VII. LA MUERTE DEL JABALÍ

No sabía que aquella madrugada sería la última en que vería levantarse el sol sobre Olar, ni que aquella tarde, antes que ese mismo sol se hundiera en el Lago de las Desapariciones, él habría embarcado en la nave sin regreso. Y esta nave se lo llevó sin resolver por propia iniciativa lo que, en puridad, era más importante para él y, por tanto, para Olar: su descendencia.

Si se lo hubieran dicho —era fuerte, nada le dolía, era Rey—, no lo hubiera creído; con lo que, a pesar de ello, no debía diferenciarse en exceso de los demás hombres. Al parecer, casi nadie cree que el olor de la tierra, el resplandor del cielo o el viento traen por última vez el aliento de la vida: tanto si ocurre en invierno, primavera, verano o durante el turbador otoño.

Y sin embargo, Volodioso hubiera podido apercibirse de que sólo para él había llegado el frío. Cuando le decían: «El otoño no es un tiempo frío. Sólo el invierno penetra en los huesos», él sentía el frío precisamente allí, dentro de sus huesos. Un frío como ni siquiera conoció durante las campañas esteparias. Arropado en sus pieles no lograba entrar en calor. Con ellas se cubría y cubría el suelo de su cámara. Tenían para él singular significado puesto que las consiguió de sus peores enemigos, y se complacía a menudo mirándolas, pasando la mano sobre la negra, blanca o castaña suavidad. En realidad, acariciaba la única derrota de aquellos guerreros que asolaron —y aún asolarían por mucho tiempo— su país.

Durante todos los días de su vida, el Rey Volodioso despertó al alba. El sueño cesaba para él en el momento justo en que el sol asomaba en los confines del mundo. También el Margrave Sikrosio —gran cazador y hombre en verdad infatigable— solía levantarse de madrugada. Contrariamente a él, Volodioso no precisaba escuderos, pajes o persona alguna que le sacudiera en el lecho. Para arrancarle violentamente de las brumas en que se sumía Sikrosio, a rastras del alcohol y el sueño, más de una vez, ante el miedo que el cumplimiento de esta orden provocaba en sus servidores, su propio hermano Sirko y él se habían encargado de tan penoso cometido. Y estando en ello, explicábase el pavor de cuantos se veían obligados a hacerlo, pues apenas el Margrave renacía de sus oscuras tinieblas, la emprendía a bastonazos, blasfemias y juramentos, seguidos por un indescifrable —y casi infantil— llanto.

Si bien su padre necesitaba desahogar el colérico asombro, el casi inocente estupor que le producía, día tras día, reincorporarse a la vida y al sol, Volodioso no precisaba que le tironeasen de brazos y piernas o le sacudieran como un fardo. Al simple anuncio de la luz en el cielo se abrían sus ojos.

Aquella madrugada aún brillaban en el hueco de la chimenea rescoldos del fuego nocturno. Volodioso levantó la vista hacia el dosel de su lecho: desde un travesaño, entre las columnas que lo sustentaban le miraban las dos cabezas de Hukjo y Krejko talladas en madera. Así, día tras día, el fuego o la primera luz del día iluminaba sus desgastadas facciones y su recuerdo.

Volodioso descorrió las cortinas del lecho y saltó al suelo. De nuevo, el frío hiriente le estremeció. Se arrebujó aún más en las pieles y ni aun así logró aplacarlo. Volvió a mirar las dos cabezas: tenía la impresión de que —de alguna manera, en alguna desconocida zona de su reciente sueño— los jefes vencidos habían estado hablándole de algo que ahora, inútilmente, trataba de recordar. Se apartó al fin, con la impresión de que algo flotaba en el umbral de la noche y el día y turbaba su despertar: una materia blanca, transparente, cuyo significado no alcanzaba. Un paje le aguardaba para llenar de agua la jofaina donde solía hacer sus —en verdad someras— abluciones matinales. Deseaba ahuyentar aquella vaga e imprecisa imagen, y pensó: «Fue una buena idea clavar a Hukjo y al otro en mi cabecera. Debí añadir alguno más. En verdad, siempre tuve a mano una buena razón para deshacerme de quien intentó interponerse en mi camino». El paje vertió el agua, y de pronto se extrañó de no verle romper la delgada corteza de hielo que solía formarse en los jarros. «No es raro —reflexionó—, no estamos en invierno. No es tiempo aún de que el agua se hiele». Entonces, le invadió un cansancio extraño, una pesadez inusitada de brazos y piernas. «Siempre hubo para mí una buena razón: mi razón, la gran sustancia de todos mis actos, la que me hizo Rey a mí, y Reino a Olar. Sin ella esta tierra sería sólo una región desmembrada en míseros grupos que andarían guerreando entre sí, o acuchillándose por culpa de una gallina. Sin patria, sin Rey, sin unión ni fuerza».

