A decir verdad, como Reina, Ardid sólo disfrutaba el nombre. No estaba aún preparada para todo aquello que su pequeño y ambicioso corazón anhelaba, tanto en cuestiones de venganza como de poder. «Destruiré a Volodioso; y mi hijo será el Rey más grande de cuantos el mundo ha conocido —soñaba—. Mi familia quedará vengada: mi sangre llevará la corona del que arrebató la vida a mi padre y mis hermanos y, a mí, todo lo que poseía en la tierra». Pero no sabía, pese a su precocidad y sabiduría, que la tierra y el mundo eran más vastos, antiguos, dulces y perversos de lo que ella podía imaginar.
La instalaron en el Ala Sur, tal como ordenó Volodioso, en una de las más espaciosas estancias del Torreón que daba sobre el Lago de las Desapariciones. Junto a sus habitaciones había otra pequeña estancia, donde se aposentó el Hechicero. Y éste, a su vez, pudo disponer de un pequeño recinto donde instalar el laboratorio de sus profundos estudios y averiguaciones. Tuso, con gran amabilidad y amables maneras, se avino ladinamente a todos sus deseos, pues contaba de ese modo ganarse la voluntad de la pequeña, para luego manejarla a su antojo. Si, como había dicho el Rey, la niña daría en su día un hijo legítimo al Trono de Olar, tiempo había para meditar sobre el heredero en quien más le convenía apoyarse.
Poco antes de aparecer Ardid en escena, había llegado a Olar la noticia del nacimiento del séptimo hijo del Rey, habido esta vez de la famosa Lauria. En aquellos momentos, el niño se criaba aún en Lorenta, y mucho le hacía cavilar a Tuso la conveniencia de dejarle vivir o no, cuando se produjeron los últimos acontecimientos. De esta forma —reflexionó— disponía de varias cartas a manejar, pues una sola no era aconsejable llegado el caso de que fallara. Y aunque secretísimas y oscuras razones le instaban a postular la candidatura de Anclo, no desechaba nuevas posibilidades.
Instaló como mejor pudo a la pequeña Reina, y ordenó que fuese atendida según merecía, so pena de graves castigos en caso de que le llegara alguna queja de la niña. Todas las damas de la Corte se esmeraron y esforzaron por su parte en atraerse la simpatía de la joven Reina. Si bien, desde el primer día, Ardid dio muestras de la firmeza de su carácter y de la poca costumbre que tenía de tratar con gentes de tan cortas luces.
Ni un solo día dejó de recibir sus acostumbradas lecciones del Hechicero. Después, montada en su blanco caballo con sus espuelas de oro, galopaba por los alrededores del Lago de las Desapariciones, lugar que la atraía mucho, pero siempre protegida y vigilada de muy cerca por la Guardia que a este fin dispuso Tuso, bajo cuyo mandato puso a Randal. El Capitán estaba tan fascinado por la niña, que se hubiera dejado matar por ella, si el caso lo hubiera requerido.
Sólo una advertencia hizo Tuso al Hechicero, el día que éste pidió un habitáculo donde poder encerrarse para verificar sus experimentos. Y fue ésta:
—No veo inconveniente en ello, Maestro —pues así le llamaban todos, ya que la Reina le daba este nombre—. Pero por vuestro bien os he de advertir una cosa: que toda suerte de brujerías o ciencias oscuras están prohibidas en el Reino de Olar, así como la práctica de toda suerte de encantamientos y sus derivados. De modo que si tan sólo se trata de estudios sobre matemáticas y ciencias nobles, con gusto seréis atendido. Pero no debéis rozar otras zonas más peligrosas, que huelan a magia o cosa parecida: pues la pena impuesta para tales desmanes es la hoguera. Y de ella, ni la misma Reina ni los mismos hijos del Rey serían librados (cuanto más un Maestro, servidor al fin y al cabo, como yo mismo).
—Lo entiendo muy bien —dijo el Hechicero con gran soltura. Ya que toda su vida la pasó en tales amenazas, estaba muy avezado en mentir sobre estas cosas—. Sólo de ciencias nobles se trata. Y habéis de saber que la magia (y todo lo que trate, o a ella se parezca) me repugna como al que más.
—Así lo espero —dijo Tuso muy satisfecho. Sentíase particularmente aterrado por la amenaza de todo lo que escapara a sus humanas entendederas. Y de él había partido la idea de aquella ley, ya que a Volodioso poco o nada le importaban los brujos, hechiceros y demás ralea—. Si es verdad cuanto decís, tened por seguro que tanto a vos como a vuestra querida Reina nada os faltará, y siempre hallaréis en mí, para cuanto se os ocurra, un leal amigo.
El Hechicero quedó tranquilo. Pero no la pequeña Ardid, que, fingiéndose entretenida en unos pergaminos, no perdió ni una sola palabra de lo antedicho. En cuanto se quedaron solos, dijo a su Maestro:
—No os fiéis de ese hombre. Es profundamente antipático, y le veo tan falso como las arenas de un pantano. Haréis bien en no confiarle lo más mínimo sobre nosotros o nuestra vida, pues sólo nos traería desgracia.
—Si así lo decís, querida niña, así será —dijo el Hechicero, poco interesado en la cuestión, y por contra, muy ilusionado ante la perspectiva de poseer nuevamente una guarida donde explayarse en sus secretas averiguaciones—. Los ojos de un niño listo, como vos, ven tres veces más que los ojos de cualquier adulto. Dicho lo cual, haciéndose conducir por un criado, bajó a las mazmorras y eligió la que a su juicio reunía mejores condiciones. Viniendo a ser ésta —sin saberlo él— contigua al Pasadizo de las Liviandades, por cuyo conducto los príncipes Soeces hacían llegar hasta ellos las muchachas robadas. Fabricó él mismo la llave de aquella guarida, y la cosió al interior de su túnica, prohibiendo que le molestaran mientras se hallara allí encerrado. Una vez hecho esto, instaló su cofre, todos sus libros, vasijas, hierbas, elixires y pergaminos, y considerándose el más dichoso de los mortales, se dispuso a continuar la vida que de modo tan desconsiderado había interrumpido, años atrás, el mismo Rey Volodioso que ahora le protegía.
Con mucha frecuencia, el Trasgo del Sur trepaba por los pasadizos del Castillo, y tomando la ruta de los tiros de la chimenea, entraba en la cámara de Ardid. Entonces, organizaban ambos grandes correrías y juegos a través de chimeneas y subterráneos pasadizos: y de este modo, la pequeña oía cuanto se hablaba en la Corte, cuanto se urdía, decía o criticaba a sus espaldas. Y todo lo guardaba en su prodigiosa memoria, para utilizarlo cuando fuera conveniente.
También solían trepar a las almenas de la Torre, y contemplar los campos y los bosques.
El Trasgo bebía con toda la prudencia que le era posible. Pero, así y todo, la niña notó que su contaminación iba en aumento —si bien en grados aún muy pequeños—, y solía decirle con severidad:
—Ten cuidado, Trasgo, ten cuidado. Ayer alguien te vio cuando asomabas la cabeza por la chimenea del Salón del Consejo: era un paje, y atizó el fuego con las tenazas, creyendo que se había introducido allí una lechuza. Ten por seguro que, si no dejas de beber, algún día perderás tu poder y serás visible para todos. Y eso sería tan malo para ti como para nosotros.
—No temas, niña —decía el Trasgo, mientras, animado por el mosto, daba volatines por las almenas—. Mi contaminación es aún muy pequeña. ¡Y bien vale estar un tantico contaminado, si ello me produce una alegría tan grande!
