IV. HISTORIA DE LA PEQUEÑA ARDID

Al Sur de Lorenta, y en tierras costeras como ésta, existió un rico y hermoso dominio, propiedad de un barón belicoso e inquieto llamado Ansélico. Aunque era menos poderoso que Lorenta, y pese a que sus viñedos no tenían comparación —ni en calidad ni en cantidad— a los del infortunado Almino, la conquista de tal lugar dio más quebraderos de cabeza a Volodioso que todas las tierras del Sur juntas. Mucho tiempo le llevó dominarla por entero.

Pese a que las expeditivas maneras del Rey de Olar no daban, en términos generales, ocasión, tiempo ni ánimos suficientes para oponerse a su pertinaz manía de engrandecer su Reino, en aquella circunstancia Volodioso se enfrentó a un hombre que ostentaba curiosas similitudes consigo mismo. Ansélico era tan ambicioso, testarudo y soberbio como él. Como él, imponía su voluntad inapelable allí donde pisaba; y, como él, era más temido que amado. Pero también como él —y a diferencia de la mayoría de los nobles señores—, Ansélico sentía una viva curiosidad y un gran respeto por la ciencia, e incluso por la brujería, en cualquiera de sus manifestaciones. Como Volodioso, gozaba y estimaba el precioso don del vino, que acumulaba en los subterráneos de su Castillo y que a menudo visitaba. Acompañado de su Copero en tan placenteras expediciones, en ocasiones solía dedicar a sus mejores mostos nombres tan dulces y tan amorosas miradas que, a buen seguro, contribuían así a la buena marcha de su proceso y mejoraban su calidad. Por lo menos, así lo creía él, y acaso no le faltaba su pizca de razón.

Tenía Ansélico tres hijos varones, robustos, turbulentos y buenos catadores de vino como él. Y con gran diferencia de edad, una hijita a quien todos adoraban, pues era lista y graciosa como una ardilla. Añadíanse a estos dones personales, la triste circunstancia de que la madre murió cuando la niña contaba apenas tres años, y, acrecentada por tan malaventura, la escondida ternura de padre y hermanos se centró totalmente en ella.

Cinco años tenía esta criatura cuando llegaron a tierras de Ansélico malas nuevas portadoras de la invasión inesperada del lejano Rey de Olar. Ansélico —según queda dicho— era hombre alimentado por muy parecidos acicates a los que se abandonaba su enemigo, y, al igual que él, sustentaba idénticas convicciones de propiedad, dominio y engrandecimiento. Ambas fuerzas y ambos hombres chocaron, pues, con singular saña.

Pero a diferencia de Volodioso, la milicia de Ansélico —compuesta de pequeños terratenientes en irrisorio número, campesinos-soldados de famélica catadura y escaso entusiasmo por defender unos ideales e incluso un terruño que, gravado por gabelas, impuestos y toda clase de abusos, apenas les daba para mal vivir— componía un simulacro de ejército muy inferior al corajudo, bien disciplinado y mejor armado de Volodioso. Si la tropa de Ansélico salía bien parada en sus escaramuzas contra los piratas costeros, o en las frecuentes rencillas con otros barones o nobles señores, a la larga —y pese a su heroica y aun desesperada resistencia—, al término de tan desigual lid, el Rey Soldado de Olar venció rotundamente.

Cuando los oponentes de Volodioso resultaban gentes pacíficas, de manso espíritu o fácil rendición, mostrábase con los vencidos sumamente desdeñoso, pero, paradójicamente, suave en el castigo y, en algún caso, hasta magnánimo. Por contra, si el enemigo se revelaba valiente, indómito y heroico, ganábase de inmediato la profunda admiración y aun el íntimo respeto del Rey de Olar, mas —misterios de la humana naturaleza—, en tales ocasiones, los vencidos eran tratados con el mayor rigor imaginable. Y sin temor de falsear los hechos, puede asegurarse que cuanto más gallardos y valerosos se mostraron con él, llevaba su venganza a la más horrible crueldad, aunque él la llamase ejemplar, aleccionadora y muy justo escarmiento.

No hace falta decir, por tanto, cómo se condujo Volodioso tras la derrota de Ansélico. Al Barón, malherido como estaba, hubieron de izarlo dos soldados, para que se mantuviese con honor en la operación de arrancarle los ojos. Sus dos hijos mayores —para su bien— habían muerto en el transcurso de la lucha. El menor, que contaba doce años y era un hermoso niño de rizos rubios y fiera mirada, fue conducido junto a su padre —ya cegado— a la plaza pública, y allí ambos fueron decapitados. Después, Volodioso ordenó clavar las dos cabezas en sendas lanzas y exponerlas en lo alto del torreón más alto del Castillo de Ansélico —reducido ya a puras ruinas—, para escarmiento de los que aún se imaginaran capaces de oponer fuerza o argumentaciones a sus deseos.

Luego mandó incendiar todas las chozas, villas y burgos del Dominio, y pasó a cuchillo a señores y villanos. Los pocos soldados y algún aterrorizado campesino que aún quedaban con vida, se apresuraron a pedir clemencia a Volodioso: juraron que sólo a la fuerza combatieron contra él, y que a su vez, ansiaban engrosar las filas de su victoriosa y legendaria milicia. Volodioso eligió a los que consideró más fuertes o con buena disposición para el manejo de las armas. Llevado de sus ocultas e insatisfechas ansias de cultura, salvó a quienes sabían leer y escribir y a los expertos en hierbas o ungüentos contra las heridas infecciosas. Los demás siguieron la suerte de sus señores. Y tal como el Físico de la tropa aconsejó —pues de un tiempo a esta parte, allí donde él y su ejército pisaban, desencadenábanse pestíferas epidemias que comenzaban a mermar sus propias filas—, Volodioso ordenó que amontonasen todos los cadáveres, para luego prenderles fuego.

Una vez cumplidos estos requisitos —que en el fondo le aburrían y ejecutaba con la rutina que se desprende de la árida burocracia de la guerra—, partió de nuevo y prosiguió su incontenible marcha hacia el Sur de igual guisa, hasta dominarlo por entero.

Pero cuando el último de sus soldados se perdió tras la polvareda y el grasiento humo negro que esparcía al viento un olor monstruosamente suculento, parecido al de un inmenso asado, Volodioso y sus hombres ignoraban que en aquel informe montón de ardientes ruinas que fuera dominio de Ansélico, dos seres se ocultaban y vivían todavía. Y no sólo vivían, sino que serían parte activa —y aun trascendental—, no sólo de su vida, sino de la historia de su Reino.

Cuando el pavor de la invasión del Sur por Volodioso llegó hasta Ansélico, éste había mandado llamar a un anciano que con él moraba en el Castillo y a quien todos llamaban el Hechicero. Este hombre gozaba de gran prestigio y consideración en la pequeña Corte de Ansélico. Y el mismo Barón sentía hacia él veneración y afecto muy profundos.

El anciano llegó a aquellas costas cuando Ansélico era todavía un adolescente. Según decían, el Hechicero arribó mal asido a una rudimentaria balsa y convertido en un puro despojo. Le recogieron unos pescadores de corazón compasivo: diéronle vino para reanimarle, ropas con que cubrir su descarnado cuerpo y techo donde cobijar sus infortunios. En pago, el náufrago curó a la hija de aquel matrimonio, pues desde hacía tiempo sufría los maléficos influjos de la Dama de la Montaña, bruja perversa y caprichosa que, al parecer se entretenía pinchando a las mozuelas durante el sueño, hasta cubrirlas de purulentos granos que afeaban su rostro y condenarlas así a la soltería —e inclusive virginidad— perpetua.

El Hechicero contempló el rostro de la muchacha, que bajo la confusión de tanto grano se adivinaba gracioso y atractivo. Pidió una olla de barro, raspaduras de uña, cenizas de sarmiento y el ojo de una lechuza. Partió luego hacia la montaña donde reinaba la susodicha Dama y, al cabo de tres días, regresó con una bolsita repleta de hierbajos. Mantuvo el estupefacto y desvalido ojo de la lechuza macerándose en vino blanco durante tres noches de luna llena. Lo desmenuzó y mezcló luego, concienzudamente, a la ceniza y las raspaduras, y añadióles una pizca de tomillo, tres granos de comino y un buchecito de agua salada. Después, en una olla, sobre el fuego del hogar, dejó evaporar estas cosas. Una vez todo se redujo a pura miseria, lo arrojó al fuego, pero al mismo tiempo, con ambas manos extendidas sobre las llamas, pronunció una secreta letanía. Entonces, éstas se volvieron azules, luego verdes y cuando el Hechicero las retiró, el asombrado matrimonio de pescadores comprobó que las palmas del náufrago lucían con un bello fulgor marítimo. Llegado a este punto, pasó tan singulares palmas por el rostro de la doncella, y toda espinilla, purulencia, grano o similar, desaparecieron. Los pescadores se hicieron lenguas del prodigio y, desde entonces, el Hechicero fue muy solicitado.

Así estaban las cosas cuando el padre de Ansélico decayó víctima de calenturas y alucinaciones, a causa, al parecer, de una mala úlcera que se le abrió en la pierna. No había físico, curandero ni gente alguna que pudiera aliviarle, hasta que, cierto día, el entonces joven Ansélico oyó hablar del prodigioso náufrago y fue en su busca. Le llevó al Castillo y condujo hasta el lecho de su delirante padre. Éste aullaba completamente desnudo, aferrándose a cuanto alcanzaban sus manos y asegurando que el Diablo le perseguía para obligarle a comer un plato de potaje de coles —bazofia que aborrecía.

El Hechicero tomó con suavidad al enfermo por las muñecas, cubrió sus vergüenzas —pues era hombre muy recatado—, le condujo al lecho y le habló dulcemente hasta aplacar su terror. Luego pidió agua hirviendo, un puñal de hierro y unos granos de pimienta. Con estas cosas y ciertas hierbas que extrajo de su túnica, hizo algunas cocciones en un gran perol, hasta que el puñal se volvió rojo, luego azul y, al fin, de ningún color: desapareció. Así, con el puñal diluido en aquel caldo hirviente, el Hechicero lo arrojó sobre la pierna enferma y, como es presumible, abrasó la úlcera —y la pierna—. Difícil sería describir los aullidos y blasfemias que, en tumulto, se precipitaron a través de los labios del encamado. No obstante, y una vez se enfrió lo que quedaba de la pierna, el infeliz sonrió aliviado, y luego se durmió.

Al despertar, pidió a grandes voces trajeran a su presencia al Hechicero: tomó su blanca cabeza entre ambas manos y besó su frente repetidas veces. Luego, juró que moderaría sus costumbres y que sería generoso con quienes dependían de él. Repuesto de tales espantos —pues no sabía si le atemorizaban más los aullidos del anciano o sus muestras de afecto—, el Hechicero envolvió en tiras de lienzo, untadas con manteca de sapo, los restos de lo que otrora fue pierna. Y al cabo de un mes, la carne había crecido sobre el hueso, y el Barón pudo patear a gusto el trasero de sus sirvientes, como en sus tiempos más gozosos. Y mientras que, a despecho de anteriores arrepentimientos, los villanos y campesinos seguían sustentándose de míseras coles, la pierna del viejo Barón tornosse de tal fuerza y firmeza, que con ella ganó prestigio y leyenda hasta el fin de su vida. Desde entonces, el Hechicero se instaló en el Castillo y allí se dedicó a instruir al desazonado y turbulento Ansélico, no sólo en las letras sino en alguna otra cosilla, tal como matemáticas y astrología, materias en que el anciano mostrábase verdaderamente sabio.

Por todo ello, y hasta el espantoso fin de sus días, Ansélico le guardó a su lado con la misma veneración y respeto con que lo hiciera su padre. Antes de ese fin, empero, habían ocurrido dos cosas: el día en que murió el viejo Barón, el Hechicero llamó aparte a Ansélico y, llevándole frente al cadáver —que como era costumbre, permanecía expuesto en el Patio de Armas para que vasallos, sirvientes y campesinos pudieran rendirle póstumo homenaje—, le dijo: «Ansélico, toma tu daga y abre de arriba abajo la pierna de tu padre: aquella que yo curé». Ansélico notó que se le erizaban los cabellos. «¿Por qué? No me atrevo», farfulló. «Haz como te digo», insistió el Hechicero. Venciendo su pavor y repugnancia, Ansélico obedeció. Y ante su asombro, apareció, pegado a la tibia paterna, el famoso puñal de hierro. «Tómalo ahora —dijo el Hechicero—, y bésalo». Anonadado y, venciendo su náusea, Ansélico besó el puñal, y entonces, la incisión que él practicara, y que mantenía abierta la pierna, cerróse por sí sola y no veíase allí costura ni juntura alguna. El anciano Barón fue enterrado, y sólo entonces el Hechicero confesó a su hijo que, si no hubiera extraído el arma, su beneficiario hubiérase precipitado de cabeza al Reino de las Tinieblas Irremisibles. «Guarda ese puñal —dijo el Hechicero—. Algún día te será útil». Así lo hizo el joven Barón, y lleno de respetuoso pánico nada más preguntó.

Cuando llegó la devastadora noticia del avance de Volodioso y su Ejército hacia tierras de Ansélico, éste llamó aparte a su Maestro Hechicero y le dijo: «Grandes luchas, de incierto resultado, se avecinan. Tengo, como sabes, tres hijos varones, adiestrados en el honor y la espada, y conmigo los llevaré para que cumplan con su deber. Pero a mi hijita, quiero preservarla de todo mal. Dime, pues, qué debo hacer para protegeros a ti y a ella de toda calamidad, pues desde este momento te nombro su Guardián».

El anciano reflexionó, mientras su corazón desfallecía: en parte a causa del temor que tal guerra le inspiraba, dado que no era —ni jamás hizo alarde de tal cosa— hombre inclinado a la espada, y en parte por el hecho de que si alguien había logrado despertar su corazón de las distancias afectivas en que lo mantenían estudios y adivinaciones, ésa era, precisamente, aquella niña. La adoraba hasta tal punto que, siendo como era de sustancia cobarde y débil, no hubiera vacilado en empuñar la espada —aun desaguisadamente— por defender su vida. Si fuera preciso, se sobreentiende.

Tal inclinación no se debía únicamente a la gracia y el encanto de aquella criatura. Algo había que el anciano Hechicero guardaba en lo hondo de su corazón y que tuvo lugar a partir del día en que le confiara Ansélico la educación de sus hijos varones. Pronto apreció el Maestro que los muchachos no habían heredado las ansias de saber y conocer del padre. Antes bien, sospechábalos en la línea del abuelo, pues con toda evidencia hallaban más gusto en empuñar la espada que en tomar los libros. Cierto día, y por casualidad, descubrió que en el transcurso de tan mal aprovechadas lecciones, ocultándose bajo la mesa o tras los tapices, bullía y escuchaba con ansia la hermana pequeña. Poco a poco, fue descubriendo el interés y la sed que sus lecciones despertaban en los grandes y oscuros ojos de la niña. Un estremecimiento desconocido, mezcla de ternura y orgullo, le caló hasta los puros huesos y, desde entonces, cautamente, y a espaldas de su padre y hermanos, comenzó a instruir a la tierna niña.