El Barón Ramo sostenía la ropa de su Señor y Rey. Ramo ejercía en el Palacio las funciones de Senescal. Era un hombre taciturno y enjuto, al que casi nunca se oyó hablar. Ahora era viejo, pero en tiempos fue un gran soldado, muy leal a Volodioso. Fue de gran ayuda en la primera revuelta contra Sikrosio, y estuvo siempre a su lado: en las luchas contra los jinetes de la estepa, en las campañas del Sur. Ahora, le faltaba un ojo y tenía la barbilla hendida por una cicatriz violácea que le impedía lucir barba. Volodioso le distinguía con su rara intimidad.

Contrariamente a su padre, Volodioso procuraba huir lo más posible de la promiscuidad. Todos sabían que los silencios y la soledad del Rey eran tan sagrados como sus decisiones y mandatos. Sin embargo, nadie hubiera podido asegurar que Volodioso sentía afecto por el Barón Ranio, o si ponía su confianza en él. Estos sentimientos en Volodioso fueron siempre un misterio. Ni tan siquiera el Conde Tuso, su Consejero Real, podía vanagloriarse de gozar de ellos —y su astuta prudencia le guardaba muy bien de hacerlo—. Sólo el medio-hermano del Rey, el Príncipe Almíbar, tendría sólidos motivos para jactarse de su absoluta confianza, pero ni lo hacía ni se aprovechaba de ello, ni tal vez se apercibía enteramente de la magnitud de tal honor.

El Rey Volodioso se frotó los ojos y hundió la cabeza en el agua; a su contacto, se estremeció, como si se tratara de hielo o nieve. Aunque se moriría sin confesarlo, no sólo el frío había entrado en su ser, sino que otro fenómeno le turbaba más aún: ante sus ojos los objetos se hacían más borrosos cada día. Intentó ahuyentar con otros pensamientos la amarga sensación que estos descubrimientos le despertaban. «Olar es un hermoso nombre: no sólo es el de esta ciudad y este Reino, no sólo el de mi estirpe. Es el nombre de mi gran razón».

De improviso, en el redondo caparazón del recipiente, del agua misma, parecía brotar un rostro: al fondo de un negro y reluciente Reino, flotaba su propia cabeza decapitada. El terror paralizó un instante los movimientos del Rey. Luego, de un brusco manotazo, derribó la jofaina, que rodó con estrépito. El resplandor del fuego arrancaba chispas rojizas de su pulido cobre y el agua se desparramó sobre las pieles de Hukjo, que parecieron beberla con sed. Volodioso se sentía zozobrar en una suerte de remoto asombro, tan remoto como el oscuro origen de la vida, ante el fantasma de su propia decapitación. «No tengo miedo. Sólo he visto el rostro de un anciano a quien no conozco». Pero no era un anciano. «La ancianidad —solía decirse él a menudo— no es compatible con los hombres de mi raza». Se vistió, deprisa, evitando que Ramo viera el temblor de sus manos.

Ahora, en tiempos de paz, practicaba la caza con asiduidad un tanto obsesiva, y el otoño era la época más propicia para ir al jabalí. No había batalla alguna que ganar, nadie de quien defenderse, no se ofrecía otra presa más tentadora que atrapar. La caza del jabalí iniciaba también aquella madrugada, y este pensamiento devolvió el sosiego y el buen ánimo a su espíritu. No volvería a mirar el fondo del agua, pensó. Podría ocurrir que, de improviso, surgieran espectros de viejos reyes, o quizá de algún marchito, o tal vez perdido sueño. Deseó encararse a las cabezas esculpidas en su cabecera y preguntarles si un gran Rey —o un viejo Rey— puede sufrir alucinaciones o agoreros presagios. Pero no estaba solo, ya habían descorrido los gruesos tapices y a través de la ventana llegaba el cautivador susurro de la madrugada.

Una vez más se iniciaba, con el nuevo día, la cacería real. El aire traía mezclados olores desde los cercanos bosques. En el patio aguardaban los caballeros y las damas convocadas, y alguno de sus hijos.

En aquel momento Volodioso oyó el ladrido impaciente de los perros, y sonrió. Aún podía —se dijo— lanzar muy lejos la jabalina, sin errar el blanco. Pero no sabía que para nadie resultaba un secreto la creciente cortedad de su vista. Los aduladores cortesanos ponían los blancos tan cerca de sus narices, que ciego debería estar para no alcanzarlos. Aparte de esta debilidad, las fuerzas no le habían abandonado, hasta el punto de que en la Corte tres mujeres gozaban de sus favores, mucho más repetidamente de lo que su edad y venerables canas hacían presumir.

