VI. PRÍNCIPES

Los hermanos Soeces experimentaban una viva y razonable antipatía por la Reina, y a su vez, eran ampliamente correspondidos por ella. Ardid odiaba sus rostros de raposo, sus largos dientes, siempre asomando entre los labios, y sus traidores ojos verdes.

El día en que la Reina fue encerrada en la Torre Este, Ancio contaba cerca de quince años. Mucho se regocijó con la desventura de Ardid, de modo que aquella noche se bebió él solo medio barril de cerveza, y anduvo aturdido en sus husmos hasta la mitad del día siguiente. Su pasatiempo habitual —entre pelea y borrachera— consistía en corretear por los bajos corredores del Castillo, o por las dependencias de la soldadesca, y jugar a los dados con ellos. A menudo despojaba a aquellos obtusos infelices de su exigua paga —si la percibían, cosa que ocurría espaciadamente— o de cuanto llevaran encima. Así, ora una daga, ora una coraza, había llegado a almacenar en la sucia guarida de su Torreón un verdadero arsenal, que ocultaba bajo algunas de las pieles que hurtaba un poco por aquí, un poco por allá, cuando pisaba estancias más abrigadas que la suya. Esto causaba gran envidia en sus hermanos, y quizá por esa razón, más que por el abuso que hacía de su descomunal fuerza en los continuos dimes y diretes que animaban sus jornadas, le aborrecían.

Bancio y Cancio, los gemelos, cumplían por aquellos días trece años. Ofrecían, a los pocos que gustaban de contemplarles, un prodigioso parecido físico y tal vez moral: pues no podía dilucidarse con exactitud quién de ellos era más cobarde, fantasioso, embustero, lenguaraz y bravucón. Por otra parte, solían enredarse de continuo en feroces luchas. Por la menor cuestión lanzábase uno contra otro sin previo aviso, y dábase la curiosa circunstancia de que todas las añagazas ocurríanseles en común y a la vez, de forma que recibían por igual golpes, atroces insultos y amenazas escalofriantes.

En cierta ocasión —y siendo aún muy niños— arrojáronse el uno contra el otro animados por una misma idea entre las cejas y los dientes, de suerte que salieron de esta empresa cada uno con una oreja de menos. Esto es: Bancio había arrancado de cuajo la derecha de Cancio, cuando Cancio aún mordisqueaba la diestra de Bancio; y de esta guisa, estupefactos y doloridos, comprendieron la similitud prodigiosa con que se ponían en movimiento sus impulsos agresivos. Por todo ello, ambos aparecían privados de un órgano auditivo, y solían tapar como mejor podían las cicatrices producidas por los fraternos colmillos, cubriéndolas con mechones de pelo rojo y áspero, muy semejante en calidad y aspecto a manojos de estopa.

Por lo demás, jamás se separaban, y en verdad casi formaban una sola fuerza. De entre los cuatro hermanos, eran los peor dotados en cuanto a corpulencia y vigor, si bien lo suplían por la dureza de sus nervios; además, eran bastante ágiles. Desgraciadamente, ambos cerebros habíanse repartido también por igual la escasa porción de lucidez que les tocara en suerte: con lo que la indigencia de su entendimiento resultaba tan notoria como deprimente. De todos modos, alguien aseguraba que, en lo profundo, aquellos amarillos y desgalichados gemelos, a despecho de obsequiarse de continuo uno a otro con los vaticinios más sombríos —especialmente relacionados con súbitas y despiadadas muertes—, se amaban con recóndita ternura; y que esta ternura, aunque asfixiada en la mísera apariencia de sus espíritus, era un fuerte lazo de unión y mutua protección: más fuerte que todas sus peleas, insultos, y los agoreros presagios con que abundantemente se rociaban. Y cosa curiosa, con ser los más necios, eran los de lengua más suelta, aunque no constituían con ello una excepción.

Los otros dos hermanos —Dancio y Encio— que siguiéronles en edad, habían muerto. Dancio, a causa de las desgarraduras que causara en sus carnes de infante un enloquecido mastín a quien el pequeñuelo, incautamente, intentara sacar los ojos con un punzón. Y Encio —algo más crecidito que su difunto hermano— pereció miserablemente ahogado en una hedionda charca, por culpa del airado desplante de un raposo —animales que era muy ducho en atraer mediante ingeniosas trampas—, a quien, sin cerciorarse previamente de su conformidad, destinaba idéntica suerte.

En cuanto a Furcio, el menor de los seis —cuatro aún vivientes, dos mal llorados—, durante los amargos días de la joven Reina, acababa de cumplir ocho años. Era Furcio criatura tan desarrollada y apuesta, tan robusta y desprovista de cualquier sospecha de candor, que muy bien pasaría por criatura de mucha más edad. Como dato particular —aparte de ser el único hermoso de los Soeces—, revelóse este niño tan lujurioso como un mono, y a despecho de su tierna edad, tales inclinaciones podían apreciársele sin rebozo alguno y de forma muy evidente. Por estas señas era muy conocido entre las damas que componían la Corte, a quienes avergonzaba y divertía a partes iguales, mientras soportaban en silencio los obscenos gestos que el joven Príncipe, encaramado en las altas ventanas, o entre los pliegues de algún tapiz, solía dedicarles. Y no sólo era conocido —dada la tendencia al compadreo y fullería que arrastraba a todos los hermanos a dependencias de sirvientes y soldados—, sino mal soportado por toda mujer, joven o madura, que en el Castillo morara: desde la matrona ceñuda a la tímida pinche de cocina. Además de estas particularidades, Furcio ostentaba un curioso sentido de contradicción, y lo lanzaba, sin distinción alguna, contra toda criatura que tuviera la oportunidad de tratarle. Así, en circunstancias verdaderamente insólitas por lo severas, surgían de sus labios sarcásticas e inesperadas carcajadas: de suerte que quienes las escucharon —y jamás olvidaron, a buen seguro—, por mucho que se preguntaran el motivo que las provocara, jamás llegaban a descifrarlo. Por contra, hallándose entre la más alegre y placentera concurrencia, el pequeño Furcio contraía su bello rostro en lúgubre expresión, y tan húmeda y agorera mostrábase entonces su mirada, que nadie podía contemplarle sin que se amargara su ánimo. Ni la más tenebrosa profecía hubiera resultado tan estremecedora como el anuncio de inminentes, suntuosas y punitivas tinieblas con que amenazaban sus preciosos ojitos de color turquesa.

Por todas estas cosas, no es difícil comprender que el Rey Volodioso experimentara escaso entusiasmo por conocer y convivir con tales vástagos. Aunque no había decidido aún quién sería su sucesor, dotó a cada uno de ellos con títulos, honor y tierras; siempre, empero, supeditando su disfrute al día de su muerte. Entretanto, y con la intención de observarles de cerca, manteníalos en el Castillo, si bien procuraba enfrentarse a ellos lo menos posible. Y en rigor, con alivio y desánimo a partes equivalentes, desentendíase de sus vidas.

Volodioso poseía una remota y muy imprecisa idea sobre la existencia de Furcio. Ya que por su edad aún no se hallaba en condiciones de presentarse a él —sabidas eran sus estrictas órdenes en este sentido—, los tres hermanos mayores mantenían al menor medio oculto en su guarida, entre perros, apolilladas y hediondas pieles, restos de comida —donde se mezclaban huesos de jabalí y cáscaras de bellota—, cerveza, pan, alguna concubina y las armas. Sus aficiones y forma de vida no desmentían, en modo alguno, su indudable parentesco con el Margrave Sikrosio. Y no sólo esto tenían en común con él.

Volodioso sólo veía muy de tarde en tarde a Ancio, Bancio y Cancio. Y como los tres resultaron apreciables —y Ancio notable— en el arte y manejo de las armas, díjose el Rey, con sana filosofía y melancólica resignación, que, si bien en la paz resultaban harto molestos, para la guerra, por lo menos, servirían. Lo cual bastó para que no los devolviera a su madre o los desterrara. Él mismo, junto al Maestro de Armas, seguía los progresos de sus hijos en tales menesteres. Y si en algún momento rozó su corazón un sentimiento parecido —aun por vago que pareciese— al orgullo paterno, fue aquellas veces en que contemplaba a Ancio lanza en ristre, empapado en sudor y sangre —brotando a través de la piel, o bullente bajo ella—, vencedor frente a otros más experimentados caballeros.

