VIII. GUDÚ, REY

La Reina Ardid no era una mujer tímida. Desde que a los siete años celebró su espectacular y poco común matrimonio con el difunto Rey Volodioso, dio buenas pruebas de que tal virtud no había disminuido en el transcurso de los seis años que duró su encierro en la Torre Este. Antes al contrario, habíase afirmado la decisión de su carácter y la astucia de sus métodos. Contaba con el apoyo incondicional de Almíbar y su pequeño ejército capitaneado por Randal. Los soldados de Olar se sentían dispuestos a colaborar a su favor, ya que el trato que se les daba a los hombres de Almíbar no era en absoluto parecido al que recibían ellos.

Como los nobles en general estaban bastante mortificados por la conducta de Volodioso —aunque no se atrevieron jamás a manifestar abiertamente tal mortificación—, sintieron reverdecer sus esperanzas belicosas al juzgar que el futuro Rey Gudú era todavía muy niño y que la regencia de la madre podía serles beneficiosa si sabían comportarse de la manera adecuada —y Ardid no dudó ni un momento en mostrarse benévola y generosa con ellos desde el principio, e incluso llegó a restituir ciertas prerrogativas y derechos que Volodioso les arrebatara de un tajo—. Por lo que, además, la perspectiva, proclamada con gran solemnidad por la Reina, de unos años en los cuales defendería como fuera la paz del país, sin enzarzarse en costosas y disparatadas guerras que a nadie beneficiarían, llenaron todos los ánimos de una cálida esperanza de bienestar.

Y si bien la semilla de la intriga florecía en muchos corazones —esto era inevitable y usual—, para el desarrollo de esta semilla se precisaban años de meditaciones, observación y paciencia, que a todos eran muy necesarios. La Reina, así mismo, no destituyó en modo alguno al Consejero —y con esto jugó una baza importante a su favor, pues además de audaz y nada tímida, la astucia era una de sus características dominantes—. Por el contrario, se mostró llena de amistad hacia aquel personaje que en su fuero interno le resultaba, a partes iguales, tan repulsivo como ridículo. Pero sabía, tanto por las enseñanzas de su Maestro como por experiencia propia, que la alianza con el enemigo, si no curaba el mal de raíz, al menos conllevaba una tregua a todas luces beneficiosa y necesaria. Ante el asombro de todos, no hizo, pues, del Príncipe Almíbar ni su Consejero oficial ni su esposo —agrias experiencias tenía ella del matrimonio—, sino que, simplemente, le dio atributos y poder absoluto en cuestiones como el intercambio de mercancías en países vecinos. Anunció, así mismo, una más amistosa relación con el Reino de la opulenta Leonia. Nombró a Almíbar algo así como embajador del Reino, ya que a no dudar era hombre refinado y encantador, y una mujer siempre —o casi siempre— solía mostrarse sensible a tratos con personas de tales cualidades. Con lo que todos quedaron, de momento, contentos y aliviados, y más que ninguno, se puede comprender, el propio Conde Tuso y su protegido Ancio. Renacieron sus esperanzas de proseguir sus maquinaciones, y aunque Ancio, en un principio, se consumía de indignación, Tuso le aconsejó paciencia y tacto; y así, fue calmándolo poco a poco. Dando pruebas de una magnanimidad que dejo atónitos a todos, la Reina manifestó que su tesoro personal —aquel que lenta y minuciosamente había reunido durante su breve reinado con Volodioso, que con ella fue generoso en extremo— lo ponía al servicio del Reino. Y lo primero que hizo fue enviar a Almíbar a negociar intercambios con Leonia, en vistas a un mejoramiento general.

Con gran alborozo fue recibido el regreso de la primera expedición a la isla de las envidiadas riquezas, pues Almíbar, amén de un pacto sumamente favorable con la Reina de aquel pintoresco lugar sureño, traía muy buenas mercancías, crédito, infinidad de telas ricas y otras lujosas novedades que llenaron de excitación y placer a las damas y a más de un caballero. De este modo, la Reina contó con el favor de los nobles, y después, mandó repartir entre el pueblo harina y vino, con lo que el júbilo creció, y también entre los humildes su nombre cobró cierta popularidad —aunque a decir verdad, con menos confianza que entre los nobles.

No contenta con todo esto y para dar pruebas de su grandeza, rindió culto magnífico a la memoria de su poco amable esposo: hizo construir en el Monasterio de los Abundios —a los que también mostró una benevolencia sin precedentes en el Reino— un extraordinario Cementerio Real, donde se le dio sepultura, bajo su efigie en piedra —encargada a un escultor de la Isla de Leonia, donde las artes florecían que era un contento, según manifestó con arrobo nostálgico Almíbar—, en la que a todas luces aparecía más joven y gallardo de lo que nunca fue. Y así mismo manifestó que, como todo Rey que se preciara, debía calificársele con un epíteto que indicara su naturaleza, por lo que desde ese momento decidió llamarle Volodioso I el Engrandecedor. Y todos se sintieron con ello, aun fuera de toda explicación lógica, más grandes y más ricos. Todos, desde luego, menos los Desdichados, porque la Reina, en el esplendoroso inicio de su reinado, también se olvidó de ellos.

Una vez resueltas todas estas cosas, la Reina se instaló a su comodidad en el Ala Sur, donde sus huesos se reconfortaron mucho. Mandó nombrar duquesas a Dolinda y Artisia, y por ende camareras reales, con lo que las muchachas se pusieron muy contentas, como es de suponer. Desgraciadamente, desde ese punto y hora, olvidaron ellas también a sus parientes de las regiones carboneras, los Desdichados. Y a su vez se casaron con dos nobles, que las doblaban en edad, pero también en riquezas.

Así que, atendidas todas estas cosas, llegó el momento en que la Reina reunió a sus íntimos en asamblea privadísima, para exponerles algo que había larvado largamente en su pensamiento y corazón, tras años de reflexión y encierro.

Una vez reunidos en las habitaciones privadas el Hechicero, el Trasgo del Sur y el apuesto Almíbar —si bien éste no era indispensable, pues en tales circunstancias solía dormirse: era sólo cuestión de cortesía—, la Reina manifestó a sus verdaderos —y quizás únicos— amigos:

—Queridos, ha llegado el momento de tomar una importante decisión respecto a Gudú. Y no es otra que el asegurarle de forma rotunda y definitiva la corona y el esplendor del Reino. Y como las enseñanzas por vosotros recibidas y mi propia experiencia me han mostrado, una condición indispensable se ha hecho muy patente para dotarle en este aspecto de una especial virtud.

Aquí guardó un instante de silencio, pues una de sus pocas debilidades consistía en la pasión por la solemnidad. Sus amigos la escuchaban atentos:

—Queridos míos —repitió, con la dulzura y firmeza que solía—, la cuestión es simple y complicada a la vez, y para ello necesito imprescindiblemente de vuestras artes y sabiduría. Trátase, lo digo de una vez, de incapacitar totalmente a Gudú para cualquier forma de amor al prójimo.

—Querida niña —dijo el Hechicero—, no deseo contradecirte, puesto que bien sabes lo que opino al respecto, pero creo que exageras tu aversión hacia ese impulso: nadie como tú sabe cuántas calamidades como dulzuras puede reportar. Pero ten por seguro que si hallamos un bebedizo o cosa parecida para conseguirlo, desde ahora te advierto que no será perfecto: porque no se puede extirpar la capacidad de amar fragmentariamente, o sea, condicionada, sino que, si es posible, tendrá que ser extirpada en todas sus manifestaciones.

—Lo sé —dijo ella, con paciencia—. No veo inconveniente.

—Es que —dijo el Trasgo— también le será negada la capacidad de amistad, y la capacidad de todo afecto. Y por ende, tampoco te amará a ti. Lo digo por lo que apreciáis en general ese sentimiento los humanos, pues en nuestra especie las cosas funcionan de otro modo, querida niña, y es mi obligación advertirte de ello.

—Ya lo he meditado —respondió Ardid, esta vez sólo con energía y prescindiendo de la dulzura, que en el momento presente consideró superflua—. No tengo nada que oponer a que Gudú no me ame: con que le ame yo, a él basta.

Algo más se discutió la cuestión, pero en vista de la firmeza inquebrantable de Ardid, el Hechicero y el Trasgo accedieron a estudiar el caso con toda precaución y detenimiento. Almíbar ya se había dormido, y posiblemente no había alcanzado completamente al meollo de la cuestión; de todas formas, también lo habría olvidado. Casi todo lo olvidaba, excepto su amor hacia Ardid, pues estaba tan incrustado en él y había extendido sus ramas de tal forma por todo su ser, que poco espacio le quedaba para otras cosas.

Tiempo después, el Hechicero y el Trasgo comunicaron a la Reina el fruto de sus largas averiguaciones. La misma Ardid acudió a la mazmorra donde tan a gusto se hallaba el viejo Maestro. Se había negado a ocupar un lugar más confortable, ya que para él no había otro mejor en el Castillo de Olar. Los tres solos esta vez se agruparon junto a un fuego que reverdecía en sus corazones tiempos lejanos, cuando se ocultaban en las ruinas del Castillo de Ansélico. Al fin, ambos ancianos comunicaron a Ardid lo siguiente:

—Existe, en verdad, la posibilidad de extirpar al Rey Gudú la capacidad de amar. Tal y como te advertimos, esa posibilidad debe ser extrema y total. Si persistes en tu idea, hemos de pormenorizar varios aspectos de la cuestión. Como bien sabes, no existe conjuro, encantamiento o trato con las Fuerzas Mayores que no se halle supeditado a alguna cláusula, que (depende de las circunstancias) puede o no resultar, a la larga, contraproducente. En el caso que nos ocupa, el detalle o cláusula consiste en que si a un ser le es extirpada la capacidad de amar, le es simultáneamente arrebatada la capacidad de llorar.

—No veo inconveniente —dijo ella—. Tanto mejor: no conocerá esa humillante sensación.

—Cierto —dijo el Trasgo—, pero hay una cuestión más complicada en este asunto, al parecer tan simple: si por alguna razón extraña o ajena (que no se puede prever, ya que nuestras fuerzas son limitadas), alguna vez el sujeto tratado con tales procedimientos llegara a derramar una lágrima, tanto él como todo aquello donde él hubiera puesto su planta, y todos aquellos que con él hubieron existido, desaparecerán para siempre en el Olvido, en el Tiempo y en la Tierra.

—Pero si le extirpáis la capacidad de amar y con ello también de llorar… esa desaparición no puede, lógicamente, producirse.

—Eso pienso —dijo el Hechicero, aunque sin demasiada convicción.

—Así lo hace creer todo, si nuestras averiguaciones no han fallado en sus cálculos —añadió el Trasgo—. Pero esa cláusula consta en los Tratados: y si consta allí, algún resquicio habrá por el que no hemos podido llegar a penetrar en su verdadera sustancia.

—No veo lógica en vuestros temores —repitió Ardid, impaciente—. Vosotros mismos habéis dicho que lo uno acarrea lo otro: si no ama, no llora. Si no llora, no hay por qué preocuparse.

Asintieron en silencio los dos amigos de la Reina, pero en sus ojos latía una duda, vaga y remota, pero duda al fin.

—Ten en cuenta —dijo al fin el Trasgo— que nuestro poder no es un poder total. Ni aun fuera de toda contaminación, los trasgos tenemos conocimientos de Todas las Posibilidades. Más aún en el estado —aunque pequeño— de contaminación en que me encuentro. Algo, quizás, hemos olvidado o no hemos sabido ver. Discutieron largamente sobre el tema, y al rayar el alba, pareciéndoles que en todo caso debía ser únicamente una cuestión de escrúpulos humanos más que de una probabilidad, llegaron al acuerdo de verificar la delicada operación en el niño Gudú. Y en el transcurso de la discusión, puntualizaron algunos detalles de importancia. La Reina hizo constar que si bien Gudú no amaría a nadie, no podía privarse al Rey de la atracción del sexo opuesto, pues debía tener descendencia y asegurar la maldita cuestión de la sucesión, que tan en peligro había puesto los derechos del niño y, a juicio de todos, el Reino.

—Esto sí es posible —dijo el Trasgo, tras una breve consulta con el Hechicero—. Aunque no se da con mucha frecuencia entre los humanos, puede conseguirse que le gusten mucho las criaturas de sexo opuesto, sin amarlas lo más mínimo.

—Y otra cosa hay —dijo la Reina—: y es que debemos impedirle que esta atracción le domine. Pues recordando la última pasión de su padre, creo que puede llegar a ser tan nociva como el amor mismo.

—Bien atinado —dijo el Hechicero—. Haremos que ninguna mujer sea capaz de retenerle demasiado tiempo. Déjanos consultar, y ya te comunicaremos el resultado de estas averiguaciones.

Así lo hicieron, y al poco llegaron a la Reina con las siguientes nuevas:

—Aunque parezca extraño, querida niña, es más difícil esto último que lo otro. No hay recetas para eso. Pero no te alarmes: hemos hallado una solución muy ladina y astuta, aunque el Trasgo, por complacerte, se vea en trances desagradables.

—Decid de una vez —se impacientó Ardid.

