolviéndose en un manto con el niño en brazos, y guardada por los soldados, partió por el pasadizo. Yo los seguí hasta las afueras de la aldea, y entraron en una casucha muy humilde, donde vive, al parecer, ese zapatero. Y él tomó al niño en brazos, y cerró la puerta. Y los soldados regresaron al Castillo.
—Ah —dijo Ardid—, tengo amarga experiencia de cosas parecidas. Y no olvidaré nunca que si por vosotros no fuera —y miró a Almíbar, que descabezaba aún restos de su sueño con una sonrisa de fingido interés, al Hechicero y al Trasgo—, tal vez la suerte de mi hijo no sería hoy muy diferente.
Besó uno por uno a los tres. Parecía muy conmovida: y en verdad, aquella vez lo estaba.
2
Pero tampoco la Reina Ardid había permanecido ociosa en el transcurso de aquellos diez días. Entre el Hechicero y ella, y ayudados por Almíbar —que de estas cosas, por interesarle más que un juego, mucho sabía—, consultaron minuciosa y prolongadamente El Libro de los Linajes. No era un libro incompleto y vulgar como el que se guardaba en el Castillo —y en la mayoría de los castillos—, sino uno mucho más completo, elaborado pacientemente por el Hechicero durante largos años. Era un libro especial, no de fácil interpretación, donde quedaban patentes y muy a la vista los entronques viles, las usurpaciones, los incestos, los crímenes, la pureza de la sangre, las auténticas líneas de vena real, las mezcolanzas adulterinas, las supercherías: en fin, las auténticas y las falsas dinastías.
Esto era muy importante para la Reina, pues entre sus escasas debilidades se contaba la pasión por la dignidad y solemnidad, la pureza dinástica y el suntuoso protocolo. Cosas que, a decir verdad, la pobrecilla había distado mucho poder ejercitar en la poco regalada vida que llevó, y aún llevaba. Pues si había conseguido refinar en gran parte aquel país, distaba aún mucho de ser lo que se deleitaba imaginar en sus sueños. Y cuando en ellos se adormecía, suavemente, como una dulce melodía ya perdida, reaparecía en su mente la imagen de una isla especial, una isla que parecía inasible en su duermevela, como la misma representación de lo imposible: era una isla que parecía girar sobre sí misma reluciente como una joya, vista a través de una piedra azul, horadada.
Así que dijo al Trasgo:
—Querido, tenemos que hacerte una consulta, ya que, aun contando con la gran afición que tiene por estas cosas nuestro querido Almíbar y la profunda ciencia de mi amado Maestro, hay unos puntos en ello que sólo tú podrías esclarecer. Es el caso que tal como mi hijo me pidió, he buscado una Princesa digna de casarla con él. Y consultando El Libro de los Linajes del Maestro, hemos dado al fin con la de más purísima sangre, auténtico linaje real e intachable dinastía. Sabemos que desgraciadamente habita muy lejos de aquí. Sabemos cómo se llama. Sabemos qué edad tiene y cuán linda y encantadora es. Pero lo que no sabemos es cómo comunicarnos con ella, o, mejor, con su real padre, y hacerle nuestra proposición.
—Bien, mostradme su caso —dijo el Trasgo. Así lo hicieron, y se enteró de que el nombre de la tal Princesa, tan extraordinariamente auténtica, era Tontina, y que habitaba en las Remotas Regiones de Los De Siempre.
—¿Dónde podríamos localizar ese país? —dijo Ardid—. A pesar de las muchas y sorprendentes averiguaciones que sobre la configuración del vasto mundo ha llevado a cabo nuestro Maestro, lo cierto es que no sabemos dónde situarlo ni cómo llegar a él.
El Trasgo tomó el libro y miró aquella página al trasluz. Luego acercó el oído a sus palabras y martilleó suavemente sobre ellas. Tres palabras se desprendieron de las otras hasta caer blandamente a sus pies: «Arrancada del Tiempo». Entonces, el Trasgo saltó hasta el respaldo de la silla de Almíbar —que no le veía, pero sonrió cortésmente al vacío—, y dijo:
—No es difícil, queridos: como humanos que sois, no tenéis noticia exacta de algo que es tan claro como la luz del día. En fin, proveeos de dos palomas mensajeras, la una con el pico azul y la otra rojo. Y cuando las tengáis, avisadme, que las enviaré sin pérdida de tiempo. Ellas nos traerán la respuesta, y creed que todos los días tengo un motivo de asombro ante la extraña ignorancia que, para cosas tan simples y transparentes, mostráis los de vuestra especie. Y, ahora, dejemos esta cuestión y libemos todos, para celebrar tan buenos augurios.
Pero libó él solo, y se embriagó desconsideradamente. En verdad, su sed era más larga y profunda de lo que parecía; y por aquella vez ninguno se atrevió a reprochársela.