Aunque Ancio prohibía a Furcio asomar su innoble persona por las dependencias altas del Castillo, escasa obediencia y mucha mofa hacía el niño de tales advertencias o amenazas. A menudo escapaba de la Torre, y es posible que muy pocos conocieran el destartalado Castillo olarense como el pequeño y empedernido Furcio. Pero bien cuidaba de sustraerse a la vista de su padre, pues no ignoraba que si tal cosa ocurría, muy amenazados se verían todos los Soeces: bien de ser devueltos al sureño patrimonio de su madre y Caralinda, o de desaparecer de Olar —o aun, quién sabe, de este mundo— de forma tan expeditiva como discreta. Así, y por razones distintas a sus hermanos —aunque no por diferencia de gustos—, solía pasear su bella personita por las más bajas dependencias, a lo largo de pasillos donde jamás entró la luz del día. No era raro tropezar, en tan oscuros como subterráneos lugares, con el Príncipe de los ojos turquesa, y escuchar, ora sus paralizantes carcajadas, ora sus profundos silencios que, igualmente audibles, parecían estremecer los roqueños cimientos. Era costumbre esparcir por los suelos de aquellos corredores puñados de paja, para que resultase más cómodo transitar entre los orines de animales y hombres, y facilitar los someros barridos que de tarde en tarde empujaban hacia otros aún más míseros lugares tales miserias. No obstante, allí solía amanecer más de una vez el niño de los cabellos de fuego y los preciosos ojos: y tan a gusto y encantado despertaba como la más remilgada Princesa entre ricas cobijas. Mucha y muy auténtica debía de ser su belleza, para lucir entre la mugre que tan fielmente le acompañaba —y gustar de ella.

Lo cierto es que, hasta en sus más lujosos departamentos, el Castillo de Olar no era lugar confortable ni aseado, ni siquiera hermoso. Excepto las cámaras reales o de los altos dignatarios que allí moraban, casi ninguna de sus habitaciones disponía de tapices o cortinas. A causa de la carencia de abrigo, unida a los larguísimos y fríos inviernos y a la proximidad del Lago de las Desapariciones, la insalubridad de aquellos recintos era muy elevada. Las ventanas, como correspondía a tales latitudes, eran de muy escaso vuelo, y raramente el sol se filtraba por ellas. De continuo, un agua lenta y verdinegra resbalaba, como sudor o lágrimas, a lo largo de los muros. Y crecía el musgo y todo oscuro y diminuto ser, más o menos viviente, en sus rincones. Más de una maligna calentura se llevó al otro mundo a servidores y aun a cortesanos. Y ni que decir tiene que toda criatura de escasa o ninguna alcurnia que allí sobrevivía, veíase de continuo sacudida por toses pertinaces y sospechosas palideces.

Pese a todo, la furia de supervivencia que alimentaba a los vástagos de la raza Soez —y quede claro que los muertos Dancio y Encio sucumbieron por causas ajenas a cualquier dolencia interna— manteníalos en tan vivaz como roqueña salud, que más de un amarillento cortesano hubo de maldecirles y envidiarles. Contra toda amenaza, los Soeces amanecían, día tras día, en la más opulenta lozanía y buena forma, sobreponiéndose a toda insalubridad. Pese a que para nadie eran un secreto las indigentes condiciones de sus departamentos —un verdadero nido de suciedad, inclemencia y abandono—, lo cierto es que el Conde Tuso, encargado de su alojamiento y educación —por llamar a esto último de algún modo—, no proveía como era debido las necesidades de los príncipes, en verdad postergados. Cualquier soldado distinguido en sus campañas merecía más atenciones por parte del Rey que aquellos desdichados pelirrojos. Y el precavido Consejero consideraba más oportuno proveerse a sí mismo de las comodidades que, lícitamente, hubieran debido tener primacía por parte de los que eran, al fin y al cabo, los hijos del Rey. Mucho contribuía a esta poca equitativa repartición de comodidades, el convencimiento que albergaba Tuso de que los cuatro hermanos no hubieran apreciado muestra alguna de lujo o refinamiento en sus dependencias. Sospechaba —y tal vez no se equivocaba— que jamás habrían distinguido con exactitud la más lujosa cámara principesca de una pocilga. Con lo que atinó a decirse que más provecho sacaría él de tales cosas que semejantes zoquetes.

Ancio y Furcio habían crecido, pese a todo, tan robustos, que nadie podía dudar de su consanguinidad con la rama de los Olar. Volodioso —como su padre, y posiblemente sus abuelos— jamás estuvo enfermo por causas propias o internas. Y como él, Anclo y Furcio eran altos y duros a los golpes y al frío, insensibles al calor o al viento, irrespetuosos con las tempestades y prevaricadores con los rayos. Ni que decir tiene que temían menos una lanza certera que un pensamiento velado. Y velados, para los cuatro hermanos —en esto eran todos iguales—, resultaban todos aquellos pensamientos que se apartaban un ápice de cualquier ocurrencia destinada a su lucro o placer individual. A pesar de reunir un haz de cualidades más bien negativas, algo había en ambos que a la larga o a la corta inspiraba un fugaz sentimiento de complacencia: su exultante amor a la vida, que, en ocasiones, les confería una especie de iluminada grandeza: en Anclo, tras el combate, en Furcio —menos esplendorosamente, es cierto—, tras el hurto o el engaño. Algo era, después de todo.

Bancio y Cancio, aun resistiendo heroicamente, como baqueteados cueros, a tirones, cortes, humedades, sequías, latigazos y tensiones, nacieron escuálidos; y su piel amarilla, cubierta de pecas, en nada recordaba la lozanía de las manzanas. No obstante —unos hablaban de su mutuo y extraño afecto, otros de una misma sustancia venenosa—, lo cierto era que resistían, con nervio indomable, con huesos más duros que lanzas, todo rigor, inclemencia, despego y crueldad circundante. No eran amados, y lo sabían. Así, entre insulto e insulto, de amenaza a amenaza, de golpe a golpe, enviábanse quizá briznas de un tímido —tanto que ni sabía nacer— y fraternal amor. Pero estas cosas, ¿quién podía asegurarlas? Nadie. Y menos que ninguno, ellos.

En suma, nada extrañará que los hermanos, uno a uno, y sin distinción de caracteres o apariencia, se alegraran con la desgracia de la Reina Ardid. Y Ancio en especial, pues sobre todas las cosas celebraba que el temido hijo legítimo naciera en cautiverio. No faltaría una mano piadosa —si preciso fuera— que le ahorrara de una vez por todas los sinsabores de este mundo.

Con tal idea entre las cejas, una vez refrescada su mente de los vapores nocturnos, fue en busca de su mentor y maestro, el Conde Tuso. No en vano había notado que en los últimos tiempos, éste se había mostrado un tanto desviado —al menos aparentemente— hacia la Reina, y su olfato zorruno le avisaba de que, si en verdad la mente de Tuso tenía algún parecido con la suya, algo andaba torcido entre los dos. Por tanto, una vez reunidos ambos, y a solas, dijo, con lo que consideraba tacto y discreción:

—Si os parece, suprimo al hijo de la Reina apenas nazca.

El Conde Tuso observó a Ancio con atención reflexiva. Consideró calmosamente la astucia zorruna de sus ojos, y hallóla empobrecida por considerables masas de ignorancia y brutalidad. No obstante, la más retorcida iniquidad se arropaba amorosamente en aquel ser: y así, vagando en su escrutinio de una a otra zona de las que componían tal figura, vino a detenerse su mirada en la contemplación de las manos largas de Ancio: largas, pecosas, provistas de dedos como patas y uñas escrupulosamente bordeadas en negro. Eran unas indudables manos de ladrón: manos de muerte por la espalda, de vertedor de veneno. Eran —según su larga experiencia le mostraba— las inconfundibles manos que se agitan gozosamente a la sombra de otros más poderosos, más arriesgados, o más locos de vanidad y gloria. Porque no había ambiciones semejantes en los ojos de Ancio: sólo bajo las órdenes de un Amo, se abría paso el más diestro ejecutor de humanas supresiones y torturas.