—Hemos meditado la cuestión, llegando a pensar que si conseguimos una mujer que tome miles de formas diferentes, que sea la encargada de satisfacer las apetencias carnales del Rey, distrayéndole de una a otra y siendo la misma, pero por breve tiempo, claro está que no le va a ser posible al Rey encapricharse amorosamente con ninguna. Las esposas que pueda tener, por supuesto, no cuentan —puntualizó el anciano—. De ésas, en todo caso, puede hacer lo que quiera. Ya sabemos que no ofrecen peligro para lo que nos ocupa.

—Por supuesto —dijo la Reina, con un deje de amargura o resentimiento—. A la larga o a la corta, la esposa se anula a sí misma. Estamos de acuerdo, para eso no hay mejor receta que el matrimonio. Pero… ¿dónde está esa maravillosa criatura? No conozco a nadie que reúna esas condiciones. Y aunque las reuniera, los años pasan, y la que hoy es lozana, por mucho que se disfrace, mañana será vieja y perderá todo atractivo.

—Yo sé de alguien, querida niña —dijo el Trasgo—, que está a salvo de esas miserias. Claro que, por supuesto, no se da entre los de vuestra especie.

—Entonces, no sirve —dijo la Reina—. Un ser no carnal no atrae a la carne.

—Déjame hacer —dijo el Trasgo, con una risa demasiado olorosa a mosto, a juicio de sus dos amigos—. Déjame hacer: no debe ser carnal, pero sí puede tomar figura humana, si así conviene, aunque sea por corto tiempo. De corto tiempo se trata precisamente, ¿no? Tantas figuras humanas como desee, y de las más seductoras —hizo un gesto de condescendencia—. A juicio humano, por supuesto.

—Pues bien, sea como sea, tratad con esa criatura cuanto antes.

—Aquí está el gran sacrificio de nuestro querido amigo —dijo el Hechicero con gran pena—. Le vamos a exponer a un encuentro que no le agrada en absoluto y que viene evitando durante todo el tiempo que se halla contaminado: debe ir en busca de Ondina, la que vive en el fondo del Lago. Y si bien con ella mantiene excelentes relaciones, no así con su abuela, la Vieja Dama. Y la Vieja Dama, Fuerza Alta y Purísima por excelencia, aborrece a los contaminados. Y para colmo de males, habita en las raíces del Agua, que tan sabiamente conduce.

—¿Al fondo del Lago? —se maravilló Ardid, ante tamaña revelación.

—No al fondo, afortunadamente —dijo el Trasgo, echando un trago para darse ánimos—. Si así fuera, nada podría hacer. Pero sí un poco más arriba, en la Gruta del Manantial. Y quiera mi suerte que no se le ocurra visitar a su nieta por sus húmedos caminos estando yo platicando con ella.

Dicho lo cual, bebió más que de costumbre, se embriagó de forma casi escandalosa, y su nariz tomó un tinte de tan vivo carmesí como no le habían apreciado nunca. Lo que, como es de suponer, llenó de zozobra a sus dos amigos.

Pero la decisión ya estaba tomada.

2

Ondina del Fondo del Lago habitaba desde hacía cuatrocientos treinta años en el más bello lugar del Lago de las Desapariciones. Ondina era de una belleza extraordinaria: suavísimos cabellos flotantes color alga que le llegaban hasta la cintura, ojos largos y cambiantes como la luz, que iban del más suave oro al verde oscuro, y piel blanco-azulada. Sus brazos ondeaban lentamente entre las profundas raíces de las plantas, y súss piernas se movían como las aletas de la carpa. Una sonrisa fija y brillante, que iba del nacarado de la concha al rosa líquido del amanecer, flotaba entre sus labios. Cualquier humano hubiera sentido una gran fascinación al contemplarla en todos sus pormenores —a excepción hecha de las orejas, que, como todas las de su especie, eran largas y puntiagudas en extremo, aunque de un tierno color, entre sonrosado y oro.

A pesar de ser nieta de la Gran Dama del Lago, no poseía ni un ápice de su sabiduría, ni siquiera un granito de mínima inteligencia —como ocurre con frecuencia entre las ondinas—. Por contra, era de una tal dulzura y suavidad, y emanaba tal candor, que su profunda estupidez podía muy bien confundirse con el encanto y hechizo más conmovedores. Como toda ondina, era caprichosa en extremo, y su gran capricho era su Colección del Fondo, donde había cultivado con primor su jardín de los Verdes Intrincados. La colección de Ondina consistía en una ya nutrida exposición de muchachos, jóvenes y bellos, comprendidos entre los catorce y los veinticinco años. Le gustaban tanto, que a menudo arrastrábalos al fondo y allí les conservaba sonrosados e incólumes, gracias al zumo de la planta maraubina que crece cada tres mil años entre las raíces del agua. Pero se cansaba pronto de ellos, pues por más que los adornara con flores lacustres, y coronara sus cabezas con toda clase de resplandecientes piedrecitas, y acariciara sus cabellos, y besara sus fríos labios, ellos nada le decían ni hacían; de suerte que necesitaba siempre más y más muchachos para distraerse con la variedad.

A veces, aproximándose cautelosamente a las orillas del Lago, había visto cómo jóvenes parejas de campesinos se acariciaban y besaban mutuamente, y esto la llenaba de envidia. Así se lo había confesado en más de una ocasión a los trasgos, que, compadecidos, a veces, empujaban muchachos al fondo. Entre éstos se contaba el Trasgo del Sur, al que había confiado su caprichosa obsesión. «Eso es una tontería —le decían los trasgos—. Decídete a tomar por esposo a cualquier delfín de los que pululan por las costas del Sur y déjate de esos caprichos. Teniendo en cuenta tu juventud, puede perdonársete, pero anda con cuidado no se entere tu abuela: ella no tolera contaminaciones humanas, y sólo con ahogados puedes juguetear sin peligro». «Así lo haré —decía ella entonces, compungida—. Prometo no olvidarlo». Pero como era estúpida hasta los más remotos orígenes de su sustancia, no sólo lo olvidaba, sino que persistía en el peregrino deseo de recibir caricias y besos de hombre vivo. «Pero ¿para qué? —le preguntaba el Trasgo del Sur, que desde sus libaciones y dada su instalación en el Castillo, cuya zona Norte lamía las aguas del creciente Lago, mantenía grandes charlas con ella—. No veo la razón». «Yo tampoco —respondía Ondina—. No veo la razón, pero así es».

Y en éstas estaban cuando el Trasgo se acordó oportunamente de ella, de su cándida naturaleza y de su insensato capricho. Así eran las ondinas, se decía. Otra había conocido, en el Sur, encaprichada con los asnos, y otra también, más al Este, que tenía predilección por los soldados de barba roja. Todo podía esperarse de una ondina, menos cordura.

Esperó noche propicia —esto es, en creciente—, y horadando los entresijos de la tierra, abrió un pasadizo hasta el Manantial del Lago.

—Hacía tiempo que no venías, Trasgo del Sur —dijo Ondina, que le prefería, sin saberlo, por el tufillo humano que iba lentamente apoderándose de él—. Me gustará enseñarte el último que ha entrado. Me lo mandó el Trasgo de la Región Alamanita, y es muy hermoso. Aún no me he cansado de adornarle: mira, le puse caracolas en las orejas, ramitos de maraubina por todas partes, y aquí, esta perla que me regaló una ostra del Mar Drango. ¿Qué más puedo hacer ahora, para no aburrirme?

El Trasgo contempló pensativamente a un jovencito de cabello oscuro y tez dorada aunque con expresión de espanto, pues no había tenido tiempo de cerrar los ojos. Le pareció el colmo de la fealdad y ridiculez, pero calló sus opiniones, para bien conquistar a Ondina. Miró con recelo de un lado a otro, y al fin musitó:

—¿No esperas la visita de la Gran Dama, verdad?

—Oh no —dijo ella—. Está demasiado ocupada preparando el próximo deshielo. No ha visto los tres últimos, y aunque no le gustan demasiado, dice que si me contento con ahogados, nada tiene que reprocharme.

—Pues bien, he pensado mucho en ti, hermosura —dijo el Trasgo—. Y se me hace que alguna solución hallaremos, sin que incurras en enfados de tu maravillosa Abuela que Tanto Respeto me Inspira —pues para hablar de ella sólo podía utilizar palabras con mayúscula.

—¿De veras? —exclamó Ondina, con sumo interés—. Dime, Trasgo del Sur.

—La cosa es que te ofrezco una oportunidad: hemos encontrado un bebedizo que te permitirá tomar forma humana, por breve tiempo —a lo sumo diez días—, sin peligro de contaminación. Claro está que si prolongas esta forma humana un solo minuto más, tu contaminación se produciría, y de forma tan peligrosa que la cosa remedio no tendrá. Pero como eres caprichosilla, tengo para mí que más de dos días no te van a divertir los muchachos humanos, con los que podrás retozar a gusto durante ese tiempo. Y así, el peligro se alejará, con gran ventaja para ti: podrás beber el elixir cuantas veces quieras, y tomar, por diez días, la figura de mujer que te sea más útil (siempre que sea diferente entre sí)… Tengo para mí, que vas a disfrutar de lo lindo, y no te vas a aburrir lo que se dice nada, en varios siglos vista.

La Ondina dio dos volteretas en el agua. Era su máxima expresión de contento, ya que su boca sólo tenía un grado de sonrisa.

—¡Rápido! —gritó. Y la superficie del Lago se estremeció súbitamente, como bajo un vendaval—. ¡Rápido, dame ese bebedizo!

—Un momento, hermosura —dijo el Trasgo—. Siento decírtelo, pero todo tiene sus condiciones.

—Dime tus condiciones.

—Verás: en el transcurso de estas delicias, podrás disfrutar de las caricias, besos y cuanto te plazca de cuantos mozos tengas a bien. Pero… —y aquí, recalcó mucho sus palabras— siempre y cuando persistas, una vez tras otra, en atraer a cierto hombre, que si bien en su día será joven y tal vez hasta bello, con el tiempo se irá haciendo viejo y hasta feo o repulsivo. Sólo así, bajo ese solemne juramento, te daré el bebedizo.

—Bueno —dijo ella—, poco importa. Bien sabré consolarme con los otros, mientras la raza humana exista y produzca tales deliciosas criaturas —y señaló el jardín de Mancebos Ahogados.

—Bien. Voy a comunicar tu asentimiento a quien es pertinente —dijo el Trasgo. Y dejándola muy ilusionada, regresó por donde había venido.

La Reina Ardid quedó muy complacida al saber esto. Sin embargo, dijo:

—Querido mío, ¿estás seguro de que Ondina no se cansará de esperar el bebedizo prometido? Ten en cuenta que hasta que Gudú esté en edad de poder apreciar sus encantos, han de pasar bastantes años.

—Ay, querida niña —dijo el Trasgo—, ¿qué son unos cuantos años más o menos para quien vive inmerso en los siglos de los siglos? Nada, querida niña, nada.

Y bebió con fruición, no exenta de temblores, un buen trago de cierto vinillo sonrosado que guardaba para las grandes ocasiones. Pues el temor que le inspiraba la Vieja Dama sólo era comparable al cariño que sentía por la Reina Ardid.

Decidióse que dado que el cumpleaños del pequeño Rey tendría lugar en breves días, éste sería el momento adecuado para efectuar en él las manipulaciones convenidas.

Gudú, por su parte, retozaba libremente por el Castillo sin traba alguna, bien ajeno a lo que con su persona se tramaba. Seguía a todas partes a su hermano Predilecto, y éste se cuidaba de él con tanta ternura y afecto, que la Reina Ardid se dio cuenta de ello. Cierto día le llamó aparte. Sentía una invencible simpatía por aquel muchachito, tan distinto a sus hermanos, y le dijo:

—Príncipe Predilecto, vengo observando que sientes una gran ternura por nuestro amado Rey y Señor.

—Así es —dijo el muchacho—. En verdad que es el único de todos mis hermanos por el que siento un auténtico cariño…, un lazo verdaderamente fraternal.

—Desde ahora —dijo la Reina—, te nombro su Protector y Guardián, pues no ignoras cuántos peligros acechan a mi hijo en este Castillo: pese a todas las hipócritas apariencias, no todo es aquí de la forma que parece.

Predilecto guardó silencio, pero la Reina no dejó de observar que una tristeza en verdad precoz para su edad llenaba los ojos del muchacho.

—Ven conmigo —añadió—. Quiero que, desde hoy, veas en mí la madre que no has conocido.

Así diciendo, le besó. Y por el vivo rubor con que el muchacho se cubrió, diose cuenta de cuánta felicidad habían despertado en él sus palabras. «He aquí —se dijo Ardid— alguien a quien no debo dominar por el miedo, ni por la fuerza ni por la codicia; he aquí a quien dominaré sólo por amor». Y así pensando, le llevó a su cámara. Entonces abrió un pequeño cofre, donde solía guardar las pocas alhajas que le quedaban, y halló al fondo una piedrecilla que, años atrás —siendo niña—, había encontrado a la orilla del río. Era de color azul, lisa y alargada, y semejaba partida por una afilada hoja. Aquella piedrecilla había sido el único juguete de su austera infancia. En su centro se abría un pequeño orificio: a través de él había acercado un ojo para mirar el brillo del sol en el mar, hacía de esto muchos años. Tal vez por ello, la conservaba. Y aunque en ocasiones estuvo tentada de tirarla, sin saber por qué, allí permanecía. La tomó con gran solemnidad entre sus dedos, y le dijo:

—Hijo mío, esto, en apariencia tan simple, es una de mis más preciadas reliquias… A ti te la doy, para que la conserves en prueba y prenda de mi afecto y de este pacto.