Ambos reían entonces, pero el Hechicero, que a menudo se les reunía por las noches —cuando todos en Palacio creían dormida a la joven Reina—, movía la cabeza con pesadumbre: pues sabía que la otra vía de contaminación —y muy creciente en el Trasgo— era aún más peligrosa para aquel que abandonó sus tierras del Sur por el frío y desapacible Norte, y que ahora vivía entre pasadizos humanos en un Castillo también frío y destartalado —cuando muy bien podía corretear por las jugosas raíces de su tierra, entre viñedos y almendros que, en la primavera, tan hermosos y floridos se mostraban— con tal de estar junto a sus amigos. Pero así era: el Trasgo no podía ya vivir sin su compañía. Y no atinaba a reflexionar que esta contaminación era más embriagadora, más veloz y más peligrosa aún que la causada por el vino que tanto jolgorio y despreocupación inspiraba.
De este modo, iba pasando el tiempo. La niña seguía estudiando y maravillando con su sabiduría a todas las consultas que se le hacían de parte del Rey —por medio de su Consejero—. Y siempre animada por los idénticos propósitos y sentimientos que hasta allí la llevaron, aunque el Consejero Tuso le inspiraba repulsión, ella fingía amistad hacia él: si bien ni un solo momento perdió su gran dignidad y altivez, que —al decir de todos— la distinguían como criatura destinada a ser una verdadera Reina. Y aunque las damas que la visitaban la llenaban de irritación y hastío, no mostraba ante ellas este sentimiento: con todas aparecía amable, juiciosa y correcta en sus modales, de forma que si ninguna podía considerar que había ganado su estima y confianza, tampoco podía creer que resultaba desagradable a la Reina. Y así, daba muestras Ardid de una sabiduría mucho mayor que la de aquellos conocimientos en matemáticas, por la que todos la admiraban.
Por entonces sucediéronse las grandes batallas contra las Hordas Feroces de la estepa.
A menudo, los esteparios cruzaban el Gran Río, y, a despecho de la línea de fortificaciones, reconstruida por Volodioso, se adentraban en Olar en incursiones tan rápidas como despiadadas, y sembraban el horror, la ruina y la muerte por aldeas y monasterios. Estos últimos eran preferentemente blanco de sus saqueos: pues no en vano conocían la cantidad de objetos de valor —vasos de oro y plata, joyas y otras riquezas— que allí se acumulaban.
Un sentimiento nuevo brotó en Volodioso, mezcla de ira y atracción hacia aquellos jinetes prodigiosos, y crecía en su ánimo de día en día. Ellos le habían hecho apreciar la supremacía de los hombres a caballo sobre los hombres de a pie, y así se despertó su pasión por estos animales: y cada vez que en su persecución llegaba a apoderarse de sus veloces corceles, la alegría de Volodioso era mayor que la producida por captura de prisioneros, o por infringirles bajas. La estepa, ante sus ojos y su insaciable curiosidad, comenzó a despertarle un desazonante deseo sacudido de creciente insatisfacción. Una sed que nunca logró calmar en toda su vida.
Jamás los esteparios constituyeron un verdadero ejército. Apenas le era notificado el primer síntoma de sus incursiones, reunía Volodioso sus hombres y acudía prestamente al Este, abandonando cuanto tuviera entre manos: sólo imbuido de una ira, de un salvaje deseo de exterminio; o acaso, empujado por la oscura esperanza de desentrañar algo que empezaba a constituir la clave de un vasto y complejo misterio. Les perseguía encarnizadamente, aun a sabiendas de que estas persecuciones se estrellaban, al fin, en lucha contra la nada. Con la misma rapidez que aparecían, los Diablos Negros —como los llamaban los olarenses, tan dispuestos siempre a imaginar las más descabelladas y maléficas criaturas— desaparecían en dispersos grupos; caían sobre sus tropas, luego: aquí y allá, incontrolables, inesperados y lanzando escalofriantes gritos. Causaban entonces desastrosas bajas —siendo menos en número y peor armados que los de Olar—, y, sobre todo, despertaban entre sus filas algo más terrible que la misma muerte: el miedo.
A veces, capturaron alguno de aquellos guerreros. Sin pronunciar palabra, sufrieron los crueles castigos y torturas de que eran objeto. De lo alto de las torres que se alzaban en las fortificaciones, ataban o clavaban en estacas sus mutilados cadáveres o, incluso, aún vivos, sus desgarrados cuerpos, para que así sus hermanos de raza pudieran contemplar los sistemas de venganza practicados por el Rey Volodioso. Pero aquellos jinetes casi fantasmales no parecían ni desanimarse ni desaparecer.
Estepa adelante, al otro lado del Gran Río, allí donde jamás pusieron sus plantas los hombres de Olar, el mundo se convirtió para éstos en un misterio infinito y pavoroso. Ni aun a riesgo de ser descuartizados vivos —si el caso hubiera llegado—, los hombres que formaban el poderoso y ampliamente conocido Ejército de Volodioso hubieran traspasado aquel río, ni se hubieran adentrado en la estepa. Allí —se decían—, no era ya la Muerte quien les aguardaba, sino las Tinieblas del Fin del Mundo. Había cundido entre los soldados la creencia —y así, se extendió a todo el Reino— de que tras el Gran Río se abría el gran abismo donde terminaba el mundo: y por ende, los negros jinetes no eran otra cosa que negros diablos —de tal idea nació tal nombre surgido de aquellas Tinieblas. Quien osara llegar hasta allí, sería precipitado en el gran abismo, y su condenación, agonía y tortura prolongaríanse por toda la Eternidad.
Volodioso no creía en esta historia. Pero, en cambio, se consumía de curiosidad y de temor, a partes iguales, ante aquello que su humano entendimiento no lograba explicarse.
—No os preocupéis de las estepas ni de sus jinetes, Señor —solía decirle, en ocasiones, el Consejero Tuso—. Limitaos a defender vuestras fronteras, y mantenedlos alejados de ellas: os aseguro que, en verdad, sus tierras y gentes no os interesan. Sé de muy buena fuente que se trata tan sólo de hordas míseras, sin ley, sin Rey, sin patria verdadera: tan sólo conducidas por jefes de ferocidad y salvajismo destructor y obtuso; bien poco pueden aportar a vuestro floreciente Reino. Si se adentran en las praderas de Olar, o en la vecindad de las colinas, es tan sólo empujados por su propia hambre; se trata de simples y desesperados ladrones, dispuestos a morir por una cabra o una gallina, por una escudilla de legumbres o, como máximo, por un vaso de oro si alcanzan a destruir y saquear un monasterio o una abadía… Tened por seguro, Señor, que ningún provecho y muchas preocupaciones os traería conquistar tierras tan áridas, inhabitables e ingratas. Sólo abunda allí el viento, el frío, el polvo y la más vasta ignorancia.
Así, por lo común, lograba convencerlo, o al menos aplazarlo. Pero alguna vez, de regreso de aquellas tierras, si celebraba la —al menos momentánea— expulsión o venganza, el Rey se embriagaba de forma taciturna y desconocida en él.
