17

Tras la cena en la que Shanna apenas pudo comer, pero sí beber, George la llevó al barrio más antiguo de Seattle, Pionner Square. Él vivía allí, cosa que hizo que Shanna se pusiera tensa. Pionner Square era un barrio lleno de cafés, tiendas de pintura, antigüedades y galerías de arte. Tras pasear mirando escaparates decidieron sentarse a tomar un café, aunque Shanna prefirió una cerveza. Acomodados a una mesa redonda, George le contó que su casera le había explicado que aquel lugar fue un barrio de mala muerte durante una época, lleno de burdeles y de gente de mala calaña. Ella, de forma inexplicable para él, sonrió al escucharle. Lo que George no sabía era que ella se sentía feliz porque estaba encantada de estar con él.

Mientras le escuchaba, Shanna pensó en lo diferente que era aquel hombre en comparación con los demás con los que había estado. Por su trabajo conocía a mucha gente del mundo de la farándula y por la relación que mantuvo con su ex, especialista en deporte, y amiga de muchos deportistas, también se relacionaba con gente a la que le gustaba la fiesta. Sin embargo, George era todo lo contrario. Le gustaba la paz y la tranquilidad, y sólo con mirarle cualquiera podía darse cuenta de que las frivolidades eran lo que menos llamaba su atención.

Una hora después y tras la insistencia de Shanna, se fueron a un local de un amigo de George donde se tomaron varias cervezas. Con todo su autocontrol activado, George se contuvo en más de una ocasión para no besar a Shanna. Ella no se podía imaginar, o eso creía él, las sensaciones que una mujer de treinta y dos años como ella podía causar en un hombre. Le gustaba verla reír, pero más aún le gustaba que ella se acercara a él para decirle algo al oído. Sentirla tan cerca y oler su perfume le habían embriagado de tal forma, que estuvo tentado un par de veces de partirles la cara a dos tipos que la miraron cuando ella fue al servicio.

Desde la barra la miró bailar con su amigo Peter, el dueño del local. Mientras unos desconcertantes y extraños celos le carcomían, tuvo que contenerse para no saltar sobre ella cuando ésta, divertida o más bien algo achispada, se puso a imitar a Uma Thurman en Pulp Fiction, bailando para él. La velada se fue calentando. Y Shanna, que no paró de beber cerveza, también. Aquella muchacha parecía tener un imán para atraer a los hombres, cosa que a George comenzó a molestarle. No podía hablar tranquilamente con ella sin que alguno de sus amigotes se le acercara. Al final, cuando George no pudo más, la tomó de la mano de forma posesiva y la sacó del local, dispuesto a llevarla a su hotel. Una vez fuera, la soltó y comenzó a andar hacia el aparcamiento.

—¿Por qué nos vamos?

Molesto por lo amable que era ella con los demás hombres, la miró y dijo:

—Es tarde. Mañana tengo cosas que hacer.

Shanna, tocándose la cabeza, pensó: «Vaya colocón que llevó con tanta cerveza». Mientras le seguía hacia el coche, miró su trasero y volvió a pensar: «Uff, George, me gustas tanto que si tú quisieras pasaríamos una noche maravillosa». En ese momento, la miró. Parecía como si hubiera estado escuchando lo que pensaba. Ella, sonrojándose, miró hacia otro lado. Sin embargo, cuando él dejó de mirarla sonrió.

George parecía molesto y su cejo fruncido le gustó. No era un hombre guapo, era más bien del montón. Pero ese aire intelectual, su flequillo ladeado y su desgarbado y espigado cuerpo siempre la habían atraído. Cuando llegaron al coche, Shanna en vez de meterse dentro se apoyó en él. Al ver que él se paraba frente a ella, dijo sin pensar:

—Recuerdas la noche que nos despedimos en Toronto. —George, sin pestañear, asintió—. Durante años pensé en ti. En tu boca, en tu beso y justo cuando creía haberte olvidado, apareces de nuevo en mi vida.

—¿Y? —preguntó George levantando una ceja.

Shanna se debatía en su interior. Quería decir algo, pero no se atrevía. «Hazlo. Díselo», apremiaba su lado salvaje. Aunque, al mismo tiempo, su propia conciencia le suplicaba: «No seas tonta. Cállate y márchate». Sin embargo, sin poder remediarlo sus labios hablaron por ella.

—Quiero que me beses otra vez.

Al escucharla, George sintió un latigazo de deseo pero, apartando la vista de ella, dijo:

—No creo que sea buena idea.

Shanna ladeó la cabeza para mirarle. Él le devolvió la mirada. La deseaba, lo sabía. Se lo decían sus ojos suaves y sus labios tentadores. Y con una sonrisa seductora que le hizo temblar, ella le susurró:

—Mentiroso. Me deseas tanto como yo a ti.

—No quiero besarte, Shanna —murmuró apartándose de ella. Sabía que si seguía un segundo más a su lado, la cogería entre sus brazos y la devoraría.

