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—Grandísimo hijo de puta —masculló Hermán Pynchot cuando terminó de leer el informe. Releyó el tercer párrafo. Hockstetter, el mismo Hockstetter que tenía un Thunderbird modelo 1958 completamente reacondicionado, se permitía reconvenirle por cuestiones de dinero. Estrujó el papel y lo arrojó a la papelera y se arrellanó en su silla giratoria. ¡Dos meses, a lo sumo! Eso no le gustaba. Tres habrían sido un lapso más razonable. Realmente pensaba…

Una visión de la trituradora de residuos que había instalado en su casa afloró en su mente, sin motivo y misteriosamente. Esto tampoco le gustó. Últimamente la trituradora de residuos se le había implantado en la cabeza y parecía que le era imposible desalojarla de allí. Salía a relucir especialmente cuando intentaba abordar el caso de Andy McGee. El agujero oscuro del centro del fregadero estaba protegido por un diafragma de caucho vaginal, que…

Se repantigó aún más en la silla, soñando. Cuando salió de su trance, con un sobresalto, lo inquietó comprobar que habían trascurrido más de veinte minutos. Acercó un bloc y garabateó una nota para esa mierda de Hockstetter, disculpándose con el inevitable servilismo por su desdichado comentario sobre el «dinero». Debió hacer un esfuerzo para abstenerse de insistir en la conveniencia de los tres meses (y en su mente volvió a aparecer la imagen del agujero liso y oscuro del sistema de eliminación de residuos). Si Hockstetter decía dos, eran dos. Pero si obtenía resultados positivos con McGee, Hockstetter encontraría quince minutos más tarde, sobre el secante de su escritorio, un par de mocasines número cuarenta, junto con un cuchillo, un tenedor y un frasco de condimento especial para ablandar carnes.

Terminó la nota, firmó Herm al pie, y se arrellanó nuevamente, masajeándose las sienes. Le dolía la cabeza.

En la escuela secundaria y la universidad, Herm Pynchot había sido un travestido encubierto. Le gustaba vestirse con prendas de mujer porque pensaba que así parecía… bueno, muy bonito. En el primer año de estudios en la facultad, cuando era miembro de la fraternidad Delta Tau Delta, lo habían descubierto dos de sus cofrades. El precio que había tenido que pagar por su silencio había sido una humillación ritual, no muy distinta de la ceremonia iniciática en la que el mismo Pynchot había participado con muy buen humor.

A las dos de la mañana, sus descubridores habían esparcido inmundicias y basuras a todo lo largo de la cocina de la fraternidad y habían obligado a Pynchot —vestido sólo con bragas, medias, liguero y un sostén relleno con papel higiénico— a barrerlo todo y a lavar después el suelo, siempre bajo la amenaza de ser descubierto nuevamente: habría bastado para ello que otro cofrade bajara a comer un bocado.

El incidente había concluido con una masturbación mutua, de la cual, suponía Pynchot, debería haber quedado agradecido, porque quizás ése fue el único factor que realmente los indujo a cumplir su promesa. Pero renunció a la fraternidad, aterrado y asqueado de sí mismo… sobre todo porque el episodio le había resultado bastante excitante. Desde aquella vez no volvió a «travestirse». No era homosexual. Tenía una esposa encantadora y dos hermosos niños y esto probaba que no era homosexual. Hacía años que ni siquiera pensaba en aquel hecho humillante, repulsivo. Y sin embargo…

La imagen del sistema de eliminación de residuos, ese liso agujero oscuro recubierto con caucho, seguía grabada en su cerebro. Y la cabeza le dolía cada vez más.

El eco generado por el empujón de Andy había empezado. Ahora progresaba perezosa y lentamente. La imagen de la trituradora, acoplada a la idea de ser muy bonito, aún era intermitente.

Pero se aceleraría. Empezaría a rebotar.

Hasta hacerse insoportable.