No logré calmarme hasta que llegué a Peterburgo y, aun así, todavía sentía un torbellino de rabia y humillación dentro de mí. ¿De qué iba aquel tío? Se supone que las gentes del pueblo son amables y no se comportan como si fueran discípulos de Satán.
Encontré la calle Mayor sin mucha dificultad. Literalmente era la calle mayor. En Mount View estaba la biblioteca del condado, con lo que me recordé que debía sacarme ya el carné. La cosa estaba bastante limitadita para comprar comida. Había un supermercado llamado Foodland, aunque el letrero en realidad ponía FOO LAND, porque faltaba la letra D, exactamente donde aquel desgraciado había dicho que estaría.
Los ventanales frontales estaban cubiertos de carteles con la foto de una chica desaparecida: una chica que debía de tener mi edad, de pelo largo y lacio y ojos alegres. Se decía que llevaba desaparecida algo más de un año, y se ofrecía recompensa a quien la encontrara. Llevaba tanto tiempo desaparecida que dudaba que alguien reclama jamás el dinero… Entristecida por aquel pensamiento entré en el supermercado.
Siempre hago la compra a toda pastilla y no me entretengo por los pasillos. A medida que iba llenado el carro, me daba cuenta de que iba a necesitar mucho más de lo que pensaba. En casa sólo teníamos lo básico. Muy pronto lo había llenado hasta los bordes.
—¿Katy?
Aquella dulce voz femenina me sobresaltó, sacándome de mi ensimismamiento. Se me cayó un cartón de huevos al suelo.
—Mierda.
—¡Ay, lo siento! Te he asustado, lo hago muy a menudo. —Unos brazos muy bronceados aparecieron de la nada y recogieron el cartón para colocarlo de nuevo en la balda. La chica cogió otro cartón y lo sostuvo con sus esbeltos brazos—. Seguro que estos no están rotos.
Aparté la vista de aquella masacre de huevos cuyas yemas resbalaban brillantes por el suelo de linóleo y me quedé impresionada. Lo primero que pensé de aquella chica es que era demasiado guapa para estar en un supermercado con una caja de huevos en la mano.
Destacaba tanto como un girasol en un campo de trigo.
El resto de la gente no era sino un pálido reflejo. La chica tenía el pelo oscuro, rizado y más largo que el mío, porque le llegaba hasta la cintura. Era alta, delgada, tenía unas facciones prácticamente perfectas y desprendía un aura de inocencia. Me recordaba a alguien, especialmente por aquellos ojos verdes tan extraordinarios. Apreté los dientes. Las posibilidades eran remotas…
Sonrió.
—Soy la hermana de Daemon; me llamo Dee. —Colocó el cartón de huevos intacto en mi carro—. ¡Están nuevecitos! —Sonrió.
—¿Daemon?
Dee señaló el bolso rosa chicle que llevaba en la parte frontal del carro. Encima de él descansaba un teléfono móvil.
—Has hablado con él hace media hora. Te acercaste a casa en busca de indicaciones, ¿no?
Así que aquel capullo tenía nombre. Daemon. Le pegaba bastante. Y, claro, su hermana tenía que ser por fuerza tan atractiva como él. ¿Cómo no? ¡Bienvenidos a Virginia Occidental, la tierra de los supermodelos! Empezaba a dudar que yo pudiera encajar allí.
—Sí, perdona. No esperaba que alguien fuera a decir mi nombre —dije antes de quedarme en silencio un instante—. ¿Te ha llamado?
—Sí. —Apartó con mucha destreza el carro para que pasara un niño pequeño que correteaba sin control por el estrecho pasillo—. Bueno, el caso es que he visto que os mudabais y he querido acercarme a saludaros desde entonces, y como mi hermano me ha dicho que estabas por aquí… tenía tantas ganas de conocerte que vine a toda prisa. Me dijo que aspecto tenías.
Me imaginaba perfectamente como me habría descrito.
La chica me miraba curiosa con aquellos intensos ojos verdes.
—Aunque, la verdad, no te pareces en nada a su descripción. Bueno; el caso es que sabía quien eras. Aquí casi todos nos conocemos de vista.
Me quedé mirando a un niño pequeño que trepaba por la estantería del pan.
—Creo que a tu hermano no le caigo nada bien.
Frunció el ceño.
—¿Qué?
—He dicho que a tu hermano no le caigo bien. —Me volví hacia el carrito y me puse a toquetear un paquete de carne envasada—. Digamos que no fue demasiado amable.
—Ostras —dijo, antes de reírse. Le dediqué una mirada severa—. Perdona, es que mi hermano tiene unos cambios de humor bastante bruscos.
