III. LOS BASTARDOS

El Conde Tuso era un hombre alto y enjuto, de rostro muy pálido. Usaba largas ropas negras y un gorro de fieltro, también negro, rodeado de pieles de castor. En Olar nadie osaba oponérsele, pues de su afilada lengua y retorcida astucia provenían muchas muertes y calamidades, tanto a nobles como a villanos. Su ambición era desmedida, y como, a partir de los últimos años en que Volodioso se tornó más lento y pesado, él era en quien descansaba y de él dependía la suerte de cuantos componían aquella Corte, y aun el país, no podría extrañar a nadie que Tuso fuera a partes iguales adulado y aborrecido. Pero no sólo era su siniestro prestigio lo que influía en el temor que inspiraba, sino también —y era famosa la tendencia visionaria y supersticiosa de los olarenses— su vidrioso origen.

Hacía ya de esto muchos años, cuando la gloriosa —aunque no muy honesta— anexión del País de los Weringios; el Rey, entonces, lo trajo consigo a Olar. Lo presentó como hombre sabio y prudente en extremo, cosa que era cierta, aunque no pudo alabar jamás su lealtad sin despertar sospechas, ya que hasta aquel momento el Conde Tuso había desempeñado el cargo de Consejero en la Corte de Wersko, lo que no impidió que conspirara contra su Rey en favor del más fuerte. Además de saber leer y escribir a la perfección, era muy entendido en matemáticas y alguna ciencia más, no confesada, pues Volodioso —que no desmentía así su origen olarense—, no vacilaba en enviar a la hoguera a quien en tales cosas se propasaba. Su gran eficacia como administrador y su gran astucia le elevaron, en la poderosa pero ignorante y confusa Corte de Volodioso, al codiciado puesto de Consejero. Envidiado y execrado a partes iguales por cuantos componían aquella Corte y sus variados escalones, últimamente este hombre era quien manejaba el país, pues sólo Volodioso no sabía que se estaba haciendo viejo.

Aunque le sobraban artes y poder de manipulación para ello, el Conde Tuso no deseaba en modo alguno alcanzar una corona. En repetidas ocasiones lo demostró. El oficio de Rey no le agradaba en absoluto, antes bien, lo consideraba molesto. Una corona era excesivamente pesada para ser portada, según sus propias palabras, «por hombres de cuerpo débil y mente poderosa». Prefería, según se deducía, gobernar agazapado tras un trono, no encaramado a él. Más fácil resultaba así zafarse de los errores y aprovecharse de los aciertos, cosa en la que demostraba la máxima habilidad. Su lengua y argumentaciones eran tan afiladas como sagaces: bastaba recordar cómo, gracias a la acertada manera de utilizarla, supo librarse no sólo de la horca o el descuartizamiento —fin al que estaban destinados la mayoría de los weringios, tanto si apoyaron a Volodioso como si se le opusieron—, sino que además había hecho muy buena fortuna junto al que exterminó a sus hermanos de raza y a su propio Rey, a quien hasta entonces sirvió como ahora a Volodioso.

Tenía un ojo azul y otro amarillo. Estos ojos, dotados de un enorme poder de sugestión, le habían servido para evadirse de no pocas acechanzas y peligros. Cada vez que algún ingenuo osó acusarle de deshonestidades, malversaciones, usura, brujería o pactos con el Maligno, le bastaba mirar fijamente a su acusador, y en un breve pero sustancioso discurso, salían de sus labios tantos y tan sutiles argumentos de autodefensa como rayos de sus ojos. Hasta el punto de que, el acusador, se convertía lentamente en tembloroso acusado y, al fin, temblando como una hoja, o más mudo que un pedrusco, daba con sus huesos en la prisión o en la hoguera.

Estas particularidades habían conseguido hacer del Conde Tuso una figura muy poderosa. Y aunque muchos guardaban alguna ofensa o desdicha proveniente de su persona, y aun sintiendo repulsión por su figura, sus negros vestidos cubiertos de caspa, y el sudor que mantenía húmedas sus manos de uñas amarillas, no dejaban de sonreírle, adularle y colmarle de regalos, sabedores de que caer en su desgracia era caer en la desgracia total.

Durante los últimos años del reinado de Volodioso, el país pareció inmerso en una calma densa e insólita, apenas turbada por las rencillas suscitadas entre los propios nobles que, aburridos, se dedicaban de cuando en cuando a atacarse entre sí. «En verdad —se decían—, el Rey ha envejecido». Por contra, Tuso había adquirido un poder casi absoluto y una gran seguridad en sí mismo. Vivía en el propio Castillo de Olar, donde se había instalado definitivamente la ruda y tosca Corte de Volodioso. Tuso no tenía mujer ni hijos, no se le conocía otra pasión que el poder, el oro y, de tarde en tarde, el viejo buen mosto del Sur, tan apreciado también por el Rey y todos los habitantes de Olar.

