Como dueña y responsable de la empresa, Bárbara siempre era la última en abandonar las dependencias. Desde el primer día que abrió el taller de costura, las mujeres que trabajaban con él seguían siendo las mismas. Llevaban juntas veintitrés de los veinticinco años que Bárbara había vivido en España, y eso le gustaba. Apreciaba la fidelidad.
Candela apareció en su vida unos años después. La primera vez que la vio fue un día en que ésta entró para preguntar sobre el cartel que colgaba en el escaparate indicando que necesitaban costureras. Aquel día, tras hablar con Bárbara, prometió volver para hacer una prueba. Regresó a los dos días y catorce años después seguía con ella. Con el tiempo se había ganado la confianza de Bárbara y se había convertido en su mano derecha. Juntas habían viajado por España para participar en los desfiles de las diversas ferias de novias.
La vida había sido amable con Bárbara. Tenía un marido maravilloso y tres hijos que la adoraban. Nicolás, Elsa y Beatriz. Nicolás, Nico para la familia, tenía veinticuatro años y era un loco de la informática, como su padre. Tenía novia e incluso planes de boda. Algo que a Elsa, con veintidós años le horrorizaba. Para ella los estudios eran lo primordial. No soportaba los imprevistos. Tenía claro que sería empresaria, como su madre. Era alguien a quien le gustaba tenerlo todo controlado. Beatriz, Bea, a la que sus hermanos habían bautizado como «la llorona» porque desde pequeña había aprendido que llorar le proporcionaba beneficios, era una jovencita de quince años con la edad mental de siete. Una vez un coche se saltó un stop y la atropelló. Aquello hizo que sus padres formasen una piña alrededor de ella. Ahora, a pesar de los años que habían transcurrido, les resultaba difícil dejar de comportarse así con ella.
Beatriz todavía iba al colegio, Nico trabajaba y Elsa estudiaba empresariales en la universidad. Todos habían ido al Liceo Americano. Sus padres decidieron que los niños aprenderían los dos idiomas desde pequeños. Así, cuando iban de vacaciones a Estados Unidos, podían comunicarse sin problemas.
Faltaban unos días para la celebración del decimosexto cumpleaños de Bea y, como siempre, la Llorona montó uno de sus mejores numeritos para conseguir sus propósitos. Quería una fiesta con sus colegas en el garaje de casa y al final le tocó a Elsa ocuparse de todo. Sus padres tenían una cena y bajo su punto de vista ¡se la merecían! Por eso, lo mejor que pudo, intentó ocuparse de la pandilla de adolescentes ruidosos que se le juntaron en el garaje.
A las once de la noche la música tronaba para disgusto de Elsa. Pero intentó aguantar. Era la fiesta de su hermana. De vez en cuando bajaba para ver qué tal marchaba todo y, en uno de esos viajes, sorprendió a un grupo de muchachos fumando tranquilamente. Al verla escondieron sus cigarros. Eso la hizo sonreír y, entonces, decidió pasar por su lado como si no se hubiera dado cuenta.
En un lateral del precioso jardín, vio a su hermana con un chico que sabía que le gustaba. Las miradas de ambas se cruzaron y, con una sonrisa, Elsa le transmitió tranquilidad. Encima de una silla del garaje estaban todos los regalos. Discos compactos, un par de sudaderas, bisutería, varios libros, etcétera. Elsa se acercó hasta la mesa donde estaba la comida y la bebida. Mentalmente, mientras miraba la mesa, pensó en reponer patatas, sándwiches, bebidas y hielo. Intentó recoger todos los platos vacíos pero, al ser tan voluminosos, se le caían.
—¿Te ayudo? —oyó a su espalda.
Sin apenas mirar quién le hablaba, contestó rápidamente.
—Sí, corre. Recoge los platos naranjas, que se me caen.
El muchacho, con destreza, cogió los platos al vuelo.
—Gracias —sonrió Elsa, mareada por aquella música ratonera.
—De nada —respondió el chico y mirándola señaló—: ¿Los llevamos a alguna parte?
Elsa asintió. Una pequeña ayuda le vendría de lujo por lo que, volviéndose, señaló:
—Sígueme, los dejaremos en la cocina.
Al entrar, Elsa dejó en la encimera todo lo que tenía en las manos e indicó al muchacho que hiciera lo mismo.
—De nuevo te doy las gracias —repitió mirando a aquel chico moreno e intentando recordar dónde le había visto antes—. Puedes regresar a la fiesta. Cuando llene los platos iré bajándolos poco a poco.
