1

La dulce melodía que salía de la radio llenaba el ambiente mientras las costureras se afanaban por dar las puntadas exactas en aquellos vestidos que, en un día de gloria, se lucirían como verdaderas joyas.

Durante las horas que aquellas mujeres pasaban juntas, se había hablado en muchas ocasiones del vestido que Balenciaga cambió en el último momento para el enlace del príncipe Balduino y Fabiola de Bélgica, o de la maravillosa mantilla antigua de encaje de blonda de Bruselas que lució Paola de Bélgica en su boda con Alberto de Lieja. Les gustaba recordar el vestido de Beatriz de Holanda, que fue de seda brocada, o el de Sonia de Noruega, de seda salpicada de perlas. El traje nupcial de Silvia de Suecia fue diseñado por Marc Bohan para Christian Dior, en blanco marfil liso, aunque lo que más llamó la atención de aquel grupo de modistas fue el velo de fino encaje bordado, regalo de la princesa Sibyla.

En las revistas vieron el vestido que había llevado María Teresa en su boda con el príncipe Enrique de Luxemburgo. Un diseño de Balmain, en seda natural ribeteada de armiño, con un gran velo de tul e incrustaciones de encaje de Manila.

Aunque la elegancia, el gusto, el glamur y el saber llevar un traje de novia quedaron reflejados en Gracia de Mónaco en su boda con el príncipe Rainiero. El vestido de Grace era de estilo renacentista, diseñado por la directora del departamento de moda de la Metro, Helen Rose. Se confeccionó con un corpiño rosa marfil, salpicado de flores bordadas, y se abrochaba delante con pequeños botones forrados con encaje. La falda era acampada y el velo bordado de encaje rosa iba adornado con perlas.

En sus interminables conversaciones no podía faltar el vestido que lució doña Sofía en su boda con don Juan Carlos, hoy reyes de España. Fue diseñado por el modisto francoheleno Jean Dessés. Era de lamé recubierto de tul con un encaje antiguo, conocido como «encaje duquesa», e iba adornado con encaje de bolillos.

Pero nunca olvidarían la mañana en la que, mientras desayunaban churros, veían por televisión la boda de Lady Diana de Gales, Lady Di, con Carlos de Inglaterra. El enlace que todos catalogaron como la boda del siglo. Aquel vestido recibió muchas críticas. Buenas y malas. Era de tafetán en seda natural color marfil, con un encaje antiguo bordado de perlas y madreperlas. Completaban el conjunto una amplia falda a juego y unas enormes mangas de tul y seda, bordadas con madreperlas.

En la prensa que cada semana podía encontrarse en los quioscos aparecían todos aquellos vestidos que luego ellas, en el taller, se aplicaban en realizar. Más de una novia que había acudido allí tenía alguna idea preconcebida de algún modelo visto en las revistas. Aquellas muchachas esperaban ser, en su gran día, la novia más bella del mundo.

—Bárbara… Bárbara…

Era la voz de Candela, una de las costureras, la que se oía.

—Un momento —dijo una voz con un dulce acento extranjero.

Al escuchar aquello, Candela se dirigió hacia las señoras que miraban con curiosidad todo lo que en la zona de tienda se exponía.

—Bárbara Pikers les atenderá en seguida —les indicó con una sonrisa—. Si quieren, pueden esperar sentadas en aquella mesa. Allí encontrarán los catálogos y cuadernos donde ponemos a su disposición todas las telas que usamos para confeccionar nuestras creaciones. ¿Les apetece un café mientras esperan?

Las clientas, una madre y sus dos hijas, encantadas con la amabilidad de Candela, asintieron. Mientras miraban con verdadera adoración los catálogos, Candela marchó en su busca.

Aquella tienda de vestidos de novia, con taller en la parte de atrás, se llamaba «Bárbara Pikers». Ése era exactamente el nombre de su dueña, una preciosa rubia norteamericana, de acento dulce y que tenía unos ojos verdes maravillosos y expresivos. Desde hacía veinticinco años, la mujer residía felizmente en España, concretamente en Madrid.

