Pasó la violenta borrasca. Pasó el tiempo: tres semanas. El verano, húmedo y bochornoso, seguía pesando sobre el este de Virginia, pero se habían reanudado las clases y los ruidosos autobuses escolares amarillos iban y venían por los bien cuidados caminos comarcales del área de Longmont.
En la no muy lejana Washington, D.C., comenzaba otro año de legislación, de rumores y de insinuaciones, marcado por la habitual atmósfera de exhibición de monstruos que creaba la televisión nacional, por las filtraciones premeditadas de información y por las espesas nubes de vapores de whisky.
Nada de esto causaba mucha impresión en las habitaciones frescas de las dos mansiones edificadas antes de la guerra civil, donde el clima estaba bien controlado, ni en los corredores y estratos que formaban la colmena subterránea. El único hecho correlativo podía consistir en que Charlie McGee también continuaba sus estudios. A Hockstetter se le había ocurrido la idea de darle clases particulares y Charlie se había mostrado reticente, pero John Rainbird la había persuadido.
—¿Qué daño te hará? —le preguntó—. Es absurdo que una chica lista como tú se retrase. Mierda… oh, lo siento, Charlie… pero a veces pienso que ojalá mi educación no se hubiera interrumpido en el octavo grado. Puedes apostar que de haber sido así no estaría fregando pisos. Además, te ayudará a distraerte.
Así que había accedido… por John. Aparecieron los preceptores: el joven que le enseñaba inglés, la mujer madura que le enseñaba matemáticas, la mujer joven con gafas de cristales gruesos que empezó a enseñarle francés, el hombre de la silla de ruedas que le enseñaba ciencias. Charlie los escuchaba y suponía que aprendía, pero lo había hecho por John.
En tres ocasiones John había arriesgado su puesto para pasarle mensajes a su padre, y ella se sentía culpable por ello y en consecuencia estaba más dispuesta a hacer lo que pensaba que lo complacería. Y él le había traído noticias de su padre: se encontraba bien, le tranquilizaba saber que Charlie también se encontraba bien, y estaba cooperando con las pruebas. Esto la afligió un poco, pero ya tenía edad suficiente para entender —por lo menos un poco— que lo que era mejor para ella podía no serlo siempre para su padre. Y últimamente había empezado a preguntarse cada vez con más frecuencia si John era quien mejor sabía lo que le convenía hacer a ella. Adusto y al mismo tiempo divertido (siempre profería obscenidades y después se disculpaba por ello, cosa que la hacía reír), era muy persuasivo.
Durante casi diez días, a partir del apagón, él no volvió a hablarle de generar fuego. Cuando tocaban estos temas lo hacían en la cocina, donde él afirmaba que no había micrófonos, y siempre bajaban la voz. Ese día John le preguntó:
—¿Has vuelto a pensar en la posibilidad de prender fuego, Charlie? —Ahora siempre la llamaba Charlie, en lugar de «nena». Ella se lo había pedido.
Charlie empezó a temblar. El solo hecho de pensar en prender fuego le producía este efecto, desde el incidente en la granja de Manders. Sentía frío y se ponía tensa y temblorosa. En los informes de Hockstetter esto se definía como una «ligera reacción fóbica».
—Te lo he dicho —respondió ella—. No puedo hacerlo. No lo haré.
—Bueno, una cosa es que no puedas hacerlo, y otra es que no lo hagas —comentó John. Estaba fregando el suelo, pero muy lentamente, para poder hablar con ella. Su lampazo producía un ruido chasqueante. Él hablaba como lo hacen los presidiarios en la cárcel: casi sin mover los labios.
Charlie no contestó.
—Se me han ocurrido un par de ideas al respecto —prosiguió John—. Pero si no quieres escucharlas… si ya has tomado una resolución inamovible… me callaré.
—No, está bien —asintió Charlie cortésmente, aunque en realidad habría preferido que se callara, que no hablara de eso, que ni siquiera le hiciese pensar en eso, porque le producía malestar. Pero John le había hecho muchos favores… y ella se resistía desesperada mente a ofenderlo o a herir sus sentimientos. Necesitaba un amigo.
—Bueno, sólo he pensado que ellos deben de saber cómo se disparó tu poder en aquella granja —manifestó John—. Probablemente pondrán mucho cuidado. No creo que te sometan a la prueba de una habitación llena de papel y de trapos empapados en petróleo, ¿no te parece?
—No, pero…
Él levantó la mano y la apartó un poco de su instrumento de limpieza.
—Escúchame, escúchame.
—Está bien.
—Y seguramente saben que aquella fue la única oportunidad en que generaste una auténtica… ¿cómo se llama?… una conflagración. Pequeños incendios, Charlie. Ésta es la clave. Y si sucediera algo, cosa que dudo, porque sospecho que te controlas mejor de lo que tú misma crees… pero digamos que sucediera algo. ¿A quién van a culpar, eh? ¿Acaso te culparán a ti? ¿Después de que esos jodidos pasaron medio año presionándote para que lo hicieras? Oh, diablos, lo siento.