Dos días costó a la Reina procurarse, por medio de su camarera Dolinda —que a su vez envió al mercado de la Plaza a los más listos pajes y doncellas—, las dos palomas requeridas. Una vez éstas en su poder, el Trasgo les sopló en la frente. De inmediato se iluminaron con el color del fuego y sus ojos resplandecieron como diamantes. Luego las tomó, una en la mano derecha y otra en la izquierda, y trepó a lo más alto de la Torre, hasta las almenas. El Hechicero siguió al Trasgo. ¿Cómo iba a perderse aquello?… Y cuando se halló bajo el cielo, el enorme cielo que lo dominaba todo: el Castillo y Olar y el mundo, le pareció que lo veía por primera vez. Tantas y tantas horas había pasado con la cabeza inclinada sobre sus pergaminos, que casi había olvidado el olor del viento que traía rumores y aromas de bosques, de voces o gritos de criaturas desconocidas —incluso humanas—, que creyó contemplarlo por primera vez. Le pareció mucho más grande que el mundo —al menos el mundo que él conocía—, y las nubes, aquellas nubes tantas veces vistas con indiferencia, cruzaban la noche, ahora, con un nuevo significado. Acaso —pensó— eran ecos, residuos de algún sueño acariciado largamente por los hombres. Una luz o resplandor que parecía música —como puede ser música el vaivén de la hierba— se extendía sobre Olar. Pero era una luz tan huidiza, tan fugitiva, como nubes o sueños.
El Trasgo volteó las palomas: primero al Norte, luego al Sur, al Este y al Oeste, diciendo: «Vientos del mundo, Tiempo que vienes con el Tiempo y regresas al Tiempo, Tiempo que galopas al derecho y galopas al revés, Tiempo de la Luz, Tiempo del Espacio, Tiempo Subterráneo y Tiempo Submarino, Vientos del Mundo y de Todos los Mundos, Tiempo del Mundo y de Todos los Mundos: Luz de la Vida, Noche de la Vida, vuela a donde debiste volar, y regresa a las fuentes de la Historia de los Niños». Y, así, las palomas se perdieron en el cielo gris de aquel invierno que conmemoraba, exactamente a aquella hora, los catorce años del Rey Gudú. «Todo está bien —dijo el Hechicero—. Pero lo que no entiendo es eso de las fuentes de la Historia de los Niños». «Yo tampoco —dijo el Trasgo—, pero eso no tiene nada de particular: nosotros decimos lo que sabemos, pero aunque lo sepamos, no lo entendemos». Y como cuando el Trasgo usaba el lenguaje propio de su especie, el Hechicero y él no se ponían nunca de acuerdo, el Maestro juzgó que ya discutirían la cuestión en ocasión más propicia: máxime porque el frío de la Torre le había calado, materialmente, hasta los puros huesos.
3
Habían pasado ya veinte días largos desde la fecha en que Gudú partió de cacería por las regiones altas, y hallábase instalado en el Castillo Negro con Predilecto y los soldados. Entre ellos el Capitán Randal, con quien, siendo niño, había jugado a menudo —ya que se trataba de hombre de confianza de Almíbar—. Gudú distinguía a este hombre de entre todos, pese a que ya no era joven. Una noche —la que hacía veinte, exactamente—, le llamó:
—Randal, tengo oído que existen hombres que pululan por el Sur y otras zonas de Olar —incluso al Este— llamados mercenarios; y que, dado que la paz reina hace muchos años por las regiones que mi padre conquistó, no tienen en qué ocuparse, y andan afligidos y hambrientos, ya que las escaramuzas con la piratería no les reportan ningún bien. Los nobles de la Corte, para quienes se alistan, suelen mal pagarles o traicionarles, si conviene.
—Así es —dijo Randal—. Mucho sabe mi Señor, de esas cosas.
—Algo he oído y leído —dijo vagamente Gudú—, pero quiero decirte, Randal, que tenemos guerra en puertas, y por lo que he visto, la paz de mi madre, la Reina, no ha reforzado el Ejército de Olar, como fuera debido. Pero estas debilidades y olvidos pueden disculparse en mujer que tantas muestras de gran sagacidad y prudencia ha dado en otras cosas.
—Así lo creo, mi Señor —dijo Randal, que, secretamente, adoraba a la Reina desde que era niña.
—No sería malo llamar —en el mayor secreto— a cuantos mercenarios halles, e invitarles a que acudan a este lugar en el término de no más de ocho días.
—¿Qué decís, Señor? —se alarmó Randal, que hasta el momento había tomado la conversación de Gudú como parloteos de muchacho—. No son hombres para entretener en futilidades, sino fieros guerreros que no malgastan sus fuerzas en asuntos de escasa importancia.
