5

Hay muy pocas posibilidades de llevar a cabo una persecución a gran velocidad en cualquier calle del Midtown en Manhattan. La detective Heat aceleró, luego frenó, retrocedió, dio un volantazo a la derecha y volvió a acelerar hasta que se vio obligada a frenar de nuevo en unos cuantos metros. Siguió así, recorriendo la avenida hacia la zona residencial con cara de concentración, con los ojos pendientes de todos los espejos, luego en la acera, en el paso de peatones, en el repartidor aparcado en doble fila que tenía la puerta abierta y casi muere atropellado de no haber sido por la experiencia de ella y su habilidad al volante. La sirena y las luces no servían para nada con todo aquel tráfico. Tal vez para los peatones, pero los carriles estaban tan saturados que hasta los conductores a los que les preocupaba lo suficiente como para apartarse a un lado y hacer hueco tenían escaso espacio para maniobrar.

—Por Dios, vamos, muévete —gritó Rook desde el asiento del copiloto al maletero de otro taxi plantado allí, delante de su parabrisas. Tenía la garganta seca de la adrenalina, sus palabras se entrecortaban por el aire que salía de forma intermitente tropezando contra su cinturón de seguridad con cada frenazo repentino y que rompía sus sílabas en dos.

Heat mantenía su tensa serenidad. Éste era el video-juego de policías real que se jugaba cada día en aquel distrito, una carrera contrarreloj por una pista de obstáculos de obras, puestos callejeros, atascos, temerarios, idiotas, hijos de puta e imprevistos varios. Sabía que la 8 estaría colapsada al sur de Columbus Circle. Entonces, por una vez, el atasco jugó a su favor. Un enorme Hummer, que también se dirigía a la zona residencial, estaba bloqueando el tráfico perpendicular de la 55. Nikki aceleró a través del vacío que se había creado y giró bruscamente a la izquierda. Sacando provecho del tráfico más descongestionado que el Hummer provocaba, aceleró cruzando la ciudad hasta la 10 con los improperios de Rook y la charla radiofónica de Ochoa llenándole los oídos.

La cosa mejoró, como se esperaba, cuando giró derrapando en la esquina con la 10. Tras una carrera de obstáculos por la intersección de doble sentido en la 57 Oeste, la 10 se convirtió en Amsterdam Avenue, el arcén se hizo más amplio y apareció una vía de emergencia por el medio que algunos conductores hasta respetaban. Se dirigían hacia el norte ya un poco más rápido, pasada la parte de atrás del Lincoln Center, cuando recibió una llamada de Raley. Había detenido a Miric. Ochoa había localizado al sospechoso número dos yendo hacia el oeste por la 72.

—Debe de ser Hombre de Hierro —dijo. Sus primeras palabras desde que le había dado instrucciones a Rook en Times Square para que se abrochara el cinturón y se agarrara.

Ochoa jadeaba por el walkie mientras ella iba disparada por la 70, donde Amsterdam y Broadway se cruzaban en una «X».

—Sos… pe… choso… corriendo… hacia… el… este… cerca… ahora de Broadway…

—Se dirige hacia la estación de metro —le dijo a Rook, más a gritos que hablando.

—Atravesando… —Se oyó el claxon de un coche—. Sospechoso atravesando Broadway… hacia la estación… de metro.

—Ella pulsó la tecla de «descripción del sospechoso» en su radio.

—Recibido… caucásico, varón, uno ochenta y cinco… camiseta roja y pantalones… de camuflaje… zapatos negros.

Para complicar más las cosas, había dos estaciones en la 72 y en el metro de Broadway: el antiguo edificio histórico de la parte sur y una estación con atrio más moderna, justo cruzando la calle hacia el norte. Nikki se dirigió al antiguo edificio de piedra. Sabía que las apuestas se hacían media manzana hacia el norte de la 72, por lo que el Hombre de Hierro en fuga probablemente se metería en la estación más cercana —la nueva— y Ochoa lo seguiría. Su idea era cortarle el paso para impedirle escapar por el túnel de la misma.