«¿Me lo dices o me lo cuentas?».
—No parecía que fuera sólo mal genio la verdad.
Negó con la cabeza.
—Tenía un mal día. Es peor que una chica, créeme. No te odia. Somos gemelos, y te aseguro que me entran ganas de matarle todos los días. Daemon es un poco bruto, no se lleva bien con… la gente.
—¿Ah, sí? —Me reí.
—Bueno, ¡me alegro de haberte encontrado aquí! —exclamó cambiando de tema otra vez—. No sabía si te molestaría que me presentara en tu casa, como todavía os estáis instalando…
—No, no me habría molestado. —Me esforzaba por seguir la conversación. Aquella chica cambiaba de tema con tanta facilidad que parecía hiperactiva.
—Tendrías que haber visto la cara que he puesto cuando Daemon me ha dicho que tenías nuestra edad. Casi me voy a casa corriendo para darle un abrazo. —La chica gesticulaba entusiasmada—. Pero, si hubiera sabido que había sido tan maleducado contigo, le hubiera dado un puñetazo.
—Me lo imagino. —Sonreí—. A mí también me habría gustado darle un buen sopapo.
—Imagínate ser la única chica que hay en todo el barrio: todo el día estoy pegada al pesado de mi hermano. —Miró por encima del hombro y de repente frunció las delicadas cejas.
Seguí su mirada. El niño pequeño tenía un cartón de leche en cada mano, cosa que me recordó que debía comprar leche.
—Ahora mismo vuelvo. —Me fui hacia la sección de refrigerados.
La madre del niño apareció por fin por la esquina del pasillo, gritando:
—¡Timotht Roberts, haz el favor de dejar eso donde estaba! ¿Qué crees que estás…?
El niño le sacó la lengua. Nada como estar cerca de algún niño para optar por la abstinencia sexual. No es que yo estuviera en esa situación, pero… Me fui con los cartones de leche hacia donde me esperaba Dee, quien miraba al suelo. Con los dedos rodeaba el mango del carrito y los apretaba hasta que los nudillos se le quedaban blancos.
—¡Timothy, ven aquí inmediatamente! —La madre lo atrapó por el gordezuelo brazo. Del severo moño se le escaparon algunos mechones rebeldes—. ¿Es que no entiendes lo que te tengo dicho? —le dijo entre dientes—. No puedes estar cerca de ellos.
¿A quién se refería con aquel «ellos»? Allí sólo estábamos Dee y yo. Miré confundida a la mujer y me sorprendió la repugnancia que se reflejaban en sus ojos oscuros. Era una mirada llena de asco, pero, además, su modo de apretar los labios, temblorosos, me rebeló que en aquel gesto había algo más: miedo.
Y a quien miraba era a Dee.
Cogió en brazos al niño y se marchó a toda prisa, dejando el carro en medio del pasillo.
Me volví hacia Dee.
—¿Y a esa qué mosca le ha picado?
La sonrisa de Dee se volvió frágil.
—Es un pueblo pequeño. La gente del lugar es bastante rara; no les hagas caso. Oye, debes estar harta entre la mudanza y el supermercado… Vaya palo, ¿no? Creo que no hay castigo peor que deshacer cajas y salir a hacer la compra. ¿Te imaginas como sería ir al infierno y que te condenaran eternamente a hacer estas dos tareas?
No pude evitar sonreír mientras intentaba seguir el parloteo incesante de Dee y acabábamos de llenar los carros. Alguien así normalmente me cansaba a los cinco segundos, pero ella tenía un modo muy peculiar de balancearse sobre los talones y su alegría era contagiosa.
—¿Tienes que comprar más cosas? —me preguntó—. Yo creo que ya he acabado. En realidad, vine para verte y no he podido ir más allá del pasillo de los helados, ¡me he quedado atrapada!
Me reí y le eché un vistazo a mi carro, lleno hasta los topes.
—No, creo que he acabado yo también.
—Pues vámonos, podemos ir juntas hacia las cajas.
Mientras esperábamos a pasar por caja, Dee seguía con su cháchara, y no volví a pensar en el incidente del pasillo. Dee pensaba que Petersburgo necesitaba otro supermercado, porque ese no tenía alimentos de cultivo ecológico, y ella quería comprar un pollo de granja para la receta que iba a prepararle Daemon para cenar. Minutos más tarde, ya no me preocupaba seguir el ritmo de su conversación y empecé a relajarme. No es que fuera simplemente una chica animada, era pura vida… Deseé que se me pegara un poco de aquel entusiasmo vital.
La fila avanzaba más rápido que en las ciudades grandes. Cuando ya estuvimos fuera, se detuvo junto a un Volkswagen nuevecito y abrió el maletero.
