El lunes anterior al inicio de las clases, Dee me llevó al centro para comprar libretas mientras ella remplazaba casi todos sus útiles para el instituto por unos nuevos. Sólo nos quedaban tres días más de vacaciones y un día festivo: el día del Trabajo. Me moría de ganas de que llegara. Antes de regresar a casa, a Dee le entró el gusanillo, como siempre, y paramos en uno de sus lugares favoritos.
—Es un restaurante muy… pintoresco —le dije.
Dee sonrió, sin dejar de repiquetear el tacón de la sandalia contra el suelo.
—¿Pintoresco? Eso es lo que le parecerá a una chica de ciudad como tú, pero aquí es lo más.
Miré a mí alrededor. El Smoke Hole Diner no estaba mal; era un sitio bastante mono por el aire casero que desprendía. Me gustaban las piedras y rocas que sobresalían de los bordes de las mesas.
—Por la tarde está más animado; después de clase —añadió mientras le daba unos buenos sorbos a su bebida—. Cuesta bastante encontrar sitio.
—¿Vienes muy a menudo? —Que una chica tan guapa como Dee frecuentara este sitio me rompía los esquemas. No le pegaba comer bocadillos de pavo y beber batidos.
Y, sin embargo, allí estaba ella, disfrutando de su segundo bocata de pavo y de su tercer batido. Desde que la conocí me sorprendió la cantidad de comida que podía engullir de una vez. La verdad es que era inquietante.
—Daemon y yo venimos una vez a la semana por la lasaña. ¡Está de vicio! —Se le iluminaron los ojos con una mezcla de emoción y anhelo.
Me reí.
—Ya veo que te encanta la comida de este sitio, pero de todas formas quería darte las gracias por sacarme de casa. Tenía muchas ganas de que me diera el aire, especialmente desde que mamá está en casa. ¡No me quita el ojo de encima! Todo el rato la tengo pegada a mí.
—Se preocupa por ti.
Asentí, jugueteando con la pajita.
—Ya, especialmente desde que salió en las noticias lo de la chica que murió la misma noche en que me atacaron. ¿La conocías?
Dee bajó la vista hacia el plato y negó con la cabeza.
—No mucho. Iba un curso por debajo del nuestro, pero muchos sí la conocían; este es un sitio pequeño… Dijeron que no se sabía si la habían asesinado, ¿no? Que podía ser un infarto. —Se quedó quieta y apretó los labios al mirar a un punto que quedaba por encima de mi hombro—. Qué raro.
—¿El qué? —le pregunté. Me volví a toda prisa para ver qué era lo que miraba. A Daemon.
Dee tenía la cabeza inclinada a un lado. El largo cabello le caía en cascada, descuidadamente.
—No sabía que vendría.
—Bueno… Ya llegó el innombrable.
A Dee le dio un ataque de risa que hizo que toda la cafetería nos mirara.
—¡Me parto!
Me hundí en la butaca. Desde la mañana en que Dee y él me habían preparado el desayuno, me había evitado, y a mí me daba igual. Había querido darle las gracias por salvarme la vida, sin insultos de por medio, pero las pocas veces que habría podido hablar con él, me había advertido con la mirada que no me atreviera a acercarme a él.
Seguramente Daemon era físicamente el hombre más perfecto que jamás había visto —su cara haría las delicias de cualquier retratista—, pero a la vez tenía bastante papeletas para ser el cretino más grande sobre la faz de la Tierra.
—No va a acercarse, ¿verdad? —le susurré a Dee, a quien parecía divertirle aquella situación.
—Hola, hermanita.
Respiré hondo al oír aquella voz ronca. Escondí el brazo vendado bajo la mesa. Seguro que si lo veía se acordaba de lo molesta que había sido para él.
—Hola —dijo mientras apoyaba la barbilla en una mano—. ¿Qué haces por aquí?
—Tengo hambre —respondió con tono seco—. Y aquí es donde la gente viene a comer, ¿no?
Me quedé mirando fijamente mi plato de hamburguesa con patatas a medio comer. Jugueteé con las patatas mientras deseaba con todas mis fuerzas metamorfosearme con aquellos reservados de colores rústicos hasta que se marchara. Me obligué a pensar en cualquier otra cosa: libros, programas de televisión, pelis, Daemon, el césped que se veía en el exterior…
—Todo el mundo menos tú, claro, que obviamente has venido a jugar con la comida.