—Pues de importancia, y grande, es lo que se avecina. Así, jamás en tu vida dudes de cuanto yo te diga: y de este modo no tendrás que arrepentirte de haberme conocido —y le miró de tal manera, que Randal sintió flaquear sus curtidas piernas de soldado. Y añadió Gudú—: También deberías informarte de los hombres disponibles, de la leva que han conservado los nobles, y además calcular la cantidad de campesinos y gentes de las Tierras Negras que sería posible reclutar.
—Así lo haré, Señor —dijo Randal. El tono de aquellas palabras no admitía dilación, de modo que partió sin pérdida de tiempo a cuanto y donde el Rey Gudú le había encomendado.
Cuatro o cinco días más tarde, regresó Randal con noticias. El Rey le escuchó con gran atención, y guardó en su memoria cuanto le decía. Después habló largamente con él, y le dio órdenes muy precisas y terminantes. Y, aunque Randal no entendía demasiado el motivo de lo que se trataba —nada más lejos de su mente que una guerra en tan plácidos momentos— y dudando de si aquello era tan sólo de un juego del Rey adolescente, con ánimo temeroso se aprestó a reclutar, en el día fijado, a cuantos mercenarios de distintas razas, orígenes y países pudo reunir. Íntimamente profesaba escasa simpatía por aquellos hombres, pero su amor a la Reina le hacía amar también —y obedecer— a su hijo, en cuantas empresas fuera requerido por ellos.
Gudú llamó entonces a Predilecto y le dijo:
—He enviado a Randal, con sus hombres y otros que reclutará, a una encomienda muy importante. Sólo te pido a ti una cosa: síguele hasta el País de los Desfiladeros según mis instrucciones, y rescata a una joven niñera y a un niño de la casa de un zapatero. Entrégaselos a Randal, y regresa, cuanto antes, a mi lado.
Predilecto empezaba a entender que era preferible no informarse de los propósitos de su hermano, si quería seguir a su lado —y el cariño que le profesaba era lo único que, junto al profundo respeto por la Reina, le retenía allí—. Mejor no hacer preguntas. Se unió, pues, a Randal y un grupito de hombres, y después de un largo viaje en la noche, con un sorprendente conocimiento del terreno y sus vericuetos, consiguieron entrar por sorpresa en la casa del zapatero.
Todos dormían, y, por lo visto, no eran gentes dadas a la lucha ni mucho menos a la heroicidad: abandonaron a la muchacha y el niño en sus manos, casi sin rechistar. Y Randal y Predilecto, según órdenes recibidas, regresaron al Castillo Negro, sin comprender muy bien todo aquel tejemaneje.
Y así estaban las cosas cuando, en la madrugada del siguiente día, el centinela de la Torre Vigía avistó, entre las brumas del amanecer, la llegada de una caravana singular que se aproximaba al Castillo Negro. Los soldados y el mismo Príncipe Predilecto se alarmaron, pues no tenían noticia de que alguien tuviera intención de atravesar aquellos parajes, excepto algún campesino con su rocín cargado de leña. Y aun esto parecía raro, pues si bien los bosques eran nutridos, sus árboles estaban tan cubiertos de escarcha, y tan helados y enfangados los caminos, que sólo los caprichos de un Rey adolescente y, al creer de los soldados, juguetón, podía tener la peregrina idea de corretear por un lugar donde la misma caza pretextada —y no llevada a cabo— se hacía difícil, si no imposible.
Pero al tener noticia de la comitiva, Gudú sonrió misteriosamente, y dijo:
—Bajad el puente y recibid esa comitiva, pues no dudo se avecina algo importante.
A poco, le avisaron que se habían reconocido la carroza y los caballos del Príncipe Almíbar, seguidos por los de la Reina y otras muchas cabalgaduras, donde en la bruma de la mañana podían distinguirse las enseñas de varios caballeros y nobles del Reino.
—Señor —dijo Predilecto, inquieto—, algo extraño ocurre, para que vuestra madre la Reina acuda tan presurosa. Preciso será disponer los hombres, por si alguna mala nueva nos traen.
—Hazlo así —dijo Gudú—, y desde este momento te nombro Capitán Supremo de mi Ejército, con mando absoluto; y será tu brazo derecho el Capitán Randal, a quien ascenderás según tu criterio.
—No pido eso —dijo Predilecto, pues las palabras del Rey no le proporcionaban la más mínima alegría—. Sólo os digo que debemos estar preparados.
—Y yo te repito lo dicho —corroboró Gudú.