—Quédate en el coche, lo digo en serio —le gritó a Rook por encima del hombro mientras saltaba del asiento del conductor, colgándose la placa del cuello. En los túneles de la Autoridad Metropolitana de Transporte había diez grados más que en la calle, y el aire que subía del metro para saludarla mientras corría a lo largo de las máquinas de MetroCard hacia el torniquete de entrada era una mezcla de peste a basura y chorro de horno. Heat saltó un torno de entrada con una mano sudorosa que resbaló en el acero inoxidable. Recuperó el equilibrio, pero aterrizó en cuclillas y se encontró a sí misma mirando desde abajo al armario empotrado con la camiseta de tirantes roja y los pantalones de camuflaje que coronaba la escalera.

—Alto, policía —dijo.

Ochoa estaba subiendo las escaleras detrás de él. Lejos de detenerse, el enorme hombre esquivó a Heat para ir hacia los tornos. Ella lo bloqueó y él la aferró del hombro. Ella levantó una mano para asirlo por la muñeca y, con la otra, lo agarró del tríceps y empujó su espalda a través de la parte delantera de su cuerpo para que no pudiera encajarle un puñetazo. Luego lo aferró por el cinturón, sujetó su tobillo entre los suyos y lo tiró de espaldas. Se llevó un buen golpe. Mientras Heat lo oía quedarse sin respiración, le puso una pierna en forma de tijera sobre el cuello y tiró de su muñeca hacia la de ella en lo que cierto ex marine llamaba un bloqueo de brazo. Él intentó levantarse, pero se encontró directamente con la pistola de ella.

—Adelante —dijo ella.

Hombre de Hierro dejó caer la cabeza sobre las mugrientas baldosas, y ahí se acabó todo.

—No es muy digno de recordar —dijo Rook mientras volvían a comisaría.

—Te dije que esperaras en el coche. Nunca esperas en el coche.

—Pensé que podrías necesitar ayuda.

—¿Tuya? —se burló ella—. No me gustaría que se volvieran a lesionar esas tiernas costillas.

—Necesitas ayuda. La ayuda de un escritor. ¿Tumbas a un personaje como aquél, y lo único que se te ocurre decir es «adelante»?

—¿Y qué pasa?

—Lo siento, detective, pero es que me has dejado un poco a medias. Como el «lavar y afeitar» sin el siempre importante «veinticinco centavos». —Echó un vistazo por encima del hombro al Hombre de Hierro esposado en el asiento de atrás, que miraba por la ventanilla lateral un anuncio de Flash Dancers encima de un taxi—. Aunque te concedo diez puntos más por no haber dicho «alégrame el día».

—Si tú estás contento, Rook, doy mi trabajo por bien hecho.

Una columna de luz fluorescente irrumpió en la oscuridad de la cabina de observación de la comisaría cuando Jameson Rook entró para unirse a Heat y a sus dos detectives.

—Tengo un candidato para lo de It’s Raining Men. ¿Preparado? —dijo Ochoa. Los ánimos estaban considerablemente menos tensos tras las detenciones de la tarde. En parte por el bajón de la adrenalina y en parte porque el caso se resolvería si habían sido los dos prisioneros los que se habían cargado a Matthew Starr.

Rook se cruzó de brazos y sonrió con suficiencia.

—Déjame oírlo.

—Dolly Parton.

—Vaya —gimió Rook—, sabía que tenía que haber apostado dinero.

—Una pista —dijo Raley.

—Está vivo.

—Una pista mejor —pidió Ochoa.

Rook estaba encantado y anunció como si se tratara del presentador de un acontecimiento deportivo:

—Este famoso coescritor es del género masculino y sale todos los días en televisión.

—Al Roker —gritó Raley.

—Excelente intento. No.

—Paul Shaffer —probó Heat.

Rook no pudo ocultar su sorpresa.

—Correcto. ¿Ha sido cuestión de suerte, o lo sabías?

—Ahora te toca a ti adivinar. —Esbozó una sonrisa que desapareció tan rápidamente como había aparecido—. ¿Y cuál es mi premio por haber ganado? Tú esperarás aquí en la sala de observación mientras yo hago mi trabajo.

La agente Heat interrogó a los dos sospechosos por separado, como indicaba el procedimiento. Ambos estuvieron aislados desde su arresto para evitar que se pusieran de acuerdo en historias y coartadas. La primera sesión fue con Miric, el corredor de apuestas, que ciertamente tenía rasgos de hurón. Era bajito, uno cincuenta, con unos brazos delgados y blanquecinos que podrían haber sido robados a un Mister Potato. Lo eligió a él porque era al que conocían y, si había tal cosa, el cerebro del par.