El paso del tiempo, no obstante, se acusa para todos de uno u otro modo, y había en él algo mucho más indicativo de ese paso, que el frío o la ceguera. Algo que a todas luces anunciaba su declive. Y quizás era su amor, su ternura —ciertamente insólita— hacia uno de sus hijos: el Príncipe Predilecto.

Como los otros cuatro príncipes —los hermanos Soeces—, Predilecto era hijo bastardo. Y aunque el Rey tenía uno legítimo —que en aquellos días apenas llegaba a los seis años—, este niño era tan despreciado e ignorado por él, a causa de la aversión que la Reina le inspiraba, que, en la mañana que nos ocupa, Volodioso aún no había decidido quién de entre sus hijos debía sucederle en el trono. La ley de sucesión aún no había sido decretada en Olar, y Volodioso —que gustaba imaginar a la muerte agazapada en un recodo aún muy lejano de su camino— dejaba siempre este detalle para última hora. Tenía para ello muchas y explicables razones, y era causa para él de muchas dudas.

Cuando bajó la escalera que llevaba al patio arrastrando su manto rojo —del que ahora, cosa extraña en él, casi nunca se desprendía— entre la doble fila de pajes con antorchas encendidas, nadie, ni sus más adictos cortesanos ni sus hijos, sospechaban que veían descender por última vez al Rey.

En el patio piafaban los caballos, y el ladrido de la jauría se perdía hacia los bosques. Aún el cielo no había logrado desprenderse enteramente de la noche y todavía alguna estrella asomaba tímidamente entre el viento. Los que solían acompañarle en estas cacerías no eran numerosos, pero sí muy elegidos. Jamás faltaba su Real Consejero.

Si bien anciano y con paso lento, no era corriente, ni en los más grandes monarcas, su imponente majestad. Entre la doble hilera de antorchas, bajo las últimas estrellas, contempló a sus hijos, y algo como un frío resplandor le llenó el pecho. Se dijo entonces que dejaría zanjado en muy breves días, y para siempre, el dilema aún sin veredicto de su sucesión. Y con este pensamiento entre las cejas, oyó la llamada de los cuernos de caza y los impacientes ladridos de los perros. Bajóse el puente sobre el foso y la comitiva de Volodioso partió para su última cacería —con semejante Rey, al menos.

Como bien demostró a lo largo de su vida, Volodioso era muy aficionado a las bebidas espirituosas, y como esta afición se le agudizara con los años —especialmente con el raro frío que llegó a sus huesos en aquel otoño—, el preciado mosto le acompañaba allí donde fuere y, naturalmente, también en las cacerías.

El jabalí —animal que abundaba en los bosques de Olar— era capturado según la astucia y medios de que cada uno disponía. Pero cosa muy distinta era la cacería real. Especialmente en los últimos años, requería grandes preparativos y artimañas. Aunque él lo ignorara, todos sabían —como quedó dicho— que el anciano Volodioso andaba muy flojo de la vista. Por tanto, habían llegado a la siguiente solución: se conducía al Rey hasta un lugar denominado el Puesto Real. Este puesto había sido antes muy estudiado por los cazadores y los sirvientes expertos en el oficio, y era desde donde mejor —y con más seguridad— podía considerarse infalible el blanco. Generalmente situado en alto, el Puesto Real dominaba un estrecho pasadizo hábilmente practicado, y hacia el cual, ojeadores, sirvientes, campesinos y toda clase de gentes diestras en tales artes, conducían —de grado o por fuerza— la perseguida y preciada bestia. Y cuando la tal bestia entraba en aquella zona de modo que el caduco ojo del Rey lograba localizarla, Volodioso, ignorante de tales engaños, lanzaba prestamente la jabalina. Y entonces, herido o muerto, el animal rodaba ante aplausos y murmuraciones de admirativa sorpresa por parte de quienes le acompañaban.

Sólo Predilecto permanecía mudo y pálido de secreta humillación y pesar ante tales escenas. A menudo se mordía los labios, y sus ojos acechaban, prestos a adivinar y atajar cualquier añagaza que pudiera dar al traste con tan bien planeada estupidez, sólo por si de tales cosas resultara dañado el padre que, en su cándida intimidad, amaba, pero a quien, aun sin confesárselo, admiraba cada día un poco menos.

El Rey se instaló aquella madrugada en su puesto de espera habitual, sentándose sobre mullido almohadón aun entre ramajes. Tras él, en sillitas más o menos lujosas —según su alcurnia, riqueza o vanidad lo permitían—, se instalaban Consejero, nobles cortesanos, caballeros y damas. Más allá, convenientemente esparcidos, soldados, cazadores y sirvientes, amén de un par de jóvenes coperos que se ocupaban de llenar el vaso del Rey y cuidar de los odres que, a lomos de un borriquillo, contenían el preciado líquido.

