Capítulo 10

No era de las que acudían a los hospitales a la primera de cambio. Los odiaba tanto como la música country. Olían a muerte y a desinfectante. Me recordaban a papá. Al inexorable paso del tiempo, que no se detenía mientras el cáncer le vaciaba la mirada y la quimio le hinchaba el cuerpo.

Y este hospital no era una excepción, aunque mi visita era un poco más compleja.

A él habían acudido el cuerpo de policía, una madre desesperada y mi malhumorado salvador, que seguía merodeando cerca de la habitación en la que me habían instalado. Sé que sonará mal y que parezco desagradecida, pero me esforzaba por no hacerle ni caso.

Mi madre, que estaba de guardia en el hospital cuando la ambulancia me llevó acompañada de la policía, se me acercaba todo el rato para acariciarme el brazo o la cara (el lado bueno). Parecía que aquel gesto le recordaba que su hija seguía viva y que sólo tenía algunos moratones. Me odiaba a mí misma por pensarlo, pero estaba empezando a ponerme de los nervios.

Estaba empezando a transformarme en una arpía.

Me dolía la cabeza y también la espalda, pero el peor dolor de todos era el que sentía en el brazo y en la muñeca. Después de toqueteármelo, apretármelo y sacarle media docena de radiografías, resultaba que no lo tenía roto. Tenía un esguince en la muñeca, una tendinitis en el brazo y bastantes rasguños y moratones. Me habían puesto la mano y el brazo en un cabestrillo.

Y ni rastro de los analgésicos que me habían prometido.

Los policías fueron bastante amables aunque un poco bruscos. Me hicieron todas las preguntas imaginables. Sabía que era importante que les dijera todo lo que recordaba, pero el susto se me empezaba a pasar y los efectos de la adrenalina habían desaparecido hacía rato. Lo único que quería era marcharme a casa.

Pensaban que se trataba de un robo que había salido mal hasta que les dije que ese tipo no me había pedido dinero. Después de repetirles las palabras de mi atacante, llegaron a la conclusión de que se trataba de un desequilibrado o de un drogadicto con el mono.

Cuando acabaron con mi interrogatorio, le toco el turno a Daemon. Parecía que se conocían: uno de ellos le dio una palmadita en el hombro y le sonrió. Eran colegas. Pues qué bien. No pude escuchar de lo que hablaban porque ahora era mi madre la que me interrogaba.

Quería que se callaran y se marcharan de allí.

—¿Señorita Swartz?

Me sorprendió oír mi apellido. Aquello me sacó de mi ensimismamiento. Uno de los policías más jóvenes se había acercado hasta mi cama. No me acordaba de su nombre y estaba demasiado hecha polvo como para buscar su placa identificativa.

—¿Qué?

—Creo que hemos acabado por hoy. Si recuerda cualquier detalle más, póngase en contacto con nosotros de inmediato.

Asentí con la cabeza y me arrepentí inmediatamente: una punzada de dolor me hizo ver las estrellas.

—Cielo, ¿te pasa algo? —me preguntó mamá con la preocupación reflejada en la voz.

—Es la cabeza, que me duele.

Se puso de pie.

—Voy a buscar al doctor ahora mismo para que te dé las pastillas. —Sonrió amable—. Ya verás como luego no te duele nada.

Eso era precisamente lo que necesitaba. Lo que deseaba con todas mis fuerzas.

El agente se dispuso a marcharse, pero se volvió para decirme algo antes.

—No creo que deba usted preocuparse. Yo…

El crujido de la radio le interrumpió. Se oyó una voz metálica a través de las interferencias. «A todas las unidades disponibles, tenemos un código dieciocho en Well Springs Road. La víctima es una mujer de entre dieciséis y diecisiete años de edad. La víctima puede haber fallecido antes de la llegada de los servicios de emergencia. Equipo médico ya presente».

Madre mía. Que me atacaran la misma noche en la que se cometía el asesinato de una adolescente, en un pueblo tan pequeño, era una casualidad muy rara. No podía ser. Miré a Daemon. Su cara lo decía todo: también lo había oído.