Entre los largos y helados pasillos del Castillo, donde en invierno resbalaba la humedad a lo largo de sus muros, en las estancias donde gruesos tapices y pieles intentaban abrigarles de las inclemencias de su región, comenzaron a circular rumores: decíase que el verdadero ascendiente de Tuso sobre el monarca no residía en su astucia y tino administrativo —cosas innegables—, ni en magia ni maleficio alguno, sino acaso en una verdad muy simple: debido a la particularidad de aquellos ojos suyos, cada vez que Tuso exponía ante el Rey alguna acusación, consejo o simple sugerencia, miraba al monarca de frente, y éste, indeciso ante el ojo amarillo y el ojo azul, intrigado por saber con cuál de ellos le miraba y, a su vez, a cuál de ellos dirigir la propia mirada, pasaba el tiempo en este dilema, desentendiéndose de todo lo demás. De este modo, sellaba y asentía a todo cuanto Tuso fingía consultarle, cuando, en verdad, sólo ordenaba a su propio Rey. Así las cosas, y ante la decadencia cada día más ostensible del monarca —pero de cuya apreciación guardábanse todos de manifestarse enterados—, los cortesanos se preguntaban, inquietos, quién sería, por fin, designado como sucesor del Gran Volodioso.

Empezó a correr el rumor, y al fin se comprobó, de que el Conde Tuso había elegido ya entre los hijos del Rey aquel que debería ser el heredero de la Corona. Todas las apariencias indicaban que su dedo largo y huesudo había señalado —aunque sin manifestarlo jamás con palabras— al primogénito del Rey, el mayor de los hermanos Soeces.

Estos hermanos, pelirrojos y de grandes dientes —aun con la boca cerrada sobresalían de sus labios—, eran fruto de los amores de Volodioso y una tal Condesa Soez, vieja amante del monarca. Se contaba que esta Condesa fue, en su momento, la tierna y dulce amante de Wersko y, según se rumoreaba, el motivo que unió, en aquellos días de traición y maquinaciones, los destinos de Tuso y el Rey de Olar. Cuando éste la conoció, la Condesa no rebasaba los trece años, pero tan bien desarrollada y hermosa aparecía, y tan resplandecientes eran sus rojos cabellos, que Volodioso al verla quedó mudo de admiración.

Tuso —entonces Consejero del infeliz y confiado Wersko— se apercibió en seguida de la impresión que la joven causaba en Volodioso. No tardó en favorecer aquellas inclinaciones, y se dedicó de lleno a hilar la sutil madeja de cuyo cabo se devanó más tarde la maraña de las traiciones y calumnias que hundieron para siempre al Rey Wersko. Malas lenguas aseguraron —aunque sólo tenían el valor de chismes susurrados por damas ociosas— que cuando Volodioso preguntó el nombre de la tierna y sugerente condesita, Tuso se apresuró a informarle que era la viuda de un tal Conde Soez, barón de grandes virtudes, pero que tuvo la mala ocurrencia de desposarse con tan apetitosa criatura estando ya, como vulgarmente se dice, con un pie en la sepultura. Sea por la emoción de semejante boda, sea porque ella misma diole el último empujoncito, al día siguiente a sus esponsales, el viejo Soez murió. Al oír estas cosas, Volodioso explayó sus sentimientos —nunca fue un hombre refinado— en grandes carcajadas.

—¿Soez? —gritaba, alborozado—. ¿Cómo es posible que alguien se llame así?

El Conde Tuso respondió con gravedad:

—Ciertamente, Majestad: del noble tronco Soez, de la muy antigua rama de los Soeces.

—Ah… —dijo Volodioso, un tanto arrepentido de su ignorante explosión. Y no volvió a mofarse de aquel nombre.

Por su parte, ella le dio seis hijos, de los que vivían cuatro. Se había convertido en mujer muy gorda, dedicada a comer en abundancia, dado que la gracilidad de su talle ya no debía seducir a nadie. Vivía en el Sur, en un pequeño castillo donado por el Rey. Sus hijos permanecieron con ella mientras fueron muy niños, pero a partir de cierto incidente, en la actualidad habitaban en la Torre Sur del Castillo de Olar.

Los muchachos eran sucios y groseros. Vivían hacinados junto a sus perros y criados, y jamás se quitaban —ni para dormir ni en el cambio de las estaciones— sus jubones de cuero mugriento, dentro de los cuales tiritaban en invierno y cocíanse en sus propios jugos en verano. Tan estúpidos y brutales se mostraban en todo instante, y sus risas —absolutamente desprovistas de matiz humano— resonaban hasta tan altas horas de la madrugada, que viéndoles y oyéndoles su padre no podía evitar el revivir, en ellos, la aborrecida imagen del Margrave Sikrosio. Rodeados de sus lebreles y halcones, de sus sirvientes —tan groseros y sucios como ellos, y por añadidura ladrones—, eran aborrecidos por todo el mundo.

Una puerta medio oculta de su torre llevaba, a través de la muralla, al Pasadizo de las Liviandades. Por él traían a su guarida, cuando tal les apetecía, algunas mujeres —generalmente a la fuerza, ya que eran comúnmente robadas por sus criados en las alquerías y burgos vecinales—. Como su abuelo, se dedicaban al bandidaje y a cometer toda clase de abusos y tropelías. Pasaban el tiempo en estas cosas y jugando a los dados con los soldados, o ejercitándose en las armas. Sólo el menor de ellos, que era aún muy niño, aunque tan ruin y brutal como sus hermanos, había heredado, en cambio, la gran belleza de su madre y una grande y solapada picardía.

En pago a sus buenos rendimientos, Volodioso casó a la Condesa Soez con un antiguo y pobre vasallo que había ascendido en la Corte gracias a sus notables conocimientos en música y poesía. En la rudeza de aquel ambiente, sus buenos modales y su encanto natural le hicieron casi imprescindible en cualquier reunión donde hubiese damas. En ocasiones, él había amenizado los festines con la cítara y el laúd. Incluso había compuesto alguna cancioncilla, y el Rey, que secretamente admiraba estos dones, fue generoso con él. Todos le llamaban Caralinda, pues tenía, ciertamente, una linda carita de niña. Pero era desmedrado y, a pesar de que intentaba disimular la imperfección de su cuerpo rellenando sus trajes de crin y lana en bruto, no lo conseguía. Con los años, y dada su afición a comer —pasó hambre en la infancia—, se volvió tan mofletudo, que apenas se veían bellos sus ojos bordeados de largas pestañas.