En verdad, quedó maravillado de la rara y aun prodigiosa inteligencia de tan menguado ser. No sólo había aprendido a leer y escribir ella sola —meramente oyendo y observando a sus desaplicados hermanos—, sino que a partir de aquel día y bajo sus enseñanzas, a los cinco años conocía el latín, algo de griego, amén de ciertos conocimientos de geografía y botánica. Y aún más: la inició —vista la fruición de la niña en aprender— en otras disciplinas y atisbos que iban más allá de la astrología y matemáticas, materias en que, por otra parte, dio evidentes muestras de aprovechamiento. Y al fin llegó al descubrimiento maravilloso: en el fondo de sus redondas y bellas pupilas, aquella niña poseía la luz especial y muy raramente concedida —de milenio en milenio— a ciertos seres: la luz secreta y prodigiosa que proviene del ardiente Goteo Estelar.

Y así, el anciano adoró a la niña, y la niña a él. Solían refugiarse en la cámara del anciano, y allí, mordisqueando frutas y dulces, pasaban largos ratos, transidos de infinita curiosidad o encandilados en atisbos de sabiduría. A veces, sorprendíales así la aurora: la niña en el regazo de su Maestro, y vencidos ambos por la implacable necesidad de reposo que mortifica a la humana naturaleza.

Por todas estas cosas, al oír las palabras de Ansélico, el corazón del Hechicero también rebosaba amargura, pues según decía quien bien conocía los hechos, brutales gentes se aproximaban, dispuestas a turbar tan lúcidas y placenteras enseñanzas, tan furtivos e inocentísimos contubernios. Reprimiendo unas lágrimas, donde se embarullaban enternecimiento y pavor a partes iguales, el anciano logró al fin musitar: «Hijo mío —así llamaba a Ansélico, dado que no sólo fue su Maestro, sino medio-padre de aquel congestionado y algo adiposo Barón (que otrora mostróse curioso olfateador de más espirituales apetencias)—, es muy grave cuanto me dices. Y mucho te agradezco la confianza y el honor que me dispensas encomendando a mi custodia el más preciado tesoro de tu casa. Así pues, tráeme aquel puñal de hierro (símbolo de nuestro afecto) que tras la muerte de tu padre te mandé guardar». Ansélico obedeció prestamente, y una vez el anciano tomó el puñal, con él en alto se arrodilló y, vuelto, según explicó, «hacia la conjunción Oriente-Occidente», le instó a imitarle, con lo que confundió a Ansélico, ya que éste no atinaba a comprender hacia dónde debía enfocar tal postura. No obstante, hizo lo que viera hacer al anciano, aun sin entender nada. De tan misteriosa guisa postrado, el anciano clamó con grito semejante al agónico del cisne herido. Luego, resplandeció el puñal, saltó de sus manos y, como un pájaro, les condujo por escaleras y vericuetos del Castillo hasta llegar a las mazmorras. Allí se clavó —como si de manteca y no de piedras se tratase— en uno de los muros. «Éste es el camino», informó con rostro transfigurado el anciano.

De inmediato ordenó trajesen picos y mazas, pero advirtiendo hicieran estas cosas en tal secreto, que sólo Ansélico y sus hijos debían conocerlas. De modo que padre e hijos picaron y golpearon hasta arrancar unas piedras del muro, y ante sus ojos apareció una puertecilla, mohosa por los años, que conducía al único pasadizo verdaderamente secreto del Castillo. Por un angosto corredor, tras muchos vericuetos, el pasadizo ascendía hasta desembocar en una amplia gruta sobre el mar. Allí, mandó el Hechicero colocar dos yacijas, víveres, velas y otros enseres, de forma que en tan recóndito escondrijo pudieran habitar la niña y él. Al menos, en tanto no se despejara el sombrío futuro del país.

Cuando el avance de Volodioso y su ejército hacia el dominio de Ansélico constituyó por fin algo tan implacable como evidente, el Hechicero llamó a la niña. En un cofrecito, le ordenó guardar sus ropas y cuanto estimase ella como más preciado —y en él cupiese—. Llegado este desdichado instante, su padre y hermanos la besaron, y con mucho pesar la despidieron. Y precisa señalarse —pese a desvelar con ello la pudorosa intimidad de tan rudos guerreros—, que temblaban sus labios con mucha emoción al hacerlo. Entonces, el hermano menor, aquel rubio y fiero niño, a quien la suerte destinó morir horrorosa, aunque digna y altivamente junto a su padre, dijo: «No olvides llevar contigo el soldado que te fabriqué». «No lo he olvidado», respondió la pequeña: y extrajo del cofre un soldadito tallado en madera, cuyas piernas y brazos, mediante ingeniosas cuerdas, podían moverse con gracia. Luego, la niña besó y abrazó a su padre y hermanos y, tomando la mano del Maestro, con gravedad y compostura digna de su altiva estirpe —que a decir verdad, llenó de orgullo a sus familiares—, desaparecieron tras la recién descubierta puertecilla. Ansélico y sus hijos, entonces, volvieron a ocultarla bajo las piedras, de forma que nadie pudiera sospechar ni adivinar su existencia.

Por su parte, el Hechicero llevó consigo algunos víveres, agua y el arca donde guardaba todos sus tesoros: voluminosos rollos de pergaminos, fajos de recetas, mejunjes, polen, semillas, mandrágora, resplandor de luciérnagas, escudillas con agua pantanosa y algunas aparentes fruslerías, tan misteriosas como indescifrables.

2

El tiempo pasó, y fue esparciendo toda clase de calamidades por tierras de Ansélico. Parecía como si un negro vendaval sacudiese todo cuanto hallaba a su paso, salpicando de incendio y hedor a muerte su camino. Pero en tanto se sucedían estas desdichas, el Hechicero y su pequeña discípula permanecieron ocultos en la gruta, a salvo e ignorados de todos.

Días llegaron en que, a través de la hojarasca y espinos que cubrían la entrada de la cueva, penetraron hasta sus oídos los clamores de la guerra y las luchas: gritos enfurecidos, galopes de caballos, lamentos de agonía o ira, humo de incendios y, al fin, el gran silencio de la sangre perdida.

Hasta que un buen día pareció restablecida la calma. El Hechicero se decidió, tembloroso, a apartar tímidamente los espinosos ramajes, y asomó la cabeza al exterior. Descubrió entonces que se hallaban en un punto elevado sobre el mar y, mudo de horror y pena, contempló las ruinas de lo que fueran Castillo, campos labrados y viñedos. La humareda negra y el hedor que emponzoñaban el aire medio le asfixiaron, y, dejándose caer en el suelo de la gruta, lloró por la pérdida de todas estas cosas, con gran sentimiento.

Sólo cuando la humareda se esponjó y huyó hacia el Este, se hizo visible entre tanta ruina la bandera de Olar con sus odiadas enseñas en la torre más alta del Castillo; y ensartadas en lanzas, se recortaban contra el cielo las cabezas de Ansélico y su hijo menor. A éste le reconoció por el oro de sus bucles: como un reto a la muerte, flameaban aún al viento y al sol. El corazón del Hechicero desfalleció y, lívido, cayó cuan largo era —no mucho, en verdad—, gimiendo como un pájaro a quien arrebatan su nido.

La niña, que dentro de la cueva se entretenía jugando con el soldadito fabricado por su hermano, contempló con estupor aquellas inusitadas demostraciones. Y advirtiendo las lágrimas que sin rebozo alguno dejaba fluir de sus ojos el ponderado Maestro, se aproximó a él, apartó las greñas de su frente, enjugó aquel torrencial relajamiento con el borde del vestido, y opinó:

—No lloréis, Maestro: es malo para la salud.

El Hechicero acarició su carita de manzana y, sorbiendo las lágrimas que, pertinaces, seguían fluyendo tumultuosamente de sus ojos, murmuró:

—Querida niña, ¡estamos perdidos!

La pequeña quedó pensativa. Y a poco, comprendiendo que el Hechicero, como vulgarmente se dice, no levantaba cabeza, se aprestó a ofrecerle algo de pan y queso, al tiempo que consideraba:

—No temáis, Maestro, aún quedan suficientes alimentos para resistir algún tiempo.

El desventurado Maestro rechazó la comida. Y luego, muy poco a poco, y sazonando con su llanto tan pavoroso informe, como mejor pudo fue convenciendo a la niña de que no era a tenor de la escasez de víveres, ni por hallarse prácticamente harto de pan y queso, que ofrecía tan impúdicamente a sus pesares. La verdadera causa de su desesperación era fruto de la cruel y sanguinaria derrota que acababa de constatar.

La niña le escuchó atentamente, sentada en sus rodillas. Y cuando al fin comprendió cuanto había ocurrido, salió corriendo y se detuvo, muda y pálida, a la entrada de la gruta.

Lo primero que distinguió en el ansiado cielo fue la silueta de dos cabezas que negreaban sobre el carmín del crepúsculo. El último sol arrancaba un oro leonado y raramente infantil a la de aquel que fabricara su único juguete. Estuvo así, con ambas manos apretadas en los espinos que hasta entonces la ocultaban, sin sentir el dolor ni la sangre en sus dedos. Y, transcurrido un tiempo, cuyo silencio azotaba sólo la ira del mar, dio pruebas de ser —si bien que la única— muy auténtica heredera de tan indómita como dura estirpe. Con sus labios gordezuelos tan blancos como jamás se vieran antes, se sentó en la hierba y, sólo entonces, cerró los ojos. Ni una sola lágrima brotó de ellos y jamás nadie la vio llorar aquellas muertes. Por las rojas praderas de sus párpados cerrados huían tres corceles, espoleados por tres lindos muchachos, y el menor de los tres, al viento el oro de sus rizos, le gritaba: «Hermanita, no olvides el soldadito que tallé para ti».

—No llores más, Maestro —dijo, al fin—. Yo te juro que, un día u otro, nos vengaremos de Volodioso.

Luego, ordenó al Hechicero que desprendiera las cabezas de su padre y su hermano y que las sepultara en aquella misma gruta donde estaban.

—¿Cómo quieres, niña, que suba ahí arriba? —se horrorizó el anciano—. Tú sabes que además de desgarrarme las entrañas y las ropas, soy viejo y torpe, y no puedo trepar hasta tan alto sin caer y matarme, de puro vértigo y dolor.

Pero la niña le miró fijamente y dijo, con resolución:

—Sí puedes, Maestro: yo te vi, un día, formar la nubecilla en tu cámara secreta. Porque, para verte trabajar, cuando creías que dormía te espiaba por el hueco de la cerradura.

—¿Cómo es posible? —se lamentó el Hechicero—. ¿Tú sabes a qué peligros te has expuesto en ello, criatura? ¡Podías haber quedado ciega, si te hubiese descubierto!

—No es verdad —respondió ella moviendo la cabeza, mientras sus trenzas bailaban—. No hubieras hecho eso, y yo lo sabía.

—¡Bien sabes cuánto te quiero! —dijo el Hechicero, contemplando su carita redonda, donde dos ojos brillantes y sagaces le intimidaban—, pero no debes abusar de este cariño.

Suspiró, y añadió:

—Sí, eres la criatura más lista e inteligente que he conocido, y por ello te quiero como un padre. Eres más inteligente, no sólo que tus desdichados padre y hermanos, sino que toda otra criatura, y así escribes y lees de corrido y conoces tantas otras cosas a una edad tan tierna. Pero tan sólo eres una niña y tan sólo en una mujer te convertirás (si vives, como espero, para ello). Por tanto, debes ocultar cuanto sabes y conoces, si deseas salir con bien de tanta maldad y estupidez como reinan en el mundo. Debo velar por ti, como me encomendó tu padre. Si fueras un muchacho, te enviaría a un convento para que allí te instruyesen, pero siendo como eres una niña, mal me parece encerrarte en la Abadía Blanca: pues tengo a esas mujeres por necias y perezosas, y mucho me temo que serías muy infeliz entre ellas. Mejor será que desde ahora nos defendamos y permanezcamos juntos como mejor podamos. Y ya que, según veo, tanto conoces de mis habilidades ocultas, podré dedicarme al estudio de esos conocimientos y prácticas sin necesidad de ocultarme, y gracias a ellos, de una manera u otra, quizá podamos sobrevivir hasta que tengas edad de valerte por ti misma.

Volvió a suspirar, y al fin decidió:

—Lo primero que vamos a hacer es buscarte un nombre por el que nadie te reconozca: pues atino que el que llevas puede serte muy peligroso.

Reflexionó, y al fin quedó decidido que desde ese momento la llamaría Ardid, «porque este nombre no puede decirse exactamente si es propio de hombre o mujer y de casta noble o villana; sin contar con que (y juzgando tu temperamento) te cuadrará bien».

—Haz lo que te ordeno —respondió Ardid, por todo comentario—. Baja esas cabezas.

Inútilmente trató el viejo de resistirse. Al fin, buscó en el cofre y, tras algunas manipulaciones, preparó el cocimiento capaz de provocar la misteriosa nubecilla que le permitía elevarse y flotar en las alturas, a su antojo, durante cierto tiempo. Una vez formó la nubecilla, el Hechicero montó en ella y, advirtiendo a la pequeña Ardid que no se alejara, voló hacia la torre del Castillo, y aunque medio desvanecido de horror y pesar, cumplió las órdenes de la niña. Sacudido por convulso terror, que a punto estuvo de precipitarle al vacío, volvió con ambas cabezas a la cueva y enterró lo poco que quedaba de aquellos a quienes mucho amó.

En tanto, Ardid había bajado al llano. Recogió unas cuantas flores silvestres, que azuleaban cándidamente entre cenizas y muerte, y de regreso a la cueva las depositó con gran cuidado en la mísera y mal cavada tumba. Luego, tomó el soldadito de madera, lo contempló con ojos pensativos y lo enterró al lado. «Tuve poco tiempo para jugar contigo —murmuró—. Ahora ya es tarde para recuperarlo». Después se volvió al Hechicero y le dijo:

—Éste es un mal lugar para vivir, Maestro. Volvamos al Castillo, y allí, de alguna manera, podremos arreglarnos mejor.

El Hechicero asintió, y cargando ambos con sus pocos enseres, allí se fueron. Pero grande fue su desolación al contemplar de cerca las humeantes ruinas de lo que fuera recia y aun bella fortaleza: todo lo que de valor hubo allí fue saqueado por las huestes de Volodioso, y tan sólo muerte, despojos y miseria les rodeaba. No obstante, el Torreón principal parecía mejor conservado que el resto.

—Aquí, por lo menos, podremos guarecernos de la lluvia, el frío y el viento —resumió Ardid, dando muestras de mucha sensatez.

Y poniendo manos a la obra, entre los dos desbrozaron de ruina, destrozos y hollín cuanto les fue posible. Y cuando les sorprendió la noche, medio habían compuesto una estancia, que si en nada recordaba a una cámara principesca, al menos servía para no morir ateridos y mantenerles a cobijo de las alimañas, cuyos gritos feroces ya llegaban, junto al viento, a sus oídos, pues de las boscosas colinas descendían, siempre tras las huellas de los soldados de Olar.

Pasaron aquella noche oyendo arañar su bien atrancada puerta a toda clase de hambrientos animales. Y cuando el sol dispersó a tales criaturas, Maestro y Discípula continuaron su trabajo; y así día tras día, hasta hacer medianamente habitable tanto despojo.

Pasados unos meses, ambos desdichados llegaron a considerar incluso confortable su guarida en el Torreón. El Hechicero buscó, encontró y manipuló ciertas raíces y hierbas, hasta lograr unas sustancias que, según dijo, les servirían de alimento durante mucho tiempo. Por su parte, la pequeña Ardid se internaba en los campos en busca de las bayas y frutos silvestres, antes que el cambio de estación las agotara.