—Miric —dijo—. Es polaco, ¿no?

—Polaco-americano —dijo con el menor acento posible—. Llegué a este país en 1980, tras lo que nosotros llamamos la huelga del astillero de Gdansk.

—¿Cuando dice «nosotros» se refiere a usted y a Lech Walesa?

—Eso es. ¡Solidarnosc! ¿Sí?

—Miric, usted tenía nueve años.

—No importa, está en la sangre, ¿sí?

En menos de un minuto Nikki había calado a aquel tío. Era un charlatán. Un hombre afable que habla y habla pero no dice nada. Si le seguía la corriente la tendría allí durante horas y acabaría saliendo con dolor de cabeza y sin información. Así que decidió que tendría que acorralarlo lo mejor que pudiera.

—¿Sabe por qué lo hemos detenido?

—Esto es como cuando te multan por exceso de velocidad y el agente te pide que le digas a qué velocidad ibas. De eso nada.

—Ya lo han detenido antes.

—Sí, varias veces. Creo que tienen una lista ahí dentro, ¿no? —Señaló con su larga nariz al archivo situado encima de la mesa metálica enfrente de él, y luego la miró. Tenía los ojos tan hundidos y tan cerca uno del otro, que casi se cruzaban. Llamarle hurón era casi un elogio.

—¿Por qué fue al Guilford anteayer?

—¿Al Guilford, en la 77 Oeste? Muy bonito edificio. Un palacio ¿sí?

—¿Por qué estuvo allí?

—¿Estuve?

Ella dio un golpe con la palma de la mano en la mesa, y él se sobresaltó. Bien, pensó ella, habría que cambiar el ritmo.

—Déjese de chorradas, Miric. Tengo testigos y fotografías. Usted y su matón fueron a ver a Matthew Starr, y ahora él está muerto.

—¿Y usted cree que yo tuve algo que ver con esa tragedia?

Miric era realmente escurridizo, una verdadera babosa y, según su experiencia, el blanco perfecto para el juego del divide y vencerás.

—Creo que puede sernos de ayuda, Miric. Tal vez lo que le ocurrió al señor Starr no tiene nada que ver con usted. Tal vez su colega… Pochenko… se emocionó más de la cuenta cuando fueron a cobrar su deuda. Suele pasar. ¿Se emocionó demasiado?

—No sé de qué está hablando. Tenía una cita para ver al señor Matthew Starr, por supuesto. ¿Cómo si no me iban a dejar entrar en un edificio tan maravilloso? Pero llamé a la puerta y no contestó.

—Así que su declaración es que no vio a Matthew Starr ese día.

—No creo que necesite repetirlo, lo he dicho bien claro.

Aquel tipo había estado en esa tesitura demasiadas veces, pensó. Se las sabía todas. Y ninguno de sus antecedentes, aunque numerosos, implicaba violencia. Sólo estafas, timos y apuestas. Volvió a Hombre de Hierro.

—Ese otro tipo, Pochenko, ¿lo acompañó?

—¿El día que no vi a Matthew Starr? Sí. Seguro que ya lo saben, así que así fue. Usted obtiene buena respuesta de mí.

—¿Por qué se llevó a Pochenko a ver a Matthew Starr? ¿Para enseñarle el maravilloso edificio?

Miric se rió, mostrando una pequeña fila de dientes color ocre.

—Ésa sí que es buena, me la apuntaré.

—¿Entonces por qué? ¿Por qué llevarse a un armario como ése?

—Ya sabe, con esta situación económica mucha gente quiere robarte en la calle. A veces llevo dinero en efectivo y uno no está nunca demasiado seguro, ¿sí?

—No me convence. Creo que está mintiendo.

Miric se encogió de hombros.

—Piense lo que guste, es un país libre. Pero yo digo esto. Usted se pregunta si yo he matado a Matthew Starr y yo digo, ¿por qué iba a hacerlo? Malo para negocio. ¿Sabe mi apodo para Matthew Starr? El Cajero Automático. ¿Por qué iba a desenchufar Cajero Automático?

Él le dio algo en que pensar. Sin embargo, cuando se levantó, dijo:

—Una cosa más. Levante las manos. —Lo hizo. Las tenía limpias y pálidas, como si se hubiera pasado la vida pelando patatas en un fregadero.

Nikki Heat comparó las notas con su equipo mientras trasladaban a Pochenko de la celda de detención a la sala de interrogatorios.