Excitada y deseándole con todas sus fuerzas, Shanna no se movió. Continuó apoyada en el coche mientras le veía moverse de un lado para otro. «¿Qué haría Celine en un caso así?», pensó dispuesta a conseguir su propósito. El simple hecho de cavilar qué haría su amiga la hizo sonreír. En ese momento, George se paró, la miró y para su sorpresa, fue hacia ella y la besó. Le tomó los labios y, con una morbosa exigencia que hizo a Shanna temblar, devoró su boca con un beso abrasador, asolador. Ella, al sentir cómo la apretaba contra él, soltó un suave gemido de placer, que retumbó en los oídos de George. Sin importarle dónde estaban, él le cogió de las muñecas y con un movimiento la posó sobre el coche. Ella, al verse de aquella guisa, se excitó aún más. Como un lobo hambriento, George bajó su mano hasta el trasero de ella y subiéndole la falda la metió debajo mientras ella, con un gemido, le invitaba a continuar. Sin embargo, él, consciente de que aquella mujer era Shanna y de que estaban en un aparcamiento, susurró:

—Debemos parar. Estás bebida y mañana te arrepentirás.

Shanna le miró y, loca de deseo por él, murmuró:

—No me arrepentiré, George —imploró contra sus labios—. Soy mayorcita y sé lo que hago. Te deseo y necesito que continúes, porque si no lo haces te juro que te odiaré el resto de mis días.

Aquello fue demasiado para George, que tras un ronco gruñido, la cogió por la cintura, la llevó hasta el capó del coche y la sentó. Ella sonrió al notar su excitación y agarrando el cinturón de él lo desabrochó. Mientras él, a través de su ropa, mordisqueaba su pezón. Shanna se movió y se subió el vestido. Invitándole a continuar, abrió los muslos y lo tentó. Incapaz de rechazarla, George posó sus manos en sus piernas y cuando éstas subieron hasta tocar su ropa interior ella se estremeció. Al posar su mano entre sus piernas, George comprobó lo húmeda y caliente que estaba.

—No, no pares, George.

—No, Shanna, no pararé, cariño —susurró bajándose la cremallera de su pantalón.

Con un temblor de excitación en la barbilla, Shanna le miró. Y al ver la dura erección de él en su mano, se abrió los labios de su sexo y deslizándose hacia el borde del coche se ofreció a él. George, abandonando todos sus principios, posó la punta de su pene justo donde ella quería y sujetándola por las caderas la atrajo hacia sí para, de un fuerte y certero empellón, penetrarla. Ella explotó de placer. Enloquecida, le besó y gimió su nombre mientras se abría para él. George, sin importarle nada excepto que era Shanna a quien estaba poseyendo, la tomó con un deseo hasta el momento desconocido. Disfrutó cada segundo de ella, hasta que al oírla jadear y sacudirse, supo que se dejaba ir. En ese momento, sudoroso y embrutecido, George la tumbó sobre el capó, le levantó las piernas y, sujetándola de las caderas, bombeó una y otra vez, hasta que un sonido gutural salió de él y, agotado, cayó sobre ella.

Pasados unos minutos en los que los latidos de ambos se regularizaron, George se incorporó y, tras subirse los pantalones, se encontró con la mirada turbadora de Shanna. Sin pensar absolutamente nada, la besó con ternura.

—Menudo numerito hemos montado —sonrió Shanna bajándose del capó del coche.

George no respondió. Se limitó a sonreír, sin poder creer que hubieran hecho algo así.

—Shanna, creo… Creo que no es buena idea que entre nosotros vuelva a ocurrir esto —susurró George mientras la miraba—. Eres una buena amiga, y te quiero demasiado como para perder tu amistad.

Ella asintió. George tenía razón. Aquello era una locura. Y con la mejor de sus sonrisas y la cabeza fría, le miró y en un tono indiferente que le dejó impactado, ella contestó:

—Lo sé, George. Pero creo que ha sido inevitable. Siempre me he sentido atraída por ti. —Y clavando sus ojos en él murmuró—: Pero tranquilo, lo que acabamos de hacer no ha significado nada. Sólo ha sido sexo, nada más.

George intentó decir algo pero las palabras morían en su garganta. Shanna, deseosa de salir de aquella extraña situación, le cogió del brazo y como si no hubiera pasado nada dijo para su sorpresa:

—Vayamos a tomar algo. Tengo una sed que me muero.

Las dos horas siguientes las pasaron sentados en un local. Shanna intentó con todas sus fuerzas no pensar en cómo él la miraba. Asustada por la intensidad de sus ojos, se inventó una estrafalaria vida repleta de amantes y fiestas, mientras él, que no se creía nada, la escuchaba con gesto serio. Ninguno de los dos volvió a mencionar lo ocurrido. Eso no volvería a pasar. Sobre las cinco de la madrugada regresaron al aparcamiento, aunque esta vez lo suficientemente alejados el uno del otro. Cuando se montaron en el coche, George la miró y, tras pensárselo y con su gesto serio, dijo:

—Te llevaré a tu hotel.