No lejos de allí había una viña, y aunque apenas mediaba el mes de marzo, si la trabajaban adecuadamente y a su debido tiempo, brotarían y luego madurarían los racimos. Al menos, esta idea les llenó de esperanza. Para ello proyectaron practicar un pasadizo subterráneo que les llevara hasta la viña y, así, cuando estuvieran las uvas en sazón y llegasen en su busca los viñadores de Volodioso, no les descubrieran. El Hechicero meditó, buscando alguna fórmula capaz de verificar tales cosas, porque si debían confiar en sus uñas y los escasos materiales de que disponían —dos patitas que con estacas y piedras afiladas intentó fabricar Ardid—, morirían los dos antes de dar fin al pasadizo.

Estaba consultando su Gran Libro de las Sabidurías, cuando dio con algo que le hizo meditar. Era ya hora de retirarse y, al ver que la pequeña se disponía a ahuecar la hierba de sus yacijas, dijo:

—Aquí se distingue la huella y noticia de alguien que, si tuviéramos la fortuna de conjurar a nuestra presencia (y una vez esto conseguido, no nos convirtiera en sapos o algo parecido, pues es cuestión de hallarlo en humor bien dispuesto), podría ayudarnos mucho.

—¿Quién es? —preguntó Ardid—. Si dais con él, os aseguro que no se atreverá a tocarnos.

—Ah, querida niña —dijo el Hechicero, quitándole de la mano el cuchillito que con una afilada piedra se había confeccionado—, no se trata de un ser al que podamos matar, como a cualquier criatura de nuestra especie. Por el contrario, trátase nada menos que del Trasgo del Sur: el más veloz y perfecto horadador de túneles subterráneos de que se tiene noticia.

—¿El Trasgo del Sur? ¡Contadme quién es! —dijo Ardid, vivamente interesada. Y como cuando su Maestro la instruía en matemáticas, astrología u otra ciencia, se sentó frente a él con las piernas cruzadas y la barbilla apoyada entre los puños.

—El Trasgo del Sur es una criatura de la familia menor de los gnomos —dijo el Hechicero—. Su humor es tan variable como el tiempo, pues según traiga la estación sus avisos, esta clase de seres se revelan antojadizos e injustos.

Y se apresuró a consultar nuevamente el libro, por ver si daba con la fórmula adecuada. El fuego se apagó, comieron las bayas y el resto de queso rancio que aún les quedaba, y cuando Ardid ya dormía y las estrellas brillaban en el cielo, aún no había dado el Hechicero con la fórmula adecuada. Sólo cuando el sol asomó por sobre el bosque, cerró el libro y, viendo cómo Ardid, ya despierta y sentada en la yacija, le miraba con sus brillantes y oscuros ojos, dijo en tono airado:

—Creo que esta noche, cuando el sol esté medio oculto tras las Colinas Gemelas, debéis avisarme. Entonces, probaré algo que me parece acertado. En tanto, querida niña, dejadme echar un sueñecillo, pues ando muy fatigado de tanto escudriñar en vano.

Ardid asintió. Como solía, bajó a bañarse en el mar y luego se dispuso a buscar el sustento diario. Entonces vio brillar algo entre la arena: era una piedra azul, tan reluciente y pulida por el agua que semejaba un objeto de metal. La tomó entre las manos y vio que era alargada y acabada en punta, como un puñal. Primero pensó que le sería muy útil para este efecto, pero en seguida descubrió que estaba horadada en el centro, y que el dorso, plano, como cortado a todo lo largo, hacía suponer que había perdido su otra mitad. La sopesó y le pareció tan ligera y aun delicada, a pesar de su filo, que pensó se rompería si la utilizaba como puñal. De todos modos, la guardó en su bolsillo.

Cuando llegó la luz dorada de Poniente y corrió en busca de su Maestro para anunciarle que la hora indicada había llegado, lo encontró en el ángulo que formaban las dos paredes más gruesas del ruinoso Torreón, sumido en murmuraciones y en los vahos de su caldero. El resultado, sin embargo, no fue de la satisfacción del anciano: en vez de al Trasgo del Sur, su conjuro atrajo bandadas de murciélagos, que mucho trabajo les llevó espantar con largas ramas y una rara oración aprendida por ambos, ya que a menudo tuvieron que recitarla.

Día tras día, el Hechicero intentaba sin fruto hallar la fórmula perseguida; y ya estaban muy desesperanzados —y habían conjurado, sin querer, a su presencia ortigas, flores de azafrán, albahaca y otras cosas afortunadamente inofensivas— cuando, cierto día, a eso de la media tarde, un extraño suceso vino a conducirles inesperadamente a su tan perseguida meta.

Se hallaba la pequeña Ardid canturreando por un lugar cercano a la viña, donde algunos espinos ofrecían sabrosas moras, cuando al inclinarse, cayó al suelo la piedra azul y horadada que guardaba en su bolsillo. Una brisa perfumada jugaba con su cabello destrenzado, y en aquel momento, el último fuego del sol pareció refugiarse en el centro mismo de la piedra. Llevada por un desconocido impulso, Ardid la acercó a su ojo derecho y a través de su agujero miró hacia el mar. Estremecida, pensó que jamás el mar, el cielo y la tierra le habían parecido tan hermosos. Y súbitamente, de entre la bruma dorada que brotaba de las olas, Ardid creyó descubrir cómo se alzaba una isla extraña: era de un verde esmeralda y giraba sobre sí misma, lentamente. Y antes de que pudiera dar la vuelta entera, antes de que pudiera ver lo que había al otro lado, desapareció entre la espuma tal como había aparecido.

Entonces le pareció que llegaba a sus oídos una suerte de quejidos, que si por un momento podrían confundirse con los del viento a través de la rendija de una puerta, por otra parte su razón le indicaba la imposibilidad de que tuvieran tal origen: allí no había puerta alguna, ni rendija posible por el que éste se filtrara. Con cautela, sin dejar su canturreo y fingiendo no oír nada, guiándose de aquel sonido, fue aproximándose al lugar que le pareció ser de donde partía. Entraba en los senderos de la viña cuando un fuerte olor a mosto le llegó. Le pareció extraño, pues la viña aparecía aún desnuda, y mucho tiempo se vería así antes de dar fruto. Avanzando con cuidado y olfateando el aire, se halló al fin muy próxima —o así le parecía— a los quejidos y al olor.

Al fin, sus ojitos de ardilla escrutaron por entre las cepas y dio con algo que, si a primera vista podía ser confundido con un manojo de sarmientos, no lo juzgó así su aguda mirada. Un hombrecillo muy menudo, del color cambiante de la tierra y las cepas, de piernas y brazos muy flacos, aparecía tendido en el suelo y se lamentaba, al parecer, con gran desolación. Bajo la espesa cabellera roja, que le cubría la cabeza como un gorro de piel, surgían dos largas y puntiagudas orejas. A todas luces aquella cabeza resultaba desproporcionada para su desmedrado cuerpecllo. Con ambas manos se cubría el rostro, y al parecer no había visto ni oído a la niña.

Ardid se agachó a mirarle de más cerca, muy intrigada. Durante un corto rato contempló al hombrecillo con gran curiosidad. Pero como éste no parecía darse cuenta de su presencia, decidió al fin rozarle suavemente la crespa pelambre con la punta de los dedos. Tenía un tacto parecido al de las hojas de otoño, rojas y crujientes. Al fin, se decidió a hablarle:

—¿Qué es lo que te aflige así?, ¿y quién eres y qué haces en este apartado lugar?

El hombrecillo dio un respingo tal, que —cosa jamás vista hasta aquel momento por la niña— saltó y se elevó en el aire muy por encima de su cabeza: y allí aún dio dos vueltas más, para al fin caer de nuevo al suelo con suavidad de pluma, de pie y sin daño alguno. Ardid notó entonces que aquel extraño ser la miraba con ojos desorbitados de pasmo, y sus ojos eran exactamente iguales a dos endrinas: negros pero con un fondo azul de río subterráneo.

En vista de que el hombrecillo nada decía, volvió a interrogarle aún dos veces más, hasta que, con una voz que seguía pareciéndose al viento entre las rendijas, dijo:

—¿Es posible que me veas?

—Tan claro como tú a mí. ¡No estoy ciega!

El hombrecillo redobló sus lamentos a la par que decía, mientras daba vueltas en torno a las cepas y las amenazaba con el puño:

—¡Vosotras tenéis la culpa, malditas! ¡Vosotras! ¡Era cierto lo que la Dama del Lago me avisó! ¡Ay de mí, que estoy contaminado de humano por vuestra culpa! ¡Ay de mí, que verdaderamente ahora compruebo cómo estoy contaminado!

Ardid, muy divertida, se sentó en el suelo. Intentó agarrar al hombrecillo cada vez que éste, en sus paseos, se aproximaba a ella. Pero según comprobó, resultaba imposible, pues aquel cuerpecito se escurría de entre sus dedos como si de agua o viento se tratase.

Cuando al fin cesó en sus gemidos y correrías, el extraño ser se situó frente a ella, escudriñándola, y dijo:

—¡Tienes ojos de ardilla! Dime quién eres, y acaso podré contarte algo de mí.

—No —contestó Ardid—. Yo te vi primero: por tanto, tú eres quien debe decir primero su nombre. Te he encontrado en mi viña y debes explicarme qué haces en ella.

—¡Ah, maldita criatura! ¿Con que ésta es tu viña, eh? —clamó él, verdaderamente exasperado—. ¡Entonces, dime qué has hecho en ella para que ni un solo racimo cuelgue de sus cepas! ¡Y si no haces que esos racimos vuelvan a brotar, te convertiré en sapo, escarabajo, murciélago o cualquier criatura despreciable!

Al oírle, los ojos de Ardid brillaron de alegría.

—¿No serás, por ventura, el Trasgo del Sur? —exclamó alborozada—. ¡Llevamos tanto tiempo llamándote sin éxito! ¡Casi no puedo creerlo!

—Pero ¿conoces mi existencia, maldita bruja? ¿Quién eres tú? ¿Alguna nieta de la Montaña acaso?… No tenía noticias de que las tuviera, y menos aún tan tiernas.

—Si me obedeces —dijo Ardid—, te contaré alguna cosa de mí. Pero si no lo haces, me iré, y no sabrás nunca cómo la viña puede volver a dar frutos. Según veo, te gusta demasiado lo que de ella se destila.

—¿Cómo lo sabes?

—Por tu nariz colorada —dijo Ardid—. Así se ponían las de mi padre y mis hermanos cuando abusaban del vino.

—¿Tan contaminado estoy? —insistió el Trasgo, enormemente entristecido y palpando la punta de su larga nariz—. ¡Es una gran desdicha, una verdadera desdicha!… Pero ya que no tiene remedio, dime, preciosa criatura, ¿conoces la fórmula para que broten nuevamente esos maravillosos y malignos frutos?

—Cierto —asintió Ardid—. Pero no lo haré, si no me acompañas junto a mi Maestro y prometes ayudarnos.

El Trasgo del Sur reflexionó. Al fin, con un suspiro que hizo estremecer toda la viña, dijo:

—Me resultas agradable: así que te acompaño. Pero si me engañas, tanto tú como tu Maestro os acordaréis de mí. Y sin una pizca de agradecimiento.

Seguida del Trasgo del Sur, Ardid emprendió gozosa el camino hacia el Torreón. Saltaban ambos sobre las piedras y, al parecer, en buena armonía, pues su charloteo sorprendió al Hechicero que, acalorado por el humo y la llama de sus cocciones, no se había apercibido del paso de las horas.

Era casi de noche y, asustado, se aprestó a asomar la cabeza al exterior. Así pudo contemplar, atónito, su llegada.

—¿Qué es esto?… —balbuceó. Pero casi en el acto comprendió que el visitante que conducía la niña no era otro que el tan anhelado y vanamente conjurado Trasgo sureño. El anciano cayó sentado al suelo, con la boca y ojos tan abiertos que, al verlo, Ardid no pudo evitar una alegre carcajada. El Trasgo la imitó: pero la risa del Trasgo era tan ronca y tan huidiza, que sólo el Hechicero comprendió que aquel raro sonido demostraba —por aquella vez al menos— un buen humor que alentaba los mejores augurios.

Antes de comenzar a hablar, el Hechicero y el Trasgo se miraron con gran detenimiento y un tanto de recelo. Al fin, el primero, si bien con un respeto muy grande, osó preguntar:

—¿Cómo es posible, mi buen Trasgo del Sur, que una niña haya podido conjurarte a su presencia, mientras que yo, dedicado tantos días a estos menesteres, no haya acertado todavía con la fórmula exacta?

—No te alarmes —dijo el Trasgo, encaramándose sobre la yacija donde solía dormir el viejo—. Todo tiene una, para mí, triste explicación.

Relató cómo le había hallado Ardid, entre las cepas; y cómo ella le había informado de lo que esperaban de él, y de cómo, a su vez, habían llegado a un acuerdo.

—Pero —añadió— le he advertido de que, si no lográis hacer de la viña un nuevo campo de hermosos racimos, os haré un daño tal, que me maldeciréis por el resto de vuestra humana y mísera vida.

—No te defraudaremos —se apresuró a informar el anciano—. La viña será de nuevo campo de racimos: aunque para esto habrás de aguardar al tiempo en que las hojas tomen el color de tus cabellos. Ahora, te ruego que sacies mi curiosidad: ¿no te vio la niña? Te juro que esta curiosidad no es vanamente humana, sino propia de un ser dedicado toda su vida a las adivinaciones y ciencias remotas, de manera que a menudo he llegado a tomar contacto con muy respetables, dignos y poderosos seres de tu…

—No serían muy poderosos, a juzgar por los que han acudido a tus llamadas —dijo el Trasgo, con voz doliente—. Pero si ésa es tu inquietud, no veo, dada mi desgracia, motivo para no iluminar un poco tu sed de sabiduría. Todos los de mi especie, las criaturas del Mundo del Subsuelo (esto es, gnomos, trasgos, silfos, elfos, ondinas, brujas y alguna especie de entre las hadas), dependemos de una gran Fuerza Mayor (de todo punto invulnerable) y tan remota que nos precede en siglos, como tu ciencia ha debido enseñarte…

—Así es —afirmó impaciente el Hechicero (pero tomando buena nota de las cosas, pues hasta la fecha ningún estudio le había aclarado estos asuntos tan específicamente, aunque se lo viniera barruntando)—. Te ruego que aligeres los preámbulos y llegues pronto al meollo del asunto.

—Pues bien, la Gran Fuerza que domina estos contornos, además de las criaturas submarinas, fluviales o lacustres, es la Dama del Lago.

—Del Lago de Olar, se entiende bien —dijo el anciano, que algo venía sospechando si hacía caso de las mil fantasías que entre campesinos circulaban respecto a aquel lugar.

—Tal como dices —asintió el Trasgo—. Ella me advirtió hace tiempo de que me librara mucho de la contaminación.

—¿Qué contaminación? —dijo la pequeña Ardid, que escuchaba con gran embeleso la conversación, mientras disponía las escudillas para la cena.

—Por supuesto, niña, hablo de la contaminación de los humanos: la mayor desgracia que a un ser de mi especie puede ocurrirle.

—¿Por qué?

—Esta niña es Trasgo.

Pero el Hechicero arguyó presuroso: raza ignorante, según veo —murmuró con recelo él.

—¡No lo creas! Es de inteligencia tan rara y poco común, que supera once veces su edad (y aun contando al más inteligente a tales años). Lo único que ocurre es que por ser aún demasiado joven no la he iniciado en ciertos menesteres.

