La secuencia de acontecimientos que terminó con tanta destrucción y pérdidas de vidas comenzó con una tormenta de verano y la avería de dos generadores.
La tormenta se desencadenó el 19 de agosto, casi cinco meses después de que hubieran capturado a Andy y Charlie en la finca del Abuelo, en Vermont. Hacía diez días que la atmósfera estaba bochornosa y estática. Ese día de agosto, los cumulonimbos empezaron a concentrarse poco después de mediodía, pero ninguna de las personas que trabajaban en las dos bellas mansiones que se levantaban frente a frente, a ambos lados del prado ondulado y de los bien cuidados macizos de flores, creyó que se materializaría el presagio de las nubes: ni los jardineros montados en sus cortadoras de césped, ni la mujer que estaba a cargo de las subsecciones A-E de la computadora (así como de la cafetera instalada en la sala de computación) y que sacó a uno de los caballos y lo hizo trotar amorosamente por los pulcros senderos a la hora de su almuerzo, ni mucho menos Cap, que comió un suculento bocadillo en su despacho provisto de aire acondicionado y continuó trabajando en la confección del presupuesto para el año siguiente, ajeno al calor y la humedad del exterior.
Quizá la única persona que pensó que llovería realmente, entre todas las que se hallaban aquel día en el reducto de la Tienda, en Longmont, fue el hombre cuyo nombre evocaba ese fenómeno natural: Rainbird, el pájaro de lluvia. El indio gigantesco llegó a las doce y media, anticipándose a su obligación de marcar la tarjeta de control a la una. Cuando iba a llover, sus huesos y la cavidad mutilada donde se había alojado su ojo izquierdo, palpitaban sordamente.
Iba al volante de un Thunderbird muy viejo y herrumbroso, con un distintivo de aparcamiento de tipo D adherido al parabrisas. Vestía una bata blanca de ordenanza. Antes de apearse del coche, se puso un parche bordado sobre el ojo. Lo usaba en las horas de trabajo, por la chica, pero sólo entonces. Le fastidiaba. El parche era lo único que le hacía pensar en el ojo perdido.
Dentro del reducto de la Tienda había cuatro aparcamientos. El coche particular de Rainbird, un Cadillac amarillo flamante de motor diesel, ostentaba una insignia de tipo A. El aparcamiento A era el de las personalidades muy importantes, y se hallaba debajo de la mansión situada más al Sur. Un sistema de túneles y ascensores lo conectaba directamente con la sala de computadoras, con las salas de situación, con la amplia biblioteca y hemeroteca de la Tienda y, por supuesto, con la Zona de Huéspedes, nombre ambiguo que designaba al complejo de laboratorios y apartamentos contiguos donde retenían a Charlie McGee y a su padre.
El aparcamiento B estaba reservado para los empleados de segunda categoría y se hallaba un poco más lejos. El aparcamiento C era el del personal especializado… el de los comparsas, para decirlo con las palabras del mismo Rainbird. Se hallaba a casi setecientos metros de todo, y siempre estaba poblado por una penosa y heterogénea colección de chatarra rodante de Detroit a la que le faltaba muy poco para terminar en la carrera de demolición que se celebraba semanalmente en la pista de Jackson Plains, cerca de allí.
La jerarquía del gallinero trasladada a la burocracia, pensó Rainbird, mientras cerraba su Thunderbird destartalado y levantaba la cabeza para mirar las nubes. Se acercaba la tormenta. Calculó que la tendrían encima alrededor de las cuatro.