«Mierda». Fingí la sonrisa más alegre que pude permitirme y me armé de valor. La sonrisa se me derrumbó tan pronto como lo miré a los ojos. Me observaba expectante, como si supiera lo que en realidad estaba pensando en aquel momento y quisiera que me rebotara.
—Sí, claro. Mi madre siempre me lleva al comedor infantil y por eso ahora estoy un poco fuera de lugar. Qué lástima que no me hayan dado un babero.
Dee se rió y miró a su hermano.
—¿A que es genial?
—Sí; un encanto de chica. —Se cruzó de brazos y su tono recuperó el tono seco de siempre—. ¿Cómo está tu brazo?
La pregunta me pilló desprevenida. La verdad era que ya no me dolía. Quería quitarme la venda, pero mamá se oponía a que me la quitara incluso para ducharme.
—Mejor, gracias…
—No me des las gracias —interrumpió, pasándose una mano por le pelo—. Tienes la cara mucho mejor, por cierto.
Me llevé la mano a la mejilla de forma inconsciente.
—Pues gracias. —Miré a Dee, incrédula.
Ella intercambió una mirada conmigo antes de volverse hacia su hermano.
—¿Quieres comer con nosotras? Ya casi hemos acabado.
Esta vez fue Daemon quien se rió.
—No, gracias.
Volví a juguetear con las patatas. Como si comer con nosotras fuera la idea más absurda del mundo.
—Pues vaya. Es una pena. —Dee no perdía comba.
—¡Daemon, ya estás por aquí!
Levanté la vista al oír aquella voz de chica que no ocultaba su contento. Una muchacha rubia, bajita y guapa lo saludaba desde la entrada. Daemon le devolvió el saludo sin demasiado entusiasmo, y la chica prácticamente se acercó de un bote a nuestra mesa. Cuando llegó hasta Daemon, se estiró y le plantó un beso en plena mejilla antes de rodearlo con un brazo en plan posesivo.
Sentí una punzada desagradable en el estómago. ¿Tenía novia? Miré a Dee, quien no parecía muy contenta.
La chica finalmente nos miró.
—¿Qué tal, Dee?
Esta le dedicó una sonrisa muy tensa.
—Bien, Ash. ¿Y tú?
—Superbién —contestó acercándose más a Daemon, como si fuera una bromita secreta entre los dos.
Me costaba respirar.
—¿No ibas a marcharte con tus hermanos? Pensaba que ibais a volver cuando empezaran las clases —le dijo con un destello de dureza en sus ojos, habitualmente cálidos.
—Bueno, he cambiado de opinión. —Miró de nuevo a Daemon, quien empezaba a agitarse, nervioso.
—Qué interesante —le respondió Dee con expresión felina—. Ay, qué maleducada soy. Te presento a Katy. —Gesticuló en dirección a mí—. Es nueva en el pueblo.
Forcé una sonrisa. No tenía ningún motivo para estar celosa o para que me importara un pimiento, pero, Dios, la chica era muy guapa.
La sonrisa de Ash se esfumó. Dios un paso atrás.
—¿Así que es esta?
Miré apresuradamente a Dee.
—No puedo hacerlo, Daemon. Quizás vosotros sí podéis, pero yo no. —Ash se apartó el pelo con una mano muy bronceada—. Está mal.
Daemon suspiró.
—Ash…
La chica frunció los labios.
—He dicho que no.
—Ash, si ni siquiera la conoces. —Dee se había puesto en pie—. No seas así.
Todo el mundo nos observaba.
Sentí una mezcla de vergüenza y enfado al mirar a Ash.
—Perdona, pero ¿te he hecho algo o qué?
Ash me miró con unos ojos increíblemente azules.
—Pues sí, existir, para empezar.
—¿Qué? —exclamé.
—Ya me has oído —me espetó la rubia antes de volverse hacia Daemon—. ¿Esta es la razón de todo el descontrol? ¿El motivo de que mis hermanos andan como locos por todo el país…?
—Ya basta. —Daemon agarró a Ash del brazo—. Hay un McDonald’s al final de la calle. Te compraremos un Happy Meal para que te tranquilices un poco.
—¿De qué descontrol hablas? —pregunté. Me moría de ganas de levantarme y tirarle del pelo.
—Del descontrol que está haciendo que todo se vaya a la mierda.
—Bueno, ha sido divertido, pero yo me marcho. —Daemon le hizo un gesto con la ceja a su hermana—. Te veré en casa.
