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—Quiero que te ocupes personalmente de la última partida, Al.

—De acuerdo, Cap.

Albert Steinowitz era un hombre menudo, de tez pálida y amarilla y cabello muy oscuro. En otra época lo confundían a veces con el actor Víctor Jory. Hacía casi ocho años que Cap trabajaba esporádicamente con Al —en verdad los dos provenían de la marina— y siempre había tenido la impresión de que Al parecía estar a punto de ingresar en el hospital para pasar allí sus últimos días. Fumaba constantemente, excepto allí adentro, donde estaba prohibido. Su andar lento, majestuoso, le confería un extraño aire de solemnidad, y la solemnidad impenetrable es un atributo poco común en cualquier individuo. Cap, que veía los expedientes médicos de todos los agentes de la Primera Sección, sabía que el andar majestuoso de Albert era falso: sufría de hemorroides y dada la gravedad de su afección lo habían operado dos veces. Se había negado a operarse por tercera vez porque ello podría haberle implicado la necesidad de llevar una bolsa para excrementos adosada a la pierna durante el resto de su vida. Su andar majestuoso siempre le hacía evocar a Cap el cuento infantil de la sirena que quería ser mujer y del precio que había pagado por sus piernas y sus pies. Cap imaginaba que ella también había tenido un andar bastante majestuoso.

—¿Dentro de cuánto tiempo podrás estar en Albany? —le preguntó entonces Al.

—Una hora después de partir de aquí.

—Estupendo. No te distraeré demasiado. ¿Cuál es la situación allí?

Albert cruzó sobre los muslos sus manos pequeñas, ligeramente amarillas.

—La policía coopera correctamente. Han bloqueado todas las carreteras que salen de Albany. Las barreras se levantan en círculos concéntricos alrededor del aeropuerto del condado de Albany. En un radio de cincuenta kilómetros.

—Das por supuesto que no consiguieron llegar más lejos.

—Tenemos que darlo por supuesto —respondió Albert—. Naturalmente, si hicieron autostop y alguien los trasportó a unos trescientos kilómetros de allí, tendremos que empezar de nuevo. Pero apuesto a que están dentro del círculo.

—Oh, ¿y por qué, Albert? —Cap se inclinó hacia adelante. Albert Steinowitz era, sin duda, el mejor agente de la Tienda, quizá con la sola excepción de Rainbird. Era inteligente, intuitivo… y despiadado, cuando su trabajo se lo exigía.

—En parte se trata de una corazonada —explicó Albert—. En parte lo deduzco de las respuestas que nos dio la computadora cuando la alimentamos con todo lo que sabíamos acerca de los tres últimos años de la vida de Andrew McGee. Le pedimos todas y cada una de las pautas que pueden aplicarse a sus presuntos dones.

—Presuntos no, Al. Comprobados —afirmó Cap parsimoniosamente—. Por ello esta operación es tan condenadamente delicada.

—Bueno, los tiene —asintió Al—. Pero la respuesta de la computadora sugiere que su capacidad para utilizarlos es extremadamente limitada. Si abusa, se enferma.

—Correcto. Contamos con eso.

—Dirigía un instituto en Nueva York, algo parecido a la organización Dale Carnegie.

Cap hizo un ademán afirmativo. Confidence Associates, un instituto que reclutaba su clientela principalmente entre los ejecutivos pusilánimes. Lo suficiente para pagar para él y su hija una ración de pan, leche y carne, y no mucho más.

—Hemos interrogado a su último grupo de discípulos —prosiguió Albert Steinowitz—. Eran dieciséis, y cada uno de ellos pagaba una suma dividida en dos cuotas: cien dólares al matricularse y otros cien a mitad del curso, si estaba satisfecho con los resultados. Por supuesto, todos lo estaban.

Cap volvió a asentir con un movimiento de cabeza. El talento de McGee era el más apropiado para infundir confianza a la gente. Literalmente empujaba a sus discípulos para infundírsela.

—Alimentamos la computadora con sus respuestas a varias preguntas clave. Éstas eran: ¿había circunstancias específicas en que usted se sentía mejor respecto a sí mismo y del curso de Confidence Associates? ¿Recuerda si había días en que al irse a trabajar, después de las reuniones de Confidence Associates, se sentía como un tigre? ¿Ha tenido…?

—¿Si se sentía como un tigre? —lo interrumpió Cap—. Jesús, ¿les preguntabais si se sentían como tigres?

—La computadora sugirió el texto.

—Está bien. Continúa.

—La tercera pregunta clave era: ¿ha tenido un éxito específico, mensurable, en su empleo, después de haber iniciado el curso de Confidence Associates? Ésta era la pregunta que todos podían contestar con más objetividad y fiabilidad, porque la gente no olvida el día en que recibió un aumento o en que el jefe le palmeó la espalda. Estaban ansiosos por hablar. Me resultó un poco macabro, Cap. Realmente cumplió con lo prometido. De los dieciséis, once consiguieron ascensos… once. De los otros cinco, tres ocuparon cargos en los que sólo se producen ascensos en fechas estipuladas.

—Nadie discute los dones de McGee. Ya no.

—Está bien. Volvamos al meollo de la cuestión. El curso duró seis semanas. Utilizando las respuestas a las preguntas clave, la computadora identificó cuatro fechas culminantes… o sea, los días en que probablemente McGee complementó la habitual monserga del hip-hip-hurra-si-te-esmeras-lo-lograrás con un buen empujón. Las fechas eran el 17 de agosto, el primero de septiembre, el 19 de septiembre… y el 4 de octubre.