—Pues has de saber, jovencita —dijo el Trasgo—, que si por alguna causa, de las que luego especificaré, los de mi especie llegan a contaminarse de los humanos, a medida que esta contaminación va produciéndose y aumentando, su poder va disminuyendo. Y hay de algunos casos (bien quisiera no contarme entre ellos) en que ese poder acaba, por tal causa, desapareciendo de nuestro mundo. Y a medida que nuestro poder se apaga, se apaga también nuestra sustancia misma, hasta dar en simple ceniza que el viento esparce y llega a nada. Sólo si podemos detener la contaminación, y ésta es muy débil, como la mía ahora, podemos errar entre los humanos con bastante poder aún. Pero si la contaminación crece, al fin dependeremos tan sólo de la credulidad de las gentes o de la protección de algún sabio o inocente (como tú y tu Maestro me parecéis). Volviendo a mi historia, se da el caso de que la Vieja Dama del Lago me advirtió las dos causas más corrientes de contaminación para un Trasgo: una, el probar cierto elixir, producto de la malicia humana, que les convierte a ellos en seres casi como nosotros (aunque por corto tiempo) y es llamado vulgarmente vino. El otro (y de eso, casi todos nos salvamos), el amor hacia una de las feas criaturas humanas (a las que, sin deseo de ofenderos, pertenecéis). Así contaminados, sufrimos la amistad de los humanos y el desprecio de los de nuestra raza: todo ello, por supuesto, en el grado a que somos acreedores por nuestro uso o abuso de ambos venenos. Pues bien, cierto día (y debe disculpárseme de ello, porque al fin y al cabo, soy tan joven que apenas llego a los tres siglos) estaba yo horadando por aquí y por allá, en mis túneles del subsuelo. Me aburría un tanto y acerté a pinchar la raíz de una vid. Salió un juguillo de aspecto suntuoso que olí con verdadero deleite, y aunque procuré apartarlo de mi memoria, estuve durante algún tiempo tentado de asomar los ojos a la superficie, para conocer lo que de verdad había en todo ello. Entonces sólo tenía doscientos años; pero al acercarme a los trescientos, una tarde muy madura de sol, acerté a asomar la cabeza por entre una viña. Entonces, a una luz muy hermosa, ya que el sol se volvía encendido y dorado, brillaron ante mí unos frutos magníficos y que de inmediato me trajeron el olor de la sustancia prohibida. Había unos viñadores entre las vides y, como no podían verme, anduve entre ellos; los seguí y fui hasta sus casas y más tarde al lagar. Allí vi todas sus manipulaciones (aunque sabía que entraba en zona muy peligrosa, pues no debía mirar esas manipulaciones). Los hallé tan hermosos y alegres a todos, pisando frutos en un gran barreño de madera, que, poco a poco, sus narices afiladas y sus ojos tan relucientes los hacían casi semejantes a criaturas de mi especie. Por tanto, me senté al borde del barreño y aspiré con deleite aquellos humos, cuando, sin saber cómo, caí dentro. Y cuál sería mi sorpresa, que aquel zumo entróme por orejas, boca y ojos y, en suma, por el cuerpo entero; y todas mis raíces se empaparon de él hasta sentirme yo mismo como una vid. He de confesaros una cosa: bien sabéis que, a nuestro parecer, ningún encanto ofrecéis los humanos excepto si eso os ocurre: me refiero a cuando aparecéis sacudidos de alegría vinícola. Nosotros no conocemos ese especial estado, y sabido es que nunca hemos podido ni sabido reír. Ver a menudo la risa de las gentes había acuciado mi curiosidad, y hasta una cierta envidia; cuando he aquí que todo mi ser andaba sacudido por ese maldito y bullicioso sentimiento (del que tanto pesar me ha venido, al fin…). Estuve muy violentamente inundado de risa y elixir, hasta que los viñadores, confundiéndome con un manojo de ramitas encarnadas, me arrojaron fuera del lagar. Así me sorprendió la noche, con los vapores ya despejados y una gran pesadumbre en todo mi ser. Desde ese día (y como no aprecié ningún maligno síntoma de los predichos en mi sustancia), he ido probando a menudo el zumo prohibido. Es más, con mi pico de diamante he horadado viñas y viñas en busca de racimos, y las llevé hasta las entrañas de mi escondido río. Como ya tenía visto la forma en que ellos los manipulaban, me costó poco trabajo (dada mi superior habilidad para extraer zumos de las cosas más secas) fabricar y llenar de vino muchos recipientes, y guardarlos. De ellos he venido libando y sintiéndome tan regocijado y feliz como nunca creí se pudiera ser. Hasta que hoy, habiéndoseme terminado la última gota, he ascendido a la viña y la he visto pelada, seca y desolada en extremo. En estas lamentaciones me hallaba (pues no podía intentar mediante conjuro renacer el fruto, ya que tal cosa hubiera acarreado mi repentina desaparición), cuando esta niña ha oído mi voz y ha percibido mi ser. ¡Con ello he comprendido —y un largo suspiro del Trasgo hizo temblar las agonizantes llamas del fuego, que por escucharle, Ardid dejaba apagar— que la Dama Vieja del Lago tenía razón! Mi poder empieza a declinar: pues si hasta este momento, los ojos humanos muy raramente atinaban a vislumbrarme durante mis agudas libaciones (y aun así, solían confundirme con hojas de otoño, con sarmiento o ráfagas de viento), esta niña ha podido apreciar y distinguir muy claramente toda mi sustancia. Por tanto, mi dolor no puede ser explicado en su profundidad: no lo entenderíais.

—Mucho te comprendo —dijo el Hechicero, moviendo la cabeza—. Pero me extraña que un ser como tú haya caído en semejante aberración. Humano soy, para mi mal, y aunque, en sentido contrario a ti, algo contaminado de vuestra sustancia (el estudio y la fe son nuestros vehículos de contaminación), jamás me tentó el abuso de ese licor que, no obstante, vi libar con abundancia en todas partes, tanto a míseros como a poderosos. El estudio de la humana flaqueza y la contemplación de los desastres producidos por ese elixir (aunque al ver su alegría lo creas sublimación), me ha advertido de tal forma de sus peligros, que ahuyento de mí toda tentación en semejante sentido. Y aunque, de tanto en tanto, lo he probado en algún banquete o como reanimador de extrema necesidad, no me ha seducido especialmente: pues aprecié cómo entorpece las ideas, el tesón y el estudio, cosas que estimo más que a mi propia vida.

—Amigo mío —dijo el Trasgo (y estas palabras llenaron de satisfacción al Hechicero, pues hasta aquel momento ningún conjurado le había llamado así)—, poco seso trasluces si en verdad desprecias algo tan sabroso y regocijante. Ten por seguro que si bien lamento mi desdicha, no por ello recuerdo con repugnancia los nunca satisfechos goces que tales libaciones me han proporcionado. Tanto es así que, aunque con moderación, ya que he perdido algo muy importante de mi ser, pienso repetirlo. Y detenerme, eso sí, en el momento que juzgue realmente peligroso: no me faltará fuerza para ello. En cambio, carezco de empuje para dejar de gustar tal delicia alguna que otra vez más y experimentar en todo mi ser sus gozosos efectos.

—La verdad es —dijo Ardid— que mi padre y mis hermanos resultaban muy graciosos cuando bebían. Y pienso que, de cuando en cuando, yo también he de probar ese elixir tan divertido: sé que tengo fuerzas suficientes para tomarlo o dejarlo según me plazca.

—Ah —dijo el Trasgo—, humana, y por añadidura mujer, debías ser para abrigar tan necia seguridad en ti misma.

La niña le miró con severidad, pero al fin, pensó que era un pobre viejo sin apenas juicio, ya que se había dejado arrastrar por algo tan tonto y de tan escaso interés: más que por verdaderos deseos, ella había hablado así por cortesía hacia él.

Sirvió en las escudillas las bayas y las moras, y un poco del zumo que había destilado el Hechicero para aderezarlas. El Hechicero y ella comieron, mientras el Trasgo preguntaba si por ventura no tendrían alguna gotita de aquel maravilloso licor.

—Ahora que lo pienso —dijo la niña— viene a mi memoria un escondite de las bodegas, donde guardaba mi padre el barril del mejor mosto, y si no fue descubierto por las tropas de Volodioso, allí estará. De modo que si prometes ayudarnos, te daré un poco, a condición de que no abuses de él.

—Estoy dispuesto —asintió el Trasgo, con tal rapidez, que apenas dicho esto apareció sentado en un hombro de Ardid—. ¡Presto! ¿En qué puedo ayudaros?

Con todo detalle, expresaron su deseo de que horadase un túnel hasta la viña; y nada más agradable pudieron decirle, según parecía.

—¡Con gran placer! —dijo—. Descuidad, que no será menester arriesgar vuestras vidas cuando lleguen los viñadores del Rey Volodioso. Yo mismo seré quien traiga aquí los preciosos racimos. Nada me cuesta a mí (el más rápido horadador de túneles ocultos) y veo que mucho a vosotros.

Sellaron su pacto besándose en la frente, ojos y mejillas.

—Niña querida —dijo entonces el Hechicero—, toma el viejo puñal de hierro que bien conoces: déjate conducir allí donde te indique su afilada punta y, si todavía existe un barril lleno de vino, él te marcará dónde se halla. De ahora en adelante, guarda ese puñal y no te separes más de él.

La niña encendió el candil y, alumbrándose con él, bajó al subterráneo que conducía a la bodega. Allí sólo había un barril, vacío y astillado: al parecer se rompió mientras lo transportaban los hombres de Volodioso. Pero el puñal pareció tomar vida y, súbitamente, señaló una puertecilla, disimulada, en el suelo. Ardid la levantó y bajó por una escalerilla hasta una pequeña cueva, donde encontró el barril más preciado: era el más pequeño, pero el de mejor contenido. Llenó de su aromático vino la escudilla y regresó a donde los dos viejos —como ella los llamaba en su interior— la aguardaban.

—Aquí está lo prometido, Trasgo del Sur, pero por tu bien te ruego no abuses de él. Aún deben transcurrir meses hasta que llegue el día en que podamos recolectar una nueva cosecha. Y si abusas de éste y lo apuras en poco tiempo, te auguro una espera demasiado larga para tu gran sed.

El Trasgo acercó a su nariz el vino, luego a su boca, y sorbiéndolo muy voluptuosamente, al poco abandonó sus pesares. Y tan regocijado parecía, que anduvo dando volteretas de un lado a otro, llamándoles nombres tan chuscos, que Ardid reía hasta que las lágrimas rodaban por su cara. No así el Hechicero, que si bien agradecía la circunstancia que les trajera semejante aliado, movía con lástima la cabeza. Pensó luego que, desde la desdichada muerte de su padre, no había visto a Ardid tan alegre. «Todo sea para bien», se dijo. Y añadió en voz alta:

—Quiera el destino que esta alianza aporte cosas buenas para todos. Pues has de saber, Trasgo, que si bien los humanos tenemos grandes defectos, también tenemos algunas cualidades: y el agradecimiento, como el sentimiento de la amistad, no son las menores entre ellas. Cosas que, según mis estudios y averiguaciones, vosotros no conocéis; sólo os mueve, unos hacia otros, el instinto defensivo, en su más pura esencia, de conservar la perennidad de vuestra especie. Por tanto, mucho he de cambiar si no consigo apartarte de ese feo vicio, que tú consideras inapreciable.

—Calla, calla, vejestorio —dijo el Trasgo entre volatines (sin considerar que triplicaba muchas veces la edad del Hechicero, aunque en otra tabla de valoraciones)—, y te confesaré, ya que de amistad me estás hablando, que a ello me insta quizás el nacimiento de alguna raíz desconocida que brota en mí y de la que hablaré otro día. Y también te digo que si bien la Vieja Dama del Lago está orgullosa de su pureza, pienso que mucho pierde no contaminándose (siquiera sea una pizquita) por este conducto del vino.

Escandalizado, iba a replicarle el Hechicero por su falta de respeto a tan Alta Criatura —y por el miedo que le causaba conocer el nacimiento de aquella raíz cuyos síntomas anunció el Trasgo: pues sabía que era la simiente del corazón, órgano que tantas desventuras podía causar a humanos, como a otras criaturas que llegaran a albergarlo—, pero dándose cuenta de que el Trasgo estaba perdidamente borracho, se aprestó a acostarle en su propia yacija. Pero en lugar de agradecérselo, el Trasgo le insultó, llamándole ignorante por no saber que su comodidad se hallaba entre las brasas de la lumbre. En ellas se acurrucó y a poco se difuminó en su rojo resplandor, con lo que le supieron dormido. Visto aquello, el viejo Hechicero juzgó con gran alivio que la contaminación del Trasgo no había llegado todavía, ni con mucho, a un grado verdaderamente peligroso. Su poder no parecía disminuido. Indicó a Ardid que escondiera la escudilla —aún medio llena— y le aconsejó que no la volviera a sacar en tanto él no lo indicara.

Una vez hechas estas cosas, Maestro y Discípula se acostaron y durmieron con el ánimo más esperanzado hacia su incierto porvenir.

3

A medida que pasó el tiempo, y cada vez con más frecuencia, el Trasgo les visitaba. Aconsejada y dirigida por el Hechicero, que mucho sabía de éstas como de otras cosas, Ardid acudía a la viña para vigilarla y prodigarle sus cuidados. Casi todos los días el Trasgo iba a su encuentro y, sentados los dos en el suelo, entre las cepas, platicaban de muchas cosas. De suerte que la maligna simiente que el Trasgo llamó Raíz Desconocida —y el Hechicero, corazón—, iba aumentando en su pecho. Sin apercibirse cabalmente de ello, el Trasgo del Sur llegó a no poder vivir sin aquellas pláticas y juegos. Y si la niña no acudía a la viña, iba él al Torreón a visitarles y libar unos sorbitos de la escudilla. Y fue así como una firme y dulce amistad fue tomando cuerpo en el ánimo de aquellas tres criaturas, que por singular azar, halláronse reunidas en tan vasta soledad.

Una vez, Ardid manifestó su deseo de comer carne, pero las torpes y rústicas armas que habían fabricado no servían para cazar. El Trasgo no podía, en modo alguno, matar animales, pero sí conducirlos por el pasadizo subterráneo, de forma que así llegaran, como quien dice, por su propio impulso, hasta la misma olla. Esta operación repugnaba terriblemente al Trasgo, no seguro, además, de librarse del castigo de la Dama del Lago. Pero no podía negar aquel deseo a la pequeña Ardid, y accedió. Y aunque él lo ignorara, la aún casi invisible Raíz Desconocida creció un poquitín más dentro de su pecho. Aprestados con sendos barrotes, el Maestro y Ardid —aun cerrando el primero los ojos, que no la niña— sacrificaron por este procedimiento algunas liebres y conejos. Luego, Ardid tendía sus pieles a secar, en espera de poder utilizarlas. Y aunque el Trasgo sentía una profunda náusea al verles clavar tan vorazmente los dientes en la carne, nada dijo, y se limitó a beber mucho más de lo acostumbrado.

Con lo que, entre cabriolas y ocurrencias, las veladas adquirían gran animación.

Y día llegó en que, por fin, entre los ruidos del campo y los rumores del cercano mar, Ardid y el Maestro aprendieron a distinguir bajo la tierra y las piedras el suave golpeteo del martillo de diamante, que pasaba inadvertido a los humanos. Apenas lo oían, la niña saltaba gozosa y apoyaba la oreja en el suelo. De esta forma, le seguía los pasos y, golpeando a su vez con los nudillos en la tierra, le respondía. Así jugaban y se perseguían: el uno bajo tierra, la otra sobre ella. Y mucho les divertían estas correrías, hasta el punto de que Ardid, sofocada y sudorosa, pedía al Trasgo que asomara de una vez la cabeza por algún agujero o un tronco hueco. El anciano Hechicero se decía entonces que jamás —ni antes ni después de la muerte de Ansélico— había visto tan linda, alegre y saludable a su discípula.