Cuando al fin se acercó la comitiva al foso, y el puente fue bajado, las carrozas de la Reina y Almíbar entraron en el Patio con gran ruido y precipitación, seguidos de todos los demás. Y no escapó a todos la súbita presencia, revestida de gran altanería y ferocidad mezcladas, del Consejero Tuso y del Príncipe Ancio, que a su vez —como los demás nobles— se acompañaban de algunos de sus soldados armados.
El Rey Gudú descendió las escaleras con gran majestad, impropia de su edad y de un Rey aún no coronado: pero al verle, todos los presentes sintieron un escalofrío en la espalda, que les indicaba se hallaban, por vez primera, ante su único Rey posible.
—Hijo mío —dijo la Reina, revestida de su máxima capacidad de solemnidad—, si hemos venido a turbar los lícitos esparcimientos que un joven como tú practica, en vísperas a convertirse en hombre ducho y diestro para la guerra y para la paz —aquí se detuvo para dar más efecto a sus palabras—, no dudes de que se trata de algo muy importante para el Reino. Y es por ello que la más respetable y sólida representación de nuestra Asamblea de Nobles nos acompaña en este trance.
—Hablad, Señora —dijo Gudú, con gran calma. Y a pesar de que el Castillo se hallaba en el más completo abandono, todos tuvieron la sensación de encontrarse en el corazón de un grande y poderoso Reino, y de que aquel muchacho era el inflexible, astuto, fuerte y valeroso Señor capaz de mantenerlo.
—Pues he aquí —dijo la Reina— que, tal y como se había decidido en presencia de todos los nobles, vuestro Consejero el Conde Tuso me ha presentado la Princesa candidata a unirse a vos en matrimonio. Tal como fue acordado en la Asamblea última, yo debería dar mi aprobación a tal Princesa…
Dirigió una mirada hacia los nobles que la rodeaban, ateridos de frío pero expectantes. Algo murmuraron, en señal de asentimiento, y ella prosiguió:
—Pues bien, hijo mío, la candidata presentada por vuestro Consejero Tuso no me ha agradado en absoluto. No sólo porque es fea, pelirroja y dentuda (y no quiero ver los pasillos de nuestro Castillo de Olar invadidos de criaturas dentilargas con ojos de conejo), sino porque tampoco me agrada su ascendencia: pues es hija del actual Rey que, según noticias llegadas a nuestros oídos, ha expulsado del trono con demasiado ímpetu a su primo Argante, ha matado a su mujer y a su hijo, el Príncipe, y ahora reina ferozmente en el País de los Desfiladeros.
—Señor —protestó el Conde Tuso, sin poder contenerse—, tengo buenas razones para creer en esa unión. Y permitidme contradecir respetuosamente a vuestra madre, mi Señora, si os digo que está informada defectuosamente, pues el Rey Argante murió víctima de sus excesos alcohólicos y de todo tipo, que era viudo desde hacía largos años, y que su hijo, el Príncipe Contrahecho, vive colmado de honores y de cuidados. Pero como tan tierna criatura no está capacitada para el gobierno de su país (y habéis de saber, Señor, que es un país de grandes riquezas), la unión y definitivo pacto de paz con él, cosa que vagamente consiguió, y sin grandes seguridades, vuestro padre, en modo alguno os perjudicará. La hija del actual Rey Usurpino merece mi mayor respeto, por haberme informado ampliamente de su virtud y honestidad, así como de sus muchas prendas de mujer dócil, sumisa y obediente. Y pongo por testigo de cuanto digo a la Asamblea de Nobles, para dilucidar este asunto cuanto antes: ya que una negativa de nuestra parte sería una afrenta que el actual Rey Usurpino dudo pasara con ligereza.
El Rey contempló en silencio a todos los nobles, y su escrutadora mirada apreció el recelo, la indecisión y la duda en todos aquellos rostros. Todos ellos, además, habían sido arrancados bruscamente de sus cómodos lechos junto al fuego, y se hallaban, por tanto, muy dispuestos a zanjar de cualquier modo aquella estúpida cuestión, mientras temblaban en el gélido aire del Patio.
—Ante todo, Conde Tuso —dijo Gudú con voz lenta y grave—, he de comunicaros mi gran sorpresa ante un hecho que juzgo de capital interés.
—¿Y qué es ello? —se impacientó Tuso, ya invadido de grandes recelos. Íntimamente empezaba a lamentar su credulidad hacia el muchacho. «Estoy haciéndome realmente viejo»; este pensamiento cruzó por su mente, mientras oía decir al Rey, con expresión de la máxima inocencia y candor:
—Ello es que mucho me sorprende se haya concertado y decidido casarme a una edad en que no me siento tentado a hacerlo, y máxime cuando aún distan tres años para mi coronación (si ésta llega, y acredito ser digno de ceñir la corona). ¿Quién tuvo tan peregrina idea? ¿Por qué esta súbita prisa para que un Rey que apenas tiene catorce años case antes de su coronación? ¿Cuándo ha sido ésa la costumbre en estas tierras? ¿Qué esconde esa extraordinaria e incomprensible precipitación?