En aquel momento, una oscura decisión cuajó en el Consejero —que aun sabiéndose nacido para Amo de perros semejantes, se estremecía a la sola vista de la sangre—. Además de las secretas razones que le empujaban a proteger —a su modo, se entiende— a los Soeces, sabía bien que tan sólo del más primario, limitado y estrictamente personal placer cabía llenar las manos y los deseos de Ancio. Sólo calmando con piltrafas del peor y más ruin egoísmo, se atendía a todas sus aspiraciones. «Buen Rey, bajo su custodia y con tales apetitos, sería Ancio». Abandonó al fin sus indecisiones y titubeos sobre la actitud que debía tomar frente a la Reina Ardid —que, aunque dulce y amable en apariencia, adivinaba firme y afilada como bien templada espada—, y considerando que aún no había nacido el presunto heredero —dicho sea de paso, podía resultar niña—, pasó el brazo por los hombros del Soez, y dijo:

—No eres sutil, Ancio, pero tienes otras cualidades. Por tanto, ven a mi cámara esta noche, y hablaremos despacio.

Ancio mostró generosamente la parte de sus dientes que aún mantenía oculta bajo los labios, y se fue, convencido de haber dispensado su más encantadora sonrisa a tan buen mentor como sospechoso cómplice. Pues tal vez el Conde Tuso menospreciaba un tanto las recónditas virtudes de aquel a quien —no en balde— bautizó la Corte con el sobrenombre de El Zorro.

Y cuando aquella noche acudió el primogénito del Rey a la cámara del Real Consejero, se sentó a sus pies con humildad de niño y veneración de discípulo.

—No olvides, Ancio —dijo Tuso—, que la prudencia es buena consejera.

Y de esta forma, disuadió a El Zorro de sus impulsos infanticidas. Opinó que, por el momento, bastaba mantener a la Reina en una estrecha vigilancia, cosa de la que él mismo se preocuparía.

—Y llegado el día pertinente —terminó— has de entender bien una cosa y grabarla en tu mollera: todo aquello que yo te ordene, debes cumplirlo sin dilación ni titubeos. Si así me lo prometes, yo te prometo a mi vez que serás el Rey de Olar.

—Así lo haré, tenedlo por seguro —se avino respetuosamente Ancio el Zorro.

Sólo entonces, extrajo el Consejero de una pequeña arqueta dos copas finamente cinceladas —vestigios de un remoto esplendor que, súbitamente, poblaron de nubes su ojo azul y su ojo amarillo—. Escanció en ellas el preciado mosto, que, un poquito por aquí, un poquito por allá, escamoteaba a las bodegas semisagradas de Volodioso, y brindó con su protegido, en la espera de muy lucrativos días.

Absorto en la íntima melancolía de su vino y de su copa, el Consejero se concentró brevemente —como ocurría a veces, en la soledad de su alcoba— en su recóndito sentir; en recordar, o tal vez lamentar, otros tiempos, otras tierras, otras gentes. Mientras tanto, Ancio daba sorbitos a aquel líquido que ni remotamente le placía tanto como la cerveza, mientras en su sesera larvaba y maduraba la forma en que, una vez encajada la corona en su roja pelambre, deshacerse de aquella concomitancia, de aquella despótica tutela que, desde lo más hondo de su corazón, aborrecía.

2

Las dos doncellas que acompañaron a la Reina Ardid en su encierro —y que, sin culpa alguna, debían padecer idéntico cautiverio— no fueron, en esta ocasión, sus acostumbradas camareras, pertenecientes a la nobleza. Para tan triste cometido, eligieron dos infelices a las que, hasta el momento, sólo les habían sido encomendadas funciones de ayudanta de peinadora y vestidora de las damas menos relevantes.

Apenas se halló a solas con las dos muchachas —que lloraban sin rebozo—, la Reina les dijo:

—No desesperéis, muchachitas. Os prometo salir de aquí muy bien libradas, pues lo cierto es que, una vez haya nacido mi hijo, no precisaré de vuestros cuidados. Sólo os pido paciencia hasta ese momento que, además, siento muy próximo. Por tanto, en breve os veréis nuevamente libres.

Las muchachas, llamadas Dolinda y Artisia, la miraron asombradas. Jamás, hasta el presente, dama ni caballero alguno habíase dirigido a ellas de forma que las distinguiera de un perro —y no de los más cuidados—. Secaron sus ojos con el borde del delantal, y la que parecía más espabilada, la llamada Dolinda, dijo:

—¿Y cómo será posible eso, Majestad?

—Dejadme hacer, y no preguntéis más —dijo la Reina. Y contempló, enternecida, sus rostros casi infantiles—. Habéis de saber que no es por causa de este cautiverio (del que, como más tarde os mostraré, muy bien podría evadirme), sino por el deseo de que mi hijo nazca en este Castillo, que acepto vivir el tiempo que sea menester entre las sucias paredes de este Torreón.

Tal seguridad había en su voz, y con tanta autoridad y afecto les habló, que las dos pobres criaturas —de once y doce años de edad— sintieron renacer su esperanza. Sobrecogidas por aquel tono y por aquella —en verdad muy señorial— forma de afrontar y sonreír a su negro destino, Dolinda y Artisia quedáronse con la boca abierta, sin atinar a decir cosa alguna.

Pasaron así muchos días. Poco a poco, las maneras y las palabras de Ardid fueron ahuyentando la tosquedad y timidez de ambas doncellas. Y como jamás vieron ni oyeron a ser alguno que se pareciera a aquella Reina —hasta entonces, sólo la habían atisbado de lejos, transidas de temor y admiración—, las dos niñas conocieron, aun por tan triste rendija, un primer resplandor de humanidad y aun de dulzura, tan ausentes ambas de su corta vida.

Eran lindas y graciosas —esto fue lo que les hizo engrosar la servidumbre del Castillo— y, al mismo tiempo, muy hábiles en la costura y en todo tipo de trabajos caseros. Entre charlas y enseñanzas, Ardid fue puliendo sus maneras y su lenguaje. Y quedó muy complacida al ver qué ardor ponían ambas criaturas, no sólo en escuchar y atender sus enseñanzas, sino en servirla con el mayor esmero de que eran capaces. Diose cuenta de que —en especial Dolinda— eran criaturas de viva y despierta inteligencia; y como esta cualidad animaba al instante el interés de Ardid, sintió, al tratarlas en su forzada intimidad, la punzada de una vaga indignación —aunque no sabía decirse contra quién: si contra el mundo, contra Olar, o contra sí misma—, pues atinó a decirse que, de haber nacido en otra cuna, muy buen provecho —habríase extraído de las doncellitas. Comparábalas a algunas jóvenes damas de la Corte, estúpidas y emperifolladas; y aun con su humilde ropa y sus sencillas trenzas, la pequeña Dolinda salía de tal comparación mucho mejor parada. Pero Ardid no era mujer que entretuviese demasiado su pensamiento en estas cosas, pues, aun conociendo o intuyendo su importancia, otras ideas más personales y ambiciosas se anteponían a tales consideraciones, y aun sentimientos.

No obstante, día a día fue estrechándose la intimidad entre Reina y doncellas —la situación se prestaba a ello—, y mucho aprendieron en tan largas horas las unas de las otras. Y si las dos niñas sacaron provecho de tales experiencias, mucho más extrajo de las suyas la propia Reina: aspectos de la vida corriente de las gentes corrientes que, por una u otra razón, desconocía, le iban siendo revelados.

Al fin, cierta madrugada, anuncióse con gran evidencia la llegada al mundo de aquel que, entre las tres, llamaban ya el Príncipe Heredero. Y como la joven Reina fue instruida sin remilgos en las causas y orígenes de la vida humana por su Maestro, conocía mejor que partera alguna todo lo referente a tales cuestiones. De manera que ella misma dio instrucciones muy precisas a las dos doncellas; y sin alharacas ni gemidos al uso, la Reina dio a luz, sin complicaciones de ninguna clase, a una criatura robusta y de abundante pelambre negra —que, al decir de las muchachas, no era corriente lucir en recién nacidos—. Más motivo de admiración dio a las tres comprobar que la mirada azulnegra del niño —si bien turbado por la expresión de los que, a buen seguro, quedan estupefactos en su primera ojeada al mundo donde les tocó nacer— no tardó en significarse con brillo singular; e hizo por primera vez, tras su cautividad, sonreír a la Reina Ardid.

—¡Ah! —exclamó—, esos ojos no desdecirán de mi casta. Ahora, queridas niñas, dormid, que bien ganado tenéis el reposo. Habían confeccionado entre las tres unos sencillos pañales, y con ellos, como si de un campesino se tratase, vistieron pobremente al que, sin saberlo ellas, sería, con el tiempo, el más grande Rey de Olar.