Con una función y reverencia como ella jamás hubiera esperado, Predilecto tomó delicadamente la piedrecilla partida, y besándola, dijo:

—Gracias, Señora. Os juro por mi vida que no lo olvidaré. Jamás esta piedra se apartará de mí, y respetaré este pacto hasta el fin de mis días.

Y dejando muda de perplejidad y cierto remordimiento a la Reina —bien que por poco tiempo—, el Príncipe Predilecto ensartó la piedra —por aquel orificio donde antaño Ardid mirara el mar— en una cadena de oro, regalo de su padre. Y para siempre la lució en el pecho, con el orgullo y amor que otros ponían en las más altas distinciones.

«En verdad —pensó Ardid, cuando el muchacho desapareció de su vista—, que es un muchacho candoroso. Será preciso conservar ese candor, cuantos años sea posible». Y sin poderlo remediar, suspiró para sí: «Pobre Príncipe Predilecto».

Pero en seguida, preocupaciones más urgentes se llevaron este suspiro lejos de su corazón.

El día del cumpleaños de Gudú, la Reina lo llevó a su cámara, y sentándolo en un escabel, le dio a beber de una copa donde habían desleído adormidera en una dulce bebida de aguamiel y algunos misteriosos requisitos. Una vez dormido el niño, llamó al Trasgo y al Hechicero. Con toda suavidad lo tendieron en el suelo. Avivaron las llamas de la chimenea, y cuando el fuego tomó el color del atardecer sobre el Lago, el Hechicero pronunció sus palabras rituales. Después el Trasgo tomó con sumo cuidado la cabeza del niño, sopló en su frente y ésta se abrió con la dulzura y suavidad de una flor. Lo mismo hizo sobre su pecho, y cuando afloró el corazón, el Hechicero lo encerró, con gran habilidad, en una copa transparente y dura a un tiempo. La frente del niño ofrecía sueños de caballos, un gran sol burdo y rojo, entrechocar de espadas y un álamo mecido por la brisa. «Nada peligroso —dijo el Trasgo—. Dime, estamos a tiempo, ¿le quitamos algo más?: ¿inteligencia?…, ¿inocencia? …». Súbitamente la Reina sintió un gran dolor, y tapándose los ojos con las manos, prorrumpió en llanto:

—Basta —dijo—, basta. Ya está bien.

El Trasgo sopló la frente y el pecho del niño, que se cerraron, sin costura alguna, y el fuego se apagó por sí mismo. Un reloj de arena, en la cornisa de la chimenea, desgranaba lentamente su lluvia dorada.

Como si la viera por primera vez, Ardid recorrió la estancia con la mirada y el pensamiento. A través de la ventana, y aun a través de las piedras, de las cortinas y de los muros de la Torre, llegó hasta ella la noche, en toda su plenitud. Era una noche hermosa, donde se respiraba el sueño de algunos pájaros y el despertar de otros. Parecía, incluso, percibirse el cristalino temblor de las libélulas sobre la quietud de los estanques. Y allí abajo, en el Lago de las Desapariciones, algo o alguien —Ardid sabía en parte, y adivinaba en parte— rozaba con dedos invisibles la superficie de sus aguas. «Qué grande y misteriosa, qué apacible y qué terrible puede ser una noche…», pensó. Entonces se dio cuenta de que sus ojos estaban cubiertos de humedad brillante que despertaba memorias lejanas. Dolorosamente se desprendió de aquel ensueño, y se volvió hacia sus amigos:

—Ha nacido el Rey —dijo Ardid, secándose las lágrimas—. ¡Tengamos vida para ver su grandeza! Despertadle, y que volteen a un tiempo todas las campanas de Olar.

Así se hizo, y el cumpleaños del Rey se celebró con una solemnidad y pompa jamás conocidas antes.

3

Gudú creció en el Castillo de Olar bajo la estrecha vigilancia de su madre, la insobornable protección de Predilecto y las enseñanzas del Hechicero.

Aunque ahora su entorno había variado notablemente, Gudú recordaba a menudo sus escapatorias a los corredores y vericuetos del Castillo. A su mente llegaban retazos de un tiempo oscuro: se veía muy niño, tanto que apenas podía mantenerse sobre los pies. Resbalaba y huía, sin saber muy bien de qué o de quién, por húmedos pasadizos solitarios y medio secretos. Y guardaba en su memoria, dominándolo todo, cierto día muy extraño: revivía, de pronto, un fuerte piar de pájaros desconocidos, en el alféizar de una ventana donde parecía flotar una cortina roja. Tan roja como el mismo atardecer, que inundaba hasta el último rincón de una estancia donde él no había estado nunca. Y sentía aún en sus espaldas el empujón, suave pero decidido, de algo parecido a unas manos invisibles. Manos y empujón que fueron conduciéndole en pos de una pelota azul, surgida inesperadamente, hasta el lecho donde yacía moribundo un hombre grande, muy grande, de barba rojiza, que levantó la mano y, oportunamente, la apoyó sobre su cabeza. Pero todo esto era misterioso y lejano para él. Los misterios no eran de su agrado, y como todo lo que no era de su agrado, lo apartaba de sí. Sin embargo, aquellas manos invisibles, aquella extraña pelota azul —semejante a una esfera transparente, como el agua—, aquel ensordecedor piar de pájaros, residían en el fondo de su memoria. Y a lo largo de toda su vida, cuando menos lo esperaba, reaparecían, inquietándole. Bien que por poco tiempo.

Ardid, que despreciaba profundamente la ignorancia de la Corte, deseaba que Gudú fuera instruido en todas las materias. Y así, no descuidaba ni un solo día las lecciones del joven Rey, que, muy pronto, dio muestras de un carácter fuerte y difícil de doblegar. Su inteligencia era aguda y clara, aunque poco dada a las discusiones de tipo filosófico: antes bien se revelaba práctica, rotunda y muy concreta. Por tanto, si bien aprendió a escribir y leer —más bien medianamente—, no sintió afición excesiva por estas cosas, excepto si se trataba de los archivos que el Hechicero había confeccionado —y guardaba celosamente—, gracias a sus averiguaciones por un lado, y a las raterías llevadas a cabo por conventos durante el primer tiempo de su juventud. En aquellos años había intentado profesar en la vida monástica, pero hubo de abandonarla por culpa de sus secretas aficiones: se le consideró herético y aun rozando la brujería. Se salvó de tales acusaciones, huyendo de mala manera, tras muy apuradas peripecias, y fue a dar con sus huesos al Castillo del padre de Ardid, donde el abuelo de ésta le confió la instrucción de sus hijos. Se trataba de un raro señor con aficiones más científicas que guerreras, que heredó —aunque en menor grado— su hijo. La pequeña Ardid, según pudo apreciar el Hechicero, era el vivo retrato, físico y espiritual, de su abuelo. Se dedicó con entusiasmo a cultivar aquella prodigiosa inteligencia, de la que sobresalían su extraordinaria memoria y gran astucia.

Gudú era muy distinto a su madre. A menudo, el Hechicero quedaba perplejo ante sus atinadas observaciones, pero éstas eran siempre de carácter práctico y sobremanera lógico, a ras de tierra y muy consciente de lo que resultaba útil o inútil para moverse entre los hombres que le rodeaban y que —a todas luces— no gozaban de instrucción, ni tan sólo remotamente parecida a la suya. Una de las cosas que más interesaron al niño, desde el primer momento, fue la relación de hechos acontecidos en la más lejana antigüedad, a reyes y a países, a pueblos y gobernantes. También le despertaban particular interés —como a su madre— las matemáticas. Pero en seguida demostró gran indiferencia y escasísima aptitud para la poesía, la música y las artes en general. Sólo era de su interés determinada y muy específica lectura que aportara datos interesantes a su pasión por los pueblos y hechos de armas antiguos, para grabarlos en su memoria, casi tan prodigiosa como la de su madre. Se aburría mucho, en cambio, con otras materias en que el Hechicero hubiera deseado iniciarle, tales como el estudio de los astros, las adivinaciones y los deleitosos caminos que conducen a esclarecimientos de las fuerzas ocultas, los misterios y las sabidurías, sobre las que mostraba un franco desinterés, y en el transcurso de su lección bostezaba descaradamente.

Sin embargo, y sobre todo esto, era un niño dotado de una particularidad, a todas luces heredada de su padre: la curiosidad por lo desconocido —siempre que este desconocimiento perteneciera a esta tierra y las criaturas que en ella habitaban—. Acribillaba materialmente a preguntas sobre qué eran y cómo eran las regiones por él no visitadas: qué había detrás de las montañas Lisias, las tierras que su padre había añadido al Reino, y en particular, se hacía explicar con detalle sus gestas guerreras. Muy tempranamente también dio muestras de su habilidad y destreza en el manejo de las armas, de su puntería y de su certera forma de combatir.

Apenas había cumplido ocho años, cuando, con motivo de celebrarse en el Castillo unas justas entre caballeros, manifestó tan atinadas observaciones, que cuantos le rodeaban y oían quedaron materialmente pasmados. Expuso, con claridad de expresión y sucintas palabras —que recordaban vivamente las de la niña Ardid calculando las cuentas al revés y al derecho—, las razones por las que el vencido había sido vencido; y las razones por las que, si él hubiera estado en su lugar, hubiera salido vencedor. Aquel alarde de claridad y justeza no manifestaba traidora marrullería, como Ancio, Bancio y Cancio, sino simple y pura lógica, y verdadera inteligencia. Así pues, su Maestro se sentía bastante confuso con él, y así se lo decía a Ardid: «Es una extraña criatura, que para ciertas cosas, si le interesan, puede incluso superarnos, y para otras, si no le interesan, permanecerá tan inculto como el más estúpido de los criados». Pero así eran las cosas, y así había que aceptarlas.

Por otra parte, Gudú había heredado de su padre una intensa alegría de vivir, una especial manera de observar las cosas y los hombres, que revelaban un innato aire de posesión allí donde fijaba su mirada. No tenía ningún inconveniente en demostrar bien a las claras lo que le placía y lo que no. Y el desagrado que le inspiraban sus hermanos Soeces era bien patente, tanto como el agrado que le producía la compañía de Predilecto. Era únicamente con él con quien hablaba, jugaba o paseaba; y de él aprendió a montar a caballo, casi con la misma destreza que su maestro. Los dos muchachos, pese a la diferencia de edad, vivían prácticamente juntos, y era frecuente que Gudú preguntase muchas y varias cosas que le interesaban a Predilecto; y éste procuraba no ocultarle cuanto sabía o estaba en sus manos. Un día, Gudú pidió a Ardid que Predilecto estuviera también presente durante las lecciones. Con un raro sentido de la conveniencia explicó: «Si he de tenerlo a mi lado y ha de servirme, quiero que sepa tanto como yo, y aún más, porque así a donde yo no llegue, llegará él, y entre los dos, sabremos más que uno solo. Creo que me será muy útil cuando llegue el tiempo de mi reinado». Así lo comprendió la madre, y desde aquel día Predilecto —tenían ambos nueve y diecisiete años, respectivamente— se unió a las lecciones que impartía al Rey el Hechicero. Desde el primer momento, éste quedó prendado no sólo de la inteligencia del Príncipe, sino también de su carácter y nobleza. Y con dolor se decía que ésas eran las cualidades que hubiera deseado para el Rey. Predilecto se revelaba sutil y delicado, a un tiempo que firme y de mente clara. Estaba naturalmente dotado para aprender cualquier cosa que fuera, y podía interesarse en una como en otra materia. Pero, como muy bien le había advertido Ardid, el viejo Maestro sólo debía instruirle en aquellas cosas que fueran útiles para Gudú algún día, y en manera alguna en todo lo que no perteneciera a las cosas visibles de este mundo. El Hechicero sentía una viva desazón, pensando en qué gran discípulo habría tenido en él. Pero comprendía las razones de Ardid, y se conformaba con aquella pérdida diciéndose que la querida niña siempre tenía razón.

Por aquellos días el Príncipe Almíbar pidió a la Reina instalarse en Olar y abandonar aquel viejo Castillo que tan generosamente le donara Volodioso, pero que jamás le agradó. Prefería, dijo, unas habitaciones aseadas y guarnecidas según su gusto y placer, a aquel inmenso y negro Castillo que, muy alejado, casi próximo a las agrestes zonas de los Desdichados, no le producía más que sinsabores y quebraderos de cabeza. «Es frío, inhóspito, y por más que procuré engalanarlo, poco fruto se saca de él», explicó. Ardid, que nada le negaba —en verdad era muy parco en sus demandas—, consintió, y el Príncipe Almíbar se instaló en el mismo Castillo de Olar —lo cual no dejó de provocar murmuraciones entre los más venenosos cortesanos—. Pero como la vida bajo la regencia de Ardid era infinitamente más placentera que bajo el reinado de su fallecido esposo, nadie se opuso a ella. Ahora todos gozaban de sus antiguos privilegios, sabiamente remozados por la Reina, y podían, incluso, de cuando en cuando, aumentar impuestos a sus vasallos y campesinos.

Cuando llegó la primavera de su décimo cumpleaños, Gudú comenzó a alejarse del Castillo, a caballo, con Predilecto. Solían galopar por los campos, y llegaban a internarse en los bosques: pero Predilecto procuraba evitar la proximidad excesiva hacia las Tierras de los Desdichados, conocedor de lo que allí ocurría y de cómo hubiera sido recibido el joven Rey.

