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Charlie estaba sentada en el baño con la puerta cerrada. Habría cerrado con llave si hubiera podido. Antes de que el ordenanza entrara a limpiar, había estado haciendo unos ejercicios sencillos que había encontrado en un libro. El ordenanza venía para mantener el orden. Ahora el asiento del inodoro le producía una sensación de frío, debajo de ella. La luz blanca de los tubos fluorescentes que circundaban el espejo del baño hacía que todo pareciera frío, y demasiado brillante.

Al principio había tenido una «acompañante» que convivía con ella, una mujer de unos cuarenta y cinco años. Se suponía que debía ser «maternal», pero la «acompañante maternal» tenía ojos verdes y duros con pequeñas vetas en el iris. Las vetas parecían de hielo. Ésas eran las personas que habían matado a su verdadera madre, y ahora pretendían que conviviera allí con la «acompañante maternal». Charlie les dijo que no quería a la «acompañante maternal». Le sonrieron. Entonces Charlie se calló y no volvió a pronunciar una palabra hasta que la «acompañante maternal» se hubo marchado, llevándose consigo sus ojos verdes con vetas de hielo. Había concertado un pacto con ese fulano Hockstetter: contestaría sus preguntas, y sólo las suyas, si sacaba de allí a la «acompañante maternal». El único acompañante que quería era su padre, y si no podía tenerlo a él prefería estar sola.

En muchos sentidos pensaba que los últimos cinco meses (le decían que habían pasado cinco meses; ella no tenía conciencia de eso) habían sido un sueño. No tenía con qué medir el tiempo. Las caras entraban y salían sin el acompañamiento de recuerdos, desprovistas de cuerpo como si fueran globos flotantes, y la comida carecía de un sabor específico. A veces ella misma se sentía como si fuera un globo. Se sentía como si flotara. Pero su mente le decía que, en cierta forma, esto era justo. Ella era una asesina. Había violado el más inexorable de los Diez Mandamientos y seguramente estaba condenada al infierno.

Pensaba en ello por la noche, con las luces atenuadas hasta que el apartamento mismo parecía un sueño. Lo veía todo. Los hombres de la galería coronados por las llamas. La explosión de los coches. Las gallinas abrasadas. El olor de las cosas quemadas, que era siempre el olor del relleno chamuscado, el olor de su osito.

(y le había gustado)

Eso era; en eso residía el problema. Cuanto más lo había hecho más le había gustado. Cuanto más lo había hecho más capaz había sido de experimentar el poder, algo vivo, cada vez más fuerte. Era como una pirámide invertida, apoyada sobre el vértice, y cuanto más lo hacías más difícil te resultaba interrumpirlo. Dolía interrumpirlo

(y era divertido)

y por ello no volvería a hacerlo. Moriría allí antes que volver a hacerlo. Quizás incluso deseaba morir allí. La idea de morir en un sueño no la asustaba en absoluto.

Las únicas dos caras que no estaban totalmente disociadas eran la de Hockstetter y la del ordenanza que venía a limpiar su apartamento todos los días. Charlie le había preguntado una vez por qué venía todos los días, puesto que ella no era tan sucia.

John —así se llamaba— había sacado un viejo bloc ajado del bolsillo posterior y un bolígrafo barato del bolsillo anterior.

—Ése es mi deber, nena —había dicho. Y había escrito en el papel: Porque son pura mierda, ¿por qué, si no?

Ella casi había dejado escapar una risita, pero se había contenido a tiempo al pensar en los hombres coronados de fuego, en los hombres que olían como ositos quemados. Habría sido peligroso reír. Así que sencillamente fingió no haber visto la nota o no haberla entendido. La cara del ordenanza era monstruosa. Usaba un parche sobre un ojo. Ella le tenía lástima y una vez casi le había preguntado qué le había sucedido, si había sufrido un accidente de coche o algo parecido, pero eso habría sido más peligroso que reírse al leer su nota. No sabía por qué, pero lo sentía en todas sus fibras.

Su cara tenía un aspecto horrible, pero parecía bastante simpático, y la cara no era peor que la del pequeño Chuckie Eberhardt, allá en Harrison. La madre de Chuckie estaba friendo patatas cuando Chuckie tenía tres años y él se había volcado encima de la sartén llena de grasa hirviente y casi había muerto. Después los otros chicos lo llamaban a veces Chuckie Hamburguesa y Chuckie Frankenstein, y Chuckie lloraba. Era una infamia. Los otros chicos no parecían entender que eso podía pasarle a cualquiera. A los tres años no tienes mucho material en la sesera.