Cuando las muchachas estuvieron profundamente dormidas, la Reina llamó al Trasgo. Desde su cautiverio sólo le había visto dos veces, y en ambas ocasiones ella se negó a abandonar la prisión a través de los subterráneos, como él pretendía. Aparte de que su estatura se lo impedía, le razonó de esta forma:

—¿Por qué he de huir, mi buen amigo? ¿Dónde voy a ocultarme? Me perseguirán como una alimaña: y al fin y al cabo, aquí nada nos faltará a mí y a mi hijo. Por el contrario, prefiero pasar mis días relegada, hasta el momento en que mi hijo pueda reclamar sus derechos. Entonces se cumplirá mi vieja venganza, tan estúpidamente olvidada, y cuya desatención me ha traído tanto mal. Así, querido Trasgo, aguarda con paciencia, como yo, a que llegue ese día. Y avisa de todo a mi buen Maestro, pues, sumido en sus estudios y averiguaciones, no creo que esté muy enterado del curso de los acontecimientos. Y de ello me alegro, pues su humilde y sustanciosa vida fue olvidada por el Rey y de este modo se ha salvado de un castigo semejante al mío.

—Así lo haré —dijo el Trasgo—, pero no creo que mis subterráneos sean un camino de fácil acceso para él…

—Pedidle un esfuerzo —dijo Ardid—, ya que le necesito de veras.

El Trasgo volvió a poco con la noticia de que el anciano, si bien derramando abundantes lágrimas, no había sido capaz de atravesar los laberintos llevados a cabo por él.

—Es muy viejo, en verdad —dijo el Trasgo chascando la lengua. Y olvidando que le sobrepasaba cuantiosamente en lustros, añadió—: Temo que por mucho cariño que os tenga, no le sea posible llegar hasta aquí.

—Entonces —dijo Ardid—, decidle que esta noche dejaré abierta mi ventana: de suerte que, si forma la nubecilla voladora (aunque sé que esto no es de su agrado, pues aparte de que se marea mucho, lo considera cosa poco seria), podrá entrar aquí. Es la única forma de encontrarnos que se me ocurre, y así podamos celebrar asamblea íntima y urdir diferentes y variados proyectos.

Así lo hizo el Trasgo. Y a la noche, cuando dormían las doncellas, el Hechicero voló, entró y cayó cuan largo era sobre las pieles con que el Rey permitió cubrir el suelo de la estancia, y entre las que figuraba una, precisamente perteneciente al infortunado Hukjo: aquella que cubría las rodillas de Volodioso el día en que halló a Ardid en su jardín. El Trasgo le reanimó hábilmente, dándole a beber de un frasquito azul que él mismo le había enseñado a llenar con un preparado de hierbas saludables. Pasada su pequeña agonía, el Hechicero abrazó a Ardid y juntos lloraron su desdicha, ante la mirada amorosa y entristecida del Trasgo, cuya contaminación aún no le permitía llorar, aunque sí abonar de una pena cada día más peligrosa su naciente raíz.

—¡Ay, niña mía! —dijo al fin el viejo, secándose las lágrimas con el borde de la túnica—. ¿Qué te ha trastornado de tal guisa? ¿Cómo no cumpliste estrictamente un plan tan bien trazado, y dejaste vivir y colear a tu verdugo? ¿Qué es lo que falló?

—Dejemos eso —dijo Ardid, con evidente desazón—. ¡Ya pasó el maleficio!

—¿Maleficio? —se asombró el viejo—. No sabía que en este Castillo alguien poseyera (descontados el Trasgo y yo) tales conocimientos.

—No se trata de un maleficio a vuestro uso —dijo Ardid—, sino un maleficio que suele atacar a infinidad de seres humanos. Pero, dejemos eso, os lo ruego: ya pasó. Por contra, la maligna raíz de ese mal se ha convertido en poderosa rama, de muy distinta y más eficaz especie: el odio.

—Entiendo, entiendo —dijo entonces el anciano—. Le amasteis.

—Bien, si así lo entendéis —dijo ella, con voz trémula; pero este temblor fue el último jirón de un amor ya totalmente aventado. Un amor que huyó, cual ráfaga de viento, por la abierta ventana.

Y al pasar junto a la espesa cortina, ésta se agitó: y un pájaro azul que había tejido en ella palideció como si el sol le hubiera dado muy de frente, y mucho tiempo.

—Al fin y al cabo —dijo Ardid, totalmente serenada, y recuperando la firmeza y juicio que siempre la distinguiera—, si se considera fríamente la situación, la cosa no es demasiado rara: torpes fuimos los tres por no atinar en ello, y no urdir algún remedio contra tal posibilidad. Pues si entre hombres maduros me crié, natural era que amara a un hombre maduro, y no a un jovenzuelo. Siempre consideré que sólo los hombres de edad eran dignos oponentes de mi conversación y mi amistad. Tanto más, si el amor había de llegar a mí. Torpemente, pues, no dimos en pensar que la edad y el porte de Volodioso eran las justas para despertar en mí semejante sentimiento. Pero, puesto que ya todo pasó, y en el presente tan sólo un odio lento y reposado crece en mi pecho, paciencia tengo para aguardar el momento en que broten sus ramas y pueda regar sus flores; y así, deleitarme con su perfume.

—¡Así me gusta oír a mi pequeña Reina! —dijo el anciano—. ¡Ésta es mi Ardid!

—En efecto, ésta es mi Ardid —se regocijó el Trasgo. Y para celebrarlo se echó al gaznate unos tragos suplementarios que, en puridad, le correspondían.

La noche en que el pequeño Príncipe nació, la Reina llamó al Trasgo por tercera vez. Y éste se enterneció mucho en la contemplación del niño: le tocó los ojos y la cara con sus dedos ingrávidos —para los humanos no iniciados—, y dijo:

—Es muy parecido a su padre, querida niña.

—¡No digas eso en mi presencia! —silabeó Ardid, súbitamente enfurecida—. Sus ojos son mis ojos.

—No sé —titubeó el Trasgo—, te digo (y es verdad, pues veo la configuración de su futuro cerebro y esqueleto) que se parece a su padre: como él, será fuerte, sensual y valiente. Pero aguarda: atisbo en el nacimiento de su mirada algo no habitual… ¿Será, acaso, capaz de verme, igual que tú me viste, aquella mañana, en los sarmientos? No sé, querida niña: acaso también se parece a ti…

Pero Ardid no se apercibió —o no quiso apercibirse— de que en aquellas últimas apreciaciones había, por parte del Trasgo, más deseo y esperanza que riguroso análisis. Y tampoco vio —pues ni ella ni el mismo Trasgo estaban en condiciones de prestar atención a tales cosas— la maligna lozanía que, a impulsos de tal aseveración, vivificó la peligrosa raíz que crecía en el pecho del Trasgo del Sur.

—En tal caso —dijo—, no tengo nada que objetar. Si en lo bueno es como su padre, y al mismo tiempo lleva lo mejor de mí, contenta puedo estar: será un gran Rey.

—¿Es tan importante ser un gran Rey? —preguntó el Trasgo, lleno de curiosidad—. Niña mía, se me antoja difícil entender a los humanos.

La Reina quedó pensativa. Pero, al fin, espantó de su mente un enjambre de vagas dudas, y aseveró:

—Lo es, y aunque sé cuánto trastorna este viaje a mi querido Maestro, anda y dile que venga a conocer a nuestro Príncipe. Así lo hizo el Trasgo, y algo más tarde entró como una tromba por la abierta ventana el Hechicero. Y tal era la impaciencia de su corazón por ver al niño, que acaso olvidó marearse. Sentados junto a la cuna, permanecieron los tres en tiernas pláticas, hasta rayar el alba. Entonces, cada uno regresó a su lugar: el Trasgo al subterráneo, el Hechicero a su laboratorio y la Reina a su lecho. Pero una esperanza, aún tenue como la luz de una luciérnaga, pareció iluminar a los tres amigos.