Un día, en una de estas excursiones, el pequeño Gudú divisó el Castillo abandonado de Almíbar. Estuvo unos instantes mirándolo fijamente, y repentinamente espoleó su caballo en su dirección, y desapareció entre la maleza, sorprendido e inquieto. Tras él fue Predilecto, y cuando llegó al Castillo, lo halló sentado en las escaleras y mirando en derredor con gran interés.

—Vámonos de aquí —dijo Predilecto, con recelo—. Estas regiones están abandonadas desde que vuestro tío el Príncipe Almíbar se marchó. Pudieran ahora servir de guarida a bandidos o gentes que pudieran no quereros.

—Pues en tal caso, cuidado tuyo es defenderme —dijo Gudú—. Yo me siento a gusto en este lugar. Aquí voy a venir muy a menudo, y aquí, algún día, cuando sea Rey, me instalaré.

—Eso no será posible —dijo Predilecto, con un vago temor que ahora nada tenía que ver con los peligros de algún merodeador—. El Rey debe vivir en el Castillo de Olar, como sabéis.

—Alguna forma hallaré para venir aquí —dijo Gudú, riendo de aquella forma gutural y a un tiempo baja que le caracterizaba y estremecía en ocasiones a Predilecto—. Ten por seguro que lo haré. Y tú vendrás conmigo.

—No dudéis que yo siempre os acompañaré a donde vayáis —dijo Predilecto, sonriendo a su vez—. ¡Pero tiempo queda aún!…

Gudú trepó entonces hacia las almenas de la muralla, seguido por su hermano.

—¿Por qué son tan negras estas piedras, Predilecto? —preguntó.

—Mirad, Señor, aquellas tierras escarpadas, rodeadas de boscaje: de esas tierras oscuras proceden estas piedras.

—¿Qué hay allí?

—Allí —dijo Predilecto, a su pesar, pues era incapaz de engañar a su hermano—, habitan gentes miserables, que trabajan en las minas del Reino, y algunos carboneros. Les llaman las tierras de los Desdichados.

—¿Son útiles? —dijo Gudú, encaramándose a las almenas, y poniendo su mano sobre los ojos, para resguardarse del sol.

—Lo son —dijo Predilecto, con voz dolorida y tono de contenida indignación—. Pero nadie quiere reconocerlo y darles una vida más desahogada y más digna. Señor, si un día reináis, como espero, no os olvidéis de ellos.

Gudú le miró a los ojos, y sonrió de forma un tanto misteriosa:

—Cierto que no, Predilecto —dijo—. No los olvidaré, si, como decís, resultan tan útiles.

Pero Predilecto no atinaba, o no deseaba descifrar, el verdadero sentido de aquellas palabras. Día a día, cada vez con más frecuencia, le desazonaban sus observaciones.

Desde aquel día, Gudú pidió muchas veces a Predilecto que le llevara al Castillo, que, entre ellos, comenzaron a llamar el Castillo Negro. El joven Rey saltaba ágil y peligrosamente de almena en almena, y profería gritos salvajes, esgrimiendo la pequeña espada de hierro que llevaba a la cintura —hasta el día de su coronación, según estaba establecido, no podría lucir la de su padre, cuyo puño tenía incrustadas cinco piedras preciosas, en memoria de sus mejores y más grandes batallas y de todos los más ricos países que había añadido al antiguo, pobre y salvaje territorio del Conde Olar.

—¿Por qué a medida que Olar se engrandece, crecen y aumentan las aguas del Lago? —preguntó un día Gudú a su Maestro. El anciano quedó paralizado de estupor. Ésta era una de las cosas descubiertas por él, mediante sus averiguaciones, aunque desconocía su origen. Precisamente andaba por aquellos días muy preocupado en descifrarlo. Como jamás dijera nada de esto al niño, ni a nadie, la pregunta del Rey lo dejo atónito:

—¿Cómo sabéis eso? —preguntó temeroso. Gudú se echó a reír:

—¿Lo sabéis o no?

—No, Señor —admitió el Hechicero, confuso—. La verdad es que no lo sé.

—Pues cuando lo hayáis averiguado, no dejéis de comunicármelo. Podría ser utilizado ese secreto, y con grandes ventajas, algún día —añadió pensativo.

Poco tiempo después, hallándose en medio de una de sus lecciones, en la que el Maestro intentaba sin resultado mejorar la ruda caligrafía del joven Rey, le oyó decir —y esta vez con más espanto que estupor:

—¿Para qué son y qué son esos dibujitos que hacéis, de tan vivos colores, en algunos de vuestros pergaminos?

El Hechicero se levantó de un salto, y mostrando sin disimulo su sorpresa y temor, dijo:

—¡Señor! ¡Señor! ¿Cómo es posible que tengáis noticias de ellos, si a nadie los he mostrado jamás?

—Pues cuidad mejor vuestros secretos —dijo riendo Gudú—. Parece mentira que, si tan celoso sois de ellos, tengáis tan poca habilidad para guardarlos.

Por más que el Hechicero intentó que el niño aclarase sus preguntas, éste nada le dijo. Pero corrió a comunicar a la Reina su inquietud, y Ardid llamó al Trasgo, recelosa.

—Trasgo del Sur —dijo con solemnidad (cuando así le llamaba, el Trasgo temía algún reproche, pues en los últimos tiempos la Reina le mostraba su preocupación por las frecuencias de sus borracheras)—, ¿habéis tenido algo que ver en lo que el Hechicero me ha contado?

—De ninguna manera, ¡qué más quisiera yo! —se lamentó quejumbrosamente el Trasgo—. Y así os lo manifiesto, porque por más que lo intento, y a pesar de constarme que más de algún criado me confunde a menudo con un raposo y me persigue con la escoba o las tenazas, el joven Rey no atina a verme. Mal puedo tener parte en esas cosas. Y ya que en trance de decir verdades me ponéis, Señora, sabed que no sólo a mí debierais dirigir vuestros reproches: pues tengo para mí que el querido Maestro está cada día más distraído y descuidado, y por tal, acusa una vejez muy avanzada.

—Ah —dijo el anciano con su risa displicente y ofendida—, no entiendo cómo puede llamarme viejo quien cuenta trescientos y pico años en el cálculo de su existir.

—Pero querido —dijo el Trasgo dando volatines sobre la Cómoda Real—, ¿cuántas veces os tengo que recordar las diferencias en nuestras Tablas de Valoración? Ay, ay, que empiezo a temer si vos también, y no sólo yo, estáis o habéis sido tentado por esta maravilla que está contaminándome más de lo debido.

El Hechicero guardó un silencio a todas luces ultrajado, y la Reina les aplacó así:

—No debéis discutir por estupideces semejantes, queridos míos: a ambos os quiero y respeto por igual, y los tres, a la vez, somos susceptibles de alguna que otra debilidad. No es en estas cosas en las que debemos parar mientes, sino en la verdad del asunto que nos ha reunido.

Desde aquel día, y llena de disimulo, espió a su hijo Gudú. Y tal como ella misma había hecho en otros tiempos, le sorprendió en la noche levantándose del lecho, y escurriéndose por pasillos y pasadizos —bien lo aprendió a hacer desde muy niño en aquel Castillo—. Le siguió hasta la puerta de la mazmorra del anciano Maestro. Y una vez allí, comprobó cómo el muchacho atisbaba por las rendijas de la carcomida puerta y por el agujero de la cerradura, de donde surgían destellos provenientes de los fuegos rituales del anciano. Entonces Ardid sonrió para sí, y nada dijo, pues no le pareció en absoluto desdeñable la curiosidad revelada por quien, más pronto de lo que quizá pudieran creer, iba a reinar en Olar. «Todo el que reina —se dijo— debe tener un ojo en el trono y otro en todas las cerraduras del Reino». Y con gran regocijo le vio aplicar un ojo, luego el otro, y después las orejas, a todo orificio visible. A continuación, tendido en el suelo, el pequeño Rey atisbó por la ranura, que, bajo la puerta, centelleaba como una línea de refulgente carmesí.

Ardid entonces regresó a su lecho, aliviada y contenta. Y sólo se limitó a decir al anciano:

—No os preocupéis, querido Maestro. Tal vez, olvidasteis guardar algún día un pergamino y el Rey lo vio. Pero si del Rey se trata, no debéis temer nada.

—Si así lo decís, así será —respondió el Hechicero a la querida niña. Pero por varios días, se sintió desazonado e inquieto, hasta que, inmerso de nuevo en los placeres de la Adivinación y las Grandes Averiguaciones, acabó por olvidarlo.

De día en día, fue convirtiéndose en un muchacho alto y robusto, como lo fuera su padre y lo era su madre; pero si de aquél heredó la feroz vitalidad, la salud y la poderosa complexión, de la madre heredó la gallardía en el porte, la flexibilidad de movimientos, la fibrosa delgadez de los miembros y del talle. Por tanto, si no era —ni con mucho— tan bello como su hermano Predilecto, no era feo en modo alguno: tenía el cabello negro y rizoso, ojos claros y muy brillantes, la nariz aguileña y la boca fresca, irónica y sensual. Su mirada, en particular, poseía una gran fuerza y penetración, y aun siendo todavía un muchacho, pronto se dejó sentir la gran atracción que ejercía sobre el sexo femenino. Al cumplir doce años, era alto como su hermano Predilecto —que contaba veinte—, y todos le hubieran atribuido más edad, tanto por su aspecto como por su forma de expresarse y lo maduro de sus observaciones. Jamás una palabra superflua salía de sus labios, y esto compensaba, en parte, su tal vez excesivo laconismo.

Las damas de la Corte empezaban a sentir un agradable cosquilleo en la nuca, que se esparcía cálidamente al resto de sus personas, si el joven Rey clavaba en ellas la mirada. Y cierto es que, si esto ocurría, no se trataba nunca de mujer vieja o contrahecha. Al contrario, las de tez más delicada, cabellos más hermosos y formas más sugerentes eran quienes recibían tal honor. Pero como, al fin y al cabo, se trataba todavía de un niño, mostraban hacia él un talante afectuosamente maternal impregnado de cierta afectación, que a todas luces indicaba la poca exactitud de tal sentimiento. A menudo le halagaban y le traían manjares, dulces o caprichos que adivinaban creían de su preferencia. En general, el Rey aceptaba todo esto con digna complacencia, pero, en alguna ocasión, si la excesiva solicitud venía de alguien que no le era particularmente agradable, se mostró dotado de aguda capacidad de burla, ironía e incluso, en ocasiones, malos modales. Y aunque su madre le amonestó en la intimidad porque lo que dijo era impropio de un caballero, Gudú comentó:

—Pues a fe mía, si bien es cierto lo que decís, no lo es menos que esa dama no volverá a importunarme. Y en cuanto a lo que es propio o no de caballero, os diré que, aunque muy lejos están los interesados en saberlo, he podido atisbar tales modales, y aun peores, en muy atildados caballeros de esta Corte.

Ardid entonces dijo algo que, inmediatamente, juzgó inoportuno y la hizo ruborizar:

—Guardad, pues, para en privado, lo que en privado sorprendisteis.

Pero su rubor desapareció cuando añadió el Rey:

—Sois lista de veras, Señora. Mucho me place, ya que no es dado a los humanos elegir la mujer que nos trae al mundo, haya tenido yo tanta fortuna: la madre que me tocó en suerte no es estúpida en modo alguno. Y os aseguro que la viva admiración que por vos siento, no será quebrantada.

Un suave dulzor, acaso engañoso, atenuó el dolor que, aunque a nadie lo dijera, clavaba en el corazón de Ardid la certeza de que su hijo nunca la amaría. «Al menos —se dijo—, quizá la admiración pueda suplir eso que toda mujer, hasta la más humilde, puede gozar en la vida, excepto yo, la Reina de Olar».

4

Si bien la Reina tenía para el Conde Tuso dulzuras de miel, no le era difícil comprender al astuto Consejero que, en el fondo de tan agradable bebedizo, había limaduras de uñas feroces. Con tales pensamientos, su desazón crecía. Y no sólo su desazón, sino la cada vez más insolente rabia de Ancio y sus hermanos. Unida a la brutal impaciencia que les dominaba, hacían la vida del Consejero —si bien que ahora nominal— menos placentera de lo que en un principio había supuesto.

El Rey Gudú, cada día más fuerte, ingenioso y mordaz, no desperdiciaba ocasión para humillar a los Soeces y, para más escarnio, elevar sobre ellos, con distinciones y honores, a su hermano Predilecto. Sin rebozo alguno, solía burlarse de ellos en las reuniones y fiestas cortesanas —a las que era tan aficionada Ardid—, si bien sus burlas consistían, la mayoría de las veces, en juegos de palabras y alusiones, que especialmente a Ancio, el menos obtuso de los cuatro, estremecían de coraje. La Corte, que como toda Corte, era aduladora, reía las gracias del Rey con excesiva prodigalidad.

Entre las muchas cualidades que adornaban a Predilecto, no se contaba la de la castidad —no hubiera sido posible, al parecer, en hijo de Volodioso—. No era en modo lujurioso como los hermanos Soeces, pero sí naturalmente sensible a los encantos femeninos. Y no tenía esto nada de extraño, dado que, sin duda alguna, era el más hermoso mancebo de la Corte: el más valiente, el más noble, el más apuesto y —tanto en público como en privado— el de modales más refinados. Todo ello le hacía objeto de intensos amores por parte de las mujeres, que, en verdad, no solían rodearse de criaturas del sexo opuesto adornadas con tales cualidades.