La niña parecía muy interesada en los túneles del Trasgo, y un día asomó su carita por el agujero recién abierto y descubrió, con pasmo y emoción, el camino subterráneo que iba al Mundo del Subsuelo. Aquí y allá resplandecían luces de variados colores y matices. Unas eran luciérnagas demasiado tímidas para acudir a la noche; otras, estrellas caídas y enterradas; otros, resplandecientes huesecillos de ciervos o de criaturas muertas con el corazón intacto.

Al percibir el Trasgo el deleite de la niña, exclamó:

—¡Ah, Maestro, qué descubrimiento tan grande! Ahora atino a comprender que mi contaminación no es tan grave ni muchísimo menos: pues si la niña puede ver mi subterráneo y sus resplandores —que no sufren contaminación alguna—, es que posee en el fondo de los ojos el Goteo Lunar (cosa que me pasó por la miente y que estúpidamente deseché, por demasiado extraordinario: sólo se concede una vez cada milenio, siglo más siglo menos). De modo, que aun en el caso de que yo me hallara en estado de prístina pureza, ella me habría visto igualmente aquel día en la viña. Y en cuanto a ti, huelgan explicaciones, puesto que sufres a tu vez una suerte de contaminación de nuestra sustancia. Por todo lo cual, amigo mío, te ruego me alcances unos traguitos para celebrarlo.

Así lo comprendió el Hechicero, pues hacía tiempo que había adivinado que Ardid poseía el precioso don. Aconsejó moderación al Trasgo, advirtiéndole cuán traidor era aquel vicio, pues antes de lo que creyera, habríase adueñado de él, contaminándole de la peor manera. «Toda felicidad o bien —añadió— es espada de dos filos». E igual que Ardid podía perder, al crecer, tan maravilloso don, el Trasgo podría perder su sustancia en el abuso del vino.

Desde aquel día, el Trasgo tendía la mano a Ardid desde su túnel, y ambos recorrían así los oscuros laberintos. La niña abría bien los ojos —que en la secreta oscuridad, lucían de forma que podían distinguirse las salpicaduras lunares—, y allí semejaban los dos criaturas de los ocultos ríos y los más hondos pasadizos.

—Nosotros, los habitantes del Subsuelo, hablamos el lenguaje Ningún —le contó un día el Trasgo—. Es el lenguaje tejido en el envés de las palabras. Sólo los humanos con gotas de luna en los ojos lo pueden descifrar. Aunque nosotros, por supuesto, conocemos todas las lenguas de los humanos. ¡Son tan simples!…

De esta forma, por los ojos y oídos entraba a Ardid mucha sabiduría, y crecía en conocimientos y en prodigiosa memoria. Llenos de tierra y tiernas raicillas, con los cabellos enredados en la sombra de fresas aún no nacidas —hasta la próxima primavera—, regresaban tras estas correrías al Torreón. Allí les aguardaba el Hechicero, impaciente. Pese a su exiguo y desmadrado cuerpo, era demasiado corpulento para avanzar por aquellos laberintos, y aun lamentándolo, debía permanecer arriba. Luego interrogaba muy concienzudamente a la niña, para que le refiriese cuanto había visto. Y ésta se lo repetía con tal exactitud y precisión, que el anciano sentíase sumamente satisfecho, tanto de ser su Maestro como de la niña misma.

Fueron aquellos tiempos, verdaderos tiempos felices. Aunque ellos no lo supieran entonces. Sólo al cabo de años y años, los recordarían como una época muy hermosa, aunque ya imposible.

Los colores del cielo y de la tierra fueron madurando, y un frío aún placentero llegó hasta la viña. De vez en cuando el Trasgo decía que un suave calor se adueñaba de las puntas de sus dedos y de su nariz, semejante al que el vino le proporcionaba. Y aunque el Hechicero nada comentaba a este respecto, le miraba con tristeza, pues sabía que éste era el segundo —y quizá peor— camino de contaminación. Pero no podía impedírselo —ni deseaba poder—, ya que aunque iba teniéndole mucho afecto, mayor era el que la niña le inspiraba: en ella veía una hija, más que de la carne, del entendimiento. Y este lazo era más fuerte que cualquier otro para él.

Cierto día de septiembre apuntaron los racimos, aún muy tiernos y diminutos. Pero con tal alborozo fueron saludados por los tres, que aun a costa de lo mucho que le costaba arrastrar las piernas, el Hechicero les acompañó —si bien moderadamente— en sus regocijados bailes en torno a los frutos recién nacidos.

Desde aquel momento, el Trasgo del Sur y Ardid acudían todos los días a la viña y comentaban los adelantos y novedades. El Trasgo ahuyentó a los dañinos animales que, a juicio de Ardid, podían estropear la cosecha, y aumentó los zumos que de la tierra y las raíces podían absorber y más favorecerles. Y pasaban el tiempo entre trabajos, charlas y bailes, persiguiéndose entre las cepas, bajo el sol maduro y la cálida lluvia que anuncian el otoño. Así pudieron calcular cuándo podría comenzarse a vendimiar.

En tanto que el Trasgo aprendía de la niña, y el Hechicero del cultivo y cuidado de la viña, la niña aprendía del Trasgo muchas cosas. Y entre lo que de éste aprendía y lo que su Maestro le enseñaba, a los seis años era la criatura más prodigiosa en conocimientos que pueda imaginarse. El Hechicero no dejó ni un solo día —tanto los que permanecieron en la cueva, como cuando se refugiaron en las ruinas del Torreón— de impartir sus acostumbradas lecciones a la pequeña. De este modo, su ciencia matemática crecía junto a su ciencia del Subsuelo; y si sus ojos parecían antes los de una ardilla, ahora tenían la gravedad, la astucia y la profundidad de un ser muy superior. Y en ellos residía gran parte de la belleza que, en el transcurso de los años, había de volverla tan seductora.

Ya estaba cercano el día en que decidieron recolectar los racimos, cuando oyeron aproximarse, desde la lejanía, unos cánticos conocidos. La niña y su Maestro se apresuraron a esconderse en el subterráneo del Torreón y, llamando al Trasgo con los nudillos, la pequeña Ardid aproximó los labios al suelo y murmuró en voz muy queda:

—¡Trasgo, hemos de andar con cuidado, porque se acercan los viñadores de Volodioso! Esos cánticos que trae el viento acompañan los de la época del vino: las viejas canciones de septiembre, que muy bien conozco.

—Cierto —dijo el Trasgo, estirando sus puntiagudas orejas—. Ocultaos con cuidado que yo también lo haré, pues desde las últimas alegrías, tal vez abusé de los tragos y no ando seguro del grado de mi contaminación.

Arrebujados el uno en las raíces de la viña, los otros en el subterráneo, oyeron, poco a poco, las pisadas y las voces de los viñadores. Luego, el ruido de carros, el entrechocar de sus cuchillas, sus risas y sus bromas.

Apenas habían recolectado un cuarto de la viña, los hombres de Olar se aprestaron a tenderse, rendidos de fatiga, bajo los cercanos almendros. Apretándose unos contra otros para darse calor, pronto quedaron dormidos. Cuando el sonoro ruido de sus ronquidos llegó hasta ellos, Ardid y el Trasgo salieron muy sigilosamente y, tomando las cestas de juncos, que para el caso había confeccionado y guardado el Trasgo en su pasadizo, aprestáronse a dejar la viña totalmente desnuda de grano. Pero si bien la niña se apresuraba hasta que su corazón parecía salírsele del pecho, y lo sentía en la misma garganta como si un pájaro quisiera huir de su jaula, la rapidez del Trasgo era ochocientas veces ocho superior a la de ella: y no apuntaba el día, ni con mucho, cuando ya habían llenado todas las cestas y, con ellas a hombros, regresaban por el pasadizo hasta el sótano del Torreón.

Una vez allí, el Hechicero apagó precipitadamente el fuego, para que no les delatase. Atrancaron bien la puerta y se apiñaron en la antigua bodega, en espera de que desaparecieran los viñadores.

Cuando despertaron, los hombres quedaron muy asombrados al comprobar que, durante aquella noche, la viña había sido totalmente despojada de racimos. En realidad eran soldados, ex campesinos alistados más o menos a la fuerza en las milicias de Volodioso. A los más expertos, el Rey de Olar les enviaba a vendimiar, por ser cuestión de gran importancia para él. Todo el día anduvieron recelosos por los alrededores, provistos amenazadoramente con largos palos y llenando el aire de juramentos. Al atardecer, se acercaron al ruinoso Castillo: pero les pareció tan agorera su negra silueta, que sintieron un gran escalofrío calándoles hasta los huesos. Como muchos de ellos habían participado en su saqueo y destrucción, tuvieron para sí que tal vez los espectros del Barón Ansélico y su hijo, cuyas cabezas habían clavado en lanzas, y de las cuales no quedaba el menor vestigio —cuando al menos, sus cráneos mondados debían brillar al atardecer— …regresaron presos de espanto a los almendros. Reunidos en temblorosa asamblea, decidieron que debían alejarse de aquel lugar y comunicar al Rey Volodioso que algún espíritu maligno andaba por tales lugares. Recordaban que, según el decir de las gentes, el Barón había sido educado por un viejo extranjero, sospechoso de brujería. Tras mucho deliberar qué les daba más miedo, si la proximidad de los espectros o la ira de Volodioso, al fin decidieron no hacer ni lo uno ni lo otro. Esto es, ni permanecer en tan siniestro lugar ni presentarse en Olar con las manos vacías. Por lo que, despidiéndose los unos de los otros con grandes muestras de aflicción, se separaron en grupos de dos o tres, y se lanzaron en busca de algún puerto donde embarcar hacia lugares donde nadie pudiera hallarles.

Cuando el último soldado-viñador hubo desaparecido, el Trasgo —que seguía sus pasos bajo tierra— volvió al pasadizo secreto y comunicó las buenas nuevas a sus amigos. Al oírle, Ardid y el Hechicero se alegraron indeciblemente. Y desde aquel punto y hora, decidieron disponer de la cosecha. Según habían convenido —teniendo en cuenta que el Hechicero y Ardid eran mayoría—, dieron un tercio de las canastas al Trasgo. El resto lo distribuyeron según el Maestro indicó: la mitad se conservaría confitada en tarros y la otra convertida en vino —que, pese a todo, hubo de admitir como una sustancia de gran alimento—. El Trasgo quería sólo vino, y poco o nada pudieron contra tamaña temeridad. Pero al fin, hubieron de plegarse a sus deseos, sobre todo considerando que los alimentos de un Trasgo nada tienen en común con los de las criaturas humanas. Acudieron al lugar donde en tiempos se alzaba el lagar y, hallándolo en buen estado, se dispusieron a fabricar el codiciado tesoro. Y tan bien lo pasaron, y de tanta ayuda y diligencia fue el Trasgo en este menester —bien lo había aprendido de otros hombres, para causa de su mal, en otro tiempo—, que los odres quedaron llenos en menos tiempo del imaginable; y se aplicaron con ahínco a restaurar y luego llenar el viejo y gran barril que aún quedaba en la bodega. A poco, muy contentos, celebraron su particular fiesta de la vendimia.

Y en esto se hallaban cuando avistaron en lontananza un grupo de soldados de Volodioso. Desde su escondite, les vieron pasar y recorrer toda la zona. Seguramente iban en busca de los viñadores fugitivos. Pero al cabo de unos días y ante el agorero silencio, ruina y misterio que ofrecían aquellos parajes, ante la viña sin fruto y la desaparición del grupo anterior, un escalofrío debió recorrer sus espaldas. Eran olarenses al fin y al cabo y, como tales, supersticiosos. Y el aspecto que ofrecían las ruinas del Castillo y aldeas adyacentes decidió al jefe de la expedición:

—Está claro que algún embrujo aletea en este lugar. Y como, según vemos todos, la viña aparece despojada, creo que debemos regresar a Olar para contar al Rey todo lo que hemos visto. Y partieron.

Después del otoño llegó el frío, y los tres amigos permanecieron encerrados en la torre. Ardid y el Trasgo —ya que la estatura de la niña aún lo permitía— correteaban a veces por los túneles subterráneos. Así, en cierta ocasión, mientras Ardid revolvía con sus uñitas las raíces, por si atinaba a apresar algún resplandor —que huían sin remisión de entre sus dedos—, tocó algo duro y cálido a un tiempo. Tiró de aquel objeto, y quedó súbitamente pálida y tan temblorosa, que hubo de sentarse en el suelo. El Trasgo, perplejo, preguntó:

—¿Qué te ocurre, niña?

Ardid le mostró su hallazgo: era aquel soldadito que su hermano pequeño había fabricado para ella. Y dijo:

—Este juguete lo hizo para mí el más joven de mis hermanos. Yo apenas jugué con él ni con nada, porque prefería estudiar a estas cosas. Pero el último día en que lo vi, me dijo que lo llevara conmigo. Pero yo lo enterré: el Hechicero me enseñó que no debemos recrearnos en nuestro corazón, si deseamos ser grandes y sabios. Ahora lo he encontrado, y he visto de nuevo a mi hermano. Por eso siento un dolor tan grande.

—Verdaderamente —dijo el Trasgo—, el amor humano debe ser un terrible azote, o un gran castigo.

Arrebató el muñeco de las manos de Ardid y fue a ocultarlo lejos, donde nadie —ni siquiera los gnomos— lo encontraran. Después, las tardes fueron cada vez más cortas y las noches más largas. Y reunidos los tres junto al fuego, muchas historias y secretos se contaron, y así sus conocimientos se intercambiaban y acabaron interesándose mucho los unos en los otros. Hasta que llegó un día en que el Trasgo empezó a decir que los humanos le parecían gente muy particular, y que mucho le agradaría convivir algún tiempo con ellos. Cuando esto decía, solía estar bastante borracho, pero no por ello manifestaba algo que no deseara de verdad. Y si bien, según las apariencias y los dichos, su contaminación crecía, también el saber del Hechicero aumentaba. Y de ambos, mucho aprendía la pequeña Ardid y mucho reflexionaba.

4

Una noche en que se calentaban los tres junto a las brasas, dijo la niña:

—Estoy dándole vueltas a una idea.

—¿Qué idea es ésa? —le preguntaron.

—Según puedes recordar, Maestro, yo te juré que me vengaría del Rey Volodioso. Y estoy cavilando que va siendo hora de poner en práctica esa venganza. Por tanto, ya que tanto sabéis de estas cosas, quisiera que me aconsejarais cuál puede ser la venganza más acertada.

El Trasgo —que aunque no había llegado a su acostumbrada borrachera, empezaba a sentir sus primeros efectos— opinó, con voz un tanto tartajosa:

—Al decir de quienes saben más que yo, recuerdo que una vez algo muy curioso escuché a un puro gnomo: y éste dijo que si un humano deseaba vengarse de otro, ninguna venganza más feroz había que instarle (o condenarle) a matrimonio.

—¿A matrimonio? —dijo el Hechicero, revolviendo pensativamente el caldero donde ensayaba una cocción de Raíces Fuentes de juventud, sin resultados aún previsibles—. No veo la relación que ello pueda tener con lo que nuestra niña dice.

—Nuestra niña es lo suficientemente inteligente para entender a este viejo borracho —dijo el Trasgo, haciendo barbotear una risa prestada al hervor del caldero, que dicho sea en honor a la verdad, llenaba de un apetitoso aroma la estancia. A medida que el invierno avanzaba y su intimidad iba en aumento con el Hechicero y Ardid, iba tomándole mayor gusto a la risa, aunque fuera de segunda mano, y llamaba a la pequeña «nuestra niña», como el Hechicero.

