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Elsa estaba intranquila. Eran casi las once de la noche y no tenía noticias de las chicas. Las llamó a sus respectivos móviles, pero el mensaje era siempre que estaban apagados o fuera de cobertura. En ese momento, sonó el teléfono. Era Aída.

—Elsa, me acaba de llamar Javier. Han llevado a Celine y Rocío al hospital.

—¿Qué? —preguntó Elsa—. ¿Qué dices?

Histérica, Aída relató:

—Ha habido un accidente en la carretera de entrada a Los Ángeles, con muchos heridos. Gracias a Dios, las chicas están en el hospital donde Javier trabaja. Me acaba de llamar para decirme que ambas están allí.

Levantándose con rapidez del sillón, Elsa dijo:

—Ahora mismo voy para allá.

—Te veré allí. Mamá se quedará con los niños y papá me acompañará.

—En tu estado creo que no deberías ir —comentó Elsa al pensar que su amiga estaba de siete meses y medio.

—¡Vete al diablo, Elsa! —gritó Aída enfadada. Ya había discutido con su madre sobre eso mismo—. Sabes lo que te digo, que yo me voy, y ya está.

Colgó el teléfono dejando a Elsa más desconcertada si cabía. Sin perder tiempo se puso unas botas y salió de su casa. Cuando el taxi llegó al hospital y mientras pagaba la carrera, una mano le tocó la espalda. Al volverse, se encontró con Anthony, el padre de Javier y Aída.

—Hola, Elsa —la saludó con cariño y, tras darle un par de besos, dijo—: Aída está dentro. Pasa con ella, yo me ocuparé del taxi.

Con rapidez, Elsa entró y buscó entre aquel caos de urgencias a Aída. Pero a quien vio primero por su gran estatura fue a Javier. Los ojos de ambos se encontraron durante unos segundos y éste, dando varios pasos hacia ella con el semblante serio, se le acercó.

—Acompáñame, Elsa. Te llevaré donde está mi hermana —dijo sin saludarla, ni tocarla, ni besarla.

Ella, con el corazón a punto de salírsele por la boca debido al susto que se había llevado del accidente de sus amigas, además de por verle, le siguió. El aroma de su colonia se le metió en la nariz y la atontó. Cuando llegaron hasta una pequeña sala, Aída se levantó al verla.

—¿Cómo están? —preguntó Elsa—. ¿Qué ha pasado?

—Están haciéndoles pruebas. Cuando acaben pasaréis a verlas —respondió Javier, muy serio. Para él era difícil tener a Elsa tan cerca y no poder abrazarla. La deseaba, la quería como a nadie, pero estaba dolido con ella. Muy dolido—. De momento sólo os puedo decir que Celine tiene un par de costillas fisuradas, un brazo roto, un fuerte golpe en la cabeza y otro en el pecho. Estamos a la espera de análisis por si hubiera algo más.

El color rosado de la cara de Elsa la abandonó. Entre susurros, y mientras Aída lloraba, preguntó:

—¿Y Rocío?

—En principio estable —prosiguió Javier—. Cuando llegó al hospital venía consciente. Fue ella la que hizo que me avisaran a mí. Tiene un fuerte golpe en la cabeza, una pierna rota, tres costillas fisuradas y, al igual que Celine, esperamos el resultado de varios análisis.

El padre de Javier y Aída se acercó hasta ellos. Mirando a su hija, le pasó la mano por el pelo y le dijo:

—Tesoro, te llevaré a casa. En tu estado no debes quedarte aquí.

Elsa, abrazándola, asintió.

—Tu padre tiene razón. ¿Por qué no te vas a casa? Cuando sepamos algo, Javier o yo te llamaremos.

—¡Que no! Que yo me quedo aquí —protestó Aída dejando de llorar.