Los observé marcharse, muerta de rabia. Y dolida.
Dee se acomodó en la butaca.
—Mierda, Kat, lo siento. Es una zorra total.
La miré. Me temblaban las manos.
—¿Por qué ha dicho esas cosas?
—No lo sé. Puede que esté celosa. —Dee jugueteó con la pajita de su batido evitando mirarme a los ojos—. Ash siempre ha estado pillada por Daemon. Antes salían juntos.
No pude reaccionar a aquella frase.
—Bueno, el caso es que se ha enterado de que acudió en tu rescate y, claro, ahora te odia.
—¿En serio? —No me creía nada de lo que me decía—. ¿Me ha dicho todo eso porque Daemon evitó que me mataran? —Frustrada, di un golpe con el brazo vendado contra la mesa y me estremecí—. Y encima Daemon me trata como si fuera una terrorista. Es absurdo.
—Daemon no te odia —me contestó en voz baja—. Creo que eso es lo que quiere, si te soy sincera, pero no puede. Por eso se comporta así.
Aquello no tenía ni pies ni cabeza.
—¿Por qué iba a querer odiarme? Yo no quiero odiarlo, pero me lo pone difícil.
Dee me miró con los ojos llenos de lágrimas.
—Katy, lo siento. Mi familia es un poco rara, como este pueblo. Y como Ash. Su familia es amiga de la nuestra. Y tenemos muchas cosas en común.
Me quedé mirándola, a la espera de saber qué narices tenía aquello que ver con que Ash se hubiera portado como una bruja conmigo.
—Tiene dos hermanos, ¿sabes? —dijo Dee mientras se reclinaba en su asiento y miraba con desgana su plato—. Se llaman Adam y Andrew. Son trillizos.
—Un momento —la interrumpí, boquiabierta—. ¿Me estás diciendo que en el pueblo hay trillizos? Y vosotros sois gemelos…
Dee arrugó la nariz al asentir.
—¡Es un pueblo de quinientos habitantes!
—Ya lo sé, es raro —me dijo, levantando la vista—. Pero tenemos eso en común, y tenemos una relación muy estrecha. Los pueblos pequeños pueden ser bastante ingratos con los raros. Y más o menos salgo con su hermano Adam.
Aluciné.
—¿Tienes novio? —Cuando asintió, negué con la cabeza—. Nunca me había hablado de él.
Se encogió de hombros y apartó la vista.
—Bueno, no tenía pensado hablar de él. No nos vemos mucho…
Cerré la boca. ¿Qué chica no habla de su novio? Si yo tuviera uno hablaría de él. Por lo menos una vez. O quizá dos. Vi a Dee bajo una luz distinta; me pregunté cuanto más estaría ocultándome. Me eché hacia atrás y miré más allá de Dee. Sentí que se me caía la venda de los ojos.
Empecé a darme cuenta de cosas. De detalles.
La camarera pelirroja que llevaba un lápiz en el moño, por ejemplo, no paraba de mirarme y de tocar la gema negra que pendía de su collar. Un señor entrado en años que estaba sentado en la barra nos miraba fijamente mientras murmuraba algo entre dientes para sí mismo. Parecía que estaba un poco loco. Observé a los demás clientes de la cafetería. Una señora con traje de ejecutiva me llamó la atención. Dijo algo con desprecio y se volvió hacia su acompañante, quien miró por encima del hombro de la mujer y palideció.
Me volví a toda prisa para mirar a Dee, quien parecía ajena a todo; aunque quizá hacía lo posible por ignorarlo. La tensión se palpaba en el ambiente. Parecía que alguien hubiera dibujado una línea en el suelo y yo la hubiera cruzado. Sentía que todos me miraban con desconfianza y con otra emoción que era mucho peor.
Miedo.
Lo último que quería era llevar el brazo entablillado el primer día de clase, pero, como mi madre insistió en que debía esperar a la revisión (que justo era después de ese primer día), a las reacciones de «¡Anda, una nueva!» se le añadieron las de «¡Anda, una nueva a la que han dado una paliza!» nada más llegar al instituto.
Todos me miraban como si fuera un perro verde. No sabía si sentirme como una famosa o como una loca que acababa de escaparse del psiquiátrico. Nadie me dirigía la palabra.
Por suerte, era fácil orientarse por el instituto y no me costó encontrar las aulas. Estaba acostumbrada a institutos de cuatro pisos, con multitud de alas y patios. Aquel sólo tenía un par de plantas.