Echó a andar hacia el pequeño cobertizo de zinc montado con buen gusto en medio de un monte de pinos, donde los empleados de las categorías V y VI marcaban sus tarjetas. Su bata blanca flameaba al viento. Un jardinero pasó junto a él en una de las más o menos doce cortadoras de césped del Departamento de Parques cuyo motor roncaba espasmódicamente. Un parasol de colores alegres flotaba sobre el asiento. El jardinero no se fijó en Rainbird, lo cual también era producto de la jerarquía del gallinero trasladada a la burocracia. Si pertenecías a la categoría IV, un individuo de la categoría V se tornaba invisible. Ni siquiera la cara semidestrozada de Rainbird inspiraba muchos comentarios. La Tienda, como todos los otros organismos oficiales, reclutaba muchos veteranos para causar buena impresión. Max Factor tenía poco que enseñarle al gobierno de los Estados Unidos acerca de la buena cosmética. Y es innecesario aclarar que un veterano visiblemente lisiado —con un brazo artificial, una silla de ruedas motorizada o las facciones descalabradas— valía por tres veteranos de aspecto «normal». Rainbird conocía a hombres a los que en la fiesta itinerante de Vietnam les habían destrozado la mente y el alma tanto como a él la cara, y que se habrían dado por satisfechos con un empleo de escribientes en una fábrica de embutidos. Pero sencillamente no tenían el aspecto apropiado. Aunque no por ello Rainbird los compadecía. En verdad, todo eso le resultaba un poco cómico.
Ninguna de las personas con las que trabajaba ahora lo reconocía tampoco como un antiguo agente y asesino de la Tienda. Él lo habría jurado. Hasta diecisiete semanas atrás, sólo había sido una silueta oscura recortada tras el parabrisas polarizado de su Cadillac amarillo. Uno más entre los que poseían un permiso de aparcamiento A.
—¿No crees que exageras un poco? —preguntó Cap—. La chica no tiene ningún contacto con los jardineros ni con las mecanógrafas. Tú eres el único que comparte la escena con ella.
Rainbird meneó la cabeza.
—Bastaría un solo traspié. Que una sola persona comentara, al pasar, que el cordial asistente de la cara mutilada deja su coche en el aparcamiento de primera categoría y se pone la bata blanca en el lavabo para ejecutivos. Lo que yo quiero fomentar aquí es un sentimiento de confianza, confianza que descansará sobre la idea de que somos dos extraños, dos bichos raros, si quieres, sepultados en las entrañas de la rama norteamericana de la KGB.
Esto no le había agradado a Cap. No le gustaba que nadie se burlara de los métodos de la Tienda, sobre todo en este caso en que dichos métodos eran confesadamente extremos.
—Bueno, pues te diré que lo estás haciendo muy bien —replicó Cap.
Y para esto no encontró ninguna respuesta satisfactoria porque, en verdad, no lo estaba haciendo muy bien. La chica ni siquiera había encendido un fósforo desde que estaba allí. Y lo mismo podía decirse acerca de su padre, que no había exhibido la menor señal de su poder de dominación mental, si aún lo poseía. Ya dudaban cada vez más de ello.
La niña fascinaba a Rainbird. Durante el primer año de su carrera en la Tienda, había seguido una serie de cursos que no figuraban en el programa de ninguna universidad: interferencia de teléfonos, registros furtivos, robo de coches, y otra docena de especialidades. El único que había cautivado totalmente la atención de Rainbird había sido el curso de apertura de caja de caudales, dictado por un ladrón ya envejecido que se llamaba G.M. Rammaden. A Rammaden lo habían sacado de una prisión de Atlanta con el único fin de que enseñara su oficio a los nuevos agentes de la Tienda. Se suponía que era un as en su profesión, y Rainbird no lo habría puesto en duda, aunque estaba convencido de que ya casi poseía la misma destreza.
Rammaden, que había muerto hacía tres años (Rainbird había enviado flores a su funeral… ¡a veces la vida era una comedia!), les había enseñado lo que eran las cerraduras Skidmore, las cajas de puerta cuadrada, los dispositivos secundarios de cierre que pueden inmovilizar permanentemente los pestillos de la caja de caudales cuando se arranca el cuadrante de la combinación con un martillo y un escoplo; les había enseñado cómo funcionaban las cajas de caudales cilíndricas, y las cajas embutidas, y cómo se cortaban las llaves; les había enseñado los múltiples usos del grafito, la forma de tomar una impresión de una llave con un estropajo Brillo y la forma de fabricar nitroglicerina en la bañera y la forma de desmontar una caja desde atrás, capa por capa.
Rainbird había asimilado las enseñanzas de G. M. Rammaden con un entusiasmo frío y cínico. Rammaden había explicado una vez que las cajas de caudales son como las mujeres: con tiempo y con las herramientas indispensables, era posible abrirlas a todas. Había, afirmó, aperturas difíciles y aperturas fáciles, pero no había aperturas imposibles.