—Mi hermano Almíbar me habló, en tiempos, de otras cosas —decía, cuando el vino comenzaba a enturbiar sus ojos y su lengua—. Mi pequeño hermano Almíbar tenía un libro bajo la cornamusa… y allí había historias muy curiosas, que hablaban de un reino fastuoso donde los reyes dormían junto al río, en tiendas de seda y oro, y bebían en copas guarnecidas de rica pedrería. Así lo decía el libro… y decía también (bien lo recuerdo) que las torres de sus ciudades no estaban hechas por la mano de los hombres, sino que fue el viento quien cinceló sus cúpulas doradas y sus almenas azules… Sí, sí: llamad en seguida a Almíbar, llamad a mi hermanito, y decidle que su hermano-Rey le llama, y que traiga su libro, y lea para mí estas historias…
Llamaban a Almíbar, y el medio-hermano acudía, solícito, aunque interrumpieran su sueño.
No había cambiado, desde los tiempos de aprendiz de Vigía: habíase convertido en un joven elevado a Príncipe por el Rey, y habitaba en el cercano Castillo Negro. Conservaba su ensoñadora expresión —tan ensoñadora que, al cabo, comenzóse a murmurar en la maldiciente Corte si no respondería a una profunda y muy arraigada estupidez.
En aquellas ocasiones, vestíase presuroso, y acudía junto al hermano-Rey, a quien tanto amaba. Calmábale con raras palabras —a juicio del impaciente Tuso, llenas de despropósitos—, pero que tenían la virtud de aplacar los emperrados sueños que provocaba el vino en tan poderoso como contradictorio Rey.
—Perdí aquel libro —solía decir Almíbar, entre otras cosas de difícil comprensión—. Lo perdí, cuando me enviasteis al Monasterio… Sí, lo siento mucho, hermano, pero perdí aquel libro. Y también perdí la cornamusa. Pero, decidme, ¿cómo están los queridos Pájaros Sin Nombre? ¿Os atienden bien? ¿Proliferan?
Y aunque parezca mentira, tales cosas, sin lógica ni hilación aparente, sacaban al Rey de su obcecación. Y así, durmiéndole entre confusas pláticas, le dejaba tranquilo. Al día siguiente, el Rey salía al bosque, y sus escuderos decían que muchos pájaros humildes, grises y chillones, se posaban en sus hombros, y, al parecer, a él le complacía mucho verlos. Aparentemente, al menos, olvidaba la estepa y sus molestos habitantes.
—¡Sólo hambre, hambre y miseria! —rezongaba Tuso, deseando poner su broche de oro al tema. Y aunque no lo decía, despreciaba profundamente al Príncipe Almíbar por haber llenado, en algún tiempo que no alcanzaba a descifrar, la sesera de un Rey tan poco dado a fantasías, tan rotundo, expeditivo y desprovisto de quimeras, con tan peregrinas historias: ciudades rematadas por el viento, tiendas de seda y oro, y otras zarandajas. Y, sobre todo, por mezclar en tales pláticas una malhadada cornamusa, cuyo significado no sabía descifrar y tenía la virtud de irritarle.
—¿Qué cornamusa? ¡Hambre y miseria! —repetía, frenético, aun a solas. Y tentado estaba de darse cabezazos contra el muro, por no llegar a esclarecer el enmarañado revoltijo de aquellas alusiones, que acababan dejándole totalmente desorientado.
—Hambre y miseria, Señor —insistía, más serenamente, cuando los vapores etílicos se habían disipado por completo de la mente del monarca—. Y de eso ya tenemos bastante aquí, en tierras de los Desdichados; no deis entrada a gentes de esa clase, tan dadas a las revueltas, en un país cada día más próspero y floreciente: aun a costa de su derrota…
—Razón tenéis —decía Volodioso, ya serenamente ocupado en cosas más sensatas.
Hasta que se producía la próxima incursión y el Rey, tras batirse con valentía y tesón admirables, regresaba —vencedor a medias, pues sólo había defendido lo que era suyo—, y nuevamente caía en sus melancólicas libaciones y volvía a llamar a Almíbar. Pues sólo se acordaba de su medio-hermano en estas ocasiones.
Almíbar vivía retirado en su Castillo, ocupado en idear los más lujosos y bellos uniformes con que vestir la tropa que le confió —y hasta donó— su hermano el Rey. Tropa malgastada, a juicio de Tuso, aunque no se atrevía a decirlo. «Curiosa relación —pensaba el Consejero— la de estos dos hermanos. Curiosa, en verdad. ¿Qué habrá detrás de ello? …». Entonces, aparecía en su mente una estúpida e indescifrable cornamusa; y se daba a todos los diablos.
De todas formas, la obsesión por la estepa se había apoderado fuertemente de Volodioso, especialmente en aquellos inviernos que fueron de una crudeza jamás conocida en Olar. Pese a que su clima no era suave, tal vez empujados por el hambre y la miseria que propagaba tan obsesivamente Tuso, el caso es que las Hordas penetraron más encarnizadamente y con mayor frecuencia a través de sus fronteras.
Y así, durante los primeros años en que la niña Ardid reinaba —si bien que nominalmente— en Olar, su esposo el Rey se debatía día a día en el Este: librando batallas y más batallas, que poco a poco desangraban su ejército y le sumían en una sorda cólera. No se las tenía que ver con el enemigo acostumbrado, sino con espectrales jinetes.
A veces, en su persecución, llegaron a internarse en la estepa, cerca del Gran Río. Pero una vez allí, los mejores soldados caían presos de una inmensa e inexplicable angustia. Estremecidos de soledad, regresaban a Olar, nunca derrotados, nunca vencedores, siempre insatisfechos.
—¡Son como diablos! —rugía el Rey, enfurecido—. Nunca les pude ver de frente. Nunca les oyes, ni les hueles, hasta que los tienes encima…
Sin embargo, en cierta ocasión, logró caer con sus hombres sobre un grupo acampado en un pequeño boscaje de chatos matorrales, junto a un arroyo. Fue la inolvidable matanza en la que pasaron a cuchillo a su jefe, Hukjo, y al hijo de éste, Krejko; saquearon sus tiendas, donde sólo hallaron pieles como algo de valor. Una en particular —que servía de manto a Hukjo— agradó a Volodioso y, con ella y otras parecidas, cubrió el suelo de su cámara y el lecho real.
Regresó a Olar con las cabezas de dos de sus cabecillas clavadas en las lanzas de sus dos mejores soldados. Las hizo disecar y colgar de la repisa de su chimenea. Pero fuera que la disecación no estaba bien hecha, fuera que la humedad del Lago no les era propicia, el caso es que a poco hedían de tal forma que tuvieron que ser arrojadas a los estercoleros. Su vista llenó de pánico a rapaces y campesinos. Desde entonces creían ver cabalgar sus espectros en la noche, cruzando el Lago en corceles transparentes, hasta desaparecer en la inmensa estepa celeste.
Para consolarse, Volodioso hizo que tallaran réplicas de aquellas cabezas en el dosel de su cama. Y así, a veces, las contemplaba pensativo, y mudamente les preguntaba qué era lo que había de verdad más allá del Gran Río y las grandes estepas; allí donde el sol desaparecía lentamente, como larga agonía.
2
Entre unas y otras cosas, pasaron seis años. Y cierto día, durante una de sus escaramuzas del Este, Volodioso resultó herido gravemente. Fue conducido con gran cuidado al Castillo para que allí sanara, pues parecía que de otra forma se desangraría sin remedio. Una lanza esteparia le había atravesado el pecho, y aunque en otras ocasiones, durante sus muchas campañas, le alcanzó alguna arma, jamás había recibido otra herida igual y tenía el cuerpo cosido a cicatrices. Cuando se halló en su cámara, mandó llamar a su Físico por si podía detener la gran agonía que empezaba a agostarle.