—Dios mío —dijo el agente antes de responder—. Unidad 414 abandonando el hospital y de camino. —Se volvió sin dejar de hablar por la radio y se marchó.

La habitación se había quedado vacía, a excepción de la presencia de Daemon, que seguía de pie apoyado en la pared, cerca de la cortina. Me miró con expresión curiosa. Me mordí el labio inferior y aparté la vista. Sentí otro pinchazo de dolor en las sienes. Me quedé en esa posición hasta que mi madre volvió apresuradamente a la habitación acompañada del médico.

—Cielo, el doctor Michaels tiene algo bueno que decirte.

—Como ya sabes, no tienes ningún hueso roto y, además, parece que tampoco tienes ninguna conmoción cerebral. Cuando te demos el alta, podrás volver a casa y descansar —dijo mientras se frotaba la cabeza cerca de las sienes, teñidas de canas. Miró a Daemon antes de volver a mirarme—. Si empiezas a notar que te mareas, tienes arcadas, ves mal o no recuerdas cosas, tienes que volver inmediatamente al hospital.

—Vale —respondí, con la vista fija en las pastillas. Habría dicho que sí a cualquier cosa en aquel momento.

Después de que se marchara el doctor, le cogí el vasito de plástico que contenía las pastillas a mamá, que estaba bastante inquieta, y me las tragué. Me daba igual lo que fueran.

A punto de llorar, busqué la mano de mi madre, pero me interrumpió una animada voz que llegaba del pasillo.

Dee entró a toda prisa en la habitación. Estaba pálida y muy preocupada.

—¡Ay, Dios mío, Katy! ¿Cómo estás?

—Bien, un poco amoratada… —Levanté el brazo y le dediqué una sonrisa frágil.

—No puedo creer lo que ha pasado. —Se volvió para mirar a su hermano—. ¿Cómo puede ser? Pensé que tú…

—Dee —le advirtió Daemon.

La chica se apartó de él y se acercó al otro lado de la cama.

—Lo siento tanto…

—No es culpa tuya.

Asintió con la cabeza, pero me di cuenta de que se sentía culpable.

Llamaron a mi madre por los altavoces. Frunció el ceño y se disculpó con la promesa de regresar en unos minutos.

—¿Podrás irte a casa pronto? —inquirió Dee.

La miré.

—Supongo que sí —respondí antes de quedarme un momento en silencio—. Cuando vuelva mi madre.

Asintió.

—¿Viste a la persona que te… atacó?

—Sí, me dijo unas cosas rarísimas. —Cerré los ojos y tuve la impresión de que tardaba más de lo normal en abrirlos de nuevo—. Que tenía que «encontrarlos». No sé… —Cambié de posición en la cama, que era muy dura. Los cardenales ya no me dolían tanto como antes—. Una paranoia.

Dee se puso pálida.

—Espero que te den el alta pronto. Odio los hospitales.

—Yo también.

Arrugó la nariz.

—Tienen un olor tan… raro.

—Eso es lo que le digo a mamá siempre, pero me dice que son imaginaciones mías.

Dee negó con la cabeza.

—No, no son imaginaciones tuyas; huelen a humedad, no sé.

Parpadeé y miré a Daemon. Estaba apoyado contra la pared, con los ojos cerrados, pero yo sabía que nos escuchaba. Dee se ofreció para llevarme a casa en caso de que mamá no pudiera. Lo de aquellos gemelos no era normal: parecían de otro planeta. Eran guapos y con su presencia iluminaban aquella triste habitación. En cambio, yo podía metamorfosearme fácilmente con aquellas paredes descoloridas y aquellas cortinas verde pálido.

Qué bien. La medicación empezaba a hacer efecto. Me estaba poniendo en plan poético. Y me estaba colocando un poco.

Dee se agitaba, nerviosa, y me tapaba a Daemon. Me invadió el pánico e hice un esfuerzo por moverme para poder verlo bien. El pulso se me normalizó cuando lo conseguí. A mí no me engañaba: fingía que estaba relajado, apoyado en la pared y con los ojos cerrados, pero apretaba la mandíbula y por dentro estaba muy alerta, a punto de actuar si era necesario.

—La verdad es que lo llevas bastante bien. Yo estaría histérica, dándome golpecitos contra la pared —añadió Dee con una sonrisa.