Apenas despertaron, la Reina dijo a sus doncellas:

—Muchachas, vuestra huida está dispuesta: ya que el Príncipe ha nacido, no os necesito, pues en verdad sé arreglármelas muy bien sola. Por tanto, os revelaré un pasadizo secreto por el que podréis escapar; y os daré uno de mis pendientes, única joya que aquí poseo, a cada una, para que no os vayáis con las manos vacías, pues bien sé que el oro, o cosa que lo valga, mucho ayuda a solucionar todas las cosas de este mundo.

Las muchachas se miraron y quedaron un rato indecisas. Al fin, cuchichearon, y entonces Dolinda, que era la mejor conversadora, manifestó:

—Majestad, lo hemos meditado mucho, y hemos dado en pensar que al fin y al cabo aquí estamos bien guarecidas y alimentadas. No olvidéis que hemos salido del bajo pueblo, y que no es una suerte bendita volver a él. Por otra parte, creed que os hemos tomado gran cariño, pues siendo gran Reina, y gran Señora sobre todas, no sois caprichosa ni malvada como otras damas a quienes nos tocó servir: que nos clavaban agujas y nos arañaban la cara si no las peinábamos a su gusto. Aparte de estas cosas, y una vez ha nacido y hemos conocido al joven Príncipe, hemos de confesaros que él se ha adueñado de nuestro corazón: y mucho nos afligiría abandonaros a vos y a él. Así que, si nos lo permitís, permaneceremos con vos, en tanto no os enoje nuestra presencia.

La Reina las abrazó, complacida. Y así, tuvo dos muchachas con quienes compartir los tristes días de su encierro: pues la compañía del Trasgo y el anciano Hechicero, si bien la confortaba como ninguna otra cosa en el mundo, no llenaba ciertos escondrijos de su corazón que comenzó a atisbar; y por esto, ellos ya no lo eran todo en su vida, como en otros tiempos en que, descalza, recorría campos y viñedos, y miraba al mar a través de una piedra horadada. En la Corte y en el amor que brevemente conoció, había descubierto otros aspectos de la vida que, en verdad, dos ancianos tan alejados del humano ajetreo como eran el Trasgo y el Hechicero, mal podían comprender. La Reina, que ahora por vez primera deseaba conservarse bonita y joven, podía conversar de aquellas cosas con las dos muchachas: ya que ellas, por haber peinado, vestido y maquillado a muchas damas, conocían infinidad de recursos y martingalas sobre afeites, secretos de belleza y de juventud, que Ardid, con toda su gran sabiduría, no había llegado a sospechar. Por otra parte, también conocían aquellas muchachas la veleidad y las debilidades de los hombres, tanto nobles como plebeyos. Y de esto tampoco había aprendido lo suficiente la niña, que creía saberlo todo.

Al fin comprendía Ardid que ignoraba si no el más importante sí un muy provechoso aspecto de la vida entre sus semejantes. Por tanto, no sólo aprendió de ellas estas cosas, sino que mucho les oyó de intrigas y zancadillas, de odios y rencores disimulados bajo el colorete; mucho escuchó de amores apretados bajo la —por ella aún desconocida— tortura de una prenda íntima, que, a decir de las muchachas, oprimía de tal forma las carnes que a una mujer robusta la tornaba en talle de lirio —si bien no podía prolongarse por muchas horas, so peligro de asfixia y amoratamiento progresivo—. En fin, que con estas charlas, Ardid se divertía mucho, y aprendía aún más.

El Príncipe, si bien lloraba con ensordecedora potencia, que denotaba la robustez de sus pulmones, crecía hermoso y gordito. Miraba vivamente interesado las cortinas con pájaros azules, la piel esteparia, o el fuego que ardía en la gran chimenea de piedra. Y cuando llegó la primavera y el frío se alejó hacia otras regiones, y el sol entró por las estrechas ventanas de la Torre Este, sonrió por vez primera a un grupo de pájaros que, sin nadie notarlo, habíanle reconocido como hijo de un hombre a quien amaron mucho.

3

Almíbar, el medio-hermano de Volodioso, era por naturaleza enemigo de la guerra y la violencia. En su primera juventud sufrió muchas afrentas por parte de los hijos del Margrave Sikrosio, excepto de Volodioso. Era casi un niño cuando éste se proclamó Rey; y habiendo dado muerte más o menos directamente a sus otros dos hermanos, reflexionó sobre el destino que debía deparar a aquel niño, apenas llegado a la pubertad. Recordaba con agrado el tiempo en que Almíbar tenía apenas siete años —y quince él—, cuando de paje lo llevaba, portando carcaj, flechas o jabalina. Y el día en que, interpretando el lenguaje de los pájaros, profetizó su reinado.

Así pues, siendo ya Rey, contempló a aquel adolescente cuyos rasgos se le parecían, pero tan suavizados y embellecidos, que sólo tras una intensa y sagaz mirada podía adivinarse que eran hijos de un mismo padre. Pensó Volodioso que Almíbar era manso de carácter, le había secundado en todo, que le amaba y que, si bien no resultaba claro a su entender, la verdad es que sentía hacia el medio-hermano un tibio afecto, como jamás le inspiraron Sirko el taciturno, ni Roedisio el imbécil. Por tanto, lo retuvo a su lado; y a poco comprobó que era tímido y dulce como una muchacha, y que seguía tan aficionado a las letras y a las artes como en tiempos del libro bajo la cornamusa. Aunque era fuerte, hábil y capaz de manejar la espada, si a ello se veía obligado, tal cosa le repugnaba profundamente. Lo llevó consigo durante un tiempo, y tuvo la evidencia de su fidelidad en circunstancia muy significativa para él.

Eran los días de sus campañas del Sur, cuando adicionó a su Reino las regiones de clima suave y codiciados viñedos. En medio de una batalla, una flecha vino a herirle en el hombro: el dolor experimentado le hizo perder su montura, y en el suelo e indefenso, vio un iracundo adversario que se prestaba a partirle el cráneo con su hacha. Fue entonces cuando, inesperadamente, un cuerpo esbelto —e insospechadamente provisto de fuerza y agilidad— se interpuso entre él y su agresor. Era Almíbar, que solía avanzar a su lado, a guisa de escudero. La pequeña daga que, más como adorno que como arma, llevaba al cinto se hundió en el corazón del adversario. Y si bien el hacha de éste desvióse así de la cabeza del Rey, vino, en cambio, a cercenar la delicada muñeca de quien tan valerosa como humildemente le salvó la vida.

Entre las escasas virtudes —aparte sus dotes guerreras y de mando— que adornaban el carácter de Volodioso, contábase, no obstante, su feliz memoria para quien le hizo un favor. Y así como jamás olvidó una afrenta, tampoco se desmemoriaba en esta clase de lances. Desde aquel día, pues, el fraterno sentimiento del Rey se volvió —en cuanto era posible— hacia el medio-hermano. Juró protegerle mientras viviera, y darle cuanto él apeteciera y en su ánimo estuviese.

Terminadas las campañas del Sur, mandó fabricar una mano de marfil, sujetarla hábilmente al muñón del desgraciado y fiel Almíbar, y cubrirla con un guante de rico terciopelo carmesí. Además, le regaló una daga de oro puro con puño de rubíes; y en su hoja leíase este emblema: «Un corazón fiel es digno de vivir». Con lo cual vino a demostrar a todo el mundo que las dudas abrigadas hasta el momento sobre la conveniencia de enviarlo junto a sus otros hermanos, quedaban zanjadas para siempre.

No contento con ello y arrastrado por la euforia de sus crecientes victorias y su engrandecimiento —era el tiempo joven: el hermoso tiempo en que el Reino se enriquecía y ensanchaba aún a costa de las guerras, en vez de desangrarse en ellas; el tiempo en que un Rey nacía y crecía, más aún dentro de su corazón que en parte alguna; un tiempo en que los pájaros, sus amigos, venían a recibirle los primeros a la Puerta Volinka (veíalos llegar a él en bandadas de plata, sobre las murallas de la cada día más rica y poderosa Olar), antes que las campanas del triunfo que volteaban en las torres resonaran en sus oídos—, embargado, en aquellos días, de gloria y de poder, ofreció dar a Almíbar lo que más deseara. El muchacho reflexionó y al fin dijo, ruborizándose, que, puesto que más que otra cosa en el mundo amaba el estudio, para cumplir tales deseos no veía otro lugar más adecuado que ingresar en el Monasterio de los Abundios. Volodioso disimuló su extrañeza, pero al fin concedió a su medio-hermano tan peregrino deseo.