Su Físico preparó bebidas y emplastes de raíces secretas con que aliviar su dolor, quemó su herida con cuchillo al rojo vivo para librarla de impurezas; y, al fin, tras conseguir detener la huida de su sangre, le dejó suavemente dormido.
Estaba el Rey muy débil, pero era tan fuerte y robusta su naturaleza que, lentamente, fue recuperándose, aunque sin poder levantarse del lecho todavía.
Era ya primavera, cuando Volodioso ordenó que le llevaran a la parte Sur del recinto arbolado que rodeaba el Castillo. Deseaba ver los pájaros, sus viejos amigos —que durante todo aquel tiempo no se habían movido de la ventana—, para llevarles algunas migajas. Le condujeron con gran tiento sentado en un sillón, cubiertas las piernas con la piel de lobo que fuera propiedad de Hukjo. Entonces pidió que le dejaran solo con aquellas avecillas: le gustaba estar así con ellas, sin testigos que pudieran presenciar la ternura que le inspiraban, y tomarla por debilidad.
Él lo había olvidado, pero precisamente allí se alzaba una torre adosada a la muralla interior del recinto, llamada Torre del Sur: y allí habitaba Ardid.
La joven Reina había ordenado plantar a su alrededor un huerto-jardín. En él brotaban rosales y plantas de varios tipos —que muchos desvelos costaron, dado el riguroso clima de Olar—. Mandó construir también en su centro un pequeño estanque, con surtidor, donde coleteaban pececillos dorados, rojos y azules. Había tenido tal ocurrencia porque, siendo niña, y en su cálido país, paseó con frecuencia por los cuidados huertos y jardines que en sus buenos tiempos abundaban. Y allí, durante sus correrías con el Trasgo, descubrieron una puertecilla de hierro, abierta en la misma muralla, y que, al parecer, por hallarse totalmente oculta bajo una maraña de espinos y follaje, permanecía ignorada de todos. Esta puerta encendió la imaginación de Ardid, y con la complicidad del Trasgo, decidió mantenerla en secreto «por si algún día precisaba de sus servicios».
El Rey quedó muy sorprendido al contemplar el encantador jardín que se extendía ante sus ojos. Sin embargo, nada dijo, ni preguntó, pues era hombre que prefería encontrar por sí solo las respuestas a cuanto despertaba su extrañeza o curiosidad. Y decidió desentrañar por sí mismo, una vez sus piernas le mantuvieran con la firmeza necesaria, el misterioso origen de tal jardincillo. Dedicóse en tanto a llamar suavemente a sus pequeños amigos, y extrajo —ocultas bajo la negra piel de Hukjo— unas migajas de pan con que obsequiarles.
Estaba el Rey a solas con los pájaros, que amistosamente alborozados llegaron en pequeñas bandadas. Dispuestos en corro a su alrededor, parecían charlotear con él, picoteando aquí y allá, cuando, de entre dos árboles gemelos, vio aparecer y acercársele una hermosa muchacha, de rubios cabellos y brillantes ojos negros, que le hizo una gentil reverencia.
Tal vez por hallarse a solas, en la íntima compañía de sus amigos los pájaros, o por la sangre perdida, Volodioso sentíase suavemente melancólico. Y así, al ver a la muchacha, notó cómo rebullía en él una animación muy placentera. Y dijo:
—¿Quién eres tú, linda criatura? —Y añadió prontamente—: Pero dime antes, ¿cuántos años tienes?
—Trece —contestó la muchacha, sonriéndole con gran encanto—. Y si mal no recordáis, soy la Reina Ardid, vuestra esposa.
—¡Trueno! —masculló el Rey, intentando incorporarse—, de eso sí que me había olvidado.
—Pero yo no de vos —respondió ella con voz calmosa y suave, aunque muy firme—. He oído que sufrís una cruel herida, y por tanto, como esposa vuestra, estimo que debo cuidaros y aliviaros en cuanto me sea posible. Tal vez no hayáis olvidado que fue a causa de mi ciencia por lo que me tomasteis en matrimonio.
—¡Oh, sí! —dijo él, animándose por momentos—. Lo recuerdo muy bien. Pero has de saber, preciosa criatura, que me han tenido alejado de este lugar crueles batallas y grandes preocupaciones. Espero que, entretanto, hayáis crecido bien y sin queja.
—Así es —dijo Ardid, sentándose a sus pies—. Ved cómo hice florecer este paraje: antes era un revoltijo de malezas, y ahora es mi jardín, y el vuestro. Pero también es verdad que durante vuestra ausencia y vuestras luchas con las Hordas del Este —tened por seguro que he seguido todas vuestras batallas con gran interés—, las reservas del Reino han sufrido considerables reveses, ya que las guerras, cuando se trata sólo de defenderse, y no de conquistar, no traen riquezas a un país, sino muchos gastos. El Rey quedó mudo de asombro al oír tales razonamientos en una boca casi infantil, y por añadidura femenina. Pero recordando que la ciencia de la Reina era muy grande, se guardó de mostrar su estupor. Con creciente admiración —si bien un tanto picado por la directa alusión a la cuestión defensa-conquista, y sus considerables mermas en provecho del país—, siguió escuchando:
—Pero —continuó Ardid, con su vocecita tersa y firme— no en vano me tomasteis por esposa y Reina, de suerte que, gracias a mi capacidad de administración y buen cálculo, he sabido orientar y aun dirigir de tal forma a vuestro Consejero, Tesorero y Administrador, el Conde Tuso, que, si bien el Reino ha atravesado años de mucha austeridad y, como vulgarmente se dice, hemos exprimido hasta la última gota a campesinos, villanos y vasallos en general, lo cierto es que, aunque no nos hemos enriquecido, ni ha prosperado el país, tampoco nos hallamos sumidos en la miseria y el descalabro que era de esperar. Tened por seguro que tanto las tierras del Sur, como los territorios que durante vuestras campañas de conquista añadisteis al Reino, han sido de tal manera utilizados y aprovechados, que no me gustaría hallarme, querida y amada Majestad, en la piel de ninguno de vuestros vasallos oriundos de aquellas zonas.
Al decir esto sonreía con tal dulzura, que el Rey no sabía si sus palabras contenían un reproche o una alabanza.
—Si todo ello es cierto —dijo al fin el Rey, acariciándole las mejillas, y comprobando, de paso, que eran suaves, firmes y doradas como albaricoque—, os aseguro que os estimaré aún más que ahora. Y tened por seguro, querida niña, que ninguna Reina será tan honrada como vos.
—Mucho me place oírlo —dijo ella, levantando las manos y ahuecando sus cabellos con gran coquetería—. Pero tened en cuenta (y no lo olvidéis) que ya no soy, en modo alguno, una niña.
Dicho lo cual se levantó. Y luego, inclinóse para mullir y arreglar con sumo tacto la piel que cubría las rodillas del Rey, y que, mientras tanto, se había deslizado al suelo.
—Hermosa piel —dijo acariciándola—. Lástima que sea de un color tan sombrío.
—Ah, querida, era el manto del peor cabecilla del Este —dijo Volodioso—. Y tened por seguro que con la piel de su cuerpo hubiera hecho lo mismo, si no la hubiera cosido antes a lanzazos: de poco abrigo me serviría ya en el crudo invierno.
Dicho lo cual, juzgó que su ocurrencia era extremadamente graciosa, y prorrumpió en grandes carcajadas: como sólo una vez —hacía de ello seis años— se habían oído brotar de su garganta. Y no era ajeno a ella el Trasgo del Sur, que bailoteaba entre las ramas de los árboles gemelos: satisfecho de que la escena por ellos planeada se sucediera tan a gusto de ambos.