El muchacho, encantado por la tranquilidad que allí se respiraba, dijo:
—No me importaría ayudarte. —Al ver su mueca, murmuró con una sonrisa—: Te lo digo en serio. —Y tendiéndole la mano dijo sorprendiéndola—: Me llamo Javier, encantado de volver a verte.
Extrañada por la madurez del chico al presentarse, tendió su mano y dijo:
—Elsa, soy la hermana de Beatriz, y la encargada de que no os falte nada de nada. ¿Ya habías venido alguna vez a casa verdad? —Él, divertido, asintió—. Es que me suena tu cara, pero no sé quién eres.
—Creo que nos hemos visto durante muchos años —contestó éste sentándose junto a ella en el taburete de la cocina, mientras abría un paquete de pan de molde para hacer sándwiches.
Aquello atrajo completamente la atención de Elsa, que, por más que pensaba, no le ubicaba. Era moreno, de ojos negros y parecía un pelín mayor que Bea, aunque no mucho.
—El caso es que tu cara me suena un montón —repitió Elsa, mientras untaba mantequilla en las rebanadas.
—Te daré pistas de quién soy —sonrió—. Hace poco fui a la tienda de tu madre.
—¿Has estado en el taller de mamá? —preguntó dejando de untar mantequilla en una rebanada de pan para mirarle nuevamente a los ojos, cosa que a él le encantó.
Divertido, asintió y dejó escapar con una encantadora sonrisa:
—La última pista que te daré es que mi hermana se casa dentro de una semana.
Al oír aquello Elsa abrió la boca y Javier soltó una carcajada al ver la cara que ponía.
—¿Aída? —preguntó alucinada y, al ver que él asentía, dijo—: ¡Claro! Eres Javier. Pero bueno, cómo has crecido. El recuerdo que tengo de ti es el de un niño. ¡Madre mía! ¡Cómo pasa el tiempo!
Al ver que ella se ponía a untar mantequilla de nuevo, hizo lo mismo y contestó:
—Por suerte para algunos el tiempo pasa. Yo aún recuerdo cuando tú y las demás chicas ibais a casa a estudiar con mi hermana.
—Sí —suspiró ella—. ¡Qué tiempos!
Tras un breve silencio, fue el muchacho quien habló.
—Ahora, cuando pienso que Aída se marcha el mes que viene a vivir a Los Ángeles me da una pena tremenda. Pero claro, Mick trabaja allí.
Elsa asintió y al pensar en lo mucho que ella la iba a añorar también murmuró:
—No he olvidado lo enamorada que regresó a España tras conocer a Mick durante unas vacaciones que pasasteis en casa de tus abuelos. Es más, me dijo: «Elsa, he conocido al hombre de mi vida, el que me va a cuidar hasta que me muera».
Ambos sonrieron. Aída era tremenda.
—Mick es un buen tipo y estamos seguros de que cuidara bien de ella, aunque tampoco dudamos de que le volverá loco en poco tiempo —comentó entre carcajadas y haciendo reír a Elsa—. Mi padre dice que cualquier día nos encontraremos a Mick en la puerta de casa para devolvérnosla.
Los padres de Aída y Javier se conocieron en unas vacaciones en las que ambos coincidieron en Santa Fe. Ella era una niña rica española y él, un médico de Oklahoma. Tras siete meses de relación decidieron casarse y vivir en España, donde Anthony Thorton Muskrats abrió su propio centro médico. En Oklahoma, él ya trabajaba en la clínica que su padre Patrick y su tío George habían inaugurado años atrás.
—¿Qué tal están tus abuelos, Patrick y Aiyana? —preguntó Elsa mientras reía por lo que acababa de escuchar—. Recuerdo que cuando venían a España, siempre iban a ver a mis padres y viceversa.
—Como dice la bisabuela, ¡como unos bisontes!
Aquello les hizo sonreír de nuevo. Para Javier recordar a sus abuelos y a su bisabuela, a la que adoraba, era tocarle el corazón. Con ellos había estado parte del tiempo que había pasado fuera de España. Tras mirar a Elsa, continuó:
—Están como locos porque volvamos por allí. Y ahora se muestran encantados al saber que Aída vivirá cerca. De todos modos, ya los verás a todos el día de la boda.
Elsa dejó de untar mantequilla y le miró. Sabía que Aída llevaba meses intentando convencer a su bisabuela Sanuye para que acudiera a la boda.
—¿Habéis convencido a la bisabuela para que venga? —preguntó con curiosidad.
—No. Nunca la convencerán —sonrió Javier al cerrar los ojos y recordar a su bisabuela.