Encontré el aula principal sin problemas y me senté en un pupitre entre miradas curiosas y alguna que otra sonrisa tentativa. A segunda hora localicé a mis vecinos: Daemon entró con paso tranquilo en clase segundos antes de que sonara la campana, con una sonrisa despreocupada. Se hizo el silencio y algunas chicas incluso dejaron de escribir en sus libretas.
Daemon había hecho aparición en el aula pavoneándose, como si fuera una estrella de rock. Todos lo miraban, especialmente cuando se lanzó el libro de trigonometría de una mano a otra y a continuación se pasó una mano por las alborotadas y gruesas ondas del pelo, que le caían descuidadas sobre la frente. Llevaba los tejanos bastante bajos, de modo que cuando levantaba el brazo dejaba entrever un retazo de piel dorada que hacía que la clase de mates resultara mucho más emocionante.
La chica pelirroja del pupitre de al lado dijo entre dientes:
—Madre mía, está para comérselo. Ojalá me prepararan un bocadillo de Daemon en la cafetería. Lo que yo daría por pegarle un buen mordisco.
Otra chica dejó escapar una risita nerviosa.
—¡Qué bruta eres!
—Y de acompañamiento podían ponerme a los gemelos Thompson —contestó la pelirroja, que se sonrojó cuando tuvo cerca a Daemon.
—Lesa, tía, eres un putón —se rió la morena.
Desvié la mirada hacia mi libreta, pero aún así supe que se había sentado en el pupitre que quedaba justo detrás del mío. Sentí un hormigueo en la espalda y, un segundos más tarde, algo me rozó la espalda. Me mordí el labio y miré por encima del hombro.
Daemon me dedicó una de sus sonrisas torcidas.
—¿Cómo tienes el brazo, gatita?
Por dentro sentía temor y emoción a la vez. ¿Me estaba escribiendo algo en la espalda? No me sorprendería nada. Sentí que me ponía roja por efecto de aquellos ojos verdes.
—Bien —le respondí mientras me echaba el pelo hacia atrás—. Mañana me quitan la tablilla, creo.
Daemon tamborileó con el boli en el pupitre.
—Entonces seguro que la cosa cambia.
—¿El qué cambia?
Hizo un círculo en el aire con el bolígrafo, al parecer refiriéndose a mi sentido de la moda.
—Eso que llevas puesto.
Entrecerré los ojos. No sabía a qué se refería; mis vaqueros y mi camiseta eran de lo más normalitos. Tenía el mismo aspecto que el resto de la clase, a excepción de los chicos que llevaban la camisa por dentro de los pantalones. No había visto a nadie todavía que llevase un sombrero vaquero ni el pelo crepado. La gente del instituto era igual que la de Florida, aunque con menos potencial para tener cáncer de piel.
Lesa y su amiga se habían quedado calladas y nos observaban a Daemon y a mí boquiabiertas. Si Daemon me soltaba alguna puya de las suyas, era capaz de darle una paliza allí mismo. Por lo menos la tablilla le haría algo de daño.
Se echó hacia delante en el pupitre y sentí su cálido aliento en la mejilla al hablarme:
—Lo único que digo es que cuando te quiten la tablilla y el cabestrillo la gente te mirará menos.
Ni por un segundo creí que eso era a lo que se refería. Además, como estaba aun milímetro de mi cara, toda la clase nos estaba mirando. Y no apartábamos la mirada el uno del otro. Estábamos en plena competición por ver quien la apartaba primero, y no pensaba ser yo. Entre nosotros pasó algo que me recordó a la extraña corriente que había sentido con él antes.
El chico que estaba la lado de Daemon sentenció:
—Ash va a darte una buena paliza, Daemon.
Este sonrió todavía más.
—No, le gusto demasiado.
El chico se rió.
Sin quitarme los ojos de encima, acercó aún más su pupitre.
—¿Sabes una cosa?
—Sorpréndeme.
—He encontrado tu blog.
Ay, Dios. ¿Cómo lo había encontrado? Un momento; la pregunta que debía hacerme era la siguiente: ¿por qué lo había encontrado? Mi blog no podía buscarse a través de Google… Estaba flipando en colores.
—Ya estás acosándome otra vez, ¿no? ¿Tengo que llamar a la poli para que te ponga una orden de alejamiento?