—Ese Miric es una buena pieza —dijo Ochoa—. En las redadas a camellos de metanfetas, ves a bichos como él cubiertos de serrín encerrados en jaulas diminutas.

—Bien, en lo de la pinta de hurón estamos de acuerdo —dijo Heat—. ¿Hemos sacado algo en limpio?

—Yo creo que ha sido él.

—Rook, has dicho eso casi de cada persona que hemos conocido durante este caso. ¿Puedo recordarte a Kimberly Starr?

—Pero yo no había visto antes a este tío. O tal vez haya sido su musculitos. ¿Es así como los llamáis, musculitos?

—A veces —dijo Raley—. También los llamamos matones.

—O gorilas —apuntó Ochoa.

—Gorila mola —continuó Raley—. Y también macarra.

—Armario empotrado —dijo Ochoa, y ambos detectives empezaron a recitar una rápida sucesión de eufemismos.

—Gánster.

—«G».

—Sicario.

—Zorra.

—Matasiete.

—Tragahombres.

—Rompehuevos.

—Matachín.

—Pero musculitos funciona bien —remató Ochoa.

—Habla por sí mismo —asintió Raley.

Rook sacó su cuaderno Moleskine y un bolígrafo.

—Tengo que apuntar unos cuantos antes de que se me olviden.

—Tú dedícate a eso —dijo Heat—. Yo voy adentro con el… villano.

—Vitya Pochenko, ha estado usted muy ocupado desde que llegó a este país.

Nikki pasó las páginas de su expediente, leyendo en silencio como si no supiera ya lo que ponía en ellas, y luego lo cerró. Estaba lleno de arrestos por amenazas y actos violentos, pero nada de condenas. La gente o evitaba testificar en contra de Hombre de Hierro o se iba de la ciudad.

—Hasta ahora ha salido limpio siempre. O le cae muy bien a la gente, o le tienen mucho miedo.

Pochenko permanecía sentado mirando hacia delante con los ojos fijos en el espejo unidireccional. No parecía nervioso, como Barry Gable. No, tenía la mirada fija y centrada en un punto que había elegido. No la miraba a ella; era como si no estuviera allí. Como si estuviera encerrado en su propia mente en lugar de en cualquier otro sitio. La agente Heat tendría que cambiar eso.

—Su colega Miric no debe de tenerle miedo. —El ruso ni pestañeó—. O eso parece, por lo que me ha dicho. —Nada—. Tenía algunas cosas muy interesantes que decir sobre lo que usted le hizo a Matthew Starr en el Guilford anteayer.

Lentamente, despegó su mirada del ozono y volvió la cabeza hacia ella. Al hacerlo, su cuello rotó mostrando las venas y los tendones insertados profundamente en unos voluminosos hombros. La miró fijamente desde debajo de unas espesas cejas rojizas. Desde aquel ángulo, bajo aquella luz tenue, tenía cara de boxeador profesional con una reveladora nariz curvada y aplastada de forma poco natural en el punto donde estaba rota. Ella pensó que debía de haber sido guapo en su día, antes de ser un tío duro. Con el pelo cortado a cepillo, se lo imaginó de niño en un campo de fútbol o empuñando un palo de hockey en una pista. Pero ahora Pochenko era todo dureza, y la hubiese adquirido por haber estado en la cárcel en Rusia o por aprender cómo no ir a la cárcel, el niño había desaparecido y lo único que ella veía en aquella sala era el resultado de haberse convertido en alguien muy, muy bueno en sobrevivir con cosas muy, muy malas.

Algo similar a una sonrisa se formó en las profundas comisuras de sus labios, pero nunca salió a la luz. Luego, finalmente, habló.

—En la estación del metro, cuando estabas encima de mí, pude olerte. ¿Sabes a qué me refiero? ¿A olerte?

Nikki Heat había estado en todo tipo de interrogatorios y entrevistas tanto con todas las variedades de personas de los bajos fondos que existían sobre la faz de la tierra, como con aquellos demasiado perjudicados para poder colarse en la lista. Los listillos y los sobrados creían que, como era una mujer, podían ponerla nerviosa con un poco de charleta en plan peli porno y una mirada lasciva. Una vez, un asesino en serie le pidió que fuera con él en el furgón para masturbarse de camino a la penitenciaría. Su armadura era fuerte. Nikki tenía el mejor don que podía tener un investigador, la capacidad de distanciarse. O tal vez era capacidad de desconexión. Pero las palabras que Pochenko había pronunciado con indiferencia, la grosera mirada que le estaba dirigiendo, la intrusión de su naturalidad y la amenaza que revelaban aquellos ojos ambarinos, la hicieron estremecerse. Sostuvo su mirada e intentó no entrar en el juego.