—Pues juzgo que ya habéis guerreado bastante —dijo Ardid—. Y si me lo permitís, os aconsejaría una temporada de descanso y de paz, reponiéndoos de vuestra herida, y teniéndome en vuestra compañía. Creo que si realmente soy vuestra esposa, algún día debo apreciarlo de veras.
El Rey quedó muy asombrado al oír aquellas palabras, que no supo cómo interpretar. Pero observando detenidamente a la Reina, dio en pensar que, efectivamente, no era en modo alguno una niña. La juzgó alta y muy bien proporcionada, amén que semejaba toda ella una hermosa fruta. Y se dijo que, si bien poseía la altivez y el porte de una verdadera Reina, su aspecto era tan lozano como el de alguna de aquellas campesinas que le parecieran más apetitosas que las insulsas damas de su Corte. Y, como la reunión de tales cualidades ofrecía un singular atractivo, dijo, mientras atraía a la Reina por la cintura:
—Bien pensado, creo que el nuestro fue un matrimonio muy acertado.
—No lo dudéis —sonrió la jovencita—. Pero ahora conteneos, pues debéis cuidar vuestra herida y reponeros suficientemente de ella. El Rey se sintió muy regocijado con las respuestas de la Reina, y pensó que, si bien carecía del encanto y la fascinación de la inolvidable Lauria, al menos era la criatura menos aburrida de la Corte —además de muy prometedora en el amor, si, como decía, y estaba dispuesto a creer, ya no era una niña.
—Esmeraos —dijo, acariciándola (y notó que la contextura de la muchacha era de firmeza singular)— y procurad que sane pronto. Pues os aseguro que no os daré motivos para la decepción o el arrepentimiento de haberme aceptado como esposo.
Así transcurrió la mañana, en animada charla. El Rey estaba totalmente perplejo ante los muchos conocimientos que la criatura en cuestión —niña o mujer— acumulaba: tanto en lo que concernía a la Corte como a sus propias andanzas, guerreras o amorosas. Y, con gran alivio, comprobó que su joven esposa se hallaba a gran distancia de lo que suele tenerse por mujer celosa; antes bien, hacía atinadas observaciones —no exentas de malicia sobre las mujeres con las que él solía entretener sus ocios. Y estos comentarios le regocijaban profundamente.
Nuevamente, como hacía seis años, tomó sus trenzas entre las manos y, tirando cariñosamente de ellas —si bien esta vez con distinto brillo en sus ojos, ya despojados de toda melancolía enfermiza—, dijo:
—A este paso, esposa mía, creo que sanaré mejor con tus charlas que con tus pócimas.
—Pero no hemos de descuidarlas —dijo la Reina—. Para ello estuve indagando largamente en ungüentos y remedios: y debo decir que no es ajeno a ello mi buen Maestro, a quien tanto debo.
—Ah, sí, el vejete aquel —dijo el Rey, lleno de tierna bonhomia. Pues desde que apareció Ardid ante él, todo le llenaba de alborozo—. Era un hombre muy digno, aunque demasiado solemne, a decir verdad.
—Pues si me obligáis a ello —repuso Ardid, con gesto altivo—, os confesaré que esta Corte anda harto necesitada de cierta solemnidad. A lo que he podido ver, vuestros súbditos, aun los más nobles, más que cortesanos se me antojan pandillas de cómicos, o aún peor, de truhanes disfrazados.
—Si así lo deseáis, la Corte se refinará un poco —dijo Volodioso—. Pero tened en cuenta que este Reino se hizo con la espada, no con reverencias cortesanas.
Y ante estas palabras, que si bien evidenciaban un no muy hábil, pero sí lícito desquite, Ardid dio muestras del más exquisito tacto, pues respondió, con gran dulzura:
—También eso es verdad, mi buen Señor, y tengo para mí que ésta es la única forma de crear un Reino poderoso. Tened por seguro que vuestra reflexión la tomo por lección, y por cierto, muy atinada: no la olvidaré, estad seguro.
Con lo cual Volodioso quedó, además de admirado, sumamente halagado. Porque en definitiva, éste era el único detalle que hasta el momento había descuidado la astuta Ardid, y a fe, que en lo venidero lo tuvo en cuenta, pues, amén de inteligente y bien aconsejada, antes que nada era mujer, y por tanto, sabia por naturaleza.
Desde aquel instante, la Reina no se apartó apenas del Rey, cuidándole con gran esmero y a la par divirtiéndole con sus charlas. Hasta que el día llegó —más pronto aún de lo augurado por el Físico— en que Volodioso dio buenas muestras de hallarse restablecido. Recuperó fuerzas y apetito con sorprendente rapidez; y aparejadas, grandes reservas de su apasionada naturaleza se mostraron sin rebozo. Tanto es así que tan pronto lo consideró factible, dijo a su esposa:
—Si como asegurasteis, y yo creo, no sois una niña, hora es ya de que lo demostréis.
Por lo que el Rey y la Reina, bajo la triste mirada de las cabezas de los guerreros vencidos que, desde el dosel del lecho, se hallaban, de todos modos, muy lejos ya de conmoverse por tan humano espectáculo, pasaron juntos aquella noche y otras muchas más.
Y efectivamente, el Rey comprobó que Ardid no era solamente una mujer, sino de las más suaves, astutas y ricas en recursos de amor —cosa que, a decir verdad, le era a Volodioso cada día más necesaria—. Con lo que, como es presumible, quedó sumamente complacido.
El tiempo, no obstante, proseguía en su infatigable galope, y si bien fue generoso en cuanto a la rapidez con que consiguió curar al Rey y hacer una mujer de la pequeña Ardid, tampoco se detuvo respecto a los demás acontecimientos.
Un día, el Rey empezó a cansarse de la Corte, y si bien aún se divertía y deleitaba con su joven esposa, empezaba a echar de menos la compañía de sus soldados y las escaramuzas de rigor. A decir verdad, antes que esposo, amante o Rey, era un guerrero, que sólo entre guerreros y en peligrosas andanzas de todo tipo veía colmada su vida. Amaba el peligro y la aventura, carecía de la más elemental cultura, era duro, terco, sensual y olvidadizo; y estas características de su persona no menguaban, sino al contrario, con la edad.
Por todo ello recibió, casi con alegría, la noticia de una sublevación en el País de los Weringios. Y tomando rápidamente el mando de sus mejores hombres, besó tiernamente a Ardid, que le respondió con intachable sonrisa, sin los lagrimeos que tanto le molestaban —y que sólo Lauria y, paradójicamente, su tierna esposa le habían evitado—, y despidióse de ella.
—Sabed, Señor —dijo la Reina, entonces—, que espero un hijo; y por tanto, cuando regreséis, tal vez hallaréis en Palacio un heredero.
—Eso está bien —dijo Volodioso, aunque a todas luces más interesado en lo que se proponía llevar a cabo en tierras weringias que por tan regia nueva—. Pero en cuanto a la herencia, de eso hablaremos despacio: sabéis que tengo otros hijos.
—Pero éste será un hijo legítimo —dijo Ardid. Y por primera vez pronunció ante el Rey palabras imprudentes.
Sin embargo, Volodioso ya había espoleado su caballo, y no tuvo ocasión de escucharlas. Con lo que, tal vez, Ardid retrasó así la amargura de los días que aún habían de suceder para ella.