Salvo raras ocasiones, las damas solían aburrirse, por el obligado silencio. Enjugaban en sienes y puños un fingido o auténtico sudor de miedo, y, veladamente, despellejaban, descuartizaban y maceraban a cuantos alcanzaba su lengua. Pocas entre ellas amaban en verdad la caza, y no por ello desplegaban menos ostentación de espuelas de plata, carcaj de marfil finamente tallado u otras cinegéticas fruslerías. Halcones ornados de collares y piedras se erguían en sus puños. Y así, pertrechadas de forma más o menos pintoresca, todas y cada una de ellas aprestaban sus flechas o jabalinas, según tuvieran por mejor arma o se creyeran más diestras en ella.

No les iban a la zaga los caballeros, aunque con mayor rigor y celo. Un muchachito de raza negra, regalo de la Reina Leonia —hábil y misteriosa mujer, soberana y mercader, de turbia historia, pero muy respetada, y quizás admirada, por Volodioso—, retenía a dos fieles lebreles que, con ojos rebosantes de desengaño, contemplaban todo aquel ajetreo. Frotábanse uno a otro con la cabeza, y murmuraban misteriosamente en su lengua. En ocasiones emitían un ladrido que en realidad sólo significaba gentil cumplido o prurito de lo que consideraban deber; si bien su mirada reflejaba fatigada ironía. Cuando se fijaban en su Rey, a quien durante largos años acompañaran en más severos tiempos, sus pupilas rebullían discretamente, y si se detenían en Predilecto, el amarillo pálido de sus iris dorábase como miel. Por lo demás, y en tanto el sol avanzaba en el cielo, ambos canes dormitaban; y si abrían un ojo, entre bostezos, y este ojo recorría el resto de los que al Rey acompañaban, inundábase de tal hastío, que presto se cerraba; tal vez para regresar a la visión de otros tiempos que, a juzgar por el nostálgico runruneo de sus sueños, consideraba más dignos de contemplar que la realidad circundante.

Hacía rato que el sol lucía sin rebozo —aunque al Rey, acurrucado en su manto y pieles, se le antojaba que ningún calor emanaba de él—, y disponíase Volodioso a llevar por vez incontable la copa a sus labios, cuando un vigilante apostado al efecto emitió la señal convenida que remedaba, de forma totalmente falsa dado lo inapropiado de la estación, el cloqueo de la perdiz. Esto indicaba al Rey y a sus acompañantes que el malhadado jabalí, sañudamente azuzado por zapadores, ojeadores y demás sirvientes, había decidido, de una vez, tomar el camino destinado a situarlo en el lugar propicio donde podría recibir digna muerte —ya que de real mano venía—. No obstante, tan alto honor no era siempre apreciado por aquellas bestias, pues a menudo no mostrábanse partidarias de tomar la bien estudiada ruta que, a palos, pedradas y con lo que mejor apañaban y podían, instábanles a seguir los sudorosos y desgraciados ojeadores: villanos, campesinos y demás ralea recolectada para tales ocasiones.

Aun a despecho del acoso de los perros, el jabalí opinaba a menudo de distinta manera respecto a los planes adoptados para tal efecto. Y entonces, la jornada de caza, si bien reputada como apasionante, sana y excitantemente placentera para los cazadores de la colina real, no resultaba así para los encargados —a menudo sin previa consulta— de convencer al animal de su correcto destino. De todas formas —acosado y exhausto—, a la larga o a la corta, el jabalí solía emprender al fin el camino de la muerte. Sólo entonces descansaban los forzados y poco entusiastas ojeadores: incluso llegaban a abrazarse y, de pura alegría, lloraban juntos, ya que —por aquella jornada, al menos— todas sus fatigas finalizaban. Más de uno entre ellos —únicamente armados con piedras, horcas y palos, y con frecuencia descalzos— salió mal parado de tal empresa: si no por los colmillos del molestado e iracundo jabalí, estaba prohibido, bajo ninguna excusa, darle por su mano muerte, sí por la impaciencia o el mal humor del augusto cazador del altozano.

Apenas se amortiguó la algarabía de los ojeadores —que tan peregrina idea evidenciaban del cloqueo de la perdiz—, se pudo comprobar que el jabalí en cuestión —una bestia grande y negra que por aquellos parajes usufructuaba prestigio y vejez paralelos a los del Rey—, al igual que Volodioso, era animal de gran valor y baqueteada experiencia. Sin gran esfuerzo, imbuido de una suerte de fatídica aceptación —también los reyes del bosque sienten el peso o hastío de un reinado demasiado largo, el desprecio por un mundo que ya no desean o no tienen fuerza para defender—, el Rey del Bosque tomó aquella mañana, de buen grado, la ruta maldita. Y ya empezaban a abrazarse algunos esperanzados ojeadores, cuando un grito desgarrador —en verdad varios gritos, aunque amalgamados en gutural y estrepitoso sonido de muchas gargantas— detuvo las efusiones de aquellos infelices.