Pero como la Condesa Soez era, en honor a la verdad, estúpida y holgazana al máximo, y se aburría en sus solitarias tierras dedicada a la gula y la pereza, había abrumado con mensajes y súplicas al Rey hasta que consiguió que la casara con Caralinda. Tras la ceremonia en Olar, la Soez regresó al Sur con su marido, algunos regalillos y un fraile para la capilla. También les adjudicó una pequeña propiedad, y procuró olvidarles.

Pero no había transcurrido mucho tiempo, cuando Volodioso recibió otro mensaje de la Condesa: ésta le comunicaba que, aunque había resuelto que a Caralinda no le placían en absoluto las mujeres sino lo contrario, el hecho no revestía gravedad para ella: sus propios apetitos carnales, decía la carta, hallábanse a la sazón muy amortiguados. Por contra, mucho se reía y divertía con las ocurrencias y amoríos del pobre Caralinda, viéndole correr tras villanos y pajes, y alguna que otra vez le conmovió con sus desgarradoras baladas de amor imposible. En lo tocante a sus hijos —y éste era el verdadero motivo de su carta—, estaba, como vulgarmente se dice, harta de ellos. Cierto día, sin ir más lejos, habían colgado a Caralinda por los pies de una higuera, y si no fuera porque tuvo a tiempo noticia de ello, hubieran acabado con la vida del infeliz. De modo que, junto al mensaje, la Condesa devolvía al Rey a los muchachos, «por si —la carta estaba redactada en muy buenos términos por el fraile— el Rey veía alguna cosa buena en que ocuparles tal como el oficio de las armas. O si, por contra, tenía a bien desterrarles o deshacerse de ellos, puesto que sus hijos eran».

El Rey no se sintió en absoluto complacido con aquel envío. Desde un principio experimentó una irreprimible repugnancia por tan sucios y obtusos vástagos. Pero apenas comprobó que eran fuertes y muy bien dispuestos para el manejo de las armas, los entregó a su Maestro en tal menester. Pronto se confirmó que aprendían bien y rápido, y que el mayor daba incluso pruebas, si no de verdadera inteligencia, sí de una taimería pérfida y poco común que le valió el sobrenombre de El Zorro. Entonces los admitió y reconoció como sus hijos y, aunque en espera de alguna decisión más categórica sobre su futuro, los alojó en la herrumbrosa y húmeda Torre del Sur.

Llamábase el mayor Ancio. Le habían seguido Bancio y Cancio, que eran gemelos, y Dancio y Encio, pero éstos habían muerto. El menor era un niño monstruoso que se llamaba Furcio y, en realidad, era el peor de los cuatro. Único heredero de la auténtica y asombrosa belleza materna, le gustaba tanto como a sus hermanos robar, matar, atropellar y jugar a los dados, pero todo parecía hacerlo con sibilino candor y dulce sonrisa.

Ancio el Zorro fue pronto asiduo acompañante del Conde Tuso, so pretexto de aprender a leer y escribir, cosa que en modo alguno consiguió. Aunque nadie juzgaba esto necesario en un noble, Volodioso respetaba y lamentaba no haber tenido tiempo de instruirse, aunque fuera someramente. Pero la verdad es que Tuso interesábase mucho más por la naturaleza maligna y artera de Ancio que por sus progresos en las letras, y pudo cerciorarse de que el muchacho, pese a su astucia, poseía menos inteligencia que una rata, aunque se mostraba tan ladino y escurridizo como ellas. El Conde Tuso se convenció de que el joven Príncipe era bastante susceptible de ser manejado a su antojo y, por esa razón —entre otras—, decidió para su capote que Ancio, y no otro, sería el futuro Rey de Olar.

La amenaza de tal perspectiva llenaba de pánico a cuantos correteaban por Palacio, y aun llegaba a los castillos de la pequeña nobleza, que se alzaban esparcidos por los campos. Mas, aunque temían tales desdichas, nada se les ocurría para oponerse a ellas. Nunca fueron un pueblo arrojado ni heroico, y la férrea mano de Volodioso habíales amansado de tal modo, que sólo eran, a la hora del relevo de su Rey, un rebaño de asustadas ovejas. Deseaban que la Corona de Olar la ciñera en su día la testa del otro hijo del Rey —a la sazón un muchacho de doce años, llamado Predilecto—, pero nada hacían para llevar este secreto deseo a la práctica. Y si se les hubiera ocurrido hacerlo, tal era el miedo que tanto Volodioso como Tuso —y el mismo Ancio— les inspiraban, que temblaban ante la simple posibilidad de traslucir su insinuación, que les delatara como partidarios de Predilecto o revelara su deseo de arrebatar la corona de aquel descarado, sucio y sinuoso Ancio el Zorro.

2

La historia y origen del joven Príncipe Predilecto era muy diferente a la de los Soeces.

Hacía años, cierto día de verano, Volodioso sintió deseos de visitar las tierras sureñas, donde se criaban los preciados viñedos que constituían su pasión y debilidad. Sentía predilección por una dulce región, que hasta el momento de su violenta conquista formaba la pequeña e independiente Marca Lorenta. Era una comarca muy bella, y el mar que bañaba sus costas y playas lucía un color verdeazul tan intenso que, en ocasiones, cegaba como si los destellos de una inmensa turquesa incendiaran el mundo.