—Veo que sí lo sabes. —Y luego, lo más escalofriante de todo fue que le guiñó un ojo—. Va a ser mío —dijo, hizo un gesto obsceno con la lengua y se rió.

Luego Nikki escuchó algo que nunca antes había oído en una sala de interrogatorio. Unos gritos amortiguados procedentes de la cabina de observación. Era Rook, su voz sonaba ahogada por la insonorización como si estuviera gritando a través de una almohada, pero pudo oír las palabras «… animal… cabronazo… asqueroso…», seguidas de un puñetazo en el cristal. Se dio la vuelta por encima del hombro para echar un vistazo. Era difícil permanecer indiferente con el espejo curvándose y vibrando. Luego se oyeron los gritos apagados de los Roach, y se acabó.

Pochenko miraba alternativamente al espejo y a ella con un brillo de inquietud en sus ojos. Fuese lo que fuese que había hecho clic en el cerebro de guisante de Rook para que la situación se le fuera de las manos allá dentro había logrado reducir el efecto del momento intimidatorio del ruso. La detective Heat aprovechó la oportunidad y evitó el tema sin hacer ningún comentario.

—Déjeme ver sus manos —ordenó.

—¿Qué? Si quieres mis manos, acércate más.

Ella permaneció de pie tratando de ganar altura y distancia y, sobre todo, dominarse.

—Ponga las manos encima de la mesa, Pochenko. Ahora mismo.

Decidió que él elegiría cuándo lo iba hacer, aunque no esperó mucho. Las esposas tintinearon contra la esquina de la mesa, primero las de una muñeca, y luego las de la otra, mientras extendía las palmas de las manos sobre el frío metal. Tenía las manos llenas de arañazos e hinchadas. Tenía algunos nudillos morados, otros estaban sin piel y supuraban donde aún no se había formado costra. En el dedo corazón de la mano derecha tenía una gruesa franja de piel blanquecina y un corte. Como la que dejaría un anillo.

—¿Qué le ha pasado ahí? —preguntó ella, aliviada por haber tomado de nuevo las riendas.

—¿Dónde, aquí? Nada.

—Parece un corte.

—Sí, olvidé quitarme el anillo antes.

—¿Antes de qué?

—Del entrenamiento.

—¿Qué tipo de entrenamiento y en qué gimnasio? Cuénteme.

—¿Quién ha dicho nada de un gimnasio? —Su labio superior se crispó y ella, instintivamente, dio un paso atrás, hasta que se dio cuenta de que él estaba sonriendo.

El despacho del capitán Montrose estaba vacío, así que Nikki Heat hizo que Rook entrara en él y cerró de un portazo la puerta acristalada.

—¿Qué demonios te pasa?

—Lo sé, lo sé, se me fue de las manos.

—En medio de mi interrogatorio, Rook.

—¿No oíste lo que te estaba diciendo?

—No. No pude escucharlo con la vibración del espejo de observación.

Él apartó la mirada.

—Qué excusa más mala, ¿no?

—Algo es algo. Si esto fuera Chechenia, ahora mismo estarías rodando montaña abajo con los pies por delante sobre una cabra.

—¿Quieres dejar lo de Chechenia? Tengo la oportunidad de hacer una película y tú no haces más que meterte conmigo.

—No me digas que no lo estabas pidiendo a gritos.

—Esta vez puede ser. ¿Puedo decir algo? —No esperó a que le respondiera—. No sé cómo puedes soportar hacer esto.

—¿Bromeas? Es mi trabajo.

—Pero es tan… horrible.

—Los lugares en guerra tampoco son mucho más divertidos. O eso he leído.

—Las guerras no. Pero eso es sólo una parte. En mi trabajo tengo que andar de un lado para otro. Un día estoy en una zona en guerra y otro en un Jeep con una capucha negra en la cabeza para visitar un cartel de drogas, pero luego me paso un mes en Portofino y Niza con las estrellas del rock y sus juguetes, o acompaño a un famoso chef durante una semana en Sedona o Palm Beach. Pero tú… esto es una cloaca.