Ésta les escuchó pensativa, mordiendo una raicilla que, según recomendó el Hechicero, no sólo nutría, sino que fortalecía los dientes y las encías. Al fin, dijo:

—Pues bien: me casaré con él.

—¿Pero qué dices? —el Hechicero frunció las cejas—. Según mis cálculos aún no tienes siete años. No estás en edad de esas cosas. Y por otra parte, no estoy dispuesto a semejante crimen: ¡entregar a lo que más estima mi viejo corazón a ese lobo singular! Te despedazaría a ti (y a mí por añadidura), si es que tan sólo llegáramos a insinuar tan peregrina proposición —y añadió, mirándoles con la severidad que le permitió su estatura sobre los restantes contertulios—. No sé qué disparate mayor, comparable a éste, puede cocerse en mentes de niños o de borrachos.

—Pues demuestras estar muy mal informado —continuó el Trasgo del Sur, echándose al coleto un buchecito más largo de lo prudente—. Según mis noticias, el Rey Volodioso contrajo primeras nupcias (por razones de Estado) con la hija del Rey de los weringios cuando ésta tenía seis meses. Claro que esta criatura fue fácilmente eliminada antes de hallarse en edad de ejercer o reclamar funciones de esposa. Volodioso tenía otros proyectos más urgentes que llevar a cabo.

—Bueno —dijo el Hechicero—, pero con ello no queda rebatida la estupidez de semejante idea, ni la desgracia que puede acarrear tal proposición…

—Dejadme pensar-les interrumpió Ardid.

Y retirándose a su rinconcito predilecto, estuvo arañando el suelo con una ramita. Hasta que al fin exclamó:

—No sé cómo os las ingeniaréis, pero como sois aún más duchos que yo en sutilezas y artimañas, debéis conseguir que ese matrimonio se lleve a efecto. Y si no lo hacéis, en cuanto raye el alba me marcharé de aquí y no me veréis más: no estoy dispuesta a pasar mi vida en este agujero, oyendo los delirios de dos viejos necios.

La dureza de aquellas palabras dejó mudos de espanto y de pena a los dos ancianos —bien que el Trasgo no era aún anciano, sino muy lozano representante de su especie.

—No serás capaz de apuñalar tan cruelmente nuestros sentimientos —dijo el Hechicero, con lágrimas en los ojos.

Por su parte, el Trasgo quedó pensativo, y sus ojillos de endrina parecían querer ocultarse en la maraña de sus cejas escarlata.

—Niña, niña —dijo al fin—, no debías sembrar sentimientos tan dolorosos en quienes te rodean. No dice bien de tu educación —y miró con reproche al Hechicero.

—Si no te dieras al vino como majadero que eres —se exaltó el anciano—, no proferirías tan ridícula sugerencia, ni te hallarías ahora envuelto en ese funesto —para ti— cariño hacia esta tierna desagradecida.

—Pues bien —dijo Ardid, mirándoles con sus brillantes ojos negros, que rebosaban fiereza y una pizquita de burla—, sea como sea, así lo haré. Con que si es verdad que tanto me queréis, empezad a urdir un plan que no resulte demasiado idiota. Voy a dormir y cuando despierte quiero saber qué habéis decidido.

Entre algunas discusiones más, los dos viejos acabaron, al fin, dispuestos a elaborar el malhadado plan.

Aún no había asomado el sol cuando, entre tiras y aflojas de mayor o menor agudeza, aunando sus fuerzas y entendimiento, el Hechicero y el Trasgo llegaron a proponer la siguiente aventura:

—Querida niña —dijo el Hechicero, despertándola—, creo que al fin hemos dado con algo útil. Siéntate, échate agua a la cara y escucha con gran atención lo que te vamos a decir.

Con gran diligencia hizo Ardid ambas cosas. Y sentándose en el suelo, con las piernas cruzadas como tenía por costumbre para la lección, abrió mucho los ojos y oídos.

—Aunque el Trasgo no ama las tierras del Norte, en especial porque se acercan al Lago de Olar y quedan muy próximas a la Dama del Lago (de la que justamente teme algún castigo o desplante), tanto es el cariño que has despertado en él, que se halla dispuesto a horadar los caminos ocultos y llegar hasta el Reino de Volodioso. Una vez allí, sembrará en las gentes la creencia de que en las cercanías existe una prodigiosa criatura, Princesa de Allende el Mar, recién arribada a estas costas por culpa de la saña de los sarracenos, o similares, arrasadores del Reino de su padre. Y que ella, acompañada sólo de un anciano y fiel servidor, ha asombrado a todos aquellos por cuyas tierras pasa con la gran sabiduría que atesora. Y que esa sabiduría convierte en ricos y poderosos a quienes de ella se benefician. Pero dicha Princesa sólo guarda el tesoro de su total sapiencia para aquel que acepte o elija como su esposo, con cuyo matrimonio le será transferida. En especial, se hará conocer el gran talento que posee en matemáticas, astrología y botánica, amén de los mil conocimientos aliviadores del dolor físico y la facultad de dispersar la peste. Como todos conocemos la gran ignorancia que aflige a Volodioso, y cuánto él se lamenta, preocupado sólo en su sanguinario engrandecimiento, de no haber llegado a conocer ciencia alguna, bien cierto es que no tardará mucho en buscar a quien puede decirle cuánta es la capacidad de talento y los conocimientos de tal Princesa. Ésta, que eres tú, tapada con un velo, no dejará ver su rostro antes de que se haya celebrado el matrimonio: sólo así, se dirá, podrá su esposo alcanzar iguales talentos y sabiduría. Una vez el matrimonio se verifique, tu astucia sabrá hacer el resto. Pues eres tú quien así lo quiere, y tú sabrás cómo piensas utilizar ese matrimonio para tu venganza.

—Descuidad —dijo Ardid—, esta parte del plan me pertenece a mí. Vosotros cumplid vuestra tarea. Y ahora apresuraos a recoger nuestras cosas, porque nos marchamos de aquí.

—¿Ahora? —gritó el Hechicero—. ¡No es posible! Nadie debe veros antes de ese malhadado matrimonio (si es que se verifica).

—No iremos a Olar, por supuesto —dijo Ardid—, pero nos acercaremos allí. Y permaneceré escondida, hasta que el Trasgo juzgue que ha llegado el momento oportuno de presentarme al Rey.

Como no era posible contradecir a Ardid, obedecieron. Y cuando los tres abandonaron el ruinoso Torreón de Ansélico y emprendieron el camino hacia las tierras del Norte, el invierno ya tocaba a su fin y la hierba aparecía tímidamente entre la escarcha. Ardid cogió las primeras campanillas azules, y subiendo a la gruta, cubrió la parca tumba de su padre y su hermano. Luego, bajó al valle, y junto a su Maestro, siguieron la ruta que les marcaba el Trasgo bajo tierra, a golpes de martillo. Resonaban como lejanos tambores o como cascos sofocados de corceles. Así, emprendieron el camino que había de llevarles al Reino de Olar y a su cruel Rey.

Ya estaba avanzada la primavera cuando, por fin, atravesaron las Lisias. Por la colina Norte vieron algunos caballos, que los campesinos dejaban sueltos para que pacieran a su placer. De entre todos ellos, uno, negro y hermoso, llamó la atención de Ardid.

—Trasgo —llamó, acercando su boca al suelo, bajo el que sentía el martillo de diamante—, haz que ese joven caballo sea tan blanco como la nieve y que sus ojos tengan el azul del cielo. Así tendré un aspecto más imponente el día en que, montada en él, pueda acercarme al Rey. Convenientemente tapada, pasearé a sus lomos entre las gentes, mientras mi querido Hechicero lo lleva de la brida. Porque no se concibe dama de alcurnia a pie y medio descalza, como voy yo.

Y volviéndose al Hechicero, añadió:

—Búscame ropas adecuadas y un velo, porque tal como voy, sólo con un mendigo podría comparárseme.

El anciano movió la cabeza con tristeza:

—Es cierto —dijo—, y no sabes cuánto me duele ver que una criatura tan hermosa debe ir tan mal aderezada, cuando sé que cualquier necia y estúpida cortesana, que desnuda sólo sería un pellejo repleto de vanidad, parece una princesa, vestida lujosamente.

El Trasgo asomó la cabeza por entre una mata de tomillo, y poniendo la mano sobre los ojos —pues el sol daba de frente— divisó el caballo.

—No será difícil —dijo—. Mi poder no está tan menguado, espero, como para no conseguir una cosa semejante. Porque has de saber, querida niña, que no es con estúpidas hierbas propias de aficionados hechiceros como yo pinto las cosas —y miró burlonamente al anciano—. Lo que puedo conseguir es conducir la luz de tal manera, que todo ojo humano que se pose en el caballo lo vea tal y como tú deseas.

—¿La luz? —se inquietó la niña—. ¡No es la luz quien levanta los colores!

—Muchas cosas ignoráis tú y tu Maestro, todavía —dijo el Trasgo. Y ante el asombro del Hechicero y Ardid, condujo la luz. Y el caballo negro se tornó blanco como la nieve, y sus ojos, azules.

—Es muy hermoso —dijo el Hechicero—. Pero ¿cómo lo atraeremos?

—Eso es cosa tuya —contestó el Trasgo—. Respecto a palabrería convincente, conoces la suficiente. Tanta como para no molestarme más en semejantes minucias.

Y desapareció de nuevo bajo tierra.

El anciano abrió su cofre, extrajo el Rollo de la Verdad y la Mentira y, a poco, recitó una larga oración dirigida al caballo. Éste, al oírla, levantó la cabeza, olfateó el aire y, mansamente, se acercó a ellos. Se paró junto a la niña y pasó su belfo, rosado y tibio, sobre los rubios y enmarañados cabellos de la pequeña Ardid.

Dando un grito de salvaje alegría, la niña se asió con las dos manos a su larga crin. Pidió al Hechicero que la encaramase a su lomo, y una vez estuvo sobre él, cabalgó por la colina, las deshechas trenzas al viento, como de fuego bajo el sol del mediodía.

«Verdaderamente, es una Reina», se dijeron los dos viejos. Todo era poco —pensaron— para conseguir que, algún día, se cumplieran todas sus esperanzas.

Había allí cerca una cabaña ruinosa que, en tiempos, servía a los pescadores del Lago para guardar las redes. Hacía ya tiempo que no pescaban en él, pues había cundido la noticia de que los malos espíritus lo inundaban. Muchos jóvenes desaparecían con sólo asomarse a sus aguas, y esto hizo pensar a las gentes que aquellos parajes estaban repletos de maligno poder. Pero la cabaña abandonada sirvió al Hechicero y Ardid para cobijarse y aposentarse. Una vez se hubieron medianamente instalado, llamaron al Trasgo, dispuestos a tomar las próximas decisiones.

Al día siguiente, y aun a sabiendas de que esta operación le mermaba días de vida, el Hechicero fabricó la nube voladora. A lomos de ella, merodeó sobre la ciudad y los contornos. Vio unas lavanderas que, cerca del Castillo de una noble dama, lavaban la ropa y la tendían al sol. Por el tamaño de algunas prendas, el anciano calculó que la dama debía tener una hija de la edad de Ardid. Y así pensando, descendió con suavidad, llenó de niebla el arroyo, y en tanto las lavanderas se llevaban las manos a la cara y maldecían tan extraño contratiempo, hurtó algunos vestidos y un par de zapatitos y regresó a la cabaña.

Ardid los combinó como mejor pudo y se vistió con ellos. Con los rubios cabellos bien trenzados y aquella ropa, parecía una joven princesa. Al menos, así lo juzgaron los dos viejos que, a la luz del fuego, la contemplaron extasiados.

—Trasgo —dijo la niña—, conduce la luz de forma que esta ropa cambie de color para que nadie pueda reconocerla. Lástima —añadió— que no pueda apenas soportar estos horribles zapatos.

Y así diciendo, se descalzó y lanzó al aire los zapatitos dorados. Acostumbrada a vagar de aquella guisa por los campos, se le hacía intolerable encerrar sus pies en cosa alguna.

—Guárdalos —dijo el Hechicero—, porque el día en que te presentes al Rey de Olar, no puedes ir descalza como una campesina. Así lo comprendió Ardid, y mientras el Trasgo conducía la luz y todas sus ropas se tiñeron de un tono parecido al del otoño en los viñedos —color que él prefería—, la niña guardó los zapatos en el cofre de su Maestro.

5

A menudo, durante aquel tiempo que pasaron en la cabaña junto al Lago de las Desapariciones, el Trasgo hizo incursiones por las aldeas comarcales, por los burgos y por la zona más populosa de la ciudad. Solía introducirse en los carros de los vendedores de hortalizas que voceaban su mercancía junto a la Muralla, penetraba en el Mercado, y su paso fugaz era con frecuencia achacado a ráfagas de viento —mientras, asustados, se les erizaba el lomo a los gatos—. Incluso, en cierta ocasión, un campesino, que se dirigía a la ciudad con su borrico cargado de hortalizas, le confundió con una raposa, y le anduvo a la zaga, esgrimiendo una feroz guadaña. Esto le llenó de terror, por lo que se ocultó bajo una mata de endrinas: pues aunque bien sabía que contra su sustancia nada podían las armas humanas, aquella circunstancia le avisaba de que iba tornándose particularmente visible a los humanos. Comprendió que debía actuar con suma cautela en lo tocante a sus libaciones, si no quería contaminarse totalmente.

De una u otra forma, el Trasgo conducía palabras sueltas, las gavillaba cuidadosamente, y luego las deslizaba en las conversaciones de los mercaderes, artesanos y campesinos: y aunque ellos mismos no acertaban a saber quién era el que introducía tales cosas en sus charlas, empezaban discutiendo el precio de una cabra y acababan elogiando a una cierta doncella que conocía todo lo concerniente al sol, la luna y las estrellas. Y además, podía verificar todos los cálculos posibles del mundo —por tanta matemática como sabía—. Y añadían que nadie podía engañarla en sus prodigiosos cálculos y cuentas, con lo cual los mercaderes fueron los primeros en sentirse interesados en ella. Así, empezó a correr el rumor de su fama en los alrededores del Lago de las Desapariciones. Al parecer —decían—, la tal doncella, una lejana y desterrada Princesa, era capaz de llevar a cabo, rápidamente, los más intrincados cálculos, sin ayuda de los dedos ni muescas de cuchillo, ni otra cosa parecida.

Poco a poco, entre unos y otros fueron engrandeciendo su prestigio, y llegó un día en que el Trasgo tuvo poco trabajo: pasando de unos labios a otros, la historia de la doncella sapiente se iba transformando de tan caprichosa manera, que llegó un momento en que consideró oportuno que la niña hiciera su primera aparición en la ciudad. Horadó la tierra y se acercó subterráneamente a la cabaña de sus amigos, con el aviso de que la primera fase de su plan había llegado a término.

Una mañana de gran afluencia en el mercado, Ardid vistió sus ropas de resplandeciente color viña madura, y ayudada por sus amigos compuso su peinado con gran esmero. Luego, ellos, tapándola casi enteramente con el velo, la izaron al caballo, y anciano y niña encamináronse a la Puerta Sur de la ciudad —por donde entraban los mercaderes y campesinos que iban allí para vender, junto a la Muralla, sus mercancías—. El Hechicero, con gran solemnidad, iba anunciando el paso de la Doncella Prodigiosa, y apenas habían avanzado unos pasos entre la abigarrada multitud, cuando un grande y respetuoso silencio les rodeó. Por fin, un hombre grueso, que bajaba de las tierras de los carboneros y conducía un asnillo con dos grandes cargas de leña, se aproximó a ellos, se inclinó cuanto le permitía su vientre, y dijo:

—Señora, si tan sabia sois, ¿podríais decirme por qué siempre al volver del mercado, tras vender mi leña, me hallo más pobre que cuando acudía?