Conoció a Juan Silva, su marido, un informático, en un viaje que éste hizo a San Diego por motivos de trabajo, una noche en que coincidieron en un grupo de amigos. Sus miradas se cruzaron y a partir de ese momento no las habían vuelto a separar.

Durante cinco años, ambos viajaron mucho para verse. Al final, decidieron casarse y Bárbara abandonó su país para residir en España, donde montó a los dos años su propio negocio, una tienda taller de vestidos de novia y fiesta. Era un trabajo parecido al que desempeñaba en San Diego, donde su familia poseía una empresa que organizaba todo tipo de eventos.

—Buenos días —saludó Bárbara con su inconfundible acento americano—. Soy Bárbara Pikers. ¿En qué puedo ayudarlas?

La madre de las muchachas, al verla, se levantó rápidamente para saludarla.

—Encantada de conocerla —dijo tendiéndole la mano. Soy Diana Ross. Mi hermana Daniella acudió a esta tienda con mi sobrina Aurora hace unos meses y usted le confeccionó un vestido de novia espectacular.

Al oír a aquellos nombres, Bárbara sonrió y asintió. La mujer continuó.

—Ahora buscamos un vestido de novia para mi hija Alicia —señaló a una de las jóvenes—. Se casa dentro de siete meses, concretamente el 18 de julio, en Sevilla, y queremos que esté preciosa. Y ya que estamos aquí, Elena —indicó, señalando a la otra hija— quiere mirar también algún vestido para la boda.

Bárbara, tras escucharla con atención, asintió. Al ver que llegaba Candela con los cafés, se sentó a la mesa con las demás y dijo:

—No se preocupe. Aquí encontrará lo que busca —sonrió la dueña del local—. Lo primero es saber la idea que tienen ustedes sobre el traje de la novia así, según eso, podemos ver los vestidos para usted y su hija —añadió después.

La novia, una muchacha menuda y morenita, habló rápidamente.

—Me gustaría un vestido sencillo, pero al mismo tiempo maravilloso, que tenga cola. Y sobre lo que no tengo duda alguna es que quiero lucir la mantilla de color blanco roto de mi abuela Almudena, sujeta en un moño bajo.

—Me pareció escuchar que se casa en Sevilla. ¿La familia del novio es de allí? —preguntó Bárbara mientras abría un cuadernillo.

De nuevo, Alicia, la novia, contestó:

—Sí. Son andaluces. Mi familia es de origen madrileño e italiano y, por favor, llamémonos de tú, ¿de acuerdo?

Bárbara sonrió. Estaba acostumbrada a todo tipo de clientas y prefería que fueran ellas quienes propusieran aquella familiaridad.

—Excelente idea, Alicia —respondió ésta y mirándola preguntó—. ¿Te gustaría un vestido de estilo andaluz?

Al escuchar aquello, la madre, saltó.

—No… no, nada de volantes, queremos algo diferente.

—No hablo de volantes —sonrió Bárbara al escucharla—. Hablo de inspiración andaluza.

—¿A qué te refieres con eso? —preguntó la novia mirándola, interesada.

—Veamos —dijo Bárbara, que comenzó a dibujar en su cuaderno—. Quieres algo sencillo pero maravilloso y que te permita lucir la preciosa mantilla de tu abuela, ¿verdad?

—Sí —respondió ésta mientras Bárbara dibujaba rápidos trazos en el cuaderno.

—Creo —continuó hablando la vendedora— que un corpiño y una falda serían estupendos. Con tu silueta, te puedes permitir llevar cualquier tipo de vestido y diseño. Podría ser algo parecido a esto —dijo enseñándole el dibujo del cuaderno—. Además de ser una novia guapa y elegante, podrás sorprender a tu marido y a tu futura familia con un modelo de estilo andaluz que lucirás a la perfección.