Pasaron días y días de un largo y vacío invierno que, por vez primera, llenaron el corazón de Ardid de extraña melancolía. Y, conversando con su Maestro y con el Trasgo, no hallaba ya el antiguo placer de la venganza y los deseos cumplidos. Algo había nacido en su corazón, que la dejaba pensativa y sombría. Hasta el punto de que el Hechicero vino a reparar en ello, y le dijo:
—¿Qué tenéis, querida niña, que nunca os vi con semblante tan pálido y como desencantado? ¿Acaso estáis enferma?
—No —se apresuró a decir Ardid—. Tened por seguro que estoy bien. Soy fuerte como una campesina, no una de esas ridículas mujeres cortesanas: me lavo con nieve todas las mañanas, y mi cuerpo no tiembla, ni mis dientes castañean. No estoy enferma, y sé que la maternidad no es ninguna enfermedad. Estad seguro de que sólo son figuraciones vuestras.
Pero ya no deseaba corretear con el Trasgo, pues aunque ya hacía mucho tiempo que su estatura no le permitía entrar en los subterráneos, no por ello dejó de caminar y escudriñar con él otros vericuetos. En cambio, ahora prefería quedarse en su cámara, y que él le contase cuanto oía y veía. Y el Trasgo, al parecer entristecido, le dijo una noche:
—Querida niña, a decir verdad, sin ti, las correrías no me divierten: ¿no podríamos quedarnos aquí tan tcalientitos, los tres juntos, charlando y bebiendo un poquitín, en lugar de mandarme a oír necedades? Ten por seguro que más de lo que ya sabes de toda esta estúpida y malvada gente, no podrás conocer.
—Está bien —dijo la Reina—. Si así os lo parece, no veo inconveniente. Pero cuidad el vino, sobre todo: no quisiera perderos, pues siento que cada día os necesito más a ambos.
—¿Te sientes sola? —dijo el Hechicero, receloso.
Al oír esto, Ardid se sobresaltó, y vieron que sus mejillas se encendían, al contestar:
—En modo alguno. ¿Cómo voy a sentirme sola entre vosotros? Aquí, y en cualquier parte, sois mis únicos amigos.
Y el Trasgo y el Hechicero quedaron convencidos de ello. Sólo una vocecita, aguda e inoportuna, acusaba a Ardid de que, por vez primera, había mentido a sus dos viejos y leales compañeros.
Faltaban dos meses para el nacimiento del hijo de Ardid y de Volodioso, cuando se anunció con gran trompeteo que éste regresaba a Olar. El tiempo transcurrido desde su partida inquietaba a todos: pues se tenía noticias de que la revuelta de los Weringios fue sofocada en breves días, ya que carecían de armas y de toda otra cosa que no fuera su odio. Pero el Rey, por vez primera, se había adentrado por propia iniciativa, y sin provocación de incursión alguna, en las misteriosas estepas. Desde entonces, ninguna noticia había llegado al Reino, a pesar de los muchos emisarios que Tuso envió. Muy inquieta se hallaba Olar por la suerte de todos; y habían llegado las cosas a un punto de gran consternación, cuando el regreso del Rey calmó los ánimos, y enteró a todos de una de sus más arriesgadas y triunfales empresas. En efecto, el Rey regresaba del Este con un brillo salvaje en la mirada. Por vez primera no había defendido a Olar de las Hordas, sino que —al decir de las gentes— éstas habían tenido que defenderse de él.
Por tal motivo, dispusiéronse grandes festejos —aunque la economía del país no lo aconsejaba—, y Volodioso apareció radiante a la Puerta Volinka —llamada así en honor de su madre, ya que era la más grande e importante de la ciudad— y al frente de sus soldados. Éstos se veían tan abatidos y destrozados por la lucha, que ningún orgullo asomaba a sus rostros; antes bien, dejaban traslucir un gran desfallecimiento. Pues aquella inútil aventura había costado muchas vidas, pérdidas y sufrimientos.
Nada de esto veía Volodioso; y así, proclamó cumplido su gran deseo de adentrarse en las estepas. En Olar se comentaba que, por fin, sus hombres habían llegado al Gran Río. Y allí divisaron una gran muralla, dispuesta de tal forma que hacía suponer que una gran ciudad se defendía tras ella. Pero antes de que pudieran acercársele, muchos guerreros salieron a su encuentro. Y tuvo lugar una gran batalla contra aquellos hombres, hasta que éstos fueron vencidos. Entonces, con gran asombro, comprobaron que la muralla inexpugnable no estaba hecha por manos humanas, sino que la componían enormes y extrañas rocas, y que no ocultaba ni protegía una ciudad, sino restos de un mísero pueblo tribal, compuesto de tiendas, toscos carros y cabañas de madera. A modo de empalizada, aquel poblado aparecía rodeado por lanzas que ostentaban clavados en la punta cráneos y cabelleras de guerreros vencidos, que ondeaban agoreramente entre la humareda.
El Rey, ardiendo de curiosidad, penetró en el siniestro círculo, cuando vio a un joven guerrero, ataviado como un jefe, que intentaba huir en un hermoso caballo negro. Le persiguió con saña, y cuando lo hubo apresado, e iba a degollarlo bajo sus rodillas, comprobó que no era un joven jefe —como su aspecto le hizo creer—, sino una joven mujer, de largas trenzas negras y ojos brillantes como carbones encendidos. Mucho le costó reducirla, y aún más encadenarla. Pero quedó fuertemente fascinado por la misteriosa mirada de la desconocida guerrera. Y con ella encadenada, como trofeo de guerra, entró en Olar.
Desde el primer instante en que los ojos de Ardid contemplaron a la mujer de las Hordas Feroces, sintió algo frío y afilado hundirse en su corazón.
Nunca había visto a nadie que, a pesar de hallarse encadenado, ofreciera, sobre su negro corcel, aire más arrogante y altivo. Había tal fuego en sus ojos, que casi resultaba imposible mantener su mirada. Ardid creyó ver un ave oscura y lenta cruzar el cielo de Olar. Y conteniendo un repentino temblor, avanzó hacia Volodioso. Pero el Rey apenas si le prestó atención. Besó su frente distraídamente, y en seguida mandó que preparasen un gran banquete para celebrar el triunfo, amén de que —como era de rigor— se abrieran dos fuentes de vino en la Plaza.
—Mi Señor, no tenemos reservas para tales dispendios —dijo Ardid—. Pensad cuánto ha costado esta última aventura.
—¿Qué decís? —gritó enfurecido Volodioso—. No sois vos quien da las órdenes en Olar, entendedlo bien.
Así, la trató por vez primera con rudeza. Y no pasó desapercibido a la sagaz mirada de Ardid que Volodioso sólo tenía ojos para su prisionera. Comprendió que todo cuanto hacía y decía era tan sólo para que ella viese cuán poderoso y fastuoso era su vencedor.
La Reina, entonces, se excusó, diciendo que no asistiría al banquete por hallarse muy fatigada por su avanzada maternidad. Al oírla, Volodioso se limitó a sonreír, y añadió:
—Así lo creo yo también. Id pues y reposad. Y no os preocupéis de otras cosas.
Con lo que Ardid se sintió humilladamente despedida.
Llena de amargura se retiró a su aposento, pero no podía conciliar el sueño. A sus oídos llegaban las voces de los que celebraban la victoria, tanto cortesanos como plebeyos. Asomada a las ventanas contempló, por sobre la ciudad, el cielo enrojecido por las hogueras con que el pueblo, bailando en torno, celebraba la victoria. Sólo el Lago, terso y negro, lleno de misteriosa calma, pareció refrescar el ardor de sus pensamientos. Al fin, no pudo contenerse y acercándose al hueco de la chimenea llamó al Trasgo, que acudió presuroso.