Cerca del mar existía un castillo, propiedad del que fuera Margrave Almino. Ahora, la pequeña torre, su fortaleza y sus campos, antes florecientes de frutos y viñas, aparecían, como toda la comarca, muy deteriorados y maltrechos. Aquella zona fue de las que con más gallardía y altivez se opusieron a la invasión de Volodioso. El Margrave Almino era ya entonces un hombre anciano, pero sus dos hijos —Laurio y Teónico— marcharon al frente de sus escasas tropas y murieron defendiendo la Marca. En el despojado Castillo sólo quedó el anciano, que rebasaba los setenta años, víctima de una dolencia que a menudo paralizaba sus piernas y le impedía montar a caballo y combatir.

Cuando la Marca Lorenta quedó sometida, ya muertos sus hijos, el ex Margrave quedó al cuidado de su única heredera y nieta, la pequeña Lauria, aún muy niña. Se refugió con ella, y los pocos sirvientes y campesinos que quedaron vivos, en el viejo Castillo, y allí llevaban una vida opaca y muy oculta. Volodioso había castigado la insubordinación como solía, y Laurio y Teónico fueron víctimas de su venganza. Pero como en lo más profundo de su ser admiraba el valor y despreciaba la cobardía, la dignidad del anciano le impresionó y dolió a partes iguales. Esta clase de nobles señores le provocaban la íntima y humillante necesidad de compararlos con Sikrosio. Como Almino no había tomado parte activa en la lucha, decidió salvar su vida y lo que quedaba de su hacienda.

En los países conquistados por Volodioso, salvar la hacienda equivalía a bien poca cosa: las posesiones y toda clase de bienes —hasta la última gallina— se gravaban de tal modo, y tan desconsideradamente eran expoliados de lo mejor de sus rentas y frutos, que más de uno, ante la magnanimidad del vencedor, halló más soportable la de la muerte. Pero el anciano Almino reflexionó sobre su suerte, y vino a decirse que, después de todo, el futuro de la pequeña Lauria sería mucho más negro si él abandonaba este mundo que permaneciendo en él. Y no se suicidó. Acató en silencio, altivamente, todas las imposiciones, abusos y atropellos que conllevaba el perdón de Volodioso, y se retiró a una oscura y nostálgica vida entre ruinas.

La fuente principal de su antigua riqueza la constituían los más preciados viñedos de la Comarca. Éstos fueron, naturalmente, objeto de la pasión vinícola del actual ex bebedor de cerveza y Rey de Olar. Aun así, Almino y sus gentes vivían del producto de los pocos que les permitieron explotar. Almino había sido un Margrave tan raramente honesto, justo y generoso, que ahora, acrecentado su prestigio tras la onerosa derrota del país, podía asegurarse, sin eufemismos ni exageración, que en tan tristes días su nombre y persona eran literalmente venerados por los desgraciados Lorentinos, que en él veían padre, jefe y consuelo.

Conservaba sólo, para su servicio personal, dos antiguos camareros y tres sirvientes, entre los que destacaba uno, al que trataba casi como a un hijo, llamado Gurko, y que, a su vez, le adoraba. El mismo Almino, cuando se lo permitían sus achaques, no desdeñaba tomar parte, como cualquier campesino, en los trabajos de cepa, viña y recolección. En septiembre, aún permitíase celebrar en el lagar, junto a sus gentes, las viejas fiestas de la vendimia heredadas de sus antepasados. Aunque aquellas fiestas se celebraban ahora sumamente moderadas y modestas.

Aquel día de verano, apenas finalizada la primavera, Volodioso decidió acampar y hacer noche en Lorenta. Le precedieron dos emisarios, que galoparon hacia las tierras del viejo Almino y ordenaron que dispusiera el Castillo —o lo que quedaba de él— para recibir el alto honor de alojar en él al Rey.

En aquellas circunstancias, el viejo ex Margrave se hallaba muy enfermo: no en vano habían transcurrido muchos años y muchas penas desde el día en que tan incómodo Señor tomara posesión de su tierra. Por tanto, y ante la imposibilidad de levantarse del lecho, Almino ordenó que, en su nombre y representación, el Rey fuera recibido por su nieta Lauria, que contaba ya dieciséis años.

Llamó a la muchacha y la instruyó para que diese la bienvenida y atendiera a su —aunque aborrecido— real huésped con todas las atenciones y delicadezas que su alto, caballeroso y honorable concepto de anfitrión le dictaban, aun en ocasiones de tanta vejación y rencor como aquélla. Prescindiendo del dolor y del odio que corroían su alma, habló en tal sentido con la joven e inocente Lauria —educada, pese a su alta alcurnia, poco mejor que una campesina—, y no olvidó hacer hincapié a la muchacha sobre la más preciada cualidad de una auténtica Señora, y por la que como tal es reconocida, aun en las más difíciles y míseras circunstancias: esta cualidad residía en la gentileza con que acogía a sus huéspedes. Dicho lo cual, le ordenó que se ataviase con el mayor esmero posible y que, ayudada por las más diestras mujeres, cortase flores para hacer guirnaldas con que engalanar el atropellado Castillo. La instruyó para que saliese en persona al encuentro del brutal Volodioso y sobre la forma en que había de saludarle, ya que éste era, al fin y al cabo, no sólo un Rey, sino, sobre todas las cosas, el huésped de su casa.