Oculta tras su velo, Ardid preguntó con voz que, aunque joven y fresca, por tener aquel timbre tan especial —como de criatura acostumbrada a vivir entre dos viejos sabios—, dejó atónita a la multitud:

—Explícame cuánto te cuesta cortar y cargar la leña, cuál es el precio en que la tasas, y a quiénes la vendes.

El carbonero permaneció un rato como mudo, con la boca abierta. A poco, empezó a contar con los dedos: pero tal barullo se hizo que, al fin, sólo supo decir que vendía su leña a un alfarero que fabricaba escudillas, y cuyo pequeño taller y vivienda se hallaban adosados a la Muralla. El alfarero parecía muy inquieto, y dirigiéndose a él, preguntó Ardid:

—¿Quieres comprar a este hombre la leña de costumbre, en mi presencia?

El alfarero asintió, aunque con cierto recelo en la mirada. A poco, ambos hombres se enzarzaron en una complicada conversación, al cabo de la cual el alfarero adquirió las dos cargas al precio de una: pero con tal habilidad contaba, y tales y tan enrevesadas sumas hacía al derecho y al revés, que todos los presentes —el carbonero incluido— creyeron que le compraba una sola carga por el precio de dos. Y ya estaba muy contento el carbonero pensando que había engañado al artesano, cuando Ardid detuvo su apretón de manos —señal de contrato entre comprador y vendedor—, y dijo:

—Las sumas del artesano son un engaño que sólo a un estúpido o a un niño de pecho podrían confundir.

Y sin necesidad de usar los dedos, ni hacer muescas en parte alguna, de corrido y muy claramente, deshizo el embrollo: y dio el justo y verdadero precio a la mercancía.

Las gentes quedaron muy asombradas y luego, alborotáronse: querían despedazar al artesano y saquear su pequeño taller. Pero éste se apresuró a cerrar su casa con toda suerte de barras y pasadores, y escondióse bajo la paja de su lecho.

Ardid continuó su marcha por el mercado. Tras una consulta le llegaba otra, de tal modo que se organizó un gran tumulto en el Mercado de la Muralla. Y de tal manera fueron perseguidos algunos mercaderes por los indignados villanos, que el vocerío llenó el aire, y empezaron a cruzarse por sobre las cabezas hortalizas y toda clase de frutas.

El fragor del tumulto llegó a oídos de la milicia, que tenía severas órdenes de vigilar a los ciudadanos en previsión de posibles revueltas. Los Desdichados, en casos desesperados, bajaban a la ciudad a levantar a los más míseros, aun a costa de las feroces represalias y ejemplares castigos que se llevaban a cabo con sus cabecillas: pues la desesperación torna a los cobardes en valientes, y a los pacíficos en belicosos. Apenas aparecieron los soldados por el Mercado de la Muralla —los campesinos, mercaderes y toda la gente que allí se agolpaba conocían bien la forma en que solían proceder con los alborotadores—, desalojaron, en menos tiempo del que se precisa para narrarlo, no sólo el Mercado, sino sus alrededores. De este modo, cuando el grupo vigilante llegó al lugar del suceso, únicamente halló a un anciano que sujetaba de la brida un caballo, a cuyos lomos, cubierta por un velo, se mantenía erguida una menuda figura.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el que los mandaba, con modales poco refinados.

El Hechicero desplegó entonces toda la suavidad y astucia de sus maneras, y así puso al corriente de aquellos hombres la causa del alboroto. El jefe de los soldados quedó pensativo. Al fin, dijo:

—Pues si tu Doncella, como dices, es tan ducha en materia de cuentas (y por cierto que lo oí comentar hace tiempo), que me explique por qué a la hora de recibir nuestra soldada, nunca parecen claras las cuentas.

—Con gusto —dijo el Hechicero—. Pero antes expón a la Princesa todos los pormenores de esa circunstancia.

Así lo hizo el soldado, y Ardid, sin vacilación, le demostró que todo el mal residía en una complicada operación hecha al revés, gracias a la cual les eran descontadas, en vez de añadidas, las pagas suplementarias y los servicios fuera de su obligación.

El soldado quedó muy perplejo, y, mesándose la barba, meditó en que, a fin de cuentas, todo el mal residía en que él, a pesar de su grado de Capitán, era un estúpido, y, en cambio, el Alto Consejero Tuso, Tesorero y Administrador, tenía muy bien aleccionados a los hombres empleados en aquel cometido. Y que, en definitiva, el Conde Tuso era lo que vulgarmente se llama un ladrón. Pero se guardó mucho de manifestar tal opinión en voz alta. Y volviendo grupas, ordenó retirarse a sus hombres. Antes, de todos modos, avisó al Hechicero:

—Mucho me maravilla el modo de razonar de la Princesa, tu Señora, tan claro y sucinto. Pero mejor será que no deis muchas voces en lo que a mí respecta, y olvidemos ambos el incidente. Por otra parte, mucho os agradecería que tan gentil y sabia Doncella, y tú mismo, no provoquéis semejantes alborotos; antes bien, montad una suerte de tienda en la Muralla, donde vendáis vuestras aclaraciones a un precio que no provoque entusiasmo por conocer la causa de tanta inexactitud (especialmente en lo que concierne a asuntos relacionados con la Administración Real). Por otra parte, evita estas algarabías y peleas, que a nada bueno, ni para vosotros ni para mí, pueden conducir.

—Ah, debo advertirte que en lo primero no puedo seguir tu consejo —dijo el Hechicero—, pues mi Señora no venderá jamás su sabiduría por moneda corriente. Ella, por gusto y gentileza, puede favorecer con sus conocimientos a quien le plazca (aunque una sola vez por persona). Toda su gran sabiduría (que no empieza ni termina en cuentas de mercader, ni en altos cálculos matemáticos) la guarda para favorecer con ella únicamente a aquel que la tome por esposa.

Al oír tal cosa, el Capitán detuvo el caballo. Y muy intrigado, preguntó:

—¿Cómo es eso? ¡Jamás oí nada parecido!

—Es así porque al nacer la Princesa fue dispuesto de ese modo por su Hada Madrina: venía escrito en su estrella que un gran Señor la desposaría y la colmaría de halagos, honores y respetos (como bien merece, por otra parte). Y sólo a él la Princesa podrá hacer entrega total de su prodigiosa sabiduría.

El soldado quedó muy admirado, y dijo:

—Así será, si lo ha dicho un Hada. Pero te confieso, buen anciano, que noto que no soy de la especie de los grandes señores: ten por seguro que jamás tomaría por esposa a una mujer dotada de tan agudos conocimientos. Y me barrunto que esa tan singular cualidad que posee (y no me preguntéis la razón de esta sospecha, pues tan sólo se trata de una corazonada) no va a traerle sino amargos tragos y sinsabores. Créeme que lo lamento en verdad. Pues, aunque soy hombre difícil a la amistad o a los afectos repentinos, te aseguro que tanto tú como tu gentil Señora habéis despertado en mí un no sé qué, donde rebullen sentimientos muy benignos. En suma, y dicho de otra forma: que me habéis caído en gracia.

Dicho lo cual, clavó espuelas y, seguido de sus hombres, se alejó. Acaso turbado por mostrar un rinconcito, tan desconocido para los demás como para él mismo, de su, en verdad, muy solitario corazón.

Cuando desaparecieron los soldados, el Hechicero se sintió muy satisfecho del cariz que iban tomando las cosas. Asió la brida del caballo, y, conduciéndole, atravesó la puerta de la ciudad, salió al campo y tomó la dirección de la cabaña.

Esta escena se repitió alguna vez más. Y apenas las gentes les veían avanzar por el Mercado de la Muralla, se aglomeraban ansiosas de beneficiarse de la sabiduría de la Doncella, o tan sólo para contemplar su paso. Ella, muy de tarde en tarde, y elegidamente, favorecía con sus conocimientos a algún que otro infeliz.

En cuanto a los soldados, si bien les amonestaron alguna que otra vez por desobedecer sus órdenes, se mostraban, de forma harto insólita, muy benignos con ellos. Y especialmente el Capitán que les mandaba —llamado Randal— hacía lo que suele llamarse la vista gorda. Y aún más: escuchaba arrobado y maravillado los claros y restallantes razonamientos de la misteriosa Princesa.

Sin embargo, así iba transcurriendo el tiempo, sin que se vislumbrara fruto alguno. Y ya discutían el Trasgo y el Hechicero la defectuosa contextura de su plan —que demasiado se prolongaba en su primera fase—, cuando, cierta mañana, les sobresaltaron galopes de caballos aproximándose a la cabaña. El Hechicero asomó la cabeza, y con ánimo suspenso contempló cómo Randal y sus hombres venían hacia ellos. Compuso su mejor semblante, y con toda amabilidad salió a recibirles. Hizo una graciosa reverencia y dijo:

—¿Qué os trae, valiente soldado, a nuestra humilde morada? Con gusto os ofreceré un vaso de buen vino, si ello os place. Ya que sólo así podré agradecer que tan amistoso y benigno os hayáis mostrado con mi desgraciada y extraordinaria Señora.

Si bien eran muy frugales sus comidas, la provisión de vino —que el Trasgo transportaba por cualquier túnel subterráneo y guardaba bajo el suelo de la cabaña— les permitía aquel desprendimiento.

—Mucho me agradaría, buen anciano —dijo Randal, desmontando, al tiempo que mostraba un pergamino cuidadosamente enrollado y sellado—. Pero nos está prohibido beber vino, excepto en las ocasiones en que el Rey lo manda para conmemorar sucesos extraordinarios, y ordena que de la fuente pública de nuestra Plaza mane vino blanco y vino rosado durante tres días. Aunque esto sólo ocurre cuando se trata de festejar alguna victoria sobre nuestros enemigos, o durante los bautizos o las bodas de alcurnia. Pero ¡atiende!, es una carta del propio Rey lo que traigo aquí. Y tengo orden de que una vez la hayáis leído, os conduzca a su presencia.

—¿Es acaso una orden de arresto? —se lamentó el Hechicero—. ¡Ay de mí! Os juro que no hemos hecho nada malo; y mi pobre Señora bien merece (después del sufrimiento que lleva consigo) un poco de paz: ninguna otra cosa pide en este mundo.

—No es eso, precisamente —dijo Randal, rascándose el cogote (lo que indicaba ciertas dudas al respecto, aunque no se atrevía a manifestarlas)—. Más bien, creo yo, se trata de una gentil invitación.

Pero calló añadir: «y si esta invitación es rechazada por vosotros, tened por seguro que vuestras cabezas rodarán como manzanas maduras». Y mucho se notaba, aun en rostro tan severo y atezado, la pena que tal idea le causaba.

El Hechicero abrió el pergamino y lo leyó atentamente. Volodioso ordenaba que tanto la Princesa como él fueran sus huéspedes, pues habiendo llegado a sus oídos las maravillas que adornaban a la misteriosa Doncella, y enterado de la alta alcurnia de ésta y de sus muchas vicisitudes y aflicción por culpa de desgracias y pobreza presentes, brindábale cobijo en su propio palacio, ya que, suponía, las refinadas costumbres de tal Señora así lo exigían. No obstante, había en toda aquella misiva un tono tan conminatorio e inapelable, que no escapó a la sagacidad del Hechicero. Y ello le llenó de temor —nunca fue hombre arrojado—. Y se dijo que la tozudez de Ardid y las imprudentes ideas del Trasgo del Sur les habían conducido a una situación peligrosa. Pero como, en todo caso, la cosa ya no tenía remedio, entró resignadamente en la cabaña para avisar a la niña de que el temido y deseado momento había llegado después de todo. Aunque, a su juicio, fuese un disparate descomunal, capaz de cocerse sólo en los calenturientos meollos de una niña y un borracho.

Apenas entró en la cabaña vio a Ardid y al Trasgo cuchicheando. Y cuando iba a advertirles del acontecimiento, Ardid puso un dedo en sus labios, dándole a entender que ambos habían oído y presenciado —probablemente ocultos en los túneles subterráneos, a los que era la niña tan aficionada— todo lo acaecido fuera de la cabaña.

Ardid vistió sus ropas de viña septembrina, y se cubrió con el velo. Calzóse los zapatos y, reprimiendo un gesto de profundo desagrado, dijo a su Maestro:

—Decid al Capitán que estoy dispuesta a obedecer al Rey, y que me siento muy halagada por su gentileza.

—Recuerda todo lo planeado y estudiado, sin olvidar detalle, niña —susurró el anciano, procurando que el temblor de sus labios y los malos augurios que revoloteaban sobre su blanca cabeza no resultaran demasiado evidentes.

6

Las noticias que sobre Ardid habían llegado a la Corte de Olar eran tan fascinantes que todos ardían en deseos de conocerla. En verdad era una Corte muy tosca y sumida en austeridades militares, donde, especialmente las damas, tenían pocas ocasiones de lucir atuendos y aderezos. Para aquel acontecimiento dispusieron una suerte de recepción, en la cual todos tendrían ocasión de lucir sus mejores trajes —muy recientemente adquiridos en la fastuosa y sureña isla de la Reina Leonia— y de divertirse un poco con algo más que las decapitaciones, cacerías o comilonas de soldados beodos con las que acababa casi todo banquete. Sin embargo, al principio sufrieron una gran decepción.

Estaban ya todos reunidos, aguardando la llegada de la desconocida Doncella, cuando apareció únicamente un anciano de porte severo y larga túnica, que, inclinándose ante Volodioso, manifestó:

—Señor, ya que vos lo deseáis, mi Señora la Princesa acepta vuestra noble hospitalidad. Pero no por mucho tiempo, pues hemos de continuar viaje hasta dar con el Gran Señor Predestinado (como su estrella indica).

—¿Qué dice? —inquirió Volodioso, inclinándose hacia Tuso. Este, con gesto de prevención, como de costumbre, hallábase dos pasos a su espalda. Pero antes de oír la respuesta de su Consejero, la impaciencia hizo levantarse al Rey, y aflojando las cintas de su manto real (que le impedían moverse cómodamente), dijo:

—Buen viejo, habla más claro; no entiendo una palabra de lo que dices.

—Digo, Señor —repitió el Hechicero, con la segunda de sus mejores reverencias—, que mi Señora la Princesa tuvo en la cuna —al igual que muchas princesas, como sin duda sabéis— un Hada Madrina, con quien su buen padre el Rey estaba muy bien relacionado. Y así, tal Señora, llamada Hada Feliciante, diole como don su prodigiosa sabiduría. Pero, como todo don, éste hallábase sujeto a una condición (bien sabéis que tales señoras suelen amargar sus regalos con estos detalles). Éste consiste, en el presente caso, en que sólo podría poner toda su ciencia al servicio de un gran Señor que la tomara por esposa. Como os habrán referido, muchas desgracias han sobrevenido a nuestro difunto Rey y a mi Señora (su augusta hija). Guerra y ruina, el país pasto de piratas, andamos por el mundo en pos de ese Predestinado, a quien deba ella prodigar su ciencia, y él, matrimonio y honores. Por tanto, no debéis detener nuestro camino: pues así incurriríamos todos en el enojo de la noble Hada Feliciante. Y, conocedores de vuestra grandeza y generosidad, a ella nos confiamos humildemente, noble Rey Volodioso.

