Maldije entre dientes y apreté la frente contra el frío cristal de la ventana.
Aquello no iba acabar bien. De ningún modo.
Durante todos estos años, la casa de al lado ha estado deshabitada, pero ahora teníamos vecinos. Una chica adolescente. Fantástico. Seguro que Dee iba a ponerse más pesada que una vaca en brazos…
Y nadie podía resistirse a mi hermana. Su optimismo es tan contagioso… Además, es un sol.
Me obligué a apartarme de la ventana. Bostecé mientras me rascaba la mandíbula. Podría ser peor, decidí. Podría habernos tocado un chico como vecino, y entonces habría tenido que encerrar a Dee en su cuarto.
Lo ideal habría sido una chica con aspecto de chico. Pero no, nuestra vecina no se parecía en nada a un tío.
Moví la mano para encender la tele y zapeé hasta que encontré una reposición de Paranormal Hunters. Ya había visto ese episodio, pero siempre me divertía ver a los humanos salir corriendo de sus casa porque creían haber visto algo brillante. Me quedé un rato tirando en el sofá, con las piernas sobre la mesita de café, mientras intentaba quitarme de la cabeza a la chica de piernas bronceadas y trasero perfecto.
La había visto cuatro veces.
Tres veces, el mismo día que se mudó. Cargaba con unas cajas más grandes que ella, y tres veces había hecho una estupidez que merecía un castigo.
La había ayudado.
Ella no lo sabía, claro, pero yo había reducido el peso de las cajas para que no se cayera. Pero no tendría que haberlo hecho. No podía ser tan imprudente.
Ayer salió a toda prisa hacia un coche y sacó una montaña de libros del maletero. La cara se le iluminó de alegría, como si en vez de estar delante de un montón de simples libros estuviera ante un millón de dólares.
Había tenido muy poca… cabeza. ¿En qué estaba pensando? No podía exponerme así.
Hacía mucho calor en casa, así que agarré la camiseta por detrás y me la pasé por la cabeza. La tiré al suelo y me rasqué distraído el pecho. Últimamente, desde que la nueva vecina se había trasladado a la casa de al lado, casi siempre iba sin camiseta por casa.
Antes de que pudiera darme cuenta, atravesé la sala de estar y acabé pegado otra vez contra la ventana. La verdad es que no quería darle demasiadas vueltas al por qué de mi acción.
Aparté la cortina y fruncí el ceño. Ni siquiera había hablado con ella: me sentía como un acosador mirando por la ventana, al acecho… ¿Qué esperaba exactamente? ¿Verla? ¿O prepararme para el inevitable encuentro?
Y si Dee me viera se echaría a reír.
Y si me viera Ash, me arrancaría los ojos y enviaría a mi vecinita a la estratosfera. Aunque Ash y yo llevábamos meses sin salir, sabía que ella esperaba que acabáramos juntos tarde o temprano. No porque ella lo quiera de verdad, sino porque es lo que se espera de nosotros… Así que seguro que no le gustaría verme con nadie más. Le tengo cariño, y siempre hemos sido amigos, igual que con sus hermanos.
Capté un movimiento por el rabillo del ojo. Me volví y vi que se cerraba la puerta del porche de la casa de al lado. Mierda.
Me di la vuelta y la vi saliendo del porche.
Me pregunté adónde iría. No había demasiado que hacer por la zona, y no creo que conociera a nadie… En la casa de al lado sólo entraban y salían ella y su madre, que tenía un horario un poco raro.
La chica se quedó quieta delante de su coche y se pasó las palmas de las manos por los pantalones. Vaya piernas. Se me escapó una sonrisa.
De repente, la chica empezó a caminar hacia la izquierda. Estiré la espalda y aparté la cortina. Me quedé sin respiración un instante. No no podía estar viniendo hacia aquí. ¿Para qué? Si ni siquiera Dee sabía que tenía una vecina de su edad. No tenía motivos para…
Virgen Santa. Venía hacia aquí.
Solté la cortina, me aparté de la ventana y me volví hacia la puerta de entrada. Cerré los ojos y conté los segundos. Los humanos eran un peligro para nosotros. Estar cerca de ellos era un riesgo; si teníamos demasiada relación con ellos, el humano acababa siempre con un rastro. Y eso era especialmente peligroso para esta chica, porque Dee estaba desesperada por tener una amiga «normal». Como vivía al lado iba a resultarme imposible controlar las horas que pasaría con ella…
Además, me había pasado dos días mirándola por la ventana. Creo que eso también era un problema.