El Jabalí Rey, que tan sorprendentemente y sin apenas hostigación tomó la ruta hacia una muerte doblemente real —como sin duda le correspondía—, llegado al punto justo donde según los cálculos debía ofrecer fácil blanco a la jabalina, dio un súbito viraje. Y, cosa jamás vista, con ímpetu sólo comparable al de Volodioso en sus mejores días, se lanzó cuesta arriba y así, sin vacilación alguna, embistió el Real Puesto y a su real ocupante.

Tan rápidamente ocurrió todo, y con tal certeza en su blanco atacó el jabalí, que en menos tiempo del que se precisa para narrarlo prescindió de los burdos ramajes que pretendían escamotear su pieza. Con fiereza, de Rey a Rey, derribó a Volodioso de su asiento, le clavó en garganta y pecho sus enormes colmillos, y al sol otoñal relucieron juntas las armas de la bestia Rey y la copa de oro del viejo guerrero. Volodioso apenas pudo, no ya lanzar la jabalina, sino tan siquiera apurar el vino. Rodó por el suelo, bajo las feroces embestidas del animal, sin tiempo de propagar al aire un lamento.

El alarido que oyeron los ojeadores no fue, pues, exhalado por la garganta real, sino tan sólo por sus aterrados acompañantes. Ni uno entre ellos empero, osó avanzar un paso en socorro del Rey. Al contrario, nobles, damas, caballeros y demás cortesanos —incluido el Consejero y los jóvenes Soeces— emprendieron tan frenética como veloz retirada del lugar donde ambos reyes ajustaban una última y misteriosa cuenta. Con despavorida agilidad y un absoluto desprecio del bien parecer —que ni su rango ni lo abrupto del terreno hacían presumibles—, treparon vertiente arriba y pusieron sus personas a buen recaudo.

Únicamente un muchacho espigado, de apenas catorce años de edad, alzó prestamente su jabalina y ésta cruzó el aire, como reluciente pájaro de oro, hasta clavarse en el ojo derecho del Rey Jabalí: con tan certera puntería como mortal precisión.

Sólo entonces, un tenue silbido que respondía a la voz del Consejero deslizó en la oreja de Ancio el Zorro un claro y rotundo «¡imbécil!», poco apropiado, en verdad, a las dolorosas circunstancias presentes. Apenas designó de este modo al primogénito de Volodioso, le empujó de malos modos hacia el lugar donde aún rebullía el Rey, desfallecido ahora en una rara y casi voluntaria agonía. Con grandes alaridos, Ancio se lanzó hacia el revoltijo que, insólita y promiscuamente enlazados, ofrecían ambos reyes: acribilló así al animal de saetas, entre blasfemias y gemidos.

Cuando la desperdigada hueste cortesana descendió de sus refugios, entre mucho quejido y rotura de corpiños o jubones —pues en estas ocasiones se tenía en Olar por señal de mucho dolor rasgarse trajes y camisas—, rodearon la triste escena. En lo que quedaba del Real Puesto comprobaron, la mayoría con estupefacto horror, que Volodioso aún vivía. Y que, además, les miraba a todos con sus coléricos ojos azules, inmersos —esta vez— en un misterioso y dolorido asombro, casi infantil, que nunca antes le vieran. Nadie lo sabía, pero en el instante de su muerte, la imagen de Volodioso reproducía, con extraordinaria similitud, los despertares de su padre.

El real manto aparecía desgarrado, y la sangre que manaba muy abundantemente de su cuello venía a confundirse en su color. Luego, la hierba de octubre pareció regarse de una suerte de rocío, vivaz e insólito. Y entonces, unos lamentos auténticos y lastimeros cruzaron el aire: los fieles lebreles, la cabeza al viento, lloraban solitariamente y de todo corazón la muerte del Rey. Pues si la muerte aún no se había aposentado totalmente en aquel cuerpo, poco quedaba ya del que otrora abrigó esperanzas, triunfos, sueños y fatigas de soberano. Volodioso, al oírles, alzó el brazo, sus dedos se aflojaron, la copa cayó al suelo, y vino, manto y sangre se confundieron por última vez en un mismo tono rojo.