—Qué coche más chulo —le dije. Debían de tener bastante pasta, a no ser que Dee trabajara.
—Me encanta. —Le dio un golpecito al parachoques trasero—. Es mi bebé.
Coloqué las bolsas de la compra en los asientos de atrás de mi coche.
—¿Katy?
—¿Sí? —Jugueteé con las llaves mientras deseaba que, a pesar de tener un hermano tan capullo, quisiera quedar conmigo después. Era difícil saber si mamá iba a despertarse tarde.
—Tengo que pedirte disculpas por lo de mi hermano. Sabiendo cómo es, seguro que se pasó un poco.
Me sentí mal por ella, por tener que ser familia de un idiota así…
—Tú no tienes la culpa.
Jugueteó con las llaves alrededor del dedo anular antes de mirarme.
—Es demasiado protector, no le gustan los desconocidos.
¿Protector, como un perro? Casi se me escapa una risita, pero al ver la cara de pena de Dee al pensar que quizá no iba a perdonarla, no lo hice. Vaya rollo tener un hermano como aquel.
—No pasa nada. Quizá tenía un mal día.
—Quizá. —Sonrió, pero el gesto parecía forzado.
—De verdad, no te preocupes. No estoy enfadada contigo —le dije.
—¡Gracias! En serio, no soy una pesada que va acosando por ahí a los demás, te lo juro. —Me guiñó un ojo—. Pero sería genial que quedáramos esta tarde, ¿tienes planes?
—La verdad es que pensaba arreglar el jardín que tenemos delante de casa. ¿Te apetece ayudarme? —Tener compañía podría ser divertido.
—¡Me parece genial! Voy a dejar la compra en casa y vuelvo enseguida —dijo—. ¡Nunca he hecho nada de jardinería, qué emocionante!
Antes de poder preguntarle qué tipo de infancia había tenido para no tener algunas nociones mínimas, ya se había subido al coche y había salido del aparcamiento. Me aparté del parachoques y me dirigí hacia el lado del copiloto. Abrí la puerta y me disponía a entrar cuando tuve la desagradable sensación de que alguien me observaba.
Miré en todas direcciones, pero sólo vi a un tipo vestido de negro y con gafas de sol, en plan Men in Black. Estaba mirando fijamente la foto de una persona desaparecida en un tablón comunitario.
Sólo le faltaba el borrador de memoria y el perrillo parlante para parecer salido de aquella película. Me habría reído de no ser porque aquel hombre no me hacia ninguna gracia… Especialmente después de que se quedara mirándome.
Pasaban unos minutos de la una cuando Dee llamó a la puerta de casa. Cuando salí, me la encontré de pie, cerca de los escalones. Levantaba el empeine y apoyaba el peso del cuerpo sobre sus sandalias de cuña; una indumentaria un tanto peculiar para las labores de jardinería… El sol proyectaba un halo alrededor de su oscura cabellera y tenía una expresión pícara en el rostro. Era igualita que una princesa de cuento. O como Campanilla después de haberse tomado algunas sustancia extraña, teniendo en cuenta lo hiperactiva que era.
—Hola. —Salí al porche y cerré la puerta sin hacer apenas ruido—. Mi madre duerme.
—Espero no haberla despertado —susurró haciendo un poco de teatrillo.
Negué con la cabeza.
—Tranquila, ni un huracán es capaz de despertarla. Y te digo porque ha pasado de verdad.
Dee sonrió divertida y se sentó en el columpio del porche. Se llevó las manos a los codos, en un abrazo, y de repente pareció tímida.
—Tan pronto como entré con las compras, Daemon se zampó media bolsa de patatas, dos helados que eran míos y medio bote de mantequilla de cacahuete.
—¡Joder! ¿Y como consigue estar tan… en forma?
—Es increíble. —Puso los pies en el asiento del columpio y se abrazó las rodillas—. Come como una lima; tanto que tenemos que coger el coche para ir al supermercado unas dos o tres veces por semana. —Un destello pícaro apareció en su mirada—. Claro que yo no me quedo corta; te vaciaría la despensa de casa en un abrir y cerrar de ojos. Mejor me quedo calladita.
La envidia me corroía. No tengo la suerte de contar con un metabolismo rápido (de ello dan buena fe las caderas y el culo que tengo). No es que esté gordísima, pero no me gusta que mamá diga que «tengo curvas». No es justo. Si me como una bolsa de patatas fritas, engordo dos kilos como mínimo.
—Tenemos suerte en eso. —Su sonrisa se había vuelto un poco tensa—. Bueno, oye, tienes que hablarme de Florida. Nunca he estado allí.