La ira de Tuso le pegó los labios. Pero antes de que el estupor abandonara a todos —incluida la Reina— gritó, con furia:
—¡Señor! ¡Señor! ¡Vos mismo me confiasteis ese incontenible!
—¿Cómo osáis decir tal cosa? —respondió lentamente el Rey, endureciendo la mirada, y con tal firmeza y veracidad en su rostro, que dejó sumidos en la admiración a quienes le oían—. ¿Qué urdís contra mí, o mi madre, para poner en mis labios tan peregrina proposición? A fe que, a mi edad, instruyéndome en juegos de armas y lecciones paso mi tiempo, como es debido, hasta deseo que llegue el momento de tomar esposa. ¿Cómo os atrevéis a proferir semejante calumnia en mi presencia?
Un murmullo confuso ahogó sus últimas palabras. A pesar del frío los nobles reaccionaban, y sus rostros, congestionados unos, cadavéricos otros, se alzaban poco a poco entre las pieles con que intentaban cubrir sus ateridas carnes.
Tuso intentó hacerse oír, pero la Reina, haciendo uso de su majestad y encanto, se dirigió al Barón Arniswalgo —nieto de aquel otro, tan fiel a Volodioso—, y dijo:
—Señor, como el más anciano de la Asamblea, deseamos oír vuestra opinión sobre cosas tan sorprendentes.
—Ah —murmuró el Barón, sumido en la mayor de las confusiones—, no es posible dudar de la veracidad de las palabras de nuestro Señor, el Rey: a todas luces mucho nos extrañaba semejante deseo en criatura tan tierna. Pero por otra parte, me digo, ¿qué puede mover a un Consejero tan poco frívolo y tan poco banal como el Conde Tuso a tal cosa?
—Ningún interés, excepto el bien del Reino —respondió éste, con los desperdigados restos de dignidad herida que pudo recoger, entre estallidos de cólera—. Ningún otro, a fe mía.
—Dudo de lo que decís —contestó entonces el Rey—. Y, para ello, permitidme que os muestre algo.
Y así diciendo, hizo un gesto a Randal, que, a su vez, dio órdenes a dos de sus soldados. Y a poco, ante el estupor de todos, los soldados trajeron escoltada a una joven de rostro asustado que llevaba un niño en brazos.
—Hablad —dijo el Rey.
La joven nodriza del Príncipe Contrahecho dijo:
—Ah, noble Reina, nobles señores, el Conde Tuso es un traidor sin igual. Y para demostrarlo, oíd y ved lo que sigue…
Y relató —si bien con algunas modificaciones pertinentes— las maquinaciones de los hermanos Tuso y Usurpino, y sus planes respecto a Olar y Gudú.
—Y no sólo esto, sino que, una vez hayan conseguido sus propósitos, piensan asesinar al noble Señor Rey Gudú, que tan generosamente nos salvó de una muerte cierta: en mi huida por los helados caminos de los Desfiladeros, para salvar a este inocente y verdadero heredero, hubiera perecido si la bondad de su corazón no hubiera enviado en mi ayuda al heroico Randal y sus soldados —dirigió una mirada, tal vez excesivamente tierna, al Rey—. Y para probar todo cuanto digo, mirad esta medalla que porta el Príncipe Contrahecho: es la medalla del Rey Argante, su padre; veréis que está hecha de un solo rubí y en ella están grabadas las insignias de la realeza; y es famoso que nadie puede fabricar otra igual. De ese modo podéis tener pruebas de que cuanto digo es verdad.
Tal vez la duda despertó en algún que otro entresijo de la credulidad de los presentes, si la desesperada bilis de Tuso no hubiera rezumado en un estentóreo «¡perra traidora!» que conmovió los cimientos del Castillo Negro.
Inútilmente Ancio y él desenvainaron las espadas: los soldados de Randal, estratégicamente colocados, les impedían la huida. Y así fue como, ya, no cupo ninguna duda en todos los presentes de cuanto la muchacha había contado. El Barón Arniswalgo levantó su cascada voz, para decir:
—¡Traidor, maquinador, embustero, repugnante sapo! —aquí tomó aliento—. ¡Ten por seguro que hace muchos años te hubiera dicho esto, y muchas otras cosas más: cuando en vida el Rey nuestro Señor Volodioso el Engrandecedor (aunque de poca sesera en según qué cosas) te tenía elevado sobre todos nosotros! ¡Y bien que apretabas tu pataza sobre nuestros pescuezos! ¡Ha llegado tu hora!