Tuso, con voz tonante, ordenó izar su cuerpo del suelo, con gran cuidado, y conducirle, lo más rápido posible, hasta el Castillo. Y en medio de aquella confusión de gritos y sollozos, un muchacho —casi un niño—, el único entre todos que verdaderamente dio muerte al Rey del Bosque, se ocultó a un lado, entre los árboles. Y así, aparte y en silencio, lloró la muerte de su padre. Le habían enseñado desde su más tierna edad que las lágrimas son cosa despreciable e impropia de varones; por eso, su llanto no mojaba sus mejillas, sino que, como río de fuego, vertíase hacia dentro de su pecho, camino del corazón. Y allí sentía confundirse sus llamas y su hiel.

Mientras los sirvientes armaban una suerte de parihuelas donde extender y conducir al moribundo Volodioso, la mente de cuantos le rodeaban hervía en una desazonada y febril encrucijada de disparatadas posibilidades, amenazas o premios. Y todos y cada uno de ellos, en el entresijo de sus molleras, apresurábanse a dirimir cuál sería la más acertada actitud a adoptar: si aproximarse al bando de Ancio o al de Predilecto. Pues —pensaban si Volodioso conservaba aún un destello de vida, ese destello haría prevalecer, a buen seguro, su fiera voluntad. No en vano le habían obedecido y soportado durante casi treinta años. Y mientras que, con toda suavidad, le conducían al Castillo, de la boca del Rey surgían vagos rugidos que, a todas luces y sin ofrecer la posibilidad de otras conjeturas, sustituían la ristra de juramentos y blasfemias que le inspiraba tan estúpida y banal forma de morir.

Morir así, evidentemente, no entró nunca ni en los más descabellados cálculos del Rey de Olar.

2

Tendido en su lecho, entre negras pieles esteparias, Volodioso ofrecía su más salvaje aspecto. Ardían dos enormes troncos en la gran chimenea, y el resplandor del fuego enrojecía las cabezas de madera de los vencidos, de modo que a trechos parecían jubilosas o anonadadas por su agonía: como si el momento de su venganza hubiera llegado inesperadamente, y no lograran paladearlo como merecía.

Los nobles distinguidos situáronse más o menos estratégicamente en torno al lecho del Rey. Sentados, o de pie, con rostro afligido, bien que con un puntito de temor en los ojos. Con su actitud y mirada, tan autoritaria como amenazadora, el lugar más próximo al Rey lo consiguió su Consejero, el Conde Tuso, como era de esperar. Hizo señas a Ancio para que se situara a su lado, y cuando éste le obedeció, todos apreciaron que tenía erizado el cabello. Al parecer era la primera vez que Ancio veía morir a alguien sin la propia intervención y, según se deducía de su actitud, semejante fenómeno no le producía ningún placer; antes bien mostrábase horrorizado y tembloroso como ante la imagen del mismísimo diablo.

Era aquél, en verdad, un otoño espléndido, y como, entre unas y otras cosas, la mañana estaba ya muy avanzada y brillaba el sol, los presentes juzgaron que debían descorrerse las cortinas que protegían las ventanas. Entonces un grupo de oscuros pájaros, humildes y sin nombre, esos que anuncian el invierno, vinieron a posarse en ellas. Así, los viejos amigos del Rey, descendientes de aquellos que en un tiempo, y junto a Almíbar, anunciaran al joven segundón su alto destino, venían ahora a despedirle. Año tras año, de padres a hijos, los pájaros de aquellos tiempos volvían a Volodioso. No le abandonaron nunca: cuando, tras alguna batalla, regresaba triunfalmente a Olar, eran ellos los primeros en recibirle y acompañarle hasta el Castillo. El Rey tenía prohibido a todo el mundo hacerles el menor daño, so pena de muy graves castigos; tanto si se trataba de hombres maduros, mujeres, mozalbetes e incluso niños.

El Rey volvió la cabeza y miró, tras la ventana, un pedazo de cielo, ya azul. Y por última vez pudo contemplar cómo sus amigos venían a rendirle postrer homenaje. Estuvo escuchando un instante su piar, entre el súbito silencio de los que le rodeaban. Y entendió su lenguaje, como otrora lo entendiera el pequeño Vigía; y le decían: «Adiós, adiós, amigo. Nunca más nos traerá el sol noticia de tu gloria, ni la hierba podrá narrarnos tus pisadas, ni el arroyo la historia de tu corazón. Adiós, amigo. Ten por seguro que volaremos allí donde exista un recuerdo para ti; y a todo inoportuno o estúpido que manche tu memoria, le picotearemos hasta ahuyentarlo».

Era la primera vez que entendía su lenguaje, por más que lo deseó. Y echó en falta a Almíbar.

Luego, los ojos del Rey perdieron fiereza. Y pronunció las últimas palabras de su vida:

—Acércate, hijo mío.