Javier, sin poder dejar de mirar a Elsa, sacó una tarjeta del bolsillo de su bata blanca y, tras dársela a Elsa, dijo:

—Llamé a este teléfono. Rocío me dijo que avisara a un tal Marco Depinie para contarle lo ocurrido. Hablé con él y me dijo que estaría aquí lo antes posible. Preguntará por mí.

Elsa y Aída se miraron extrañadas.

—¿Quién es Marco Depinie? —preguntó Aída.

—No lo sé. Aunque me suena que es un cliente de unas bodegas —susurró Elsa—. Pero saldremos de dudas cuando llegue.

Tras decir aquello, Javier se dio la vuelta y se marchó. Necesitaba alejarse de Elsa o su hombría caería por los suelos. Estaba dispuesto a suplicar que volviera con él. Aquella noche las horas pasaban a ritmo de minutos. Javier fue a verlas en varias ocasiones, aunque nunca habló directamente con Elsa. Sobre las dos de la madrugada, Anthony fue a la cafetería para comprar unos cafés y unos bocadillos. En ese momento, un hombre de unos cuarenta y cinco años, canoso, con cara de preocupación, entró en la sala acompañado por Javier. Éste al ver que ellas se ponían en pie levantó la mano y dijo:

—Todavía no podéis pasar a ver a las chicas. —Y volviéndose hacia el hombre, dijo—. Él es Marco Depinie.

Elsa y Aída le miraron sin saber quién era aquel hombre, pero se levantaron para saludarle.

—Encantada de conocerle, señor Depinie —saludó Elsa y luego su amiga.

—Lo mismo digo —respondió éste—, aunque me hubiera gustado que fuera en otras circunstancias, y por favor, llamadme Marco.

Elsa asintió y sonrió, aunque la cercanía de Javier, que ni la miraba, la confundía.

—¿Eres amigo de Rocío? —preguntó Aída con curiosidad. Por más que pensaba, nunca había oído hablar de aquel hombre.

Marco, al oír aquel nombre, sonrió y negó con la cabeza.

—Tuve el placer de conocer a Rocío hace unos días. Ella y Celine vinieron a mis bodegas. Celine lleva desde Bruselas toda la campaña de mi empresa.

—Ah… usted es… —asintieron Elsa y Aída mirándose. Ahora sí sabían quién era.

—Como diría vuestra amiga Celine, soy el estúpido, egocéntrico, hijo de puta que la obliga a llevar su publicidad. —Y llevándose la mano a la cabeza susurró—. Por mi culpa ha ocurrido esto. Si yo no la hubiera obligado a venir hasta aquí, esto nunca habría sucedido.

Javier iba a decir algo pero Elsa, al ver el dolor en los ojos de aquel hombre, se le adelantó:

—No, por Dios, no digas eso. Tú no tienes la culpa de lo que ha ocurrido. Estoy segura de que Celine piensa igual. Tranquilízate, Marco, por favor.

En ese momento llegó el padre de Aída con los cafés y, tras las presentaciones, Javier, enfadado, se volvió a marchar sin mirar a Elsa. Marco se sentó junto a Aída, sumido en sus pensamientos. Mientras, los minutos pasaban lentamente en espera de noticias de las muchachas. Una hora después, Javier regresó para decirles que Celine se encontraba un poco mejor, pero que no podía decir lo mismo de Rocío. La estaban operando de urgencia. Las pruebas demostraron que el hígado había resultado dañado. Desesperados, todos se miraron. Elsa, intentando no llorar, dijo:

—Tendremos que llamar a los padres de Rocío.

—Esperemos a que salga del quirófano —dijo el padre de Javier abrazando a su desconsolada hija.

—Aída, tranquilízate cielo —susurró Javier besando a su hermana en el pelo.

Deseaba hacer lo mismo con Elsa, pero no debía. Al final, tras echarle una breve mirada, se marchó y no regresó hasta pasadas tres horas. Con una pequeña sonrisa, les indicó que Rocío ya estaba en recuperación y que todo había salido bien. Todos lloraron de alegría.