—Ya me podré histérica —musité—; dame tiempo.

—No supe cuanto tiempo transcurrió antes de que mi madre regresara con una expresión de disgusto en su hermosos rostro.

—Cariño, perdóname por haber desaparecido así —dijo apresuradamente—. Ha habido un accidente grave, y no dejan de llegar heridos al hospital. Tendrás que quedarte aquí un poco más. Yo tengo que quedarme hasta que sepamos si tenemos que trasladarles a un hospital más grande. Ha coincidido que muchos enfermeros libraban hoy, y nos falta mucho personal para gestionar una crisis así.

La miré, estupefacta. Sentí que me ponía de mala leche. Que les dieran a todos: aquella noche casi me muero y quería a mi madre para mí.

—Señora Swartz, nosotros podemos llevarla a casa —dijo Dee—. Seguro que prefiere estar allí; a mí, por lo menos, es lo que me gustaría en una situación así… No nos cuesta nada.

Le supliqué a mamá con la mirada que me llevara ella a casa.

—Me sentiría mejor si se quedara aquí conmigo, por si tiene una conmoción cerebral. Además, no quiero que le pase nada más.

—No dejaremos que le pase nada —respondió Dee con la mirada firme—. La llevaremos a casa y nos quedaremos con ella, se lo prometo.

Mamá se debatía entre la necesidad de tenerme cerca de ella y la responsabilidad hacia los heridos en el accidente. Me sentí mal por poner a mamá en aquella situación. Seguro que verme en el hospital le había recordado a papá. Miré a Daemon y sentí que me calmaba un poco. Le dediqué una débil sonrisa a mi madre.

—No te preocupes, mamá. Ya me encuentro mejor; seguro que no me pasa nada. No quiero quedarme en el hospital.

Mamá suspiró mientras se retorcía las manos.

—Parece mentira que el accidente haya tenido que pasar justamente hoy.

La llamaron de nuevo por megafonía. Hizo algo insólito: dijo una palabrota.

—¡Mierda!

Dee dio un respingo.

—Nosotros la llevaremos a casa, señora Swartz.

Mamá me miró a mí y después a la puerta.

—De acuerdo, pero si veis que está rara —se volvió para mirarme—, Katy, si te duele la cabeza más que antes, llamadme inmediatamente. ¡No, no! Mejor llamad al 911.

—Descuida —le dije para tranquilizarla.

Se inclinó hacia mí para besarme en la mejilla.

—Descansa, cielo. Te quiero. —Dicho lo cual, desapareció de inmediato por el pasillo.

Mire a Dee, quién me sonreía pícara.

—Muchas gracias —le dije—, pero no es necesario que te quedes conmigo en casa.

Frunció el ceño.

—Me voy a quedar y punto. —Se dispuso a marcharse—. Voy a ver qué tengo que hacer para sacarte de aquí.

Pestañeé y ya se había marchado. Pero Daemon, en cambio, estaba más cerca. Me miraba serio desde los pies de la cama. Cerré los ojos.

—¿Vas a insultarme otra vez? Porque no estoy de humor para que me apostilles.

—Creo que quieres decir «apuntilles».

—Apostillar, apuntillar, lo que sea. —Abrí los ojos y vi que me miraba fijamente.

—¿De verdad te encuentras bien?

—Sí, fantásticamente. —Bostecé—. Tu hermana se comporta como si fuera culpa suya.

—No le gusta que nadie salga malparado —me respondió—; y por desgracia la gente que se relaciona con nosotros acaba así.

Un escalofrío me recorrió la espalda. Aunque su expresión no transmitía emoción alguna, sus palabras estaban impregnadas de dolor.

—¿Y eso qué quiere decir?

No me respondió.

Dee regresó con una sonrisa en la cara.

—Ya podemos marcharnos, el doctor nos deja y ya está todo listo.

—Vamos, te llevaremos a casa. —Daemon se acercó a mí para ayudarme a incorporarme y a ponerme en pie. Aquello era insólito.

Di unos pasos como pude y tuve que pararme.

—Uf, que mareo…

Dee se mostró comprensiva.