Así aleccionada, Lauria trenzó sus espléndidos cabellos castaños, vistió sus únicas prendas vagamente cortesanas —a decir verdad, y aunque en su cuerpo parecían exquisitas, muy modestas— y se dispuso a obedecer a su abuelo.

Era Lauria una criatura de belleza fresca y suave. En su piel, dorada por el sol y la brisa marina —la jovencita, como su abuelo, no desdeñaba participar en la recolección y trabajos de las viñas—, contrastaban y resplandecían sus grandes ojos azul oscuro, color prácticamente desconocido en el norteño y brumoso Olar. Tan hermosos ojos constituían las únicas joyas heredadas de su infortunada familia: de padres a hijos, toda su estirpe recibió, con escrupulosa y rara exactitud, el color, la forma y la luz de la mirada. Y tan suaves y brillantes eran sus cabellos, que cuando los dejaba sueltos sobre la espalda (y así recorría playas y viñedos) relucían como cobre bruñido.

Por aquellos días, el Rey, si no muy joven, presentaba todavía un aspecto muy saludable, rebosante de vitalidad. Quedó impresionado ante la inesperada presencia y delicada belleza de Lauria, y rápidamente la invitó a ser —a su vez— huésped de honor en la fiesta que dispuso para el siguiente día. Bajo los pinos que dulcemente se mecían junto al mar, armáronse tiendas y se extendieron mesas cubiertas de blancos manteles y provistas de manjares.

Lauria acudió sumisamente a su requerimiento y el Rey la sentó a su lado. Y tanto la agasajó, que todos —menos ella— comprendieron el verdadero motivo de sus intenciones. Para llevarlas a buen fin, montaron una tienda, listada de azul y blanco, junto a la del Rey. Y según órdenes de éste, llegada la tarde entre dos luces, la invitaron —si bien la inocente Lauria no calibró en su justa medida que las palabras de invitación iban acompañadas por la Real Guardia Armada— a ocuparla «en tanto el Rey Volodioso permaneciese en Lorenta». A su vez, el Rey envió emisarios al Castillo —igualmente armados—, y devolvió a las terribles dueñas que acompañaban a Lauria, con la encomienda de advertir a su anciano señor —aunque con modales menos delicados que a la muchacha— de sus inapelables intenciones.

Almino, que era hombre de conducta y costumbres austeras y muy religiosas, saltó del lecho, pese a su calentura y malas piernas, dispuesto esta vez a enfrentarse al Rey. Requirió la enmohecida espada, su coraza, su escudo y el viejo y atropellado caballo. Pero apenas había llegado a la destruida muralla, un mal aire llegó a él y cayó de su montura, con el rostro amoratado. Todos sus hombres eran pobres sirvientes y campesinos desarmados. Y como a fuerza de vejaciones y atropellos, de hambre y resignación, habíanse vuelto gente de mucha paz, no les cupo otro recurso que doblegarse ante la fuerza de Volodioso o los soldados que le representaban. Sólo el fiel y joven sirviente Gurko se desesperó abrazado a su Señor. Quiso arrebatarle el arma e ir en pos del maldito Rey, pero se lo impidieron sus compañeros. Resignados, se limitaron a llorar a Almino y enterrarle, con toda la ceremonia posible y auténtico amor, junto a las últimas rosas del huerto —su único lujo—, que con tanto celo cuidaba.

Debido a su aislada y parca educación, Lauria era muchacha muy inocente. Es más, incluso un tanto simple para su edad. Asimilando sin gran sutileza las recomendaciones de Almino, creyó cumplía bien sus órdenes hospitalarias obedeciendo con absoluta escrupulosidad a Volodioso, cosa que por otra parte, desde su niñez, viera hacer a todo el mundo, incluido su venerable abuelo. Y así, aprestóse a cumplir también aquella orden. En rigor, la pobre Lauria jamás había disfrutado refinamientos semejantes a los que halló, reunidos y a su disposición, en aquella hermosa tienda blanca y azul. Y lo cierto es que se alegró como una niña por tener la oportunidad de alojarse allí.

Cuando apenas hacía un rato que se había retirado a ella, y aún permanecía entusiasmada a la vista de la cantidad de adornos, perifollos y baratijas con que el Rey la mandó adornar, el propio Rey se anunció —sin demasiada ceremonia— y entró. Nada mejor se le ocurrió a Lauria, aún presa de la embriaguez que tanto regalo la causaba, que correr a su encuentro y abrazarle, diciéndole, también, que mucho debía apreciarla quien tanto la honraba. Volodioso quedó muy complacido ante esta reacción, que contrastaba, ciertamente, con su fundada sospecha de hallar —como estaba acostumbrado— los consiguientes y habituales lloriqueos, súplicas y hasta arañazos, en la presa de turno. Así es que, entre mimos y carantoñas, poco le costó persuadir de sus verdaderos deseos a la inocente criatura —cuya mente no parecía, en este aspecto, rebasar los ocho años.