La novia, junto a su madre y su hermana, miraba alucinada aquellos trazos que en unos segundos Bárbara les había esbozado en aquel cuaderno.

—¡Es una maravilla! —susurró la madre de la novia, mientras su otra hija asentía.

—Me gusta muchísimo la idea —se emocionó Alicia—. Creo que es lo que estaba buscando —susurró al mirar aquel boceto, en el que podía verse un corpiño sin mangas con un escote en uve y una falda que parecía flotar en el aire.

En ese momento se oyeron unos rápidos pasos acercarse hasta ellas. La puerta se abrió y una muchacha morena de ojos verdes apareció ante ellas.

—¡Disculpen!

Todas observaron a aquella joven que les miraba con una sonrisa arrebatadora.

—Es mi hija —informó Bárbara—. ¿Dime, Elsa?

—¿Podrías venir un momento? Aída se está probando el vestido y queríamos que le dieras el visto bueno. Además, hoy no se le han olvidado los zapatos.

Al escucharla, Bárbara sonrió y respondió.

—Ahora mismo voy. —Y mirando a las futuras clientas les susurró—. Me disculpáis un momento.

Bárbara y Elsa desaparecieron tras la puerta y se dirigieron al salón número dos para ver a Aída. Al entrar, se encontraron con una preciosa joven que daba vueltas mirándose en los espejos que rodeaban parte de la sala. En su cara se dibujaba una amplia sonrisa, una expresión de felicidad.

—¡Estás preciosa! —dijo Bárbara con cariño.

Con orgullo, miró a la muchacha que había crecido junto a su hija y a la que tantas veces había oído hablar sobre que algún día se casaría. Si algo tenía claro Aída en la vida era que se quería casar con un buen hombre que la quisiera y tener muchos hijos.

Aída, al oír la voz de Bárbara, aplaudió encantada, mientras Cecilia, su madre, se limpiaba la nariz emocionada.

—¡Estoy increíble! —saltó de alegría—. Verás cuando me vean Shanna, Rocío y Celine. —Y con gesto cómplice dijo a Elsa—. Madre mía. Cuando Mick me vea ¡se va a morir!

—Bueno, no le matemos antes de la boda —bromeó Cecilia con los ojos anegados en lágrimas—. Estás guapísima, cariño.

Y tras un puchero acompañado de un gemido, consiguió balbucear:

—Ay… cuando te vean tu padre y tu hermano…

Bárbara, acostumbrada a los lloros de madres, abuelas, tías y suegras al ver a las novias ataviadas con sus vestidos, se sentó con rapidez a su lado y le dio una caja de pañuelos de papel.

—Eh…, Cecilia —bromeó Elsa con una sonrisa—. Aquí está prohibido llorar.

—Mamá… por favor —protestó cariñosamente Aída.

—Tranquila, Cecilia —dijo Bárbara a la mujer. Tras asentir, ésta se levantó y se encaminó a arreglarle el velo a Aída—. Es normal que llores al ver a tu hija tan guapa vestida de novia.

Un nuevo gemido salió de la garganta de Cecilia mientras Elsa intentaba contener la risa.

—Venga, Cecilia, venga —susurró Elsa mientras la otra se sonaba escandalosamente la nariz.

—Tenéis razón —comentó Cecilia agradeciendo los pañuelos—. Se acabaron los lloros y la ñoñería.

—Así me gusta, mamá —sonrió Aída desde el pedestal y tras mirar a la madre de su amiga, preguntó—. Bueno, ¿cómo lo ves?

Bárbara, tras dar un par de vueltas alrededor de ella y ver que todo estaba en orden, dijo:

—Creo que hemos acertado de pleno contigo, cariño.

Aída y Elsa, encantadas, se miraron satisfechas.

—¡Verdad que sí! —gritó Aída al oírla—. ¡Dios, me siento como una princesa!

En ese momento, se abrió la puerta y Candela entró.

—¡Virgencita, qué preciosa estás, chiquilla! —gritó al ver a Aída.