Me apoyé en la barandilla del porche.
—Pues imagínate: hay mogollón de centros comerciales, uno detrás de otro, y aparcamientos por todas partes. Ah, y playas, claro. Sí, eso sí que vale la pena. —Me encanta sentir los rayos del sol sobre la piel y el tacto de la arena mojada contra los dedos de los pies.
—¡Guau! —exclamó Dee, mirando hacia su casa, como si estuviera esperando a alguien—. Te va a costar bastante acostumbrarte a vivir aquí. Es difícil adaptarse a algo cuando estás lejos de tu elemento natural…
Me encogí de hombros.
Bueno, no sé. Esto no está tan mal. Aunque cuando supe que veníamos a vivir aquí pensé que mi madre me tomaba el pelo. Ni siquiera sabía que este sitio existía.
Dee se rió.
—Ya, mucha gente no lo conoce. Para nosotros también fue bastante fuerte.
—Ah, ¿entonces tampoco sois de por aquí?
Apartó la mirada y dejó de reír.
—No, no somos de por aquí.
—¿Vuestros padres vinieron por trabajo? —le pregunté sin tener ni idea de qué tipo de trabajos había por esta zona.
—Sí, trabajan en la ciudad; no los vemos demasiado.
Tuve la extraña sensación de que no me lo explicaba todo.
—Tiene que ser difícil… Aunque así sois más libres para hacer lo que queráis, supongo. Mi madre tampoco está mucho en casa.
—Supongo que entonces no entiendes. —La expresión de sus ojos se volvió triste—. Nos las tenemos que apañar solos.
—Y te gustaría que la vida fuera un poco más emocionante, ¿verdad?
Dee se había puesto melancólica.
—¿Alguna vez has oído eso de «ten cuidado con lo que deseas porque puede cumplirse»? Pues eso me pasó a mí. —Se mecía adelante y atrás en el columpio, sin que ninguna de las dos hiciera nada por romper el silencio. La entendía perfectamente. Ni recordaba la de veces que, despierta en la cama, había deseado que mamá reaccionara y le diera un giro a su vida… y aquí estábamos, en Virginia Occidental.
—¡Oh, no! Parece que se avecina una de nuestras famosas tormentas de media tarde… Suelen durar unas dos horas.
—Vaya, qué lástima. Entonces tendremos que dejar lo del jardín para mañana. ¿Te va bien?
—¡Claro! —Dee se puso a tiritar por el repentino aire frío que se había levantado.
—¿De dónde vendrá esa tormenta? Parece que haya salido de la nada, ¿verdad? —le pregunté.
Dee se puso de pie de un respingo y se frotó las palmas de las manos contra los pantalones.
—Pues sí. Bueno, creo que tu madre quizá ya se haya levantado, y yo tengo que despertar a Daemon.
—¿No es un poco tarde para estar durmiendo?
—Es un chico rarito —dijo Dee—. Mañana vendré e iremos a comprar cosas para el jardín, ¿te parece bien?
Sonreí y me aparté de la barandilla.
—Me parece buena idea.
—¡Genial! —Bajó los escalones de dos en dos y se giró con una pirueta—. ¡Le daré a Daemon recuerdos de tu parte!
Noté que me ardían las mejillas.
—Bueno, no hace falta.
—¡Créeme, sí! —Se rió y se fue a toda prisa a su casa.
Mamá estaba en la cocina con una taza de café en la mano. Por su cara supe que se le había derramado algo de líquido en la encimera.
Cogí un trapo y me acerqué.
—Vive en la casa de al lado, se llama Dee y me la encontré en el supermercado. —Pasé el trapo por encima de las salpicaduras de café—. Tiene un hermano que se llama Daemon: son gemelos.
—¿Gemelos? ¡Qué interesante! —Sonrió—. ¿Es simpática, cielo?
Suspiré.
—Sí, mamá. Es muy simpática.
—Me alegro muchísimo. Ya empieza a ser hora de que salgas de tu cascarón.
Mamá sopló antes de darle un sorbo de café. Me miraba por encima del borde de la taza.
—¿Habéis quedado para veros mañana?
—Pero si ya lo sabes, nos estabas escuchando.
—Pues claro, hija. —Me guiñó un ojo—. Eso es precisamente lo que hacemos las madres.
—¿Las madres cotillean las conversaciones ajenas?
—Sí. ¿Cómo si no voy a enterarme de lo que pasa? —respondió inocente.
Puse los ojos en blanco y me volví para ir a la sala de estar.
—Mamá, hay una cosa que se llama privacidad.
—¡Cielo —exclamó desde la cocina—, eso no existe!