Una mañana, Shanna corría por los pasillos del Canal 43. Buscaba a Luis y Fredy, sus cámaras, para salir a cubrir en directo la noticia del terremoto que había sacudido Toronto. Según las últimas noticias, la zona más afectada era el barrio griego. Se habían desplomado varios edificios y los bomberos estaban sacando a las víctimas. Mientras cruzaban la calle más larga del mundo, Yongue Street, Shanna pensaba en George O’Neill. Dos días atrás la había llamado para ver qué tal estaba. Aunque él hizo el intento de hablar sobre lo ocurrido, ella no le dejó. No quería volver a arriesgarse en el amor. Le daba pánico fracasar de nuevo, y más con George. «Lo mejor es olvidarse de lo ocurrido», pensó mientras parte de su corazón le decía que corriera tras él.
—¡Mirad, es allí! —dijo Luis de pronto señalando hacia un gran revuelo de gente y una gran humareda.
—Aparca por aquí —comentó ella cogiendo el micrófono.
Una vez aparcaron se acercaron todo lo que pudieron hasta el lugar del incidente y, tras entrevistar a varias personas, se mantuvieron allí a la espera de saber si los bomberos sacaban o no a algún superviviente. Entonces, se volvió a notar otro pequeño movimiento de tierra. Shanna estaba asustada, pero intentó mantener la calma. Se habían derrumbado tres edificios de seis plantas. En los bajos de aquellos inmuebles había un supermercado, una guardería y una peluquería. La tarde se hizo eterna y, según pasaban las horas, se volvió desesperante, pues veían trabajar a los bomberos sin descanso, pero lo único que conseguían rescatar eran cadáveres.
Con los nervios a flor de piel, Luis grabó a un bombero mientras lloraba desconsolado llevando el cadáver de un bebé de apenas un año morado y asfixiado. Shanna, aterrorizada por un nuevo temblor, miraba a su alrededor. Todo se movía y los edificios parecía que iban a caerse sobre ellos. La gente, asustada, corría de un lado para otro, mientras los bomberos, sin amilanarse ni un segundo, continuaban bajo los cascotes.
Aquella noche fue terrible para la ciudad de Toronto. Hubo más de dieciséis réplicas del terremoto y, tras catorce horas de grabación en directo, Luis recibió una llamada del Canal 43 que les indicaba que dejaran de cubrir la noticia. Con los ojos llenos de lágrimas, Shanna se despidió de algunas madres que aún esperaban que aparecieran sus hijos. Muerta de tristeza, caminaba hacia el coche junto a Luis y Fredy. De pronto, se empezaron a oír gritos. Eran los bomberos. Pedían luces. Creían haber encontrado a alguien con vida. Todos corrieron nerviosos y se arremolinaron al lado del cordón policial. De pronto, varios bomberos, ennegrecidos por el polvo, consiguieron sacar con vida a varios niños de corta edad, además de dos mujeres y un anciano. Todos comenzaron a aplaudir y a llorar.
Cuando Shanna se sentó en el coche del canal, miró su móvil. Tenía más de cuarenta llamadas perdidas. De sus amigas, de su madre y de George. Sin embargo, estaba tan cansada que decidió que las devolvería más tarde.
Cuando llegaron a los estudios del canal, les felicitaron por el trabajo realizado. Tras soltar los equipos, Shanna cogió su bolso y se marchó en dirección a su coche. Antes de llegar, sonó el teléfono. Era Elsa.
—Por Dios, Shanna, dime que estás bien —pidió una preocupada Elsa al borde del infarto.
Pero Shanna estaba mal. Había pasado mucho miedo y necesitaba cariño con urgencia.
—Sí, estoy bien, aunque… agotada —susurró emocionada al oír la voz de su amiga—. Ha sido horrible, Elsa. La tierra se movía y… He visto niños muertos y gente…
—No llores, cariño. Tú estás bien. Por favor, no llores —dijo con afecto Elsa intentando no llorar ella también.
—Sí, pero esa gente… Ellos…
—Shanna, los bomberos han hecho todo lo que han podido por ellos. En las noticias han dicho que Toronto hoy ha sido un caos. No pienses más en eso, por favor.
—Ya lo sé. —Tragó saliva—. Pero ha sido muy duro ver a todas aquellas personas sin vida, Elsa. Los niños y… —no pudo continuar. Se le quebró la voz.
—Siento no poder estar allí contigo —susurró Elsa con sinceridad.
Reponiéndose al berrinche, Shanna se montó en el coche. Estaba agotada, y pensar en llegar a su casa y estar sola era lo que menos le apetecía.