Volodioso parecía confuso. Meditó por un instante, y al fin dijo:

—Bueno, si así lo deseáis, no os retendré demasiado. Pero antes deseo ver a vuestra Señora, y escuchar sus raros parloteos.

—Ah, noble Rey —dijo el Hechicero. Y aunque sus piernas temblaban de insuperable miedo, aún exprimió la fuerza necesaria para una tercera y solemne reverencia—, con gusto os complacería, pero habéis de saber que sólo a una pregunta por persona le está permitido contestar; y que si bien podrá presentarse ante vos, no le está permitido mostrar su rostro a nadie antes que al que será su Señor y esposo, y aun así después del matrimonio; y no puede romper este mandato, pues mucha desgracia acarrearía a quienes sin haber cumplido tal requisito posaran los ojos en ella.

Volodioso, que era impaciente y curioso por naturaleza —ambas cualidades le habían ayudado a ser Rey—, descendió los peldaños del trono, y exclamó:

—¡Pues, al menos, que pase de una vez!

—Tampoco es esto posible, mi Señor —balbuceó el Hechicero (y aquí ya no pudo volver a inclinarse: pues si tal hacía, seguro estaba de no volver a levantarse en lo que le restaba de vida)—. Tampoco antes de su matrimonio le es dado mostrarse apeada de su caballo Magnífico Níveo.

—¿Pero cuánta tontería es ésa? —gritó al fin Volodioso—. ¿No sabéis que os puedo mandar degollar de una vez, si no obedecéis al acto?

—No lo dudo —farfulló el Hechicero (ya al límite de su resistencia)—. Pero no os lo aconsejo: Hada Feliciante es de carácter agrio y también sabe castigar muy duramente. Sabed que los asesinos de su padre y usurpadores de su Reino, en este momento, están todos ciegos, y el Reino es una pura ruina, pasto de las llamas. No quisiera que un noble Señor como vos, que tan gentil se muestra hacia mi Señora, hallara un fin tan miserable e impropio de su grandeza: no ignoráis que los poderes de tales Damas no son atacables por humanas fuerzas, ni espadas ni lanzas.

Volodioso hizo a Tuso gesto de que se aproximara, y en voz baja le preguntó qué opinaba de tales cosas, a su entender estúpidas y embrolladas. Pero Tuso —que tenía conocimiento de los males que podían acarrearse a quienes se oponían a las Fuerzas Mayores— dijo con cautela:

—Mejor será, Señor, que uséis de la prudencia. Y veamos, ante todo, si son ciertas o falsas las maravillas atribuidas a la tal Princesa. Por experiencia sé que no debemos afrontar las iras de tales Damas, ya que he visto con mis ojos algunas de sus represalias, y os aseguro que en ferocidad no tienen rival. Por tanto, bueno será andar despacio y con sigilo. Observad y meditad, pues nada malo podéis sacar de ello. Antes bien, sospecho buena fortuna para vos y para el Reino, si adquirís semejantes relaciones o incluso parentesco.

En su interior, Tuso había visto súbitamente brillar la posibilidad de aliarse al anciano y su Señora: y, en unión de ambos, disfrutar de un porvenir más risueño que el suscitado por las esperanzas puestas en el mayor de los Soeces, cada día más lerdo, ruin y taimado.

—Está bien —dijo Volodioso—. Veamos, pues, tanta maravilla, por confusa que parezca. Después decidiré qué debo hacer con vosotros.

Salieron todos, en verdad unos llenos de excitación, de recelo otros, al Patio de Armas, donde, a lomos del blanquísimo caballo de ojos azules —que maravilló a toda la Corte, e hizo rebullir la codicia de Volodioso, apasionado por estos animales—, se erguía una esbelta aunque, al parecer, menuda figura.

Ardid aparecía cubierta con su velo. Y era tal el resplandor de sus vestiduras y tules, que todas las damas sintieron una punzada de envidia en sus corazones: y hallaron que sus ropas eran burdas y mal confeccionadas. En lo que no les faltaba razón, pues la Corte de Volodioso sólo muy recientemente tuvo la posibilidad de conocer y adquirir las mercaderías de la Reina Leonia.

Volodioso quedó muy impresionado ante aquel espectáculo. No en vano el Trasgo, que permanecía oculto y al acecho, había conducido la luz de tal manera que casi cegaba mirar hacia la pequeña Ardid y su rica montura. Así impresionado, dijo el Rey:

—Princesa, quisiera que respondierais a una pregunta mía.

—Así lo haré, Señor —dijo Ardid. Y su voz sonó tan fresca y jugosa que embriagó los oídos de Volodioso como un dulce vino: pues sólo en la lejana Lauria había hallado semejante tersura y ausencia de chillidos, cosa que mucho le desagradaba. Pero precisamente las damas de Olar, deficientemente informadas aún del verdadero refinamiento y sus cánones, creían que debían forzar y aguzar sus voces, con el deplorable resultado que conocemos.

Volodioso consultó con Tuso, y éste le aconsejó preguntase a la Doncella cuántas horas había luchado y cuántas había descansado. Tuso conocía muy bien aquellas respuestas: éstas y otras cosas estaban apuntadas en sus secretos libros de zorro cortesano.

Así lo hizo el Rey, y Ardid repuso:

—Lo haré con gusto. Pero como mi ciencia no es cosa de brujería ni adivinación, sino de profundo estudio y lógica, debéis decirme antes cuántos inviernos y primaveras, cuántos veranos y otoños pasasteis en luchas o en paz. Así el cálculo será perfecto y sin artificios.

—Bien —dijo el Rey—, os complaceré.

Y sirviéndose de los dedos, acumulando victorias, escaramuzas, amoríos, heridas, fríos y calores, expuso por separado lo que consideraba —y tal vez así era— la exacta cantidad de estaciones pasadas en guerra o en paz.

Tras meditar breves instantes, la jovencita, oculta tras el resplandeciente velo, emitió con su clara y fresca voz los días justos —que a lo largo de su vida con el Rey, tan minuciosa y trabajosamente, había apuntado Tuso—. El Consejero quedó entusiasmado ante la posibilidad de habérselas con semejante aliada, por lo que se apresuró a decir al Rey:

—¡Es tal y como ha dicho, Señor! Tengo para mí que deberíais guardarla con vos… aun a costa de ese matrimonio. Porque si el matrimonio resulta bien, buen negocio habréis hecho. Y si resulta mal, eliminar una esposa no es difícil. Según deduzco de las palabras del viejo, nada podrá en contra la tal Feliciante: he estudiado estas cosas y sé que, una vez cumplida la profecía, toda venganza queda neutralizada.

El Rey quedó perplejo. No le seducía otro matrimonio, pues si bien el anterior fue eliminado sin dificultad, no le parecía que aquella jovencita fuera tan fácil de manejar como un rorro de seis meses. No obstante, su curiosidad era tan grande que manifestó:

—Yo no veo el rostro de la Princesa, anciano. Decidme, al menos, una cosa: ¿es fea?, ¿o, por lo menos, es soportable?

—Oh, no es fea en modo alguno —dijo el Hechicero—. Antes bien: bella como la luz del día. Sus ojos acumulan el brillo de toda la inteligencia de la tierra, y su sonrisa rebosa el candor de la infancia. Es joven como el rocío, y fresca y tierna como las rosas —con lo que, en puridad, no decía una sola mentira.

Todo ello agradó al Rey, pero aún insistió:

—¿Rubia o morena?

—Rubia, Señor, pero con ojos negros.

—¡Me gustan las rubias! —dijo lleno de gozo Volodioso—. Bien, en este caso, no veo inconveniente en casarme con ella. Y como soy un gran Señor, muy poderoso, no dudo en que, por fin, habéis topado con el Predestinado. ¡Pero si me engañáis, os juro que os descuartizaré vivos, para escarmiento de todos, haga lo que haga después esa Señora Feliciante, o como se llame!

—No os engañamos en absoluto, mi Rey —dijo el Hechicero. Pero el temblor que oscurecía sus desfallecidas palabras quedó materialmente aplastado por las exclamaciones de la Corte, que con violento y súbito júbilo celebraba la gran decisión de su poderoso Señor.

—Entonces, llamad al Abad Abundio —dijo Volodioso—, y celébrese aquí mismo el matrimonio.

Partió a caballo un mensajero hacia el cercano Monasterio, y, a poco, regresó con el Abad, quien, a decir verdad, temblaba como hoja en el árbol.

—Andad y casadnos pronto —dijo Volodioso.

Entretanto, un tropel de sirvientes había instalado en el Patio de Armas grandes mesas, ya que la premura no permitía ofrecer un verdadero banquete. Dispusieron en ellas, sobre blancos manteles de lino, vinos y variados manjares. Estaban todos muy alborozados, y, siguiendo la real indicación, todos comenzaron a brindar y beber. El Rey estaba ya ligeramente borracho, aunque se mantenía en pie con firmeza, cuando el Abad se hallaba dispuesto para la ceremonia.

—¡Apearos de una vez, diablo! No me gusta mirar a mi novia de abajo arriba-dijo Volodioso.

—No es posible, Señor, hasta que no se haya realizado el matrimonio —respondió ella, con firmeza.

—¡Maldita Feliciante! —Volodioso arrojó su copa, y, colocándose la corona que, rodilla en tierra, un paje le ofrecía, añadió—: ¡Cómo le gustaba a esa Señora complicar la vida!

Aun así, se prestó al último requisito, y el Abad les casó: él a pie, y ella a caballo.

Apenas terminó la ceremonia —tal y como se ordenó, precipitadamente, a sudorosos emisarios—, todas las campanas de la ciudad voltearon. Y entre el alborozo general, el Rey alzó los brazos, tomó por la cintura a Ardid y la bajó, por fin, del caballo.

Entonces, al verla en el suelo y comprobar que apenas alcanzaba más allá de sus rodillas, una gran ira le llenó, y, desenvainando la espada, gritó, rojo de furor:

—¡Bellaco, embustero viejo! ¡Sinvergüenza, maldito, que me has casado con una enana!

Pero apenas había dicho tal, Ardid alzó el velo que ocultaba su rostro, y ante el Rey apareció una carita redonda, tostada por el sol: y un par de ojos oscuros e iracundos le miraron con idéntica cólera a la suya, mientras decía altivamente:

—¡Insolente marido, el mío! ¡Soy yo la engañada, que creí erais un gran Señor y sólo veo ante mí un soldadote sin refinamientos ni modales! ¿Quién dice que soy enana? ¡Soy alta y robusta, para mis siete años! Y tened por seguro que a los quince ninguna de estas raquíticas y pálidas damas (por cierto, muy mal vestidas) —y aquí la naricilla de Ardid se frunció con desdén podrá compararse con mi belleza, donaire y real porte.

Jamás, en toda su vida de Rey, ni hombre ni mujer alguna había osado dirigir tales frases a Volodioso. Quedó, pues, tan asombrado que enmudeció de estupor y su brazo cayó, sin fuerza.

Durante los breves minutos que este silencio y estupor le embargaron, pudo muy bien apreciarse el crecer de la hierba y el trepar de las lagartijas por las piedras de la Muralla, e incluso el vuelo de las moscas en el, a pesar de todo, aire puro de la mañana. Y estaban todos tan sobrecogidos, que apenas acertaban a respirar. En cuanto al Hechicero, llegado al verdadero y máximo límite de sus fuerzas, no podía ya moverse ni hablar. Y lo que todos tomaron por dignidad y sereno valor sin precedentes, no era otra cosa que pánico petrificarte.

Ése era el turno del Trasgo, el momento en que debía poner en práctica su participación en la escena. Desde su escondite, destapó una calabaza que, durante las últimas libaciones, había almacenado su propia risa, y la envío, con la luz, hacia Volodioso. Envuelta en dulces vapores de mosto, la risa penetró al Rey por ojos, oídos y labios, e invadió su pecho y todo su ser. Hasta que, levantando la cabeza, prorrumpió en carcajadas tan alegres como jamás salieron de su garganta. Naturalmente, todos le corearon. Al fin, secó con el dorso de la mano las lágrimas que aquella expresión de alegría le arrancara, tomó la niña en brazos, la besó en ambas mejillas, y dejándola de nuevo en el suelo, agarró sus trenzas —que resplandecían como el sol poniente— y tiró de ellas con alegre e infantil jugueteo. Luego, dijo:

—Ah, ¡qué noble y preciosa Reina tenemos en Olar! ¡Qué graciosa y maravillosa Reina! Os juro que es la primera vez que un niño no me parece un conejo o una gallina.

En éstas, Tuso había reaccionado rápidamente. Y mientras en su fuero interno se complacía mucho por tener una criatura tan tierna en sus manos, a quien imaginaba podría moldear a su antojo, apresuróse a deslizar estas palabras en los oídos del Rey:

—Señor, ¡qué gran fortuna! Pensad en las ventajas que reporta una esposa semejante: por largos años aún, jamás os dará muestras de celos ni cosa parecida. Y podréis guardar vuestras amantes en el Castillo, como ahora, sin oír las odiosas quejas de una mujer legítima. Siendo sólo una niña, podréis gobernarla a vuestro antojo y prescindir de enojosas obligaciones maritales que no siempre os apetecerán (tenedlo por seguro). Y podréis educarla según vuestra conveniencia, de tal modo que cuando tenga edad suficiente para consumar el matrimonio, a buen seguro no encontraríais esposa más dócil y sumisa. Amén de que, llegada tal hora, a juzgar por sus facciones, será una hermosísima mujer.

—Eso pienso —dijo el Rey. Y añadió—: Mi querida Señora, ¿podéis revelar el nombre de la más joven Reina?

—En efecto: soy la Reina Ardid.

Y sus palabras fueron acogidas con gran contento, en tanto resucitaban lentamente de su congelada estolidez el Abad —que temía ser decapitado por haber bendecido tal unión— y el Hechicero —por razones similares.

El Rey ordenó fuera colocada una corona de flores —en espera de que fabricaran otra de oro— sobre las rubias trenzas de la joven Reina. Y acto seguido, dedicáronse muy placenteramente a comer y beber. La madrugada les sorprendió ya muy avanzada entre risas, vino y chanzas no siempre del mejor gusto. Mientras, la más joven Reina dormía dulcemente, con la corona en las rodillas, pero con las manos tan asidas a ella, que una mirada más lúcida que aquellas que la rodeaban hubiera podido imaginar cuán difícil iba a ser arrebatársela.

Al día siguiente, el Rey ordenó que instalaran lo más confortablemente posible a la Reina en el Ala Sur del Castillo, junto a su fiel Maestro. Y advirtió a su Consejero:

—Tuso, siempre que te sea preciso, guíate por los grandes conocimientos de nuestra sabia Reina. Por lo demás, guardadla bien, hasta que tenga edad de darme un hijo. Y cuando este día llegue, avisadme, pues tal vez para entonces, entre una cosa y otra, la haya olvidado.

—Así se hará, tenedlo por seguro —dijo Tuso—. La Reina será atendida como si de mi hija se tratara: la vaciaré de su ciencia como a un cántaro boca abajo, para servir a vos y al Reino.

—Ahora —dijo el Rey, con sonrisa indulgente—, preguntad a la pequeña Reina qué regalo desea recibir del Rey, en ocasión de unos acontecimientos tan singulares.

Y ante el desconcierto de todos los cortesanos —y del propio Rey—, la pequeña Ardid pidió unas espuelas de oro.

—Que forjen las mejores y más bellas espuelas del oro más puro —dijo el Rey, íntimamente satisfecho con aquellas preferencias—. Y entregádselas con mis más afectuosos saludos.

Así se hizo; y de este modo, la pequeña Ardid se convirtió, a los siete años de edad, en la Reina de Olar.