Como simple que era, accedió de buen grado a complacerle en sus requerimientos; y es más, como en puridad no conocía, ni aún tenía noticia de su profundo significado, incluso los juzgó banales a cambio de tanto halago como jamás la infeliz había recibido. No obstante, era una joven tan sana, agreste y pura, que cuando aquella noche —y varias noches siguientes— tuvo noticia y conoció los más amplios y variados aspectos que componen las humanas relaciones —especialmente en lo que concierne a hombre y mujer—, llegó a la diáfana conclusión de que, si en verdad misteriosa era la vida, resultaba al fin mucho más divertida y placentera de lo que sus cortos años en el Castillo y las severas costumbres de su abuelo le hicieron suponer. Por ninguna parte aparecían las dos fastidiosas dueñas con que éste la obligaba a compartir todas sus horas, y amén de sentirse tratada con un mimo y regalo jamás soñado durante el transcurso de todos los festines, bajo la arboleda, la instalaban junto al Rey, coronada de rosas, llegó a sentirse, al fin, como una verdadera Reina.

Por su parte, el mismo Volodioso comenzó a experimentar hacia la muchacha un curioso sentimiento. Jamás en toda su vida topó con mujer parecida, que, desde el primer instante, sin fingidos o forzados forcejeos, se prestara tan cándida y graciosamente a su voluntad. Además, aquella candidez no privaba a Lauria de agudo instinto y delicadeza en lo que tocante al amor se refería. Así que, como invadido por un sutil y dulce veneno —más aún teniéndose en cuenta que Volodioso ya rebasaba, si bien con mucha arrogancia, la edad del amor sin tregua—, el Rey de Olar se entretuvo en aquellos parajes mucho más tiempo del previsto.

Mientras duró aquel idilio, Volodioso prohibió que se comunicara a la muchacha la muerte de su abuelo, pues juzgó —no sin razón— que resultaba menos enfadoso dejarlo para cuando él hubiera partido. Pero era notable el hecho de que si bien en ocasiones similares no le preocupó nunca un detalle semejante, esta vez envió soldados al Castillo con la severa advertencia de que si alguno de los sirvientes osaba revelar a la jovencita antes o después de su partida la verdadera causa de la muerte de Almino, el imprudente sería despedazado vivo y sus piltrafas expuestas al escarmiento general. Huelga decir que todo el mundo selló sus labios al respecto. Y halláronse bien dispuestos a propagar —como ordenó el Rey— que la causa de tal muerte obedecía a las malignas calenturas que, ya en ocasión de la regia visita, padecía el buen señor.

Pasados algunos días, Volodioso recibió urgente aviso de una revuelta estallada entre los siervos mineros que habitaban en las Tierras Negras. Era ésta una región tan mísera, que a las pobres gentes que allí habitaban se les llamaba el Pueblo de los Desdichados. Desde hacía años, desde los tiempos de su padre, estas gentes solían rebelarse, pese a los escasos medios de que disponían para ello. Una vez tras otra, la rebelión brotaba en aquella zona, sólo armados por el hambre y la desesperación. Pero, al decir del vulgo, estos motivos resultaban a la larga más convincentes que la venganza de cualquier agravio o aun la defensa de una religión o patria.

Muy a su pesar, y con grandes muestras de ternura, Volodioso se despidió de la muchacha. Ordenó que desde aquel momento nada les faltara ni a ella ni a sus sirvientes. Así mismo dispuso que los impuestos y gabelas fueran disminuidos, y se obedeciera y respetase a la Marquesa Lauria como Señora del Castillo y tierras adyacentes, y disfrutara de cuantos privilegios y bienes como antaño disfrutara su familia. Dicho lo cual, y para evitarse el dolor de verla derramar la primera lágrima —la carencia de lloriqueo mucho le complacía en Lauria y, a su juicio, la diferenciaba muy grata y considerablemente de las mujeres por él conocidas—, partió dispuesto a sofocar aquella nueva rebelión minera, pero prometiéndose a sí mismo, y a la muchacha regresar a Lorenta muy a menudo y allí, de nuevo, reanudar, gustar y prolongar la desconocida y embriagadora emoción que ella le inspiraba y que le llenaba de felicidad.

La revuelta fue, como de costumbre, sofocada sin dificultad. Y tras colgar de la Torre Negra a sus cabecillas —la Tierra de los Desdichados se extendía muy próxima al Castillo de Sikrosio—, la calma reinó nuevamente en Olar. Entre escombros y redobladas sanciones, el Pueblo de los Desdichados volvió a cavar los escasos y rocosos terruños que les permitían cultivar, y de los que subsistían. Y Volodioso regresó a sus lares, con la satisfacción de un deber cumplido.

Por aquellos días, la Condesa Soez aún vivía en el Castillo. Si bien ya empezaba a mostrarse un poco gruesa, aún era su piel tan tersa, que —según el Físico— podría escribirse en ella. Entre tanto, una joven muchacha, hija del Conde Silcasmundo, fue presentada por su padre al Rey. No era bella, pero tan complaciente y rozagante, y tan hábilmente le fue metida por los ojos —como vulgarmente se dice— por su propio padre, que al fin despertó la pasión de Volodioso.

Licenció a la Soez —que se quedó muy contenta, a decir verdad— y, cansado y harto de castigar gente y atravesar cuerpos, el Rey juzgó buena a la joven rolliza para su solaz y descanso de guerrero. A su vez, Silcasmundo ascendió en importancia y alcanzó alguna prebenda. Entretenido con la muchacha y acaso por primera vez fatigado, Volodioso olvidó lentamente a la pequeña Lauria.

Años más tarde, ocurrió que Volodioso hubo de retornar a Lorenta llevado por algunos asuntos de su interés, entre los que no era tema baladí sus famosos viñedos. Y muy grande fue su asombro al oír que, apenas sus habitantes divisaron el cortejo real, las campanas de la villa repicaban alegres. A su vez, dos lindos pajes acudían a la Puerta de Honor para recibirle. Sobre bordado cojín, portaban la llave del Castillo de Almino, y advirtiéronle que su Señora, la Marquesa Lauria, esperaba les honrase con su presencia —como en otra ocasión— y descansara en su Castillo.