—Mi buen Trasgo —le dijo—, me siento muy pesada para seguiros por ahí, pero tened por seguro que deseo muy vivamente saber lo que hace el Rey esta noche.
—Con gusto te complaceré —dijo el Trasgo—, pues he visto traer grandes toneles de un vino rosado que todavía no he probado. Y a fe mía que esta noche me daré ese gusto.
—Tened prudencia —dijo Ardid, llena de inquietud—. Temo que alguien os pueda ver: ya sabéis que los hombres ebrios poseen, a veces, ciertas cualidades (aunque efímeras como el vapor del alcohol), y temo mucho por el avanzado estado de vuestra contaminación.
—No temas —dijo el Trasgo—. Mucho he de libar aún, para que cosa semejante me pille desprevenido. Te aseguro una vez más, querida niña, que no es tan grave mi situación.
—No todo lo fiéis al vino —dijo entonces Ardid en voz baja y triste—. Tened por seguro, querido Trasgo, que otros conductos pueden llevaros a la perdición.
—¡No será el amor! —rió el Trasgo—. Un Trasgo no es capaz de enamorarse de alguien tan feo, perdonadme, como una criatura humana.
—Ay, Trasgo —suspiró Ardid—, no sabéis de lo que habláis. No sólo esa clase de amor puede perderos, sino todo sentimiento dulce y cálido que haga crecer la Raíz Desconocida en tu pecho… Y en cuanto a lo que habláis de fealdad y hermosura, esas cosas poco o nada tienen que ver en ello. Ni tan siquiera la edad, o la maldad de un ser humano, pueden detener el crecimiento de esa maligna raíz: entendedlo bien.
Pero el Trasgo, sediento y presuroso, ya había desaparecido. Era casi amanecido cuando volvió. Y halló a la Reina en el mismo lugar junto a la chimenea, donde sólo unas débiles brasas lucían entre la ceniza. Estaba pálida y seria. Y por vez primera, pensó que la querida niña era una Reina y mujer de muy maduro entendimiento. Dijo entonces:
—Tengo buenas nuevas, querida niña. El Rey está atrapado por la pasión hacia esa Princesa salvaje; y de tal manera lo ha encadenado, que está dispuesto a tenerla aquí como amante, no como cautiva. Y bien dices que el corazón humano gasta malas pasadas: así, presa fácil será de toda suerte de venganzas (tuyas o de ella). Pues un hombre en tal estado es vulnerable a cualquier cosa. Mucho me he regocijado viendo cómo pretendía hacerse admirar de ella, mientras esa mujer le despreciaba con sus feroces ojos de asesina; y he visto cómo ocultaba un cuchillo entre los vestidos. ¿Sabes una cosa? El Rey le ha quitado las cadenas, la ha coronado con muérdago, y ha dicho que esta noche la conduzcan a su cámara. De suerte que, tenlo por seguro, no amanecerá un nuevo día para él: ella le hundirá entre las costillas, o donde mejor atine, su cuchillo. Y esta vez sí que no habrá Físico ni bebedizo que lo remienden.
Dicho lo cual, revoloteó por la cornisa, saltó dos o tres veces sobre el lecho de brasas, y desapareció de nuevo en la oscuridad de la chimenea.
Ardid se había levantado, temblando; sus labios estaban helados y sus manos también. Y no acertaba a decir palabra ni a moverse. De pronto sintió como si aquella raíz maligna de que hablara al Trasgo creciera dentro de ella: y un árbol poderoso extendió sus ramas y la invadió: y notaba en la sangre y en los labios su ácido zumo, agrio como las uvas verdes, embriagador como las uvas fermentadas. Y sin pararse en mientes ni razonar, abrió la puerta y corrió hacia la cámara Real. Y como sabía que la Guardia —aún— no iba a atreverse a impedirle el paso —era la Reina, al fin al cabo—, allí se fue; y ordenó que abrieran las puertas, y entró en la estancia igual que el huracán, dejando que los batientes golpearan contra el muro. Apartó entonces las cortinas, y vio cómo en aquel momento el Rey besaba a la mujer de las Hordas salvajes.
Apenas pudo entender Volodioso qué clase de vendaval furioso le arrebataba de los brazos a su prisionera, cuando vio unos ojos brillantes y oyó una voz que le decía, mientras sujetaba por las trenzas a la mujer esteparia:
—¿Tan necio eres que no ves lo que oculta entre las ropas? ¿No ves que quiere matarte?
El primer impulso del Rey fue mandarla decapitar. Pero al punto divisó el puñal en las manos de su prisionera, y se sosegó un tanto. Luego, volvióse iracundo hacia la Reina y dijo:
—Eres imprudente, Ardid. Nunca, esta noche, debiste entrar aquí. No te ha servido de nada tu sabiduría.
—¿No veis que os he salvado la vida? —dijo ella, temblando de ira.
—Eres necia —dijo el Rey con rabia. Y arrebatando el puñal de manos de las dos mujeres, lo arrojó por la ventana—. ¿Crees que soy tan estúpido como para no saberlo? Conozco muy bien todas las argucias femeninas. Y ésta prestaba nuevos bríos y alicientes a este lance. Parece increíble que me hayáis supuesto tan estúpido, y que lo hayáis sido vos también.
Ardid, desfallecida, notó cómo sus labios temblaban, y no podía pronunciar palabra.
—Así que márchate en buena hora, estúpida mujer —dijo—. Y no vuelvas a entrometerte en mis asuntos, si quieres vivir en paz.
Con estas palabras la despidió aquella madrugada. Y Ardid en lo profundo de su corazón supo que era para siempre.
Desde aquella hora, el Rey no volvió a dirigir la palabra a Ardid, ni a acordarse tan siquiera de ella. Sólo tenía pensamiento para su feroz enemiga, que no desperdiciaba ocasión de demostrarle su odio. Y cuanto mayor era el odio de ella, más grande era la pasión del Rey, de forma que toda la Corte estaba asustada.
Tuso consideraba aún imprudente entrometerse en aquella situación, si bien ésta comenzaba a inquietarle. Volodioso había mandado alojar a la prisionera en una cámara contigua a la suya, y cubrirla de adornos y vestidos. A cambio, sólo desprecio recibía de la misteriosa mujer, a quien jamás oyó la voz.
Así estaban las cosas cuando Ardid decidió por su cuenta hallar la solución. Sabía que, a pesar de los halagos que recibía del Rey, de hecho, la mujer de las Hordas salvajes permanecía prisionera. Y aún más, de nuevo permanecía con las manos atadas a la espalda, pues de no ser así, arañaba con tal furia que el Rey mostró en su rostro las huellas de sus garras, como si una alimaña hubiera desgarrado su carne. Y teniendo noticia de que la mujer esteparia sólo tenía ojos para mirar hacia el Este, asomada a la ventana, Ardid reflexionó que la mejor solución para deshacerse de ella era consiguiendo que escapase.
Eligió una tarde en que el Rey, despechado y taciturno, salió de caza con su hermano Almíbar. Ardid penetró entonces en la cámara de su Maestro y le pidió, con lágrimas en los ojos, polvos de adormidera amañados en vapor, para con ello dormir a la Guardia encargada de la vigilancia de la prisionera. El viejo sintió de improviso un gran temor, y le dijo:
—¿Cómo es eso, niña? ¿Qué leo en tus ojos? ¿Qué es lo que así te aflige? Debías sentirte feliz viendo a tu enemigo en manos de esa fiera que, a buen seguro, un día u otro, acabará con su vida: y de este modo, a fuer de satisfecha tu venganza, te verás Reina y madre de un legítimo heredero. ¿Qué más puedes desear?