Durante los años que había estudiado en Oklahoma, Javier había compartido muchos días con ella. Una mujer india de setenta y cinco años llamada Sanuye, que en lengua miwok significaba «nube roja al atardecer». Muchas habían sido las noches de maravillosa luna llena o menguante que su abuela compartió con él. Sanuye adoraba a su bisnieto Javier, al que cariñosamente, desde el día de su nacimiento, había bautizado como Amadahy. Era un nombre de la tribu cherokee que significaba «agua del bosque». Durante sus conversaciones, Sanuye le contó cómo una mañana de cielo rojo un joven de la tribu cherokee apareció en su vida. Le relataba, todavía con pasión y una dulce sonrisa en la boca, cómo le cautivaron sus ojos negros y su mirada felina. Aquel joven cherokee la hizo más tarde su esposa y se la llevó a vivir junto a otros cherokee.
Aunque el bisabuelo Awi Ni’ta, «Ciervo Joven» en lengua cherokee, había muerto años atrás. Sanuye, su bisabuela, siempre le contaba que fue muy feliz el día que nació él, su Amadahy, y comprobó cómo de nuevo aquellos ojos negros y aquella mirada felina volvían a estar vivas en él. Un ligero empujón por parte de Elsa sacó a Javier de su mutismo y, mirándola, sonrió al escucharle.
—Ya decía tu hermana —e imitándola, dijo—: «La abuela Sanuye nunca se subirá en un pájaro que antes no haya comido de su mano».
Ambos comenzaron a reír a carcajadas, hasta que Bea entró en la cocina.
—¡Vaya! Venía yo a preparar justo lo que estáis haciendo.
Aún con la sonrisa en los labios, Elsa contestó.
—Pues ya estamos nosotros en ello. —Y señalando a Javier, comentó—: Y como verás, tengo ayudante.
—Lo hago encantado —dijo éste tras el comentario.
Cinco minutos después, Elsa le dijo a Bea:
—¡Toma! Llévate esta cubitera con hielo y estos refrescos. Ahora, en cuanto termine esto, lo bajo. —Luego, mirando a Javier indicó—: Si quieres bájate con los demás. Yo terminaré lo que queda.
Al ver que Bea salía disparada, cargada de bebidas, éste murmuró:
—No te preocupes, me gusta ayudarte y… hablar contigo.
Elsa dejó por un momento lo que estaba haciendo y le miró extrañada.
—¿No te diviertes en la fiesta?
Tras un sonoro suspiro, Javier se apoyó en el quicio de la puerta y se sinceró.
—No está mal. La mayoría son amigos de toda la vida, pero a veces creo que se comportan como críos.
Divertida por aquel comentario, Elsa preguntó.
—¿Cuántos años tienes, Javier?
—Diecisiete, pronto dieciocho. —Y clavando sus oscuros ojos negros en Elsa, que sin saber por qué se puso nerviosa, prosiguió—: Y según mi manera de ver la vida, la edad no da experiencia. Eso es algo que se adquiere de la cordura y del saber aprender —dijo sorprendiéndola.
—Pues no te entiendo —le espetó ella sin profundizar en el asunto—. Son gente de tu edad. Sus conversaciones y necesidades serán más o menos las mismas.
Aquel comentario hizo sonreír a Javier, mientras Elsa se tensaba. ¿Qué le pasaba con aquel crío?
—Mis prioridades, y mi manera de ver la vida son muy distintas de las de ellos —respondió el muchacho mientras tomaba un trozo de pan—. Creo que se debe a la educación que he recibido de mis abuelos. Por cierto, ¿sería muy indiscreto preguntarte cuántos años tienes tú?
Elsa, apoyándose en la encimera, le miró y contestó:
—Veintidós, como tu hermana. Y sí…, eres un poco indiscreto.
Al oír su respuesta, Javier sonrió y dejando descolocada a Elsa preguntó.
—¿Sales con alguien?
Ella, tras soltar una carcajada, cogió el bol de patatas.
—Eso, Javier, sí que es indiscreto.
Y sin responderle abrió una bolsa de patatas y la volcó en el bol.
—¿No me vas a contestar? —insistió el chico.
Incapaz de entender por qué la mirada de aquel muchacho la ponía nerviosa, se volvió y, con voz nada amable, dijo:
—¡Pues no! No te voy a responder, y menos sobre algo que, particularmente, creo que no te interesa.
Tras unos segundos de silencio, fue Javier el que habló.
—Tienes razón. Te pido disculpas por mis preguntas. —E, intentando quitarle importancia al asunto, bromeó—: Creo que Aída me ha convertido en un cotilla. ¡Discúlpame!
—Disculpado —respondió ella.
En ese momento entraron por la puerta su hermano Nico y Marta, su novia. Minutos después todos bajaron al garaje donde rieron, bromearon y lo pasaron bien.