—No.

—¿No? —preguntó sorprendido.

Shanna no quería alejarse de él. Sabía por su mirada y por las mentiras que le había contado que él no querría volver a verla nunca más. Y aprovechando aquellos últimos instantes en su compañía, le miró y murmuró con gesto desconcertante:

—Mira, George, necesito ir con urgencia al servicio y mi hotel está demasiado lejos. Llévame a tu casa, por favor, o las cataratas del Niágara en comparación con lo que puede salir de mí, no serán nada.

George tuvo que sonreír. Al ver su cara de circunstancias arrancó el coche y en menos de cinco minutos se plantaron frente a su casa. Ya en la puerta, era tal la urgencia de ella por ir al servicio que a él se le caían las llaves por las prisas. Una vez dentro, George le indicó con rapidez dónde estaba el aseo y Shanna corrió hasta él. Un par de segundos después, George oyó un fuerte suspiro de alivio y volvió a sonreír.

En el cuarto de baño, Shanna se miró al espejo y pensó: «¿Qué has hecho, insensata?». Pero tras darse de cabezazos contra el alicatado azul de la pared, asumió que ya no había marcha atrás. Tras arreglarse el cabello y suspirar, abrió la puerta del baño y, al entrar en el salón, encontró a George mirando por la ventana. En ese momento, él se volvió y la observó. Durante unos segundos se miraron a los ojos, y cuando George le tendió la mano, ella fue hacia él sin dudarlo ni un segundo. Se abrazaron y, de manera inevitable, se besaron. Segundos después, George la cogió en brazos y la llevó a su cama. Allí, en la intimidad de su casa y de su habitación, le hizo pausadamente el amor.

A las dos de la tarde Shanna se despertó en la cama de George, con un terrible dolor de cabeza. Le vio dormido, boca abajo, a su lado y sonrió. «¡Qué mono es!», pensó. Pero acto seguido suspiró al darse cuenta del gran error cometido. Tras maldecir en silencio se levantó con sigilo, cogió su móvil, lo encendió, se metió en el baño y llamó a su compañero Luis, que con toda seguridad la estaría buscando. Al oír su voz, éste se tranquilizó y quedó con ella en el aeropuerto de Seattle, Tacoma, a las cinco de la tarde. A las seis salía un vuelo directo a Toronto.

A las dos y diez Shanna pensó en llamar a alguna de sus amigas. Necesitaba hablar con alguien y desahogarse. Al final decidió darse una ducha para aclararse las ideas. No quería pensar en lo ocurrido, aunque le resultaba inevitable. Su piel aún olía a George, y al recordar cómo él la miraba mientras le hacía el amor gimió como una tonta. Cuando se duchó, volvió a ponerse la ropa del día anterior. Tras salir de la ducha se sorprendió al ver a George sentado en la cama, con el pelo revuelto y gesto serio y pesaroso. Eso la asustó. Con la luz del día, todo se veía de manera diferente, y acercándose a él dijo:

—Gracias por haber dejado que durmiera en tu cama.

Él, con gesto adusto, asintió y levantándose para separarse de ella, pues sus instintos le gritaban que la tomara y la tumbara en la cama, murmuró:

—Aquí estará para cuando la necesites.

Al ver las arrugas de su frente, Shanna entendió que no estaba contento con lo ocurrido. Acercándose de nuevo a él dijo:

—Sobre lo de ayer… yo…

Pero él no la dejó terminar. Había asumido que él era uno de tantos y, encarándose a ella con voz dura, aclaró:

—Como dijiste ayer, lo ocurrido no ha sido nada. Sólo sexo.

Shanna asintió y sintió la frialdad en sus palabras. Le hubiera gustado gritarle que no era cierto, que todo lo que le había contado eran mentiras. Sin embargo, fue incapaz de hacerlo y calló. Media hora después, sin apenas dirigirle la palabra, la llevó hasta su hotel. Allí ella recogió su equipaje y desde ese lugar se dirigieron al aeropuerto en silencio.

—Allí está Luis —dijo Shanna al ver a su compañero, que levantaba los brazos.

—Perfecto —asintió él.

Bajándose del coche, George abrió el maletero y sacó el equipaje de Shanna. Sin apenas mirarla a los ojos, dijo:

—Que tengas un buen viaje, Shanna. Me ha encantado volver a verte. —Y mirándola con aspereza, concluyó—: Espero que seas muy feliz con la vida que has elegido.

—Perfecto —pudo murmurar ella con la lengua pegada al paladar.

George, contrariado por sus sentimientos y sin decir nada, se montó en su coche y se marchó. Una hora después, en el avión, Shanna miraba por la ventanilla mientras hacía grandes esfuerzos por no llorar. Luis se dio cuenta de cómo estaba, pero pensó que era por la noticia del jugador de waterpolo que había salido en el New York Times. La abrazó y, cuando las lágrimas de ella mancharon su camisa, la consoló.