La cara de John estaba totalmente espachurrada, pero esto no la asustaba. El rostro que la asustaba era el de Hockstetter, aunque —exceptuando los ojos— era tan vulgar como cualquier otro. Sus ojos eran aún peores que los de la «acompañante maternal». Siempre hurgaba con ellos dentro de ti. Hockstetter quería instarla a generar fuego. Se lo pedía constantemente. La llevaba a una habitación, y a veces había trozos de periódicos estrujados, otras veces había platos llenos de aceite, y a veces había otras cosas. Pero no obstante todas las preguntas y todas las falsas muestras de comprensión, siempre desembocaba en lo mismo: enciende esto, Charlie.

Hockstetter la asustaba. Intuía que él tenía toda clase de… de…

(cosas)

que podía utilizar para obligarla a generar fuego. Pero no lo haría. Aunque temía llegar a hacerlo. Hockstetter se valdría de cualquier medio. No jugaba limpio, y una noche Charlie tuvo un sueño, y en este sueño había abrasado a Hockstetter y se despertó con las manos metidas en la boca para ahogar un alarido.

Un día, para posponer la inevitable petición, le preguntó cuándo podría ver a su padre. Pensaba mucho en eso pero no lo había preguntado antes porque sabía cuál sería la respuesta. Sin embargo, ese día se sentía particularmente cansada y descorazonada, y se le soltó la lengua.

—Charlie, creo que sabes la respuesta —contestó Hockstetter. Le señaló la mesa que había en la habitación. Sobre la mesa descansaba una bandeja llena de virutas enroscadas—. Si las inflamas, te llevaré inmediatamente a ver a tu padre. Podrás pasar dos minutos con él. —Debajo de sus ojos fríos y escrutadores, la boca de Hockstetter se ensanchó para exhibir una sonrisa de aparente camaradería—. ¿Qué me dices?

—Déme un fósforo —murmuró Charlie, al borde del llanto—. Les prenderé fuego.

—Puedes inflamarlas con sólo pensar en ello. Tú lo sabes.

—No. No puedo. Y aunque pudiera, no lo haría. Es algo malo.

Hockstetter la miró tristemente, y la sonrisa de camaradería se desvaneció.

—Charlie, ¿por qué te martirizas así? ¿No quieres ver a tu papá? Él quiere verte a ti. Me pidió que te dijera que puedes hacerlo.

Y entonces lloró, lloró desconsolada durante un largo rato, porque quería ver a su padre, y no pasaba un minuto sin que sus pensamientos volaran hacia él, todos los días, sin que lo echara de menos, sin que deseara sentir cómo la rodeaba con sus fuertes brazos. Hockstetter miró cómo lloraba y sus facciones no reflejaron compasión, ni pena, ni bondad. Pero sí un cálculo diligente. Oh, cómo lo odiaba.

Eso había sucedido hacía tres semanas. Desde entonces se había empecinado en no mencionar a su padre, aunque Hockstetter no cesaba de usarlo como señuelo, diciéndole que estaba triste, que la autorizaba a prender fuego, y peor aún, que le había confiado la sospecha de que Charlie ya no lo amaba.

Contempló su rostro pálido en el espejo del baño y escuchó el zumbido sistemático del aspirador de John. Cuando terminara esta operación, cambiaría las sábanas. Después quitaría el polvo. Y entonces se iría. De pronto deseó que no se fuera, quiso oírlo hablar.

Al principio ella siempre se encerraba en el baño y se quedaba allí hasta que él se iba, y una vez él había detenido el aspirador y había golpeado la puerta del baño, preguntando, inquieto: «¿Nena? ¿Te sientes bien? ¿No estás enferma, verdad?»

Su voz era tan amable —y la amabilidad, la simple amabilidad, era muy difícil de encontrar allí— que Charlie tuvo que hacer un esfuerzo para hablar con un tono sereno y circunspecto, porque las lágrimas amenazaban con brotar nuevamente. «Sí… estoy bien.»

Esperó, preguntándose si John intentaría ir más lejos, si intentaría penetrar en ella como los otros, pero sencillamente se alejó y volvió a poner en marcha el aspirador. En cierta manera se sintió desencantada.