—Ni en sueños, gatita. —Sonrió—. Ah, espera, que ya salgo en ellos, ¿verdad?
Puse los ojos en blanco.
—Más bien apareces en mis pesadillas, Daemon.
Sonrió y le brillaron los ojos. Me entraron ganas de sonreírle, pero por suerte el profesor empezó a pasar lista, poniendo punto y final a lo que fuera que estuviera pasando entre nosotros. Me di la vuelta y suspiré.
Daemon se rió casi sin hacer ruido.
Cuando sonó la campana que señalaba el final de la clase, me marché a toda pastilla de allí, sin mirar a Daemon. Las mates eran un palo, pero iban a serlo todavía más si lo tenía cada día sentado detrás de mí.
Ya en el pasillo aparecieron Lesa y su amiga, quienes se pusieron a caminar a mi lado.
—Eres nueva —dijo la morena. Que observadora.
Lesa puso los ojos en blanco.
—Hija, que obviedad, Carissa.
Carissa hizo caso omiso de lo que le decía su amiga y se subió el puente de las gafas, de montura cuadrada, nariz arriba, mientras esquivaba a un chico que estaba haciendo el memo por el pasillo, lleno de alumnos.
—¿Por qué conoces tan bien a Daemon Black?
Pensar que las primeras personas que me dirigían la palabra lo hacían porque había hablado con Daemon me fastidió bastante.
—Soy su vecina; me mudé en julio.
—Joder, que envidia. —Lesa frunció los labios—. Casi todo el mundo se cambiaría por ti.
Pues yo me cambiaría por ellos.
—Por cierto, me llamo Carissa y esta es Lesa, por si todavía te quedaban dudas. Somos de aquí de toda la vida. —Carissa esperó.
—Yo soy Katy Swartz, de Florida. —No tenían un acento especialmente cerrado para ser de la América profunda, cosa que me sorprendió.
—¿Eres de Florida y vienes a vivir aquí, a Virginia Occidental? —Lesa tenía los ojos como platos—. ¿Te has vuelto loca o qué?
Sonreí.
—La que se ha vuelto loca es mi madre.
—¿Qué te ha pasado en el brazo? —me preguntó Carissa mientras me seguían escaleras arriba.
Había tanta gente en aquellas escaleras que no tenía ganas de decir a los cuatro vientos lo que me había pasado, aunque al parecer Lesa ya lo sabía.
—La atacaron cerca de la biblioteca, ¿no te acuerdas? —Lesa le dio un golpecito a Carissa con su marcada cadera—. La misma noche que murió Sarah Butler.
—Ostias, es verdad —repuso Carissa frunciendo el ceño—. Mañana hay un acto en su memoria en la concentración de animadores. Qué desgracia.
No supe qué contestar y me limité a asentir.
Lesa sonrió cuando llegamos al segundo piso. Me tocaba Inglés, al final del pasillo, y estaba segura de que en esa clase estaba Dee.
—Bueno, encantada de conocerte. Aquí no viene mucha gente nueva…
—No —ratificó Carissa—. Los últimos en llegar fueron los trillizos, y eso fue en el primer año de instituto.
—¿Te refieres a Ash y a sus hermanos? —pregunté, confundida.
—Y a los Black —respondió Lesa—. Lo seis llegaron con pocos días de diferencia. Todo el instituto flipó.
—Un momento. —Me quedé quieta en medio del pasillo, chocando como consecuencia con gente que me miró mal—. ¿Cómo que «los seis»? ¿Llegaron todos a la vez?
—Más o menos —dijo Carissa mientras se subía las gafas otra vez—. Y Lesa tiene razón: los siguientes meses fueron una locura. Pero es normal que alucináramos, ¿no?
Lesa se paró junto a la puerta de un aula y arqueó una ceja.
—¿No sabes que los Black también eran tres?
Mi confusión iba en aumento. Negué con la cabeza.
—No; sólo son Daemon y Dee, ¿no?
Sonó la campana y tanto Lesa como Carissa se quedaron mirando como se llenaba el aula. Lesa fue la primera que decidió intervenir:
—Eran trillizos. Dee y dos chicos; Daemon y Dawson. Eran como dos gotas de agua; como los hermanos Thompson. Saber quién era quién era misión imposible.
La miré sin poder reaccionar.
Carissa sonrió, triste.
—El hermano, Dawson… desapareció hace cosa de un año. Casi todo el mundo cree que está muerto.