Espoleados por tanto agravio antiguo y mal recuerdo, iba la Asamblea a lanzarse espada en alto contra él, cuando Gudú, con voz tonante que petrificó a todos —madre incluida—, dijo:
—No quiero subir al trono con un crimen, aunque sea justo, sobre mi conciencia. Antes de mi coronación, sólo perdón hallarán mis enemigos. Así pues, dejadles partir, aunque desarmados. Y que jamás se posen sus plantas en estas tierras o los confines de este Reino: y quien tal cosa contraviniera, o les ayudara, será reo de muerte.
Así diciendo, Tuso, Ancio y Furcio fueron desarmados y, custodiados por tres soldados armados, les empujaron, como se supo más tarde, hasta el borde de las estepas.
Entonces la Asamblea respiró. Abrazándose todos, se inclinaron ante Gudú, y el barón Arniswalgo dijo:
—Ah, Rey Gudú.
Porque, en verdad, no se le ocurría nada más.
Se retiraron todos los nobles como mejor pudieron para gozar, al fin, de un relativo descanso. Era más conveniente no regresar hasta el otro día, ya suavizados los rigores de la intemperie. Pero antes de retirarse, la Reina llamó al Rey. Asombrada, le besó tiernamente, y dijo:
—Hijo mío, hijo mío, en verdad que prendisteis bien la chispa.
—En verdad Señora, prendisteis bien el leño.
—Pero, hijo, ¿por qué ese perdón? Ahí, te aseguro, no alcanzo a comprenderte. Sólo colgándolos estaremos libres de ellos. No creas el refrán muy popular, y menos que ninguno el que asegura que a enemigo que huye, puente de plata. La experiencia me lo dice.
—Porque necesito su odio —respondió Gudú—. Porque su odio les reunirá en el País de los Desfiladeros; su odio les unirá a Usurpino, y su odio nos traerá la guerra. Y la guerra, madre, me hará Rey coronado a los catorce años. Porque si no soy yo quien conduce el ejército, ¿quién lo hará?, ¿la Asamblea de Nobles?, ¿el Barón Arniswalgo?, ¿mi noble tío Almíbar? —y lanzó tal risotada que estremeció a su madre. Y esto le hizo pensar por primera vez que entre todos los manipulados por Gudú, tal vez ella era la más distinguida.
—Ahora, descansad, Señora —dijo—. Lo tenéis merecido.
—Hijo, ¡no tenemos ejército, y estamos mal armados! —se horrorizó la Reina.
—Ya lo he previsto todo —sonrió Gudú—. Descansad, os digo, y sólo ocuparos de aplastar bien las cenizas de ese fuego. Y traedme una oportuna novia, con que dejar las cosas bien sentadas y puntualizadas, sin ningún cabo suelto por el que pueda deshacerse este ovillo tan bien urdido.
Y, dando por terminada la entrevista, se retiró.
Sólo una persona de cuantos habían contribuido a aquel ovillo —del que tan orgulloso se mostraba el joven Gudú— no parecía satisfecho. Y éste era, por descontado, el Príncipe Predilecto. No acababa de entender en su totalidad la única parte de la historia que le había sido encomendada. Por ello, ya de regreso a Olar, preguntó a su hermano.
—Señor…, ¿qué haréis con el Príncipe Contrahecho? Gudú le miró a los ojos, y contestó, con prudencia:
—Mi madre lo guardará con esmero, se le tratará con todo honor, y cuando tenga edad para ello, le restituiremos en el trono. Dicho lo cual, dio por terminada la cuestión. Pero ni siquiera un alma tan dispuesta a lo mejor como la de Predilecto pudo creer tal cosa.
La Reina encargó a Dolinda que preparara una estancia junto a la suya, donde alojar a la nodriza y al pequeño Príncipe Contrahecho. Cuando se asomó a la cuna del pobrecillo jorobado, una suave luz —en verdad poco usual en ella— endulzó sus ojos, y murmuró:
—Pobre niño. Juro que, aunque mi hijo me lo pidiera un día —y algo le decía en su interior que eso sucedería—, nadie te hará daño mientras yo viva.
Luego desprendió cuidadosamente del cuello del niño el rubí con los signos de la realeza, y lo guardó en lo más profundo del cofre de sus joyas.
Aquella misma tarde, el Trasgo, que oteaba desde las almenas, anunció a la Reina, con suaves golpes de diamante, que las palomas enviadas habían regresado. La Reina acudió presurosa, y, tomándolas en el regazo, examinó sus patas. En cada una de ellas había un cartucho, muy bien sellado y lacrado en oro.