Los años de bienestar y prosperidad que proporcionaban la paz y buena administración de Ardid, día más día tornaban la Corte en más lujosa y refinada. Los intercambios comerciales y culturales con la fastuosa Isla de Leonia eran ya de resultado muy ostensible. Aquellas damas mal trajeadas y peor peinadas, no demasiado pulcras —bien que a su pesar— e ignorantes en cuanto a modas y afeites eran de uso común en los países del Sur, se habían transformado en otras muy distintas. Y las niñas que conociera Predilecto en los primeros tiempos, destartaladamente —si no grotescamente— engalanadas, habíanse convertido en jovencitas y mujeres de mucho mejor porte y aspecto. También en sus maneras y lenguaje habían evolucionado. Incluso, en los últimos tiempos, llegaron de la Isla Prodigiosa ungüentos perfumados con que olvidar los olores corporales. Fueron acogidos con entusiasmo. Almíbar adoraba estos artificios, y los introducía profusamente en Olar, desde la dorada y ahora amistosa Isla. Así que, fácil es comprender, no le faltaban al Príncipe lances y aventuras amorosas, y si bien no abusaba de sus dotes de fascinación, tampoco las despreciaba ni tenía a menos. Pero lo llevaba muy discretamente.

La Reina le había ordenado que no tomase esposa hasta después de que así lo hiciera el Rey. Al contrario de los hermanos Soeces y de más de un cortesano de Olar, Predilecto nunca fue en busca de quien no le aceptara de buen grado. Jamás hizo raptar ni atropellar mujer alguna, ni tuvo siquiera ligeros amoríos con dama o doncella de quien no se viera ampliamente correspondido. Pero estas actitudes no eran fruto de haberlas aprendido o visto, sino que respondían a su misma naturaleza. A veces, en la soledad de su corazón, se decía que era raro no haber sentido jamás por mujer alguna lo que él suponía amor verdadero: y se preguntaba, con inquietud, la razón de esta soledad y vacío. Y por qué, aquellos amores o aventuras, no duraban demasiado, ni en su corazón ni en sus sentidos. En alguna ocasión llegó a pensar si estaría negado para el amor, pues del amor, gracias a las enseñanzas del Hechicero, había leído muchas cosas, y si la literatura no interesaba a Gudú, él, en cambio, estaba impregnado, cada día más, de su contaminación. E incluso, a escondidas, se deleitaba en la lectura de poesías que le producían una suave añoranza de alguien que juzgaba hermoso y deseable, aunque desconocido. Tenía noticias del gran amor que por su madre había sentido el difunto Rey Volodioso, y se preguntaba si en aquel amor que le había traído a él al mundo, se habrían agotado todas las reservas de esta curiosa capacidad humana.

A pesar de todo, como era muy dado a cavilar en esto y en otras muchas cosas, y le placía volver del derecho y del revés sus conocimientos, al igual que sus sensaciones, no era en modo alguno tal preocupación la más dominante. Se decía, también, que todavía era joven, y que probablemente algún día vería satisfecha la curiosidad por conocer un sentimiento que vagamente deseaba y temía a un tiempo.

Por aquellos días, una joven dama se enamoró perdidamente de Predilecto. Era la esposa de un noble Señor llamado Rinse, muy afecto al difunto Rey Volodioso, por lo que no es extraño que tuviera cuarenta años más que su joven esposa, última de las cinco que desposó en su vida. La joven se prendó de Predilecto de tal forma, que se lo dio a entender muy a las claras. Era tan hermosa, que no tardaron ambos en iniciar un idilio de muy cálidos lazos. Tenía poco más de veinte años, y era mujer de oscuros ojos y cabellos negros, de piel suave y blanca y de talle grácil. Cierto día en que Predilecto acompañaba al Rey en una de sus correrías por los bosques, éste le dijo:

—Es muy hermosa Sugredie —así se llamaba la dama—, pero estimo que su marido es feroz y celoso, y debéis ir con cuidado. Predilecto quedó muy asombrado de aquellas palabras, pues suponía que llevaban muy escondidamente aquel asunto.

—¿Qué decís, Señor? —murmuró—. En verdad que no os entiendo.

—Oh, sí que me entiendes —dijo el Rey—. Has de saber, Predilecto, que un Rey no tiene por qué ser discreto hasta el punto de desconocer la vida íntima de quienes le rodean. Podéis estar seguro de que yo cumplo así mi obligación, con muy cuidado escrúpulo. Por tanto, no os extrañe que atisbe y espíe cuanto me place; y puedo aseguraros que en tocante a escondrijos y buenos puestos de observación, no ando ignorante. Recordaréis cómo por vez primera me encontrasteis en el Castillo, y os puedo asegurar que siempre tuve gran curiosidad por todos los vericuetos y pasadizos de este lugar. Así pues, no sólo vuestros lances, sino los de otros que están muy lejos de sospecharlo, tengo bien grabados en mi memoria.

Predilecto no supo qué contestar. Al fin, dijo:

—Bien, Señor. Os ruego que si os disgusta, me lo digáis, y procuraré apartarme de lo que no os parece justo o bueno.

—Ah, no —dijo el Rey—. Poco me importan esas cuestiones: sólo veo que el viejo es peligroso como un zorro, cruel como un lobo sanguinario y vengativo como una mujer celosa. Pero si os place, advertido quedáis. Sólo os ordeno que guardéis bien vuestra vida, pues todavía habéis de serme muy útil.

Aquellas palabras dejaron una rara amargura en Predilecto, pues comprendió que si bien él sentía un profundo afecto por su hermano, bien a las claras a éste sólo le movían hacia él el conocimiento de la ayuda y el desinterés que, a no dudar, estaba dispuesto a prodigarle de por vida. Y reflexionó: «Es cierto, y ahora reparo en ello, que el único amigo del Rey soy yo: si él no siente afecto por nadie, bien necesitará, en cambio, de una mano amiga durante su reinado».

El Rey cortó sus meditaciones diciendo:

—Y a propósito, voy a deciros una cosa: he decidido, llegada la hora, poner en práctica yo mismo lo que tantas veces he visto hacer a otros.

Entendió Predilecto lo que el Rey le decía, y aunque juzgábale bastante joven —aún no había cumplido trece años—, sabía que si él así lo decía, así lo haría. Por lo que se atrevió a preguntarle:

—Señor, me asombra lo que decís, dado que os juzgo muy joven, en verdad. Pero si habéis puesto los ojos en alguna dama o doncella en especial, tal vez deberíais decírmelo, y acaso mi experiencia pueda aconsejaros bien.

—Tonterías —dijo el Rey—, tanto me da una como otra, con tal que sea bonita y no muy vieja. Y no os preocupéis: ya me las arreglaré yo solo sin consejos ni ayuda de nadie.

Con lo que, una vez más, Predilecto pudo comprobar la gran seguridad en sí mismo que animaba todos los actos y decisiones de tan joven Rey.

—Lo único que deseo —dijo al cabo el muchacho— es que no se trate de una de esas mujeres de la Corte. No es conveniente que ninguna me pierda el respeto en ningún sentido ni se tome la más mínima libertad hacia mí. Por tanto, y como sé lo que hacen mis hermanos Ancio, Bancio, Cancio y el repugnante Furcio, creo que ése es el camino más adecuado.

Predilecto se sintió desagradablemente afectado por aquellas palabras. Pero como sabía que contradecir abiertamente al Rey no era en modo alguno un buen camino, se limitó a opinar:

—No sé si será un buen método, Señor. Sólo os diré que personalmente no hallo ningún placer en algo tomado a la fuerza. Más placentero es, puedo asegurároslo, cerciorarse antes de que la otra parte tendrá en vos tanto agrado como vos mismo en ella. Gudú quedó pensativo ante estas palabras. Y al fin dijo:

—Si es como decís, nada pierdo intentándolo. Pues bien, se me ocurre que vamos a disfrazarnos, y como simples plebeyos recorreremos algunos burgos de las cercanías. Veamos si, por mi sola persona y sin saber quién soy, puede conseguirse ese buen grado del otro sexo del que me habláis. Y os creo, porque, según he podido ver, mejor que ninguno en la Corte sois tratado vos por el elemento femenino —y diciendo esto rió sonoramente, cosa que llenó de una molesta turbación a Predilecto.

Pero como el Rey no olvidaba jamás algo que se propusiera, así lo puso de manifiesto a los pocos días. Y conminóle a llevar a cabo lo que había ideado durante la última excursión. Predilecto se debatía en un mar de dudas: por una parte juzgaba peligroso e imprudente lo que el Rey le proponía, pero también le horrorizaba la idea de que el Rey imitara los hábitos de los Soeces.

Recordó entonces unas palabras de la Reina Ardid, que en su día no tuvo por muy importantes, pero que ahora consideraba más detenidamente: la Reina dejó traslucir en aquella ocasión que si algún día el Rey demostraba inclinación hacia alguna mujer, bueno sería que ella supiera antes de quién se trataba. Venciendo la repugnancia que esta clase de encomiendas le producían, decidió al fin visitar a la Reina. Ardid le recibió con el cariño acostumbrado, llamándole «hijo mío», como solía. Estas palabras llenaban de dulzura y agradecimiento el corazón del muchacho:

—Señora —dijo, visiblemente azorado—, he de comunicaros algo que, en verdad, me resulta doblemente penoso: pues no sé si hablando traiciono la confianza del Rey, y si callando traiciono la vuestra.

—Pues no dudes ni un momento en hablar —dijo la Reina, con su habitual desparpajo—, ya que sólo vivo para y por mi hijo. Lo que yo sepa de él, por secreto que os parezca, sólo a su bien ha de conducir.

—En eso me apoyo, para atreverme a portaros tan peregrina embajada —manifestó el joven—. En fin: habéis de saber que mi Señor el Rey desea mantener relación con mujer muy en breve.

La Reina se sobresaltó un tanto, aunque lo disimuló con una sonrisa:

—Pues decidme quién es ella, entonces.

—Es el caso —dijo Predilecto— que no se trata de ninguna en particular. No desea en modo alguno (bien claro lo ha dejado dicho) que se trate de una dama de las habituales en la Corte, sino de muy distinta clase, y que además no le conozca. Por ello me ha pedido que, disfrazados, recorramos los alrededores en busca de la que le parezca más apropiada… Y como yo lo juzgo un tanto peligroso, me atrevo a hablaros de semejante manera, y solicito vuestro consejo.

La Reina meditó largo rato. Al fin del cual, dijo:

—Bien hacéis en advertirme de las intenciones del Rey. En verdad que yo también considero peligrosa esa ocurrencia. Pero dejadme que medite la cuestión, y hallaré una solución adecuada. Para ello preciso algunos días, y en el transcurso, si os conmina a llevar a cabo esa correría, os ruego que os finjáis enfermo, y así podamos disponer del tiempo que yo tarde en hallar una solución adecuada y digna.

Aunque le repugnaba con todas sus fuerzas llevar a cabo semejante encomienda, y ningunas ganas tenía de fingir una enfermedad que en modo alguno sentía, obedeció por cariño a la Reina y a su hermano lo que ésta le ordenó.

El Rey pareció defraudado al saber que su hermano permanecía postrado con fuertes calenturas, precisamente el día elegido para la aventura planeada. El Hechicero —que a la vez asumía las funciones de médico y físico de la Corte— le informó de que Predilecto tendría que guardar cama durante varios días, sin recibir visita alguna. Y así pareció conformarle.

Pero grande fue la sorpresa de Predilecto cuando, al día siguiente, presentóse el Rey inopinadamente en su cámara. Tras informarse del estado de su salud, mandó que les dejaran solos. Y cuando esto sucedió le dijo:

—Predilecto, he de comunicarte una cosa: he tenido que prescindir de ti, ya que estabas tan afectado por esa inoportuna dolencia. Así que anoche salí yo solo y recorrí la ciudad, hacia la Muralla Norte: tengo oído hablar a los soldados de cierto figón donde puede hallarse fácilmente lo que a mí me interesaba. Y me alegra comunicaros que he satisfecho mi curiosidad, y que estoy decidido a repetir esas andanzas. Disfrazado o no disfrazado, juzgo que esta experiencia no es en absoluto despreciable, y tengo para mí que, con el tiempo, cada vez menos despreciable me parecerá. Así pues, no lo olvides: tan pronto estés de nuevo sano, llevaremos a cabo todo lo planeado. Y ten por seguro que nos divertiremos.

Dicho lo cual, y sin aguardar su respuesta, salió de la estancia, dejándole sumido en una gran confusión. Cuando la Reina le dio permiso para recuperar la salud, había tenido ocasión de meditar que si bien la mentira le era naturalmente desagradable, había ocasiones en la vida en que ésta era el más benigno de los males. Por tanto, dijo:

—Señora, creo que por una vez, el Rey ha olvidado algo que se proponía. Así pues, ya os avisaré si lo recuerda y desea llevarlo a cabo. Tengo para mí que ese capricho ha de tardar en volver a acuciar al Rey mi Señor.

La Reina pareció satisfecha. Pero una vez Predilecto se reincorporó a la custodia y servicio de su hermano, se llevaron a cabo, y con gran frecuencia, las fementidas correrías. Que si bien, tal como Gudú pronosticara, no fueron aburridas, lo cierto es que tenían el corazón de Predilecto suspendido de un hilo, que día a día se le antojaba más débil y quebradizo.