Partió Almíbar con el corazón arrebatado de ilusión, hacia lo que consideraba su más preciado sueño. Pero no llevaba en el Monasterio mucho tiempo, cuando fue devuelto al Rey, con el siguiente aviso del Abad: «Mucho lamentamos devolveros a nuestro dulce y sensible hermano Almíbar, de quien, en verdad, nos duele desprendernos. Pero sabed que si bien parece dotado de buena inteligencia, no parece en cambio provisto, como aquí conviene, de perseverancia y auténtica vocación en cosa alguna. Es lo que podríamos llamar espíritu de mariposa; que no se detiene mucho tiempo en una sola flor. Por otra parte, el joven Almíbar, acostumbrado a vuestra generosa protección, no se adapta a la austeridad de esta Orden: detesta las gachas y la dureza del lecho, lleva bajo el hábito impropios collares e incluso jubón de terciopelo, con la excusa de ser éste un preciado regalo vuestro. Dadas éstas y otras circunstancias, juzgamos que mejor prosperará en la Corte, para entretener a las nobles damas con su aguda y gentil forma de ser y conversar, su buena disposición para la música y el canto, y, en fin, todas esas cosas que a todas luces le hacen más feliz que esta muy severa vida monacal». El Rey quedó perplejo, y ya estaba dispuesto a arrasar el Convento con sus monjes dentro, cuando sospechó que antes debía preguntar su parecer al propio Almíbar. Éste se ruborizó de nuevo, suspiró, y bajando la cabeza, admitió que en verdad la vida en el Monasterio no era ni mucho menos como la había imaginado, y que estaba tan deseoso de abandonarlo como los monjes de perderlo de vista.

—Pues bien —dijo el Rey—, permanece en la Corte. Te nombraré Príncipe y te cederé el viejo Castillo y las tierras que fueron de nuestro padre. Tú sabrás engalanarlo con el buen gusto que demuestras. Te daré también una pequeña tropa que tú vestirás y mantendrás. Pero has de saber que tanto tú como tus hombres estaréis dispuestos en todo momento, si yo lo precisara, a acudir en mi ayuda; puesto que en ti confío como en ningún otro. Los adiestrarás (que de ello sabes, aunque no te guste) y los mantendrás en buena forma, para cualquier imprevisto que se presentara. Y aunque no posees dote alguna, puedes disfrutar de por vida el dominio y vasallaje de todas las aldeas comprendidas en ese territorio. Pero una cosa te advierto: tanto tú, como tus tierras, como tus soldados son, en puridad, míos. Y tal como te los doy, te los quitaré, si no respondes a mi confianza con tu lealtad.

Con lágrimas en los ojos, Almíbar besó la mano del Rey. Y ya Príncipe, fue elemento indispensable en toda reunión cortesana; de suerte que fue nombrado jefe de Ceremonias y, al mismo tiempo, era él quien dirigía las expediciones a la Isla de Leonia, en el Sur, donde se llevaban a efecto compras y toda clase de intercambio de mercancías. Vistió con gran generosidad a sus soldados, y si bien éstos permanecían hasta el momento al margen de las batallas llevadas a cabo por Volodioso, el Rey sabía que siempre contaba con un bien alimentado y pertrechado refuerzo para casos de emergencia. El carácter de Almíbar era excelente y su fidelidad hasta tal punto inquebrantable, que no tuvo pocas ocasiones de demostrarla al Rey. Y éste se hallaba muy complacido.

Pero comprobando, por algunas murmuraciones, que al joven Príncipe Almíbar, si bien encantaba a las damas con la inspirada música de su laúd y sus canciones, con sus poesías y otras zarandajas por el estilo —causando la profunda envidia de Caralinda—, no se le conocía, en cambio, ningún amorío, aunque más de un corazón latía por sus oscuros rizos y sus azules ojos, sospechó Volodioso que las aficiones de su hermano se encaminaban por otros derroteros. Y llamándole confidencialmente, le planteó directamente la cuestión, pues, según pensó, si así eran las cosas, debían aceptarse como tal, y no veía inconveniente alguno en que, aunque observando gran discreción, hermano tan noble y fiel tuviera sus lícitos esparcimientos carnales. Pero el joven, asombrado, dijo:

—¡Oh no, Señor! No es eso. Realmente he formado en mi interior una imagen tan ideal de la criatura amada, que no puedo mirar con ojos amorosos a nadie, pues a nadie parecido he hallado todavía.

Volodioso recordó entonces que la madre de Almíbar fue un hada, de manera que, después de todo, no tenía nada de raro lo que oía.

—Pero bueno —dijo el Rey—, descríbela, y la buscaremos.

—Es indescriptible —contestó el joven.

—Bien, dime, al menos, si se trata de hombre, mujer o de qué otra especie.

—En verdad, no estoy seguro —dijo el muchacho—. No estoy seguro de ese pequeño detalle. Os prometo que, llegado el caso de hallarla, os avisaré.

Pero, llegado el caso, no le avisó. Y no le avisó por justificadísima prudencia, ya que la criatura ideal y soñada por él durante largos años fue inmediata y dolorosamente identificada en la figura de la pequeña Ardid, de siete años de edad, el día en que ésta, tras curioso matrimonio, alzó su velo ante la maravillada Corte.

Desde ese momento, el joven Almíbar luchaba como un poseso entre su fidelidad y el amor creciente por aquella insólita criatura, a decir verdad, de todo punto indescriptible. Y así, guardó este secreto en su corazón, y aunque la Reina creció, y al fin cayó en desgracia, este amor no había sufrido merma alguna. Porque, así como algunos seres humanos experimentaban tales sensaciones ora a partir del corazón, ora a partir del vientre, Almíbar era de los que anidaban tan peregrino sentimiento en el reducto más espeso e intrincado de su imaginación. Lo cual, ni que decir tiene, acarrea sinsabores mucho más graves que al resto de los humanos afectados del mismo mal, pero radicado en lugar más pertinente.

Estando así las cosas, fue enorme la consternación del Príncipe Almíbar cuando, de regreso de cacería con el Rey, recibió las nuevas de la desgracia de Ardid, al tiempo que la delicada misión que se le encomendaba: ser su Guardián.

No obstante, cumplió las órdenes de su hermano: envió la nutrida y brillante Guardia de su pequeño ejército a custodiar las habitaciones de la Reina, con la minuciosidad y exactitud que ponía en todas sus obligaciones. Pero su corazón latía con desenfreno, y aquella misma noche tuvo que guardar cama, preso de violentas calenturas. Sanó rápidamente de éstas, pero desde ese momento sus poesías y canciones tenían una singular melancolía que prendía en los corazones de todos los que las oían, y a menudo llegaban al pueblo, y éste las propagaba a su modo y entender: unos mejorándolas, otros haciendo de ellas auténticos estropicios.

Al fin, llegó un día en que no pudo demorar por más tiempo su obligada visita semanal a la Reina —hasta aquel momento aplazada por excusas más o menos bien urdidas—, pues fue enterado por la Guardia —a su vez enterada por las doncellas— del nacimiento del Príncipe. Armándose de valor, sentía, mientras se acicalaba con esmero, que una gran batalla se libraba en su interior. Pese a su apariencia soñadora y dulce, abrigaba un temperamento de gran ímpetu amoroso, a lo cual había contribuido mucho su consanguinidad con Volodioso: pues, al parecer, Sikrosio dotó a toda su ralea de la furia erótica que los distinguía y trastornaba. Pero también la nobleza de su carácter y su indudable amor y admiración hacia el Rey eran una dura roca donde se estrellaban todos sus sueños de amor.

Comprendió que un día u otro debía afrontar la situación, y así, anunció a la Reina que el Príncipe Almíbar, su Guardián, la visitaría aquella tarde, poco antes de la puesta del sol, para informarse del curso de su vida, como tenía mandado.

La Reina escuchó con indiferencia la noticia de aquella visita. Recordaba vagamente a Almíbar como un joven tímido e insensato, que solía deslizarse por entre las cortinas como una sombra. A decir verdad, sentía hacia su persona un ligero desprecio, por parecerle un inútil, aprovechado de la generosidad del Rey. En cuanto a sus poesías y canciones, nunca estuvo capacitada para apreciar tales sutilezas, y sólo le parecían palabrería y sonidos más o menos afortunados.