—He aquí —dijo, encantada— una prueba de auténtica realeza. El Trasgo despidió a las palomas, esta vez en silencio, y la Reina reunió a su camarilla íntima. Pero en esta ocasión pidió al Rey que, juntamente con su hermano Predilecto, se les uniera. Una vez estuvieron reunidos, la Reina mostró los pergaminos que contenían ambos cartuchos: en uno de ellos, cierto extraño Rey accedía a casar a su hija, la Princesa Tontina, con el poderoso, joven y glorioso Rey Gudú —de cuyas hazañas ya habían llegado noticias a su Corte—. Y como el viaje era largo y lleno de dificultades —explicaba—, la llegada de la Princesa, con su escolta, tardaría treinta días; que vendrían por los arrecifes del Mar del Norte, y navegarían por el Gran Río hasta el Reino de Gudú. Y que de allí, en fastuosa —según la descripción hecha con todo pormenor— pero alegre cabalgata, entrarían en Olar. Así mismo anunciaba que la Princesa portaba tres cofres de joyas y algunas fruslerías más, así como una considerable cantidad en oro, como dote. Y que, en fin, les deseaba fueran muy felices y tuvieran muchos hijos. Este final sorprendió a todos. «Eso lo he oído en alguna parte», rememoró Almíbar, levemente soñador. Gudú estaba muy perplejo.
—Madre —dijo—, ¿estáis segura de que es la Princesa que me conviene?
—Así lo creo, hijo —dijo la Reina—. Observad, en este otro cartucho, su retrato.
El Rey Gudú tomó el retrato en sus manos. Y Predilecto se asomó a contemplarlo, tras su hombro. Pero con tan mala fortuna, que la piedrecilla azul que la Reina le había dado, en su extremo más agudo vino a clavársele en el pecho. Y le produjo un dolor tan vivo que palideció, y entre aquel dolor contempló, maravillado, el rostro de la muchacha más particular que jamás había visto. Era muy linda, ciertamente, pero aun por encima de su belleza, resplandecía de alguna forma, y Predilecto pensó que en cierto modo se parecía a alguna lámpara, de aquellas que, en cristalino vidrio, esparcían un resplandor rosado y tenue.
—Ah, está bien —dijo Gudú—. ¿Qué edad tiene?
—Trece años —mintió su madre, pues tenía once.
—¿Y cómo decís que se llama?
—Tontina —dijo la Reina.
—Ah, no —dijo el Rey con decisión—. Habrá que cambiar un nombre tan ridículo. No es posible una Reina que se llame Tontina.
—Pero hijo, no te preocupes por esas nimiedades —dijo Ardid—. Tontina, en su país, no significa lo mismo que en el nuestro.
El Rey dudó un poco, y, al fin, dijo:
—¿Pero cuál es su tierra, cuál es su dinastía?
Entonces, el Hechicero intentó hacérselo comprender, pero era tan largo y complicado, tan sutil y enredado como un encaje finísimo. Al fin Gudú se impacientó, y dijo:
—Abreviad, os lo suplico, Maestro, que no entiendo nada.
—Bien —dijo el Hechicero—. Al menos entended una cosa: que por línea materna está emparentada, y es descendiente directa, de aquella Princesa del cabello negro como el ébano y la piel blanca como la nieve que fue malvadamente asesinada, y permaneció incorrupta hasta que se la rehabilitó, con un beso de amor; y por línea paterna, de aquella otra hermosísima Princesa que durmió durante cien años hasta que, también, la despertó un beso de amor.
—Oh —dijo súbitamente Almíbar—. Sí, sí, he oído o leído mucho sobre esa gente. Grandes gentes, en verdad.
Pero Gudú le miró duramente, y opinó:
—Gente de poco seso, a lo que parece.
Pero, en fin, lo hecho, hecho estaba; y tras observar el rostro de la Princesa, sus rubios cabellos y sus enormes ojos, que tenían, según se miraran, el verde profundo del mar, el azul claro de la mañana o el dorado de la tarde, opinó que no había que dar más vueltas al asunto.
—¿Qué tienes, Predilecto? —dijo, al fin—. Estás pálido.
—No sé —dijo el Príncipe. Y desabrochando su jubón vio que la piedra se había clavado en demasía. Suavemente, el Hechicero la desprendió, y le enjugó una gota de sangre. Los colores volvieron a su rostro y sonrió. Pero el Hechicero, al quedar solo, permaneció meditativo, contemplando la sangre que había quedado en sus manos. Y, como tantas otras veces —cuando comprendía que las palabras no valían, en casos parecidos—, movió con tristeza la cabeza.
Apenas habían pasado doce días de esta escena llegaron sudorosos emisarios del Norte del país, con la noticia de que el Rey Usurpino, su hermano el Conde Tuso y los príncipes Soeces habían declarado la guerra a Olar. Y que, como era costumbre en estos casos, la primera manifestación hecha al respecto había sido arrasar e incendiar las aldeas próximas al Desfiladero, pertenecientes al Reino de Gudú. Las campanas volteaban a rebato, y despavoridos, los campesinos huían hacia el interior. De esta forma, todos supieron lo que Gudú deseaba y el resto temía: que, nuevamente, la guerra había llegado.