Entendió, de una vez para todas, que cuando Gudú pensaba llevar algo a cabo, nada en el mundo podía impedírselo. Y así lo aceptó.

5

El Rey, cuanto más tiempo iba pasando, cada vez se divertía más con aquellas escapadas. Estaba ya cercano el día en que cumpliría catorce años. Se hallaban, pues, en invierno, y aunque en tales épocas los lugares que ellos visitaban —lugares de extramuros, donde la pobreza y sordidez reinaban— se encontraban por lo general sumidos en un frío crudo y terrible, la férrea naturaleza de Gudú —en la que, y pese a su aparente ligereza, no le iba a la zaga Predilecto— lo afrontaba sin aparente incomodidad.

Andaban embozados, fingiéndose buhoneros o caminantes, por los burgos y antiguos condados de Olar. Poco a poco fueron adentrándose más y más hacia tierras del Sur, y aunque aún muy diferentes a ellas, Predilecto recordaba a menudo, con tierna añoranza, el tiempo en que vivía, austera pero delicadamente tratado, en el que fuera Castillo de su madre. En su mente revivían aquellas regiones y aquellas gentes con cariño. La Reina había conservado para él dichas posesiones, si bien encareciéndole que no las visitase en tanto el Rey no lo hiciera a su vez. No es raro, pues, que en el rigor del crudo invierno a menudo conversara de todo ello con su hermano menor. Éste le observaba fijamente: y descubría la rara ensoñación que en esos momentos, como un misterioso resplandor, bañaba el rostro de Predilecto. Tal cosa llegó a intrigarle sobremanera: sentía en lo hondo de su ser un raro e inconcreto respeto hacia aquel hermano, que era tan valiente como galante y encantador. Y le despertaba una admiración que suplía, en parte, la amistad o el afecto de que era incapaz.

De la misma manera que al ciego se le agudiza el tacto y al sordomudo la vista, la incapacidad de todo sentimiento afectivo en Gudú había agudizado otras particularidades de su carácter: una era la curiosidad y el ansia de conocer nuevos paisajes, nuevas gentes, y otra, en la que no había atinado Ardid, más peligrosa: la imaginación. Pero a decir verdad, la fantasía e imaginación del Rey se centraban en cosas tangibles y concretas, jamás en la ensoñación de lo que no concerniese a ser humano. Se decía —pues era muy joven— que muchas cosas accesibles y en extremo atractivas e interesantes existían en el mundo, y a su mayor o menor alcance. En conseguir éstas se centraba, y no en quimeras poéticas, ni especulaciones más o menos filosóficas. Lo que a no dudar, favorecía mucho su destino.

—¿Qué es lo que estás viendo, cuando me hablas así? —le preguntó un día a Predilecto.

—Estoy viendo los viñedos de septiembre, el sol sobre el mar y los blancos acantilados de la Isla de Leonia.

—¿Y qué hay de particular en esas cosas? —dijo Gudú, intrigado.

—Es un lugar más cálido, más bello —contestó Predilecto—. El invierno no reviste esta inclemencia, y es raro que alguna vez los campos se cubran de nieve. Por otra parte, las gentes son de carácter amable, y las mujeres hermosas como ninguna vi antes.

Esto último interesó vivamente a Gudú:

—¿Más hermosas que estas de por aquí? —dijo.

—Es cuestión de gustos, Señor —dijo Predilecto, dándose cuenta demasiado tarde de que había llevado la conversación a un terreno a todas luces peligroso—. Son también, en verdad, poco dadas a las aventuras galantes. Suelen ser esposas muy honestas y de gran respeto en todas sus maneras.

—Pues si algún día debo contraer matrimonio —dijo Gudú, pensativo—, tendré que ir a buscarla por esas regiones. Porque estoy dispuesto a contraer matrimonio, aunque tal compromiso, en sí, me parezca harto desproporcionado: no sé por qué razón hemos de conservar lo que un día no sirve. Pero si Rey soy, muchas cosas que no me agraden habré de aceptar. Por lo que, como decía, ya que el mal debe llegar, al menos que sea un mal de apariencia hermosa, y por añadidura seguro.

Cuando así hablaba Gudú, Predilecto guardaba silencio, pues a nadie, ni a su mismo padre, había oído razonar de forma tan concluyente. Esto le producía tanto asombro como malestar, al tiempo que una suerte de admiración nacía también en él hacia su hermano pequeño. Y se decía que si Rey había de ser, no podía habérselas con un ser mejor dispuesto para cometido semejante. Y aunque a medida que el tiempo pasaba se mostraba menos impulsivo y más reflexivo, si alguna vez una insinuación brotaba de sus labios, podía tenerse por seguro que la maduraba en su interior hasta darle una forma viable y ponerla en práctica. Así, cierto día, dijo a su hermano:

—Predilecto, he pensado que me convendría visitar las regiones del Sur. Y creo que voy a disgustarte si te digo que hora es ya de que eches una mirada a esas tierras que te dio mi padre, pues no me parece conveniente descuidar tales cosas. De paso podré conocer yo también qué es lo extraordinario que tú encuentras en ellas, para recordarlas tan a menudo. Y tampoco desecho la posibilidad de entrar en conocimiento con alguna señora de las que me has hablado con tanto entusiasmo… y que no tenga enraizadas en la sesera costumbres de honestidad tan rigurosa.

—Señor —murmuró, temeroso y desconcertado, Predilecto—, nadie más que yo podría desear llevar a cabo ese viaje. Pero opino que vuestra Señora Madre debería entenderlo como vos, pues no es cosa de una o dos noches, ni de dos o tres días, llegar hasta allí. Habríamos de llevar a cabo diez o más jornadas de camino, y difícilmente pasaría inadvertida nuestra ausencia.

—Ya he meditado esas cosas —respondió Gudú con ligera impaciencia—. No me creáis tan desprevenido. En modo alguno será esto una correría más, y aunque me prive del placer de lo escondido, no por eso voy a renunciar a ello. Tened por seguro que se lo comunicaré a la Reina, de forma que no haya lugar a dudas sobre mi voluntad y decisión al respecto. En tanto, disponeos para el viaje y empezad a encargar todo lo necesario, pues entiendo que esta vez tendremos que llevar escolta y muchas otras cosas con nosotros.

Dicho y hecho: fue en busca de la Reina. Como siempre, ella le recibió prestamente:

—Decidme, hijo mío —dijo ofreciéndole un escabel que desde niño, cuando vivían prisioneros en la Torre Este, solía utilizar para hablar con ella—, os escucho con gran complacencia.

—Señora, yo también os comunico con gran complacencia que he decidido visitar las tierras del Sur: ésas en las cuales vos y mi hermano Predilecto nacisteis. Creo que es hora de que él eche una mirada sobre un Castillo y una tierra que le pertenecen, y al mismo tiempo, pueda yo enterarme de qué es, y cómo es esa tierra del Sur, que tanto gozo dio a mi padre conquistar.

La Reina quedó muda de asombro. Al fin, dijo:

—Es una idea muy natural, y como tal la escucho. Un Rey debe conocer palmo a palmo el territorio sobre el cual domina, y nada más lejos de mi pensamiento suponer que vos os ibais a olvidar de tal cosa. No obstante, debo confesaros un temor que me aguijonea, y que supongo compartiréis conmigo.

—Pues decidlo, y veré si lo comparto o no —contestó Gudú, con idéntico desparpajo al de su madre, a todas luces heredado o asimilado muy profundamente.

—Bien, no deseo inquietaros, hijo mío —añadió Ardid, despacio; como cuando cruzaba un suelo resbaladizo—, pero es el caso que en los últimos tiempos tengo para mí que el Consejero Real y vuestro hermano el Príncipe Ancio no miran con buenos ojos el hecho de que vuestro padre decidiera, en el último momento, nombraros heredero de la Corona. De modo que, desde hace tiempo, vengo presintiendo el creciente rebullir de intriga y hostilidad que rezuman sus palabras y miradas. ¿No sería esta ausencia vuestra aprovechada por ellos para asestarnos un golpe artero? Cuando os vayáis, dejaréis en este Castillo una mujer indefensa, ya no tan joven… —y suspiró falsamente, mientras echaba un vistazo al bruñido espejo que reflejaba su espléndida hermosura en sazón— y como tal, en su debilidad, expuesta a ser víctima de quién sabe qué maquinaciones.

—Madre —respondió pensativamente Gudú, con lo que dio a entender que había calculado todas las posibilidades—, estas cosas deben afrontarse como son y sin hurtar cobardemente el bulto. Así que, si me lo permitís, en primer lugar os diré que jamás he visto ni oído, ni tengo noticia alguna de que exista en el mundo mujer menos indefensa y débil que vos, ni más inteligente y astuta, y me alegro de que esta mujer sea mi madre, y no mi esposa. Por otro lado, tengo la impresión de que hay una manera absolutamente decisiva de cortar de raíz los desmanes que atribuís al Consejero Tuso y a mis desagradables hermanos. Pienso que sería una buena medida, sin preámbulo alguno ni detalle que les pueda hacer presumir el hecho, encerrar prisioneros a los seis —con la misma consideración que hace años lo fuimos nosotros—, bajo guardia permanente a cargo de mi tío Almíbar. Si a mi regreso lo juzgo oportuno, les volveré a libertar, so pretexto de haber sido mal informado sobre sus actividades. Pero como tales actividades, tanto vos como yo sabemos más que probables, no tendrán excesivo aliento para rebelarse o elevar sus quejas de forma demasiado evidente.

La Reina sintió repentinamente seco su paladar, y humedeciéndose los labios con lentitud, ordenó sus pensamientos lo más rápidamente que le fue posible. Al fin, dijo:

—Hijo mío, entre tus muchas virtudes no se cuenta precisamente el tacto de la diplomacia.

Gudú la miró con asombro interrogativo:

—No entiendo esas palabras, madre. Haced el favor de explicarlas con presteza, antes no me colme la curiosidad o la impaciencia.

—No debéis hablar así a quien ha tenido ocasión de conocer los entresijos de esta Corte y padecer su crueldad. No por más sabia, sino por más vieja os diré que tales decisiones, si bien no las descarto para un tiempo más propicio (máxime cuando coinciden con las vuestras), no son oportunas en un Rey que aún no ha sido coronado y permanece aún bajo la tutela (aunque vos y yo sabemos, puramente formularia) de una madre regente, que, por otro lado, no os ha dado motivo de disgusto.

—Cierto —interrumpió Gudú, con serenidad pero inquebrantable decisión—. Hace tiempo que vengo meditando ese punto, y creo que debemos adelantar ese detalle tan nimio, pero que entiendo necesario: la coronación, que ya debería haberse llevado a cabo desde que tengo uso de razón.

—Pero ocurre —continuó la Reina, matizando el tono cada vez más lento y suave de su voz— que entre las pocas leyes que tuvo a bien instituir vuestro padre, de muy respetada y prudente memoria, hay una en la que se ordena que esto que deseáis adelantar no ocurrirá hasta que el heredero cumpla dieciocho años. Y si mis cálculos no fallan —y vos sabéis que mis cálculos me han llevado a este trono, y tal vez a vuestra existencia misma—, os faltan aún tres años, tres meses y veinticinco días para cumplir la edad requerida. No creo necesario recordaros que si un Rey no respeta por sí mismo las leyes establecidas, mal podrá hacerlas respetar con la fuerza necesaria a quienes están bajo su mando. Pues si bien el Rey puede y debe conducir su voluntad por encima de la voluntad de los que componen su Reino (y un Reino no está hecho solamente de tierra, agua y piedras, sino de leyes y de hombres: y éste es su elemento más indispensable), ha de hacerlo de modo que todos crean que esa voluntad coincide con la de sus súbditos… Para terminar, hijo (y dejo a vuestro albedrío seguir o no los consejos de una mujer que habéis reconocido como nada tonta), no creáis que para otra cosa se ha creado lo que llamamos Asamblea de Nobles. Esta denominación tan brillante envuelve en su resplandor la vanidad de quienes componen ese invento. Si yo he dado prerrogativas a esa Asamblea y restituido unos derechos que en los últimos años vuestro padre olvidó (y a punto estuvo por ello de perder el Reino), no fue por otra razón que la de aplacar sus ambiciones y codicias, con las migajas de un pastel que estaban deseosos y dispuestos a devorar de un solo bocado. No creáis ni por un solo momento (y ya que parecéis conocerme tan bien, no dudo así lo entenderéis) que hice esto por blandura, ni por justicia ni por espíritu bondadoso, cualidades que si en un tiempo existieron o anidaron en mí, muy pronto las circunstancias se cuidaron de segármelas de raíz. Huelga, pues, puntualizar (y con ello termino), que si os empeñáis en no cumplir uno de los pocos requisitos indispensables para llegar a gobernar (oficialmente, se entiende) este país, la vanidad herida de quienes os he hablado hace un momento reverdecerá sobre el relumbrón de las palabras, los cargos y las prebendas. Ya que tanto habéis sido instruido en la gloria y la ruina de otros reinos, otros reyes, otras tierras, por los que tanto y tan laudable interés demostráis, no olvidaréis tampoco cuán belicosos y descontentadizos son los hombres que componen, necesariamente, la Corte de un Reino, su más sólido, aunque también más escurridizo apoyo. Pues la nobleza y fidelidad que la fortuna nos ha proporcionado al dar con hombres como vuestro tío Almíbar y vuestro hermano Predilecto, creedme si os digo que no son frecuentes: ni aquí ni en parte alguna. Y es evidente que ni el uno ni el otro tienen madera de reyes.