La ciencia era lo único que le interesaba por aquellos tiempos, y, después, su venganza. Más tarde, el amor borró todas estas cosas y, en la actualidad, sólo llenaba sus pensamientos el pequeño Príncipe, en quien había reunido toda la capacidad de amor y esperanza de que era capaz. Hacerlo Rey era, pues, su única ambición y anhelo en este mundo. Y por ello, se veía capaz de cualquier cosa. Sabía ya que los encantos femeninos no eran arma desdeñable en la lucha que se proponía librar, y cuidaba con esmero de que la frescura de sus mejillas y la tersura de su rostro no se marchitasen.

Entró el Príncipe Almíbar muy erguido, dispuesto a ofrecer un aspecto severo y de gran prestancia, si bien su corazón se partía. La Reina le recibió con idéntica altivez, en la que se traslucía un ligero desdén, y tras un frío y ceremonioso saludo, le mostró la cuna del Príncipe.

—Se lo comunicaré a nuestro amado Rey —dijo, procurando dar a su voz un tono frío y rutinario.

Pero en aquel momento, unas muchachas que pasaban por la orilla del Lago entonaron una de sus canciones predilectas, compuesta con el corazón puesto en aquella que ahora se erguía frente a él, hermosa como nunca la viera antes. Y de tal modo la canción repetía la belleza y el amor que por ella sentía, que sintió cómo sus palabras se le clavaban directamente en el pecho, atravesándolo de parte a parte igual que una fina y dura daga. Tanto es así que palideció intensamente, llevóse la mano a la frente, y se desplomó suavemente sobre las famosas pieles de Hukjo. Al verle caer con la suavidad de un ciervo herido, la Reina y las doncellas quedaron boquiabiertas: jamás hombre alguno, como no fuera atravesado por alguna arma, había ofrecido un espectáculo semejante a sus ojos. Y esto con la diferencia de que en lugar de desplomarse con la suavidad del Príncipe, lo hacían entre juramentos, asiéndose con manos como garfios a cuantos tapices o ramajes —según el lugar del suceso— hallaban en la caída.

—¿Qué ocurre? —dijo la Reina.

Se inclinó hacia él, dispuesta a levantarle de tan indigna postura. Y al inclinarse, sus rubias trenzas sueltas rozaron el rostro de Almíbar, que abrió los ojos. Y hallando tan cerca de los suyos los ojos y los labios de la Reina, toda su fidelidad y buenos propósitos se esfumaron como viento, y sólo su grandísimo amor llenaba el mundo. Hasta tal punto que, olvidando la presencia de las dos doncellas, asióse con desesperada pasión a la cintura de la Reina, y atrayéndola hacia sí con el brazo izquierdo —que era el de la mano sana—, besó sus labios con tal ardor y dulce violencia, que la Reina, habiendo ya conocido por su esposo las dulzuras que tales transportes llegaban a producir, sintió a su vez reverdecer emociones ya alejadas de su espíritu, pero no de su cuerpo. Así enlazados, rodaron ambos por sobre las pieles del feroz Hukjo, mientras las doncellas se ausentaban silenciosamente al aposento contiguo, tiernamente con Diríase que le ha dado un aire movidas y esperanzadas por lo que podía reportar aquel suceso a su amada Reina, a su no menos amado Príncipe, y a ellas mismas.

Y si bien tras aquel azaroso lance, la Reina recuperó su prestancia, y a través de la bruma de tan placentera sensación, descubrió que el Príncipe Almíbar no era en modo alguno feo, antes bien, un guapo mozo, arrebatado y dulce a un tiempo, la amargura de sus pasadas experiencias la avisó prontamente de lo aprovechable de la situación. Desasiéndose del brazo que tan empecinadamente la retenía, y sentada aún en el suelo, arreglóse prestamente el corpiño y los cabellos diciendo:

—¡Ah, Príncipe! ¿Cómo habéis osado abusar de tal forma de la debilidad de una mujer, aún joven, condenada a tan grande soledad y privaciones? ¿Tan cruel sois que venís a gozaros de mi desdicha, para luego hacer mofa vanidosa y escarnio de sentimientos tan nobles como los que experimento hacia vos?

Y mientras esto decía, recuperaba su memoria la visión de los azules ojos de Almíbar, medio oculto entre los tapices y las sedas, clavados en ella con una fijeza que entonces halló estúpida, y ahora entendía de muy distinta manera.

—Señora —rugió suavemente, si esto es posible, y a fe que en él lo fue—, ¿cómo podéis pensar tal indignidad de mí? Humildemente os suplico perdonéis este arrebato: hace tanto, tanto tiempo que…

Y así, empezó aquel idilio secreto, aquel pacto, aquella esperanza luminosa que, pacientemente, condujo a Ardid al soñado día de la venganza.

El amor de Almíbar creció con los días, con los años. Pero el amor no prendió en el pecho de Ardid: mucho había aprendido de sus funestas consecuencias, para dejarse arrastrar por tan peligroso sentimiento. Así pues, si bien consideraba muy agradable y sano tener oportunidad de no marchitar su robusta y bella juventud en la estúpida soledad de cuatro paredes, no por ello su cerebro dejaba de urdir planes de un futuro más halagüeño.

4

El niño que Ardid llamaba Príncipe Heredero fue bautizado sin pompa alguna y con una parquedad sin igual. Un fraile del convento de los Abundios fue introducido bajo custodia en la Torre Este, echó agua en la cabeza del infante, le impuso de nombre Gudú —como su madre ordenó— y se volvió por donde había venido, con más prisa de la que era previsible. El Abad, dadas las circunstancias, juzgó inadecuada su presencia, aun a sabiendas de que, hasta el momento, la costumbre aconsejaba que él bautizase a todos los hijos de nobles, y más aún, a los hijos del Rey.

El niño crecía, sin lujo alguno, en las habitaciones de su madre. Día a día, el uso y el tiempo iban deteriorando muebles y enseres, y nadie se cuidaba de reponerlos. Pero estas cosas no preocupaban a la Reina, ensimismada en otras preocupaciones.

El niño aprendió muy pronto a mantenerse sobre sus piernas, largas y firmes, y mucho antes de lo acostumbrado aprendió a corretear sin ayudarse de manos y rodillas. La madre, el Hechicero, el Trasgo y el propio Almíbar le amaban, pero cada uno inmerso en sus propias obsesiones, poco o nada cuidaban de sus correrías, y menos aún de su educación, juzgando que aún era temprano para ello, y que muchas otras cosas requerían su atención.

Almíbar fue dulce y amistoso con el Hechicero, y le permitió visitar con asiduidad a la Reina. Y como tenían aficiones comunes —si bien en Almíbar de muy modesta calidad—, el Hechicero consentía en instruirle sobre algunos de sus conocimientos, por lo que las veladas en las cámaras de la Reina Ardid tomaron un tinte a medias entre conspiración y hogareña intimidad. Al Trasgo no podía verlo Almíbar, pero al fin, enterado de su existencia, podía mantener alguna charla de pura cortesía con él, a través del Hechicero o de la propia Ardid. No obstante, si bien se respetaban mutuamente, lo cierto es que jamás se comprendieron uno a otro.

A pesar de todos los vaticinios del Trasgo sobre sus ojos, el pequeño Gudú jamás dio muestras de enterarse de su presencia. Y aunque esto le daba claras muestras del pequeño grado de contaminación de que era víctima, el Trasgo se sentía íntimamente desazonado por su causa. Se guardaba de decirlo, pero su gran deseo hubiera sido todo lo contrario; y por llamar su atención, no cesaba de dar cabriolas y volatines frente al niño, ante la indiferencia de éste. Por contra, la vista de Gudú era aguda para todo lo demás. Encaramado al antepecho de la ventana, distinguía claramente cuanto se ofrecía a su escrutadora mirada, que, con el tiempo, se tornó de un azul muy claro, mezclado de gris, y tan brillante, que recordaba el fulgor de la escarcha invernal en las ramas desnudas del parque.

Así, pasaron algunos años, y cuando Gudú el Ignorado cumplió tres, dado el relajamiento de la Guardia —no olvidemos que ésta y su Capitán, Randal, pertenecían en cuerpo y alma a la Reina y al Príncipe Almíbar—, en la Corte de Olar se tenía a los de la Torre Este y a sus guardianes en el total olvido.