La Asamblea de Nobles acudió a Olar, presurosa. Y también los otros nobles: caballeros y señores que no pertenecían a tal Asamblea. Gudú reunió a sus jefes en el Patio de Armas del Castillo de Olar. Y, al tiempo, envió a Randal en busca de los mercenarios, que aguardaban impacientes en el Castillo Negro. Y aquella noche Gudú apareció ante sus nobles, y ante sus soldados, y ante gran parte de ciudadanos, que se apiñaban, aterrados, junto a las murallas del Castillo —cuyas puertas hizo abrir, y bajar los puentes levadizos, de forma que todos cuantos pudieran presenciar lo que se proponía, lo presenciaran—. Y así, vestido por vez primera con cota de malla y una muy crujiente coraza de cuero y piezas de metal, al resplandor de la gran hoguera central que había hecho prender, dijo, con gran solemnidad, desenvainando la espada —y de pronto todos comprobaron que no era su acostumbrada espada de hierro, sino la espada de su padre Volodioso:
—El Rey Usurpino y mis hermanos los Príncipes Soeces, acuciados por el ex Consejero, el traidor Conde Tuso, han declarado la guerra a nuestro pueblo. Así pues, juro defender este Reino y este pueblo, hasta la última gota de mi sangre.
Estas palabras hacían, en verdad, gran efecto, y especialmente en el —tan raramente mencionado— pueblo, que fue el primero, llevado en parte por el pánico, en parte por la admiración, en gritar de entusiasmo.
Una vez se acallaron, Gudú exclamó:
—Hemos reunido cuantos hombres están disponibles y cuantas armas han sido posibles. Tengo, además, en reserva, fuerzas de mercenarios aguardándome en el Castillo Negro. Todas las noticias hacen suponer que el Ejército del belicoso y feroz Usurpino es muy superior en hombres y armas, y además cuentan con la defensa de su privilegiada situación geográfica. Sé que la lucha será encarnizada y muy cruel. Pero, con la misma seguridad que tengo en esto, os juro que no regresaré a Olar si no es de dos maneras: enarbolando la victoria, la paz y las cabezas sangrantes de los traidores, o muerto.
De nuevo, el vocerío se levantó hasta el cielo. Una vez dichas estas cosas, y habiendo enardecido suficientemente a nobles y plebeyos, el Rey hizo un gesto a su hermano Predilecto. Y éste, levantando su espada, dijo:
—Nobles señores, noble pueblo de Olar, si el Rey es quien nos salvará de la maldad de nuestros enemigos, el Rey debe ser coronado.
Y antes de que la Asamblea tuviera tiempo de meditar aquellas palabras, el pueblo ya aullaba entusiasmado —pues se le daba ocasión de contemplar, raramente, un espectáculo en verdad superior a todas las farsas de comediantes—. Y el joven paje de Almíbar, llamado Riso, se aproximó con un cojín de terciopelo granate, en donde reposaba la corona.
Entonces entendió el Abad de los Abundios el porqué se le había convocado en aquella ocasión, y, adelantándose, revestido de toda la magnificencia que le permitía su edad, su corta estatura y su reúma, dijo:
—Así será, Señor, y como coroné con mis manos la cabeza del muy noble y amado Volodioso —y evitó reverdecer el espanto y el miedo que tal nombre le inspiraba—, así mis manos os ungirán como Rey de este país de Olar, por la Gracia de Dios.
A lo que se apresuró a decir la Reina:
—Sí, buen Abad Abundio. No en vano mi corazón me avisó de vuestra fiel y noble persona, y hace quince días que partieron hacia Roma emisarios que pedían para vos el obispado.
Con lo cual, el Abad estuvo en trance de desplomarse. Pero sujetándose a los brazos solícitos de un fraile —aquel que había, por cierto, bautizado otrora sin mucha contemplación ni respeto a Gudú—, tomó en sus temblorosas manos la corona. Pero como mucho tardaba, y mucho le costaba alzarla —pesaba más de lo que podía suponer—, el propio Gudú se la arrebató de las manos, la colocó en su rizada y negra cabeza, y dijo:
—Rey soy y como Rey os conduciré por el mejor de los caminos. Y entrego mi vida, mi saber y mi fuerza al Reino —y, con súbita inspiración, añadió—: y al grande, noble y valeroso pueblo de Olar.
A lo que los aludidos respondieron como correspondía. Y por si fuera poco, y ante la consternación del Trasgo y de más de un presente, Gudú mandó abrir la bodega del Castillo, y repartir entre todos —soldados, plebeyos y nobles— el vino de las Reservas Reales.