De nuevo, la novia comenzó a aplaudir. Estaba feliz.

—Candela, ha quedado precioso —murmuró Cecilia, la madre de la novia.

La mujer, muy andaluza ella, tras mirar a la muchacha susurró.

—¿Cuándo veré yo a mi Rocío con un vestido así?

Al oír aquello, Bárbara sonrió. Las tres jovencitas, junto a dos más, se habían conocido en el colegio años atrás y, aunque tras acabar los estudios tomaron caminos distintos, siempre que podían se llamaban y se veían. E igual que tenía claro que Aída se quería casar, también sabía que su hija Elsa, Rocío y las otras dos amigas que faltaban no estaban por la labor. Para quitarle hierro al asunto, le dio un cariñoso azote que la hizo sonreír.

—Mejor no lo pienses —dijo—. Rocío y Elsa no son tan amas de casa como Aída. Creo que tienen otras cosas en mente. —Candela asintió—. Quizá algún día se casen y nos den la sorpresa pero, de momento, olvídate de verlas vestidas así.

Era un asunto que a Elsa la incomodaba por lo que, para desviar el rumbo de la conversación, dijo atrayendo la mirada de su amiga.

—Estás asquerosamente guapa.

Pero lo de hablar de novios y boda resultaba ya inevitable cuando Cecilia preguntó.

—Y tú, cariño, ¿cuándo nos darás la sorpresa? Estoy segura de que tu madre se volvería loca de emoción por hacerte un vestido de novia.

Aída y Elsa se miraron. Pusieron los ojos en blanco, lo que hizo sonreír a Bárbara.

—Cecilia —rió Bárbara al comprobar la complicidad de Candela—. Me temo que yo tardaré muchos años en ver a Elsa con un vestido de novia. Ella tiene unos planes que respeto y que me parecen estupendos.

Pero Cecilia era la típica mujer convencional. Le resultaba raro pensar que las mujeres, aparte de tener hijos, sirvieran para algo más.

—Pero ¿qué plan puede ser mejor que el de casarse y formar una familia? —Al ver que su hija la miraba con reproche, lo dejó estar—. Yo a esta juventud no la entiendo —apostilló.

—Eso digo yo —dijo Candela para echar leña al fuego—. Con lo bonito que es casarse, formar un hogar y tener hijos.

Aída miró a Elsa, quien quitándose de en medio se dedicó a rebuscar en su bolso. Tras mirar a su madre, que continuaba cotorreando, dijo:

—Estamos en 1999 y me alegra decir que no a todas las mujeres les apetece casarse. El que lo haga yo porque estoy enamorada de Mick no quiere decir que todas las chicas de veintidós años tengan que pasar por el altar.

—Elsa será una estupenda mujer de negocios —prosiguió Bárbara para no darle tiempo a nadie para replicar.

Conocía a su hija Elsa y sabía que en cualquier momento diría algo inconveniente. Aunque había confianza, casi era mejor no darle la oportunidad.

—En mi familia a todas las mujeres siempre nos ha gustado, y nos gusta, trabajar —prosiguió—. En Estados Unidos tenemos una empresa que organiza eventos.

—¡Aquí están! —dijo Elsa, al encontrar algo en su bolso—. Tengo un regalo para ti —dijo acercándose a su amiga.

—¿Más regalos? —preguntó Aída sorprendida—. ¿Te parece poco regalo el haberme ayudado con todo el asunto de la boda y haber diseñado este precioso vestido?

Elsa, al escucharla, sonrió y dijo:

—Tú también lo hubieras hecho por mí. Aunque tengo que reconocer que lo de tu vestido ha sido fácil. Tienes una figura de escándalo y hacerte parecer guapa y sexy, lo que tú querías, ha sido muy fácil.