Otra vez John estaba fregando el suelo y cuando ella salió del cuarto de baño le dijo, sin levantar la vista: «Ten cuidado con el suelo húmedo, nena. Podrías fracturarte un brazo.» Esto fue todo, pero nuevamente la sorpresa la colocó al borde del llanto: ésa era una muestra de consideración, tan simple y directa que era inconsciente.

Últimamente salía cada vez más a menudo del baño para mirarlo. Para mirarlo… y para escucharlo. A veces él le formulaba preguntas, pero éstas nunca eran amenazantes. De todas maneras, la mayoría de las veces Charlie no contestaba, sólo por una cuestión de principio. John hablaba de los tantos que marcaba jugando a los bolos, de su perro, de su televisor que se había averiado y que no podría hacer reparar antes de un par de semanas porque pedían mucho dinero por unas válvulas minúsculas.

Charlie suponía que se sentía solo. Con semejante cara, probablemente no tenía esposa ni nada. Le gustaba escucharlo porque él era como un túnel secreto que la comunicaba con el exterior. Su voz era baja, musical, y a veces errabunda. Nunca perentoria e inquisitiva, como la de Hockstetter. No pedía respuesta, aparentemente.

Se bajó de la tapa del inodoro y se encaminó hacia la puerta, y fue entonces cuando se apagaron las luces. Se quedó donde estaba, intrigada, con una mano sobre el picaporte y la cabeza ladeada. Pensó inmediatamente que se trataba de una treta. Oyó el zumbido agonizante del aspirador de John y a continuación su voz:

—Bueno, ¿y ahora qué?

Las luces volvieron a encenderse. Charlie no se movió de donde estaba. El aspirador se activó nuevamente. Unas pisadas se acercaron a la puerta y John preguntó:

—¿Allí dentro las luces se apagaron por un segundo?

—Sí.

—Supongo que ha sido la tormenta.

—¿Qué tormenta?

—Cuando vine a trabajar parecía amenazar tormenta. Había grandes nubarrones.

Parecía amenazar tormenta. Afuera. Deseó poder salir y ver los grandes nubarrones. Oler el extraño aroma que impregnaba el aire antes de una borrasca de verano. Ese aroma lluvioso, húmedo. Todo parecía…

Las luces volvieron a apagarse.

El aspirador enmudeció. La oscuridad era total. El único contacto de ella con el mundo se lo daba su mano apoyada sobre el picaporte de cromo lustrado.

Empiezo a darse golpecitos pensativos con la punta de la lengua contra el labio superior.

—¿Nena?

No contestó. ¿Una treta? Tormenta, había dicho John. Le creía. A John le creía. Era sorprendente y alarmante descubrir que, después de tanto tiempo, creía a alguien.

¿Nena? —Era nuevamente él. Y esta vez parecía… asustado. Su propio miedo a la oscuridad, que sólo había empezado a infiltrarse en ella, se sublimó en el de él.

—¿Qué pasa, John? —Abrió la puerta y tanteó delante de ella. No salió, aún no. Temía tropezar con el aspirador.

—¿Qué ha sucedido? —Ahora en la voz de él había un atisbo de pánico. Esto la asustó—. ¿Dónde están las luces?

—Se apagaron —respondió Charlie—.Tú dijiste… la tormenta

—No soporto la oscuridad —exclamó él. Su tono destilaba terror y una especie de disculpa grotesca—. Tú no entiendes. No puedo… Debo salir…

Lo oyó emprender una carrera torpe a través de la sala de estar, y después se produjo un estrépito fuerte y alarmante cuando cayó encima de algo. Muy probablemente la mesilla. John lanzó un grito desconsolado y esto la asustó aún más.

—¿John? ¡John! ¿Te encuentras bien?

—¡Tengo que salir! —vociferó—. ¡Diles que me dejen salir, nena!

—¿Qué pasa?

No tuvo respuesta, no por un largo rato. Hasta que oyó un gemido débil, ahogado, y se dio cuenta de que John estaba llorando.

—Ayúdenme —dijo entonces, y Charlie permaneció en el umbral del baño, tratando de decidirse. Una parte de su miedo ya se había transformado en compasión, pero otra parte, dura y rutilante, seguía dudando—. Ayúdenme, oh, que alguien me ayude —insistió él en voz baja, tan baja como si esperara que nadie lo oyese o le hiciese caso. Y esto fue lo que la decidió. Empezó a avanzar lentamente, a tientas, a través de la habitación, en dirección a él, con las manos estiradas hacia adelante.