—¿Es eso el equivalente a «qué hace una chica como tú en un sitio como éste»? Porque si lo es, te daré una patada en las pelotas para que veas lo poco agradable que puedo llegar a ser. Me gusta mi trabajo. Hago lo que hago y trato con la gente que trato, y aquí tienes un titular para tu artículo, escritor: los delincuentes son escoria.

—Sobre todo ese G.

Ella se rió.

—Excelentes notas de investigación, Rook. Suena muy callejero.

—Por cierto, nada de cabras. Error popular. Allá arriba en el Cáucaso, donde el general Yamadayev, sólo había caballos. Así era como rodábamos.

Cuando lo vio abandonar la sala, se sorprendió de que se le hubiera pasado ya el cabreo. ¿Cómo vas a enfadarte con alguien que te demuestra que le importas un poco?

Media hora más tarde, estaba sentada con Raley visionando el vídeo de la cámara de vigilancia del Guilford. La agente Heat no parecía muy satisfecha.

—Ponlo otra vez —le pidió— para verlo con más detenimiento. Tal vez hayamos pasado por alto alguna imagen de ellos regresando más tarde.

—¿Qué pasa? —Rook se colocó detrás de ellos. Le olía el aliento a café expreso de contrabando.

—Es el maldito código de tiempo. —Puso su bolígrafo sobre el reloj digital gris claro incrustado en la parte inferior del vídeo de vigilancia—. Según él, Miric y Pochenko llegaron a las diez treinta y uno de la mañana. Fueron hasta el ascensor, ¿correcto? Y volvieron al vestíbulo apenas veinte minutos más tarde.

—Eso no encaja con la declaración de Miric, que dijo que Starr no había contestado cuando llamaron a la puerta. A menos que se pasaran veinte minutos golpeándola.

—Yo creo que lo único que golpearon fue a Matthew Starr —dijo Raley—. Tuvo que ser cuando Pochenko le dio la clase de boxeo.

—Ése no es el problema, chicos —aseguró Heat—. Según esto, nuestros dos Elvis se fueron a las diez cincuenta y tres de la mañana, alrededor de dos horas y media antes de que nuestra víctima fuera arrojada por el balcón. —Lanzó el bolígrafo sobre la mesa con frustración—. Así que nuestros dos principales sospechosos dejan de serlo gracias a la grabación.

—Y han contratado un abogado —añadió Ochoa, mirando su BlackBerry—. Y en este momento los están poniendo en libertad.

Desde el otro lado de la puerta de seguridad, Heat se levantó con los Roach para ver cómo en la zona de tramitación Miric y Pochenko recogían sus pertenencias. Por supuesto, había sido Miric el que había pedido un abogado de oficio y cuando el abogado se encontró con la mirada de la detective Heat no le gustó lo que vio, así que se afanó más con el papeleo.

—Supongo que debería cancelar la orden de registro para buscar vaqueros rotos en sus casas —dijo Raley.

—No, no lo hagas —dijo Nikki—. Sé lo que dice el código de tiempo, pero ¿qué hay de malo en comprobarlo? Detalles, caballeros. Nunca están de más. —Y mientras Pochenko la miraba, agregó—: Es más, añadid otro objeto a la orden de registro de Hombre de Hierro. Un anillo grande.

Cuando Ochoa se fue para tramitar la orden de registro, ella le asignó una tarea a Raley.

—Sé que es una pesadez, pero quiero que le eches un vistazo de nuevo al vídeo del vestíbulo, desde el momento en que esos tipos se van hasta treinta minutos después de la hora de la muerte de Starr. Y hazlo a tiempo real, para asegurarnos de que no nos los saltamos al pasarlo rápido.

Raley se fue a hacer el visionado. Nikki se puso en pie para ver cómo Miric, su abogado y Pochenko se dirigían a la salida. El ruso se quedó atrás y se separó de los otros dos, volviéndose hacia Heat. Un policía lo siguió y lo hizo detenerse en zona segura, a una buena distancia de ella. Se tomó su tiempo para mirarla de arriba abajo, y luego susurró:

—Tranquila. Te va a gustar. O no. —Y se encogió de hombros.

Se fue sin mirar atrás. Nikki esperó hasta que la puerta de entrada se cerró con Pochenko al otro lado, antes de volver al trabajo.