—Creo que las pastillas comienzan a surtir efecto…

—¿He empezado ya a soltar palabrotas? —le pregunté.

—No, no, para nada —se rió Dee.

Suspiré. Estaba tan cansada que poco me faltaba para desplomarme. De repente, Daemon me llevó en volandas hasta colocarme en una silla de ruedas, no sin antes encontrarme de broces contra su torso perfecto.

—Son las normas del hospital —me explicó Daemon, quién empujó la silla de ruedas hasta que tuve que pararme para firmar un par de formularios. Después, salimos al aparcamiento.

Me ayudó a sentarme en el asiento de atrás del coche de Dee con cuidado, llevándome en brazos, para que no me diera ningún golpe.

—Oye, que puedo caminar.

—Ya lo sé. —Dio la vuelta al coche y se sentó junto a mí.

Intenté no moverme de mi sitio, y mucho menos mover la cabeza, porque supuse que no le haría demasiada gracia que me apoyara en él, pero, una vez se hubo sentado a mi lado, la cabeza se me fue con total naturalidad hacia él, hasta descansar sobre su pecho. Se quedó quieto un momento hasta que me rodeó los hombros con el brazo. Sentí que su cuerpo irradiaba calidez. Me sentía bien en aquel momento, refugiada contra él. Me daba seguridad y me recordaba el calor que había emanado de su mano antes.

Me acurruqué con el lado bueno de la cara contra la suave tela de su camiseta y sentí que me abrazaba más fuerte. Aunque quizás fuera efecto de las pastillas. Cuando el coche aparcó, yo ya estaba en otra dimensión; en un lugar donde los pensamientos chocaban unos contra otros y nada tenía sentido.

No sé si soñaba o no cuando oí a Dee. Su voz sonaba lejana y tenía un tono distinto.

—Le advertí que no fuera. Lo recuerdo como si lo viera ahora mismo.

—Ya lo sé. —Se produjo un silencio—. No te preocupes. Esta vez no pienso permitir que pase nada. Te lo prometo.

Se hizo el silencio y se oyeron algunos susurros.

—Hiciste algo, ¿no? —preguntó—. Ahora es más fuerte.

—No era… mi intención. —Daemon se movía nervioso mientras me pasaba la mano por el pelo—. Ocurrió; no pude evitarlo. Mierda.

Pasaron algunos momentos. Intenté seguir despierta, pero lo sucedido aquella noche me había dejado exhausta y finalmente sucumbí al calor de Daemon y al agradable silencio.

Cuando abrí los ojos de nuevo, los rayos de sol se colaban de nuevo por la sala de estar, que tenía las cortinas corridas. Las partículas de polvo revoloteaban sin orden ni concierto sobre la adorable cabeza de Dee, quien dormía profundamente hecha un ovillo en la mecedora. Tenía las menudas manos perfectamente clocadas bajo la mejilla, y los labios entreabiertos. Parecía una muñequita de porcelana.

Sonreí y de inmediato me estremecí.

El pinchazo de dolor me sacó de aquel estado de ensoñación y el miedo de la noche anterior volvió a apoderarse de mí, helándome la sangre. Me quedé inmóvil unos instantes, mientras respiraba hondo para calmarme y controlar mis emociones. Estaba viva gracias a Daemon, quien además parecía haberse convertido en mi almohada.

Tenía la cabeza sobre su regazo, y él apoyaba la mano sobre la curva de mi cadera. El corazón se me aceleró. Era imposible que hubiera estado cómodo toda la noche en aquella posición.

Daemon se agitó.

—¿Todo bien, gatita?

—Daemon —le susurré mientras intentaba controlar mis emociones, bastante desbocadas—, lo siento… No quería quedarme dormida encima de ti.

—No pasa nada —me respondió mientras me ayudaba a sentarme. La habitación me daba vueltas—. ¿Cómo estás?

—Bien. ¿Has estado aquí toda la noche?

—Sí —me dijo por toda respuesta.

Recordaba que Dee se había ofrecido a quedarse, pero no él. Despertarme con la cabeza en su regazo era lo último que esperaba, la verdad.

—¿Te acuerdas de algo? —preguntó en voz baja.