Volodioso recuperó entonces la dulce emoción de su recuerdo y, espoleando su montura, adelantóse al cortejo a galope, sin boato ni protocolo alguno, como un vulgar adolescente enamorado. Llegó al Castillo y comprobó con estupor que la pequeña Lauria había acudido a sus puertas para recibirle y que habíase convertido en una mujer de belleza serena, jugosa y extraordinaria. Con gravedad y dulzura, le hizo una reverencia tan exquisita como jamás ninguna de las enfatuadas y torponas damas de la Corte olarense hubiera conseguido, sin caer en titubeos o disparatados tropezones. «Esto —pensó— no es una reverencia: es como si una bandada de cisnes se hubiera posado en copa de oro». Y satisfecho y asombrado de que se hubiera cocido en su propio caletre tan peregrina imagen, ordenó enviaran emisarios a Caralinda para que se aprestase a componer una canción con ese motivo. Levantó con toda la suavidad de que era capaz a Lauria, y la abrazó tiernamente.

Desde aquel punto y hora, su amor se prolongó de tal modo y con tanta gloria, que el maduro Volodioso creyó reverdecían los años en que, jinete en su caballo, el halcón al puño, cabalgaba por los espesos bosques de una tierra que aún no era su Reino, entre unos hombres que aún no eran sus súbditos y vasallos, cuando sentía en su pecho los golpes de un corazón que aún no era (en modo alguno) el fatigado corazón de un hombre viejo.

No obstante, Volodioso no pudo prolongar aquella felicidad demasiado tiempo: puesto que, por mucho que el amor le deleitase, al fin y al cabo era Rey. Así que, un día, partió nuevamente hacia Olar. Pero con tan raro perfume en los labios, con tan oscuro temblor en lo hondo de su pecho, como jamás conociera antes. Y cuando el Castillo de Lauria y la hermosa tierra y el fascinante mar se perdían tras las Lisias, cuando entró de nuevo en las rudas tierras donde había nacido, una gran melancolía llegó hasta él. Y se dijo que ninguna mujer en el mundo mostró hacia él tan suave y graciosa conducta, atinada conversación, delicado y encendido amor. Y recordó y comprobó con estupor que, en los años de ausencia, cuando se mantuvo lejos de Lauria, ella no conoció a ningún otro hombre. Por el contrario, el nombre de Volodioso y aun su efigie —pintada por no sabía qué benigno artista, pues en aquel retrato el Rey se vio a sí mismo con una expresión y una sonrisa que, a decir verdad, nada le pareció más lejos de la realidad— eran en Lorenta respetados e incluso —¿quién sabe?— hasta amados. Cosa que no sucedía jamás allí donde ponía su pie.

Y así, pasaron días y días y días. Y transcurrido algún tiempo, llegó a Olar un emisario de Lorenta, con la triste nueva de que Lauria había muerto.

El Rey sintió que su corazón se desgarraba. Rugiendo de dolor como jamás le viera nadie, recibió la noticia. Preguntó luego al emisario cuál había sido la causa de tal muerte, pues si ésta sucedió por obra de criatura humana, no habría peor ni más lenta muerte para él. Al oír esto, el emisario se echó a temblar y, como no se atrevió a hablar más, fue azotado hasta lograr que confesara que, en efecto, una humana criatura fue la causa de la muerte de su amada Señora. Aullando de ira, el Rey le intimó a que dijese el nombre del infame y, ante el estupor general, y con voz desfallecida, el apaleado emisario emitió la siguiente información: «Todavía no tiene nombre».

Ya se aprestaban a azotarle de nuevo y con más rigor, cuando llegó hasta el Rey una sospecha. Y juzgando que si aquel infeliz era apaleado de nuevo, poca sustancia podría extraerse de sus palabras, le preguntó: «¿Por ventura os referís a un recién nacido?». El emisario asintió débilmente, y tras refrescarle con un cubo de agua fría, hizo con voz que era una pura ilusión las aclaraciones siguientes: «Recién nacido, por cierto, mi Señor: e hijo vuestro por añadidura». Dicho lo cual, se desmayó.

Transido de pena y remordimiento, Volodioso mandó que reanimasen y aplicaran ungüentos al infeliz, que le dieran ropa nueva y lo despidieran con órdenes estrictas: «Que aquel niño, fruto de su amor con su amor, debía vivir y crecer como auténtico Señor del Castillo y tierras, igual como lo fuera su madre. Sus tierras y sus vasallos quedaban eximidos de tributos, y debían cuidarle y educarle con el mismo amor con que su madre lo hubiera hecho». Y añadió: «A los doce años, cumplidas estas cosas, enviádmelo».

Mucho tiempo tardó Volodioso en reponerse de aquel dolor: y aun hubo quien afirmó haber oído el solitario llanto del Rey —parecido al mugido de un furioso toro— surgir de su cámara en la noche.

Poco después de aquel triste suceso, y ante la sorpresa general, dada su avanzada edad, Volodioso contrajo matrimonio. Durante cierto tiempo, el Rey tuvo hacia su esposa una cordial inclinación, pero la vida de Volodioso estaba poblada de violentos incidentes, y tras uno de ellos, aquel sentimiento desapareció. La Reina fue encerrada en la Torre Este, sin más compañía que dos doncellas y olvidada de todos, a pesar de hallarse encinta. Y el hijo que de aquella unión nació —Príncipe ignorado y vejado hasta por los criados—, a los tres años escapaba a veces del encierro y vagaba por los pasillos del Castillo como un cachorro salvaje, sin que nadie le prestara atención.

