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El viaje de regreso a Los Ángeles fue un desastre. En el aeropuerto, Aída y Rocío intentaron hacer razonar a Elsa, pero fue imposible. Cuando ella no quería escuchar, se volvía intratable. Tras despedirse de Rocío, que volaba a Nueva York, Elsa esperó la salida de su vuelo junto a las gemelas, sin mirar a Javier que, ceñudo, no le quitaba el ojo de encima. En el avión, Elsa no quiso sentarse con él. Éste aceptó pues no quería montar un numerito. Pero al llegar a Los Ángeles, tras coger su maleta Elsa se marchó y aunque Javier la pilló a tiempo antes de que se subiera a un taxi, ella se negó a compartirlo con él. Finalmente, vio cómo el vehículo donde iba la mujer de su vida se alejaba sin poder hacer nada para remediarlo. Con tristeza, Aída le abrazó por la cintura y junto a los niños, ambos se montaron en otro taxi que les llevaría hasta sus casas.

Muchas fueron las llamadas que Javier hizo a Elsa al cabo del día. Sin embargo, ella o no le cogía el teléfono o lo apagaba. Aída, desolada, intentó hablar con su amiga, pero Elsa no le daba opción: en cuanto mencionaba a Javier, colgaba el teléfono. Rocío, Celine y Shanna hablaban con ella todos los días, pero Elsa se mantenía hermética. No había manera de hacer que razonara.

Pasaron dos meses. Elsa, igual que hizo años antes cuando sufrió el desengaño de Peter, se centró en su trabajo. Javier no pudo hacer nada por cambiar la situación. Tony, su compañero, la conocía bien, por lo que procuró preguntar poco. Simplemente se mantuvo a su lado.

—Tengo los billetes de avión para mañana. Salimos a las nueve para Honolulu —dijo Tony enseñándole los pasajes—. Llévate un par de bañadores. Quizá tengamos algún momento para darnos un bañito.

—De acuerdo —sonrió Elsa—. ¿Quedamos a las ocho en el aeropuerto?

Tony asintió. Elsa, tras despedirse de él, se marchó. Aquella noche, al pasar por su casa y recoger a Spidercan, se fue a la de su tía Samantha. Ella cuidaría del perro los días que estuviera en Honolulu.

—Haz el favor de llamar a la abuela —la reprendió Samantha—. Me dijo que estaba preocupada por si no comías.

Elsa suspiró, mientras su tía le cambiaba el pañal a la pequeña Estela.

—¿Siempre ha sido tan obsesiva por la comida? —preguntó.

—Sí, cariño. Siempre ha sido tremendamente pesada con ese asunto —respondió ésta dándole a la niña—. Oye, sobrina, estás muy guapa con un bebé en brazos.

—Esta niña tan linda le quedaría bien en brazos a cualquiera —murmuró con cariño besando a la pequeña.

Samantha, que sabía por Tony que su sobrina no pasaba por un buen momento, preguntó:

—Elsa, ¿estás bien?

Mirándola comprendió que su compañero se había ido de la lengua.

—No te preocupes. Si superé lo de Peter, y fueron dos años, superaré lo de Javier, que sólo ha durado cinco meses.

—Sabes que me tienes para lo que quieras, ¿verdad, cariño?

—Sí, tía. Sé que te tengo para lo que necesite. —Y dejando a la pequeña en brazos de su madre, se despidió—. Ahora me tengo que ir. Mañana salgo a las nueve para Honolulu.

Por la mañana, Tony y Elsa se encontraron en el aeropuerto. Tras un largo viaje, sobre las siete de la tarde llegaban al lujoso hotel Aloha Honolulu. Tras dejar las maletas, se reunieron en la habitación de Elsa, donde hablaron de la organización de la boda de Steven y Mariah. Aquellos novios querían una ceremonia tropical. Agotados por el largo día, se despidieron y se fueron a dormir.

Al día siguiente fueron hasta el lugar donde se celebraría la boda. El hotel elegido contaba con una playa privada, por lo que se centraron en decorarla para la fiesta nocturna. Para aquella boda Elsa, con la aprobación de los novios, había enviado las invitaciones metidas en unas botellas de cristal. En ellas se pedía a los asistentes que acudieran con ropa fresca y tropical. Por eso las mujeres fueron con vistosos vestidos de colores y los hombres con camisas ligeras y pantalones tobilleros.

A las cinco de la tarde aparecieron los novios. Él iba ataviado con un traje de lino beige y ella con un vestido desmontable de organdí. Ambos se encontraron debajo del arco decorado con flores tropicales, como la buganvilla, el pájaro de paraíso y las musas. Y mirándose a los ojos, se juraron amor eterno frente a un hermoso mar azulado y en calma. Tras la ceremonia, aparecieron camareros con camisas hawaianas, faldas y flores en el pelo, ofreciendo a los acalorados comensales cócteles frescos decorados con sombrillas, pájaros de colores o frutas tropicales.

—¿Les pasamos ya al salón para cenar? —preguntó Tony a Elsa a través del móvil, mientras ésta daba los últimos toques a las mesas.

—Dame cinco minutos y les haces entrar —dijo ella mientras colocaba fabulosas peceras, con peces multicolores en vez de flores como centros de mesa.

Cinco minutos después los invitados se divertían al ver que tenían que meter las manos en dos grandes cubos llenos de hielo escarchado y sacar un número. Aquella cifra les indicaría la mesa en la que se debían sentar. En el menú se sirvió gran variedad de marisco y pescado, pero lo que más gustó fue una enorme barbacoa, en la que cada uno se acercaba para coger la carne o el pescado que le apeteciera. Y para finalizar, se sirvió una sorprendente tarta de distintos colores, con limones, naranjas, cocos y piñas heladas. Sonó la música y todos salieron a la playa privada del hotel. Aplaudieron al encontrarse con unas enormes velas blancas decorando la playa, mientras la música tropical hacía las delicias de los invitados. Los camareros ofrecieron de nuevo ceciliaritas, mai tai, piña colada, etcétera, hasta las cuatro de la madrugada, momento en que se marchó el último de los invitados. Y por fin, Elsa y Tony pudieron retirarse al hotel, donde cayeron agotados. Al día siguiente, regresaron a Los Ángeles.