Me dolía el pecho. Asentí. Esperaba que me doliera más.

—Me atacaron ayer por la noche.

—Alguien intentó robarte —me dijo.

No; no fue así. Recordaba que el hombre me había cogido el bolso, que me había caído y que el tipo lo había tirado después. No quería el dinero.

—No quería el dinero.

—Kat…

—No. —Intenté ponerme en pie, pero no podía zafarme de su brazo—. No quería mi dinero, Daemon. Los quería a «ellos».

—Eso no tiene sentido —me respondió Daemon.

—No me digas. —Fruncí el ceño mientras trataba de mover el brazo. Lo tenía inmovilizado por la tablilla—. Todo el rato me preguntaba «por ellos» y decía no sé qué de un rastro.

—Ese tío estaba pirado —me dijo con voz grave—. Te das cuenta, ¿no? Estaba mal de la cabeza. Lo que te dijo no tenía sentido.

—No sé. No me pareció que estuviera loco.

—¿No te parece que es propio de un loco darle una paliza a una chica? —Arqueó las cejas—. Me gustaría saber entonces qué concepto tienes de la locura.

—Eso no es lo que he querido decir.

—Entonces, ¿qué has querido decir? —Daemon se movía con cuidado e intentaba no molestarme, cosa que me sorprendía—. No es más que un lunático, pero para ti no es suficiente, ¿no? Tienes que ir más allá.

—No me estoy inventando nada. —Respiré hondo para tranquilizarme—. Daemon, ese tío no era un loco normal.

—Anda, ahora resulta que eres experta en locos…

—Bueno, después de pasar un mes contigo digamos que me he sacado el máster —gruñí. Lo miré enfadada e hice el amago de irme. La cabeza me dio vueltas.

—¿Estás bien? —Se acercó y me puso una mano en el brazo que no tenía vendado—. ¿Kat?

Le aparté la mano.

—Sí, no me pasa nada.

Miró al infinito, tenso.

—Ya sé que lo de ayer te ha dejado mal, pero no hagas de esto algo que no es.

—Oye, Daemon…

—No quiero que Dee se preocupe más de la cuenta porque hay un idiota por ahí atacando a chicas. —Su mirada era dura como el acero. Y fría—. ¿Entiendes lo que quiero decirte?

Me tembló el labio y me entraron ganas de llorar. Otra parte de mi quería darle una buena bofetada. Lo único que le preocupaba era su hermana. Pero qué tonta había sido… Nos miramos. Sus ojos transmitían tal intensidad que parecía que estuviera pidiéndome que lo entendiera.

En ese momento, retumbó en la sala el bostezo de Dee.

Me aparté y rompí el contacto visual. Otra vez había ganado Daemon.

—¡Bueno días! —exclamó Dee mientras ponía los pies en el suelo con gran estruendo. Algo raro para alguien tan esbelto como ella—. ¿Lleváis mucho rato despiertos?

Otro suspiro salió de los labios de Daemon. Esta vez sonó más molesto.

—No, Dee. Acabamos de despertarnos ahora mismo. Roncabas tanto que no hemos podido seguir durmiendo.

Dee resopló.

—Lo dudo mucho. Katy, ¿cómo estás?

—Un poco dolorida, pero bien en general.

Sonrió, pero en sus ojos todavía se reflejaba la culpa. Cosa que no tenía ningún sentido. Trató de peinarse los rizos pasándose las manos por encima, pero, tan pronto como las movía, su pelo volvía a su desorden matutino.

—Creo que voy a prepararos el desayuno.

Antes de que pudiera responderle, se marchó a la cocina a toda prisa. Oí puertas abrirse y cerrarse y, a continuación, un estruendo de cacharros.

—Vale.

Daemon se puso de pie y se desperezó. Se le distinguían perfectamente los músculos bajo la camiseta. Aparté la vista.

—Mi hermana lo es todo para mí —dijo en voz baja, con tono sincero—. Haría cualquier cosa por ella y por asegurarme de que está contenta y es feliz. Por favor, no le llenes la cabeza de locuras y hagas que se preocupe.

Me sentí pequeña como una gota de agua en la inmensidad del océano.