—No te preocupes. Estoy bien —murmuró apoyando su cabeza en el volante—. Estas cosas ocurren y no se puede hacer nada. A veces la vida es muy injusta. Lo que ha pasado hoy en Toronto es un ejemplo, y no es el único.
Elsa, mirando hacia el vacío, asintió con los ojos llenos de lágrimas.
—Sí, cariño, tienes razón.
Tras unos segundos de silencio, Shanna susurró:
—Sé que no es el momento de decirte esto, pero creo que deberías hablar con Javier.
—Prefiero no pensar en eso, Shanna —susurró apenada. No había ni un solo día que no pensara en él—. Ya sabes que no me gustan las mentiras.
—¿Y quién dice que Javier te mintió?
—Yo —afirmó con rotundidad Elsa.
—¿En qué te basas para pensar eso? ¿Le has dado la oportunidad de explicarse?
Elsa, tras resoplar, dijo:
—Una vez hicimos un pacto para ser sinceros. Le expliqué que cuando me enteré de que Peter me engañaba con otra, me sentí dolida, humillada y decepcionada. Y te recuerdo que vosotras me tuvisteis que ayudar a salir de la enorme depresión que aquello me provocó. —Tras oír a Shanna suspirar, siguió—: Él me ha decepcionado, Shanna, y no quiero volver a sufrir.
Metiendo la llave en el contacto, Shanna arrancó el coche.
—Pero Javier te quiere, Elsa. —Y tras un gemido dijo—: Hoy, en medio de tanto horror, me he dado cuenta de que la vida es para vivirla y disfrutarla, y si es con alguien que te quiere a tu lado, mejor.
Elsa sabía que su amiga tenía razón. Pero era demasiado terca para dar su brazo a torcer. Durante unos segundos, ambas permanecieron calladas hasta que Elsa, cambiando de tema, dijo:
—Creo que te han llamado las chicas.
—Lo sé. Más tarde o mañana las llamaré. —Limpiándose las lágrimas de los ojos, añadió antes de despedirse—: Ahora sólo quiero irme a casa, darme un baño caliente y meterme en la cama.
—De acuerdo, cielo, descansa. Mañana hablamos —dijo Elsa antes de colgar.
Con horror, Shanna condujo hasta su casa viendo la devastación que el terremoto había ocasionado en la ciudad. Pisos derrumbados, gente sentada en las aceras llorando… Aquello era un caos. Era horrible.
Cuando llegó a su edificio vio que estaba intacto. Tras indicarle el portero que podía meter el coche en su plaza de aparcamiento, pero que no cogiera el ascensor, aparcó y, cuando se disponía a subir andando por las escaleras, una voz tras ella la llamó.
—¡Shanna!
Volviéndose rápidamente su corazón comenzó a latir desbocado. Era George, ¡su George! Sin pensárselo dos veces, corrió hacia él para abrazarlo, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas al sentirse junto a él.
—Gracias por venir —susurraba abrazada a él—. Gracias por venir.
George, incapaz de contestar, aspiró su perfume y suspiró. Había sido horroroso no poder contactar con ella durante aquellas terribles horas y, sintiendo la necesidad de buscarla, no se lo pensó, cogió el primer vuelo que iba hacia Toronto y allí se presentó. Ahora que la tenía entre sus brazos y sabía que estaba bien, por fin había podido tranquilizarse. Tras besarla como llevaba meses deseando volver a hacer, dijo:
—Cariño, ¿quieres casarte conmigo? —Al ver la cara de ella, le susurró—. No estoy dispuesto a aceptar un no como respuesta.
—¿Qué has dicho, George? —preguntó sin saber si había oído bien.
Él, sonriendo al ver cómo ella le miraba, prosiguió:
—Lo he pensado mucho y lo que siento por ti me hace perder el control de todo. No me centro en mi trabajo, no dejo de pensar en ti, estoy mal, te necesito, Shanna, y me gustaría —dijo poniéndole un anillo que sacó de su bolsillo— que me hicieras el honor de ser mi mujer.
—Yo…
Shanna no se lo podía creer. Con la boca seca, miró el anillo. No era capaz de apartar su mirada de aquella joya.
—Lo compré en el aeropuerto —dijo George—. Si no te gusta, no pasa nada, cielo, se puede cambiar. Te compraré el que tú quieras pero…
Shanna le besó. No sabía si reír o llorar y, tras separarse de él, susurró, mientras le acariciaba aquel bonito pelo tan alborotado:
—Me encanta el anillo, cariño, y por supuesto que quiero ser la señora O’Neill.