Aquello las hizo sonreír. Elsa tomó la mano de su amiga y la llevó ante el espejo para que se diera cuenta de lo que le decía. Aída estaba espectacular con aquel modelo de corte entallado. Se adaptaba a su cuerpo como una segunda piel. Sus ojos negros eran impresionantes, aunque lo que realmente resaltaba de sus ojos eran las pestañas largas y salvajes, iguales que las de su padre. Su pelo en contraste era rubio. Y el conjunto de todo aquello se resumía en la imagen que reflejaba el espejo.

—Lo dicho —prosiguió Elsa—. Estás fantástica y creo que lo único que te falta para que estés más radiante es esto —dijo tendiendo a su amiga una cajita pequeña de terciopelo azul oscuro—. Espero que te guste.

Al tomar la cajita en sus manos, Aída susurró:

—Elsa, yo… —Pero al ver lo que había dentro gritó—. Oh, Dios… Elsa… gracias. Eres increíble, te acuerdas de todo. Pero ¿dónde los has conseguido? —gritó enseñándoles a todas lo que había dentro de la misteriosa caja.

—Justo donde los vimos —contestó—. Hace dos semanas pasé por casualidad por aquella tienda y mientras contemplaba el escaparate, vi que los tenían y, sin pensármelo dos veces, entré y te los compré.

Todas admiraban los finos y delicados pendientes en forma de lágrima. Pero, en vez de una perla, lo que resplandecía era un fino cristal Swarosvky.

—Oh… ¡qué maravilla! —dijo una emocionada Cecilia con un pañuelo en la mano.

—¡Qué bonitos, cariño! —comentó Bárbara tras mirar a su hija.

—¡Qué buen gusto tienes, niña! —asintió Candela.

Aída, dándole la cajita azul a su madre, se los puso y, mirándose en el espejo, comentó:

—Son preciosos, Elsa. Gracias.

Feliz por ver a su amiga tan contenta, ésta murmuró:

—De nada, petarda. Y ya sabes, si algún día los necesito, espero que me los dejes aunque no sea para una boda.

—Los tendrás —asintió la futura novia con cariño.

En ese momento, sonó el teléfono.

—Os dejo —comentó Candela—. Hasta luego.

Y desapareció por la puerta por la que había entrado.

—Bueno, cariño —dijo Bárbara—, creo que el vestido te queda estupendamente y el día de tu boda lo lucirás como una princesa. Sólo falta un mes. Como ves, el vestido ya está acabado, pero haremos una última prueba dentro de tres semanas. —Y dirigiéndose hacia la puerta tras darle dos besos a una Cecilia llorosa, dijo—: Os dejo, tengo otra novia a la que atender.

Al abrir la puerta, se quedó parada y volviéndose hacia su hija y su amiga preguntó:

—Aída, ¿te importaría enseñar a la otra clienta que espera en la sala cómo ha quedado tu vestido?

—Encantada, Bárbara —asintió saliendo con ella—. Así haré de modelo por unos segundos.

Al entrar en el salón donde Diana esperaba con sus hijas, éstas charlaban animadamente sobre las telas que veían.

—Señoras —dijo Bárbara para llamar su atención—, lo que vamos a hacer es algo excepcional en este taller, pero una señorita a la que me une un gran afecto les enseñará, a petición mía, el diseño que hemos creado para ella.

Tras decir aquellas palabras, apareció una radiante y segura Aída, que pasó el modelo como una verdadera profesional.

—¡Qué bonito! —susurró Alicia tras salir Aída.

Bárbara, feliz, se sentó junto a ellas tomando en sus manos el cuaderno de notas.

—Sí, ha quedado precioso. Y lo mejor de todo es que ella se siente segura con él. Eso es algo muy importante para lucir un vestido. —Luego, mirando a la joven novia preguntó—: ¿Has pensado con qué podrías sentirte tú igual?

Y así, de esa manera tan sencilla, Bárbara junto con aquellas mujeres comenzaron a seleccionar telas, tipos de escotes, bordados. Había que conseguir que lo que Alicia deseaba para su gran día se convirtiera en realidad.