—¿Esto qué demuestra?

—Bueno, anoche empujó al taxista. Lo empujó con fuerza. Ese infeliz todavía está mareado y aturdido. Calculamos que eso desquició a Andy McGee. Que está enfermo. Quizás inmovilizado —Albert miró fijamente a Cap—. La computadora indicó que existe un veintiséis por ciento de probabilidades de que esté muerto.

¿Cómo?

—Bueno, otras veces se excedió y terminó en cama. Le está haciendo algo a su cerebro… Dios sabe qué. Quizá se produce a sí mismo hemorragias microscópicas. Podría ser progresivo. La computadora calcula que existe un poco más de una probabilidad sobre cuatro de que haya muerto, de un ataque cardíaco o, más probablemente, de un derrame cerebral.

—Tenía que usarlo antes de recargarse —comentó Cap.

Albert hizo un ademán afirmativo y extrajo algo del bolsillo. Estaba dentro de una funda blanda de plástico. Se lo pasó a Cap, que lo miró y después se lo devolvió.

—¿Qué se supone que significa esto? —preguntó.

—No tanto —murmuró Al, mientras miraba pensativamente el billete metido en su funda de plástico—. Es sencillamente lo que McGee usó para pagar el viaje en taxi.

—¿Fue desde Nueva York hasta Albany con un billete de un dólar, eh? —Cap volvió a cogerlo y lo miró con renovado interés—. Las tarifas de los taxis deben de haber… ¡qué diablos! —Dejó caer el billete enfundado sobre su escritorio como si estuviera caliente y se echó hacia atrás en su asiento, parpadeando.

—¿A ti te pasó lo mismo, eh? —dijo Al—. ¿Lo viste?

—Jesús, no sé lo que vi —contestó Cap, y metió la mano en el estuche de cerámica donde guardaba sus antiácidos—. Por un segundo no pareció un billete de un dólar.

—¿Pero ahora lo parece?

Cap escudriñó el billete.

—Claro que lo parece. Sí, ése es George Wash… ¡Dios! —Esta vez respingó hacia atrás tan violentamente que casi se golpeó la parte posterior de la cabeza contra el panel de madera oscuro que recubría la pared, detrás de su escritorio. Miró a Al—. La cara estampada en el billete… pareció cambiar por un segundo. De pronto tenía gafas, o algo. ¿Es un truco?

—Oh, es un truco de primera —afirmó Al, mientras recuperaba el billete—. Yo también lo vi, aunque ya no. Creo que me he adaptado… pero que el diablo me lleve si sé cómo. No es auténtico, desde luego. Es una alucinación demencial. Pero yo incluso distinguí la cara. Es la de Ben Franklin.

—¿Esto te lo dio el taxista? —inquirió Cap, mientras miraba el billete, esperando que éste volviera a transformarse. Pero sólo vio a George Washington.

Al se rió.

—Sí —contestó—. Le quitamos el billete y le dimos un cheque de quinientos dólares. Salió ganando, en realidad.

—¿Por qué?

—Ben Franklin no figura en los billetes de quinientos, sino en los de cien. Aparentemente, McGee no lo sabía.

—Muéstramelo de nuevo.

Al le devolvió el billete de un dólar a Cap, y éste lo escrutó fijamente durante dos minutos. Justo cuando se disponía a devolverlo volvió a fluctuar, desconcertándolo. Pero por lo menos esta vez sintió sin ninguna duda que la fluctuación se había producido en su cabeza y no en el billete, o sobre éste, o donde fuera.

—Te diré algo más —manifestó Cap—. No estoy seguro, pero creo que Franklin tampoco aparece con gafas en el retrato de los billetes. Por lo demás es… —Dejó la frase en suspenso, sin saber muy bien cómo completarla. La maldita palabra macabro cruzó por su mente, pero la descartó.

—Sí —contestó Al—. Sea lo que fuere, el efecto se está disipando. Esta mañana mostré el billete a seis personas. Dos de ellas creyeron ver algo, pero no tanto como el taxista y la chica que vive con él.

—¿Así que piensas que McGee empujó demasiado?

—Sí. Dudo que pueda seguir así. Es posible que hayan dormido en el bosque o en un motel. Tal vez forzaron la puerta de un chalet de veraneo de la zona. Pero pienso que no se alejaron y que podremos echarles el guante sin grandes problemas.

—¿Cuántos hombres necesitas para la operación?

—Tenemos todos los que nos hacen falta —replicó Al—. Si contamos a la policía de Albany, hay más de setecientas personas comprometidas en este pequeño festejo doméstico. Prioridad A-uno-A. Van puerta por puerta y casa por casa. Ya hemos registrado todos los hoteles y moteles de la zona contigua a Albany… más de cuarenta. Ahora nos estamos expandiendo por las ciudades vecinas. Un hombre y una chiquilla… llaman la atención como si tuvieran monos en la cara. Los atraparemos. O la atraparemos a ella, si él ha muerto. —Albert se levantó—. Creo que es hora de que me ponga en marcha. Me gustaría estar allí cuando se cierre la trampa.

—Claro que sí. Tráemelos, Al.

—Los traeré —respondió Al, y se encaminó hacia la puerta.

—¿Albert?

Albert se volvió, menudo, con su tez amarilla y enfermiza.

—¿Quién es el que figura en el billete de quinientos? ¿Lo verificaste?

Albert Steinowitz sonrió.

—McKinley —dijo—. Lo asesinaron.

Salió y cerró la puerta silenciosamente a sus espaldas. Cap se quedó a solas con sus pensamientos.