El pequeño Príncipe atravesó un día los umbrales de las estancias maternas y se aventuró por pasillos y recovecos. Era una criatura de aspecto tan robusto que, aun a pesar de la palidez de su piel —como criatura crecida a espaldas del sol que, sólo a ciertas horas y estaciones, bailaba sobre los azules pájaros de las cortinas, ya totalmente marchitos—, presentaba un aspecto tan fuera de lo común —los niños de la damas cortesanas solían crecer enfermizos e incómodos entre refajos y puntillas—, que hubiérasele tomado por un campesino, a no ser por la pulcritud de las dos doncellas que de él cuidaban.

Gudú tenía la cabeza grande, de frente ancha y despejada aunque materialmente tapada por la espesa pelambre negra de rizos enmarañados. Sus ojos inquisitivos parecían taladrar cuanto miraban, y había una especie de fiereza en su semblante totalmente impropia en un niño tan pequeño. Tenía manos muy grandes, aunque todavía sembradas de hoyuelos, y cuando asían algo, no lo dejaban caer al suelo como solían hacer los de su edad, sino que lo retenían con fuerza, y nadie era capaz de arrebatárselo: sólo se desprendía de su presa para lanzarla, con precisión asombrosa, sobre alguna cabeza elegida como diana. Por lo que demostraba hallarse dotado de gran puntería, por una parte, y escasa consideración hacia sus semejantes, por otra.

Con tales aficiones, a pesar de que por su estatura no hubiera sido fácilmente distinguido entre los sombríos recovecos del grande y poco confortable Castillo, lo cierto es que su presencia empezó a hacerse notar por criados y soldados, y tomándosele por el hijo de alguno de ellos, en más de una ocasión recibió un puntapié en sus tiernas posaderas: humillación correspondida con mordiscos que, a su vez, mostraban un desarrollo y fiereza en la dentadura del niño equiparable a su puntería. Aunque a nadie le interesaba realmente quién era el niño, poco a poco, unos y otros fueron barruntándolo. Y como no se atrevían a decirlo, ni comentarlo, fue costumbre entre criados y soldados hallarlo en los corredores metido entre sus piernas, como si se tratara de un cachorro perdido. Después del primer puntapié, Gudú se frotó con gran parsimonia la parte afectada, y aprendió a correr, trepar y ocultarse con tanta rapidez y astucia, que vino a constituir casi una pesadilla para quienes tenían que sufrir sus raudas y ladinas incursiones. En ellas llegó incluso hasta las cocinas, y así conseguía bocados que nunca antes probara. Robaba cuantos objetos llamaban su atención, y escabulléndose como un gato, venía a ocultarlo todo en un hueco de la negra chimenea. Allí los encontraba el Trasgo, y transido de ternura, los acariciaba con profunda melancolía. «Ah, mi Príncipe —se decía, en la soledad de su subterráneo—, ¿llegarás a verme algún día? Si tal cosa sucede, poco me importará aumentar mi grado de contaminación: con ello me daré por satisfecho».

5

Los años se sucedieron para la Reina y su camarilla con mayor rapidez de lo imaginado al principio de su cautiverio.

Y llegó un día en que cumplió Ancio veinte años, Bancio y Cancio dieciocho, Furcio trece, y estando a punto de cumplir le aquellos como una visión especial, como un raro caballero de leyenda lejano a toda la maldad que conocían.

Poco a poco Predilecto fue acercándose más a sus aldeas, a su miseria y a su desesperación, hasta que llegó un día en que habló con un muchacho, otro con un hombre, otro con varios hombres y mujeres. Se acercaba a sus chozas, y ya no le recibían con pedradas o silencio —como había ocurrido en alguna ocasión con alguno de los Soeces o su tropa—. Sólo el primer día le trataron con despego y una piedra le dio en la frente. Entonces, una muchacha llamada Lure lo entró en su cabaña y le vendó. Y eran tan grandes su distinción y belleza, que una mujer, deslumbrada, dijo que Lure tenía a San Jorge en su choza. Y cuando algunos se acercaron a verle, temerosos, Predilecto sintió una gran pena en su corazón, al contemplar sus andrajos y sus rostros famélicos. Se juró que si un día llegaba a ser Rey, pondría fin a toda aquella maldad.

Así lo dijo, pero el viejo abuelo de la muchacha le advirtió:

—Seguramente así lo piensas, joven Príncipe. Pero has de saber que no cumplirás lo dicho: un Rey nunca podrá ser como tú dices. Y si llegas a Rey, como los otros te portarás, para no dejar de serlo.

—¡No, no! —protestó él—. Te digo la verdad. Mi conducta será muy distinta.

—Entonces dejarías de ser Rey —repitió el anciano—. Muchos años he vivido, y mucho sé de todas estas cosas. Y te diré algo, noble jovencito: acaso nosotros seríamos los primeros en arrojarte del trono.

Estas palabras le dejaron muy confuso, y se dijo: «Mi padre y este anciano dicen lo mismo, cada uno desde lugar opuesto».

—Entonces —dijo Predilecto—, no seré jamás Rey.

Y el anciano sonrió.

—Así, quizá podrás hacer algún bien a gentes como nosotros. Y Predilecto reflexionó:

—Algún día el mundo será justo para todos. El anciano quedó muy caviloso.

—Puede que digas verdad —exclamó—. Y puede que algún día, en algún tiempo, eso sea posible.

—Todo es posible —dijo con pasión Predilecto— si queremos que lo sea.

A partir de entonces, en sus escapadas —que instintivamente ocultaba a los del Castillo— aquellas gentes llegaron a constituir el único lugar donde podía liberar de soledad, angustia y desesperanza todo lo que despertaba en su corazón a medida que se hacía hombre. Y en medio de todas estas cosas, algo le hacía sufrir y le consolaba a un tiempo: a pesar de cuanto descubría, pensaba y sentía, amaba a su padre, y no podía dejar de amarle.

Estando así las cosas, cierto día tropezó en un corredor del Castillo con un grupo de pinches que maltrataban y se burlaban de un niño. Lo habían rodeado y a puntapiés se lo pasaban unos a otros. El niño era muy pequeño, de unos cinco o seis años de edad. Como un lobezno rebelde y furioso, se defendía a dentelladas, y comprobó que más de una canilla había ya hecho sangrar. Esto excitaba más a los pinches, y les divertía y enfurecía a partes iguales.

Predilecto sintió que un viejo y remoto rencor —un rencor que aún no conocía, que presentía difusamente en sus visitas a los Desdichados— estallaba dentro de él como un trueno. Por primera vez una ira sorda, ciega y roja nubló sus ojos. Nadie le había visto jamás el rostro, por lo común sereno y afable, inundado de tan salvaje odio. Levantó la espada, y con la hoja de plano, asestó tantos golpes a aquella pandilla de truhanes, que más de uno anduvo por algunos días medio cojo o con el brazo envuelto en un pañuelo. Y espantándolos gritó, fuera de sí:

—¡Jamás, jamás nadie toque a un indefenso en mi presencia! Pero alguien no se había marchado, alguien que arteramente había escapado a sus golpes, y que apareciendo tras una tinaja, le escupió con rabia:

—Estúpido, ¿sabes quién es este que llamas indefenso y muerde como un gato montés? —mostró la mano ensangrentada, donde muy claramente se marcaban unos diminutos pero afilados colmillos, y añadió—: Es el repugnante hijo de la repugnante Reina Bruja, que nuestro padre mandó encerrar hace seis años en la Torre Este.

Predilecto reconoció entonces a su hermano Furcio, que tenía su misma edad, y miró con más atención al niño: parecía un animalito, un cachorro sorprendido. Sus grandes ojos azul-gris se clavaban en los suyos, con gran estupor: nadie le había defendido nunca.

—No me importa quién sea —dijo Predilecto— y si es cierto lo que dices, mi hermano es, y como hermano lo he de defender y respetar.

—Idiota —respondió Furcio.

Y desapareció, riendo a carcajadas. Predilecto se inclinó hacia el niño y acarició su enmarañada cabellera. Desde aquel día, de lejos o de cerca, Gudú le seguía, como un curioso y atónito animalillo. Al verle, Predilecto sentía dolor y, a un tiempo, le despertaba un tierno sentimiento que creció día a día en su corazón y jamás le abandonó. Y fue, al fin, la perdición de su vida.

Desde ese punto y hora, jamás nadie se atrevió a tocar —al menos en su presencia— al todavía ignorado y despreciado Príncipe Gudú.

¡Más te valdrá que no sepa él!