Y el tiempo, indiferente a todos los sucesos —tanto en lo que respectaba a Volodioso como a las demás gentes—, siguió rodando, cuando un día se anunció en el Palacio de Olar la llegada de un jovencito de doce años, hijo de Lauria y Volodioso, y que, por haber olvidado el Rey, en su pesar, reparar en tal detalle, aún no tenía nombre.

Totalmente desengañado en cuanto a sus hijos se refería, Volodioso esperaba ver aparecer ante sus ojos algún mentecato más o menos parecido a sus otros retoños. Pero vio aproximarse a él un muchacho, que si en mucho rebasaba la estatura pertinente a su edad, no obstante parecía flexible y espigado como un junco. Su cabello, oscuro y suave, flotaba al viento; y, según pudo apreciar al verle aproximarse sobre su montura, era el mejor jinete que contemplaron ojos olarenses. Tan buen jinete, pensó, como podrían serlo los jóvenes guerreros esteparios. Con gracia y soltura, el muchacho se apeó y, avanzando entre la curiosidad de soldados y cortesanos, hizo una reverencia que —desbrozándola de toda frívola sospecha—, recordó al Rey cierta canción, ya olvidada, que un día ordenara componer a Caralinda.

El corazón del Rey tembló como ya hacía muchos años no sentía. Avanzó hacia el muchacho, e izándolo por los brazos, le contempló. Y vio su rostro tostado por el sol, donde unos ojos azul oscuro, límpidos y brillantes —que otros muy amados le traían al pensamiento y corazón—, le miraban a su vez. Sin decir palabra le estrechó contra su pecho, y dijo: «Tú eres mi predilecto». Desde aquel momento, le llamó así. Y ni en vida ni después de su muerte, nadie lo osó cambiar, y como Predilecto quedó en la memoria y en los labios de cuantos le conocieron.

Predilecto demostró que sus maestros no habían descuidado su educación. Sus discretos y a un tiempo refinados modales y sus ropas sencillas y elegantes evidenciaban una gran distancia de los torpes modales y las recargadas vestiduras que lucía la Corte de Olar. Asombró a los nobles —que despreciaban tal cosa— por saber leer y escribir. Y no sólo sabía, sino que incluso hacía uso de ello, aunque esta rareza no le impedía mostrarse muy diestro en el manejo y arte de las armas. Pese a su natural gentileza y respetuoso porte —cosas en verdad escasas en aquel Castillo—, pronto superó al más diestro en estas lides. A poco, y pese a la fuerza, astucia y gran entrenamiento de Ancio el Zorro —que como es de toda lógica, le aborreció desde el primer momento—, venció a sus hermanos en cuantas pruebas y justas que, para entrenar a sus hijos y jóvenes caballeros, y solazarse él mismo, disponía Volodioso. No fue menor la habilidad de Predilecto en lo tocante a cacerías. Ni se arredró tampoco —nadie le vio caer al suelo, ni perder el tino o la prudencia— en los retos que en cuestión de libaciones hacíanle sus hermanos. Por todo lo cual, puede deducirse que Predilecto era realmente una criatura poco común.

Volodioso alojó a este hijo en una cámara contigua a la suya. Y a menudo cabalgaban ambos, a solas, por aquellos parajes que hacía tantos años hiciéronle desear ser Rey un día y, de este modo, unir a las mezquinas y acobardadas gentes que componían su pueblo. Poco a poco, en estas excursiones, iba explicando a Predilecto lo que fuera su vida. Y entre una cosa y otra, le enteró de cuánto amó a su madre. Es más, cierto día en que cabalgaban junto al Lago, le dijo que Lauria fue la única mujer a la que verdaderamente había amado. Al oírle, el muchacho sintió nacerle un profundo afecto por aquel Rey ya viejo que, aunque temido y respetado, sabía que era también muy aborrecido. Pronto adivinó —pues era de inteligencia vivaz, aunque de pocas palabras— que, a lo largo de toda su vida, Volodioso sólo fue capaz de despertar un amor: el de Lauria. Y comprendió que su madre, casi como única herencia, le había legado a su vez a él tan raro sentimiento, para que lo cuidara y con él viviera hasta el último de sus días.

Únicamente un defecto hallaba Volodioso en Predilecto: el muchacho era valiente, gallardo y altivo, pero parecíale incapaz de abrigar en su pecho sentimiento alguno de ambición o venganza. Con tales carencias —se decía el anciano—, mal Rey podía hacer de él. Luego, repasando mentalmente uno a uno a los cuatro Soeces, despertábase en él una creciente irritación, imaginando, con sagacidad de viejo y experiencia de Rey, cómo a su muerte éstos no tardarían en azuzarse entre ellos. Los veía guerreando entre sí, acaso matándose y, en fin, lo que más le dolía, diezmando y destruyendo la obra que tantos años y esfuerzos —e incluso, a decir verdad, dolor— le costó crear.

En aquellos momentos, Volodioso no se acordaba ni por asomo del último y menor de sus hijos —que además era el único habido de matrimonio y, por tanto, legítimo—. Este hijo contaba entonces cuatro años de edad. Pero no lo había visto nunca, y sabido era que a tal edad, Volodioso no distinguía un niño de una gallina.