Lo que decía la asustaba, pero de todas formas se llevó las manos a la boca y soltó una risita al ver la expresión desconsolada de su rostro.
John también sonrió un poco, y después se encogió de hombros.
—También he pensado que no podrás aprender a controlar eso si no practicas constantemente.
—No me interesa si lo controlo o no, sencillamente, no lo haré.
—Quizá sí o quizá no —insistió John tercamente, mientras retorcía el lampazo. Lo apoyó en un rincón y después vertió el agua jabonosa en el sumidero. Empezó a llenar el cubo de nuevo para aclarar—. Tal vez lo hagas por sorpresa.
—No, no lo creo.
—O supongamos que un día tienes una fiebre muy alta. Producto de la gripe, o diablos, no sé, de alguna infección. —Este era uno de los pocos argumentos útiles que le había soplado Hockstetter—. ¿Te han extirpado el apéndice, Charlie?
—No-ooo…
John empezó a aclarar el suelo.
—A mi hermano se lo extirparon, pero antes le reventó y casi se murió. Esto ocurrió porque vivíamos en la reserva india y a nadie le importaba un… a nadie le importaba si vivíamos o moríamos. Le subió mucho la fiebre, a cuarenta y dos grados, creo, y se puso a delirar, y profería maldiciones espantosas y hablaba con gente que no estaba allí. ¿Sabes que pensó que nuestro padre era el Ángel de la Muerte, o algo parecido, que había venido a llevárselo, y que intentó clavarle un cuchillo que descansaba sobre su mesita de noche? ¿Ya te conté esta historia, verdad?
—No —susurró Charlie, no porque temiera que la oyesen sino porque estaba fascinada y horrorizada—. ¿De veras?
—De veras —afirmó John. Estrujó nuevamente el lampazo—. El no tuvo la culpa. Fue obra de la fiebre. La gente suele decir o hacer cualquier cosa cuando delira. Cualquier cosa.
Charlie entendió a qué se refería y experimentó un miedo abrumador. Nunca había considerado esa posibilidad.
—Pero si pudieras controlar esa piro-no-sé-qué…
—¿Cómo podría controlarla si estuviera delirando?
—Porque es así. —Rainbird se remontó a la metáfora original de Wanless, la misma que tanto había disgustado a Cap hacía casi un año—. Es como el control de esfínteres, Charlie. Una vez que aprendes a dominar las tripas y la vejiga, las dominas para siempre. A veces los enfermos delirantes empapan la cama de sudor, pero rara vez se mean encima.
Hockstetter le había explicado que esto no era siempre cierto, pero Charlie no tenía por qué saberlo.
—Bueno, de todas maneras, lo único que quiero decirte es que si aprendieras a controlarlo, ¿entiendes?, ya no deberías volver a preocuparte. Habrías ganado la partida. Pero para tener el control es necesario practicar y practicar. Así fue como aprendiste a atar los cordones de los zapatos y a escribir las letras en el parvulario.
—Pero… pero es que no quiero prender fuego. ¡Y no lo haré! ¡No lo haré!
—Caray, te he enojado —exclamó John, compungido—. Ciertamente no era ésa mi intención, Charlie. No agregaré nada más. Siempre he sido un bocazas.
Sin embargo, la vez siguiente fue ella quien abordó el tema.
Fue tres o cuatro días después. Charlie había reflexionado concienzudamente en torno de todo lo que John le había dicho… y creía haber encontrado un punto vulnerable.
—Eso no acabaría nunca —comentó—. Siempre me pedirían más y más y más. Si supieras cómo nos persiguieron, sin desistir nunca. Una vez que empezara, me pedirían fogatas más grandes, cada vez más grandes, y después me pedirían hogueras y después… no sé… pero tengo miedo.
Él volvió a admirarla. Charlie tenía una intuición y un ingenio innato increíblemente aguzados. Se preguntó qué opinaría Hockstetter cuando él, Rainbird, le informara que Charlie McGee tenía una idea muy precisa acerca del plan maestro ultrasecreto. Todos los informes que se ocupaban de Charlie enunciaban la teoría de que la piroquinesis no era más que la piedra angular de muchos talentos extrasensoriales afines, y Rainbird sospechaba que la intuición era uno de ellos. Su padre les había repetido hasta el cansancio que Charlie había sabido que Al Steinowitz y los otros se acercaban a la granja de Manders mucho antes de que llegaran. Esto era alarmante. Si alguna vez tenía una de sus extrañas intuiciones acerca de la sinceridad de él, de Rainbird… bueno, decían que el infierno no conoce furia como la de la mujer escarnecida, y si la mitad de lo que suponían acerca de Charlie era cierto, ésta podía perfectamente fabricar un infierno, o una imitación aceptable. Era posible que él se encontrara súbitamente muy acalorado. Esto agregaba un cierto condimento a la operación… un condimento que echaba de menos desde hacía demasiado tiempo.
—Charlie —murmuró—, no digo que debas hacer nada de esto gratuitamente.