A mi hermana no iba a pasarle lo mismo que a Dawson. No podría soportar perderla. Fue una chica humana quien lo arrastró a la perdición, guiando a los Arum directamente a él. Era algo que había pasado demasiadas veces entre los nuestros. No quería decir que fuera enteramente culpa del humano, pero las cosas siempre acababan igual. No podía permitir que nadie pusiera en peligro a Dee, consciente o inconscientemente. En absoluto. Alargué la mano y lancé la mesilla por el aire, pero la detuve antes de chocara contra la pared. Respiré hondo y la dejé en el suelo. Alguien llamó a la puerta despacio, casi con suavidad. Mierda.
Solté el aire. No debía responder; pero, sin darme cuenta, caminé hacia la puerta y la abrí. Sentí una oleada de aire caliente que transportaba un suave olor a melocotón y vainilla.
Me encantan los melocotones.
Bajé la vista. Era bajita: más de lo que esperaba. Su cabeza me llegaba al pecho. Quizá por eso lo miraba tan fijamente. O quizá porque no llevaba la camiseta puesta.
Como me estaba pegando un buen repaso, sin disimular, supuse que yo podía hacer los mismo. ¿Por qué no? La que había venido a mi casa era ella…
La chica no era especialmente guapa. No era ni rubia ni morena. Tenía la melena larga y era bajita; medía menos de metro setenta seguro, aunque tenía unas piernas larguísimas; de infarto, y no dos alfileres, como las de las chicas de por aquí. Me costó bastante apartar la vista de sus piernas.
Me fijé en su camiseta: «MI BLOG ES MEJOR QUE TU VLOG». ¿Qué leches significaba eso? ¿Por qué estamparse eso en una camiseta? Lo peor de todo es que las palabras «BLOG» y «MEJOR» quedaban bastante ajustadas… Tragué saliva. Mala señal.
Me costó todavía más apartar la vista de allí.
Tenía la cara redonda, la nariz respingona y una piel muy suave. Seguro que tenía los ojos castaños y grandes.
Aquello era una locura, pero sentía que sus ojos recorrían detenidamente mis caderas y ascendían hasta llegar a mi cara. La chica respiró hondo, y aquel gesto dejó en segundo plano el mío.
No tenía los ojos castaños, sino de un gris pálido, grandes: su mirada era clara e inteligente. Eran muy bonitos. Incluso alguien como yo sabía admitirlo.
Aquello me cabreaba. Estaba de mal humor por todo: ¿por qué le había pegado un buen repaso? ¿Y qué narices hacía ella en mi puerta? Fruncí el ceño.
—¿Necesitas algo?
No me contestó. Parecía pedirme con los ojos que la besara en esos labios tan carnosos. Sentí un calor en la boca del estómago.
—¿Hola? —Noté que en mi voz había un matiz de enfado, deseo, cabreo y más deseo. «Los humanos son débiles. Son un riesgo. Dawson murió por culpa de una humana… exactamente igual que esta». No dejé de repetírmelo una y otra vez. Apoyé la mano en el marco de la puerta, clavando los dedos contra la madera al inclinarme hacia ella—. ¿Se te ha comido la lengua el gato?
Esa pregunta pareció sacarla de su ensimismamiento y dejó de mirarme. Se le pusieron las mejillas coloradas y dio un paso atrás. Bien. Se marchaba. Eso era exactamente lo que yo quería: que se diera la vuelta y se marchara de allí pitando. Me pasé una mano por el pelo y miré por encima de su hombro. Volví a mirarla. Seguía allí.
Esa chica tenía que sacar aquel hermosos trasero de mi porche antes de que hiciera algo estúpido… como sonreír al ver que se ponía roja. Era sexy.
—Te lo voy a preguntar…
Se puso todavía más roja. Madre mía.
—Me… me preguntaba si sabías dónde estaba la tienda más cercana. Me llamo Katy, me he mudado a la casa de al lado —dijo, señalando hacia su casa— hace un par de días…
—Ya lo sé. —Te observo desde hace dos días, como un acosador en potencia.
—Bueno, es que me preguntaba si alguien podía decirme por dónde se llega antes a alguna tienda y quizá algún sitio que venda plantas.
—¿Plantas?
Entrecerró los ojos un poco y me obligué a no ceder ante las emociones y a seguir con mi cara de póquer. Jugueteaba con el dobladillo de sus pantalones cortos.
—Sí, es que tengo un jardín delante de…
Arqueé una ceja.
—Ya.
Ahora me miraba recelosa y la irritación comenzaba a hacer mella en la chica, que se ponía más colorada. Aquello me divertía. Sabía que estaba comportándome como un capullo, pero disfrutaba secretamente del brillo de rabia que empezaba a formársele en los ojos, provocándome. Y aquellas mejillas coloradas de la rabia me… gustaban. Realmente tengo un problema. Me recordaba algo que…
La chica lo intentó de nuevo.