Dicho lo cual, la Reina guardó prudente y amable silencio, con aire aparentemente confiado. Gudú, a su vez, permaneció largo rato —tal vez menos largo de lo que a la Reina le pareció en silencio. Al fin, riendo inesperadamente, manifestó:

—En verdad, madre, que sois astuta como la raposa y ladina como el zorro. Hombre y mujer juntos no darían mejor resultado que vos, por sabios que fueran sobre la tierra.

Y levantándose, salió de la estancia con paso firme, y —al parecer de su madre— contento.

Gudú no fue a los países del Sur, por aquella vez. Pero tampoco —y su madre estaba segura de ello— había desechado en modo alguno tal propósito.

Algunos días más tarde, el Rey volvió a visitar a su madre, y sentándose nuevamente en el escabel, dijo:

—He estado observando con detenimiento cómo se prende el fuego que nos da calor y que tan necesario nos resulta en invierno como molesto en verano.

—Os escucho —dijo la Reina, reprimiendo su inquietud con la mejor de sus sonrisas.

—Pues bien, primero es necesario frotar el pedernal y la yesca, hasta que brote la chispa. La chispa prende la paja, la paja el leño. Así, como buena entendedora que sois, sólo me resta deciros que estoy dispuesto a prender la chispa para que prenda en la paja. Y una vez prendida la paja vos aventaréis la llama hasta que arda el leño. Y crecida la hoguera, sólo espero de vos la ayuda necesaria para que entre los dos la sofoquemos hasta reducirla a cenizas, que pronto se esparcirán en el viento. Y como nada más tengo que comunicaros, salvo que me dispongo a frotar el pedernal, tened preparado el fuelle y el atizador, para cuando os llegue el turno.

Saludó con una inclinación a su madre y salió de la estancia, dejando a la Reina perpleja y, acaso por primera vez en su vida, absolutamente ignorante de cuanto le había sido confiado.

Poco después de esta escena, el joven Rey aún no coronado hizo llegar al Consejero Tuso una misiva en la que, con maneras más suaves de lo que jamás le conociera nadie, le comunicó su deseo de verle con urgencia: pues deseaba consultarle algo de gran importancia.

Extrañado y receloso, al tiempo que íntimamente espoleado por cierta esperanzada curiosidad, el Consejero se apresuró a acudir a la llamada del Rey. Éste le recibió en su alcoba, al parecer frívolamente entretenido en un necio juego de salón, aprendido de las damas, que consistía en hacer solitarios con una baraja de marfil, obsequio de la Reina Leonia.

—Mi estimado Consejero, tened a bien sentaros —dijo amablemente, aunque por lo común lo mantenía en su presencia derecho como un mástil, sin reparar en que los años habían abultado de forma indecorosa los juanetes del Conde—, y oídme con mucha atención, pues os tengo por leal amigo y buen Consejero que fuisteis de mi padre y sois ahora de mi madre, a quien tan leal y juiciosamente habéis servido largos años. Ahora, llegado el momento en que preciso a mi vez de vuestra mucha sabiduría, no he dudado en haceros confidente de algo que turba mi ánimo y me llena de confusión.

Mucho recelo levantaron en el ánimo de Tuso tanta ceremonia e insólitas palabras. Dirigió la mirada bicolor de sus ojos —que, para su mal, iban apagándose— escrutadoramente a los del Rey: y tan prístino candor reflejaban éstos que, por un instante, meditó: «No olvidemos que, al fin y a la postre, el Rey es todavía un niño, o poco menos». Así pues, con gran solemnidad tomó asiento donde el Rey le indicaba, y, con el mayor respeto de que era capaz, dijo a su vez:

—Mucho estimo vuestras palabras, noble Gudú, mi buen Rey y Señor, y tened por seguro que me esforzaré en ofreceros cuanto, a mi humilde entender, sea lo mejor, y mi más meditado consejo.

—Así lo creo —dijo Gudú, con una sonrisa repleta de candor, donde parecía ocultarse un insospechado pudor—. Es el caso que como por delicadeza no puedo acudir a mi madre en este trance, y ya que no tengo la dicha de que viva mi padre, ni hallo a mi alrededor varón más apropiado que vos para mis confidencias, deseo deciros que de un tiempo a esta parte, y pese a mi corta edad (habréis observado lo robusto de mi naturaleza, que me aparenta más maduro de lo que cuento), como mi mente no se ha desarrollado de acuerdo con la precocidad de mi carne, el caso es que me debato en una gran perplejidad y zozobra, al sentir unas apetencias que, tal vez, en otro muchacho de mi edad no se manifiestan con tanta pujanza.

Y calló, mirando tímidamente al suelo. El Consejero sintió algo, como un viento fresco que disipara las nubes de una tormenta presentida y temida. Y se aprestó a responder, con prudencia y tacto:

—Aunque ya soy viejo y marchito, Señor, entiendo bien a qué os referís. Y juzgo que tales cosas tienen remedios fáciles y placenteros, Señor: pues aunque mi carne está seca, no así mi memoria, y a veces trae ráfagas de muy bellos recuerdos juveniles. Por tanto, no puede parecerme inaudita vuestra revelación, sino todo lo contrario; máxime teniendo en cuenta que sois hijo de quien sois.

—Agradezco vuestra comprensión, mi buen Consejero. Bien comprendo que un Rey no debe permitirse vanidades ni regocijos que puedan ser causa de murmuración y malas interpretaciones por parte de quienes confían en mí. Por tanto, he pensado que la más oportuna solución sería tomar esposa. Pero no se me oculta que para que esto sea posible, es costumbre —o ley— haber sido antes coronado. Y tampoco ignoro que la coronación deba ser llevada a cabo ni un solo día antes de cumplir los dieciocho años. Como no estoy dispuesto ni deseo de ningún modo quebrantar esa ley, ni ninguna otra, así de turbado me halláis, y a vos confío mis angustias y zozobras: por si vuestra probada inteligencia y lealtad hallaran alguna solución decente y lícita, que resolviera mis torturas y no quebrantase ninguna respetable institución.

El Conde Tuso quedó sobrecogido de placer y de perplejidad al oír tales palabras, que, a decir verdad, jamás esperó oír de Gudú ni de ningún otro Rey —ni con un Ancio en el trono—. Meditó un rato, y al fin manifestó:

—En verdad, Señor, que me ponéis en un grave aprieto. Pero, por otra parte, no veo nada malo en lo que decís, y sí comprendo mucho, en cambio, la crueldad que puede representar para vos una espera a todas luces tan desproporcionada, como evidencian la contradicción entre vuestra naturaleza y la edad reglamentaria. Entiendo que para un mozo lleno de vida como vos, tres años de abstinencia son muchos años, ya que tan pundonoroso y reacio os veo a llevar a cabo lances fuera del matrimonio.

—Tened por seguro que así es —dijo Gudú, con un suspiro tan hondo que a poco estuvo de conmover seriamente al cauteloso Conde—. Así pues, amigo mío —y estas palabras jamás las había oído Tuso ni tan siquiera a Volodioso—, ¿qué es lo que puedo hacer para no caer en la locura o el desatino?… Me gustaría saber si habría alguna forma de celebrar mi matrimonio antes de la coronación sin violar la ley: esta última sí que, bajo ningún pretexto, ni la muerte me haría quebrantar.

«Pues ésta es la única cosa que me importa», se dijo Tuso, frotándose mentalmente las manos como las moscas las patas. «Ten por seguro, lúbrico mocoso, que tu problema tendrá solución, a fe mía: ni más oportuna ni mejor tarea podías recomendarme que la de unirte a mujer elegida por mí, cosa que, no lo dudes, haré lo más pronto que sea posible».

—Señor —dijo tras una fingida meditación—, veo dos soluciones, a saber: primera, que según entiendo, vuestros escrúpulos se centran más en el bien parecer, como es lógico en un Rey, que en la naturaleza misma del hecho; por lo tanto, pienso que si llevamos las cosas con tacto y discreción, esta primera solución puede consistir en que podáis aplacar vuestra naturaleza en absoluto secreto, de manera que no pueda ser motivo de comentarios sobre el particular, en tanto llega el momento de elegir esposa.

—Oh no, no —Gudú se tapó los ojos con las manos—. Si eso sucediera, como joven e inexperto que soy, podría aficionarme demasiado a quien se prestara a calmar mi sed, y llegado el matrimonio, sería mal esposo con la que eligiese por compañera de por vida. Desechad tal idea, os lo ruego, y no la repitáis en mi presencia.

«Pues sí que sale remilgado», pensó Tuso, con desconfianza. «A fe mía que su padre jamás se planteó al respecto tamañas insensateces. Pero en fin, si tan cándido y escrupuloso es como parece, tanto mejor para mí». Así pues, dijo:

—En tal caso, no queda más que una solución: que yo mismo como si a espaldas de vuestra Majestad se tratara, proponga a la Asamblea que, en virtud de las razones expuestas, se lleve a cabo vuestro matrimonio antes de la coronación. Sin que esto suponga que la coronación deba supeditarse inexorablemente a tal matrimomo. Es decir: que si vuestro padre así lo mandó, fue por si antes de los dieciocho años el heredero mostraba síntomas graves de enfermedad, locura, idiotez o despilfarro. Así consta en su oportuno lugar, como no ignoráis, pero no sucede lo mismo respecto a la celebración del matrimonio. Más bien fue una simple formalidad, que si se reforma convenientemente, nada puede alterar la verdadera razón de ese mandato.

—Entiendo bien —dijo el Rey—. Es natural que en estos tres años, si, aun a pesar de haber tomado esposa, no acredito poseer las cualidades requeridas, puede quedar aplazada, o incluso anulada, la coronación. Y como tal, firmaré de buen grado cuanto se me presente al respecto.

«Pues eso está mejor —se dijo Tuso, sintiendo renacer sus viejas ilusiones, tan inesperadamente propicias—. Y bien estúpido eres, criatura, si te avienes a tales cosas con tal de dar rienda suelta a tus antojos, tan fáciles de resolver por otros medios». Pero, con súbita alarma, indagó:

—Y ya que tanta confianza me demostráis, Señor, ¿por ventura ya ha sido elegida la esposa de vuestro corazón, o aún no habéis reparado a tal efecto en ninguna mujer?

—Oh, no —dijo Gudú—. Ya que tan bueno os mostráis, y tan comprensivo, quisiera pediros un último favor: escoged vos a la futura esposa, y me uniré a ella. Pero sólo por guardar las apariencias, una vez aceptada la proposición por la Asamblea, estimo que debéis, antes que a nadie, proponer a mi madre la elegida, y saber si es de su agrado.

«Buen pájaro está hecho —se dijo Tuso, cada vez más satisfecho—. Sabes, como yo, que la opinión de tu madre te tiene sin cuidado, para esto como para cualquier otra cosa. Pero no entiendo cómo, tan avisado como pareces para tantas cosas, tan cándido te muestras en lo que a mí respecta… ¡Ah, ardores de la juventud! —reflexionó, con reminiscencias de alguna cosa oída o leída—, cuántos males puede acarrear la ceguera de la pasión, tanto a los más sabios y cuerdos en apariencia, como a los más astutos».

Y muy satisfecho, se retiró a urdir planes, en vistas a un sonrosado porvenir que reverdeciera sus antiguas glorias y poderío: cuando verdaderamente era el Consejero de un Rey sensual, violento e inculto, aunque valiente y astuto.

Así las cosas, pidió permiso a la Reina para reunir a la Asamblea de Nobles, pues debía tratarse una delicada cuestión que afectaba al Rey y al Reino. Algo se olió la avispada Ardid, y llamó en su auxilio al Trasgo, encargado de seguir de cerca los pasos del Rey. Presto acudió el Trasgo, pero tan borracho estaba, que nada inteligible salió de sus labios. Disgustada, pero con la benevolencia que todas sus actuaciones le inspiraban, prescindió de él y llamó al Hechicero. Cuando estuvieron a solas, le confío sus cuitas.

—Señora —dijo después de una larga reflexión el anciano—, como fiel servidor y Maestro vuestro, podéis solicitar mi asistencia en la Asamblea junto a vos, y utilizando las señales de vieja inteligencia que nos unen, podré ir aconsejándoos oportunamente cuál deberá ser vuestra actitud en el transcurso de la reunión. En cuanto a este desdichado —añadió señalando al Trasgo—, bueno será que, en cuanto se despeje, lo tengamos bien alerta e informado de las cosas que pudieran ocurrir o comprometernos.

Pero cuando el Trasgo se despejó, tan desfallecido y amoratado estaba, que quedaron sobrecogidos de su grado de contaminación.

—Insensato —dijo la Reina—, ¿cómo has llegado a este estado? ¿No ves el mal que estás haciéndote a ti mismo?

El Trasgo suspiró largamente, y murmuró:

—Es por culpa de vuestro hijo Gudú, que con su desvío e incapacidad para verme, me entristece y empuja a locuras inconcebibles.

—Pues si de Gudú se trata —dijo la Reina, entre benévola e impaciente—, bien harías contándonos cuáles han sido sus idas y venidas en los días pasados.