La chica era difícil.
Al principio habían tenido que alimentar a Charlie por vía intravenosa para evitar que se dejara morir por inanición. Al cabo de un tiempo empezó a comprender que lo único que ganaba con su huelga de hambre era un montón de hematomas en el hueco interior de la articulación del codo y empezó a comer, no con entusiasmo sino sencillamente porque era menos doloroso utilizar la boca.
Leyó algunos libros que le dieron —por lo menos los hojeaba— y a veces encendía el televisor en colores que tenía en su habitación, sólo para volver a apagarlo después de unos pocos minutos. En junio asistió a la exhibición completa de la película Black Beauty y una o dos veces asistió a la proyección íntegra de The Wonderful World of Disney. Eso fue todo. En los informes semanales empezó a aparecer cada vez con más frecuencia la frase «afasia esporádica».
Rainbird buscó el término en un diccionario médico y lo entendió inmediatamente. En razón de sus experiencias personales como indio y guerrero tal vez lo entendió mejor que los mismos facultativos. A veces la chica se quedaba sin palabras, Permanecía allí, impasible, moviendo la boca silenciosamente. Y a veces utilizaba una palabra que estaba totalmente fuera de contexto, aparentemente sin notarlo. «No me gusta este vestido, prefiero el de heno». A veces se corregía distraídamente —«quiero decir el verde»— pero más a menudo el error le pasaba inadvertido.
Según el diccionario, la afasia era una amnesia provocada por una alteración cerebral. Los médicos empezaron a maniobrar inmediatamente con las drogas. Sustituyeron el Orasín por el Valium sin lograr una mejoría apreciable. Probaron el Orasín y el Valium juntos, pero una interacción imprevista de las dos drogas la hizo llorar constante y monótonamente hasta que pasó el efecto de la dosis. Ensayaron una nueva droga, la combinación de un sedante y un alucinógeno débil, y durante un tiempo pareció dar buenos resultados. Pero entonces empezó a tartamudear y le apareció un ligero eczema. Le estaban administrando nuevamente Orasín, pero la controlaban por si se agudizaba la afasia.
Habían llenado resmas de papel con informes sobre la delicada condición psicológica de la niña y sobre lo que los psiquiatras denominan su «conflicto básico asociado con el fuego», una forma rebuscada de expresar que su padre le había dicho que no lo hiciera y que los servidores de la Tienda le decían que sí lo hiciera… todo ello complicado por su sentimiento de culpa respecto del incidente en la granja de Manders.
Rainbird no aceptaba ninguna de estas explicaciones. No era el efecto de las drogas, no era porque estuviese separada de su padre.
Se trataba de un caso difícil, y nada más.
En alguna etapa de ese proceso, la chica había resuelto no cooperar, sucediera lo que sucediera. Fin. Tout fini. Los psiquiatras podrían correr de un lado a otro mostrándole manchas de tinta hasta que a las ranas les creciera el pelo, y podrían jugar con las medicaciones y mascullar tras sus barbas que era difícil drogar con éxito a una chiquilla de ocho años. Los papeles podrían seguir apilándose y Cap podría seguir delirando.
Y Charlie McGee sencillamente continuaría resistiendo.
Rainbird lo intuía con la misma seguridad con que esa tarde había intuido la lluvia. Y la admiraba por ello. Los tenía a todos dando vueltas en redondo, y si los dejaban hacer seguirían dándolas cuando pasara el Día de Acción de Gracias primero, y después la Navidad. Pero no las darían eternamente, y esto era lo que preocupaba a John Rainbird más que cualquier otra cosa.
Rammaden, el especialista en cajas de caudales, había contado la divertida historia de dos ladrones que habían forzado la entrada de un supermercado un viernes por la noche, cuando se enteraron que una tormenta de nieve había impedido que el camión blindado de Wells Fargo pasara a recoger las copiosas ganancias del fin de semana. La caja de caudales era de modelo cilíndrico. Intentaron taladrar el cuadrante de la combinación, pero en vano. Intentaron desmontarla pero no pudieron levantar un ángulo en la parte posterior para poder empezar. Finalmente la volaron. El éxito fue total. La explosión abrió la caja de punta a punta. La abrió tanto, en verdad, que destruyó totalmente el dinero guardado dentro. Lo dejó reducido a confetti.