Ella lo miró, perpleja. John suspiró.
—No sé muy bien cómo expresarlo —prosiguió—. Supongo que te quiero un poco. Eres como la hija que nunca tuve. Y el hecho de ver cómo te tienen encerrada aquí, sin dejar que te reúnas con tu padre y todo lo demás, privándote de todas las cosas de las que disfrutan las otras niñas… es algo que casi me produce náuseas.
En ese momento le clavó su ojo sano, asustándola un poco.
—Podrías obtener muchas ventajas si les siguieras la corriente… poniendo algunas condiciones.
—Condiciones —repitió Charlie, totalmente desconcertada.
—¡Sí! Podrías conseguir que te dejaran salir al sol, seguramente. Quizás incluso que te dejaran ir a hacer compras en Longmont. Podrías salir de esta maldita caja y alojarte en una casa normal. Tratar con otros niños. Y…
—¿Y ver a mi padre?
—Claro, eso también. —Pero esto era algo que nunca iba a ocurrir, porque si los dos contrastaban su información descubrirían que John el Ordenanza Servicial era demasiado bueno para ser auténtico. Rainbird no le había pasado un solo mensaje a Andy McGee. Hockstetter opinaba que eso habría supuesto un riesgo inútil, y Rainbird, que en general consideraba que Hockstetter era un miserable incordio, estaba de acuerdo con él.
Una cosa era engatusar a una chiquilla de ocho años con cuentos de hadas y hacerle creer que no había micrófonos en la cocina y que bastaba hablar en voz baja para que no los oyeran, y oirá muy distinta sería embaucar al padre de la niña con la misma fábula, aunque estuviera dopado de pies a cabeza. Posiblemente McGee no estaría tan dopado como para no darse cuenta de que hacían poco más que representar ante Charlie la comedia del Policía Bueno y el Policía Malo, técnica que la mayoría de los servicios policiales del mundo utilizaban desde hacía siglos para vencer la resistencia de los delincuentes.
Así que mantuvo la ficción de que llevaba sus mensajes a Andy como mantenía muchas otras ficciones. Era cierto que lo veía a menudo, pero sólo en las pantallas monitoras de TV. Y era cierto que Andy cooperaba en las pruebas, pero también lo era que estaba desquiciado y que no podía hacerle comer un pirulí a un niño, con sus empujones. Se había reducido a una perfecta nulidad, que sólo se preocupaba por los programas de televisión y por la hora en que le suministrarían la píldora siguiente, y ya ni siquiera pedía que le dejaran ver a su hija. Tal vez el hecho de encontrarse con su padre, y de descubrir en qué condiciones lo habían dejado, sólo serviría para despertar de nuevo su resistencia, cuando él estaba tan cerca de doblegarla por completo. Ahora Charlie deseaba que la convencieran. No, todo era negociable menos eso. Charlie McGee nunca volvería a ver a su padre. Rainbird sospechaba que Cap no tardaría en embarcar a McGee en un avión de la Tienda rumbo al reducto de Maui. Pero la chica tampoco tenía por qué enterarse de eso.
—¿Crees de veras que me permitirán verlo?
—Claro que sí —respondió él con desparpajo—. No al principio, por supuesto. El es la baza que tienen para presionarte, y lo saben. Pero si llegaras hasta cierto punto y dijeses que si no te permiten verlo dejarías de cooperar… —Dejó la frase inconclusa. El señuelo estaba a la vista, un enorme cebo refulgente arrastrado por el agua. Estaba erizado de anzuelos y de todos modos no era comestible, pero esto tampoco lo sabía esa chiquilla obstinada.
Charlie lo miró pensativamente. No hablaron más del tema. Ese día.
Ahora, una semana más tarde, Rainbird invirtió bruscamente su táctica. No lo hizo por ninguna razón concreta, sino porque su propia intuición le dictó que no podría adelantar más a base de utilizar argumentos. Era hora de implorar.
—¿Recuerdas el tema del que hablamos? —preguntó, iniciando la conversación. Estaba encerando el suelo de la cocina. Ella fingía demorarse en la selección de un bocado, frente a la nevera. Un pie limpio, rosado, estaba empinado detrás del otro de modo que él veía la planta, y esta pose le hizo evocar curiosamente la etapa intermedia de la infancia. Era algo pre-erótico, casi místico. Nuevamente su corazón latió por ella. Entonces Charlie lo miró dubitativamente por encima del hombro. Su cabello, peinado en cola de caballo, descansaba sobre el otro hombro.
—Sí —contestó—. Lo recuerdo.
—Bueno, he estado pensando, y empecé a preguntarme qué es lo que me convierte en un experto en dar consejos. Ni siquiera puedo conseguir un crédito bancario de mil dólares para comprarme un coche.
—Oh, John, eso no significa nada…
—Claro que sí. Si supiera algo, me parecería a Hockstetter. Tendría educación universitaria.
—Mi padre dice que cualquier majadero se puede comprar una educación universitaria en alguna parte —replicó ella con desdén.
Rainbird se regocijó, interiormente.