Ancio titubeó. Pero un empujón de Tuso le obligó a avanzar —temblaba todo él y se mordía un dedo— hacia aquello que aún era su padre y que tanto le atemorizaba. Es seguro que por su mente pasó en aquel trance un deseo: «Pido al cielo, o al infierno (cualquiera de los dos que me sea favorable) no morir jamás en lecho».

Apenas lo vio, el furor volvió al rostro del Rey, y levantando penosamente la cabeza, de cuya garganta aún brotaba sangre negruzca, buscó en torno ansiosamente. Hasta que, junto al tapiz donde mandó perpetuar la onerosa rendición de los Weringios, descubrió a Predilecto. Extendió el brazo en aquella dirección, mas aunque intentaba decir algo, ninguna palabra surgía de sus labios. Sin embargo, tan elocuente se mostraba su mirada, que Predilecto se aproximó.

Cuando lo vio a su lado, Volodioso reclinó de nuevo la cabeza, y de este modo Ancio y Predilecto quedaron juntos. Todos seguían la escena con el ánimo en suspenso, llenos de temor y cavilaciones. Tuso, que conocía la que hasta el momento, y en tanto el Rey no decidiera otra, considerábase regla de sucesión, musitó sordamente:

—¡Arrodillaos! —al tiempo que, con el pie, golpeaba las posaderas de su candidato, para que éste quedara más cerca de la mano del Rey.

Existía una remota tradición —que no ley—, usada a la sazón por otros monarcas, que decidía y daba como válido sucesor, en casos semejantes, a aquel sobre cuya cabeza se posara la mano del monarca moribundo.

Arrodilláronse todos, llenos de expectación, y aun algunos de terror. Los dos muchachos hiciéronlo casi a un tiempo. Y, en verdad, ofrecían un aspecto muy diferente: pues si bien Ancio miraba al Rey con ojos desorbitados y con la boca entreabierta, Predilecto intentaba ocultar el rostro, para que ninguna malsana curiosidad pudiera ofender su aflicción.

En éstas estaban cuando, ya con gran fatiga, el Rey levantó al fin la mano y la avanzó, con indudable intención, hacia la inclinada cabeza de su hijo Predilecto.

Pero aún no se había posado en sus brillantes y suaves cabellos, cuando sucedió algo totalmente imprevisto: debajo las coberturas del lecho, entre las pieles, emergió una cabeza hirsuta, oscura y rizada —que mucho recordaba, en verdad, a la de Volodioso en su juventud—. Y unas torpes manos infantiles alcanzaron una pelota azul que, surgida a su vez del mismo lugar, y dando botes, pretendía huir de ellas. La cabeza del niño se alzó entonces, con tal oportunidad y precisión, que la mano ya casi inerte del Rey se posó en ella. Y en ninguna más.

La expectación y el asombro de todos —incluido el propio Tuso— no había llegado aún a ese punto en que puede trocarse violenta o astuta decisión, cuando aún mucho más estupefactos —y de seguro que los que estos hechos presenciaron no olvidarán jamás—, las puertas de la Cámara Real se abrieron con gran solemnidad y dos hermosos pajes del Príncipe Almíbar anunciaron y dieron paso a la Reina de Olar.

Ardid atravesó el umbral con gran aplomo y soltura, y tras ella su Guardián el Príncipe Almíbar —en quien Volodioso depositara su única y real confianza—. Con disposición y firmeza como jamás le viera nadie —pues siempre aparecía tan enajenado y sumiso—, Carcelero y Reina penetraron en la estancia donde, ya totalmente inconsciente, moría el Rey. En su agonía, Volodioso atenazaba la cabeza infantil que tan oportuna —o inoportunamente, según criterio de cada cual allí presente— surgió de bajo su lecho.

El Príncipe Almíbar avanzó, y haciendo una profunda reverencia a su moribundo medio-hermano el Rey, dijo con voz fuerte y rotunda:

—Amada y respetada Majestad, bien claramente ha sido contemplado tu gesto y entendida por todos nosotros tu egregia voluntad.

Luego se volvió a la Reina. Ésta alzó el velo que hasta entonces cubriera su rostro, y muchos cortesanos revivieron, y algunos aún muy jóvenes contemplaron por primera vez, aquella faz. Y al tiempo pudieron darse cuenta de que la famosa Guardia y los famosos soldados, tan bien armados como perfectamente trajeados, de Almíbar y su Capitán Randal, ocupaban los puntos más estratégicos de la Cámara Real. De modo que si alguna duda les cabía aún sobre la legitimidad de aquella designación, huelga decir que esta duda fue rápidamente disipada.

La Reina avanzó entonces —a decir verdad con suprema majestad— hacia el lecho real. Observó unos momentos en silenció el rostro del que hasta aquel momento fue y aún era su esposo.