—No he podido —dijo el Trasgo—. No me es posible verle sin que mi ser se estremezca de pesadumbre. ¡Ah, humanos, humanos!…, ¿qué habéis hecho de mí?

Y abriéndose el pecho con ambas manos, mostró, ante el horror de sus dos amigos, algo que les hizo enmudecer: en el lugar donde los humanos suelen alojar el corazón, habíale crecido al Trasgo del Sur un racimo, todavía pequeño, de uvas negras.

—¿No véis? —dijo—. ¿No es éste acaso el síntoma de la temida raíz, donde anidan los sentimientos más humanos?

—Querido —dijo la Reina sentándolo en sus rodillas; y por vez primera se apercibió de lo menudo que era: pues, cuando le miraba, lo tenía en su memoria tal como lo veía de niña: aquel tiempo en que ambos tenían una estatura casi igual—, no tengas miedo. No es un corazón: es un racimo de uvas, y tan tierno, que si te enmiendas, mucho me malicio que no llegue a madurar.

—Ah, querida niña —dijo el Trasgo, apoyando su roja cabeza en el pecho de su amiga—, tú no sabes lo que dices. No es en el corazón, donde se aloja vuestra creencia, el lugar que contiene tales malas raíces. No, no es la vasija lo que importa, sino la sustancia en sí. Eso, como Trasgo, lo sé mejor que ninguno de vosotros: lo contemplé tantas veces en vuestra especie, transparente para mí, con indiferente asombro…

Mas aún, no había llegado su contaminación al grado suficiente para que pudiera desbordar su amargura en llanto. Únicamente un raro gemido, tan ronco como su risa de borracho empedernido, brotó de su ser.

—Ea, no te apesadumbres tanto —dijo el Hechicero conmovido—. Repórtate, baja de las rodillas de la Reina, y ayúdanos a cavilar sobre nuestras nuevas preocupaciones: pues parece que éstas no van a tener nunca fin.

Y así, convinieron que, cada uno desde el lugar más propicio, asistirían a la temida y misteriosa Asamblea.

Y cuando llegó el día, revestido de gran solemnidad, Tuso expuso su parecer respecto a las cualidades físicas que en el Rey venía apercibiendo, y la solución que, a su entender, no agravaba en lo sustancial el cumplimiento de la ley dictada por Volodioso. Y como aquellos que componían la Asamblea, excepto la Reina, eran nobles varones, sintieron todos una punzada de compasivo regocijo ante las zozobras que se atribuían al joven Rey. Hasta en los corazones más indiferentes o poco simpatizantes hacia la real persona, se despertó una ligera ola de simpática tolerancia.

—En verdad —dijo el más anciano (se trataba del Barón Leorinaldo, cuya rijosidad era de todos conocida, si bien en lo demás, aunque ignorante, era hombre sensato y de gran experiencia)—, no veo que la cosa deba ser contemplada con excesivo escrúpulo. En sí mismo, el hecho de que el Rey case antes de su coronación no altera sus compromisos y sus deberes, ni la ley misma. Así pues, si deliberamos con buena voluntad, no creo que lleguemos a un completo desacuerdo…

Ante el estupor de la Reina y sus amigos, que, mudos de sorpresa, asistían a lo que ni más remotamente hubieran imaginado presenciar y oír, quedaron del todo anonadados cuando Tuso, volviéndose hacia Ardid con la más lisonjera de las ceremonias —que sabía tanto agradaban a Ardid—, manifestó:

—Si la decisión es favorable a que el matrimonio del Rey se verifique, es obligación moral de la Asamblea obtener el beneplácito de vuestra augusta Majestad: pues si bien el Rey, en muy íntima conferencia, me ha pedido que sea yo quien elija a la futura desposada (en el caso de que la Asamblea asienta a este deseo), yo someteré a vuestro consentimiento la aprobación de la elegida.

Sólo entonces, la Reina recordó las palabras de su hijo, y la luz se hizo en su cerebro: al igual que la chispa que Gudú le había asegurado iba a encender, prendió en su entendimiento. Con los ojos brillantes y el rostro sonriente y firme que todos acostumbraban a ver en ella, dijo:

—Tengo para mí muy acertadas todas estas proposiciones. Y así, espero que una vez hayáis deliberado sobre el caso (del cual me permitiréis ausentarme, para no cohibir con mi presencia de madre y mujer vuestras disquisiciones), tengáis a bien comunicármelo con la mayor prontitud.

Y con una encantadora sonrisa, se levantó y abandonó la sala seguida de cerca por el Hechicero. Sólo el Trasgo permaneció entre las cenizas de la gran chimenea. Y oyó cómo la Asamblea, una vez la Reina hubo partido, se entretuvo en proferir chanzas más o menos groseras o atinadas sobre la precocidad del monarca. Y luego de ordenar que les fueran servidas algunas copas, libaron en abundancia, mientras decidían, con gran alborozo no exento de nostálgica campechanía y comprensión —no en vano todos habían dejado atrás, no sólo la fogosa juventud, sino también la más sazonada madurez—, que el Rey hiciera cuanto le viniese en gana con su persona, si con ello no alteraba para nada la sustancia de aquella ley sobre la coronación, edad, enfermedad, locura, imbecilidad y prodigalidad, que, en puridad, ninguno de ellos conocía profundamente, y en lo más hondo de sus corazones les tenía sin cuidado.

Cuando todo acabó, el Trasgo enteró de la decisión de la Asamblea a Ardid, aun antes de que el Consejero y el Barón se lo comunicaran oficialmente. De manera que ella ya tenía muy bien meditada la contestación:

—Si así lo decidió la Asamblea, nada tengo que oponer. Y si así os lo ha encarecido mi hijo, andad presto, consultad El Libro de los Linajes, y decidme cuanto antes el nombre de la candidata que proponéis.

«¿El Libro de los Linajes?, ¿qué demonios de libro es ése?…», se preguntó Tuso, inquieto. Pero, por el momento, prefirió darse por enterado, y asintió sin comentarios.

Ardid firmó el pergamino que —como bien sabía— había rubricado la Asamblea en peso. Y cuando se quedaron solos ella, el Trasgo y el Hechicero, se miraron los tres con malicia. Prescindiendo de toda pomposa ceremonia, la Reina manifestó, llanamente:

—Buen pájaro de cuenta está hecho mi hijo. Sin duda alguna, tenemos que habérnoslas con un verdadero Rey.

Y como le aconsejara Gudú, se apresuró a armarse de atizadores y soplillos, ya que la paja había ardido y ahora debía prender el leño. Comprendió que, tal como le indicó su hijo, le llegaba a ella el turno.

No tardó mucho en recibir la visita de su hijo, esta vez absolutamente desprovista de todo protocolo. Tanto es así que experimentó un gran sobresalto, cuando, creyéndose sola en su cámara, y disponiéndose a descansar de la fatigosa jornada, Gudú apareció ante ella con agilidad propia del mismo Trasgo. Vestía de forma tan estrafalaria que le costó reconocerlo.

—¿Qué hacéis, hijo mío? —dijo, soliviantada—. ¿Y por qué vais vestido como un criado o un vendedor de ajos? —Para ella un vendedor de ajos era alguien ataviado de forma inusual. Así los recordaba, cuando los viera deambulando por los mercados del Sur.

—Callad, madre —murmuró Gudú, poniéndose un dedo sobre los labios—. Sabed que así puede pasarse más desapercibido por pasillos y camarillas, y más aún si uno carga con esto —y le mostró una gran bandeja con servicio de copas, como solían transportar los encargados de la bodega que eran requeridos por la gente del Castillo—. Y así también se oyen y ven muchas cosas que, de otro modo, y con el boato del Rey, no llegarían jamás a conocerse.

—Es cierto —dijo Ardid, respirando aliviada—. Como sé también que no sois el primero en usar tales artimañas. Pero ¿qué es lo que os trae aquí a tales horas y con tal misterio?

—Madre —dijo Gudú, y tal vez por la fuerza de la costumbre, fue a sentarse en el escabel que siempre usaba para hablar con ella—, dentro de poco tiempo recibiréis a una Princesa o dama de alcurnia, presentada como candidata a mi boda. En tal caso, y aunque se tratara de la más alta y linajuda Princesa (cosa que desde luego me apresuro a negaros, dado que conozco bien a Tuso y la calaña de sus relaciones), negaos en redondo a aceptarla sea como sea. Y como tan estúpido ha sido al fiarse de vuestra docilidad como de mis rubores de adolescente impetuoso e idiota, no es un secreto para nadie que de vuestro puño y letra habéis firmado el pergamino en el que se os confiere, además del asentimiento a mi pronta boda, el derecho a rechazar o aceptar a la futura Reina de Olar. Así pues, manteneos firme y airada en vuestra negativa, y ponedle en trance de desesperación y furia sin límites: pues ya va siendo hora de que desahoguéis vuestros sentimientos y los liberéis, y dejéis de fingirle una consideración que está muy lejos de inspiraros. Entretanto, yo iré con Predilecto al viejo Castillo que fue de mi noble tío Almíbar, y allí aguardaré vuestras nuevas. Que serán el resultado de vuestra negativa, y del estado de cosas y enrarecidas furias que habréis sabido levantar en Tuso (y tal vez en algún otro). Diréis entonces que, al fin y al cabo, yo debo ser el que decida si me place o no la maldita novia, por lo que, revestida de gran ostentación, vendréis a consultarme a tal efecto. Pero antes, y mientras tanto, id procurándome una verdadera y auténtica esposa, pues si la coronación llega a efectuarse por anticipado, como espero, bueno será que también tengamos una Reina adecuada, de la que, lo más pronto posible, pueda tener descendencia y asegurar la dichosa cuestión de la sucesión de Olar; y, con ello, crear a la vez mis leyes y llevar a cabo mis proyectos.

Mucho esperaba Ardid de su precoz retoño, pero en esta ocasión sintió temor, y dijo:

—Pero ¿has meditado bien lo que dices? ¿Sabes con seguridad si todo esto no será, al fin, un desastroso paso que nos pierda para siempre?…

—Madre, tened confianza en mí —dijo Gudú—. Tanta confianza en mi astucia como yo en la vuestra. Sabed que las gentes como Tuso y mis hermanos Soeces son fáciles de manejar por seres como tú y yo, pues no nos resulta difícil adelantarnos a la mala intención y la doblez. Otra cosa sería —dijo, y con ello llenó de asombro aún mayor a su madre— si hubiéramos de habérnoslas con seres como Almíbar o Predilecto: pues te confieso que ellos, a menudo, son más enigmáticos para mí, con su simplicidad, que los enrevesados manejos de Tuso y compañía.

—En verdad, hijo —dijo Ardid—, que no sólo eres maduro en cuerpo, sino también en entendimiento. Y mucho me alegra que seas así, pues superas en mucho mis esperanzas. No dudes que todo lo que me dices será cumplido al pie de la letra. Ve, pues, tranquilo, y mañana mismo, con gran secreto, entre tu tío Almíbar, el Maestro querido y yo, revisaremos con todo cuidado El Libro de los Linajes, y te juro que no te propondré mujer despreciable ni entorpecedora, ni de vil cuna ni de fea catadura. Anda tranquilo, que en nada te defraudaré, ya que tú en nada me defraudas.

Y con tan buen entendimiento se separaron, que Ardid, por vez primera, pensó que tal vez el amor no era tan indispensable en un hijo, como su confianza y respeto.

Pero Ardid no era mujer que supiera conformarse con medias palabras y secretos a medias compartidos. Apenas quedó sola, llamó al Trasgo, suplicando al cielo que no se hallara demasiado embriagado. No lo estaba, por fortuna, pues aún le duraba el horror de lo que en los últimos tiempos le había acaecido. Usaba ahora con cierta moderación de lo que creía la mayor de sus perdiciones, cuando sólo era la menor de ellas.

—Trasgo querido —dijo Ardid, sentándolo en su regazo, como ya iba teniendo costumbre, a medida que le veía más diminuto y más débil—, te encarezco con todo mi corazón que no pierdas de vista ni un segundo al Consejero, que espíes todos sus movimientos y me los comuniques lo más pronto posible. Es de mucha gravedad esto que te pido, y también que, si es cierto el afecto que nos tienes a mí y a mi hijo Gudú, no bebas ni una sola gota de vino en este tiempo, para que tu mente se mantenga despejada y alerta a cuanto veas y oigas. Y una vez sepamos cuáles son sus maquinaciones, apresúrate a acudir en nuestra ayuda: he de hallar en muy corto tiempo una Princesa digna de ser la esposa de Gudú. Y la quiero de tan noble cuna, y tan indudable y regia estirpe, como no haya otra. Pues hora es ya que esta rama se vea entroncada con verdaderos reyes, y deje de ser una ruda dinastía de guerreros ambiciosos y advenedizos.

—Ten por seguro que lo haré —dijo el Trasgo—. Y también que, mientras duren estas pesquisas, no beberé un trago.

Al día siguiente, el Rey Gudú partió con Predilecto al Castillo Negro. Y anunciaron que permanecerían cazando y adiestrándose en el manejo de las armas y de la cabalgadura durante varios días. Y con pequeña pero bien armada escolta, partieron, rodeados de ladridos de perros y de los gritos cansinos de los ojeadores.

Sucedía esto durante el otoño, pero nadie se extrañó de aquellas cosas: ambos hermanos, al parecer, eran aficionados a tan excéntricas incomodidades, en una Corte cada día más apoltronada gracias a los buenos manejos de la Reina Ardid.