—Calla Maestro, y nada me preguntéis —dijo ella—. Sólo os pido que, por el gran cariño que me tenéis, lo hagáis.
El viejo movió la cabeza con pesar. Al fin, laboriosamente, hizo lo que ella pedía. Pero con evidente disgusto, pues aquellas mescolanzas eran cosa propia de aficionados sin categoría alguna, e impropio de un sabio de altura como él.
Ardid se aproximó a la cámara donde guardaban a la prisionera, y esparciendo el vapor del sueño, los soldados quedaron totalmente atrapados en las redes de un profundo sopor. Luego, entró en la cámara, y por señas, indicó a la Princesa que la siguiera. Ésta la miró fijamente a los ojos, y un hilo invisible, pero cierto, pareció enlazar sus miradas. A partir de ese instante, se limitó a obedecer.
Ardid la condujo a las caballerizas; y usando nuevamente del vapor del sueño, durmió a todo sirviente, mozo o palafrenero que halló al pasar. Y desatando el hermoso corcel negro de la mujer esteparia, que celosamente conservaba el Rey en sus caballerizas, indicó a su dueña que lo montase. Ésta lo hizo inmediatamente de un ágil salto. Luego, Ardid condujo con gran cuidado montura y amazona hacia la parte Sur, allí donde plantara un día su jardín: y por la secreta puertecilla medio oculta entre la maleza, la invitó a salir. Sólo entonces cortó, con su cuchillito, las ligaduras de sus manos. Entonces, la prisionera la miró de nuevo con sus relampagueantes ojos y, poniéndole una mano sobre el hombro, pronunció en voz baja unas palabras en la lengua de Olar, que asombraron a Ardid:
—No ames al lobo, ¡destrúyelo! —dijo. E hincando los talones en los ijares de su corcel, se perdió velozmente en la oscuridad, hacia el añorado Este.
Aquellas palabras se clavaron profundamente en el corazón de Ardid. Llena de temor y sombríos presentimientos, regresó y se encerró nuevamente en su cámara.
El Rey Volodioso quedó consternado al conocer la desaparición de la muchacha esteparia. Pero como nadie había visto lo sucedido, y nadie podía dar razón de cómo ocurrió, y dado que la Guardia permanecía impertérrita a su puerta, y ésta aparecía sin huellas de haber sido forzada, un escalofrío de temor recorrió los huesos de todos los habitantes del Castillo, hasta el último pinche de cocina, sin exceptuar al propio Volodioso. Tuso, que abrigaba sus temores respecto a la Princesa Guerrera, dijo al Rey:
—No tengáis ahora duda alguna, esa mujer era una bruja maligna, y sólo pesar os hubiera traído el conservarla.
El Rey quedó muy mohíno. Estuvo todo el día a solas, sin querer ver a nadie, ni comer; sólo bebiendo, hasta muy avanzado el alba.
Al día siguiente, Ardid acudió a ver a su esposo, con aire falsamente humilde y afectuoso. Pero el Rey la recibió con desvío, y apenas le prestó atención. Así ocurrió un día tras otro. Hasta llegar uno en que Ardid perdió totalmente la paciencia, y encarándose a él, le dijo:
—Habéis de saber, esposo mío, que si indudablemente habéis sido un gran Rey, en la actualidad estáis destruyendo todo lo que hicisteis. Por vuestros estúpidos caprichos y vuestra manía de andar a la zaga de unas gentes que más nos conviene tener alejadas, debo deciros que si no fuera gracias a mi gran astucia el país no se hubiera salvado de la ruina y la miseria. A estas horas no seríais sino un Rey mendigo, perseguido hasta la muerte por vuestros enemigos, que, no lo dudéis, son muchos. Y tened por seguro que si esa mala víbora no hubiera desaparecido por artes de una magia repugnante que desconozco y desprecio, es muy cierto que vuestra ridícula pasión de viejo por un ser semejante, os hubiera llevado a muy graves situaciones.
—¿Queréis callar de una vez? —dijo el Rey, que ni siquiera mostraba cólera, sino un profundo hastío—. ¡Esposa teníais que ser, al fin y al cabo! ¿Cómo pude caer en red semejante? Sabed, estúpida y charlatana criatura, que nunca podréis entender, con vuestra infantil forma de pensar, lo que en verdad suponía para mí la Princesa de las Hordas. Ella no era para mí una mujer: era la misma estepa, la tierra desconocida, la enorme ignorancia que me tortura por lo que no ven mis ojos, ni tocan mis manos. No, no era una mujer tan sólo: era el misterio, la pasión de conquistar lo desconocido: era el último jirón de mi juventud.
La Reina quedó muda de estupor. No comprendía aquellas palabras. Nunca oyó una perorata tan larga en labios del Rey, y comprobó que no estaba borracho. Súbitamente le vio despojado de toda su realeza, fuerza y poder: sólo era un hombre perdido en muy vasta y estremecedora soledad.
—Pues entonces —dijo Ardid, lo más suavemente que le fue posible—, pensad que vuestra esposa es muy joven, y que pronto os dará un hijo hermoso y fuerte.
—¡Dejadme, he dicho! —se impacientó el Rey—. Nada me importan esas cosas. ¡Dejadme solo!
Entonces Ardid cometió el gran error de su vida: insistir con su presencia y sus palabras en el momento más inadecuado, de forma que destrozó la soledad, que en verdad el Rey amaba. Y viendo que el Rey se impacientaba, la ira la dominó a su vez, y levantándose, gritó:
—¡Sois tan estúpido y majadero como jamás conocí a nadie, Rey Volodioso! Y tened por seguro que esa maldita se llevó lo que os quedaba de juventud, con ser bien poco; porque sólo a un viejo idiota contemplo ante mí, no al magnífico Rey con quien creí casarme. ¡Os juro que vengaré este desprecio, y que mi hijo será un verdadero Rey, y no una piltrafa borracha y enamoradiza capaz de llevar a la ruina un país conseguido a través de tanta sangre y tanto sacrificio!
Entonces el Rey perdió toda la paciencia que le quedaba, y llenándose de furor como de un vino más poderoso que ninguno, llamó a grandes voces venir la Guardia, y ordenó que la Reina fuese encerrada de por vida en la Torre Este. Y que jamás oyera hablar de ella. Luego, llamó a su hermano Almíbar —por ser el único en quien confiaba, y por haberlo dotado de soldados muy bien dispuestos y aguerridos—, y díjole:
—A ti te confío el cuidado de esa arpía, a quien no mando decapitar por dos únicas razones: primero, porque sus consejos son necesarios para la economía del país (y en su encierro, deberá seguir proporcionándolos); segundo, porque está a punto de traer al mundo un hijo mío, y nadie sabe aún cómo será. Pero entiende bien, Almíbar, que la Reina no debe pisar jamás otro suelo que el de sus estancias, ni salir de la Torre, ni recibir a persona alguna sino a ti; y sólo llevará con ella dos doncellas. No quiero oír su nombre en lo que me resta de vida. Y cuando el hijo que lleva —si es varón— tenga edad de presentarse a mí —y juicio suficiente para responder a mis preguntas, y fuerza para manejar la espada—, me lo traéis; y si veo en él alguna cosa buena, lo tendré conmigo. Y si no, decidiré a su tiempo cuál será su destino.
Dicho lo cual, se apagó la estrella ascendente de la Reina Ardid. Vivió en la oscuridad, olvidada de todos, durante seis largos años.