—Eres un gilipollas, pero no voy a decirle nada. —Levanté la vista y me costó concentrarme al ver esos ojos tan brillantes—. ¿Contento?

Algo cambio en su rostro. No sé si estaba enfadado o arrepentido.

—No. No lo estoy.

Ninguno de los dos apartó la vista. El aire se volvió denso, tangible.

—¡Daemon! —gritó Dee desde la cocina—. ¡Necesito tu ayuda!

—Tendríamos que ir para ver qué está haciendo antes de que te destroce la cocina. —Se pasó una mano por la cara—. No me extrañaría que lo hiciera.

No dije nada y lo seguí por el pasillo. La luz que se colaba por la puerta abierta lo inundaba todo. Me estremecí al ver aquella claridad repentina e inmediatamente recordé que no me había peinado ni me había cepillado los dientes. Me aparté de Daemon.

—Tengo que irme… un momentito.

Arqueó una ceja.

—¿Adónde?

Me puse roja como un tomate.

—Arriba. Tengo que ducharme.

Sorprendentemente, no aprovechó la oportunidad para meterse conmigo. Asintió con la cabeza y se metió en la cocina. Cuando llegué al último escalón de la escalera, me llevé, distraída, los dedos a los labios y sentí un escalofrío. ¿Cómo de cerca había estado de morir la noche anterior?

—¿Crees que ya está mejor? —oí a Dee preguntarle a su hermano.

—Sí, no te preocupes —respondió Daemon, paciente—. No tienes nada de qué preocuparte. No pasa nada; me ocupé de todo antes de venir.

Me acerqué más al rellano.

—No me mires así; no va a pasarte nada. —Daemon suspiró, verdaderamente frustrado—. A ella tampoco, ¿vale? —De nuevo se hizo el silencio—. Teníamos que haber pensado que esto podía ocurrir.

—¿De verdad? —preguntó Dee alzando la voz—. Porque yo no quería pensarlo. Esperaba poder tener una amiga de verdad, que no le pasara nada…

Las voces se volvieron susurros y ya no entendí nada más. ¿Estaba hablando de mí? Eso era lo que parecía, pero no tenía sentido… Estaba aturdida. No entendía de qué iba todo aquello.

Daemon alzó la voz.

—¿Quién sabe, Dee? Ya veremos qué pasa. —Se quedó callado y se rió—. Creo que estás haciendo papilla los huevos. A ver, déjame que te ayude…

Escuché unos instantes más sus bromas fraternales hasta que decidí seguir con lo mío. De repente, recordé lo que había escuchado involuntariamente la noche anterior, en el coche, mientras me debatía entre el sueño y la realidad. Habían expresado su preocupación por algo que yo no comprendía.

Quería apartar de mí la molesta sensación de que me ocultaban algo. No había pasado por alto lo mucho que me había insistido Dee para que no fuera a la biblioteca. Allí había gato encerrado. Tampoco era normal la luz que vi en el exterior de la biblioteca, que me recordaba a la que había visto en el bosque, después de que apareciera el oso y me desmayara; algo que no había hecho jamás en la vida. Y qué decir del día en el lago, cuando Daemon se había transformado en Aquaman.

Caminé torpemente hasta el baño y encendí la luz. Seguro que estaba hecha un cromo. Incliné la cabeza hacia un lado y dejé escapar un grito ahogado. Sabía que me había rascado la mejilla contra el suelo; el dolor que sentí no podía ser mentira. Y que tenía el ojo hinchado. Sin embargo, allí sólo tenía un leve morado. Y la mejilla estaba rosada, como si la piel se me hubiera regenerado. Me miré el cuello. Los moratones eran muy leves, como si el ataque hubiera tenido lugar días atrás y no la noche anterior.

—¿Qué cojones…?

Las heridas casi habían cicatrizado, a excepción del brazo que tenía vendado y que apenas me dolía. Otro recuerdo más: el de Daemon, en cuclillas, inclinado sobre mí en la carretera. Sus manos desprendían calor. ¿Me habían curado…? No; aquello no podía ser. Negué con la cabeza.

Mientras me miraba en el espejo, sentía que algo pasaba. Los gemelos lo sabían. Algo no encajaba.