—Bueno, verás, tengo que comprar algunas plantas…
—Para el jardín; ya lo he pillado. —Apoyé la cadera contra el marco de la puerta y me crucé de brazos. Casi me estaba divirtiendo.
Respiró hondo.
—Me gustaría saber donde puedo encontrar comida y plantas. —Su tono era el mismo que empleaba yo unas mil veces al día con Dee. Qué adorable.
—Sabes que en este pueblo no hay nada más que un semáforo y gracias, ¿verdad? —Y en ese momento sucedió: el brillo se transformó en un fuego ardiente y yo tenía que esforzarme para que no se me escapara una sonrisa. Aquella chica no era solo mona; era mucho más. Lo sentía en el estómago.
Me miraba atónita.
—Bueno, sólo quería saber por dónde tenía que tirar. Veo que no he venido en el mejor momento.
Pensé en Dawson y levanté la comisura del labio. Se acabaron los jueguecitos. Tenía que zanjar aquello, y rápido. Por Dee.
—Nunca será un buen momento para que vengas a llamar a mi puerta, niña.
—¿Niña? —repitió con los ojos como platos—. No soy ninguna niña, tengo diecisiete años.
—¿Ah, sí? —Como si no me hubiera dado cuenta de que era toda una mujer… No tenía nada de niña, pero, como decía Dee, se me daba de pena relacionarme con la gente—. Pues parece que tengas doce. Bueno, no; trece. Mi hermana tiene una muñeca que me recuerda a ti, con los ojos grandes y la expresión vacía.
Abrió la boca y me di cuenta de que quizá me había pasado un poco. Bueno, lo hacía por el bien de todos. Si me odiaba, no se acercaría a Dee. Solía funcionar con casi todas las chicas. Con la mayoría.
—Oye, vale; perdona por molestarte. No te preocupe: no volveré a llamar a la puerta de tu casa, créeme. —Empezó a darse la vuelta, pero no fue lo suficientemente rápida para que yo no viera aquel brillo repentino en sus ojos grises.
Mierda. Era el gilipollas más grande del mundo. Y Dee se pondría de los nervios si viera lo mal que me estaba portando. Solté unos cuantos exabruptos por lo bajo y la llamé.
—Eh.
Se paró en el último escalón pero no se dio la vuelta.
—¿Qué?
—Ve a la carretera 2 y gira cuando llegues a la 220 en dirección norte; te llevará a Petersburgo. —Exhalé mientras deseaba no haberle abierto la puerta—. Foodland está justo en el centro; lo verás seguro. Bueno, quizá a ti te cueste encontrarlo. Creo que está al lado de una ferretería. Allí encontrarás cosas para tus plantas.
—Gracias —musitó antes de añadir—, gilipollas.
¿Me había llamado «gilipollas»? Me reí. Su respuesta me divertía.
—Eso no es propio de una señorita, gatita.
Katy dio la vuelta con un respingo.
—Nunca vuelvas a llamarme así.
Supuse que le había tocado algún punto débil… Me aparté de la puerta.
—Es mejor que llamarle «gilipollas» a alguien, ¿no? Qué visita más estimulante. La recordaré mucho tiempo.
La chica apretaba los puñitos con fuerza. Creo que tenía ganas de darme un puñetazo. Y creo que me habría gustado… La verdad es que no estoy demasiado bien de la cabeza.
—¿Sabes qué? Tienes toda la razón. Mira que llamarte gilipollas… Esa es una palabra que no te define bien —me dijo sonriente—: «Subnormal» te pega más.
—Conque «subnormal», ¿eh? —Que me gustara aquella chica era tan fácil…—. Eres un encanto.
Katy me hizo un gesto grosero con el dedo anular.
Me reí otra vez y bajé la cabeza.
—Qué fina eres, gatita. Seguro que tienes una buena selección de gestos y de apodos interesantes que dedicarme, pero no me interesan.
Parecía que sí los tenía. En parte me decepcionó ver que se daba la vuelta y se marchaba. Esperé allí hasta que abrió la puerta del coche.
—¡Hasta luego, gatita! —exclamé al ver que se moría de ganas de patearme el trasero.
Cerré la puerta detrás de mí, me apoyé contra ella y me reí otra vez. Pero esta vez la risa se quebró en un quejido. Por un momento había visto lo que brillaba en aquellos ojos grises conmovedores, además de la rabia y la perplejidad. El dolor. Se me revolvió el estómago al ver que había herido sus sentimientos.
Pero lo hacía por el bien de todos. Puede que me odiara… tenía que odiarme. Así se alejaría de nosotros. Avisaría a Dee y punto. Las cosas debían ser así: aquella chica podía traernos problemas. Era un problema que había llegado a nuestra puerta, envuelto y con lazo.
Y lo peor de todo es que era del tipo de problemas que me gustaban.