«Lo importante —sentenció Rammaden, con su voz seca y resollante—, es que los dos ladrones no triunfaron sobre la caja. El juego consiste en triunfar sobre la caja. Y no triunfáis sobre ella si no podéis llevaros su contenido en buenas condiciones de uso, ¿entendéis? La sobrecargaron de nitroglicerina. Destruyeron el dinero. Eran unos imbéciles y la caja triunfó sobre ellos.»
Rainbird asimiló la lección.
Había más de sesenta títulos universitarios comprometidos en esa operación, pero en realidad todo se reducía a forzar una caja de caudales. Habían intentado taladrar la combinación de la chica con sus drogas. Allí tenían suficientes psiquiatras como para parar la pelota a un equipo de béisbol, y todos esos psiquiatras hacían lo que podían para resolver el «conflicto básico asociado con el fuego», y toda esa mierda se reducía en última instancia a una tentativa de desmontar a la chica desde atrás como si fuera una caja de caudales.
Rainbird entró en el pequeño cobertizo de zinc, retiró su tarjeta del tablero y la selló en el reloj de control. T. B. Norton, el supervisor de turno, levantó la vista del libro de bolsillo que estaba leyendo.
—No te pagaremos horas extras aunque selles más temprano, indio.
—¿De veras?
—De veras. —Norton lo miró con expresión desafiante, preñado de esa certidumbre hosca, casi sacrosanta, que acompaña tan a menudo a la autoridad subalterna
Rainbird bajó la vista y fue a echar un vistazo al tablero de información. El equipo de bolos de los ordenanzas había ganado la noche anterior. Alguien quería vender «dos lavadoras usadas en buenas condiciones». Un boletín oficial advertía que «TODOS LOS EMPLEADOS DE LAS CATEGORÍAS W-1 A W-6 DEBEN LAVARSE LAS MANOS ANTES DE ABANDONAR ESTA OFICINA.»
—Parece que va a llover —le dijo a Norton por encima del hombro.
—Eso no pasa nunca, indio —respondió Norton—. ¿Por qué no te largas? Estás apestando la habitación.
—Sí, jefe. Sólo he venido a marcar la tarjeta.
—La próxima vez márcala a la hora justa.
—Sí, jefe —repitió Rainbird, mientras salía. Le dedicó una mirada a la parte lateral del cuello rubicundo de Norton, al punto blando situado justo debajo de la quijada. ¿Tendrías tiempo para gritar, jefe? ¿Tendrías tiempo para gritar si te atravesara el cuello con el dedo índice en ese punto? Como si ensartara un trozo de carne en el asador… jefe.
Salió nuevamente al encuentro del calor bochornoso. Los cumulonimbos estaban más cerca, desplazándose lentamente, combados hacia abajo por el peso de la lluvia. Sería una tormenta feroz. Retumbó un trueno, todavía lejano.
Ahora faltaba poco para llegar a la casa. Rainbird se encaminaría hacia la entrada lateral, que antaño había correspondido a la despensa, y bajaría cuatro niveles en el ascensor C. Se suponía que ese día debía lavar y encerar todos los pisos de los aposentos de la chica, lo cual le daría una buena oportunidad. Y no se trataba de que ella se resistiera a hablar con él, no, no se trataba de eso. Sólo se trataba de que siempre se mantenía tremendamente distante. El procuraba desmontar la caja a su manera, y si pudiera hacerla reír, hacerla reír una sola vez, hacerla compartir un chiste a expensas de la Tienda, se sentiría como si hubiera hecho ceder ese único ángulo vital. Entonces tendría un espacio donde insertar el escoplo. Una sola risa. Eso los convertiría en infiltrados cómplices, en una comisión que sesionaba secretamente. Dos contra todos.
Pero hasta ese momento no había conseguido arrancarle una risa, y Rainbird la admiraba por ello más de lo que podría haber expresado.