Durante su vida, Volodioso fue protagonista de muy grandes e importantes empresas, merecedoras de desfilar por su pensamiento en el último instante. Pero, curiosamente, entre las brumas de su abandono del mundo, fue el aborrecido rostro de su padre lo último que vio Volodioso: iluminado por la cerveza y tartajeando las estremecedoras palabras con que solía señalar a Occidente: «De allí, hijo mío… el olvido». Así, con una expresión infinitamente desolada en su mirada vuelta a Occidente, Volodioso el Grande murió.

Llegado este instante, la Reina tomó la crispada mano del Rey, desprendió sus dedos de los infantiles rizos negros que tan fuertemente asía, y alzó del suelo al dueño de tal cabeza.

Era éste un robusto niño de unos seis años, de aire salvaje y hosco. Como todo comentario emitió un feroz gruñido, hasta que al fin, libre de lo que le sujetaba, continuó persiguiendo tras los tapices, o entre las piernas de todos, la pelota azul que le condujera bajo el lecho real. Y todos los cortesanos pudieron escucharle de sus labios en su media lengua, remedos más o menos exactos, pero inconfundibles, de aquellos juramentos y maldiciones que más de una vez oyeran antes en labios del que acababa de enmudecer para siempre.

La Reina se volvió entonces a todos los presentes —atemorizados, presos de variopintos sentimientos—, que en el ínterin habían hincado la rodilla. Con voz llana y suave, pero indudablemente firme, dijo:

—El Príncipe Gudú, único hijo legítimo de nuestro amado y difunto Rey Volodioso, ha sido por él designado, como todos los aquí presentes hemos podido presenciar, sucesor a la corona de Olar. Así se cumplirá, a fe mía, y pongo a todos por testigos.

Pues juro defender sus derechos, si preciso fuera, tanto con la razón como con la espada.

Estas palabras fueron corroboradas por el ruido sordo que produjeron al chocar contra sus escudos las lanzas de la Guardia de Almíbar: tanto los de Randal como los que componían su tropa personal. Al parecer, era su sistema de expresar lealtad a alguien.

Hubo, ciertamente, un instante de indecisión. Todas las miradas se dirigieron al Conde Tuso, pero éste parecía petrificado; su temible mirada sólo asaeteaba un objetivo: los saltones y atónitos ojos de Ancio que, totalmente hipnotizado, le miraba con la boca más abierta de lo común.

Este momento de desconcierto fue suficiente para que, súbitamente, algo semejante a un aleteo recorriera la estancia: una larga y retenida angustia pareció así liberarse de las gargantas. Un innumerable alivio recorrió y distendió, como cálido aliento, a los presentes. Y una sola idea tomó posesión de todos los ánimos: «Ésta es la mejor solución: ni el odioso Ancio, con su siniestro Consejero, ni el demasiado honesto Predilecto, indefenso en tales debates (e incluso sospechoso de rehuir toda lucha entre hermanos). Por contra, este nuevo Rey es un niño, ¡un niño de seis años!… ¿Quién sabe lo que puede aún suceder, hasta que le llega la edad de reinar? Bien sabemos que los niños (y especialmente si son príncipes herederos, o reyes sin edad aún de gobernar) mueren con insólita facilidad».

Así pues, el tormentoso augurio que como negra e hinchada nube amenazara por sobre sus cabezas desde el momento en que el Rey del Bosque y el Rey de Olar dirimieran sus puntos de vista, disipóse como al soplo de una brisa repleta de esperanzas. Y hay que añadir que, al arrodillarse todos ante el pequeño Gudú y proclamar fogosamente con los gritos acostumbrados su adhesión al tierno Rey, más de uno sintióse gratamente sorprendido al comprobar que su Reina era una joven mujer de extraña e indómita belleza. Así, cuando la augusta Señora volvió el rostro hacia el Príncipe Almíbar y dedicó a su antiguo Guardián una esplendorosa sonrisa, despertó, aunque bien se guardaron de manifestarlo, la sospecha entre los presentes de que acaso, durante el largo cautiverio de la Reina, Guardián y Cautiva habían estado dándoles, como vulgarmente se dice, gato por liebre.

Tal vez el destino de Olar —y de esta historia— hubiera tomado un rumbo muy distinto si no fuera porque en tan crítico momento sobrevino al Conde Tuso la, para él, malhadada circunstancia de ser víctima de una visión interponiéndose a todo razonamiento: una cornamusa, símbolo de su incomprensión, se recortó flotante ante sus ojos, borrando cualquier idea o impulso. Una cornamusa, como enseña de algo o alguien que, por indescifrable, le inquietaba e irritaba a partes iguales: el Príncipe Almíbar.